sábado, 21 de septiembre de 2024

El asesino. Guy de Maupassant (1850-1893)

El culpable era defendido por un jovencísimo abogado, un novato que habló así:

-Los hechos son innegables, señores del jurado. Mi cliente, un hombre honesto, un empleado irreprochable, bondadoso y tímido, ha asesinado a su patrón en un arrebato de cólera que resulta incomprensible. ¿Me permiten ustedes hacer una sicología de este crimen, si puedo hablar así, sin atenuar nada, sin excusar nada? Después ustedes juzgarán.

Jean-Nicolas Lougère es hijo de personas muy honorables que hicieron de él un hombre simple y respetuoso. Este es su crimen: ¡el respeto! Este es un sentimiento, señores, que nosotros hoy ya no conocemos, del que únicamente parece quedar todavía el nombre, y cuya fuerza ha desaparecido. Es necesario entrar en determinadas familias antiguas y modestas, para encontrar esta tradición severa, esta devoción a la cosa o al hombre, al sentimiento o a la creencia revestida de un carácter sagrado, esta fe que no soporta ni la duda ni la sonrisa ni el roce de la sospecha. No se puede ser un hombre honesto, un hombre honesto de verdad, con toda la fuerza que este término implica, si no se es respetuoso. El hombre que respeta con los ojos cerrados, cree. Nosotros, con nuestros ojos muy abiertos sobre el mundo, que vivimos aquí, en este palacio de justicia que es la cloaca de la sociedad, donde vienen a parar todas las infamias, nosotros que somos los confidentes de todas las vergüenzas, los defensores consagrados de todas las miserias humanas, el sostén, por no decir los defensores de todos los bribones y de todos los desvergonzados, desde los príncipes hasta los vagabundos de los arrabales, nosotros que acogemos con indulgencia, con complacencia, con una benevolencia sonriente a todos los culpables para defenderlos delante de ustedes, nosotros que, si amamos verdaderamente nuestro oficio, armonizamos nuestra simpatía de abogado con la dimensión del crimen, nosotros ya no podemos tener el alma respetuosa. Vemos demasiado este río de corrupción que fluye de los más poderosos a los últimos pordioseros, sabemos muy bien cómo ocurre todo, cómo todo se da, cómo todo se vende. Plazas, funciones, honores, brutalmente a cambio de un poco de oro, hábilmente a cambio de títulos y de lotes de reparto en las empresas industriales, o simplemente por un beso de mujer. Nuestro deber y nuestra profesión nos fuerzan a no ignorar nada, a desconfiar de todo el mundo, ya que todo el mundo es sospechoso, y quedamos sorprendidos cuando nos encontramos enfrente de un hombre que tiene, como el asesino sentado delante de ustedes, la religión del respeto tan arraigada como para llegar a convertirse en un mártir.

Nosotros, señores, hacemos uso del honor igual que del aseo personal, por repugnancia a la bajeza, por un sentimiento de dignidad personal y de orgullo; pero no llevamos al fondo del corazón la fe ciega, innata, brutal, como este hombre. Déjenme contarles su vida.

Fue educado, como se educaba antaño a los niños, dividiendo en dos clases todos los actos humanos: lo que está bien y lo que está mal. Se le enseñó el bien, con una autoridad tan irresistible, que se le hizo distinguir del mal como se distingue el día de la noche. Su padre no pertenecía a esa raza de espíritus superiores que, mirando desde lo alto, ven los orígenes de las creencias y reconocen las necesidades sociales de donde nacen estas distinciones. Creció, pues, religioso y confiado, entusiasta e íntegro. Con veintidós años se casó. Se le hizo casar con una prima, educada como él, sencilla como él, pura como él. Tuvo cierta suerte inestimable de tener por compañía una honesta mujer virtuosa, es decir, lo que hay de más escaso y respetable en el mundo. Tenía hacia su madre la veneración que rodea a las madres en las familias patriarcales, el culto profundo que se reserva a las divinidades. Trasladó sobre su madre un poco de esta religión, apenas atenuada por las familiaridades conyugales. Y vivió en una ignorancia absoluta de la picardía, en un estado de rectitud obstinada y de tranquila dicha que hizo de él un ser aparte. No engañando a nadie, no sospechaba que se le pudiera engañar a él.

Algún tiempo antes de su boda había entrado como contable en la empresa del señor Langlais, asesinado por él hace unos días. Sabemos, señores del jurado, por los testimonios de la señora Langlais, de su hermano, el señor Perthuis, asociado de su marido, de toda la familia y de todos los empleados superiores de este banco, que Lougère fue un empleado modelo, ejemplo de probidad, de sumisión, de dulzura, de deferencia hacia sus jefes y ejemplo de regularidad. Se le trataba, por otra parte, con la consideración merecida por su conducta ejemplar. Estaba acostumbrado a este respeto y a la especie de veneración manifestada a la señora Lougère, cuyo elogio estaba en boca de todos.

Unos días después, ella murió de unas fiebres tifoideas. Él sintió seguramente un dolor profundo, pero un dolor frío y tranquilo en su corazón metódico. Sólo se vio en su palidez y en la alteración de sus rasgos hasta qué punto había sido herido. Entonces, señores, ocurrió algo muy natural. Este hombre estaba casado desde hacía diez años. Desde hacía diez años tenía la costumbre de sentir una mujer cerca de él, siempre. Estaba acostumbrado a sus cuidados, a esta voz familiar cuando uno llega a casa, al adiós de la tarde, a los buenos días de la mañana, a ese suave sonido del vestido, tan del gusto femenino, a esta caricia ora amorosa, ora maternal que alivia la existencia, a esta presencia amada que hace menos lento el transcurrir de las horas. Estaba también acostumbrado a la condescendencia material de la mesa, a todas las atenciones que no se notan y que se vuelven poco a poco indispensables. Ya no podía vivir solo. Entonces, para pasar las interminables tardes, cogió la costumbre de ir a sentarse una hora o dos a la cervecería vecina. Bebía un bock y se quedaba allí, inmóvil, siguiendo con una mirada distraída las bolas de billar corriendo una detrás de la otra bajo el humo de las pipas, escuchando, sin pensar en ello, las disputas de los jugadores, las discusiones de los vecinos sobre política y las carcajadas que provocaban a veces una broma pesada al otro extremo de la sala. Acababa a menudo por quedarse dormido de lasitud y aburrimiento. Pero tenía en el fondo de su corazón y de sus entrañas, la necesidad irresistible de un corazón y de un cuerpo de mujer; y sin pensarlo, se fue aproximando, un poco cada tarde, al mostrador donde reinaba la cajera, una rubia pequeña, atraído hacia ella invenciblemente por tratarse de una mujer.

Pronto conversaron, y él cogió la costumbre, muy agradable, de pasar todas las tardes a su lado. Era graciosa y atenta como se tiene que ser en estos amables ambientes, y se divertía renovando su consumición lo más a menudo posible, lo cual beneficiaba al negocio. Pero cada día Lougère se ataba más a esta mujer que no conocía, de la que ignoraba toda su existencia y que quiso únicamente porque no veía otra. La muchacha, que era astuta, pronto se dio cuenta que podría sacar partido de este ingenuo y buscó cuál sería la mejor forma de explotarlo. Lo más seguro era casarse.

A esta conclusión llegó sin remordimiento alguno.

Tengo que decirles, señores del jurado, que la conducta de esta chica era de lo más irregular y que la boda, lejos de poner freno a sus extravíos, pareció al contrario hacerla más desvergonzada. Por juego natural de la astucia femenina, pareció cogerle gusto a engañar a este honesto hombre con todos los empleados de su despacho. Digo "con todos". Tenemos cartas, señores. Pronto se convirtió en un escándalo público, que únicamente el marido, como todo, ignoraba. Al fin esta pícara, con un interés fácil de concebir, sedujo al hijo del mismísimo patrón, joven de diecinueve años, sobre cuyo espíritu y sentido tuvo pronto ella una influencia deplorable. El señor Langlais, que hasta ese momento tenía los ojos cerrados por la bondad, por amistad hacia su empleado, sintió, viendo a su hijo entre las manos, -debería decir entre los brazos de esta peligrosa criatura- una cólera legítima.

Cometió el error de llamar inmediatamente a Lougère y de hablarle impelido por su indignación paternal. Ya no me queda, señores, más que leerles el relato del crimen, formulado por los labios del mismo moribundo y recogido por la instrucción:

"Acababa de saber que mi hijo había donado, la misma víspera, diez mil francos a esta mujer y mi cólera ha sido más fuerte que mi razón. Verdaderamente, nunca he sospechado de la honorabilidad de Lougère, pero ciertas cegueras son más peligrosas que auténticas faltas.

Le hice pues llamar a mi lado y le dije que me veía obligado a privarme de sus servicios. Él permanecía de pie delante de mí, azorado, sin comprender. Terminó por pedir explicaciones con cierta vivacidad. Yo rechacé dárselas, afirmando que mis razones eran de naturaleza íntima. Él creyó entonces que yo tenía sospechas de su falta de delicadeza, y, muy pálido, me rogó, me requirió que me explicara. Convencido de esto, se mostró arrogante y se tomó el derecho de levantarme la voz.

Como yo seguía callado, me injurió, me insultó, llegó a tal grado de exasperación que yo temía que pasara a la acción. Ahora bien, de repente, con una palabra hiriente que me llegó a pleno corazón, le dije toda la verdad a la cara. Se quedó de pie algunos segundos, mirándome con ojos huraños; después le vi coger de su despacho las largas tijeras que utilizo para recortar el margen de algunos documentos; a continuación le vi caer sobre mí con el brazo levantado, y sentí entrar algo en mi garganta, encima del pecho, sin sentir ningún dolor."

He aquí, señores del jurado, el sencillo relato de su muerte. ¿Qué más se puede decir para su defensa? Él ha respetado a su segunda mujer con ceguera porque había respetado a la primera con la razón.

Después de una corta deliberación, el acusado fue absuelto.


El beso siniestro. Henry Kuttner (1915-1958) Robert Bloch (1917-1994)

Surgen vestidos con túnicas
verdes, bramando, de los
verdes infiernos del mar, donde
hay cielos caídos, y clamores
malignos, y criaturas sin ojos.
G.K. Chesterton: Lepanto.


I. El Ser de las Aguas.

Graham Dean aplastó nerviosamente su cigarrillo y se encontró con los ojos intrigados del doctor Hedwig.

—Nunca estuve tan preocupado anteriormente —dijo—. Estos sueños son tan extrañamente persistentes. No son como las pesadillas comunes y casuales. Parecen —sé que suena un tanto ridículo— parecen estar planeados.
—¿Sueños planeados? Tonterías —el doctor Hedwig lanzó una mirada desdeñosa—. Usted, señor Dean, es un artista, y por naturaleza, de temperamento impresionable. Esta casa de San Pedro es nueva para usted, y dice que oyó relatos extravagantes. Los sueños se deben a la imaginación y al exceso de trabajo.

Dean miró por la ventana hacia afuera, con el ceño fruncido en su rostro desusadamente pálido.

—Espero que tenga usted razón —dijo en voz baja—. Pero no puede atribuirse este semblante a los sueños. ¿O sí?

Señaló con un gesto las grandes ojeras azules que había debajo de los ojos del joven artista. Las manos señalaron la exangüe palidez de sus delgadas mejillas.

—Eso se debe al exceso de trabajo, señor Dean. Sé lo que le pasa mejor que usted mismo.

El canoso médico tomó una hoja cubierta con sus propias y casi indescifrables notas, y la examinó repasando lo que había escrito.

—Usted heredó esta casa en San Pedro hace pocos meses, ¿no? Y se mudó a ella solo para trabajar un poco.
—Sí. La costa del mar tiene aquí unos paisajes maravillosos. —Durante un momento el rostro de Dean adquirió un aspecto juvenil, al avivar el entusiasmo sus fuegos casi extinguidos. Entonces continuó, con el ceño fruncido en gesto preocupado—: Pero últimamente no he podido pintar, ni siquiera marinas; de cualquier modo es muy extraño. Mis bocetos ya no parecen estar enteramente correctos. Parece haber en ellos un poder que yo no pongo allí...
—¿Un poder, dijo?
—Sí, un poder de malignidad, si puedo llamarlo con esa palabra. Es algo que no se puede definir. Algo que hay detrás del cuadro le extrae toda su belleza. Y en estas últimas semanas no he estado trabajando en exceso, doctor Hedwig.

