miércoles, 16 de octubre de 2024

El ojo invisible o el albergue de los tres ahorcados. Émile Erckmann (1822-1899) Alexandre Chatrian (1826-1890)

—En aquel tiempo —dijo Cristian— pobre como una rata de iglesia, me fui a vivir a la buhardilla de una casa vieja de la calle Minnesoenger, en Nuremberg. Formé mi nido en el mismo ángulo del tejado de manera que las pizarras me servían de pared y la viga maestra de techo. Para mirar por la ventana tenía que subirme encima de mi jergón, pero aquella ventana abierta en lo alto de la fachada, tenía una magnífica vista, desde donde descubría toda la ciudad y alrededores. Veía los gatos que se paseaban gravemente por el alero, las cigüeñas que, con el pico lleno de ranas acudían a pacentar su pondero y las palomas que, con cola abierta en forma de abanico se echaban de lo alto de sus palomares, describiendo ambos círculos sobre el abismo de las calles. De noche, cuando las campanas tocaban el Angelus, escuchaban su melancólica melodía y observaba cómo los burgueses fumaban sus pipas de pie en las aceras y cómo las muchachas vestidas de rojo, reían y charlaban con el cántaro debajo del brazo, alrededor de lafuente de San Sebalto. Insensiblemente se iba borrando todo, salían los murciélagos y yo me iba a dormir en medio de una dulce quietud.

El viejo negociante Tubac sabía tan bien como yo el camino de mi camarachón y no le espantaba tener que subir la escalera. Cada semana levantaba la compuerta del escotillón con su cabeza de macho cabrío cubierta con una peluca tiñosa y rojiza y aferrándose con los dedos al techo, gritaba con voz gangosa.

—¡Hola, maese Cristian! ¿No hay nada nuevo?

Yo le respondía:

—¡Adelante, qué diantre! ¡Entre! Ahora mismo acabo de dar la última pincelada aun paisaje que me parece que le va a hacer cosquillas. Entonces el desgalichado personaje iba creciendo, alargándose, alargándose, hasta casi tocar el techo... y al mismo tiempo riendo en silencio.

Hay que hacerle justicia al buen Tubac: no me explotaba. Compraba mis telas a unos quince florines uno con otro y las revendía a cuarenta. Era un judío honrado. Este sistema de vivir empezaba a seducirme y a cada día le iba encontrando más atractivos, cuando la apacible cuidad de Nuremberg se vio perturbada por un extraño y misterioso acontecimiento. No muy lejos de mi tragaluz, un poco a la izquierda estaba situada la Hostería del Buey Gordo, antigua y muy frecuentada por la gente del país. Siempre había estacionados delante del portal tres o cuatro carros cargados de sacos y barriles pues los campesinos tenían la costumbre de apearse para beber su cuartillo devino, antes de ir al mercado. La fachada de la hostería se distinguía por su forma particular. Era muy estrecha y puntiaguda y estaba recortada por los dos lados formando, como dientes de sierra, grotescas esculturas, y adornos heráldicos en forma de vidrios entrelazados que decoraban las cornisas y los contornos de las ventanas. Lo que era más curioso es que la casa de enfrente reproducía exactamente las mismas esculturas y los mismo decorados.
Todo estaba copiado punto por punto, sin perdonar la muestra en sus flecos y rizos de hierro. Se diría que aquellos dos caserones eran uno mismo que se reflejaba en un espejo, salvo que detrás de la hostería se levantaba un gigantesco roble de follaje sombría sobre el que destacaban vigorosamente las aristas del tejado, mientras que la casa de enfrente se recortaba monda y lironda sobre el cielo. Por otra parte, cuando más ruidos y animada estaba la hostería del Buey Gordo más silenciosa estaba la otra casa, a un lado se veía una retahíla de bebedores que sucesivamente entraban y salían cantando y tambaleándose y haciendo restallar sus látigos. En la otra reinaba la soledad; sólo una vez al día o dos a lo sumo, la pesada puerta se entreabría para dejar paso a una viejecita de espalda encorvada, mentón en forma de zueco, que iba con la ropa pegada a las caseras, un cesto enorme debajo del brazo y el puño cerrando contra el pecho. Más de una vez, la figura de aquella vieja, me había impresionado. Sus diminutos ojos verdes, su nariz delgadísima, los grandes ramajes de su mantón centenario, la sonrisa que le arrugaba las mejillas como los pliegues de una escarapela, y los encajes de su toca caídos sobre las cejas eran cosas que me parecían verdaderamente originales y me inspiraban un gran interés.

Me hubiese gustado saber quién era y que hacía en un caserón tan grande y desierto. Me inclinaba a suponerla dedicada a una vida de buenas obras y meditaciones piadosas. Pero un día que me paré en la calle para seguirla con la vista, se volvió bruscamente y me fulminó con una mirada, cuya horrible expresión no sabría describir y seguida de tres o cuatro muecas espeluznantes. Después bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el pecho, sacudió el mantón que arrastraba y abrió con presteza la pesada puerta, desapareciendo tras ella.

Es una vieja chiflada —dije para mis adentros, lleno de extrañeza— una vieja chiflada, mala y astuta.

Y a fe que iba bien equivocado al interesarme por ella. No querría más que volver a ver sus muecas. Tubac de buena gana me daría quince florines por ello. Estas bromas con que trataba de distraerme no conseguían gran cosas. La horrible mirada de la vieja me perseguía por todas partes y más de una vez, si por casualidad, mientras subía la empinada escalera de mi buhardilla, se me prendía la ropa en algún gancho saliente, me echa a temblar, imaginando que era la vieja que me tiraba del faldón para hacerme caer.

Conté la historia a mi amigo Tubac, quien, lejos de tomárselo a risa, se puso muy serio.

-Masese Cristian —dijo—, si la vieja le ha tomado ojeriza, ándese con tiento. Tiene unos dientes pequeños, puntiagudos y de una blancura maravillosa y eso no es natural a su edad. Da mal de ojo. Los chiquillos le huyen y la gente de Nuremberg le ha puesto el nombre de Fledermaus (murciélago).

Admiré la perspicacia del judío. Sus palabras me hicieron pensar mucho, pero después de algunas semanas, tal vez porque me había cruzado a menudo con Murciélago sin que ellos me acarrease consecuencias desagradables, se desvanecieron mis temores y no me volví a acordar del santo de su nombre. Pero hete aquí por dónde una noche me despertó una armonía extraña, una especie de vibración tan dulce, tan melodiosa que el murmullo de la tempestad entre las horas sólo puede dar una leve idea de ella. Permanecí largo rato atento, con los ojos abiertos de par en par, y reteniéndome la respiración para oír mejor. Por fin miré hacia la ventana y percibí dos alas que se agitaban contra el cristal.

De buenas a primeras, creí que se trataba de un murciélago prisionero dentro de mi habitación, pero en aquel momento salió la luna, y las alas de una magnífica mariposa nocturna, transparentes como un encaje, se dibujaron sobre un disco resplandeciente, vibraban con tal rapidez que no se llegaba a percibir el movimiento. Después se iban apaciguando, tendidas sobre el cristal, y su frágil nerviosidad otra vez se hacía visible. Aquella vaporosa aparición, en medio del universal silencio, abrió mi corazón a las más dulces emociones. Me pareció que una delicada sílfide compadecida de mi soledad, venía a visitarme con intención consoladora.

-Tranquilízate, dulce cautiva, tranquilízate —le dije—, tu confianza no quedará defraudada. No, no te retendré contra tu voluntad. Ve, vuelve al cielo, a la libertad.

Y abrí la ventana. La noche era todo sosiego. Miles de estrellas centelleaban en el espacio. Contemplé algunos momentos aquel sublime espectáculo, y retazos de oraciones salían de mis labios. Pero figuraos cuál no sería mi estupor cuando, al bajar los ojos, vi un hombre colgado de la barrilla de la muestra del Buey Gordo, alborotado el cabello, yertos los brazos y estiradas las piernas, proyectando la gigantesca sombra hasta el final de la calle.

La inmovilidad de aquella figura a la luz de la luna tenía lago de espantoso. Sentí la sangre se me helaba, y que los dientes castañeteaban. Iba a dar un grito cuando no sé por qué especie de atracción misteriosa, mi vista se escurrió hacia abajo y distinguí, confusamente en medio de las tinieblas, a la vieja acurrucada en su ventana contemplado al ahorcado con un aire de satisfacción diabólica. Entonces me asaltaron los vahídos y las náuseas del terror, perdí las fuerzas y retrocediendo hacia la pared, caí sin sentido. No puedo decir cuánto me duró aquel sueño de muerte.

Cuando me reanimé ya era de día. La niebla de la noche, penetrando en mi cuchitril, me había salpicado el pelo de rocío. Rumores confusos subían de la calle. Miré. El burgomaestre y su secretario estaban delante de la puerta de la hostería. Estuvieron largo tiempo. La gente iba y venía, se paraba para mirar y luego reemprendían el camino. Las mujeres del vecindario que barrían la acera de sus casas, desde lejos miraban de soslayo, mientras hablaban entre ellas. Entonces salieron de la hostería unas andas sobre las que había tendido un cuerpo cubierto con un palo de lana. Lo llevaban dos hombres. Se fueron calle abajo y los chiquillos que iban al colegio, se pusieron a correr detrás de ellos. Todo el mundo se apartó. La ventana de enfrene aún estaba abierta, Un trozo de cuerda colgaba, flotando, de la barrilla. Era, pues, cierto que no había soñado aquellas cosas; había visto, la mariposa nocturna, después el ahorcado...por fin, la vieja.

Precisamente aquel día me visitó mi amigo Tubac, vi aparecer su narizota a ras de mi piso.

—Hola, maese Cristian... ¿No tiene nada para vender?

No me hice cargo de lo que me decía. Estaba sentado en mi única silla con las manos sobre las rodillas y la mirada absorta. Tubac, sorprendido, de mi inmovilidad, repitió más fuerte:

—¡Maese Cristian! ¡Maese Cristian!

Después, subiéndose al techo, vino sin cumplidos a golpearme la espalda.

—¡Ea! ¡ca!...Pero, ¿qué le pasa?
—¡Ah!, ¿es usted, Tubac?
—Por Dios, bien tengo el honor de figurármelo. ¿Acaso está usted enfermo?
—No lo creo.
—¿En qué diantre estaba pensando?
—En el ahorcado.
—¡Ah! —exclamó el negociante.
—Ah, ¿de modo que habéis visto a ese pobre muchacho? ¡Vaya historia curiosa!¡Ya van tres en el mismo sitio!
—¿Cómo? ¿Tres?
—Sí, señor: tres. La verdad es que debía haberlo avisado a usted. Pero, en fin, aún estamos a tiempo. No faltará el cuarto que vendrá a hacer compañía a los anteriores. Ya se sabe que lo que cuesta es el primer paso.

Mientras hablaba de este modo, Tubac se acomodó en un extremo de mi baúl, frotó el pedernal, encendió la pipa y echó algunas bocanadas con expresión meditabunda.

—Por mi fe —dijo—, que no soy cobarde; pero si me invitaban a pasar la noche en aquella habitación, preferiría irme a ahorcar a cualquier parte. Imagínese, maese Cristian, que hace nueve o diez meses atrás un buen hombre de Tubinga, tratante de pieles al por mayor, se aposentó en la hostería del Buen Gordo, pidió la cena, comió con apetito, bebió sin taza, lo llevan a dormir a la habitación del tercer piso (El dormitorio verde como le llaman) y al día siguiente me lo encuentran colgado de la barrilla de la muestra. ¡Bueno! ¡Por una vez, pase!

No hay nada mejor que objetar. Se instruye el proceso y entierran al extranjero en el fondo del jardín. Pero, al cabo de tres semanas, llegó un bizarro militar de Newstadt. Tenía ya la licencia absoluta y estaba contentísimo de volver a su pueblo. Durante la velada, entre copa y copa, no hizo más que hablar de una primita que lo estaba esperando para casarse con él. Al final le acompañaron a la cama que ocupó el tratante en pieles y aquella misma noche el vigilante, al pasar por la calle de Minnesoenger, atisbó cierta cosa que pendía del soporte de la muestra. Levanta la linterna... era el militar, con el canuto de lata de su licencia sobre el muslo izquierdo y las manos aplicada a la costura del pantalón como si estuviese en una revista.¡Por la Santa Biblia! Aquello ya picaba en historia. El burgomaestre venga gritar, como un demonio. Examinaron el dormitorio, golpearon y repasaron las paredes y mandaron la partida de defunción a Newstadt. El actuario había escrito al margen: muerto de apoplejía fulminante.

Nuremberg entero, ardía de indignación contra el hostelero. Hasta había personas que querían obligarle a suprimir la barrilla de hierro que sostiene la muestra. Pero ya podéis suponer que el viejo Nickel Schmidt no hizo caso.

