viernes, 7 de marzo de 2025

El espectro y el salteador de caminos. Daniel Defoe (1661-1731)

Cuenta la historia que Hind, aquel famoso asaltante y proscripto, el más renombrado desde Robin Hood, encontró un espectro en el camino de un lugar llamado Stangate-hole, en Huntingdonshire, donde él acostumbraba a cometer sus robos y era famoso desde entonces por sus muchos asaltos.

El espectro se apareció con el traje de un simple ganadero de la zona. Y como el diablo, como podéis suponer, conocía muy bien los refugios y escondrijos que Hind frecuentaba, vino a la posada y, habiendo tomado cuarto, puso en lugar seguro su caballo y ordenó al posadero que le llevara su maleta, que era muy pesada, a su cámara. Cuando estuvo en ella, abrió el equipaje, tomó el dinero, que estaba distribuido en pequeños envoltorios y colocó todo en en más de dos bolsas, que tendrían igual peso a cada lado del caballo, y las hizo tan evidentes como le fue posible.

Las casas que alojan bandidos están pocas veces libres de espías que les proporcionan debida relación de lo que pasa. Hind recibió noticias del dinero, vio al hombre, vio el caballo al que sabía que volvería a ver; averiguó qué camino seguiría; lo encontró en Stangatehole, justo en el valle entre las dos colinas y lo detuvo diciéndole que debía entregarle la bolsa. Cuando habló de la plata, el ganadero fingió sorprenderse, mostró pánico, tembló y atemorizado y con un tono miserable dijo: "¡Como puedes ver yo sólo soy un pobre hombre! Por cierto, señor, no tengo dinero." (Ahí mostró el diablo que podía decir la verdad cuando se presentaba la ocasión.)

"¡Ah, perro!" -dijo él- "¿No tienes dinero? Vamos, aparta tu capa y dame las dos bolsas, esas que están a cada lado de la silla. ¡Qué! ¿No tienes dinero y sin embargo tus bolsas son demasiado pesadas para ponerlas de un solo lado? ¡Vamos, termina o te cortaré en pedazos en este mismo momento!"

(Aquí se puso fuera de sí, y lo amenazó de la peor manera que pudo.)

Bien, el pobre diablo lloraba y le decía que debía estar equivocado; que lo había tomado por otro hombre, seguro, porque realmente él no tenía dinero.

"¡Vamos, vamos!" -dijo Hind- "¡Ven conmigo!" Entonces tomó el caballo por la rienda y lo sacó fuera del sendero, hacia el bosque, que es muy oscuro en aquel lugar, porque el negocio era demasiado largo para quedarse en el camino durante todo el tiempo que durara.

Cuando estuvo en el bosque, "¡Vamos, señor ganadero" -ordenó-, "desmonta y dame las bolsas al instante!". En suma, hizo bajar al pobre hombre, le cortó las riendas y la cincha y abrió la alforja donde encontró las dos bolsas.

"Muy bien" -dijo- "aquí están y tan pesadas como antes". Las arrojó al suelo, las cortó para abrirlas; en una encontró una cuerda y en la otra una pieza de latón maciza con la forma exacta de una horca. Y el ganadero, detrás de él exclamó: "He aquí tu destino, Hind. ¡Ten cuidado!"

Si él se sorprendió por lo que encontró en las bolsas -pues no había ni un cuarto de penique en la alforja donde estaba la cuerda -más se sorprendió cuando oyó al ganadero llamarlo por su nombre, y se volvió para matarlo porque creyó que lo había reconocido. Pero se quedó sin aliento y sin vida cuando, volviéndose (como ya dije) para matar al hombre, no vio nada sino el pobre caballo.

Yo insinúo que no había allí más dinero que una moneda que la historia dice era escocesa: una pieza llamada allí de catorce peniques y en Inglaterra de trece y medio. De donde se supone que, desde entonces y hasta nuestros días, se dice que trece peniques y medio es el salario del verdugo.


El fantasma. Emilia de Pardo Bazán (1851-1921)

Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario de las soluciones prácticas; ella, pálida, nerviosa, romántica, perseguidora del ideal. Él se llamaba Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la poesía.

Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana, y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mismo tono oscuro y caliente a la vez que el café, se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con mi alma.

Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de cuanto contribuye a proporcionar la suma de ventura posible en este mundo. Sin embargo, yo di en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan distinta complexión moral y física no podía ser dichoso.

Aunque todos afirmaban que a don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y a su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo revelarían las pupilas color café?

Poco a poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la solución del problema. No es fácil a los veinte años permanecer insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba a turbarse y a flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de Cardona salía; iba al Casino o a alguna tertulia, pues era sociable, y nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando lecturas, jugando al ajedrez o conversando. A veces las vecinas del segundo bajaban a pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once, hora en que acostumbraba a retirarme, antes de que cerrasen la puerta. Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien singular que no tuviese don Ramón Cardona celos de mí.

Una de las noches en que no bajaron las vecinas -noche de mayo, tibia y estrellada-, estando el balcón abierto, y entrando el perfume de las acacias a embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y resolví declararme. Ya balbucía entrecortadas las palabras, no precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida. Suspendí mis confesiones para oír las de la dama, y me fue poco grato escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un episodio amoroso.

—Mi único remordimiento, mi único yerro —murmuró acongojada doña Leonor— se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas, escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.

Y vi, a la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas oscuras una lágrima lenta...

Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal resolución. El marqués, a quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al punto en artístico fumoir y a las primeras palabras relativas al asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció afablemente:

—No me sorprende el paso que usted da; pero le ruego que me crea, y le empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy a decirle. Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me ha sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos a que esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto..., porque gusto sería, de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!

Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad absoluta del marqués, yo puse cara escéptica, quizá hasta insolente.

—Veo que no me cree —añadió el marqués entonces—. No me doy por ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra; pero ni usted ni nadie tiene derecho a suponer que soy hombre que rehuye, por medio de subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me tiene a su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta cuestión de un modo o de otro consulte... al señor Cardona. He dicho al señor. No me mire usted con esos ojos espantados... Oígame hasta que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etcétera. Bajo el influjo de ilusorios remordimientos le ha contado a su marido todo... es decir, nada...; pero todo para ella; y el marido ha venido aquí como usted, sólo que más enojado, naturalmente, a pedirme cuentas, a querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, a estas horas pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona... o él me habría matado a mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí, y preguntando a Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un modo fehaciente que a la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla o en Londres. Con igual facilidad, probé la inexactitud de otros datos aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esta señora, a quien después he procurado conocer (¡por la memoria de mi madre le juro a usted que antes, ni de vista!), sufre alguna enfermedad moral, y ha tenido una visión. Vamos, que se le ha aparecido un espectro de amor..., y ese espectro, ¡vaya usted a saber por qué!, ha tomado mi forma. Y no hay más... No se admire usted tanto. Dentro de diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará a no admirarse de casi nada.

Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía. Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones del dandi, me dediqué desde aquel punto, no a cortejar a Leonor, sino a observar a Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle espontanearse, y fui sacando, hilo a hilo, conversaciones referentes a la fidelidad conyugal, a los lances que puede originar un error, a las alucinaciones que a veces sufrimos, a los estragos que causa la fantasía... Por fin, un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del marqués de Cazalla y una alusión a sus conquistas... Y entonces Cardona, mirándome cara a cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó:

—¿Qué? ¿Ya te han enviado allá a ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está visto que no tiene cura!

No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona, sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:

—Has de saber que cuando fui a casa del marqués de Cazalla, ya llevaba yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se diría que me pierdo por confiado, he vigilado a Leonor siempre, porque la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné a la hipótesis de una falta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y arrepentimiento le sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los fantasmas... ¡Y no volvamos a hablar de esto en la vida!

Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme a solas con Leonor, y hasta fijar la mirada en sus oscuros ojos, nublados por la quimera.