El doctor echó otra mirada al papel que tenía en la mano.

—Bueno, en eso no estoy de acuerdo con usted. Usted podría no ser consciente del esfuerzo que realiza. Esos sueños con el mar que parecen preocuparlo carecen de significado, excepto como indicio de su estado nervioso.
—Está equivocado. —Dean se levantó repentinamente. Su voz era estridente—. Eso es lo terrible del caso. Los sueños no carecen de significado. Parecen ser acumulativos; acumulativos y planeados. Se vuelven cada noche más vívidos, y cada vez veo más: de ese lugar verde y brillante situado debajo del mar. Me voy acercando cada vez más a esas sombras negras que nadan allí; esas sombras de las que yo sé que no son sombras, sino algo peor. Cada noche veo más. Es como si fuera completando un boceto, agregando gradualmente cada vez más hasta que...

Hedwig observaba agudamente a su paciente. Insinuó:

—¿Hasta?

Pero el tenso rostro de Dean se relajó. Se había detenido justo a tiempo.

—No, doctor Hedwig. Usted debe tener razón. Es exceso de trabajo y nervios, como usted dice. Si creyera lo que me dijeron los mejicanos sobre Morella Godolfo... Bueno, estaría loco y sería un tonto.
—¿Quién es esa tal Morella Godolfo? ¿Alguna mujer que ha estado Ilenándole la cabeza de cuentos disparatados?

Dean sonrió.

—No tiene que preocuparse por Morella. Fue mi tía tatarabuela. Vivía en la casa de San Pedro e inició las leyendas, creo.

Hedwig había estado garabateando algo en un papel.

—Y bien, ¡ya entiendo, joven! Usted escuchó esas leyendas; su imaginación voló; usted soñó. Esta receta lo pondrá bien.
—Gracias.

Dean tomó el papel, levantó su sombrero de la mesa, y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo en el vano, sonriendo torcidamente.

—Pero usted no está en lo cierto al pensar que las leyendas me hicieron soñar, doctor. Empecé a soñar antes de haber oído la historia de la casa.

Y una vez dicho eso, salió.

Mientras conducía de regreso a San Pedro, Dean trató de comprender qué le había ocurrido. Pero siempre se estrellaba contra el muro de la imposibilidad. Cualquier explicación lógica se perdía en la maraña de la fantasía. Lo único que no podía explicar —y que el doctor Hedwig no había podido explicar— eran los sueños. Los sueños comenzaron al poco tiempo de haber entrado en posesión de su heredad: esta antigua casa al norte de San Pedro, que había permanecido desierta durante tanto tiempo. El lugar era de una pintoresca antigüedad, y eso atrajo a Dean desde el principio. Había sido construida por uno de sus antepasados cuando los españoles aún gobernaban California. Uno de estos Dean —entonces el apellido era Dena— había ido a España y había regresado con una novia. Su nombre era Morella Godolfo, y alrededor de esta mujer, desaparecida tanto tiempo atrás, giraban todas las leyendas posteriores. Todavía había en San Pedro mejicanos arrugados y desdentados, que murmuraban increíbles relatos sobre Morella Godolfo, la que nunca había envejecido, y tenía un poder sobrenaturalmente maligno sobre el mar. Los Godolfo se habían contado entre las más orgullosas familias de Granada; pero furtivas leyendas se referían a su relación con los terribles hechiceros y nigromantes moriscos. Según esos mismos horrores insinuados, Morella había aprendido misteriosos secretos en las tétricas torres de la España morisca, y cuando Dena la trajo como novia al otro lado del mar, ella ya había sellado un pacto con las fuerzas del mal y había experimentado un cambio.

Así decían los relatos, y decían aún más cosas sobre la vida de Morella en la antigua casa de San Pedro. Su esposo había vivido durante diez o más años después del matrimonio; pero los rumores decían que ya no poseía un alma. Es cierto que su muerte fue mantenida en secreto, en forma muy misteriosa, por Morella Godolfo, que siguió viviendo sola en la gran casa situada junto al mar. Las murmuraciones de los peones crecieron monstruosamente a partir de entonces. Se referían al cambio sufrido por Morella Godolfo; ese cambio operado por medio de la hechicería, que le llevaba a nadar mar adentro en las noches de luna, de modo que los que la observaban veían su cuerpo blanco que fulguraba entre la espuma. Hombres lo suficientemente audaces como para contemplarla desde los acantilados podían vislumbrar de modo fugaz su figura, jugando con extrañas criaturas marinas que saltaban a su alrededor en las negras aguas, frotando su cuerpo con sus cabezas espantosamente deformes. Estas criaturas no eran focas, ni tampoco ninguna forma conocida de vida submarina, según se afirmaba; aunque a veces podían oírse las carcajadas de una risa ahogada y cloqueante. Se dice que Morella Godolfo se alejó nadando una noche, para no regresar jamás. Pero a partir de entonces las risas eran más fuertes a la distancia, y los juegos entre las negras rocas continuaron, de modo que los relatos de los primeros peones se habían ido trasmitiendo hasta el presente.

Tales eran las leyendas que Dean conocía. Los hechos eran dispersos y poco convincentes. La antigua casa se había venido deteriorando, y en el transcurso de los años sólo había sido arrendada ocasionalmente. Esos arrendamientos habían sido tan cortos como infrecuentes. No pasaba nada definidamente malo en la casa situada entre Punta White y Punta Fermín, pero los que allí habían vivido decían que el fragor de las olas sonaba en una forma sutilmente diferente cuando era escuchado desde las ventanas que dominaban el mar, y, además, ellos tenían sueños desagradables. A veces, los ocasionales arrendatarios habían mencionado con particular horror las noches de luna, cuando todo el mar se volvía claramente visible. De cualquier modo, los ocupantes por lo general abandonaban la casa de manera precipitada.

Dean se había trasladado a la casa inmediatamente después de heredarla, porque había pensado que sería el lugar ideal para pintar los paisajes que amaba. Se había enterado de la leyenda de los hechos relacionados a ella con posterioridad, y por ese entonces habían comenzado sus sueños. Al principio habían sido bastante convencionales, aunque, extrañamente todos giraban en torno del mar que él tanto amaba. Pero no era el mar que él amaba el que veía en sus sueños. Las Gorgonas poblaban sus sueños. Escila se retorcía horriblemente en las aguas oscuras y embravecidas, donde huían aullando las arpías. Criaturas horripilantes emergían lentamente de las profundidades negras como la tinta donde habitaban bestias marinas hinchadas y desprovistas de ojos. Terribles y gigantescos leviatanes saltaban y se sumergían mientras monstruosas serpientes trepaban en extraña obediencia a una falsa luna. Horrores ocultos e inmundos de las profundidades del mar lo tragaban en sueños.

Esto ya era bastante malo, pero sólo fue un preludio. Los sueños empezaron a cambiar. Era casi como si los primeros de ellos formaran un marco definido para horrores aún mayores por venir. De las imágenes míticas de antiguos dioses del mar emergía otra visión. Sólo incipiente al principio, fue tomando una forma y un significado definidos muy lentamente, en un período de varias semanas. Y era éste el sueño que Dean temía ahora. Había ocurrido por lo general justo antes de despertarse: la visión de una luz verde y translúcida, en la que nadaban lentamente unas sombras tenebrosas. Noche tras noche, el límpido resplandor esmeralda se fue volviendo más claro, y las sombras se trasformaron en un horror más visible. Éstas no se veían nunca con claridad, aunque sus cabezas amorfas tenían una cualidad extrañamente repulsiva que Dean podía reconocer. Pronto, en este sueño suyo, las sombrías criaturas se apartaban como para permitir el paso de otra. Nadando a través de la bruma verde, se acercaba una forma enroscada, que Dean no podía asegurar si era similar a las demás o no, porque su sueño siempre terminaba allí. La proximidad de esta última forma lo hacía despertar siempre en un paroxismo de terror de pesadilla.

Soñaba que estaba en alguna parte debajo del mar, en medio de sombras con cabezas deformes que nadaban; y cada noche una sombra, en particular, se iba acercando cada vez más. Ahora, todos los días, cuando se despertaba con el frío viento marino del temprano amanecer que soplaba por las ventanas, permanecía acostado con el ánimo lánguido y perezoso hasta mucho después de la salida del sol. Cuando en aquellos días se levantaba se sentía inexplicablemente cansado y no podía pintar. En esa mañana en particular, el aspecto de su rostro ojeroso al mirarse en el espejo lo había impulsado a visitar al médico. Pero el doctor Hedwig no había resultado útil. Sin embargo, Dean hizo preparar la receta en el camino de regreso a su casa. Un trago del tónico pardusco y amargo lo hizo sentir un poco más fuerte; pero, al estacionar el coche, el sentimiento de depresión volvió instalarse en él. Caminó hasta la casa, aún confundido y presa de un extraño temor.

Debajo de la puerta había un telegrama. Dean lo leyó perplejo, con el ceño fruncido:

RECIEN ENTERADO USTED ESTA VIVIENDO CASA SAN PEDRO STOP ES DE VITAL IMPORTANCIA QUE DESALOJE INMEDIATAMENTE STOP MUESTRE ESTE CABLE AL DOCTOR MAKOTO YAMADA 17 BUENA STREET SAN PEDRO STOP VUELVO VIA AEREA STOP VEA A YAMADA HOY.
MICHAEL LEIGH.

Dean volvió a leer el mensaje, y un recuerdo relampagueó en su mente. Michael Leigh era su tío, pero no lo había visto en años. Leigh había sido un enigma para la familia; era un ocultista y pasaba la mayor parte del tiempo investigando en lejanos rincones de la tierra. Desaparecía ocasionalmente durante largos períodos. El cable que tenía Dean había sido enviado desde Calcuta, y supuso que Leigh había salido recientemente de algún lugar del interior de la India para entonces enterarse de la herencia de Dean. Dean buscó en su mente. Ahora recordaba que había habido alguna disputa familiar sobre esta misma casa, años atrás. No recordaba exactamente los detalles; pero sí recordaba que Leigh había pedido que la casa de San Pedro fuera demolida. Leigh no había alegado motivos valederos, y cuando la petición fue denegada había desaparecido durante algún tiempo. Y ahora llegaba este inexplicable telegrama.

Dean estaba cansado después de su largo viaje en coche; y la insatisfactoria entrevista con el doctor lo había irritado más de lo que había pensado. Tampoco tenía ánimo para cumplir el pedido efectuado por el tío en su telegrama, y para emprender el largo viaje hasta Buena Street, que estaba a varias millas de distancia. La somnolencia que sentía era empero un saludable agotamiento normal, a diferencia de la languidez de las últimas semanas. El tónico que había tomado había servido para algo, después de todo. Se dejó caer en su silla favorita, junto la ventana que dominaba el mar, despabilándose para observar los llameantes colores de la puesta de sol. Pronto el sol desapareció debajo del horizonte, y la oscuridad gris se fue acercando. Aparecieron las estrellas, y muy lejos, hacia el norte, pudo ver las borrosas luces de los barcos de juego frente a Venice. Las montañas le impedían ver San Pedro, pero un pálido y difuso resplandor en esa dirección le indicaba que los nuevos bárbaros despertaban a una vida rugiente y agitada. La superficie del Pacífico se fue aclarando lentamente. La luna llena estaba saliendo por encima de las colinas de San Pedro. Durante un largo rato Dean permaneció sentado junto a la ventana, con la pipa olvidada en la mano, y la vista fija en las lentas ondas del océano, que parecían latir con una vida poderosa y extraña. Gradualmente aumentó la somnolencia, y lo venció. De inmediato, antes de caer en el abismo del sueño, pasó por su mente el dicho de da Vinci: "Las dos cosas más maravillosas del mundo son la sonrisa de una mujer y el movimiento de las poderosas aguas".