-Esta barrilla – decía – la clavó mi abuelo. Sostiene la muestra del Buey Gordo de padres a hijos hace ciento cincuenta años y no molesta a nadie, ni siquiera a los carros de heno, que no la alcanzan con su carga, para algo se puso a 30 pies de altura. Si a alguien le disgusta que se vuelva de espaldas y así no lo verá. El pueblo fue tranquilizándose y durante unos cuantos meses no hubo ninguna novedad. Desgraciadamente un estudiante de Heidslberg que se iba a la Universidad, se detuvo anteayer en el Buey Gordo para pasar la noche. Era hijo de un pastor protestante.¿Cómo va a suponerse que al hijo de un pastor le de la ventolera de colgarse de la barrilla de una muestra solo porque un señor orondo y un militar hayan hecho lo mismo unos meses antes? Hay que convenir, masese Cristian, que la cosa no parece lógica ni probable. Razones de este jaez no nos habrían parecido suficientes, a usted, ni a mi. Pues bien...
—¡Basta! ¡Basta! —exclamé—. ¡Esto es horroroso! Adivino el fondo de un espantoso misterio. La culpa no es de la barrilla, ni del dormitorio.
—¿Sospecha, por ventura, del hostelero, el hombre más honrado del mundo y miembro de una familia de las más antiguas de Nuremberg?
—No, no. Dios me libre de hacer juicios temerarios; pero hay abismos que uno no se atreve a sondear con la mirada.
—Tiene usted mucha razón —dijo Tubac, extrañado de verme tan exaltado—. Más vale hablar de otras cosas. A propósito, maese Cristian, ¿cómo anda nuestro paisaje de Santa Odilia?

Esta pregunta me devolvió al mundo positivo. Enseñé al negociante la tela, que ya estaba terminada, concluimos el trato y enseguida el buen hombre, satisfecho, descendió la escalera, recomendándome que no pesara más en el estudiante de Heidelberg. Yo bien hubiera querido seguir su consejo, pero cuando el demonio se mezcla en nuestros asuntos no es fácil deshacerse de él.

II.
Una vez solos, aquellos acontecimientos cobraron dentro de mí una claridad horripilante. La vieja es la causa de todo —me dije—. Ella sola ha preparado esos crímenes. Ella sola los ha consumado. Pero... ¿con que medios? ¿Se había valido únicamente de la astucia? ¿Habrá apelado a poderes invisibles?

Paseaba, nerviosamente, dentro de mi tabuco. Una voz interior me decía con clamor: "El cielo no te ha permitido en vano observar cómo la Murciélago contemplaba la agonía de su víctima; no en vano el alma del pobre estudiante ha venido a despertare en forma de mariposa nocturna; no, no estas cosas extraordinarias no han ocurrido sin motivo. Cristian, el cielo te impone una terrible misión, si no la cumples, puede caer tú mismo en las redes de la vieja. Quién sabe, si en estos momentos ya está afilando sus armas en las tinieblas."Durante muchos días aquellas imágenes me persiguieron sin tregua. Perdí el sueño; no tenía ganas de hacer nada; el pincel me caía de la mano y...¡caso espantoso!... a veces me sorprendí mirando la barrilla con complacencia.

En fin no pudiendo contenerme me eché escaleras abajo, saltando los escalones de cuatro en cuatro y me acurruqué detrás de la puerta de la Murciélaga para probar de descubrir su fatal secreto. Desde aquel momento no tuve un solo día de descanso, siempre a la zaga de la vieja, acechándola, procurando no perderla de vista. Pero la astuta, tenía tan buen olfato, que sin volverse, sabía que yo iba detrás de ella, y que seguía sus pasos. Pero ella disimulaba iba a la plaza o a la carnicería como si tal cosa, lo único que la distinguía de las demás viejas es que apresuraba el paso y rezongaba entre dientes. Al cabo de un mes comprendí que con aquel método no podría conseguir mi objeto, y esta convicción me llenó de tristeza.

—¿Qué hacer? —me decía— La vieja descubre mis proyectos... todo me sale mal.¡Ah, vieja malvada!... ¡Seguramente ya me estás viendo colgado del extremo de una soga!

A fuerza de preguntarme; ¿qué hacer, que hacer? Se me ocurrió una idea luminosa. Mi habitación dominaba la casa de doña Murciélago, pero no tenía ningún tragaluz que mirase por aquel lado. Levanté ligeramente una pizarra y nadie puede imaginar mi alegría cuando divisé por entero el antiguo caserón.

-Ya te tengo – exclamé -. Ahora ya no te escaparás. Desde aquí lo veré todo: tus idas y venidas... las mañas y costumbres de la comadreja dentro de mi madriguera... y tu no sospecharás siquiera la existencia de este ojo invisible, de este ojo que sorprende el crimen en el mismo momento en que nace. ¡Ah! La justicia anda pasito a paso, pero llega.

Nada más siniestro que aquella casucha vista desde mi observatorio: un patio profundo, con anchas losas cubiertas de musgo; en uno de los ángulos un depósito de aguas corrompidas que daban miedo de ver; acá una escalera de caracol; allá, al fondo, una galería con baranda de madera; sobre la balaustrada, unos andrajos y las tripas de un jergón; en el piso primero, a mano izquierda la piedra de un tragadero que indicaba el sitio de la cocina; a mi derecha, las ventanas que daban a la calle; algunas macetas con flores resecas; todo sombrío, resquebrajado, húmedo.

El sol no penetraba más que dos horas al día en aquel albañal. Luego la sombra iba subiendo, y la luz se quebraba en relumbrones sobre la pared vieja, sobre el balcón carcomido, sobre las vidrieras empañadas. Torbellinos de átomos giraban sobre sí mismos en medio de los rayos de oro, sin que los moviera ningún hálito. ¡Ah! Qué bien se veía que era aquel lugar el de doña Murciélago. Apenas había terminado estas reflexiones entró la vieja. Venía del mercado. Oí chirriar la pesada puerta. Luego apareció Doña Murciélago con su cesto. Parecía fatigada. Con trabajo podía respirar. Los adornos de la toca le colgaban hasta la nariz. Agarrándose con una mano a la baranda, fue subiendo la escalera. Hacía un calor asfixiante. Era uno de aquellos días en que todos los insectos (grillos, arañas y mosquitos), hacen resonar los caserones antiguos con sus ruidos de escofinas y trepantes subterráneos.

Doña Murciélago atravesó lentamente la galería, como un hurón, en su propia casa. Estuvo más de un cuarto de hora en la cocina y después salió a tender ropa y a dar un barrido a los escalones, donde había algunas briznas de paja. Finalmente, levantó la cabeza y se puso a reseguir con sus ojos verdes los contornos del tejado, buscando, huroneando con la vista.¿Qué extraña situación la advertía de algo sospechoso? No lo sé, pero bajé suavemente por la pizarra y por aquel día renunció a mirar más. Al día siguiente me pareció que la Murciélago estaba confiada. Un claro de luz se recortaba en ángulo sobre la galería.

Al pasar, la vieja atrapó una mosca al vuelo y la ofreció, delicadamente, a una araña instalada en un rincón del techo. La araña era tan gorda, que a pesar de la distancia, la vi bajar de escalón en escalón, luego escurrirse a lo largo de un hilo como una gota de veneno, coger por sorpresa la presa de entre las manos de la bruja y volver a subir rápidamente. La vieja quedó mirándola con mucha atención, sus ojos se entornaron; estornudó y se dijo a si misma:"Jesús, niña bonita: ¡Jesús!"Durante seis semanas no pude descubrir nada sobre el poder de doña Murciélago. Tan pronto mondaba patatas sentada bajo el porche como tendía ropa en la balaustrada. A veces la veía hilar, pero no cantaba como suelen hacer las viejas buenas, con aquella voz vacilante, que...armoniza tan bien con el zumbido del torno.

Vivía en medio del silencio. No tenía gato, compañero predilecto de las solteronas. No venía gorrión alguno a posarse sobre los hierros de su hogar. Las palomas, cuando pasaban por encima de su tejado, parecía que aleteaban más de prisa. Se diría que todos los seres tenían miedo de su mirada. Solamente la araña hallábase contenta en su compañía. No me explico la paciencia que tuve durante aquellas largas horas de observación. Nada me cansaba, nada me era indiferente. Al más mínimo ruido levantaba la pizarra, mi oscuridad, estimulada, por un miedo indefinible, no tenía fin.

Tubac se quejaba.

—¿En que diablo pasa usted el tiempo, maese Cristian? —me decía—. ¡Válgame Dios, estos pintores! Es cierto eso que dice el refrán: "perezoso como un pintor". En cuanto han arrinconado unas cuantas coronas hunden las manos en los bolsillo y se apoltronan.

Yo mismo, empezaba a descorazonarme. Ya podía mirar, ya podía acechar, que no descubría nada extraordinario. Hasta me inclinaba a creer que tal vez la vieja no era tan peligrosa y que estaba ofendiéndola con mis sospechas; en una palabra, la iba disculpando. Pero una tarde, en que, con el ojo aplicado a mi aspillera, me entregaba a estas reflexiones, la escena cambió de repente. Doña Murciélago pasó por la galería como un relámpago. No era la misma. Iba muy tiesa, prietas las quijadas, fija la mirada, estirando el cuello, caminaba a grandes zancadas, dejando flotar al ciento los grises cabellos.

—¡Hola, hola! Novedad tenemos —me dije—. ¡Alerta! Pero las sombras descendieron sobre el caserón, los ruidos de la ciudad se apagaron, el silencio reinó. Me iba a meter en la cama, cuando al dar una ojeada por el tragaluz, reparé que en la ventana de enfrente había luz. Un viajero ocupaba, pues, el dormitorio del ahorcado. Entonces se despertaron todos mis temores. Comprendía la excitación de doña Murciélago: oía una víctima. En toda la noche no pude dormir. El crujir de la paja, el roer de una rata en el tejado... me daban frío, me levanté y me encaramé hasta la ventana, con el oído atento...La luz de la casa de enfrente estaba apagada. En uno de aquellos momentos de punzante angustia, sea ilusión, sea realidad, me pareció ver a la anciana bruja mirando, escuchando, como yo mismo.

Pasó la noche, y el día apareció, gris, en mis cristales. Poco a poco fueron creciendo los ruidos y el movimiento de la ciudad. Extenuado por la fatiga y las emociones, me eché en la cama, pero mi sueño fue corto, a las ocho ya me había vuelto a instalar en mi observatorio. No parecía, pues, que doña Murciélago hubiese tenido una noche menos tempestuosa que la mía. Cuando salió a la galería, una palidez violácea cubría sus mejillas y su enjuto cuellos. No llevaba más que la camisa y unas falduchas de lana. Algunos mechones de pelo gris rojizo caían sobre sus hombros. Miró hacia mi ventana con aire soñador, pero no descubrió nada: tenía sin dudas otras preocupaciones.
De repente bajó la escalera dejando los zapatos en el piso. Sin duda iba a asegurarse que la puerta estaba bien cerrada, volvió enseguida. Subió bruscamente, salvando tres o cuatro escalones en cada zancada. Estaba espantosa. Se precipitó a la habitación contigua y oí un ruido como la que hace la tapa de un baúl viejo al cerrarse de golpe. Luego la Murciélago apreció en la galería arrastrando un maniquí, y aquel maniquí llevaba una indumentaria igual al del estudiante de Heidelberg.

Con una admirable destreza la vieja colgó el horrible objeto a la viga del atrio y, para contemplarlo bajó al patio. Un estallido de carcajadas salió de su pecho. Parecía loca. Subió otra vez, volvió a bajar y cada vez gritaba y reía más. Se oyó un ruido hacia la puerta. La vieja de un brinco descolgó el maniquí y se lo llevó, enseguida reapareció y apoyada sobre la baranda, estirando el cuello y con los ojos centelleantes, escuchó. Se alejó el ruido. Ella respiró profundamente y los músculos de su cara se relajaron. Acababa de pasar un carruaje. La bruja había tenido miedo.

Luego se metió otra vez en la habitación y otra vez oí cerrar el baúl. Esa escena tan extraña confundía mis ideas. ¿qué significaba aquel maniquí? Redoblé mi atención. La Murciélago acababa de salir con un cesto. La seguí con la vista hasta la esquina de la calle. Volvía a tomar aquel aire de vieja temblona, daba pasitos cortos y, de vez en cuando miraba de reojo para ver que pasaba detrás.

Cinco horas cumplidas estuvo fuera de la casa. Yo, entretanto, iba y venía, meditaba...

El tiempo se me hacía insoportable. El sol calentaba las pizarras y me abrasaba el seso. Durante aquel lapso de tiempo, vi al hombre que ocupaba la habitación de los ahorcados. Era un campesino de Nassau con gran tricornio, chaleco escarlata y una fisonomía risueña y franca. Fumaba tranquilamente su pipa de Ulm sin sospechar nada. Me vinieron ganas de gritarle:

—¡Alerta, buen hombre! Tenga cuidado que la vieja no le sorprenda. ¡Desconfíe!

Pero no me habría entendido. A las dos la Murciélago volvió a entrar. Hizo con la puerta tal estrépito que retumbó hasta el vestíbulo. Después, sola, bien sola, apareció en el patio y se sentó en el primer peldaño de la escalera. Se puso delante su ceso y sacó primeramente unos paquetes de hierbas y algunas legumbres, después un chaleco rojo, un tricornio plegable, una chupita de terciopelo oscuro, unos pantalones de felpa, un par de medias de lana recia: exactamente el atavío que llevaba el campesino de Nassau.

Me asaltó un temblor. Ante mis ojos pasaron llamaradas. Me acordé de esos principios que atraen con un poder irresistible; de esos pozos que es preciso colmar para que la gente no se arroje a ellos; de los árboles que se han tenido que derribar para que la gente no se ahorque de sus ramas, en fin, de esa especie de epidemia de suicidios, asesinatos y pillajes, que se desarrolla en ciertas épocas y por determinados procedimientos; de la extraña seducción del ejemplo que te obliga a bostezar porque otro bosteza, a sufrir por ver sufrir, a matarte porque otros se matan... Y los cabellos se me erizaron de espanto.¿Cómo doña Murciélago, aquella criatura vil, había podido adivinar una ley tan profunda de la naturaleza? He aquí una cosa que yo no llegaba a comprender, una cosa que sobrepasaba mi imaginación, pero sin resolver aquel problema al momento resolví volver la ley fatal contra la vieja, atrayéndola a su propio lazo.