El espíritu moderno. Katherine Mansfield (1888-1923)

—Buenas tardes —dijo el Herr Professor al estrecharme la mano—. ¡Un tiempo espléndido! Acabo de llegar de la fiesta del bosque. He estado haciendo música para ellos con mi trombón. ¿Sabe usted?, esos pinos proporcionan un acompañamiento muy adecuado para un trombón. Suspiran delicadeza contra su fuerza sostenida, como hice notar en Frankfurt, en una conferencia sobre instrumentos de viento. ¿Me permite que me siente a su lado en este banco, gnädige Frau?
Lo hizo sacando del bolsillo interior de su abrigo un envoltorio de papel blanco.

—Cerezas —dijo, según inclinaba la cabeza y sonreía. No hay nada como las cerezas para generar saliva después de tocar el trombón, sobre todo después del Ich Liebe Dich de Grieg. Esos sostenidos del «liebe» me dejan la garganta más seca que un túnel de ferrocarril. ¿Quiere una? —Agitó hacia mí la bolsa.
—Prefiero ver cómo las come.
—¡Aja! —Cruzó las piernas y acunó la bolsa entre las rodillas, para dejar libres las manos—. He entendido la psicología de su negativa. Es su innata delicadeza femenina, que prefiere las sensaciones etéreas... O tal vez sea que no le agradan los gusanos. Porque todas las cerezas los tienen. Una vez, en la universidad, hice un experimento muy interesante con un colega. Abrimos con los dientes cuatro libras de las mejores cerezas y no encontramos un solo ejemplar sin gusano. Pero ¿qué quiere usted? Como le señalé a él luego: «Querido amigo, la moraleja es esta: si uno quiere satisfacer sus deseos en la naturaleza, hay que tener la fuerza de prescindir de sus realidades...». Esta conversación ¿no será muy superficial para usted? Tengo tan raramente ocasión y tiempo de abrir mi corazón a una mujer, que estas cosas suelen pasarme por alto...

Le miré con viveza.

—¡Mire qué grande es ésta! —exclamó el Herr Professor—. Por sí sola es casi un bocado. Y tan bonita como para colgarla de una cadena de reloj. —La masticó y luego escupió el hueso, lanzándolo a increíble distancia, al otro lado del camino, en el macizo de flores. Me di cuenta de que estaba orgulloso de su hazaña—. La cantidad de fruta que he comido aquí sentado —suspiró—.Albaricoques, melocotones, cerezas... Algún día ese macizo se convertirá en huerto de frutales y yo le permitiré coger lo que quiera, sin pagar nada.

Se lo agradecí sin demostrar demasiada emoción.

—Lo que me recuerda —se golpeó un lado de la nariz con el dedo— que el gerente me dio anoche la cuenta de la semana, después de la cena. Es casi imposible creerlo. No espero que lo crea. Me ha cargado un extra por un miserable vasito de leche que me tomo en la cama, por las noches, para prevenir el insomnio. Naturalmente no lo he pagado. Pero la tragedia de la historia es esta: ya no puedo esperar que la leche me ayude a dormir; mi pacífica actitud mental respecto a ese remedio ha quedado completamente destruida. Sé que me entrará fiebre si pretendo comprender esa falta de generosidad en un hombre tan rico como el gerente. Piense en mí esta noche —aplastó la bolsa vacía con un pie—, piense que me estará sucediendo lo peor mientras usted, dormida, deja caer la cabeza en la almohada.

Dos damas aparecieron en la escalinata que daba frente al hotel y se detuvieron, cogidas del brazo, mirando hacia el jardín. Una era vieja y flaca, vestida casi enteramente de orlas de abalorios negros, y llevaba una bolsita de raso; la otra, joven y delgada, lucía un vestido blanco y tenía el cabello rubio bellamente adornado con aromáticas florecillas de almorta. El profesor arqueó los pies hacia dentro, se enderezó con un respingo y tiró de las puntas de su chaleco.

—Las Godowska —murmuró—. ¿Las conoce? Madre e hija, de Viena. La madre tiene una dolencia interna, y la hija es actriz. Fräulein Sonia es un espíritu moderno. Creo que la encontrará usted muy simpática. Precisamente ahora se ve obligada a ocuparse de su madre. Pero ¡qué temperamento! Yo la describí una vez en su álbum de autógrafos como una tigresa con una flor en el cabello. ¿Me permite? Tal vez pueda convencerlas, y presentárselas.
—Voy a subir a mi habitación —dije.

Pero el profesor se levantó y agitó hacia mí un dedo juguetón.

—No —replicó—. Somos amigos y, por lo tanto, le hablaré con toda claridad. Creo que considerarían un poco «señalado» que usted se retirara inmediatamente cuando ellas se acercan, después de haber estado sentada aquí conmigo durante el crepúsculo. Usted conoce este mundo. Sí, lo conoce tan bien como yo.
—Buenas noches —gorjeó Frau Godowska—. ¡Un tiempo espléndido! Me ha provocado un ataque de fiebre del heno. —Fräulein Godowska, que no decía nada, se abalanzó sobre una rosa que crecía en el embrionario huerto y luego alargó la mano, en solemne ademán, hacia el Herr Professor. Él nos presentó.
—Esta es la amiga inglesa de quien les he hablado. Es la extranjera de nuestro entorno. Hemos estado comiendo cerezas.
—¡Delicioso! —suspiró Frau Godowska—. Mi hija y yo la hemos observado a usted a menudo desde la ventana del dormitorio, ¿verdad Sonia?

Sonia recorría mi exterior visible con una mirada espiritual e interna y se dignó repetir en mi favor el magnífico ademán de antes. Los cuatro nos sentamos en el banco, con el débil aire de excitación de los pasajeros que se instalan en el vagón de un tren a punto de partir. Frau Godowska estornudó.

—Me pregunto si es fiebre del heno —reiteró mientras hurgaba en su bolsita de raso en busca de un pañuelo—. ¿O será el rocío? Sonia, querida, ¿está cayendo el rocío?

Fräulein Sonia alzó el rostro hacia el cielo y entornó los párpados.

—No, mamá, tengo la cara completamente seca. ¡Oh, mire, Herr Professor, golondrinas en vuelo! Son como una pequeña bandada de pensamientos japoneses, nicht wahrl?
—¿Dónde? —preguntó el Herr Professor—. ¡Oh, sí, ya los veo: junto a la chimenea de la cocina! Pero ¿por qué dice usted «japoneses»? ¡No podría usted compararlos, con la misma veracidad, a una pequeña bandada de pensamientos alemanes en vuelo? —Se volvió hacia mí—:¿Hay golondrinas en Inglaterra?
—Creo que algunas, en determinadas estaciones. Pero, indudablemente, no tienen el mismo valor simbólico para los ingleses. En Alemania...
—Nunca estuve en Inglaterra —interrumpió Fräulein Sonia—, pero tengo muchos conocidos ingleses. ¡Son tan fríos! —Y se echó a temblar.
—Tienen la sangre fría como los peces —sentenció Frau Godowska—. Sin alma, sin corazón, sin gracia. Pero hay que reconocer que sus prendas de vestir son inigualables. Pasé una semana en Brighton, hace veinte años, y la manta de viaje que compré allí aún me dura... es esa en que envuelves la botella de agua caliente, Sonia. Mi llorado marido, tu padre, Sonia, sabía mucho de Inglaterra. Pero, cuanto más sabia, más a menudo me comentaba: «Inglaterra es solo una isla de carne de buey nadando en un mar de salsa». ¡Qué modo tan brillante de presentar las cosas! ¿Te acuerdas, Sonia?
—No me olvido de nada, mamá —contestó Sonia.

Dijo el Herr Professor:

—Esa es la prueba de su vocación, gnädige Fräulein. Ahora me pregunto, y esto es una teoría interesante: ¿es la memoria un don o, excuse la palabra, una maldición?
Frau Godowska miró hacia la lejanía; entonces las comisuras de sus labios cayeron y su piel se arrugó. Empezó a llorar.
—¡Ach Gott!, Madre de Dios, ¿qué he dicho? —exclamó el profesor.

Sonia tomó la mano de su madre.
—¿Sabe? —dijo—: hoy tenemos para cenar zanahorias estofadas y tarta de nueces. ¿Qué tal si entramos y ocupamos nuestros sitios? ¿No es cierto?