Soñó, y esta vez tuvo un sueño diferente. Primero sólo había oscuridad, y un bramido y estrépito como de mares agitados, y, extrañamente mezclado con esto, el confuso pensamiento en una sonrisa de mujer... y en unos labios de mujer... labios que hacían un mohín, seductores; pero, cosa extraña, los labios no eran rojos, ¡no! Eran muy pálidos, exangües, como los labios de algo que ha permanecido durante mucho tiempo debajo del mar... La brumosa visión se trasformó y durante un brevísimo instante, Dean creyó ver el verde y silencioso lugar de sus visiones anteriores. Las sombrías formas negras se movían con mayor rapidez detrás del velo, pero este cuadro no duró más que un segundo. Cruzó por su mente como un relámpago y desapareció, y Dean se quedó solo en una playa; una playa que reconoció en sueños: la arenosa ensenada situada debajo de la casa. La brisa salina le acarició fríamente la cara, y el mar resplandeció como la plata a la luz de la luna. Un débil chapoteo le reveló que algo en el mar hendía la superficie de las aguas. Hacia el norte, el mar bañaba la abrupta cara del acantilado, obstruido y sembrado de sombras tenebrosas. Dean sintió el impulso súbito e inexplicable de moverse en aquella dirección. Cedió a él.

Mientras trepaba por las rocas fue súbitamente consciente de una extraña sensación, como si unos penetrantes ojos estuvieran clavados en él: ¡unos ojos que lo observaban y le advertían! Vagamente surgió en su mente el delgado rostro de su tío, Michael Leigh, con sus profundos ojos que lo miraban de manera amenazadora. Pero esto desapareció velozmente, y se encontró ante una oscura cavidad más profunda en la cara del acantilado. Supo que debía entrar allí. Se deslizó entre dos salientes puntas rocosas y se encontró en una completa y lúgubre oscuridad. Sin embargo, de algún modo tenía conciencia de que estaba en una cueva, y podía oír el ruido que hacía el agua muy cerca. Todo lo que sentía era un mohoso olor salado a putrefacción marina, el olor fétido de las cuevas no utilizadas del océano, y de las bodegas de los antiguos barcos. Caminó hacia adelante, y al inclinarse el piso abruptamente hacia abajo, tropezó y cayó de cabeza en el agua helada y poco profunda. Sintió, antes que vio, el revoloteo de un rápido movimiento, y entonces, de golpe, unos cálidos labios se apretaron contra los suyos.

Labios humanos, pensó Dean al principio.

Se apoyó sobre el costado en el agua helada, con sus labios apretados contra esos otros que le correspondían. No podía ver nada, porque todo se perdía en la oscuridad de la cueva. La tentación sobrenatural de esos labios invisibles lo hizo estremecer de pies a cabeza. Les respondió, apretándolos con fuerza; les dio aquello que estaban deseando ávidamente. Las aguas invisibles golpearon contra las rocas, murmurando advertencias. Y en aquel beso lo inundó la extrañeza. Sintió que lo recorrían una conmoción y un hormigueo, luego un estremecimiento de súbito éxtasis, e inmediatamente después vino el horror. Una negra y repugnante pestilencia pareció inundar su cerebro, en una forma indescriptible pero horriblemente real, haciéndolo estremecer de repugnancia. Era como si una indecible malignidad se estuviera volcando en su cuerpo, en su mente, en su propia alma, a través de aquel beso blasfemo sobre sus labios. Se sintió asqueado, contaminado. Retrocedió. Se puso de pie de un salto. Y Dean vio, por primera vez, la cosa horrible que había besado, en momentos en que la luna que se ponía enviaba una pálida saeta de luminosidad por la boca de la cueva. Porque algo se irguió ante él, un bulto serpentino y semejante a una foca, que se enroscaba, y serpenteaba, y se movió hacia él, cubierto de un pestilente fango que brillaba; y Dean gritó y se dio a la fuga, con un terror de pesadilla desgarrándole el cerebro, escuchando a sus espaldas un leve chapoteo, como si alguna pesada criatura se hubiera echado nuevamente al agua...


II. Una visita del doctor Yamada.
Se despertó. Se encontraba aún en la silla junto a la ventana, y la luna palidecía ante la luz grisácea del amanecer. Estaba estremecido por las náuseas, enfermo y tembloroso por el espantoso realismo del sueño. Sus ropas estaban empapadas por la transpiración, y el corazón le latía violentamente. Parecía agobiarlo un inmenso letargo y tuvo que hacer un intenso esfuerzo para levantarse de la silla y dirigirse tambaleándose hasta un sofá, en el que se tiró para dormitar de a ratos durante varias horas. Lo despertó un agudo repiqueteo de la campanilla de la puerta. Se sentía aún débil y aturdido; pero el temible letargo había disminuido un tanto. Cuando Dean abrió la puerta, un japonés parado en el porche inició una leve inclinación de saludo, gesto que se detuvo abruptamente cuando los penetrantes ojos negros se clavaron en el rostro de Dean. Del visitante llegó un corto silbido de inspiración. Dean dijo con irritación:

—¿Y bien? ¿Quiere usted verme?

El otro aún lo estaba mirando. con su delgado rostro amarillento debajo del tieso cabello gris. Era un hombre pequeño, delgado, con el rostro cubierto de una sutil red de arrugas. Después de una pausa dijo:

—Soy el doctor Yamada.

Dean frunció el ceño, perplejo. Súbitamente recordó el cable de su tío del día anterior. En su interior comenzó a crecer una extraña e irracional irritación, y dijo, con más brusquedad de lo que hubiera querido:

—Espero que esta no sea una visita profesional. Yo ya...
—Su tío, ¿es usted el señor Dean?, me envió un cable. Estaba bastante preocupado. —El doctor Yamada echó casi furtivamente una mirada a su alrededor.

Dean sintió que el fastidio bullía en su interior, y su irritación aumentó.

—Me temo que mi tío es un tanto excéntrico. Él no tiene nada de qué preocuparse. Lamento que usted haya hecho el viaje para nada.

El doctor Yamada no pareció ofenderse por la actitud de Dean. Por el contrario, una extraña expresión de simpatía cruzó durante un instante su pequeño rostro.

—¿Le importa si paso? —preguntó y se adelantó con confianza.

Lejos de cerrarle el paso, Dean no encontró forma de detenerlo, y descortésmente condujo a su visita a la habitación en que había pasado la noche, indicándole que se sentara en una silla, mientras él se ocupaba de la cafetera. Yamada se sentó inmóvil, observando silenciosamente a Dean. Entonces dijo sin preámbulos:

—Su tío es un gran hombre, señor Dean.

Dean hizo un gesto evasivo.

—Sólo lo he visto una vez.
—Es uno de los más grandes ocultistas del momento. Yo también he estudiado las ciencias de la psiquis; pero al lado de su tío soy un principiante.
Dean dijo:
—Él es un excéntrico. El ocultismo, como usted lo llama, nunca me interesó.
El pequeño japonés lo contempló impasiblemente.
—Usted cae en un frecuente error, señor Dean. Usted considera al ocultismo como un pasatiempo para maniáticos. No —alzó una delgada mano—, la incredulidad está pintada en su rostro. Bien, es comprensible. Es un anacronismo, una actitud trasmitida desde las épocas más antiguas, cuando los científicos eran llamados alquimistas y los hechiceros eran quemados por haber hecho pactos con el diablo. Pero en realidad no hay hechiceros, no hay brujos. No en el sentido en que el hombre comprende estos términos. Existen hombres y mujeres que han logrado el dominio de ciertas ciencias que no están totalmente sujetas a leyes físicas terrenales.
En el rostro de Dean había una leve sonrisa de incredulidad. Yamada continuó tranquilamente:
—Usted no cree porque no entiende. No hay muchos que puedan comprender, o que deseen comprender esa ciencia mayor que no está sujeta a leyes terrenales. Pero aquí tiene usted un problema, señor Dean —una pequeña chispa de ironía se asomó en los ojos negros—. ¿Puede explicarme cómo es que yo sé que usted ha estado sufriendo de pesadillas recientemente?

Dean dio un respingo y se quedó mirando. Luego sonrió.

—Sucede que conozco la respuesta, doctor Yamada. Ustedes, los médicos, tienen una forma de ayudarse mutuamente, y debo haber dejado que algo se me escapara ayer con el doctor Hedwig. — Su tono era ofensivo, pero Yamada se limitó a encogerse levemente de hombros.
—¿Conoce usted a su Homero? —preguntó, saliéndose aparentemente del tema y ante la sorprendida seña afirmativa de Dean continuó: —¿Y a Proteo? ¿Usted recuerda al Viejo del Mar que tenía el poder de cambiar de forma? No deseo forzar su incredulidad, señor Dean; pero desde hace mucho tiempo los que estudian el saber oculto saben que detrás de esa leyenda existe una verdad muy espantosa. Todos los relatos sobre posesión por espíritus, sobre reencarnación y hasta los comparativamente inocentes experimentos de transmisión de pensamiento, apuntan a la verdad. ¿Por qué supone usted que el folklore abunda en relatos de hombres que pueden trasformarse en bestias, hombres-lobos, hienas, tigres, el hombre-foca de los esquimales? ¡Porque esos relatos están basados en la verdad!

»No quiero decir con esto —prosiguió— que sea posible la metamorfosis real del cuerpo, hasta donde sabemos. Pero desde hace mucho se sabe que la inteligencia —la mente— de un adepto puede ser transferida al cerebro y al cuerpo de un sujeto satisfactorio. Los cerebros de los animales son débiles, y carecen del poder de resistencia. Pero los hombres son diferentes, a menos que se den ciertas circunstancias...

Ante su vacilación, Dean ofreció al japonés una taza de café —en esos días había generalmente café haciéndose en la cafetera— y Yamada lo aceptó con una leve inclinación formal de agradecimiento. Dean bebió su café en tres rápidos sorbos, y se sirvió más. Yamada, después de un sorbo de cortesía, apartó la taza y se inclinó hacia adelante con seriedad.

—Debo pedirle que ponga su mente en estado receptivo, señor Dean. No se deje influir por sus ideas convencionales sobre la vida en esta cuestión. Es fundamental, para su conveniencia, que usted me escuche con cuidado, y comprenda. Entonces... quizás...

Vaciló, y volvió a echar una mirada extrañamente furtiva a la ventana.

—La vida ha seguido en el mar rumbos diferentes de la vida en la tierra. La evolución ha seguido un curso diferente. En las grandes profundidades del océano, se ha descubierto vida completamente extraña a la nuestra: criaturas luminosas que estallan al ser expuestas a la más ligera presión del aire; y en sus inmensos abismos se han desarrollado formas de vida completamente inhumanas, formas de vida que la mente no iniciada puede creer imposibles. En Japón, un país insular, hemos tenido noticia de esos habitantes del mar desde hace generaciones. El escritor inglés de ustedes, Arthur Machen, dijo una gran verdad cuando afirmó que el hombre, temeroso de esos extraños seres, les ha atribuido formas hermosas o simpáticamente grotescas que en realidad no poseen. Tenemos así las nereidas y las oceánicas; pero, a pesar de todo, el hombre no pudo ocultar totalmente el carácter en verdad repugnante de esas criaturas. Están como consecuencia las leyendas de las Gorgonas, de Escila y de las arpías, y, significativamente, de las sirenas y su maldad. Sin duda usted conoce el cuento de las sirenas: cómo ansiaban robar el alma de un hombre, cómo la extraían por medio de su beso.

Dean estaba ahora en la ventana, dando la espalda al japonés. Cuando Yamada se detuvo, dijo inexpresivamente:

—Prosiga.
—Tengo razones para creer —prosiguió Yamada con gran tranquilidad— que Morella Godolfo, la mujer de la Alhambra, no era completamente... humana. No dejó descendencia. Esos seres nunca tienen hijos: no pueden.
—¿Qué está queriendo decir usted? —Dean se había dado vuelta, y estaba de frente al japonés, con el rostro terriblemente pálido, y las sombras que tenía debajo de los ojos horrorosas y lívidas. Repitió con aspereza—: ¿Qué está queriendo decir usted? No puede asustarme con sus cuentos, si eso es lo que está tratando de hacer. Usted... mi tío quiere que me vaya de esta casa, por alguna razón particular de él. Usted está utilizando estos medios para que me vaya, ¿no es así? ¿Eh?
—Usted debe irse de esta casa —dijo Yamada—. Su tío está en camino, pero puede que no llegue a tiempo. Escúcheme: esas criaturas —las que habitan en mar— envidian al hombre. La luz del sol, y los cálidos juegos, y los campos de la tierra, cosas que los que habitan en el mar no pueden normalmente poseer. Esas cosas y el amor. Recuerde lo que dije sobre la transferencia de la mente, la posesión de un cerebro por una inteligencia extraña. Para estos seres, éste es el único medio de obtener aquello que desean y de conocer el amor de un hombre o de una mujer. A veces —no con mucha frecuencia— una de estas criaturas logra apoderarse de un cuerpo humano. Siempre están al acecho. Cuando hay un naufragio, allí van, como buitres a un festín. Pueden nadar a una velocidad extraordinaria. Cuando un hombre se está ahogando, las defensas de su mente están bajas, y de este modo, los habitantes del mar pueden a veces adquirir un cuerpo humano. Hay relatos sobre hombres salvados de naufragios que a partir de entonces sufrieron un extraño cambio.