¡Cuantas víctimas inocentes no pedían venganza!

Puse manos a la obra. Recorrí todos los ropavejeros de Nuremberg, y a la noche, llegué a la hostería de los tres ahorcados con un envoltorio bajo el brazo. Nickel Schmidt me conocía de antiguo por haberle hecho el retrato de su mujer, una gruesa comadre realmente apetitosa.

-Querido señor Schmidt, tengo un gran deseo de pasar la noche en aquella habitación.

Estábamos delante de la hostería y le indiqué la habitación verde. El buen hombre me miró con desconfianza.

—¡Oh, no tema nada! —le dije—. No tengo ningún deseo de ahorcarme.
—Enhorabuena, hombre enhorabuena. A fe que lo habría sentido. Un artista de vuestro mérito... ¿y para cuando quiere usted esa habitación, maestro Cristian?
—Para esta noche.
—¡Imposible! Está ocupada.
—El señor puede entrar ahora mismo —dijo una voz a nuestra espalda—. No me quedo aquí un momento más.

Nos volvimos sorprendidos. Era el campesino de Nassau, con su gran tricornio en el cogote y su hato de ropa al cabo del bastón de viaje. Le acababan de contar las aventuras de los ahorcados y temblaba de ira.

—¡Vaya habitaciones divertidas! —exclamó balbuceando—. Le digo que... es un homicidio meter alguien en ellas. Es... es un asesinato. Deberían condenarlo a galeras.
—Vamos, vamos, cálmese —dijo el hostelero—. Lo cierto es que todo esto no le ha privado a usted de dormir esta noche.
—Por fortuna había rezado mis oraciones —respondió el otro—; y si no fuera por eso, quien sabe donde estaría...

Y se alejó levantando las manos al cielo.

—Bueno, pues: ahí tiene usted la habitación libre —me dijo maese Schmidt—. Pero, cuidadito, ¿eh?, no vaya usted a hacer una mala jugada.
—Peor sería para mí, querido señor.

Di mi hato a la criada y me quedé provisionalmente entre los bebedores. Hacía tiempo que no me había encontrado tan tranquilo, tan contento de estar en el mundo. Al cabo de tantas inquietudes, estaba a punto de conseguir mi objeto; el horizonte parecía despejarse por otra parte; no se que formidable poder venía en mi ayuda. Encendí mi pipa y, con un codo sobre la mesa y un vaso delante, escuché el coro de Freyschutz ejecutando por una banda de "Zigeiners del Chwartz Walda". Ora la trompeta, ora el cuerno de caza, ora el óboe, se llevaban mi corazón a través de sueños vagos y, más de una vez, al despabilarme para mirar que hora era, me pregunté si todo aquello que me pasaba no era también un sueño. Pero cuando el sereno vino a pedirnos que desalojásemos la sala, pensamientos graves ocuparon mi alma y, meditabundo, seguí los pasos de Carlotilla que me precedía con la palmatoria en la mano.

III.
Subimos la escalera, con sus vueltas y revueltas, hasta el tercer piso. Allí la criada me entregó la vela indicándome la puerta.

-En ésta –dijo, escurriéndose escaleras abajo.

Abrí la habitación, verde, era un dormitorio de hostería como todos los demás: el techo bajo y la cama muy alta. Una sola ojeada me bastó para recorrer su interior, después me escurrí hacia la ventana. La casa de doña Murciélago aún no ofrecía nada de particular, solamente que en el fondo de una gran pieza brillaba una lucecita vigilante.

—Bueno —dije corriendo la cortina—; tengo todo el tiempo necesario.

Abrí el lío, me puse una toca de mujer, con amplios adornos, y, con un carbón, me instalé delante del espejo para pintarme las arrugas. En aquel trabajo consumí una hora larga. Después de haberme puesto los vestidos y el mantón me di miedo a mí mismo: doña Murciélago estaba allí, me miraba desde el fondo del espejo. En aquel momento el sereno canta las once. Arreglé con prontitud un maniquí, que había traído, poniéndole la misma ropa que llevaba la bruja, y aparté un poco la cortina.

Después de tener tan estudiada a la vieja y de conocer su astucia infernal, su prudencia y su habilidad, ciertamente, nada me podía sorprender, pero a pesar de todo, sentí miedo. Aquella luz me había descubierto, aquella luz inmóvil, en aquel momento proyectaba su amarillento resplandor sobre el maniquí del campesino de Nassau, el cual, acurrucado junto a la cama, con la cabeza caída sobre el pecho, el gran tricornio derribado sobre la cara y los brazos colgados, parecía sumergido en la desesperación. La sombra, gobernada con arte diabólico, no dejaba ver más que el conjunto de la figura. Solo el chaleco rojo y seis gruesos botones destacaban en las tinieblas.

El silencio de la noche, la inmovilidad completa del personaje y su aire lánguido y abatido, eran a propósito para apoderarse de la imaginación con una fuerza irresistible; yo mismo que estaba sobre aviso, sentí frío en los huesos, ¿qué habría sido de un pobre labrador enteramente desprevenido? Se habría horrorizado y presa del horror hubiera hecho un disparate. Apenas descorrí la cortina divisé a doña Murciélago que estaba al acecho, detrás de los cristales.

No podía verme. Entreabrí suavemente la ventana. La ventana de enfrente también se entreabrió. Luego, me pareció que el maniquí se levantaba poco a poco hacia mí. Yo también me adelanté y, cogiendo la palmatoria con una mano, abrí de repente, con la otras, las dos batientes.

La vieja y yo estábamos cara a cara.

Ella, muerta de estupor, dejó caer el maniquí. Nuestras miradas se cruzaron con igual terror. Ella tendió un dedo; yo también; movió los labios y dio un suspiro y se apoyó; me apoyé. No puedo explicar todo el horror de aquella escena. Había en ella desvarío, alucinación, locura. Era una lucha entre dos voluntades, entre dos inteligencias, entre dos almas, Cada una de las cuales quería aniquilar a su rival, y en aquella lucha, la mía llevaba ventaja. Las víctimas luchaban para mi lado. Después de haber imitado todos los movimientos de la Murciélago, me saqué una cuerda debajo de la falda y la até al soporte de hierro.

La vieja me iba contemplado boquiabierta, me anudé la cuerda al cuello. Sus pupilas se iluminaron, su rostro se descompuso.

—¡No, no! —dijo con voz silbante—. ¡No!

Yo seguí mi obra con la impasibilidad del verdugo. Entonces la rabia se apoderó de doña Murciélago.

—¡Vieja loca! —aulló, irguiéndose y con las manos crispadas obre el alféizar—.¡Vieja loca!

No le di tiempo de continuar. Apagando de un soplo mi luz, me encogí a guisa de hombre que quiere darse un impulso vigoroso, y cogiendo el maniquí, le pasé la cuerda escurridiza por el cuello y lo eché al vacío. Un grito terrible atravesó el espacio.

Después todo volvió a quedar en silencio.El sudor me bañaba la frente. Escuché rato más rato. Al cabo de un cuarto de hora, oí, muy lejos, la voz del sereno, que gritaba:"Ciudadanos de Nuremberg, media noche..., media noche pasada."

—Ahora la justicia está satisfecha —murmuré—. Las tres víctimas están vengadas.¡Señor, perdonadme!

Habían pasado unos cinco minutos desde el último grito del sereno y acababa de ver como la bruja, atraída por la imagen, se precipitaba fuera de la ventana con la cuerda alrededor del cuello y quedaba suspensa de la barrilla. Me di cuenta como el temblorcillo de la muerte ondulaban sobres sus riñones y como la luna quieta, silenciosa, asomando tras el tejado, ponía un rayo de luz pálida y fría sobre la cabeza despeinada. Tal como había visto antes a aquel pobre estudiante, vi a la Murciélago.

Al día siguiente Nuremberg entero sabía que la Murciélago se había ahorcado. Ese fue el último acontecimiento de este cariz que se registró en la calle Minnesoenger.


El nido de los ruiseñores. Théophile Gautier (1811-1872)

En torno al castillo había un hermoso parque. En el parque había pájaros de todo tipo: ruiseñores, mirlos, curucas; todos los pájaros de la tierra se habían dado cita en el parque. En primavera era tal el tumulto que no permitía entenderse; cada hoja ocultaba un nido, cada árbol una orquesta. Todos los pequeños músicos emplumados se esforzaban a cual mejor. Los unos pipiaban, los otros arrullaban; éstos hacían trinos y cadencias perfectas; aquéllos recortaban sus gorgoritos o bordaban calderones: músicos auténticos no lo habrían hecho mejor.

Pero en el castillo había dos bellas primas que cantaban mejor aún que todos los pájaros del parque, una se llamaba Fleurette y la otra Isabeau. Ambas eran bellas, deseables y hermosas, y los domingos, cuando lucían sus lindos vestidos, si sus blancos hombros no hubieran demostrado que eran auténticas chicas, se les habría tomado por ángeles; sólo les faltaban las plumas. Cuando cantaban, el anciano señor de Maulevrier, su tío, las tomaba a veces de la mano, por miedo a que no tuvieran la fantasía de echarse a volar.

Les dejo imaginar los hermosos lances que se hacían en las fiestas de armas y en los torneos en honor de Fleurette y de Isabeau. Su fama de belleza e inteligencia había dado la vuelta a Europa, pero no por eso eran más orgullosas; vivían retiradas sin ver a más personas que al pajecillo Valentin, un hermoso niño de cabellos rubios, y al señor de Maulevrier, anciano canoso, curtido y muy quebrantado por haber llevado durante sesenta años sus pertrechos de guerra.

Pasaban el tiempo dándole de comer a los pájaros, recitando sus oraciones y, principalmente, estudiando las obras de los maestros y ensayando juntas algún motete, madrigal, villanesca o cualquier otra melodía; tenían también flores que regaban y cuidaban personalmente. Su vida transcurría en dulces y poéticas ocupaciones de jovencitas; se mantenían a la sombra y lejos de las miradas del mundo; sin embargo, el mundo se ocupaba de ellas. El ruiseñor y la rosa no pueden ocultarse: su canto y su perfume los delatan siempre. Nuestras dos primas eran, a la vez, dos ruiseñores y dos rosas.

Duques y príncipes llegaron para pedirlas en matrimonio; el emperador de Trébizonde y el sultán de Egipto enviaron embajadores para proponer su alianza al señor de Maulevrier; pero las dos primas no se cansaban de estar solteras y no querían oír hablar del tema. Tal vez habían sentido, por un secreto instinto, que su misión en este mundo era estar solteras y cantar, y que se rebajarían si hicieran algo distinto.

Habían llegado muy pequeñas a aquella casa solariega. La ventana de su habitación daba al parque y habían sido acunadas por el canto de los pájaros. Apenas se tenían en pie y el viejo Blondeau, músico del señor, les había colocado ya sus manitas sobre las teclas de marfil de la espineta; no habían tenido otro sonajero y habían sabido cantar antes que hablar; cantaban como otros respiran, era algo natural en ellas.

Esta educación había influido en su carácter. Su infancia armoniosa las había separado de una infancia turbulenta y charlatana. No habían lanzado jamás un grito agudo ni una queja discordante: lloraban a compás y gemían acordemente. El sentido musical desarrollado en ellas a costa de los demás sentidos, las hacía poco sensibles a lo que no era la música. Flotaban en una nube melodiosa, y no percibían el mundo real sino por los sonidos. Comprendían admirablemente bien el débil sonido del follaje, el murmullo de las aguas, el tic tac del reloj, el suspiro del viento en la chimenea, el susurro del torno de hilar, la gota de lluvia cayendo sobre el cristal estremecido, todas las armonías exteriores o interiores; pero no experimentaban, debo decirlo, gran entusiasmo al contemplar una puesta de sol, y estaban tan poco en situación de apreciar una pintura como si sus hermosos ojos, azules y negros, hubieran estado cubiertos por una densa mancha. Tenían la enfermedad de la música; soñaban con ella, perdían por ella la bebida y la comida; no amaban ninguna otra cosa en el mundo. Sí, amaban otra cosa: a Valentin y sus flores; a Valentin porque se parecía a las rosas y a las rosas porque se parecían a Valentin. Pero este amor estaba por completo en un segundo plano. Es verdad que Valentin no tenía sino trece años. Su máximo placer era cantar por la noche bajo su ventana la música que habían compuesto durante la jornada.

Los maestros más célebres venían desde muy lejos para oírlas y rivalizar con ellas. No habían oído más de un compás cuando rompían ya sus instrumentos y despedazaban sus partituras reconociéndose vencidos. Efectivamente, era una música tan agradable y melodiosa que los querubines del cielo venían a la ventana con los demás músicos y se la aprendían de memoria para cantársela al Buen Dios.

Una tarde de mayo, las dos primas cantaban un motete a dos voces; jamás motivo más logrado había sido más felizmente trabajado y ejecutado. Un ruiseñor del parque, escondido en un rosal, las había escuchado atentamente. Cuando concluyeron, se acercó a la ventana y les dijo en su idioma de ruiseñor: «Me gustaría hacer una competición de canto con vosotras.»