Su mirada oblicua y trágica nos acusaba, al profesor y a mí, en ese momento. Los seguí por el césped y escalera arriba. Frau Godowska murmuraba: «Tan maravilloso y querido esposo». Con la mano libre de Fräulein Sonia se arreglaba la guarnición de florecillas de almorta. Esta tarde, a las ocho y media, en el salón, se celebrará un concierto a beneficio de los atribulados niños católicos. Artistas: Fräulein Sonia Godowska, de Viena; Herr Professor Windberg y su trombón; la esposa del maestro superior Weidel, y otros. Este aviso estaba atado al cuello del melancólico venado del comedor. Días antes del acontecimiento lo adornaba como un babero blanco y rojo haciendo que el Herr Professor se inclinase ante él y dijera: «Que aproveche», hasta que la broma llegó a aburrirnos y dejamos la sonrisa para el camarero, a quien pagaban para complacer a los huéspedes. En el día indicado las mujeres casadas navegaban por el hotel vestidas como sillas tapizadas, y las solteras como pañitos de tocador de muselina. Frau Godowska sujetó una rosa en el centro de su bolsito; otra flor estaba clavada en los pliegues confusos de un antimacassar2 que le cubría el pecho.

Los caballeros vestían traje negro, corbata blanca de seda, y llevaban, en el ojal, una flor con esparraguera que les cosquilleaba la barbilla. El suelo del salón estaba recién encerado, sillas y bancos, dispuestos, y una hilera de banderines, ensartados a lo largo del techo, volaban y bailaban al son de la corriente. Se decidió que yo me sentaría al lado de Frau Godowska y que el Herr Professor y Sonia se reunirían con nosotras cuando hubiera terminado su intervención en el concierto.

—Esto hará que se sienta casi uno de los intérpretes —dijo ingeniosamente el Herr Professor—. Es una pena que la nación inglesa sea tan poco musical. No importa. Esta noche va a oír usted algo; durante los ensayos hemos descubierto un nido de talentos.
—¿Qué tiene usted intención de recitar, Fräulein Sonia?

Ella echó hacia atrás la cabeza.
—Nunca lo sé hasta el último minuto. Cuando salgo al escenario, espero un instante y entonces tengo una sensación, como si algo me golpeara aquí —colocó su mano sobre el broche del cuello— y... ¡llegan las palabras!
—Inclínate un instante —susurró la madre—. Sonia, querida, el imperdible de la falda se te ve por detrás. En un momento te lo pongo bien. ¿O vas a hacerlo tú misma?
—¡Oh, mamá, por favor, no me digas eso! —Sonia se ruborizó y se enfadó mucho—. Sabes lo sensible que soy, en momentos así, a cualquier impresión desagradable... Preferiría que la falda se soltara del todo...
—¡Sonia, mi vida!

Tintineó una campanilla. El camarero entró y levantó la tapa del piano. En la acalorada excitación del momento olvidó completamente qué era lo adecuado, y golpeaba las teclas con una sucia servilleta de cocina que llevaba al brazo. La esposa del maestro superior entró a paso ligero en la tarima, seguida por un espléndido y joven caballero que se sonó dos veces antes de arrojar el pañuelo a la caja del piano.

…Sí, yo sé que no tienes para mí ningún amor, y ningún nomeolvides. Ni amor ni corazón ni nomeolvides…

Cantó la esposa del maestro superior con una voz que parecía salida de un dedal olvidado, y que no tenía nada que ver con ella.

—Ach! ¡Qué dulce, qué delicado! —exclamamos aplaudiéndola discretamente.
Ella saludó como diciendo: «Sí, ¿verdad?», y se retiró. El joven caballero, evitando pisar la cola de su traje, la siguió con el ceño fruncido. Cerraron el piano y un sillón fue colocado en el centro de la tarima. Fräulein Sonia derivó hacia él. Una pausa anhelante. Entonces, probablemente el alado dardo la golpeó en el broche del cuello. Nos suplicó que no fuéramos al bosque con trajes largos, sino vestidos lo más ligeramente posible, y que nos tumbáramos con ella sobre las agujas de los pinos. Su voz alta, ligeramente áspera, llenó el salón. Dejó caer los brazos sobre el respaldo del sillón, moviendo las manos desde las muñecas. Estábamos emocionados y silenciosos. El Herr Professor, a mi lado, extrañamente serio, con las pupilas dilatadas, tiraba de las guías de su bigote. Frau Godowska adoptó esa actitud peculiar distante de los padres orgullosos. El único que permanecía inconmovible ante su hechizo era el camarero, que se apoyaba indolentemente en la pared del salón, limpiándose las uñas con una esquina del programa. Estaba «fuera de servicio» y pretendía demostrarlo.

—¿Qué le dije? —gritó el profesor sobre un manto de tumultuosos aplausos—. ¡Tem-pe-ramen-to! Ahí lo tiene. Es una llama en el corazón de un lirio. Sé que voy a tocar bien. Ahora es mi turno. Estoy inspirado. Fräulein Sonia —dijo cuando la dama volvió hacia nosotros, pálida y envuelta en una larga mantilla—, usted es mi inspiración. Esta noche será usted el alma de mi trombón. Espere un poco.

A nuestra derecha y a nuestra izquierda, la gente se inclinaba hacia ella murmurándole su admiración por encima del hombro. Fräulein Sonia saludaba como los grandes.

—Siempre tengo éxito —me dijo—. Vea usted: cuando actúo, soy. En Viena, en las obras de Ibsen, recibíamos tantos ramos de flores que el cocinero tenía tres en la cocina. Pero aquí es difícil. Hay tan poca magia... ¿No lo nota? Nada de ese misterioso perfume que brota, casi como algo visible, de las almas del público de Viena. Mi espíritu está hambriento de aquello. —Se inclinó hacia adelante, con la barbilla en la mano—. Hambriento —repitió.

El profesor apareció con su trombón, sopló en él, se lo llevó hacia un ojo, se arremangó los puños y se dejó mecer en el alma de Sonia Godowska. Causó tal impacto que le hicieron repetir y tocó una danza bávara que, advirtió, debía ser considerada como un ejercicio de respiración más que como un hito artístico. Frau Godowska marcaba el ritmo con su abanico. Siguió el joven caballero, que, con voz de tenor declamó que había amado a alguien «con sangre y mil dolores en el corazón». Fräulein Sonia interpretó una escena de envenenamiento, con ayuda del frasco de píldoras de su madre y sustituyendo el sillón por una chaise longue; una muchacha menuda rasgueó una canción de cuna en un violín igualmente pequeño; y el Herr Professor ejecutó el último rito sacrificial en el altar de los niños atribulados, interpretando el himno nacional.

—Ahora tengo que acostar a mamá —musitó Fräulein Sonia—. Pero después daré un paseo. Es necesario que lleve mi espíritu al aire libre un momento. ¿Quiere usted acompañarme hasta la estación de ferrocarril, ir y venir?
—De acuerdo, llame a mi puerta cuando esté a punto.
Así, el espíritu moderno y yo nos hallamos juntas bajo las estrellas.
—¡Qué noche! —dijo—. ¿Conoce usted ese poema de Safo sobre sus manos en las estrellas...? Soy curiosamente sáfica. Y eso es tan importante... No solo soy sáfica; encuentro en las obras de todos los grandes autores, sobre todo en sus cartas inéditas, cierto aire, cierto indicio de mí misma... cierto parecido, cierta parte de mí misma, con mil reflejos de mis propias manos en un espejo oscuro.
—Pero ¡qué molesto! —dije.
—No sé qué quiere decir con «molesto»; es casi la maldición de mi genio... — De pronto se detuvo y me miró—. ¿Sabe cuál es mi tragedia? —preguntó.