»¡Morella Godolfo era una de esas criaturas! Los Godolfo conocían gran parte del saber oculto pero lo usaban con fines malignos, la llamada magia negra. Y según creo, a través de esto aquel habitante del mar obtuvo poder para usurpar el cerebro y el cuerpo de la mujer. Tuvo lugar una trasferencia. La mente del habitante del mar tomó posesión del cuerpo de Morella Godolfo, y la inteligencia de la verdadera Morella fue introducida en la horrible forma de aquella criatura de las profundidades del mar. Eventualmente, el cuerpo humano de la mujer murió, y la mente usurpadora regresó a su envoltura original. Entonces, la inteligencia de Morella Godolfo fue arrojada de su prisión temporaria y quedó sin hogar. Esa es la verdadera muerte.

Dean sacudió con lentitud la cabeza como si estuviera negando, pero no habló. E inexorablemente Yamada continuó.

—Desde entonces, durante años y generaciones ella ha habitado en el mar, esperando. Su poder es muy fuerte en este lugar, donde ella alguna vez vivió. Pero, como le dije, esta trasferencia sólo puede verificarse en circunstancias muy excepcionales. Los moradores de esta casa podían ser perturbados por sueños, pero nada más. El ser maligno no tiene poder para robar sus cuerpos. Su tío sabía eso, de lo contrario habría insistido para que el lugar fuera destruido inmediatamente. Él no previó que usted viviría aquí alguna vez.

El pequeño japonés se inclinó hacia adelante, y sus ojos eran dos puntos de luz negra.

—No tiene que decirme lo que padeció en el mes pasado. Lo sé. El habitante del mar tiene poder sobre usted. Y eso se debe a una cosa: existen lazos de sangre, aun cuando usted no desciende directamente de ella. Y su amor por el océano: su tío habló de eso. Usted vive aquí solo con sus pinturas y las fantasías de su imaginación; no ve a nadie más. Usted es una víctima ideal, y a ese horror marino le fue fácil entrar en rapport con usted. Incluso usted ya muestra los estigmas.
Dean estaba en silencio con el rostro como una pálida sombra entre las sombras más oscuras de los rincones de la habitación. ¿Qué estaba tratando de decirle este hombre? ¿Adónde conducían esos indicios?
—Recuerde lo que dije. —La voz del doctor Yamada era fanáticamente grave—. Esa criatura lo quiere a usted por su juventud, por su alma. Lo ha atraído a usted en sueños, con visiones de Poseidonia, las sombrías grutas en el fondo del mar. Le ha enviado al principio visiones engañosas, para ocultar lo que hacía. Esa criatura le ha extraído sus fuerzas y ha debilitado sus resistencias, esperando el momento en que ella estará lo suficientemente fuerte como para tomar posesión de su cerebro. Le he dicho lo que ella quiere, lo que pretenden todos esos horrores híbridos. A su tiempo, ella misma se le revelará a usted, y cuando la voluntad de ella lo domine en el sueño, usted cumplirá lo que ella mande. Lo arrastrará al fondo del mar, y le mostrará los abismos infestados de kraken donde habitan esos seres. Usted irá voluntariamente, y ésa será su perdición. Ella puede atraerlo a los banquetes que allí realizan, los banquetes que celebran con los ahogados que encuentran flotando, procedentes de barcos naufragados. Y usted pasará por semejante locura en su sueño porque ella lo domina. Y entonces, entonces, cuando usted se haya vuelto lo suficientemente débil, logrará su anhelo. El ser del mar usurpará su cuerpo y volverá a caminar sobre la tierra. Y usted descenderá a la oscuridad donde habitó una vez en sueños, para siempre. Al menos que yo esté equivocado, usted ya ha visto lo suficiente como para saber que lo que digo es verdad. Creo que ese terrible momento no está tan lejos, y le advierto que usted no puede tener la esperanza de resistir solo el mal. Sólo con la ayuda de su tío y yo ...

El doctor Yamada se puso de pie. Se adelantó y se colocó frente a frente ante el aturdido joven. En voz baja preguntó:

—En sus sueños, ¿lo ha besado ese ser?

Durante un brevísimo instante, no más largo que un latido del corazón, hubo un completo silencio. Cuando Dean abrió la boca para hablar una pequeña y curiosa señal de advertencia pareció resonar en su cerebro. Ascendió, como el sordo bramido de una caracola, y se sintió invadido por una vaga náusea. Casi involuntariamente, se oyó decir a sí mismo:

—No.

De manera confusa, como desde una distancia increíblemente remota, oyó que Yamada contenía el aliento, como si estuviera sorprendido. Entonces el japonés dijo:

—Eso es bueno. Muy bueno. Ahora escuche: su tío estará pronto aquí. Ha fletado especialmente un aeroplano. ¿Quiere usted ser mi huésped hasta que él llegue?

La habitación pareció oscurecerse ante los ojos de Dean. La figura del japonés se alejaba, disminuyendo de tamaño. Por la ventana llegó el fragoroso ruido de las olas, y sus ondas resonaron en el cerebro de Dean. Dentro del estruendo penetró un susurro débil y persistente.

—Acepta —murmuraba—. ¡Acepta!

Y Dean escuchó que su propia voz aceptaba la invitación de Yamada. Parecía incapaz de pensar en forma coherente. Este último sueño lo perseguía... y ahora la inquietante historia del doctor Yamada... Estaba enfermo... ¡Eso es!, muy enfermo. Necesitaba dormir mucho, ahora. Le pareció que lo inundaba y lo trataba una oleada de oscuridad. Dejó gustosamente que recorriera su fatigada cabeza. Sólo existían la oscuridad y el incesante susurro de aguas agitadas. Sin embargo le pareció que sabía, de algún modo extraño, que aún se encontraba —alguna parte externa de él— consciente. Extrañamente se dio cuenta de que el doctor Yamada y él habían dejado la casa, entraban a un coche, y recorrían una larga distancia. Se encontraba —con ese otro yo, extraño y externo— charlando en tono casual con el doctor; entraba a su casa de San Pedro; bebía; comía. Y mientras tanto su alma, su verdadero ser, era sepultado en las olas de la oscuridad. Por fin, una cama. Desde abajo, parecía que el oleaje se fundía con la oscuridad que inundaba su cerebro. Ahora le hablaba a él, mientras se levantaba a hurtadillas y descolgaba por la ventana. La caída hizo vibrar considerablemente a su yo externo: pero se encontró sobre el suelo, ileso. Se mantuvo en las sombras mientras bajaba arrastrándose hasta la playa, en las negras y ávidas sombras que eran como la oscuridad que se agitaba en su alma.

III. Tres horas terribles.
De golpe, volvió a ser él mismo, completamente. El agua fría lo había logrado; el agua en que se encontró nadando. Estaba en el océano, llevado por olas de un color tan plateado como un relámpago que de vez en cuando fulguraba en lo alto. Oyó el trueno, y sintió las gotas de lluvia. Sin estar sorprendido por la súbita transición, siguió nadando, como si estuviera totalmente enterado de alguna meta planeada. Por primera vez en más de un mes se sentía enteramente vivo, realmente él mismo. Había en él una oleada de alocado júbilo que desafiaba los hechos; ya no parecían preocuparle su reciente enfermedad, las terribles advertencias de su tío y el doctor Yamada, ni la oscuridad innatural que anteriormente había oscurecido su mente. En realidad, ya no tenía que pensar: era como si lo estuvieran dirigiendo en todos sus movimientos.

Ahora estaba nadando paralelamente a la playa, y observó con curiosa indiferencia que la tormenta se había calmado. Un brillo pálido y brumoso se cernía sobre las rompientes olas, y parecía estar haciendo señas. El aire estaba frío, lo mismo que el agua, y las olas altas; sin embargo, Dean no sentía ni frío ni fatiga. Y cuando vio los seres que lo estaban esperando en la playa rocosa que se encontraba delante de él perdió toda percepción de sí mismo, en medio de una creciente alegría. Esto era algo inexplicable, porque se trataba de las criaturas de sus últimas y más extravagantes pesadillas. Incluso ahora no los vio simplemente mientras jugaban en las olas, sino que había en sus tenebrosos perfiles oscuros indicios de un pasado horror. Eran unos seres semejantes a focas; monstruos grandes, hinchados, parecidos a peces, con cabezas carnosas y disformes. Estas cabezas descansaban sobre cuellos alargados que ondulaban con una facilidad serpentina, y observó, sin otra sensación que la de una curiosa familiaridad, que las cabezas y los cuerpos de las criaturas eran de un blanco descolorido por el mar.

Pronto estuvo nadando entre ellos, nadando con una extraordinaria e inquietante naturalidad. Se admiró interiormente, con un resto de su sensibilidad anterior, de que ahora las bestias marinas no lo horrorizaran en lo más mínimo. En cambio, casi con un sentimiento de parentesco, escuchó sus extraños y graves gruñidos y cacareos; escuchó y comprendió. Supo lo que decían, y no se asombró. Lo que escuchaba no le daba miedo, aunque, de haber sido dichas en los sueños anteriores, las palabras le habrían producido en el alma un horror abismal. Supo adónde iban y qué se proponían hacer cuando todo el grupo se internara nadando en el agua una vez más, y sin embargo, no tuvo miedo. Por el contrario, sintió una extraña hambre ante el pensamiento de lo que iba a suceder, un hambre que lo impulsó a adelantarse mientras los seres, con ondulante rapidez, se deslizaban por las aguas oscuras como la tinta, hacia el norte. Nadaban a una velocidad increíble; sin embargo pasaron horas antes de que apareciera una costa entre las tinieblas, iluminada por un fulgor luminoso enceguecedor que venía de la costa. El crepúsculo se ensombrecía sobre las aguas hasta volverse verdadera oscuridad, pero la luz cercana a la costa ardía brillantemente. Parecía venir de una enorme nave naufragada que se hallaba en las olas frente a la costa, un gran casco que flotaba en las aguas como una bestia encogida. Había botes reunidos a su alrededor, y brillantes luces flotantes que revelaban la escena.

Como por obra de un instinto, Dean, con la manada detrás de él, se dirigió hacia el lugar. Se movieron rápida y silenciosamente, con sus viscosas cabezas confundidas en las sombras en las que se mantenían mientras daban vueltas alrededor de los botes y nadaban hacia la gran forma encogida. Ahora ésta se destacaba por encima de él, y pudo ver brazos que se movían desesperadamente mientras los hombres se hundían, uno tras otro, bajo la superficie. La masa colosal de la que saltaban era una nave naufragada de vigas retorcidas, en la que pudo descubrir el contorno combado de una forma vagamente familiar. Y ahora, con curiosa indiferencia, nadó por allí perezosamente, evitando las luces que oscilaban sobre el agua, mientras observaba lo que hacían sus compañeros. Estaban cazando a sus víctimas. Los ávidos hocicos se abrían para tomar a los ahogados, y las hambrientas garras traían cadáveres de la oscuridad. Cada vez que vislumbraban a un hombre en sombras aún no invadidas por los botes de socorro, uno de los seres marinos cazaba astutamente a su víctima.

Al poco rato se volvieron y con lentitud se alejaron nadando. Pero ahora muchas de las criaturas estrechaban un siniestro trofeo contra sus pechos escamosos. Los miembros de los ahogados, de un color blanco pálido, se arrastraban en el agua al ser llevados hacia las tinieblas por sus captores. Con el acompañamiento de risas graves y repugnantes, las bestias nadaron alejándose, de regreso, lejos de la costa. Dean nadó con los demás. Su mente estaba confusa nuevamente. Sabía qué era eso que estaba en el agua, y sin embargo no podía recordar su nombre. Había observado cómo esos aborrecibles horrores cazaban hombres perdidos y los arrastraban hacia el fondo; empero, no había intervenido. ¿Qué estaba pasando? En ese mismo momento, mientras nadaba con asombrosa agilidad, sintió un llamado que no pudo comprender totalmente, un llamado al que su cuerpo estaba obedeciendo.