Las dos primas contestaron que estaban de acuerdo y que no tenía más que empezar. El ruiseñor empezó. Era un ruiseñor maestro. Su pequeña garganta se hinchaba, sus alas se agitaban, todo su cuerpo se estremecía; eran trinos sin fin, explosiones, arpegios, escalas cromáticas; subía, bajaba, filaba las notas, ejecutaba las cadencias con una pureza desesperante; habríase dicho que su voz tenía alas como su cuerpo; al final se detuvo convencido de haber ganado.

Las dos primas cantaron a su vez; se superaron. Comparado con el suyo, el canto del ruiseñor parecía el gorjeo de un pajarillo.

El virtuoso alado intentó un último esfuerzo; cantó una romanza de amor, luego ejecutó una marcha militar brillante que coronó con un falsete de notas altas, vibrantes y agudas, fuera del alcance de cualquier voz humana.

Las dos primas, sin dejarse impresionar por aquella prueba de destreza, le dieron la vuelta a la hoja de su libro de música y replicaron al ruiseñor de tal manera que Santa Cecilia, que las escuchaba desde lo alto del cielo, se puso pálida de envidia y dejó caer su contrabajo a la tierra.

El ruiseñor intentó cantar una vez más, pero aquella lucha lo había agotado por completo: le faltaba el aliento, sus plumas estaban erizadas, sus ojos se le cerraban en contra de su voluntad; iba a morir.

—Cantáis mejor que yo —dijo a las dos primas— y el orgullo de querer sobrepasaros me cuesta la vida. Voy a pediros algo: tengo un nido; en ese nido hay tres pequeños; está en el tercer escaramujo en la gran avenida junto al estanque; enviad a alguien que los coja, educadlos y enseñadles a cantar como vosotros, puesto que me voy a morir.

Tras haber dicho esto, el ruiseñor murió. Las dos primas lo lloraron mucho, pues había cantado bien. Llamaron a Valentin, el pajecillo de rubios cabellos, y le dijeron dónde se encontraba el nido. Valentin, que era un travieso bribonzuelo, encontró fácilmente el lugar; puso el nido en su pecho y lo trajo sin problemas. Fleurette e Isabeau, acodadas en el balcón, lo esperaban impacientes. Valentin llegó enseguida, llevando el nido en sus manos. Los tres pequeños polluelos asomaban la cabeza y abrían el pico. Las jóvenes se apiadaron de aquellos tres huérfanos y les dieron su alimento una tras otra. Cuando estuvieron un poco más grandes, comenzaron su educación musical, como le habían prometido al ruiseñor vencido.

Era maravilloso ver qué bien cantaban; iban revoloteando por la habitación, y se posaban unas veces sobre la cabeza de Isabeau, otras sobre el hombro de Fleurette. Se posaban delante del libro de música y podría haberse dicho realmente que sabían descifrar las notas hasta tal extremo miraban las blancas y las negras con expresión inteligente. Habían aprendido todas las melodías de Fleurette y de Isabeau, y comenzaban a improvisar ellos mismos otras muy bonitas.
Las dos primas vivían cada vez más solitarias, y por la noche se oía salir de su habitación sonidos de una melodía sobrenatural. Los ruiseñores, perfectamente instruidos, participaban en el concierto, y cantaban casi tan bien como sus dueñas, que también habían hecho grandes progresos. Sus voces tomaban cada día una intensidad extraordinaria y vibraban de forma metálica y cristalina por encima de los registros de la voz natural. Las jóvenes adelgazaban a ojos vista, sus bellos colores se marchitaban; se habían puesto como ágatas y casi tan transparentes como éstas. El señor de Maulevrier quería impedir que cantaran, pero no pudo lograrlo.

Tan pronto como habían ejecutado unos cuantos compases, una pequeña mancha roja se dibujaba en sus pómulos y se agrandaba hasta que acababan, entonces la mancha desaparecía, pero un sudor frío corría por su piel, y sus labios temblaban como si hubieran tenido fiebre.

Por lo demás, su canto era más bello que nunca; tenía algo que no era de este mundo y al oír aquella voz sonora y poderosa salir de aquellas dos frágiles jovencitas, no era difícil prever lo que ocurriría, que la música rompería el instrumento. También ellas lo comprendieron así y se pusieron a tocar su espineta, que habían abandonado por la vocalización. Pero una noche, la ventana estaba abierta, los pájaros gorjeaban en el parque, la brisa suspiraba armoniosamente; había tanta música en el aire que no pudieron resistir la tentación de ejecutar un dúo que habían compuesto la víspera.

Fue el canto del cisne, un canto maravilloso regado en lágrimas, elevándose hasta las cimas más inaccesibles de la gama, una lluvia ardiente de dardos cromáticos, fuegos artificiales de música imposibles de describir; pero mientras tanto, la pequeña mancha roja se agrandaba y les cubría casi todas las mejillas. Los tres ruiseñores las miraban y las escuchaban con singular ansiedad; batían las alas, iban y venían, y no podían permanecer quietos. Finalmente, llegaron a la última frase del fragmento; su voz adquirió un carácter de sonoridad tan extraño que era fácil comprender que ya no eran personas vivas las que cantaban. Los ruiseñores emprendieron el vuelo. Las dos primas murieron; sus almas se habían ido con la última nota. Los ruiseñores subieron directos al cielo para llevarle aquel canto supremo al Buen Dios, que los conservó en su paraíso para que le interpretaran la música de las dos primas.

Con aquellos tres ruiseñores, el Buen Dios hizo más tarde las almas de Palestrina, Cimarosa y el caballero Gluck.


El muerto viviente. Robert Bloch (1917-1994)

Había descansado durante todo el día, mientras abajo, en la villa, tronaban las armas. Entonces, cuando comenzaban a cernirse las sombras oblicuas de la noche y los ecos del combate se atenuaban hasta casi desaparecer, supo que había llegado la hora. El avance americano concluyó con el cruce del río. Los ocupantes tendrían que retirarse y él seguiría a salvo.

En las ruinas del castillo que se alzaba sobre la villa, en la colina rodeada de bosque, el Conde Barsac salió de la cripta.

El Conde era alto y delgado, cadavéricamente delgado, apropiadamente delgado... Su cara y sus manos tenían la palidez de la cera; su cabello era negro, pero no tanto como sus ojos y las cuencas que los rodeaban. Su capa era también negra y sólo el rojo de sus labios ponía un toque de color en su figura cuando esbozaba una sonrisa.

Ahora sonreía, precisamente porque había llegado el crepúsculo, la hora de iniciar su juego.

El nombre de ese juego era Muerte. Un juego que el Conde había practicado en numerosas ocasiones.

Había actuado en el Grand Guignol de París bajo el nombre de Eric Karon, obteniendo cierta reputación por sus interpretaciones de papeles bizarros. Cuando estalló la guerra vio llegada la gran oportunidad de poner en práctica su juego favorito.

Desde mucho antes de que los alemanes tomaran París había trabajado en ello, también en las sombras, para deleitarse en la interpretación de sus papeles. Como actor era impagable.

Se disponía a representar su último papel, pero no en el escenario, sino en la vida real. Un papel sin el artificio de las luces, sino en la más cierta oscuridad, para convertir en realidad el sueño del actor. Ya tenía donde llevarlo a cabo.

–Es muy sencillo –había dicho a sus superiores alemanes–. El castillo de Barsac está deshabitado desde la Revolución y los campesinos de la región apenas se atreven a acercarse siquiera de día, por esa leyenda, óiganlo bien, según la cual el último Conde de Barsac era un vampiro.

Así que todo estaba previsto. Habían instalado el transmisor de onda corta en la cripta del castillo en ruinas, atendido por tres operadores. El Conde Barsac, al mando real de las operaciones que allí se verificaban, era su ángel guardián. O, más bien, su demonio guardián.

–Hay un cementerio en las faldas de la colina –les dijo–. Un lugar para el descanso eterno de estas pobres gentes ignorantes. En ese cementerio hay una cripta, en la que reposan los restos de los antiguos Barsac. Debemos abrir la cripta, abrir igualmente el ataúd del último Conde, y mostrar a esas gentes ignorantes que está vacío. Así nos aseguraremos de que ninguno de ellos se atreva a acercarse ni al cementerio ni al castillo, pues eso probará que la leyenda es cierta. Creerán que el Conde Barsac es un vampiro y vaga por ahí una vez más.

–¿Y qué ocurrirá si son escépticos, si hay entre ellos alguien que no crea en esas cosas? –le preguntaron.

Tuvo rápida la respuesta:

–Lo creerán firmemente... Yo soy el Conde Barsac y saldré a demostrárselo.

Después de que lo vieran maquillado y con su capa, como dispuesto a salir a la escena, no hubo más preguntas. El papel era suyo.

El papel era suyo y estaba dispuesto a representarlo bien. El Conde asentía complacido de sí mismo mientras subía las escaleras del castillo, en cuya techumbre las telarañas velaban el radiante fulgor de la luna.

Pero estaba a punto de bajarse el telón. Si el avance americano barría las defensas de la villa que se extendía bajo el castillo, habría que rendirse a la evidencia y buscar una buena salida. Todo tenía que estar previsto, bien organizado.

Durante la retirada alemana se le habían encontrado otros usos al cementerio. Las obras de arte robadas por el mariscal Goering hallaron allí buen refugio, sobre todo en la cripta. Un camión aguardaba en el castillo para trasladarlas. Los tres operadores del transmisor de onda corta se encargarían también de cargar los objets d'art en el camión cuando llegara el momento de huir a la carrera, bajando hasta las faldas de la colina donde estaba el cementerio.

Cuando el Conde llegó allí todo había sido perfectamente embalado. Los operarios tenían uniformes americanos robados y tarjetas de identificación falsificadas, con todo lo cual esperaban atravesar las líneas del enemigo junto al río y reunirse con las tropas alemanas en retirada en un lugar previamente convenido. Nada podía dejarse a la improvisación. Cuando el Conde, algún día, escribiera sus memorias...

Pero no era el caso pensar en ello ahora. El Conde alzó la vista para mirar a través de uno de los agujeros que presentaba la techumbre. La luna era llena. Había que salir.

Detestaba hacerlo de aquella manera. Donde otros no veían más que polvo y telarañas, él veía un escenario, el lugar donde llevar a cabo sus más grandes interpretaciones. Hacer el papel de vampiro no le había convertido en un adicto a la sangre, si bien, como actor, disfrutaba profundamente del sabor del éxito. Y aquí triunfaba.

La despedida es un dulce dolor.

Eso lo escribió Shakespeare. Shakespeare escribió sobre fantasmas, sobre brujas, sobre apariciones sangrientas. Shakespeare sabía que su público, una masa estúpida, creía en esas cosas, igual que aún se cree hoy día en todo ello. Un gran actor sabe cómo hacer que su público crea en su papel.

El Conde iba a través de la penumbra hacia las puertas del castillo. Veía ya el sendero flanqueado por los grandes árboles que parecían saludarle con una leve inclinación.

Había sido allí, entre los árboles, donde había abordado a Raymond por la noche, unas semanas atrás. Raymond era su espectador favorito, un hombre respetable, de blanca cabellera, inteligente; el alcalde de la villa de Barsac. Pero nada de eso lo adornó aquella noche, nada de su dignidad mantuvo aquella noche cuando se le apareció el Conde, pues gritó aterrorizado como una mujer y salió corriendo.

Probablemente, Raymond andaba por allí espiando, pero se olvidó de todo cuando el Conde le salió al paso entre los árboles. El alcalde era uno de los que había dado pábulo a los rumores según los cuales el Conde había vuelto a las andadas. Junto a Clodez, el estúpido molinero, había organizado una banda que asaltó el cementerio para profanar la tumba de Barsac. ¡Vaya susto el suyo cuando descubrieron que el ataúd del Conde estaba vacío!

En el ataúd no había más que polvo, pero nada más supieron. No supieron tampoco qué le había sucedido a Suzanne.

El Conde iba ahora por la orilla del arroyo. Aquí, otra noche, se encontró con la muchacha, la hija de Raymond, que amaba al joven Antoine LeFevre. Antoine se había librado del alistamiento en el ejército a causa de la invalidez de una de sus piernas, pero no obstante corrió como un gamo en cuanto vio al Conde embozado en su capa. Suzanne, para su desgracia, no pudo seguirle a igual velocidad. Su cuerpo quedó enterrado en el bosque, bajo un montón de piedras, sin que pudieran descubrirlo. Fue un incidente lamentable y doloroso.

Aquello, a fin de cuentas, sirvió para que todos en el pueblo cobraran conciencia de lo que ocurría. El tonto y supersticioso Raymond estaba ya plenamente convencido de que el vampiro andaba suelto. Él mismo había visto a la desalmada criatura; él mismo, al igual que quienes lo acompañaron, vio su ataúd vacío... Y hasta su propia hija había desaparecido. Como no la encontró ni en el cementerio ni en el bosque, espiaba en los alrededores del castillo.

¡Pobre Raymond! Nunca más volvería a ser alcalde de su villa, pues poco después quedaba reducida a cenizas por un bombardeo. Echó la culpa, como un pobre hombre destrozado y con la razón perdida, al muerto viviente.

El Conde sonreía al recordar todo aquello, mientras caminaba, aleteada su capa por la brisa, proyectando sobre el suelo la sombra de un gran murciélago. Ya veía el cementerio, ya veía las tumbas que bajo la luz de la luna parecían los dedos podridos de un leproso moviéndose.