Sacudí la cabeza.
—Mi tragedia es mi madre. Viviendo con ella, vivo en el ataúd de mis aspiraciones nonatas. ¿Oyó esta noche lo del imperdible? Puede parecerle a usted una nadería, pero arruinó mis tres primeros ademanes. Quedaron...
—Ensartados en un imperdible —sugerí.
—Sí, exactamente eso. Y, cuando estamos en Viena, soy víctima de mis estados de ánimo, usted ya sabe. Ansío hacer cosas locas, apasionadas, y mamá dice: «Por favor, sírveme primero el jarabe». Recuerdo que una vez me dio un arrebato y eché una jofaina por la ventana. ¿Sabe usted lo que dijo? «Sonia, no importa mucho que tires cosas por la ventana, si solo quisieras...»
—¿Escoger algo más pequeño? —dije.
—No... «decírmelo de antemano». ¡Humillante! Y no veo ninguna luz posible en esta oscuridad.
—¿Por qué no se une a una compañía de gira y deja a su madre en Viena?
—¡Qué! ¡Dejar a mi pobre, enferma, viuda, pequeña madre en Viena! Antes me ahogaría. Yo quiero a mi madre como a nadie en el mundo, ¡a nadie y a nada! ¿Cree que es imposible amar la propia tragedia? «De mis grandes tristezas hago mis cancioncillas», esto es Heine o yo misma.
—¡Oh! entonces está bien —dije alegremente.
—¡Pero no está bien!

Sugerí que diéramos la vuelta. Regresamos.
—A veces pienso que la solución está en el matrimonio —continuó Fräulein Sonia—. Si encuentro a un hombre simple, pacífico, que me adore y quiera cuidar de mamá... un hombre que sea para mí una almohada... porque un genio no puede esperar una pareja... me casaré con él. Usted sabe que el Herr Professor ha tenido conmigo atenciones muy marcadas.
—¡Oh, Fräulein Sonia! —dije, muy contenta de mí misma—, ¿por qué no lo casa con su madre?

Pasábamos en aquel momento por delante de la peluquería. Fräulein Sonia me apretó el brazo.

—¡Usted, usted! —tartamudeó—. ¡Qué crueldad! Me voy a desmayar. ¡Casarse mamá otra vez, antes de que yo lo haga...! El oprobio. Me voy a desmayar aquí mismo.

Me asusté.

—No puede —dije, sacudiéndola—. Vuelva al hotel y desmáyese allí cuanto quiera. Pero aquí no puede, todas las tiendas están cerradas. No hay nadie cerca. Por favor, no sea tan tonta.
—Aquí y solo aquí. —Indicó el lugar exacto, cayó bellamente y quedó inmóvil.
—Muy bien —dije— desmáyese; pero, por favor, dése prisa en recobrarse.

No se movió. Empecé a caminar hacia el hotel; pero, cada vez que me volvía, veía detrás de mí la forma oscura del espíritu moderno boca abajo, delante de la ventana de la peluquería. Finalmente eché a correr y arranqué al Herr Professor de su habitación.

—Fräulein Sonia se ha desmayado —dije enfadada.
—Du lieber Gott! ¿Dónde está? ¿Cómo ha sido?
—Delante de la peluquería, en la calle de la estación.
—¡Jesús y María! ¿No lleva agua consigo? —Agarró su cantimplora—. ¿Nadie está con ella?
—Nadie.
—¿Dónde está mi abrigo? No importa, cogeré una congestión. Voluntariamente cogeré una... ¿Está usted dispuesta a venir conmigo?
—No —dije—. Puede llevarse al camarero.
—Pero tiene que haber una mujer. No puedo permitirme la grosería de aflojarle el corsé.
—Los espíritus modernos no deberían llevarlo —dije.

Me empujó para pasar y bajó retumbando por la escalera. Cuando a la mañana siguiente bajé a desayunar, había dos sitios vacíos en la mesa. Fräulein Sonia y Herr Professor se habían ido de excursión, a pasar el día en el bosque. Me quedé pensativa.


El fabricante de ataúdes. Alexander Pushkin (1799-1837)

¿No vemos cada día ataúdes,
del mundo canas de decrepitud?

Los últimos bultos del fabricante de ataúdes, Adrián Prójorov, se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se mudaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, colocó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o alquilaba, y se dirigió caminando al nuevo domicilio. Cerca ya de la casa amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha, donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta, y él mismo se puso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su sitio: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un vigoroso Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan té.

El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como Walter Scott han soñado a sus sepultureros como personas alegres y bromistas, para así, por efecto del contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro caso, en honor a la verdad, no podemos seguir sus ejemplos y nos vemos obligados a reconocer que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes se acomodaba absolutamente con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólo quebraba su silencio para regañar a sus hijas cuando las encontraba de brazos cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la suerte, en ocasiones) de necesitarlas.

De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumergido en sus tristes reflexiones. Pensaba en la tormenta que una semana atrás había sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de un brigadier retirado. Por culpa de la lluvia, muchos mantos se habían encogido, y torcido muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas reservas de prendas funerarias estaban en un estado lamentable. Confiaba recuperarse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a por él hasta tan lejos y se las arreglaran con la funeraria más cercana.

Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas por tres golpes francmasones en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Adrián.

La puerta se abrió, y un hombre, que a primera vista parecía alemán, ingresó en el cuarto, y con aspecto alegre se acercó al fabricante de ataúdes.

—Disculpe, amable vecino —-dijo—. Perdone que le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casona que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi casa como buenos amigos.

La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño de la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, rápidamente se pusieron a conversar amablemente.

—¿Cómo marcha el negocio? —preguntó Adrián.

—Ehhh... —balbuceó Schultz—, ni bien ni mal. No me quejo. Aunque, desde ya, mi mercadería no es como la suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no puede vivir sin su ataúd.

—Tan cierto como que hay un Dios —observó Adrián—. Y, sin embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas, mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto harapiento, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.

Así prosiguió algunos minutos la charla entre ambos; finalmente, el zapatero se levantó y antes de despedirse, le renovó su invitación.

Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes y sus hijas salieron de su nueva casa y se dirigieron a la de su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y Daria, apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en ocasiones solemnes.

La estrecha vivienda del zapatero estaba atestada de invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había sabido ganarse la especial benevolencia del dueño.

Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio del año doce que destruyó la primera capital de Rusia, devoró también la garita amarilla del guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella. Lo conocían casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie, y algunos de ellos incluso habían pasado en la garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.

Adrián rápidamente entabló relación con él, pues era alguien a quien tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los invitados se acercaron a la mesa, se sentaron juntos.

El matrimonio Schultz y su hija Lotchen, una muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales, atendían juntos a los invitados y ayudaban a la cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no se quedaba atrás. La conversación en alemán se hacía por momentos más ruidosa. De repente, el dueño solicitó la atención de los presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció en voz alta en perfecto ruso:

—¡A la salud de mi buena Luise!

Brotó la espuma del vino. El anfitrión besó tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.

—¡A la salud de mis amables invitados! -proclamó el anfitrión descorchando la segunda botella.

Y los convidados se lo agradecieron vaciando nuevamente sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la salud de todos por separado, bebieron a la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en general y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo panadero, levantó la copa y exclamó:

—¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos!

La propuesta fue recibida con alegría y de manera unánime. Los invitados comenzaron a hacerse reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas, le gritó a su vecino:

—¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!

Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes se ofendió. Nadie lo había notado, los comensales continuaron bebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empezaron a levantarse de la mesa.

Los convidados se retiraron tarde, y la mayoría, ebrios. El gordo panadero y el encuadernador llevaron del brazo a Yurko a su garita, observando en esta ocasión el proverbio ruso: Hoy por ti, mañana por mí. El fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de pésimo humor.

—Porque, vamos a ver —pensaba en voz alta—, ¿en qué sentido es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.

—¿Qué dices, hombre? —interrogó la criada— ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?

—¡Como que hay un Dios que lo haré! —continuó Adrián— Y mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo mejor que tenga...

Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se fue a la cama y no tardó en dormirse.

En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella misma noche, y un mensajero había llegado a caballo para darle la nueva. El fabricante de ataúdes se vistió de prisa, tomó un coche.

Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta, deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa, amarilla como la cera, pero aún no mancillada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.

Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven mercader con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas, el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio y que se encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante, como de costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo y, tras intercambiar una mirada con el administrador, fue a disponerlo todo.

Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo todo listo y, dejando libre a su cochero, se marchó a pie para su casa.

Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y desaparecía tras ella.

¿Qué significará esto? —pensó—. ¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O es algún amante que viene a ver a mis hijas? ¡Lo que faltaba!

Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero de tres picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara, pero con el apuro no tuvo tiempo de observarlo debidamente.

—¿Viene usted a mi casa? —dijo jadeante Adrián— Pase, por favor.

—¡Nada de halagos, hombre! —contestó el otro con voz seca— ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!

Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente. ¿Qué diablos pasa?, pensó.

Se dio prisa en ingresar... y entonces, las rodillas se le doblaron. La sala estaba llena de muertos. La luna, ingresando por la ventana, iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices... Adrián reconoció horrorizado en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped que había llegado con él, al brigadier enterrado durante aquella tormenta.

Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un pordiosero al que había dado sepultura hacía poco. El difunto, avergonzado de sus harapos, no se acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos los demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los funcionarios fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los mercaderes con caftanes de día de fiesta.

—Ya lo ves, Prójorov —dijo el brigadier—, todos nos hemos levantado en respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los que no podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir, tantas ganas tenía de venir a verte.

En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los morteros.

—No me has reconocido, Prójorov —dijo el esqueleto—. ¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, y además de pino en lugar del de roble?

Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, gritó y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor de indignación: todos salieron en defensa del honor de su compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los huesos del sargento retirado, se desmayó.

El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos y vio delante suyo a la criada que atizaba el fuego del samovar. Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián esperaba en silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias del episodio nocturno.

—Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich —dijo, acercándole la bata—. Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir durmiendo y no hemos querido despertarte.

—¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?

—¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?

—¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a preparar su entierro?

—¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la hora que es, que ya han tocado a misa.

—¡No me digas! —exclamó con alegría el fabricante de ataúdes.

—Como lo oyes. —contestó la sirvienta.

—Pues si es así, trae en seguida el té y ve a llamar a mis hijas.


El estatuto de las limitaciones. Ernest Dowson (1867-1900)

Durante los cinco años de relación casi diaria con Michael Garth, en un paraje solitario de Chile, que hizo que dos hombres como nosotros -que hablábamos la misma lengua pero apenas compartíamos intereses- tuviéramos que soportarnos el uno al otro, llegué a tener con él, si no una amistad íntima, al menos cierta familiaridad, que me permitió acercarme a su carácter y conocer los detalles más relevantes de su historia. Hablo de un carácter muy singular, y de una historia rica en enseñanzas. Deduje gran parte de ella de los comentarios que dejó escapar mucho antes de que yo supiera su final. Por poco simpático que me resultara el hombre, era imposible no interesarse por su historia. A medida que fuimos conociéndonos, cada vez tuvo más visos de ser (me refiero a su carácter) un difícil problema psicológico, que yo estaba obsesionado en resolver. Me dediqué a estudiarlo en mi tiempo libre, después de vigilar las fluctuaciones en el precio de los nitratos. De modo que, cuando logré hacerme rico, en lugar de volver a casa en seguida, preferí esperar más de tres meses para regresar en el mismo barco que él. Gracias a esta demora, puedo transcribir el desenlace de mis impresiones: las encuentro edificantes, aunque sólo sea por su extraña ironía.

De sus labios apenas recabé información; aunque en nuestra travesía de vuelta, aquellas largas noches en que paseábamos por cubierta bajo la Cruz del Sur, su reticencia cedía de vez en cuando, lo que me permitió vislumbrar muchas más cosas de él que en todo nuestro tiempo juntos en la salitrera. Adiviné más, sin embargo, de lo que me contó; y logré atar todos los cabos con posterioridad, después de conversar con la joven a quien comuniqué la noticia de su muerte. El mencionó su nombre, por primera vez, un día o dos antes de su desaparición: una confidencia tan inaudita que debí estar ciego para no darme cuenta de lo que presagiaba. Había visto su retrato el primer día que entré en casa de Garth, donde su fotografía colgaba en un lugar bien visible de la pared: el rostro ovalado y adorable de una jovencita, casi una niña, con unos ojos enormes que, no sé por qué motivo, se adivinaban del color de las violetas, contemplando el mundo con singular tristeza entre un manto ondulante de cabellos negros. Él me contó después que era la fotografía de su fiancée, pero, antes de eso, no habían faltado indicios de que había una mujer en su vida.

Iquique no es París; ni siquiera Valparaíso; pero sí una ciudad del mundo civilizado; y, tan sólo a dos días a caballo del lugar pestilente y caluroso donde alimentábamos tenazmente nuestras vidas de quinina y de ilusión, era la mejor esperanza de evasión. Las existencias de casi todos los ingleses que dirigían trabajos en el interior de aquellas tierras eran muy parecidas: no era difícil reconocerlos por cierta expresión hambrienta y salvaje en su mirada. Entretanto, mientras esperaban su suerte, la mayoría sentía una gran alegría cuando algún asunto de negocios les obligaba a pasar un día o dos en Iquique. Hay tiendas y calles, calles iluminadas por las que pasan señoritas de ojos negros con mantillas de encaje; y también hay cafés; y partidas de faraón* para los que quieren apostar; y corridas de toros, y periódicos con menos de seis semanas de retraso; y en el puerto, cargando nitrato, muchos barcos, a los que no se puede mirar sin envidia, pues regresarán a Inglaterra en pocos días. Pero Iquique no tenía el menor atractivo para Michael Garth, y, cuando alguno de nosotros tenía que ir, era normalmente yo, su subordinado, quien me dirigía allí alegrándome de su indiferencia. Los dólares ganados con el sudor de la frente se desvanecían en Iquique; y para Garth la vida en Chile se limitaba, desde hacía mucho tiempo, a hacer acopio de dólares. Así que se quedaba en el calor abrasador de Aguas Blancas, y contaba con determinación los días y el dinero (aunque su naturaleza, en mi opinión, era esencialmente generosa, su obsesión por conseguir aquel propósito le había convertido en un hombre de una avaricia malsana) que lo devolverían a su preciosa amada. A pesar de lo taciturno, desconfiado e insociable que se había vuelto, descubrí poco a poco que aún sentía cierto amor por las humanidades, y que su buen gusto sólo podía ser fruto de un profundo conocimiento de la mejor literatura. Puso a mi disposición su reducida biblioteca unas pocas novelas francesas, un Horacio, y algunos volúmenes muy manoseados de poetas ingleses modernos en la conocida edición de Tauchnitz-, a cambio de mi colección, bastante similar, aunque algo más numerosa. En los escasos momentos en que se mostraba cordial, podía hablar de esos temas con verve y originalidad; con más frecuencia, prefería perseguir con odio exacerbado a un fetiche abstracto que él denominaba su «suerte». Era por naturaleza terriblemente pesimista; y parecía atribuir a la Providencia cierta cualidad inconcebiblemente cruel, que dirigía en todo momento contra su persona. Logré explicarme, e incluso justificar, en cierto modo, su profunda amargura y su avaricia, muy similares, cuando supe que había sufrido la mayor de las pobrezas y que, además, estaba locamente enamorado... enamorado comme on ne l’ést plus. Cuáles habían sido sus recursos antes era algo que yo desconocía, así como la causa de su fracaso; pero colegí que la crisis había sobrevenido en un momento en que su vida se había complicado con la repentina transformación de una vieja amistad en amor... un amor que, en su caso, sería absoluto y definitivo. La muchacha también era pobre; ambos eran más pobres que la mayoría de la gente pobre... ¿Cómo podía él rechazar el empleo que, gracias a los buenos oficios de un amigo, le ofrecieron inesperadamente entonces? Es verdad que significaba marcharse del país, y pasar cinco años de soledad en América Ecuatorial. La separación y el cambio debían tenerse también en cuenta; quizá la enfermedad y la muerte, además de su «suerte», que parecía incluir todos los males. Pero a la vez prometía, cuando el período de exilio terminara (y había posibilidades de disminuir su duración) cierta autoridad y, probablemente, riqueza; y, si lograba zafarse de todos los riesgos, el matrimonio. Parecía ser el único camino. La muchacha era muy joven: casarse antes de su marcha era impensable; ni siquiera se comprometieron formalmente. Garth se negó a aceptar su promesa de matrimonio, aunque aseguró que él la amaría mientras siguiera con vida; se mantendría célibe para reclamar su mano cuando regresara al cabo de cinco, diez o veinte años, si ella no había elegido a alguien mejor. Quería que se sintiera libre; aunque imagino cuánto debió impresionar a la joven de los ojos violetas la renuncia de aquel semblante oscuro y resentido, y con cuánta ternura rechazó su libertad. Ella consiguió un trabajo de institutriz, y se sentó a esperar. Y la ausencia solo sirvió para remachar con más fuerza la cadena de su afecto, y asentar mejor la imagen de Garth en su pedestal; pues en el amor casi siempre ocurre lo contrario que en esta máxima social, les absents ont toujours tort, que siempre se cumple.