Los seres híbridos se estaban dispersando de manera gradual. Con un pavoroso chapoteo desaparecían bajo la superficie de las gélidas aguas negras, arrastrando consigo los cadáveres terriblemente blandos de los hombres, arrastrándolos hacia la oscuridad que se encontraba debajo. Estaban hambrientos. Dean lo supo sin tener que pensarlo. Siguió nadando, a lo largo de la costa, impulsado por su curioso instinto. Eso es; estaba hambriento. Y ahora iba en busca de comida. Durante horas nadó constantemente hacia el sur. Entonces llegó a la playa familiar, y sobre ella, una casa iluminada que Dean reconoció; su propia casa en el acantilado. Unas formas estaban bajando la pendiente; dos hombres con antorchas estaban descendiendo a la playa. No tenía que dejar que lo vieran; por qué, no lo sabía: pero no tenían que verlo. Se arrastró por la playa, manteniéndose próximo a la orilla del agua. Aun así, le parecía que se movía con gran rapidez. Los hombres con las antorchas se encontraban ahora a cierta distancia detrás de él. Adelante se asomaba otro contorno familiar: una cueva. Había trepado antes por esas rocas, al parecer. Conocía los sombríos agujeros que salpicaban la roca del acantilado, y conocía el estrecho pasadizo de piedra por el cual logró hacer pasar su postrado cuerpo.

¿Había sido eso el grito de alguien, a lo lejos? Vio oscuridad, y un charco de agua susurrante. Se arrastró hacia adelante, y sintió cómo las heladas aguas resbalaban sobre su cuerpo. Apagado por la distancia, llegó un persistente grito desde el exterior de la cueva.

—¡Graham! ¡Graham Dean!

Entonces sintió en las ventanas de la nariz el olor a húmeda pestilencia marina, un olor agradable y familiar. Ahora sabía adónde estaba. Era la cueva donde, en sueños, había besado al ser marino. Era la cueva en la cual...

Ahora recordaba. La mancha negra se disipó en su cerebro, y recordó todo. Su mente llenó el vacío, y recordó una vez más haber venido a ese lugar antes, esa misma noche, antes de haberse encontrado en el agua. Morella Godolfo lo había llamado allí; hasta allí lo habían conducido sus siniestros susurros en la penumbra, cuando había venido desde la cama de la casa del doctor Yamada. Era el canto de sirena de la criatura marina que lo había atraído en sueños. Recordó cómo ella se había enroscado a sus pies cuando él entró, y cómo había abandonado su cuerpo descolorido por el mar, hasta que su cabeza inhumana se había acercado a la de él. Y entonces los ardientes labios carnosos se habían apretado contra los suyos, los labios viscosos y repugnantes lo habían besado otra vez. ¡Un beso húmedo, horriblemente ávido! Sus sentidos se habían sumergido en la malignidad de éste, porque supo que este segundo beso significaba la perdición.

«El habitante del mar tomará su cuerpo», había dicho el doctor Yamada... Y el segundo beso significaba la perdición.

¡Y todo eso había sucedido horas atrás!

Dean se movió por la cámara rocosa para no mojarse en el charco. Al hacerlo, contempló su cuerpo por primera vez en aquella noche; contempló con un cuello ondulante el aspecto que había tenido durante las tres horas pasadas en el mar. Vio las escamas semejantes a las de los peces, la áspera blancura de su piel viscosa; vio las venosas branquias. Entonces contempló fijamente las aguas del charco, para que el reflejo de su rostro fuera visible a la borrosa luz de la luna que se filtraba a través de las grietas de las rocas.

Lo vio todo...

Su cabeza descansaba sobre el largo cuello de reptil. Era una cabeza antropoide de contornos lisos monstruosamente inhumanos. Los ojos eran blancos y salientes; sobresalían con la mirada vidriosa de un ahogado. No había nariz, y el centro del rostro estaba cubierto por una maraña de tentáculos azules semejantes a gusanos. Lo peor de todo era la boca. Dean vio pálidos labios blancos en un rostro muerto, labios humanos. Labios que habían besado a los suyos. Y que ahora ¡eran los suyos!

Estaba en el cuerpo del maligno ser marino; ¡el maligno ser marino que había contenido una vez el alma de Morella Godolfo! En ese momento Dean hubiera querido de buena gana morirse, ya que el completo y blasfemo horror de su descubrimiento era demasiado grande como para soportarlo. Ahora supo lo de sus sueños, y las leyendas; había llegado a saber la verdad, y había pagado un espantoso precio. Recordó, vívidamente, cómo había recobrado el sentido en el agua y cómo había nadado hasta encontrarse con aquellos otros. Recordó el gran casco negro del que habían sido rescatados en botes hombres que se estaban ahogando, la nave naufragada, destrozada en el agua. ¿Qué era lo que le había dicho Yamada? Cuando hay un naufragio, allí van como buitres a un festín. Y ahora, finalmente, recordó lo que se había sustraído a su memoria esa noche, qué era esa forma familiar sobre las aguas. Era un zeppelin que había caído. Él había ido nadando hasta los restos del naufragio con aquellos seres, y ellos se habían llevado hombres... Tres horas —¡por Dios!—. Dean deseó profundamente morir. Estaba en el cuerpo marino de Morella Godolfo, y esto era demasiado malo como para seguir viviendo.

¡Morella Godolfo! ¿Dónde estaba ella? ¿Y su propio cuerpo, el cuerpo de Graham Dean? Un crujido en la sombría caverna, detrás de él, anunció la respuesta. Graham Dean se vio a sí mismo a la luz de la luna, vio su cuerpo, línea por línea, que avanzaba furtivamente del otro lado del charco en un intento de deslizarse hacia afuera sin ser advertido. Las aletas de foca de Dean se movieron rápidamente. Su propio cuerpo se volvió. Fue algo horrible para Dean verse reflejado donde no existía ningún espejo; y más horrible aún ver que en el rostro ya no estaban sus ojos. La mirada astuta y burlona de la criatura del mar se clavó en él desde atrás de su máscara de carne, y eran unos ojos antiguos, malignos. El pseudo-humano gruñó al verlo y trató de escabullirse en la oscuridad. Dean fue detrás de él, en cuatro patas.

Supo lo que tenía que hacer. Ese ser marino —Morella— se había apoderado de su cuerpo durante ese último beso siniestro, al mismo tiempo que él era introducido en el de ella. Pero ella aún no se había recuperado lo suficiente como para salir al mundo. Esa era la razón por la cual la había encontrado aún en la cueva. Ahora, sin embargo, ella se iría, y su tío Michael nunca lo sabría. El mundo nunca sabría, tampoco, qué clase de horror acechaba en su superficie, hasta que fuese demasiado tarde. Dean, odiando ahora su propia forma trágica, supo lo que tenía que hacer.
Con toda intención arrinconó al falso cuerpo de sí mismo en un rincón rocoso. Hubo una mirada de terror en esos gélidos ojos... Un sonido hizo que Dean se volviera, girado su cuello de reptil. A través de sus vidriosos ojos de pescado vio los rostros de Michael Leigh y del doctor Yamada. Antorchas en mano, estaban entrando en la cueva.

Dean supo lo que haría, y dejó de preocuparse. Estrechó el cuerpo humano que albergaba el alma de la bestia marina; lo estrechó en las aletas batientes de la bestia; lo tomó con sus propias patas y lo amenazó con sus propios dientes, cerca del blanco cuello humano de la criatura. Desde atrás de él oyó gritos y alaridos a sus propias espaldas; pero Dean no les hizo caso. Tenía un deber que cumplir; algo que cumplir. Por el rabillo del ojo, vio que relucía el cañón de un revólver en la mano de Yamada.

Entonces se sucedieron dos tiros de hiriente llamarada, y el olvido que Dean deseaba. Pero murió feliz, porque se había cobrado el beso siniestro. Mientras se hundía en la muerte, Graham Dean había mordido con dientes animales su propia garganta, y su corazón se llenó de paz cuando, al morir, se vio morir a sí mismo...

Su alma se confundió en el tercer beso siniestro de la Muerte.


El banquete de Navidad. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

—He intentado aquí captar un personaje que en el pasado se deslizó junto a mí ocasionalmente en mi camino por la vida —dijo Roderick abriendo unas hojas del manuscrito cuando estaba sentado con Rosina y el escultor en el cenador—. Como sabéis, mi anterior y triste experiencia me ha dado un cierto grado de percepción de los misterios oscuros del corazón humano, por los que he deambulado como un ser descarriado en una caverna oscura, con la antorcha parpadeando rápidamente hacia su extinción. Pero este hombre, esta clase de hombres, es un enigma sin esperanza.
—Bien, pero háblanos —dijo el escultor—. Para empezar, déjanos tener una idea de él.
—Bueno —contestó Roderick—. Es un ser que se puede concebir que lo esculpas en mármol, y que alguna perfección todavía no lograda de la ciencia humana le dote de un exquisito remedo de intelecto; pero todavía le seguirá faltando ese último e inestimable toque de un creador divino. Parece un hombre; y quizás un ejemplar de hombre mejor que los que vemos ordinariamente. Puedes estimar su sabiduría; puede ser cultivado y refinado, y al menos tiene una conciencia externa, pero precisamente no puede responder a las demandas que el espíritu hace al espíritu. Cuando consigues acercarte a él, lo encuentras frío e insustancial: un simple vapor.
—Creo tener una tenue idea de lo que quieres decir —intervino Rosina.
—Alégrate de ello —respondió el esposo sonriendo—. Pero no anticipes más lo que voy a leer. He imaginado aquí que ese hombre sea consciente de la insuficiencia de su organización espiritual, aunque probablemente nunca lo sería. Creo que la consecuencia sería una sensación de fría irrealidad que le haría recorrer el mundo estremeciéndose y deseando cambiar su carga de hielo por cualquier carga de pena auténtica que el destino pueda arrojar a un ser humano.

Contentándose con ese prefacio, Roderick empezó a leer. En el testamento y últimas voluntades de un cierto caballero anciano aparecía un legado que, como último pensamiento y acto, estaba singularmente de acuerdo con su larga vida de excentricidad melancólica. Dispuso una suma considerable para establecer un fondo cuyos intereses se gastarían, anualmente y para siempre, en la preparación de un banquete de Navidad para diez de las personas más miserables que pudieran encontrarse. No parece que el propósito del testador fuera alegrar a esa decena de corazones tristes, sino procurar que la expresión severa o cruel del descontento humano no se olvidara, ni siquiera en ese día santo y gozoso, en medio de las aclamaciones de gratitud festiva que produce la cristiandad entera.

Deseaba también perpetuar su protesta contra el curso terrenal de la providencia, y su disentimiento triste y amargo contra esos sistemas religiosos o filosóficos que o bien encuentran la luz del sol en el mundo o la hacen bajar del cielo. La tarea de convocar a los invitados, o de seleccionarlos entre quienes presentaran sus pretensiones a compartir esa triste hospitalidad, quedaba confiada a los dos fideicomisarios o administradores del fondo. Esos caballeros eran, como su amigo fallecido, humoristas sombríos que habían convertido en su ocupación principal numerar los hilos negros de la red de la vida humana, dejando sin contar todos los dorados. Ejecutaron su misión con integridad y juicio. Es cierto que el aspecto del grupo reunido en el día de la primera fiesta no convencería a todo testigo de que aquellos eran especialmente los individuos elegidos de todo el mundo cuyas penas merecían sobresalir como indicativas de la masa del sufrimiento humano. Sin embargo, y tras la debida consideración, era indiscutible que se hallaba allí una variedad de incomodidades sin esperanza que, aunque surgen a veces de causas aparentemente inadecuadas, son la principal acusación contra la naturaleza y el mecanismo de la vida.