Dejó de sonreír. No le gustaba tener esos pensamientos. Quizá radique el mayor tributo que se pueda rendir a su talento de actor en que tenía una exquisita aversión hacia la muerte, hacia la oscuridad, hacia la confusión que auspician las sombras de la noche. Odiaba además la mera visión de la sangre. Y su larga permanencia en el ataúd, tanto tiempo encerrado en la cripta, le había provocado claustrofobia.

Pero se le había presentado la ocasión de representar un gran papel.

Y por suerte estaba a punto de concluir tan extraordinaria interpretación. Quería representarse como hombre una vez más y olvidar esa criatura maldita de su creación.

A medida que se aproximaba a la cripta vio el camión aparcado entre las sombras. La entrada a la cripta estaba abierta, pero no se escuchaba ruido alguno. Eso significaba que sus compañeros habían concluido la tarea encargada de subir al camión las obras de arte y ya estaban prestos para partir.

El Conde se dirigió hacia el camión estacionado entre las sombras.

Y entonces... Entonces sintió el cañón de un arma de fuego en su espalda y oyó una orden inequívoca:

–¡No se mueva!

No se movió. De inmediato reconoció a quienes le rodeaban: Antoine, Clodez, Raymond... Y una docena más de campesinos de la villa. Una docena de campesinos armados que lo miraban a la vez con rabia y temor, sin dejar de apuntarle.

¿Qué pretendían hacerle?

Un cabo americano se interpuso entre el Conde y los campesinos. Ahí tenía la respuesta a su pregunta; el cabo americano y un soldado que lo acompañaba le apuntaban también con sus fusiles. Eran los responsables de la operación. No había visto el Conde aún los cadáveres de los tres operadores de onda corta alemanes, que estaban en el camión. Los campesinos les habían sorprendido mientras trabajaban, abriendo fuego contra ellos.

El cabo y el soldado comenzaron a interrogarle, en inglés, naturalmente. El Conde entendía bien el idioma, pero no lo hablaba tanto como para poder responder.

–¿Quién eres? ¿Estaban a tus órdenes esos alemanes? ¿Adónde pretendías ir con el camión?

El Conde sonrió y movió la cabeza, negando. Poco después dejaban de preguntarle lo mismo, como había supuesto el Conde que harían.

–Vale –dijo el cabo al soldado–. Vámonos.

El soldado asintió, se puso al volante del camión y encendió el motor. El cabo se disponía a subir también al camión, cuando se volvió para dirigirse a Raymond.

–Tenemos que ir con esto a la otra orilla del río –dijo–. Seguid vigilando a este tipo, enviaremos en una hora a varios hombres para que se lo lleven.

Raymond asintió.

El camión se perdía poco después en la oscuridad.

La luna se ocultó tras las nubes y la oscuridad fue absoluta. El Conde sonrió complacido mientras observaba a quienes lo custodiaban. Una pandilla de imbéciles presuntuosos, ignorantes y cobardes. Pero iban armados. No tenía modo de escapar. Lo miraban con odio y murmuraban.

–Llevémosle a la cripta –dijo Raymond y fue prontamente obedecido por los otros, que empujaban al Conde con sus horcas para aventar el heno. Y fue entonces cuando el Conde acertó a ver un rayo de esperanza. A pesar de la rabia con que lo miraban, lo empujaban sin aproximarse mucho a él, por miedo. Y cuando les miraba a la cara bajaban los ojos.

Lo llevaban a la cripta precisamente porque le temían. Los americanos se habían ido y los campesinos estaban desamparados, temerosos de él, temerosos de sus posibles poderes sobrenaturales. A pesar de todo, era a sus ojos un vampiro; seguramente temían que pudiera convertirse de golpe en un murciélago y escapárseles volando. Así que trataban de meterlo a toda prisa en la cripta, a la espera de la llegada de la patrulla americana.

El Conde, crecido ante el temor de los campesinos, mostró su más siniestra sonrisa y rechinó los dientes. Los otros dieron un paso atrás mientras se dirigía a la entrada de la cripta. Entonces se volvió de pronto, abriendo su capa. Fue un gesto instintivo, el más propio para el papel que representaba, que naturalmente obtuvo de los campesinos la respuesta que esperaba. Se aterrorizaron, el viejo Raymond se santiguó. Aquello fue mejor que un aplauso.

En la oscuridad de la cripta el Conde se permitió un descanso. Lamentaba no haber hallado la oportunidad de escaparse, como se le había pasado por la cabeza hacerlo, pues aquellos hombres, aun asustados, no huyeron al abrir él su capa. Pero por suerte estaban en guerra. Muy pronto sería conducido al cuartel general de los americanos, donde lo interrogarían. Desde luego que no sería algo precisamente grato, pero todo se solucionaría con unos pocos meses interno en un campo de prisioneros. Y además seguro que los americanos sabían apreciar sus grandes dotes interpretativas, apenas oyeran de sus labios la historia de su decepción con los alemanes.

La cripta musgosa estaba oscura. El Conde se movía por allí ciertamente cansado. Sus rodillas tropezaron con su ataúd. Se le cayó la capa que llevaba anudada al cuello. Tenía ganas de salir de allí de una vez, de abandonar para siempre el papel de vampiro. Un papel que había interpretado muy bien, pero del que ya estaba harto.

Le llegó desde el exterior un ruido inidentificable, a medias un murmullo y a medias cualquier otra cosa, quizá unas astillas. El Conde se dirigió a la puerta para pegar la oreja en ella y tratar de oír. Pero pronto volvió a hacerse el silencio.

¿Qué harían aquellos imbéciles ahí fuera? Deseaba que los americanos llegasen cuanto antes. Además comenzaba a sentir calor.

¿A qué se debía aquel silencio que siguió al ruido que no supo identificar?

Quizá se habían largado.

Sí. Eso era. Los americanos les habían ordenado que lo vigilasen, pero muertos de miedo se habían largado. Realmente lo creían un vampiro, el viejo Raymond era quien más convencido estaba de eso. Así que habían huido. Era libre, ya podía escaparse...

El Conde abrió la puerta de la cripta.

Vio ante él al viejo Raymond y a los otros, que parecían esperarle. El viejo Raymond dio un paso al frente. Tenía algo en una mano. El Conde lo reconoció al instante, de ahí aquel ruido como de astillas que había escuchado.

Era una larga estaca de madera muy afilada.

Entonces abrió la boca para gritar, para decirles que todo había sido una broma, que él no era un vampiro, que eran un hatajo de imbéciles supersticiosos...

Pero antes de que pudiera decir nada lo empujaron violentamente al interior de la cripta, metiéndole después, aún más violentamente, en el ataúd, para sujetarle de manos y pies mientras Raymond ponía la bien afilada punta de la estaca en su pecho, a la altura del corazón.

En realidad, sólo cuando la estaca comenzó a clavarse en él, interpretó debidamente el papel de vampiro.


El órgano maldito de Hurly Burly. Rosa Mulholland (1841-1921)

Había estallado una tormenta en el pueblo de Hurly Burly. Las puertas estaban cerradas, los perros se habían recogido en sus casetas, y surcos y canalones eran cual río desbordado después del diluvio que había caído. En la casa grande, que se encontraba a una milla del pueblo, los grajos se llamaban unos a otros con el miedo que habían pasado, los cervatillos del bosque se atrevían a asomar la cabeza tímidamente por detrás de los troncos de los árboles y la vieja de la caseta del guarda se ponía en pie y devolvía su libro de oraciones al estante. En el jardín, las rosas de julio, desmañadas por su boyante plenitud, languidecían empapadas en las ramas, las cabezas inclinadas hacia la tierra por el peso de la lluvia. Las que ya se habían caído, yacían con sus caras florecientes boca abajo en el sendero donde Bess, la doncella de Mistress Hurly, las encontraría en su búsqueda matutina de pétalos de rosas para el potpourri de su señora. Multitud de hileras de lirios blancos, que habían alcanzado la perfección por los efectos del sol del presente día, yacían salpicados en el lodo de los arriates inundados. Pequeñas lágrimas se deslizaban por las mejillas ambarinas de las ciruelas en la pared sur y ni una sola abeja se había atrevido a salir de la colmena, aunque el aroma del aire era lo suficientemente dulce como para tentar al zángano más perezoso. El cielo presentaba aun un aspecto sensacional tras los troncos de los robles de las tierras altas, aunque los pájaros habían empezado a entrar y salir de entre la hiedra que envolvía el hogar de los Hurly de Hurly Burly.

Esta tormenta tuvo lugar hace más de medio siglo, y tenemos que recordar que Mistress Hurly iba vestida al estilo de aquella época al hacer su aparición silenciosamente por detrás del sillón del Squire ahora que los relámpagos habían cesado. Miraba con cierto nerviosismo en dirección a la ventana y fue a sentarse frente a su esposo, frente a la tetera y los pastelillos. Podemos imaginamos la delicada cofia de encajes con lazos aterciopelados, el volante del borde de su traje de batista que le llegaba ligeramente a los tobillos, los dibujos bordados de las costuras de sus medias y las escarapelas de sus zapatos, pero lo que no podemos imaginamos con tanta facilidad es el color lila de sus ojos bondadosos, ni la piel suave como la seda que aún conservaba su delicado esplendor, aunque algo arrugada por el paso de los años, ni tampoco la boca pálida dulce y fruncida, que el tiempo y el sufrimiento habían vuelto angelical al tiempo que intentaban en vano borrar su belleza.

Él era tan hosco como tierna era su mujer, tenía la piel tan oscura como ella la tenía blanca y el cabello gris tan erizado como el de ella lustroso. Los años le habían arado el rostro con surcos y estrías. Había sido un hombre un tanto fanfarrón, colérico y ruidoso, pero recientemente su mirada se había vuelto algo débil, su fuerte voz tenue, y el vigor de su paso firme se había retardado. Miraba con frecuencia a su esposa, y ésta más a menudo aún le devolvía la mirada. No era una mujer alta y él sólo le sacaba la cabeza. Curiosamente hacían muy buena pareja, a pesar de sus diferencias. Cuando ella se dirigía a alguien lo hacía con una brusquedad nerviosa, dejando entrever su voz y mirada sensibles; él tenía la voz y la mirada tosca, pero su ademán resultaba cortés. Recientemente se llevaban mejor que nunca lo habían hecho durante el apogeo de su amor juvenil. Una pena compartida había dado lugar a una singular semejanza entre ellos. Durante años el dictado de la esposa había sido: «¡No refrenes tanto a mi hijo!» y el del esposo éste: «¡Malcrías al chico siendo tan indulgente!» Pero ahora el ídolo que se había erguido entre ellos no estaba y podían contemplarse mutuamente mucho mejor.

La habitación que ocupaban era un salón agradable y anticuado, con muebles de patas de araña: una espineta y una guitarra estaban colocadas en sus respectivos sitios, con gran número de partituras al lado de las mismas; había una alfombra de guirnaldas rojizas sobre fondo azul pálido, acanaladuras azules sobre la pared y tenues dorados en los muebles. Había también una enorme urna repleta de rosas ante el ventanal abierto por el que entraban un delicioso airecillo procedente del jardín, el gorjear de los pájaros disponiéndose a dormir en la hiedra cercana y, ocasionalmente, el repiqueteo de unas gotas de lluvia vertidas sobre el suelo al arquearse una rama con la brisa. La urna que estaba sobre la mesa era de plata antigua y la porcelana de gran valor. No había nada en la habitación que fuera para la comodidad del cuerpo, sino que todo consistía en un delicado refinamiento para gozo de la vista.

Un imponente silencio envolvía todo Hurly Burly excepto en el vecindario de los grajos. Todos los seres vivos habían padecido los calores del mes pasado, y ahora, en comunión con la naturaleza, recibían la bendición del aire refrescante con silenciosa paz. Los señores de Hurly Burly compartían aquel espíritu y no estaban muy locuaces durante el té.

—¿Sabes? —dijo al fin Mistress Hurly—, cuando escuché el primer trueno retumbar, pensé que era... que era...

La dama se detuvo. Le temblaron los labios y los aterciopelados lazos de su cofia se agitaron de consternación.

—¡Bah! —replicó el viejo Squire consiguiendo que su taza resonara sobre el platillo—. Deberíamos olvidamos de eso. No se ha vuelto a oír nada al respecto desde hace tres meses.
En ese momento un sonido ensordecedor llegó a los oídos de ambos. La dama se levantó de su asiento temblando y juntó las manos mientras que el líquido de la tetera inundaba la bandeja.
—Tonterías, mi amor —dijo el Squire—. No es más que el sonido de ruedas. ¿Quién puede llegar a estas horas?
—¿Quién puede ser en verdad? —murmuró la dama volviendo a sentarse con nerviosismo.

Al poco, la agraciada Bess, la de los pétalos de rosas, apareció en la puerta en un revuelo de lazos azules.

—Perdón, señora, una dama acaba de llegar y dice que la esperan. Ha preguntado por sus aposentos y la he conducido a la habitación que estaba dispuesta para Miss Calderwood. Le envía sus respetos, señora, y bajará a reunirse con usted enseguida.

El Squire miró a su esposa y ésta a su vez hizo lo mismo.

—Debe tratarse de un error —murmuró la señora—. Será alguna visita que viene a Calderwood o a la finca. Resulta muy curioso.