Garth, por su parte, escribiéndole un mes tras otro, mientras su retrato le sonreía desde la pared, aunque tenía siempre la delicadeza de recordarle su total libertad, añadía tantas cosas que su renuncia perdía valor. Vivía soñando con ella; y el recuerdo de sus ojos y de su pelo le acompañaban a todas horas, y eran más reales que los hombres de carne y hueso con los que despachaba de forma maquinal todos los días. Consumido por el deseo de estrecharla entre sus brazos, no cesaba de contar las horas que aún le separaban de ese momento. Y, sin embargo, cuando terminaron sus cinco años de contrato, aplazó el regreso, aunque su situación económica lo habría justificado; y prolongó su estancia otros cinco años, que se convertirían en siete. Lo cierto es que el recuerdo de su antigua pobreza, y las humillaciones que conllevaba, se había transformado en una furia que le perseguía sin cesar fustigándole con su látigo. El deseo voraz de aumentar sus ganancias, siempre por amor a la joven -de ahí que fuera sacrosanto-, se había convertido en su segunda naturaleza; una locura interior que le impedía vivir en paz. Su peor pesadilla era despertarse sobresaltado, pensando que lo había perdido todo, que había quedado sumido en la pobreza anterior: un sudor frío recorría todo su cuerpo hasta que conseguía vencer su horror. La repetición de aquel sueño, una y otra vez, le hacía jurar solemnemente que volvería a su país rico, lo bastante rico para reírse de las fantasías de su suerte. Ésta parecía haber cambiado en los últimos tiempos; así que tuvo la fortuna de poder cumplir su juramento. Al final, ganaba dinero a espuertas: todas sus operaciones tenían éxito, incluso aquellas que se asemejaban al juego más insensato; y las especulaciones más osadas daban un vuelco y obtenían una sustanciosa cosecha cuando Garth intervenía en ellas.

Y mientras seguía esperando y planeando, en Aguas Blancas, febrilmente concentrado en sí mismo, su encuentro definitivo con la joven en Inglaterra, el hombre envejecía: al principio poco a poco, y de un modo apenas perceptible; pero cerca del final, a pasos agigantados, cada vez más consciente de cuánto encanecía y cambiaba, lo que aumentaba su negra melancolía. De ello se dio cuenta, quizá, brutalmente y de forma indirecta, cuando recibió otra fotografía de Inglaterra. Era un rostro muy hermoso todavía, pero el rostro de una mujer que ha perdido la frescura de la juventud (habían transcurrido siete años) y adquirido una dignidad teñida de tristeza: un rostro sobre el que la vida había escrito algunas de sus crueldades. Los días posteriores a su llegada, Garth estuvo incluso más malhumorado y silencioso que de costumbre; luego ocultó deliberadamente el retrato. Volvió a lanzarse con furia a su batalla económica; había recobrado su antigua inspiración, la de la vieja fotografía: el rostro ovalado y adorable de una jovencita, casi una niña, con unos ojos enormes que, no se por qué motivo, se adivinaban del color de las violetas.

A medida que se acercaba el momento de nuestra partida, una semana o dos antes de que nos dirigiéramos a Valparaíso, donde Garth tenía asuntos que liquidar, pude estudiar con mayor profundidad el demonio malsano que lo poseía. Era realmente extraño: nadie había odiado tanto aquel país, ni había estado mas firmemente decidido a escapar de él; y ahora que tenía la oportunidad de hacerlo, sentía algo más cercano al terror que a la alegría de un hombre razonable que estuviera a punto de conseguir el sueño de su vida. Había respetado el pacto que había sellado consigo mismo; era un hombre rico, más rico de lo que jamás había imaginado. Y aún seguía lleno de vigor, apenas había cruzado el umbral de la edad madura, y volvía a casa para reunirse con la mujer a la que durante los últimos quince años había adorado con constancia sin igual, y cuya fidelidad había sido para él, en el exilio, como la sombra de una roca en medio del desierto; volvía a casa para contraer un honroso matrimonio. Pero también era un hombre enfermo de tristeza; angustiado y temeroso. A veces tenía la impresión de que se habría alegrado si ella hubiese faltado a su palabra, y hubiera aprovechado la libertad que él le otorgaba para eludir su promesa. Y lo más curioso es que jamás dudé de la fuerza de su amor; continuó siendo absorbente e inmutable la mayor parte de su vida. Ninguna sombra extraña se había interpuesto jamás entre Garth y el recuerdo de la muchacha de los ojos violetas, con la que al menos él estaba comprometido. Pero una sombra se cernía sobre ambos; al principio, me pareció imaginaria, demasiado grotesca para discutir sobre ella, pero, tal como llegué a descubrir, en esa misma insustancialidad residía todo su poder. La imagen de la mujer en que ella se había convertido se interponía entre él y la joven que había amado, que aún amaba con pasión, y los separaba. Fue sólo en nuestra travesía de vuelta, mientras paseábamos juntos por cubierta -aquellas largas noches de calor abrasador en que no podíamos conciliar el sueño-, cuando me reveló, por primera vez sin subterfugios, la herida mortal que ese fantasma le había infligido y su lenta agonía. Y la vieja y amarga convicción de la crueldad de su suerte, que había permanecido dormida con la euforia de la prosperidad material, volvió a latir en su interior. Y creyó ver en aquel cambio aparente la última ironía de los poderes hostiles que lo habían acosado.

-Comprendí de repente -dijo Garth-, justo antes de abandonar Aguas Blancas, después de haber calculado mi fortuna y de haber visto que nada me retenía allí, que todo era un error. ¡Había sido un necio! Debería haber vuelto a casa hace mucho tiempo. ¿Dónde están los mejores años de mi vida? Consumidos, desperdiciados y enterrados en ese maldito infierno. ¿Dólares? Aunque tuviera todo el metal de Chile, no podría comprar un solo día de mi juventud. Ni de la juventud de ella; también ha desaparecido; y ¡eso es lo peor!

A pesar de todas mis protestas, su abatimiento era cada vez mayor a medida que el vapor iba navegando rumbo a Inglaterra, sin que su hélice dejara de vibrar, como el jadeo de una enorme bestia. Cierta ocasión en que habíamos estado hablando de otros asuntos, de algunos poetas vivos que él defendía, citó unos versos del Prince's Progress de la señorita Rossetti:

Ten years ago, five years ago,
One year ago,
Even then you had arrived in time,
Though somewhat slow,
Then you had known her living face
Which now you cannot know**

Garth se detuvo bruscamente, como si quisiera dar a entender que aquellos versos eran un ejemplo de su situación.

-¡Qué dice usted! -protesté-. No veo la analogía. Usted no ha perdido el tiempo, ni regresa demasiado tarde. Una mujer valiente lo ha esperado; les aguarda una radiante felicidad... tanto mejor por lo laboriosamente que ha sido ganada. Por el amor de Dios, ¡sea razonable!