La disposición y decoración del banquete trataba probablemente de simbolizar esa muerte en vida que había sido la definición de la existencia del testador. El salón, iluminado con antorchas, estaba decorado con cortinas de color morado oscuro y adornado con ramas de ciprés y guirnaldas de flores artificiales, imitando a las que suelen arrojarse sobre los muertos. Junto a cada plato había una ramita de perejil. La reserva principal de vino era una urna sepulcral de plata, desde la que se distribuía el licor por la mesa en pequeños vasos copiados exactamente de los que contenían las lágrimas de las antiguas plañideras. Tampoco olvidaron los administradores, si fue de ellos la idea de disponer esos detalles, la fantasía de los antiguos egipcios, que sentaban un esqueleto en cada mesa festiva, burlándose de su propia alegría con la sonrisa imperturbable de un cráneo. Ese temible invitado, envuelto en un manto negro, se hallaba sentado a la cabeza de la mesa. Se contaba, aunque no sé si será verdad, que el propio testador había caminado por el mundo visible con la maquinaria de ese mismo esqueleto, y que era una de las estipulaciones de su testamento que se le permitiera sentarse así, de año en año, en el banquete que él había instituido. Si es así quizás significara ocultamente que no abrigaba esperanza de bendición, más allá de la tumba, que compensara los males que había sentido o imaginado en este mundo. Y si en sus conjeturas confusas respecto al propósito de la existencia terrenal, los invitados al banquete apartaran el velo y lanzaran una mirada inquisitiva a esa figura de la muerte, como buscando allí la solución que no alcanzaban de otro modo, la única respuesta sería la mirada de las vacías cavernas de los ojos y la sonrisa de las mandíbulas de un esqueleto. Tal fue la respuesta que el fallecido había creído recibir cuando pidió a la muerte que solucionara el enigma de su vida; y era su deseo repetirla cuando los invitados de su triste hospitalidad se sintieran perplejos con la misma cuestión.

—¿Qué significa esa guirnalda? —preguntaron varios miembros del grupo al ver la decoración de la mesa.

Aludían a una guirnalda de ciprés situada en la parte superior de un brazo del esqueleto, que sobresalía desde el manto negro.

—Es una corona —contestó uno de los administradores—. Pero no para el más digno, sino para el más desconsolado, cuando haya demostrado tener derecho a ella.

El primer invitado a la fiesta era un hombre de carácter amable que no tenía energía para luchar contra el abatimiento al que le inclinaba su temperamento; y por ello, aunque en el exterior nada le excusaba de la felicidad, había llevado una vida de tranquila miseria que hacía que su sangre circulara torpemente, que pesara sobre su aliento, y que se sentaba, como un pesado diablo nocturno, sobre cada latido de su sumiso corazón. Su desdicha parecía tan profunda como su naturaleza original, si es que no era idéntica a ella. La mala fortuna de un segundo invitado consistía en abrigar dentro de su pecho un corazón enfermo que había llegado a estar tan desdichadamente ulcerado que los roces continuos e inevitables del mundo, el golpe de un enemigo, la sacudida descuidada de un desconocido o incluso el contacto fiel y amoroso de un amigo formaban úlceras en él. Como acostumbran a hacer las personas así afligidas, encontró su principal tarea en mostrar esas llagas miserables a cualquiera que aceptara el dolor de verlas. Un tercer invitado era un hipocondríaco cuya imaginación creaba necromancia en su mundo exterior e interior, le hacía ver rostros monstruosos en el fuego de la chimenea, dragones en las nubes del atardecer, diablos bajo el disfraz de mujeres hermosas, y algo feo o perverso bajo todas las superficies agradables de la naturaleza. Su vecino de mesa había confiado demasiado en la humanidad durante su juventud, había esperado demasiado de ella, y al encontrarse decepcionado se había sentido desesperadamente amargado. Durante varios años este misántropo se había dedicado a acumular motivos para odiar y despreciar a su raza —como el asesinato, la lascivia, traición, ingratitud, infidelidad de los amigos en quienes confiaba, los vicios instintivos de los niños, la impureza de las mujeres, la culpa oculta en hombres de aspecto santo—, en resumen todo tipo de realidades negras que intentaban adornarse con la gloria o la gracia exterior. Pero con cada hecho atroz que se añadía a su catálogo, con cada aumento del conocimiento triste que empleaba la vida en coleccionar, los impulsos originales del corazón amoroso y confiado del pobre hombre le hacían gemir de angustia. Después entró en el salón, con su pesada frente inclinada hacia abajo, un hombre serio y exaltado que desde su primera infancia había tenido la conciencia de llevar un elevado mensaje al mundo; pero cuando intentaba transmitirlo no había encontrado ni voz ni forma de habla, ni tampoco oídos que le escucharan. Por tanto se había pasado toda la vida preguntándose con amargura a sí mismo: «¿Por qué los hombres no reconocen mi misión? ¿No seré un loco que se engaña a sí mismo? ¿Qué tarea tengo en la tierra? ¿Dónde está mi tumba?» Durante la fiesta bebió con frecuencia del vino de la urna sepulcral, esperando apagar así el fuego celestial que torturaba su pecho sin que beneficiara a su raza.

Después entró allí, rechazando un billete para un baile, un alegre galante de ayer que había encontrado cuatro o cinco arrugas en su frente y más cabellos grises de los que podía contar en la cabeza. Dotado de sentimiento y sensibilidad, había empleado sin embargo la juventud en la locura, pero había llegado finalmente a ese punto temible de la vida en el que la locura nos abandona por sí sola, dejándonos como única amiga la sabiduría, si podemos conseguirla. Así, frío y desolado, había venido a buscar la sabiduría en el banquete, y se preguntaba si no sería ésta el esqueleto. Para redondear el grupo, los administradores habían invitado a un afligido poeta que tenía el hospicio como hogar, y a un melancólico idiota de la calle. Este último tenía el sentido suficiente para ser consciente de un vacío que el pobre, a lo largo de toda su vida, había tratado neblinosamente de llenar con inteligencia, recorriendo las calles arriba y abajo, y quejándose lamentablemente porque sus intentos no eran eficaces. La única dama del salón no había logrado la belleza absoluta y perfecta simplemente por el insignificante defecto de un ligero estrabismo en el ojo izquierdo. Pero esa mancha, aunque era tan diminuta, resultaba tan inoportuna, no para su vanidad, sino para el ideal puro de su alma, que se pasó la vida sola, ocultando su rostro incluso de su propia mirada. Así que el esqueleto permaneció sentado y envuelto en un extremo de la mesa, y esta pobre dama en el otro.

Nos queda por describir un invitado. Era un joven de frente despejada, hermosas mejillas y porte a la moda. Por lo que concernía a su aspecto exterior, habría encontrado un lugar mucho más conveniente en una alegre mesa de Navidad en lugar de contarse entre los invitados desafortunados, golpeados por el destino, torturados por el capricho o malhadados. Los murmullos aumentaron entre los invitados cuando observaron éstos la mirada de examen general que hizo el intruso a sus compañeros. ¿Qué tenía que ver él entre ellos? ¿Por qué el esqueleto del muerto fundador de la fiesta no doblaba sus ruidosas articulaciones, se levantaba y arrojaba de la mesa al desconocido?

—¡Vergonzoso! —exclamó el hombre morboso al tiempo que una nueva úlcera se abría en su corazón—. Viene a burlarse de nosotros: ¡seremos la burla de sus amigos de taberna! ¡Convertirá en farsa nuestras miserias y las subirá al escenario!
—¡Oh, no te preocupes por él! —intervino el hipocondríaco sonriendo con amargura—. Festejará de esa sopera con sopa de víbora, y si hay sobre la mesa un fricassé de escorpiones, le rogaremos que tome su parte. En cuanto al postre, probará las manzanas de Sodoma. ¡Luego, si le gusta nuestra comida de Navidad, que vuelva el año próximo!
—No le inquietéis —murmuró con amabilidad el hombre melancólico—. ¿Qué importa si la conciencia de la miseria viene unos años antes o después? Si ese joven se considera feliz ahora, que se siente con nosotros por la desdicha que le acaecerá.

El pobre idiota se acercó al joven con ese aspecto triste de interrogación vacía que llevaba continuamente en el rostro, y que hacía que la gente dijera que estaba siempre buscando su inteligencia perdida. Tras un examen no pequeño, tocó la mano del desconocido, pero inmediatamente la retiró, sacudió la cabeza y se estremeció.

—¡Frío, frío, frío! —murmuró el idiota.
El joven también se estremeció, y sonrió.
—Caballeros, y usted, señora —dijo uno de los administradores de la fiesta no piensen tan mal de nuestras precauciones o juicio imaginando que hemos admitido a este joven desconocido, llamado Gervayse Hastings, sin una completa investigación y un examen total de sus pretensiones. Confíen en mí, ningún invitado a esta mesa tiene más derecho a su asiento.

La garantía del administrador tuvo por fuerza que resultar satisfactoria. Por tanto los miembros del grupo tomaron asiento y se dedicaron al serio asunto del banquete, aunque enseguida fueron inquietados por el hipocondríaco, quien echó hacia atrás la silla quejándose de que tenía ante él una fuente de sapos y víboras guisados, y que había agua verde de arroyo en su copa de vino. Enmendado ese error, volvió a ocupar su asiento. El vino, que fluía libremente de la urna sepulcral, parecía esta imbuido de todas las inspiraciones tristes; por eso su influencia no fue la de alegrar, sino más bien hundir a los soñadores en una melancolía más profunda o elevar su espíritu hasta un entusiasmo de desdicha. La conversación era variada. Contaron historias tristes acerca de personas que podrían haber merecido ser invitadas a una fiesta como aquella.

Hablaron de incidentes horripilantes de la historia humana; de crímenes extraños que, si se consideraban verdaderamente, no eran sino convulsiones agónicas; de algunas vidas que habían sido totalmente desdichadas, y de otras que, aunque en general presentaban una semejanza de felicidad, sin embargo se habían visto deformadas antes o después por el infortunio, como la aparición de un rostro macabro en un banquete; o de escenas en el lecho de muerte, y de las oscuras sugerencias que podían extraerse de las palabras de los moribundos; del suicidio, y de si la manera mejor sería con soga, cuchillo, veneno, ahogándose, muriendo de hambre poco a poco o con el humo del carbón. Casi todos los invitados, como suele suceder con las personas cuyo corazón está profundamente enfermo, deseaban aportar sus propios infortunios como tema de discusión, y mostrar su alto grado de angustia. El misántropo profundizó en la filosofía del mal y deambuló por la oscuridad mostrando de vez en cuando un brillo de luz descolorida suspendida sobre formas fantasmales y un escenario horrible. Sacó a relucir muchos temas miserables de esos que encuentran los hombres de tiempo en tiempo, y se recreaba en ellos considerándolos una gema inestimable, un diamante, un tesoro muy preferible a la revelación brillante y espiritual de un mundo mejor, que son como las piedras preciosas del pavimento del cielo. Y luego, en mitad de explayarse sobre el infortunio, ocultó el rostro y lloró.

Fue una fiesta en la que el calamitoso hombre de Uz hubiera podido ser un invitado adecuado, junto con todos aquellos que, en las épocas sucesivas, han probado las más amargas profundidades de la vida. Y debe decirse también que todo hijo o hija de mujer, por muy favorecido que haya sido por la feliz fortuna, podría reclamar en un momento u otro de tristeza el privilegio de un corazón roto a sentarse en esta mesa. Pero se observó que durante toda la fiesta el joven extranjero, Gervayse Hastings, fracasaba en sus intentos de captar el espíritu que lo envolvía todo. Ante cualquier pensamiento potente y profundo que era expresado, y que por así decirlo era arrancado de los escondrijos más tristes de la conciencia humana, él parecía perplejo y confuso; todavía más que el pobre idiota, que parecía captar esas cosas con su corazón ansioso, y así, ocasionalmente, las entendía. La conversación del joven era de un tipo más frío y ligero, a menudo brillante, pero carente de las poderosas características de una naturaleza que se había desarrollado mediante el sufrimiento.