Apenas hubo hablado cuando la puerta se abrió de nuevo y la forastera apareció: era una criatura pequeña (difícil decir si se trataba de una mujer o de una joven), vestida con un ligero traje negro de seda, los hombros estrechos cubiertos por una esclavina blanca de muselina. Llevaba todo el cabello recogido en un moño alto, salvo un flequillo corto que le caía sobre la estrecha frente a dos centímetros de las cejas. Tenía la cara morena y delgada, los ojos negros y rasgados, las cuencas aún más negras, la boca grande, de aspecto dulce y melancólico. Era todo cabeza, boca y ojos; la nariz y la barbilla no tenían nada de particular.

La visita cruzó la habitación deprisa, hizo una pequeña reverencia de cortesía en medio de la sala y se acercó a la mesa, diciendo abruptamente con un suave acento italiano:

—Señor, señora, aquí estoy. He venido a tocar su órgano.
—¡El órgano! —dijo con voz entrecortada Mistress Hurly.
—¡El órgano! —tartamudeó el Squire.
—Sí, el órgano —dijo la damita extranjera, deslizando los dedos por el respaldar de una silla como si buscara las notas allí mismo—. No hace ni una semana que el apuesto signore, su hijo, se dirigió a mi casa donde he vivido enseñando música desde que mi padre inglés y mi madre italiana, así como mis hermanos y hermanas, murieran y me dejaran tan sola.

En este punto dejaron de tamborilear los dedos y se secó un par de lagrimones de cada ojo, con cada mano, tal y como lo hacen los niños. Pero enseguida los dedos se pusieron en movimiento nuevamente, como si sólo pudiera hablar la lengua al moverse estos.

—El noble signore, su hijo —dijo la mujercita, mirando confiadamente primero a uno y luego al otro, mientras que un luminoso rubor resplandecía en su piel tostada—, a menudo venía a visitarme antes de aquello, siempre por las tardes, cuando el sol era cálido y amarillo al entrar en mi pequeño estudio y la música henchía mi corazón y podía tocar magníficamente con toda mi alma. Entonces él solía venir y decirme: «Venga, pequeña Lisa, toca mejor, aún mejor. Tengo trabajo que ofrecerte para más tarde.» A veces decía: «¡Brava!» y otras: «¡Eccellentissima!». Pero una noche, la semana pasada, vino a verme y me dijo: «Ya es suficiente. ¿Me juras que harás lo que yo te pida, sea lo que sea?» Al decir esto cerró los negros ojos. Y dije: «Sí.» Y él dijo: «Ahora eres mi prometida.» Y contesté: «Sí.» Y él dijo: «Recoge tu música, pequeña Lisa, y márchate a Inglaterra a ver a mi padre y a mi madre que tienen un órgano en su casa que hay que tocar. Si se negaran a dejarte tocar, diles que fui yo quien te mandó que fueras y así te dejarán hacerlo. Tienes que tocar durante todo el día y levantarte por la noche para seguir tocando. Que nunca te rinda el cansancio. Eres mi prometida y me has jurado hacer mi trabajo». Dije: «¿Le veré allí, signore» Y él contestó: «Sí, me verás allí.» Dije: «Cumpliré mi promesa, signore.» De modo que, señor, señora, aquí me tienen.

La suave voz extranjera dejó de hablar, los dedos dejaron de tamborilear en el respaldar de la silla y la pequeña forastera miró consternada a sus oyentes que la escuchaban pálidos y nerviosos.

—Se confunde. Debe tratarse de una equivocación —contestaron ambos a la vez.
—Nuestro hijo —empezó a decir Mistress Hurly, pero se le contrajo la boca en una mueca, se le quebró la voz y miró con pena a su esposo.
—Nuestro hijo —siguió el Squire, esforzándose por dominar el temblor de su voz—, nuestro hijo hace tiempo que muñó.
—No, no —contestó la pequeña extranjera—. Si lo creían muerto, alégrense, queridos señores. Está vivo; está bien, fuerte y apuesto. No hace más que uno, dos, tres, cuatro, cinco (contando con los dedos) días que estuvo a mi lado.
—Debe tratarse de algún error extraño, una coincidencia fuera de lo normal —dijeron los señores de Hurly Burly.
—Llevémosla a la galería —murmuró la madre de este hijo que estaba muerto y vivo a la vez—. Aún hay luz para ver los cuadros. No reconocerá su retrato.

Los sobrecogidos cónyuges condujeron a su extraña visitante hasta una habitación larga y oscura en el ala oeste de la casa donde los tenues destellos del cielo que se oscurecía iluminaban todavía los retratos de la familia Hurly.

—Sin duda alguna nuestro hijo se parece a este chico —dijo el Squire, señalando a un joven rubio de rostro apacible, un hermano suyo perdido en alta mar.

Pero Lisa negó con la cabeza y se fue silenciosa de puntillas, de un cuadro a otro, escudriñando los lienzos y apartándose preocupada. Pero al fin un grito de gozo sobrecogió la habitación que se encontraba en penumbra.

—¡Ah, aquí está! ¡Miren, aquí está, el noble signore, el bello signore, ni la mitad de apuesto de como era hace cinco días cuando se dirigió a la pobre y pequeña Lisa! Estimado señor, estimada señora, ahora estarán satisfechos. Llévenme, pues, hacia el lugar donde se encuentra el órgano de modo que pueda comenzar a hacer cuanto antes lo que él me pidió.

La señora de Hurly Burly se agarró con fuerza al brazo de su marido.

—¿Cuántos años tiene, muchacha? —dijo con voz débil.
—Dieciocho —contestó la visitante con impaciencia, mientras se dirigía hacia la puerta.
—¡Pero si mi hijo lleva veinte años muerto! —replicó la madre desvaneciéndose sobre el pecho de su esposo.
—Manda que traigan el carruaje enseguida —dijo Mistress Hurly, recuperándose de su desvanecimiento—. La llevaré a Margaret Calderwood y ésta le contará toda la historia. Margaret conseguirá que entre en razón. No, mañana, no; no puedo esperar hasta mañana, pues queda tan lejos. Tenemos que ir esta misma noche.

La pequeña signora pensó que la dueña de la casa estaba loca, pero se puso la capa de nuevo obedientemente y se sentó junto a Mistress Hurly en el carruaje de la familia. La luna, que las contemplaba a través de la ventanilla durante el recorrido, no era más blanca que el rostro ajado de la esposa del Squire, cuyos ojos turbios y vidriosos la miraban fijamente en un estado de duda y asombro que le impedían poder articular palabra o derramar lágrima alguna. Lisa, también, desde su rincón, se recreaba con la luna, mientras que sus ojos negros brillaban repletos de sueños apasionados.

Un carruaje se alejaba de la puerta de los Calderwood al tiempo que el coche de los Hurly se paraba frente a los escalones de la entrada. Margaret Calderwood acababa de volver de una cena y ante la puerta abierta se podía ver una figura espléndida de mujer, alta, vestida de terciopelo marrón, con unos diamantes sobre el pecho que resplandecían a la luz de la luna, la cual también la iluminaba a ella en un haz que abarcaba desde los aleros de la casa hasta el mismo suelo. Mistress Hurly cayó en sus brazos abiertos con un gemido; entonces la robusta mujer condujo a su anciana amiga, como si de un niño se tratara, al interior de la casa. Se olvidaron de la pequeña Lisa, que se sentó contenta en el umbral para recrearse con la luna durante más rato y tamborear sonatas imaginarias en el escalón de la puerta.

Hubo lágrimas y susurros en la penumbra de la habitación iluminada por la luna a la que Margaret Calderwood había llevado a su amiga. Fue una consulta que duró bastante, al final de la cual Margaret, tras haber logrado calmar a la afligida mujer en un rincón tranquilo de la estancia, salió en busca de la forastera morenita e inoportuna que había llegado de ultramar con tan disparatadas noticias del mundo de los muertos.

La joven siguió a la dama por la escalera señorial de la elegante casa de los Calderwood hasta una amplia habitación donde una lámpara encendida le mostró, en caso de que le importara comprobarlo, que esta mansión era más rica y lujosa que la de los Hurly Burly. El mobiliario de dicha habitación la revelaba como el santuario de una mujer cuyos intereses en la vida dependían de los recursos del intelecto y el buen gusto. Lisa no se fijó en nada, excepto en un pedazo de galleta que había en un plato.

—¿Puedo cogerlo? —preguntó ansiosa—. Hace tanto tiempo que no como. Estoy hambrienta.

Margaret Calderwood la contempló con una triste mirada maternal y, separándole el flequillo de la frente, la besó. Lisa la miró con asombro, devolviéndole la caricia con ímpetu. Los anchos hombros de Margaret, su cara de Madonna y su rubio cabello trenzado la dejaron extasiada. Pero cuando le trajeron comida se abalanzó sobre ella y se la comió.

—¡Es mejor de lo que he comido nunca en casa! —dijo agradecida. Y Margaret Calderwood murmuró—: ¡Al menos goza de buena salud física!
—Y ahora, Lisa —dijo Margaret Calderwood—, cuéntame toda la historia del gran signore que te mandó que vinieras a Inglaterra a tocar el órgano.

Entonces Lisa se colocó con sigilo detrás de una silla y los ojos le empezaron a chispear y los dedos a tamborear, mientras repetía su historia al pie de la letra, tal y como la había contado en Hurly Burly.

Cuando hubo terminado, Margaret Calderwood empezó a pasear arriba y abajo por la estancia con cara de preocupación. Lisa la miraba fascinada y, cuando le pidió que escuchara la historia que iba a contarle, la joven juntó las incansables manos dócilmente y se dispuso a hacerlo.

«Hace veinte años. Lisa, Mr. y Mrs. Hurly tuvieron un hijo. Era hermoso, como ese retrato que viste en la galería, y poseía además un talento extraordinario. Su padre y su madre lo idolatraban y los que lo conocían se sentían obligados a amarle. Yo era entonces una joven feliz de veinte años. Era huérfana y Mrs. Hurly, que había sido amiga de mi madre, fue como una madre para mí. A mí también los amigos me mimaban y dispensaban muestras de cariño, y era muy rica pero yo sólo valoraba la admiración, y las riquezas (el legado que me había tocado) sólo en la medida en que merecían la pena a los ojos de Lewis Hurly. Yo era su prometida y futura esposa y le amaba.

»Todo el cariño y muestras de orgullo que le prodigaron no impidieron que se echara a perder ni que se abandonara cada vez más a la maldad, hasta que incluso aquellos que más le amaban desistieran en su empeño de verle algún día regenerado. Le rogué entre lágrimas, por mí, si no por su desconsolada madre, que se salvara antes de que fuera demasiado tarde Pero horrorizada comprobé que había perdido todo mi poder, que mis palabras ni siquiera le conmovían, que ya no me amaba. Intenté pensar que se trataba de algún brote pasajero de locura y me aferré aún a la esperanza. Al final, su propia madre me prohibió verle.»

Llegada a este punto, Margaret Calderwood se detuvo, al parecer como consecuencia de algún pensamiento amargo pero prosiguió:

«Él y su pandilla de amigos íntimos, que se hacían llamar “El Club del Diablo", tenían por costumbre gastar toda clase de bromas profanas en el campo. Organizaban juergas sobre las tumbas del cementerio del pueblo: llevaban hasta allí a ancianos y niños desamparados para torturarlos haciéndoles creer que los enterrarían vivos, o desenterraban a los muertos y los sentaban alrededor de las tumbas simulando una fiesta. En una ocasión, se celebró en el pueblo un funeral muy triste. Trasladaron al difunto a la iglesia y se leyeron los responsos de cuerpo presente, mientras que el pariente más cercano, el anciano padre del difunto, lo soportaba llorando. En medio de esta escena solemne resonó de repente una melodía profana procedente del órgano y se oyeron gritos que entonaban una canción de borrachos. Un gemido de condena surgió de la muchedumbre. El clérigo se puso blanco y cerró su libro de oraciones, y el viejo, el padre del difunto, subió las escaleras del altar y, levantando los brazos al cielo, profirió una maldición terrible. Maldijo a Lewis Hurly eternamente y maldijo el órgano que tocaba, que ojalá permaneciera en silencio en lo sucesivo salvo cuando lo tocaran los dedos que lo habían profanado, esos dedos que ojalá tuvieran que tocar para siempre hasta que se entumecieran con el rigor de la muerte. Y la maldición pareció funcionar, porque el órgano enmudeció en la iglesia desde aquel día, excepto cuando lo tocaba Lewis Hurly.

»Haciendo un alarde, a Lewis se le ocurrió la fanfarronería de que desmontaran el órgano y lo llevaran a casa de su padre, ordenando que lo dispusieran en la habitación donde se encuentra ahora. También fue una fanfarronería tocarlo todos los días. Pero, poco a poco, el tiempo que le dedicaba empezó a prolongarse rápidamente. Le dimos muchas vueltas a este capricho, que era como nosotros lo llamábamos, y su pobre madre dio gracias a Dios porque se apasionara con una ocupación tal que le evitara problemas. Yo fui la primera en sospechar que no se quedaba aporreando el órgano durante tantas y penosas horas por voluntad propia mientras sus amigos íntimos intentaban en vano apartarlo de aquello. Solía encerrarse en la habitación con el órgano, pero un día me escondí entre las cortinas y vi cómo se retorcía en su asiento y le oí gemir al mismo tiempo que luchaba por arrancar las manos del teclado, a donde volvían cual si de una aguja atraída por un imán se tratara. Enseguida se pudo comprobar que se había convertido en esclavo del órgano, privado de voluntad propia; pero si se trataba de un ataque de locura o de algún fenómeno sobrenatural que tuviera su origen en la maldición del viejo no nos atrevíamos a decir. Pronto hubo un tiempo durante el cual el retumbar del órgano nos despertaba de nuestro sueño por las noches. Tocaba ahora día y noche. Rechazaba la comida y el descanso. Se fue poniendo demacrado. Le salieron ojeras, le creció la barba y se le salían los ojos de las órbitas. Se le consumió el cuerpo y los dedos se le retorcieron como si de las garras de un pájaro se tratara. Gemía lastimosamente allí encorvado sobre su cruel y agotadora labor. Todos, excepto su madre y yo misma, tenían miedo de acercársele. Esta última, la pobre y dulce mujer, intentaba meterle vino y comida entre los labios, mientras que aquellos torturados dedos se arrastraban sobre el teclado; pero a él sólo le rechinaban los dientes echándole maldiciones y ella se alejaba aterrorizada para rezar. Al final, un día terrible, nos encontramos con un espantoso cadáver tirado en el suelo delante del órgano.