Él movió la cabeza tristemente; y después añadió con vehemencia, mirando por encima de la borda aquellas aguas grises que se agitaban:

-Todo ha terminado. No me queda valor...
-¡Ah! -exclamé impaciente-. Dígame de una vez para siempre, con franqueza, que se ha cansado de ella, que quiere volverse atrás.
-No -respondió, apesadumbrado-, no se trata de eso. No puedo reprocharme el menor titubeo. He tenido una única pasión; he dado mi vida por ella; y sigue ahí, consumiéndome. Pero la muchacha que amaba es como si ya hubiera muerto. Sí, está muerta, tan muerta como Helen; y no tengo el consuelo de saber dónde la han enterrado. Nuestro matrimonio será una horrible parodia: la unión de dos cadáveres. Su corazón, ¿cómo puede dármelo ella? Se lo entregó hace años al hombre que yo era, al hombre que ha muerto. Nosotros, los que quedamos, no somos nada el uno para el otro, tan sólo dos extraños.

Era imposible discutir algo tan perverso e irracional; carecía de sentido señalar que, en la vida, no existe una distinción tan arbitraria como la que le obsesionaba. Lo único que podía hacer era esperar, confiando en que, cuando se encontraran de verdad, su enfermedad se curaría Pero ¿llegaría a celebrarse ese encuentro? Había momentos en que el miedo que éste le inspiraba parecía tan grande que sería capaz de cualquier cobardía, de cualquier compromiso para posponerlo, para hacerlo imposible. Garth temía que ella leyera la aversión en sus ojos, y sospechara cómo el tiempo y su propia fidelidad le habían proporcionado la única adversaria con la que jamás podría competir: el recuerdo de ella misma, de su adorable juventud, que se había desvanecido. ¿No podría alegrarse ella también de la ruptura, aunque se hubiera apresurado a acceder, por honor o por cansancio, a un matrimonio que no era más que una parodia de lo que podría haber sido?

En Lisboa tuve la esperanza de que se hubieran disipado sus dudas, y de que hubiera recobrado la sensatez y la razón, pues escribió una larga carta a su prometida que, posteriormente, despertó una gran curiosidad en mí; y, durante un día o dos, transmitía una calma que consiguió engañarme. Me gustaría saber qué puso en aquella misiva, hasta qué punto se había explicado, había justificado su extraña actitud. ¿O se trataba simplemente de un résumé, una conclusión a todas las cartas que le había escrito en Aguas Blancas, la última epístola que dirigiría a la jovencita de la primera fotografía?

Días después yo habría dado cualquier cosa por saberlo, pero también ella, la mujer que la leyó, guardó un silencio impenetrable. A cambio, jamás le revelé un secreto: mi interpretación del accidente que causó la muerte de Garth. Me parecía suficientemente trágico para ella que él hubiera acabado sus días del modo en que lo hizo, tan cerca de las aguas de Inglaterra; a escasos días del hogar con el que habían soñado tantos años.

Habría sido una crueldad aumentar su dolor levantando el velo de oscuridad que pende sobre esa noche serena y sin luna, señalando una cierta intención en su final. Pues la experiencia me dice que, en la vida real, no ocurren accidentes tan oportunos, y no podía olvidar que, para Garth, la muerte era indudablemente una solución. ¿No era, además, precisamente la solución que parecía haber encontrado poco tiempo antes? Lo cierto es que, una vez superada la conmoción que me produjo su muerte, sentí que, después de todo, era una solución: con el handicap de su «suerte», es posible que hubiera evitado algo peor que el fin que encontró. ¿Acaso la suerte de un hombre así no es fruto de su temperamento, de su carácter? Y ¿quién puede escapar a eso? ¿No había sido quizá una escapatoria para el pobre diablo, y para la mujer que lo amaba, que él eligiera arrojarse y desaparecer en las tranquilas e insondables profundidades del Atlántico en el momento en que lo hizo, llevándose con él al menos un ideal incólume, y dejando en la joven un recuerdo que la experiencia jamás podría empañar, ni la costumbre erosionar?


El extraño viaje de Richard Clayton. Robert Bloch (1917-1994)

Richard Clayton se asió de tal forma que quedó erguido como si fuera un saltador esperando para zambullirse desde un alto trampolín hacia el azul. Realmente, era un saltador. Una espacionave plateada era su trampolín, y pensaba zambullirse no hacia abajo, sino hacia arriba, hacia e! cielo azul. Y tampoco pensaba recorrer nueve o diez metros, sino que se zambulliría millones de kilómetros. Con una profunda inspiración, el regordete y barbudo científico alzó sus manos hacia la fría palanca de acero, cerró los ojos y jaló. La palanca se movió hacia abajo. Por un momento no sucedió nada. Luego, un repentino estremecimiento lanzó a Clayton por el suelo. ¡La «Futuro» se estaba moviendo!

De alas de pájaro batiendo mientras se alzan al cielo, de alas de mosca zumbando en su vuelo, de estremecimientos que sacuden los músculos que saltan, de todas estas cosas estaba compuesto el golpe. La espacionave «Futuro» vibraba locamente. Se agitaba de lado a lado, y un zumbido estremecía las paredes de acero. Richard Clayton yacía atontado mientras crecía un zumbido agudo en e! interior de la nave. Se puso en pie, frotándose la magullada frente, y se tambaleó hasta su pequeña litera. La nave se estaba moviendo, y sin embargo la terrible vibración no disminuía. Contempló los controles y maldijo suavemente.

—¡Buen Dios! ¡El panel está roto!

Era cierto. El cuadro de mandos se había roto por el tirón. El cristal partido había caído al suelo, y los diales colgaban inútiles de la faz desnuda del panel. Clayton se sentó desesperado. Esto era una gran tragedia. Sus pensamientos retrocedieron treinta años, hasta el tiempo en que, siendo un niño de diez años, había sido inspirado por el vuelo de Lindberg. Recordó sus estudios, y cómo había utilizado el dinero de su millonario padre para perfeccionar una máquina voladora que cruzaría el espacio mismo.

Durante años, Richard Clayton había trabajado, soñado y planeado. Había estudiado a los rusos y a sus cohetes, y organizado la fundación Clayton, y contratado mecánicos, matemáticos, astrónomos e ingenieros para trabajar con él. Y entonces se había producido el descubrimiento de la propulsión atómica, y la construcción de la «Futuro». La «Futuro» era un casco de acero y duraluminio, sin ventanas y aislado por un procedo secreto. En su pequeña cabina había tanques de oxígeno y depósitos con tabletas alimenticias, productos químicos energizantes, un sistema de aire acondicionado y el suficiente espacio como para que un hombre pudiera caminar seis pasos. Era una pequeña celda de acero, pero en su interior Richard Clayton pensaba realizar sus ambiciones. Se ayudaría mediante cohetes para escapar de la esfera gravitatoria de la Tierra, y luego movería la nave mediante la propulsión por descargas atómicas. Clayton pensaba llegar a Marte y regresar.

Le llevaría diez años llegar a Marte, y otros diez el regresar. Porque el aterrizaje de la nave necesitaría de otras descargas de cohetes adicionales. A mil quinientos kilómetros por hora... No era una imaginaria travesía a la «velocidad de la luz», sino un viaje lento y pesado, pero científicamente cierto. Los paneles estaban dispuestos, y Clayton no tenía necesidad de guiar su navío. Era automático.

—Pero y ahora, ¿qué? —dijo Clayton, contemplando el cristal astillado. Había perdido contacto con el mundo exterior. Le había sido imposible averiguar su progreso en el panel, incapaz de juzgar el tiempo, la distancia y la dirección. Estaría ahí sentado durante diez, veinte años... solo en la diminuta cabina. No había habido espacio para libros, o papel, o juegos con los que divertirse, Estaba prisionero en el negro vacío del espacio.

La Tierra ya debía de haberse esfumado muy lejos por debajo de él; pronto sería una esfera de ardiente fuego verde más pequeña que la esfera de rojo fuego situada delante: el fuego de Marte.
El campo se había llenado con multitudes para verlo partir; su asistente, Jerry Chase, las había controlado. Clayton se los imaginaba contemplando cómo su brillante cilindro de acero emergía del gaseoso humo de los cohetes y se abalanzaba como una bala hacia el cielo. Luego, su cilindro debía de haberse perdido en el cielo, y las multitudes se irían a sus casas y olvidarían. Pero él permanecería aquí en la nave... durante diez, durante veinte años. Sí, permanecería, pero ¿cuándo terminaría la vibración? El estremecimiento de las paredes y del suelo a su alrededor era difícil de soportar. Ni él ni los expertos habían contado con este problema. Los temblores le agitaban su dolorida cabeza. ¿Qué ocurriría si no cesaban? ¿Si duraban durante todo el viaje? ¿Cuánto tiempo podría resistir sin volverse loco?