—Señor, le ruego que no vuelva a dirigirse de nuevo a mí —dijo el misántropo audazmente como respuesta a una observación de Gervayse Hastings—. Nuestras mentes no tienen nada en común. No puedo imaginar el derecho que tenga usted a presentarse en este banquete; pero creo que para un hombre capaz de decir lo que momento a los ojos y sacudieron la cabeza, negándole esa simpatía tácita, ese santo y seña que nunca puede falsificarse, de aquellos cuyos corazones son bocas de caverna por las que descienden a una región de dolor ilimitado y reconocen a quienes deambulan también por allí.
—¿Quién es este joven? —preguntó el hombre que llevaba una mancha de sangre en su conciencia—. ¡Seguramente no ha descendido nunca a las profundidades! Conozco todas las apariencias de aquellos que han cruzado el valle oscuro. ¿Con qué derecho se encuentra entre nosotros?
—Ay, es un pecado muy grande venir aquí sin una pena —murmuró la anciana con un acento que compartía el temblor eterno que invadía su ser entero ¡Márchese, joven! Su alma no se ha visto nunca conmovida, y eso hace que tiemble mucho más sólo de verle a usted.
—¿Conmovida su alma? No, puedo dar fe de ello —dijo el rubicundo señor Smith presionando su corazón con una mano y comportándose tan melancólicamente como era capaz, por miedo a una explosión fatal de risa—. Conozco bien al muchacho; tiene tan buenas perspectivas como cualquier joven de la ciudad, y no tiene más derecho a estar entre nosotros, criaturas miserables, que el hijo que no ha nacido. ¡Nunca ha sido desgraciado, y probablemente nunca lo será!
—Rogamos a nuestros honrados invitados que tengan paciencia y crean, al menos, que nuestra veneración profunda hacia lo sagrado de esta solemnidad impediría que la violáramos con conciencia de ello. Reciban a este joven en su mesa. No sería excesivo decir que ninguno de los invitados que hay aquí cambiaría su corazón por el que late dentro de ese pecho juvenil.
—Diría que es un mal pacto —murmuró el señor Smith con una confusa mezcla de tristeza y de alegría oculta—. ¡Un absurdo disparate! Mi propio corazón es el único realmente desgraciado que hay en el grupo. ¡Seguro que acabará provocándome la muerte!

Sin embargo, como en la ocasión anterior, el juicio de los administradores no tenía apelación, por lo que el grupo se sentó. El invitado detestado no hizo ningún nuevo intento de entrometerse con su conversación en la de los demás, pero parecía escuchar la conversación de la mesa con peculiar asiduidad, como si algún secreto inestimable que no pudiera alcanzar de otro modo tuviera posibilidad de que se transmitiera en una palabra casual. Y en verdad, para aquellos que eran capaces de entenderla y valorarla había una rica materia en las expresiones de esas almas iniciadas, para quienes la pena había sido un talismán que les había dado acceso a una profundidad espiritual que no podía abrirse con ningún otro encantamiento. A veces, en medio de la tenebrosidad más densa destellaba una irradiación momentánea, pura como el cristal, brillante como la llama de las estrellas, iluminando de tal manera los misterios de la vida que los invitados exclamaban: «¡Seguramente el enigma está a punto de ser solucionado!» En esos intervalos de iluminación los más tristes sentían que se había revelado que las penas mortales no son sino sombras externas; no más que las ropas negras que voluminosamente envuelven una verdadera realidad divina, indicando así lo que de otra manera sería totalmente invisible para el ojo mortal.

—Precisamente ahora me pareció ver más allá del exterior —observó la anciana temblorosa—. ¡Y en ese momento desapareció mi temblor eterno!
—¡Ojalá pudiera habitar siempre en esos destellos momentáneos de la luz! —dijo el hombre de la conciencia sobrecogida—. Entonces se limpiaría la mancha de sangre de mi corazón.
Esa conversación le parecía tan ininteligiblemente absurda al bueno del señor Smith que inició precisamente ese ataque de risa contra el que le habían advertido sus médicos, pues probablemente sería fatal al instante. Y en efecto, cayó hacia atrás sobre su silla como un cadáver, con una amplia sonrisa en el rostro, mientras quizás su fantasma permanecía a su lado asombrado por esa salida sin premeditación. Esa catástrofe acabó, lógicamente, con la fiesta.
—¿Cómo es esto? ¿No tiembla usted? —preguntó la trémula anciana a Gervayse Hastings, que miraba al muerto con singular intensidad—. ¿No es horrible verle desaparecer tan repentinamente en medio de la vida, a este hombre de carne y sangre, cuya naturaleza terrenal era tan cálida y poderosa? ¡En mi alma hay un temblor que nunca cesa, pero que se fortalece con esto! ¡Y usted está tan tranquilo!
—¡Ojalá eso pudiera enseñarme algo! —dijo Gervayse Hastings lanzando un largo suspiro—. Los hombres pasan ante mí como sombras en la pared; sus actos, pasiones y sentimientos son parpadeos de la luz, y luego desaparecen. Ni el cadáver, ni ese esqueleto, ni el temblor permanente de esta anciana pueden darme lo que busco.

Y entonces el grupo se deshizo.
No podemos detenernos a narrar con detalle más circunstancias de estas singulares fiestas, que de acuerdo con la voluntad de su fundador siguieron celebrándose con la regularidad de una institución establecida. Con el tiempo los administradores adoptaron la costumbre de invitar de vez en cuando a aquellos individuos cuyo infortunio era superior al de los otros hombres, y cuyo desarrollo mental y moral podría suponerse por tanto que poseía un interés correspondiente. El noble exilado de la Revolución Francesa y el soldado roto del Imperio estuvieron representados en la mesa. Monarcas caídos que vagaban por la tierra encontraron su puesto en esa fiesta miserable y triste. Los políticos, cuando su partido les abandonaba, podían, si querían, ser de nuevo grandes durante un banquete. El nombre de Aaron Burr apareció en los registros en un período en el que su ruina —la más profunda y sorprendente, con más circunstancias morales que en la de casi cualquier otro hombre—era completa en su vejez. Stephen Girard, cuando su riqueza pesaba sobre él como una montaña, solicitó ser admitido por su propia voluntad. Sin embargo no es probable que estos hombres tuvieran ninguna lección que enseñar en cuanto al descontento y la miseria que no hubiera podido ser igual de bien estudiada en las posiciones más comunes de la vida. Los desafortunados„ ilustres atraen una mayor simpatía no porque sus penas sean más intensas, sino porque, al encontrarse sobre pedestales elevados, sirven mejor a la humanidad como ejemplo por antonomasia de la calamidad.

Concierne nuestro propósito actual decir que en cada fiesta sucesiva estuvo presente Gervayse Hastings, y que gradualmente la belleza suave de su juventud fue convirtiéndose en la gentileza de la madurez y en la impresionante dignidad desgastada de la vejez. Fue el único que invariablemente estuvo presente. Pero en todas las ocasiones hubo murmullos, tanto de los que conocían su carácter y posición como de aquellos cuyo corazón se apartaba negando la camaradería de su fraternidad mística.

—¿Quién es ese hombre imperturbable? —preguntaron cien veces—. ¿Ha sufrido? ¿Ha pecado? No hay en él rastro de ninguna de esas cosas. Entonces, ¿por qué está aquí?
—Preguntadle a los administradores, o a él mismo —era siempre la respuesta— Aquí en nuestra ciudad le conocemos bien y no sabemos de él otra cosa sino que es afortunado y estimable. Y sin embargo aquí viene año tras año, a este triste banquete, y se sienta entre los invitados como una
estatua de mármol. Preguntad a ese esqueleto; quizás él pueda solucionar el enigma.

En realidad era sorprendente. La vida de Gervayse Hastings no era simplemente próspera, sino brillante. Todo le había ido bien. Era rico, mucho más que los gastos que necesitaban la costumbre de la magnificencia: un gusto de rara prudencia y cultivo, el amor por los viajes, el instinto del estudioso por coleccionar una biblioteca espléndida, y además lo que parecía una gran liberalidad para los afligidos. Había buscado la felicidad y no en vano, si es que pueden asegurarla una esposa atractiva y tierna y unos hijos prometedores. Había ascendido además por encima del límite que separa lo oscuro de lo distinguido, y se había ganado una reputación inmaculada en asuntos de la mayor importancia pública. No es que fuera un personaje popular o tuviera en su interior los atributos misteriosos que son esenciales para ese éxito. Para el público era una abstracción fría, desprovista totalmente de esos ricos matices de la personalidad, esa calidez viva y la facultad peculiar de estampar la impresión del propio corazón en una multitud de corazones que permite a la gente reconocer a sus favoritos. Y hay que reconocer que cuando sus amigos más cercanos habían hecho todo lo posible para conocerle bien y amarle, se sorprendían al descubrir en qué poco tenía él ese afecto. Le aprobaban y le admiraban, pero en esos momentos en los que el espíritu humano más ansía la realidad, se apartaban de Gervayse Hastings porque era incapaz de darles lo que buscaban. Era ese sentimiento de pesar receloso con el que retiramos la mano tras haberla extendido, en un crepúsculo engañoso, para coger la mano de una sombra en la pared.

Cuando decayó el ardor superficial de la juventud se volvió más perceptible ese peculiar efecto del carácter de Gervayse Hastings. Cuando extendía los brazos hacia sus hijos, éstos acudían fríamente a sus rodillas, y nunca se subían a ellas por propia voluntad. Su esposa lloraba en secreto y se consideraba casi una criminal porque se estremecía ante la frialdad de su pecho. Incluso él a veces parecía no ser inconsciente de la frialdad de su atmósfera moral, y deseaba, si hubiera sido posible, calentarse en un fuego amigable. Pero la edad siguió avanzando y entumeciéndole más y más. Cuando empezó a reunirse la escarcha a su alrededor, su esposa se fue a la tumba, donde sin duda encontró más calor; sus hijos o murieron o se esparcieron por distintos hogares de su propiedad; y el anciano Gervayse Hastings, sin ser atacado por la pena, solitario pero sin necesitar compañía, prosiguió su andadura por la vida y siguió asistiendo todas las Navidades al triste banquete. Su privilegio como invitado estaba sancionado ya por la costumbre. Si hubiera reivindicado la cabecera de la mesa, hasta el esqueleto se habría levantado de su asiento.

Finalmente, en el apogeo de la alegre Navidad, cuando había completado ya ochenta años, este anciano pálido, de frente alta y rasgos de mármol volvió a entrar en el salón que tanto tiempo había frecuentado con el mismo aspecto imperturbable que tantas observaciones desagradables había provocado la primera vez que acudió. Salvo en asuntos meramente externos, el tiempo no había hecho nada por él, ni para bien ni para mal. Al ocupar su sitio lanzó una mirada tranquila e inquisitiva alrededor de la mesa, como para averiguar si había aparecido ya, tras tantos banquetes fracasados, un invitado que pudiera enseñarle el misterio, el secreto cálido y profundo, la vida dentro de la vida que, tanto si se manifiesta en la alegría como en la pena, es lo que da sustancia a un mundo de sombras.

—¡Amigos míos, sed bienvenidos! —dijo Gervayse Hastings asumiendo una posición que dado su largo conocimiento de la fiesta parecía natural—. Bebo por todos vosotros en esta copa de vino sepulcral.

Los invitados contestaron con cortesía, aunque de una manera que seguía demostrando que no eran capaces de recibir al anciano como miembro de su triste fraternidad. Quizás sea conveniente dar al lector una idea del grupo presente en ese banquete. Uno había sido un clérigo que abordó con entusiasmo su profesión, aparentemente de la dinastía auténtica de esos viejos teólogos puritanos cuya fe en su vocación, que ejercían rígidamente, les había situado entre los más poderosos de la tierra. Pero cediendo a la tendencia especulativa de la edad se había apartado de los fundamentos firmes de una fe antigua y deambulaba en una región nublada en la que todo era neblinoso y engañoso, se burlaba de él con una semejanza de realidad, pero se disolvía cuando trataba de encontrar un punto de apoyo y descanso. Su instinto y su formación temprana exigían algo firme; pero al mirar hacia adelante contemplaba vapores apilados sobre vapores, y tras él un vacío impenetrable entre el hombre de ayer y el de hoy, vacío sobre cuyas fronteras iba de aquí para allá, a veces retorciéndose las manos por la agonía, y a menudo convirtiendo su propia desdicha en tema de una alegría burlona. Con seguridad se trataba de un hombre desgraciado. Venía después un teórico —un miembro de una tribu numerosa, aunque él se considerara único desde el inicio de la creación—; un teórico que había concebido un plan que permitiría hacer desaparecer toda la desdicha de la tierra, tanto moral como física, obteniéndose de inmediato la bendición del milenio. Pero, apartado de la acción por la incredulidad de la humanidad, fue atacado por tanta pena como si toda esa aflicción cuya oportunidad de remediar le habían negado se hubiera amontonado en su propio pecho. Un anciano vestido de negro atrajo la atención del grupo porque suponían que no era otro que el Padre Miller, quien por lo visto había cedido a la desesperación ante el tedioso retraso de la conflagración final. Había también un hombre que se distinguía por su obstinación y orgullo, que poco tiempo antes poseía inmensas riquezas y poseía el control de vastos intereses económicos que manejaba con el mismo espíritu con el que un monarca despótico manejaría el poder de su imperios, emprendiendo una tremenda guerra moral cuyo estruendo y temblor se dejó sentir en todos los hogares de la tierra.
Sufrió al final una ruina aplastante —una pérdida total de la fortuna, el poder y el carácter—, cuyo efecto sobre su naturaleza imperiosa, y en muchos aspectos noble y elevada, le daba derecho a un lugar no sólo en nuestra fiesta, sino incluso entre sus iguales del Pandemónium.