»A partir de aquella misma hora, el órgano enmudeció cuando lo tocaban. Muchos, que no querían creerse la historia, se esforzaron con ahínco para arrancarle algún sonido que otro, pero fue en vano. Sin embargo, cuando se cerró y abandonó la oscura y vacía habitación, escuchamos tan fuerte como siempre aquellos sonidos familiares zumbando y retumbando a través de las paredes. Día y noche los tonos del órgano resonaron como antes. Parecía que la condena de aquel desgraciado no se hubiese cumplido, aunque su torturado cuerpo se hubiera consumido en la terrible lucha por cumplirla. Incluso su propia madre tenía miedo de acercarse a la habitación después de aquello. Así transcurrió el tiempo y la maldición de esta música perpetua no desaparecía de la casa. Los sirvientes no duraban nada en la casa. Las visitas la esquivaban. El Squire y su esposa abandonaron su hogar durante años y volvieron; lo dejaban y regresaban de nuevo, para encontrarse con que aquellos terribles sonidos aún perseguían incesantes sus oídos torturados y sus corazones oprimidos. Por fin, hace unos meses, encontraron a un hombre santo que se encerró en la habitación maldita durante vanos días rezando y luchando con el demonio. Después de que éste terminara y se fuera, los sonidos cesaron y el órgano no volvió a oírse. Desde entonces ha reinado la paz en la casa. Y ahora, Lisa, tu extraña aparición y tu singular historia nos han convencido de que eres víctima de un ardid del Diablo. Que te sirva de advertencia, busca la protección de Dios para que puedas salvarte de las temibles influencias que se traman en tomo a ti. Ven...»

Margaret Calderwood se volvió hacia el rincón donde estaba sentada la forastera suponiendo que estaría escuchándola atentamente. Pero la pequeña Lisa estaba profundamente dormida con las manos extendidas delante de ella como si estuviera tocando un órgano en sus sueños.
Margaret acercó la cara suave y morena a su regazo y le besó las henchidas sienes exaltadas por el asombro y la fantasía.

—¡Te salvaremos de un horrible destino! —murmuró, y llevó a la joven a la cama.

Por la mañana Lisa se había ido. Margaret Calderwood se dirigió bien temprano al cuarto de la chica y encontró la cama vacía.

—¡Es tan alocada —pensó Margaret—, que se habrá levantado al amanecer para escuchar las alondras! —y salió a buscarla a los prados, tras los setos de hayas, y en el parque de la casa. La señora Hurly, desde la ventana de la habitación donde se servía el desayuno, vio a Margaret Calderwood, alta y rubia, con un vestido blanco de mañana, por el sendero del jardín entre los rosales, su atuendo salpicado por el rocío y una mirada de preocupación en su cara serena. La búsqueda había sido infructuosa. La pequeña extranjera se había esfumado.
Una segunda búsqueda, después del desayuno, resultó también inútil, y por la tarde las dos mujeres volvieron juntas en coche a Hurly Burly. Allí todo era pánico y agitación. El Squire estaba sentado en su estudio con las puertas cerradas y las manos en los oídos. Los sirvientes, con los rostros pálidos, formaban corros cuchicheando. El órgano encantado estaba resonando por toda la casa como antaño.

Margaret Calderwood se apresuró hacia la habitación fatídica, y allí, sin lugar a dudas, se encontraba Lisa sentada sobre el taburete alto delante del órgano, golpeando el teclado con las manitas, su figura menuda balanceándose y la luz del atardecer acariciándole la extraña cabeza. Arrancaba una música dulce y sobrehumana del quejumbroso corazón del órgano, melodías arrebatadas que alcanzaban culminantes puntos de éxtasis hasta caer en lúgubres profundidades. Tocaba desde Mendelssohn a Mozart y de Mozart a Beethoven. Margaret se quedó fascinada durante un rato por la belleza de los sonidos que escuchaba, pero, sobreponiéndose rápidamente, rodeó con los brazos a la joven intérprete obligándola a abandonar la habitación. Lisa volvió al día siguiente, sin embargo, y no resultó fácil persuadirla para alejarla de nuevo de su puesto. Día tras día se afanaba en su tarea por tocar el órgano, volviéndose cada vez más pálida y delgada y con un aspecto cada vez más extraño a medida que transcurría el tiempo.

—Trabajo tanto —le dijo a Mrs. Hurly—. El signore, su hijo, ¿está satisfecho? Dígale que venga y me diga él mismo si resulta de su agrado.

Mistress Hurly enfermó y guardó cama. El Squire lanzaba maldiciones contra la extranjera descarada y se iba de la casa. Margaret Calderwood fue la única que se quedaba aguardando el destino de la pequeña organista. La maldición del órgano se había apoderado de Lisa. Hablaba por sus manos y sus manos no eran más que meras esclavas.

Por fin la joven anunció con entusiasmo que había recibido la visita del valiente signore, que le había elogiado su perseverancia, diciéndole que trabajara aún más. Después de aquello dejó de mantener ningún contacto con el mundo de los vivos. Una y otra vez Margaret Calderwood abrazaba aquel frágil cuerpo y se la llevaba a la fuerza, cerrando con llave la habitación fatídica. Pero cerrar la habitación y esconder la llave no servía de nada. La puerta se abría de nuevo y Lisa volvía a su tarea en el taburete.

Una noche, al despertarse a causa del retumbar y los quejidos del órgano que tan familiares resultaban ya, Margaret se vistió apresuradamente y se dirigió a la habitación profana. La luz de la luna iluminaba la escalera y los pasillos de Hurly Burly. Brillaba sobre el busto de mármol del fallecido Lewis Hurly colocado en la hornacina encima de la puerta del saloncito de su madre. La habitación del órgano estaba totalmente iluminada por aquella luz cuando Margaret empujó la puerta y entró; estaba iluminada totalmente por la pálida y verde luz de la luna que entraba por la ventana, que se entremezclaba con otra luz, un resplandor mortecino y pálido que parecía envolver a una sombra oscura que recordaba la figura de un hombre junto al órgano y ponía de relieve, de un modo asombroso, la forma menuda de Lisa que se retorcía, más que balanceaba, hacia delante y hacia atrás como si estuviera agonizando. Los sonidos que procedían del órgano resultaban entrecortados y sin significado alguno, como si las manos de la intérprete se hubieran quedado rezagadas y tropezaran con las teclas. Entre cada acorde intermitente Lisa lanzaba lamentos quejumbrosos, mientras que la siniestra figura se inclinaba hacia ella con gestos amenazantes, temblando por el malestar que produce el miedo a lo sobrenatural pero aún con voluntad propia, Margaret Calderwood avanzó sigilosamente a través de la luz fulgurante y quedo a su merced. Ésta se hacía cada vez más patente, deslumbrándola y cegándola al principio, pero, enseguida, armándose de valor alzó los ojos y contempló la cara de Lisa convulsionada por la tortura en aquel resplandor candente y la figura y los rasgos de Lewis Hurly inclinándose sobre ella. Se sintió horrorizada, pero aún así no perdió su sangre fría. Rodeo a la desgraciada joven con sus fuertes brazos y la arranco de su asiento llevándosela fuera del influjo de la luz fulgurante, que inmediatamente palideció y se desvaneció. La condujo a su propia cama donde Lisa, tendida, un mero despojo humano, estuvo delirando acerca de la crueldad del despiadado signore que no reconocía que estuviera totalmente entregada a su trabajo. Sus pobres manos retorcidas seguían golpeando la colcha como si aún estuviera entregada a su angustiosa tarea.
Margaret Caldenvood le refrescó las ardientes sienes y colocó flores recién cortadas sobre la almohada. Abrió las cortinillas y las ventanas y dejó que entrara el aire dulce de la mañana y la luz del sol. Después contempló el cielo recién amanecido con su flagrante y esperanzadora promesa del día venidero, así como los campos bañados por el rocío y, mas lejos aún, los oscuros y verdes bosques cubiertos aun por la niebla color púrpura, y rezó para que de algún modo se le indicara cómo poner fin a aquella maldición. Rezo por Lisa, y después, estimando que la chica estaba descansando un tanto, salió discretamente de la habitación. Pensó que había cerrado la puerta con llave.

Bajó las escaleras con el rostro pálido, aunque mostrando determinación, y sin consultar a nadie mandó que trajeran del pueblo a un albañil. Después se sentó junto a la cama de Mistress Hurly y le explicó lo que había que hacer• Al poco tiempo Margaret se dirigió a la puerta de cuarto de Lisa y, al no escuchar ningún ruido, pensó que la chica estaría durmiendo y se marchó discretamente. Al rato, bajó las escaleras y vio que el albañil ya había llegado y empezado su tarea, que consistía en tapiar la puerta de la habitación del órgano. Era un trabajador rápido, de modo que la estancia quedó pronto sellada con piedra y argamasa del modo más seguro posible.

Al ver el trabajo terminado, Margaret Calderwood fue a la puerta de Lisa a escuchar y, al no oír de nuevo ningún ruido volvió y se sentó junto a la cama de Mrs. Hurly una vez más. Fue por la tarde cuando al fin entró en su habitación para asegurarse de que Lisa dormía cómodamente. Pero encontró la cama y la habitación vacías. Lisa había desaparecido

Entonces empezó la búsqueda: escaleras arriba y abajo, por el jardín, por la casa, por los campos y los prados. Ni rastro de Lisa. Margaret Calderwood mandó que trajeran el carruaje y que condujeran hasta Calderwood para ver si aquella ilusión óptica extraña y escurridiza se había ido allí. Después fue al pueblo y a otros muchos lugares del vecindario hasta los que parecía imposible que hubiera llegado. Preguntó por todas partes. Meditó perpleja sobre todo aquello y se rompió la cabeza intentando descifrar el asuntó. Teniendo en cuenta el débil y lamentable estado en el que se encontraba la chica ¿hasta dónde podría haber llegado?

Después de dos días de búsqueda, Margaret volvió a Hurly Burly. Se sentía triste y cansada. La tarde había refrescado. Se sentó junto a la chimenea envuelta en su chal cuando la pequeña Bess se le acercó llorando, escondiendo el rostro en el delantal de muselina:

—Si no le importa hablar con Mistress Hurly sobre el asunto, por favor, señora -dijo-. La quiero mucho y se me rompe el corazón al tener que irme, pero el órgano no deja de tocar, señora, y estoy muerta de miedo, así que no puedo quedarme.
—¿Quién ha oído de nuevo el órgano? Y ¿cuándo? -preguntó Margaret Calderwood levantándose.
—Ay, señora, lo escuché la noche que usted se marchó la noche después de que se tapiara la puerta.
—¿Y no ha vuelto a escucharse desde entonces?
—No, señora —dijo titubeando—, desde entonces no ¡Chis! Escuche, señora, ¿no es eso que suena ahora el sonido del órgano?
—No —contestó Margaret Calderwood—, es sólo el viento —pero tan pálida como la muerte, bajó corriendo las escaleras y puso el oído en la argamasa aún fresca de la recién construida pared. Todo estaba en silencio. No se oía ningún sonido excepto el procedente de fuera del monótono ulular del viento entre los árboles. Entonces, Margaret empezó a arremeter con su frágil hombro contra la sólida pared e intentó quitar el mortero rascando con sus propios dedos blancos y a llamar a gritos al albañil que había tapiado la puerta.

Era medianoche, pero el albañil abandonó su cama en el pueblo y obedeció a la llamada procedente de Hurly Burly. La mujer pálida se quedó mirando cómo el hombre deshacía todo su trabajo de hacía tres días, mientras que los sirvientes formaban corros temblando, preguntándose qué pasaría después.

Esto fue lo que pasó después: cuando el hombre hizo una abertura, entró en la habitación con una luz. Tras él iban Margaret Calderwood y los demás. Una especie de bulto negro reposaba en el suelo al pie del órgano. Se oyeron muchos gemidos en la fatídica habitación. ¡Allí estaba la pequeña Lisa muerta!

Cuando Mistress Hurly se recuperó, el Squire y su esposa se fueron a vivir a Francia donde se quedarían hasta su muerte. Hurly Burly permaneció cerrada y desierta durante muchos años. Recientemente ha pasado a manos de nuevos propietarios. Han desmontado el órgano y lo han hecho desaparecer y la habitación es ahora un dormitorio que se ha convertido en el más lujoso de toda la casa. Pero nadie duerme allí nunca más de una vez.

Enterraron a Margaret Calderwood el otro día. Era una mujer muy anciana ya.