Había un filántropo moderno que había llegado a ser tan sensible a las calamidades de miles y millones de prójimos, y a la impracticabilidad de cualquier medida general de alivio, que no tenía corazón para hacer la pequeña parte de bien que estaba en su mano, y se contentaba con sentirse desgraciado por simpatía. Cerca de él se sentaba un caballero que se hallaba en una difícil situación que hasta ese momento carecía de precedentes, pero que en la época presente proporcionaría probablemente numerosos ejemplos. Desde que tuvo capacidad para leer un periódico esa persona se enorgullecía de haberse adherido coherentemente a un partido político, pero en la confusión de esos últimos tiempos se había sentido perplejo y no sabía cuál era su partido. Esa infeliz condición, tan moralmente desoladora y descorazonadora para un hombre que llevaba mucho tiempo habituado a fundir su individualidad con la masa de un gran cuerpo, sólo podía ser concebida por quienes la habían experimentado. El compañero de al lado era un popular orador que había perdido la voz, y era tan grande la pérdida que ello conllevaba que había caído en un estado de melancolía sin esperanza. La mesa estaba adornada por dos miembros del sexo débil: una costurera tísica y medio muerta de hambre, que representaba a otras miles de infelices iguales; y la otra una mujer de energías sin utilizar que se encontraba en el mundo sin nada que lograr, nada que disfrutar y ni siquiera nada que sufrir. Ello le había conducido al borde de la locura por sus pensamientos oscuros acerca de los errores de su propio sexo, con la exclusión de un campo de acción adecuado. Completada así la lista de huéspedes, se había dispuesto una mesa auxiliar para tres o cuatro buscadores de trabajo decepcionados, con el corazón mortalmente enfermo, a quienes los administradores habían admitido en parte porque sus calamidades les daban realmente derecho a entrar allí, y en parte porque tenían una necesidad especial de una buena cena. Había también un perro sin dueño con la cola entre las patas, lamiendo las migajas y royendo los fragmentos del festín: un melancólico perro callejero de ésos que vemos a veces por las calles sin un dueño, deseando seguir al primero que acepte sus servicios.

A su manera, era un grupo de personas tan infeliz como nunca se había reunido en la fiesta. Se sentaron con el esqueleto tapado del fundador elevando la corona de ciprés en un extremo de la mesa, y en la otra, envuelta en pieles, la figura marchita de Gervayse Hastings, majestuoso, tranquilo y frío, produciendo en el grupo respeto, pero tan poca simpatía en los demás que podría haberse desvanecido en el aire sin que ninguno de ellos exclamara: «¿Adónde ha ido?»

—Señor —dijo el filántropo dirigiéndose al anciano—. Ha sido durante mucho tiempo invitado de esta fiesta anual, y por ello está versado en tantas variedades de la aflicción humana que no es improbable cine hava extraído de ellas grandes e importantes lecciones. ¡Su destino quedaría bendecido si revelara un secreto mediante el cual pudiera eliminarse esta masa de aflicción!
—Sólo conozco un infortunio, y es el mío —contestó tranquilamente Gervayse Hastings.
—¡El suyo! —intervino el filántropo—. Y examinando su vida serena y próspera, ¿cómo puede pretender ser el único infortunado de la raza humana?
—No lo entendería —contestó Gervayse Hastings débilmente, con una singular ineficacia en la pronunciación, y confundiendo a veces una palabra por otra— Nadie lo ha entendido, ni siquiera los que han experimentado lo mismo. Es una frialdad, una ausencia de fervor, la sensación de que mi corazón fuera algo vaporoso... ¡una asoladora percepción de la irrealidad! Por ello, aunque parece que poseo lo que todos los demás hombres tienen, o lo que todos los demás hombres pretenden, en realidad no he poseído nada, ni alegrías ni penas. Todas las cosas y todas las personas —tal como se ha dicho realmente de mí en esta mesa desde hace muchísimo tiempo— han sido como sombras que parpadean en la pared. Así sucedió con mi esposa y mis hijos, con aquellos que parecían mis amigos: así sucede ahora con ustedes, a quienes veo delante de mí. Tampoco tengo yo una existencia real, sino que soy una sombra como los demás.
—¿Y qué sucede con su visión de una vida futura? —inquirió el curioso clérigo.
—Es peor que para usted —dijo el anciano con un tono débil y hueco—. Pues no puedo concebirla con la suficiente seriedad como para sentir esperanza o miedo. ¡Mía, mía es la desdicha! ¡Este corazón frío, esta vida irreal! ¡Ay, y se está volviendo más fría todavía!

Sucedió que en ese momento cedieron los ligamentos corrompidos del esqueleto, y los huesos secos cayeron juntos en un montón haciendo que cayera sobre la mesa la polvorienta guirnalda de ciprés. Al apartarse por un solo instante la atención del grupo de Gervayse Hastings, al volverse hacia él vieron que el anciano había sufrido un cambio. Su sombra había dejado de parpadear en la pared.

—Y bien, Rosina, ¿cuál es tu opinión? —preguntó Roderick mientras enrollaba el manuscrito.
—Sinceramente tu éxito no es en absoluto completo —contestó ella—. Es cierto que me he hecho una idea del personaje que pretendes describir; pero ha sido más por mi propio pensamiento que por tu manera de expresarlo.
—Eso es inevitable —comentó el escultor—, porque las características son todas negativas. Si Gervayse Hastings hubiera sentido una pena humana en el triste banquete, la tarea de describirlo habría resultado infinitamente más sencilla. Con respecto a esas personas —y de vez en cuando nos encontramos con esos monstruos morales— es difícil concebir cómo pueden existir aquí, o qué hay en ellos que sea capaz de una existencia posterior. Parecen estar fuera de todo; y nada fatiga más el alma que el intento de comprenderlas.


El beso. Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

(Leyenda toledana)

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad. Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

—Con verdad —decía el jinete a su acompañante—, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
—¿Y qué queréis mi capitán? —contestóle el guía que efectivamente era un sargento aposentador—. En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. el convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
—En fin —exclamó el oficial—, después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba; más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será dificil según se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo.

Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes, precedidos del guía., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros.

—He aquí vuestro alojamiento —exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer algo a la tropa, echó pie a tierra, tornó al farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.

Comoquiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches. Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo. A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador, que íba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mandó echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.

Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada; en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.

A cualquier otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en voz alta del improvisado cuartel, el metálico golpe de las espuelas, que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.

Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid. Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo , y poco a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.

A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.

II.
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan veridica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible. Los oficiales del ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.

En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposicones.

Como era de esperar, entre los oficiles que, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capitulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de un hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magníficdo mandoble con vaina de acero, que resonaban arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.

Apenas le vsio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño. Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos. Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:

—Y a próposito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
—Ha habido de todo —contestó el interpelado—, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
—¡Una mujer! —repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido—. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
—Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo —añadió otro de los del grupo.
—¡Oh, no! —dijo entonces el capitán—, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
—¡Contadla! ¡Contadla! —exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.
—Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.

Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo. Renegando entre los dientes de la campana y del campanero que toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a afrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.

Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía continuó de este modo:

—No podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penunbra de la capilla, como esas virgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.

Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas lineas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. ¡Castañas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia! Yo me creía juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.

Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en por de si la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiéndose la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.

—Pero... —exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato—. ¿Cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
—No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de constestarme, ni verme, ni oírme.
—¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era muda? —exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
—Lo era todo a la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa, porque era... de mármol.

Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el única que permanecía callado y en una grave actitud:

—¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
—¡Oh no! —continuó el capitán, sin alterarse en lo más minimo por las carcajadas de sus compañeros—: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un extasis de mistico amor.
—De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
—Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
—Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantre te pasa?... diríase que esquivas la presentación, ¡ja, ja! bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
—Celoso —se apresuró a decir el capitán—, celoso de los hombres, no... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero..., su marido sin duda... Pues bien lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.

Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.

—Nada, nada, es preciso que la veamos —decían los unos.
—Sí sí, es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión —añadian los otros.
—¿Cuándo nos reuniremos para echar un trago en la iglesias en que os alojáis? —exclamaron los demás.
—Cuando mejor os parezca, esta misma noche si queréis —respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos—. A propósito, con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne, verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
—¡Bravo, bravo! —exclamron los oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
—¡Se beberá vino del país!
—¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
—Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
—Conque... hasta la noche.
—Hasta la noche.

III.
Ya hacia un largo rato que los pacificos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zacodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las comprometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.

La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos, o hacía girar con un chirrido apagado las veletas de hierro de las torres. Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles, y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.

—¡Por quien soy! —exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista—, que el local es de lo menos a propósito del mundo para una fiesta.
—Efectivamente —dijo otro—, nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
—Y con todo, hace un frío que no parece sino que estamos en la Siberia —añadió un tercero, arrebujándose en el capote.
—Calma, señores, calma —interrumpió el anfitrión—; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! —prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes—, busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica, por allá, la imagen de un santo abad, al torso de una mujer o la disconforme cabeza de un grifo asomado entre hojarasca. A los pocos minutos, una gran claridad que de improvisto se derramó por todo el ámbito de la iglesia, anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.

El capitán que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonía que hubiera hecho los de su casa, exclamó, dirigiéndose a los convidados:

—Si gustáis, pasaremos al buffet.

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:

—Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendrñesis conmigo en que no he exagerado su belleza.

Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios. En el fondo de una arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.

—¡En verdad que es un ángel! —exclamó uno de ellos.
—¡Lástima que sea de mármol! —añadió otro.
—No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
—¿Y no sabéis quién es ella? —preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
—Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba, contestó el interpelado; a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.

Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista al principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas, y sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda. A medida que las liberaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso champagne comenzaba a transtornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados en los pílares los cascos de las botellas vacías, y aquéllos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplausos o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.

El capitán bebía en silencio como un deseperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira. Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.

Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole una copa, exclamron en coro:

—¡Vamos brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!

El joven tomó la copa, y poniendose en pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira.

—¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un vencedor de Ceriñola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pesos hacía el sepulcro.

—No... —prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida de la embriaguez—, no creas que te tengo rencor alguno porque vea en ti un rival... al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas... ¡toma!

Y esto diciendole ,levóle la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía le arrojó el resto a la cara, prorrumpiendo enuna carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.

—¡Capitán! —exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba—, cuidado con lo que hacéis mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5 en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.

Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia: pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:

—¿Crees que yo le hubiera dado el vino, a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca...? ¡Oh...! ¡no! yo no creo, como vosotros, que estas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente, el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
—¡Magnifico! —exclamaron sus camaradas—, bebe y prosigue.

El oficial bebió, y fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con la exaltación creciente:

—¡Miradla...! ¡Miradla...! ¿no veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes...? ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa...? ¿Queréis más realidad...?
—¡Oh!, sí, seguramente —dijo uno de los que le escuchaban—, quisiéramos que fuese de carne y hueso.
—¡Carne y hueso...! ¡Miseria, predumbre...! —exclamó el capitán—. Yo he sentido en orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y transtornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve... ; nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol...; una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscita al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh...! sí...; un beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
—¡Capitán...! —exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros—, ¿qué locura vais a hacer?, ¡basta de bromas, y dejad en paz a los muertos!

El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximóse a la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca, y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.

Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guante de piedra.