El ocupante de la habitación. Algernon Blackwood (1869-1951)

Llegó en la diligence amarilla bien entrada la noche, entumecido y lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso. El pueblo, una masa compacta de sombras, dormía ya. Tan sólo delante del hotel persistía aún el bullicio, la luz y la animación... aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha y paso cansino, cruzaron solas la carretera arrastrando sus arneses por el polvo y desaparecieron en las cuadras; mientras la pesada diligencia, que parecía un gran escarabajo amarillo con las patas quebradas, se quedaba a hacer noche en el lugar hasta donde la habían conducido a rastras.

A pesar del cansancio físico, aquel maestro de escuela, que disfrutaba de las primeras horas de unas vacaciones que le habían costado diez guineas, estaba rebosante de felicidad. La paz que se respiraba en aquel alto valle alpino era maravillosa; las estrellas titilaban sobre los quebrados riscos del Dent du Midi, donde los relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos empapados de rocío y a madera recién cortada. Embargado de una sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varíos minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta estera de la entrada, y tras resistir a la tentación de detenerse a contemplar el mapa de las montañas que colgaba junto a la puerta, pasó al deslumbrante recibidor.

De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada -la única posada que había- no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que disponía estaban ocupados...

¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva! Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra de forma repentina, cautivado por el espléndido día que había amanecido tras una semana de lluvias. El portero, que lucía una chaqueta con ribetes dorados, y una vieja de facciones muy duras -le había llamado la atención la dureza de aquel rostro- no paraban de hablar y de gesticular mientras señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias que sólo comprendía a medias, pues sus conocimientos de francés eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente espantoso.

«¡Allí -a lo mejor encontraba habitación- o sino allá! Pero aquí, hélas, está todo completo... más de lo que nosotros quisiéramos. ¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión somnolienta al maestro. No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender, y siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había dado la anciana, salió finalmente a la calle y se encaminó hacia un oscuro grupo de casas que ella le había señalado. De lo único que estaba seguro era de que tenía la intención de aporrear una de aquellas puertas hasta que le dieran una habitación. Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle. El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de las casas se vislumbraba en medio de la oscuridad. Corría un aire gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque, cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero... que venía corriendo.

En el pequeño recibidor de la posada se reanudó una confusa conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios en voz baja y apartes susurrados en dialecto entre la mujer y el portero, cuyo resultado final fue que «si a Monsieur no le parecía mal... después de todo, sí que había una habitación, en el primer piso... sólo que, en cierto modo, estaba "ocupada". Bueno, en realidad lo que pasaba era que...».

No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le había proporcionado de pronto justo lo que él quería. La ética profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.

Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una mezcla de francés y de inglés los detalles que la patrona había omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó en compartir aquel nerviosismo con él y en verse envuelto en la atmósfera de una posible tragedia. Todo aquel que conozca esa emoción tan característica que producen los altos valles de montaña, uno de cuyos principales atractivos consiste en la realización de escaladas con peligro, comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a tales paisajes. Cuando se alza la vista para contemplar los picos desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días y noches seguidos escalando las peligrosas cumbres que se elevan sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los picos helados que blanden permanentemente el oscuro pabellón del terror en el cielo. La atmósfera de aventura, aderezada con el posible espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse, es inseparable de cualquier contemplación imaginativa de semejante paisaje; y lo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero, no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma. Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes de que amaneciera -el portero la había visto salir- y... ¡no había regresado! La ruta era difícil y peligrosa, pero no imposible para un escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera curtida. Pero también era una persona terca, que desdeñaba los consejos, le aburrían las advertencias y tenía una fe ciega en sí misma. Además era un tanto rara; no se mezclaba con los demás huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en su habitación sin dejar entrar a nadie; vamos, una «excéntrica» de tomo y lomo.

Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en cualquier momento. En cuyo caso... En fin, por eso, aunque la habitación estuviera desocupada, seguía siendo de ella. «Pero si a Monsieur no le importa correr el riesgo de tener que dejar la habitación en medio de la noche...» Dado que el locuaz portero parecía empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama -que el propio portero había arreglado a toda prisa- para tratar de dormir el máximo de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía que marchar.

La verdad es que al principio se sintió incómodo, francamente incómodo. Estaba en la habitación de otra persona. Realmente no tenía ningún derecho a estar allí. Era una intrusión imperdonable; y mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, oiría pasos en el pasillo, llamarían a la puerta y, a continuación, ésta se abriría yvería a aquella fornida inglesa mirándole de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía en su habitación, en su dormitorio. ¡Es cierto que podía darle una explicación convincente, pero de todos modos...!

Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y soltó una carcajada... en voz baja. Pero, de inmediato, a la risa le sucedió aquella súbita sensación de tragedia que ya había experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa mujer yaciera roto y helado en esas cumbres espantosas, con los cabellos desordenados por la ventisca y los ojos vidriosos lanzando una mirada vacía a las estrellas... Sólo de pensar en ello se estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había visto nunca y de la que ni tan siquiera sabía el nombre, se volvió extraordinariamente real. Casi llegaba a imaginarse que se hallaba oculta en algún lugar de la habitación, observando todo lo que él hacía.

Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando la cerró de nuevo, echó la llave. Después, acabó de deshacer el equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de viaje y una mochila y, además, el único lugar donde se podían extender las ropas era el sofá. No había cómoda, y el armario, un mueble excepcionalmente sólido y grande, estaba cerrado con llave. Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez de vestigios, por toda la habitación se respiraba la extraña y desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía susurrar un «acabo de salir», que al convertirse de pronto en un tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para mirar a sus espaldas.

La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única excusa que quizá se pueda esgrimir para justificar el hecho de que arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su gabardina de la puerta del armario, procurando taparlo lo máximo posible. Lo cierto es que la visión de aquel horrible y gigantesco armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así era como insistía en presentársela su imaginación), provocaba en él una sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse en un sentimiento de espanto verdaderamente grotesco. Sea como fuera, la visión de aquel armario le desagradaba y, casi por puro instinto, lo había tapado. Luego, tras apagar la luz, se metió en la cama.

Pero desde el preciso instante en que la habitación quedó a oscuras, se dio cuenta de que aquello era más de lo que él podía soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también que le temblaban las manos. La verdad es que aquello era ya demasiado. Su imaginación se estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden. Pero la forma en que lo hizo fue muy significativa, y el propio carácter deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya había dado cabida al miedo. Y una vez que el miedo se ha metido dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a enumerar con sumo cuidado todos los objetos que había en la habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea, sumarlos y exclamar con decisión: « ¡Esto es todo lo que hay en esta habitación! He contado todas y cada una de las cosas. No hay nada más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».

Fue precisamente durante el absurdo proceso de enumerar los muebles de la habitación, cuando se apoderó de él una terrible y angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas. Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo. Ya no tenía la energía suficiente para sentirse verdaderamente asustado o nervioso. El frío permanecía, pero la alarma había desaparecido. Por todos los rincones de aquella personalidad, por lo general vigorosa, se fue extendiendo lentamente el insidioso veneno de una fatiga muscular que, al cabo de unos segundos, pareció transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón... Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo trabajosamente... a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro se impusiera sobre su sentido moral... ¡por un puñado de francos! ¡El portero del traje ribeteado; tan quisquilloso, tan locuaz, tan agotador... ardiendo en deseos de contarle todos los chismes que sabía! ¿Para qué servía toda esa gente? Y, en cuanto a él, ¿qué sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la que era maestro? ¿A dónde conducía aquello? ¿De qué valía tanto incierto afán, cuando los secretos últimos de la vida permanecen ocultos y nadie sabe cuál es el sentido final de las cosas? ¡Qué absurdos eran el esfuerzo, la disciplina, el trabajo! ¡Qué vano el placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!

Dando un salto que casi derribó la vela, Minturn trató de hacer frente a aquel estado de decaimiento. Ese tipo de ideas eran tan ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde produjo una reacción inmediata. Pero sólo duró un momento. Al instante, la depresión volvió a abatirse sobre él como una ola. Su trabajo -que a fin de cuentas como mucho le permitiría aspirar al tedioso cargo de director de colegio- le parecía tan vano y tan absurdo como aquellas vacaciones en los Alpes. Qué idiota, qué rematadamente idiota había sido de venir aquí, con su mochila a cuestas, para no hacer otra cosa que matarse de cansancio por aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna parte, que nada le podía reportar. El estado de ánimo que le poseía era tan lóbrego como una tumba.¡La vida no era más que un repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no eran más que una trampa; una trampa tendida por la muerte: ¡un juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! ¿Pero, un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real era... LA MUERTE. Y la gente más feliz eran aquellos que antes la encontraban.

Entonces, ¿por qué esperar a que llegue? Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía que se tambalearan las raíces mismas de la vida, asestándoles semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona fuerte y alegre, rebosante de salud y de vida; pero aquella lasitud atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a la nada y al deseo de morir. Era como si hubiera desarrollado una Segunda Personalidad. Cierto que había leído que algunas personas, tras sufrir una fuerte impresión, podían llegar a desarrollar como consecuencia de ello unos rasgos de carácter distintos, otros recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban la autenticidad de tales historias, pero a él no le parecía que fueran muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba ocurriendo ahora a su propia conciencia. Estaba, de eso no le cabía ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales... ¡de otra persona! Era algo inmoral. Algo espantoso. Era... bueno, la verdad es que también era algo enormemente interesante.

Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que su yo normal estaba regresando. Pues quien siente interés por algo, está vivo, y ama la vida. De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz. Lo primero que captó su atención fue... aquel enorme armario.

-¡Vaya! ¡Ahí está... esa monstruosidad de armario!-exclamó para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer muerta. Porque ahora sabía que -de uno u otro modo- aquella mujer tenía que estar muerta.

En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el sonido del agua que caía, y con él llegó también una vívida imagen mental de la desolación de las cumbres barridas por la ventisca. Entonces vio a la mujer -¡sí, verdaderamente la vio!- en el lugar donde había caído; las mejillas cubiertas de escarcha, la nieve en polvo arremolinándose en torno a sus cabellos y a sus ojos, sus extremidades rotas aprisionadas entre bloques de hielo. Por un momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias impersonales y despiadadas de la naturaleza inerte; y, de nuevo, recuperó su yo habitual. Sin embargo, un instante después, regresó otra vez el terrible frío, la nada, el vacío...

Se descubrió a sí mismo de pie frente al gran armario que guardaba las ropas de aquella mujer. De repente quería ver esas ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi podía tocarlo. Y un segundo después ya lo había tocado. Estaba golpeando con los nudillos en la madera. Es difícil saber por qué lo hizo. Probablemente se trató de un movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había dictado... se lo había ordenado; y él, había golpeado la puerta. El sonido sordo de la madera en medio de la quietud de aquella habitación... le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido impulsado a llamar a aquella puerta. El hecho es que, cuando oyó una leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír que desde el interior le respondían con un golpe -quizá sólo el frufrú de las faldas colgadas- o, aún peor, que veía como aquella puerta cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.

A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que hacía... ¡llamó al timbre!

Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras esperaba de pie en medio de la habitación a que viniera algún empleado, se dio cuenta por primera vez que algo ajeno a su ser normal le había impulsado a hacer aquello. Era como si una voz interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente a una doncella adormilada, enojada y muy sorprendida de que la hubieran llamado a esas horas, no tuvo ninguna dificultad en encontrar palabras con las que expresar sus deseos. Aquel mismo poder que le había apremiado a que abriera la puerta del armario también le impelía a pronunciar unas palabras sobre las que, aparentemente, no tenía control alguno.

-¡No es a usted a quien he llamado! -dijo con decisión e impaciencia-. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo inmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que no me ha oído? ¡Dése prisa!

Cuando la chica se hubo marchado, Minturn, asustado de su propia severidad, se dio cuenta de que aquellas palabras le habían sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir. No obstante, comprendía que alguna fuerza ajena a su personalidad estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de ello. De algún modo, el poderoso estado de ánimo de la mujer desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda seguridad debido a la atmósfera que creaba en la habitación la presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando el portero -sin chaqueta ni cuello duro- se hallaba ya junto a él en la habitación, consiguió comprender por qué insistía, hecho una verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la llave del armario y abriera inmediatamente la puerta. La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario a las dos de la madrugada. Le observaban con el aire de quien no puede dejar de preguntarse qué será lo que va a ocurrir a continuación. Sin embargo, algo de la extraña seriedad y del miedo que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron un respingo.

Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo de madera del armario... por dentro. Había sido cerrado desde el interior. Pero fue la aterrorizada doncella, desde su posición en el pasillo, quien lo vio primero; y lanzando un grito desgarrador se desplomó contra el pasamanos de la escalera. El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el maestro salieron corriendo hacia la puerta, que ahora se hallaba completamente abierta. También ellos lo habían visto.

Colgadas de las perchas no había ropas, ni faldas, ni blusas; lo que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con la cabeza caída hacia delante. Sacudida por el movimiento que se había producido al abrir la puerta, el cuerpo había ido girando lentamente hasta darles la cara... Clavado en la parte de atrás de la puerta había un sobre del hotel con las siguientes palabras escritas con letra temblorosa:

«Cansada... infeliz... desesperada... deprimida... No puedo seguir haciendo frente a la vida... Todo es negro. Tengo que poner fin a esto... Quería hacerlo en las montañas pero tuve miedo. Volví a mi habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor...»