Podía pensar. Se echó en su litera y recordó: repasó cada pequeño detalle de su vida desde su nacimiento hasta el presente. Y pronto hubo gastado toda la memoria en un tiempo ridículamente corto. Entonces volvió a notar la horrible pulsación a su alrededor.

—Puedo hacer ejercicio —dijo en voz sita. Y paseó por el piso: seis pasos hacia adelante, seis hacia atrás. Y se cansó de eso. Suspirando, Clayton se dirigió a las alacenas y tomó sus cápsulas—. Ni siquiera puedo pasar el tiempo comiendo —observó amargado—. Las trago, y ya está.

La vibración borró la sonrisa de su rostro. Era enloquecedora. De nuevo se recostó en la agitada litera, añadiendo oxígeno al sistema de aire. Dormiría entonces, dormiría si es que ese maldito tamborileo se lo permitía. Soportó los horribles chasquidos, y gruñó durante todo el rato, cerrando la luz. Sus pensamientos giraron alrededor de su extraña posición: un prisionero en el espacio. Afuera giraban los ardientes planetas, y las estrellas se deslizaban por la negra oscuridad de la nada espacial. Aquí yacía seguro y cobijado, en una cámara vibratoria; a salvo del gélido frío; ¡si tan sólo cesasen aquellas terribles sacudidas! Y no obstante, tenía sus compensaciones. No habría periódicos en el viaje, para atormentarle con los relatos de la inhumanidad del hombre con el hombre, ni tontos programas de radio o televisión para molestarle. Tan sólo esa maldita y omnipresente vibración...

Clayton durmió, atravesando el espacio. No era de día cuando despertó. No era de día ni de noche. Tan sólo estaban él y la nave en el espacio. Y la vibración era continua, destrozándole los nervios en el incesante golpeteo contra su cerebro. Las piernas de Clayton temblaban, mientras se llegaba al armario y comía sus píldoras. Luego, se sentó y comenzó a sufrir. Una terrible sensación de soledad estaba comenzando a asaltarlo. Estaba tan aislado aquí... tan separado de todo. No había nada que hacer. Era peor que estar prisionero en aislamiento confinado; al menos, los prisioneros tenían celdas más grandes, veían el sol, respiraban aire fresco, y contemplaban algún rostro ocasionalmente.

Clayton había pensado siempre ser un misántropo, un recluso. Ahora, deseaba ver otro rostro. A medida que pasaban las horas, tuvo extrañas ideas. Deseaba ver la vida, en cualquier forma... hubiera dado una fortuna por la compañía, aun de un insecto, en este calabozo volador. El sonido de una voz humana hubiera sido un cielo. Estaba tan «solo». No había nada que hacer sino soportar los tirones, pasear por el estrecho suelo, comer sus píldoras, tratar de dormir. Nada en que pensar. Clayton comenzó a desear que llegase el momento en que sus uñas necesitasen ser cortadas. Haría que esa tarea durase horas. Examinó cuidadosamente sus ropas, contempló durante horas en el pequeño espejo su barbudo rostro. Memorizó su cuerpo, escrutó tocios los artículos que contenía la cabina de la «Futuro». Y sin embargo, no estaba lo suficientemente cansado como para dormir de nuevo. Sentía constantemente un pulsante dolor de cabeza. Al fin logró cerrar los ojos y sumergirse en otra duermevela, interrumpida por tirones que lo agitaban, haciéndole despertar.

Cuando finalmente se alzó y encendió la luz, al tiempo que dejaba pasar algo más de oxígeno, hizo un terrible descubrimiento. «Había perdido todo sentido del tiempo.» El tiempo es relativo, le habían dicho siempre. Y ahora se daba cuenta de cuan verdadera era. No tenía nada con que medir el tiempo: ni reloj, ni posibilidad de ver el sol o la luna o las estrellas, ni tampoco actividades regulares. ¿Cuánto tiempo llevaba viajando? Por mucho que tratase, no lograba recordarlo. ¿Había comido cada seis horas? ¿O cada día? ¿O cada veinte? ¿Había dormido una vez cada día? ¿Una vez cada tres o cuatro días? ¿Cuan a menudo había paseado? Sin instrumentos con los que situarse, estaba totalmente perdido. Comió sus píldoras en forma irregular, tratando de pensar a pesar del atontamiento que abotargaba sus sentidos. Esto era tremendo. Si había perdido la medida del tiempo, quizá pronto perdería el conocimiento de su propia identidad. Enloquecería allí, en la astronave, mientras cruzaba por el vacío hacia los planetas. Solo, atormentado en una pequeña celda, tenía que aferrarse a algo. ¿Qué era el tiempo?

Ya no quería pensar en él. Ya no quería pensar en nada. Tenía que olvidar el mundo que había abandonado, o la memoria lo pondría frenético.

—Tengo miedo —murmuró—. Tengo miedo de estar solo en la oscuridad. Quizás haya pasado la Luna. Quizá me encuentre a millón y medio de kilómetros de la Tierra... o a quince millones.

Entonces Clayton se dio cuenta de que estaba hablando consigo mismo. En ese camino se hallaba la locura. Pero no podía detenerse, como tampoco podía parar la horrible vibración desmembradora que lo rodeaba.

—Tengo miedo —murmuró en una voz que sonaba a vacía en la pequeña habitación zumbante—. Tengo miedo. ¿Qué hora es?

Cayó dormido, todavía susurrando, y el tiempo siguió su marcha. Se despertó con nuevo valor. Había perdido el control, razonó. La presión exterior, a pesar de la presurización, debía haber afectado sus nervios. Tai vez el oxígeno lo hubiera atontado, y la dieta de píldoras era mala. Pero ahora había pasado la debilidad. Sonrió, atravesando la cabina. Entonces volvieron de nuevo sus pensamientos: ¿Qué día era? ¿Cuántas semanas habían pasado desde que había partido? Quizá ya hubiesen, pasado meses, un año, dos años. Todo lo referente a la Tierra parecía lejano, casi parte de un sueño. Se sentía ahora más cercano a Marte que a la Tierra. Comenzó a anticipar en vez de recordar. Durante un tiempo, todo había sido mecánico. Había encendido y apagado la luz cuando lo había necesitado, tomado las píldoras por hábito, recorrido el suelo sin pensar, atendido inconscientemente el sistema de aire, dormido sin saber cómo ni cuándo. Gradualmente, Richard Clayton olvidó su cuerpo y los alrededores. El permanente zumbido en su cerebro se convirtió en una parte de él. Una dolorida parte que le decía que estaba zumbando a través del espacio en una bala plateada. Pero significaba algo más, porque Clayton va no hablaba consigo mismo. Se olvidó de él mismo y soñó tan solo con Marte que se hallaba enfrente. Cada pulsación de la nave decía:

—Marte... Marte... Marte.

Sucedió una cosa maravillosa: Aterrizó. El navío se clavó de proa, temblando. Luego se depositó suavemente sobre el gaseoso césped del planeta rojo. Durante largo tiempo Clayton había sentido el tirón de la extraña gravitación. Sabía que los ajustes automáticos de su navío estaban disminuyendo las descargas atómicas y usando del tirón gravitacional natural del mismo Marte. Ahora, el navío aterrizó, y Clayton abrió la puerta. Rompió los sellos y salió fuera. Rebotó suavemente en el césped púrpura. Sentía su cuerpo libre, flotante. Había aire fresco, y la luz del sol parecía más fuerte, más intensa, aunque las nubes velaban el brillante globo. A lo lejos se alzaban los bosques, los verdes bosques con la vegetación púrpura que cubría los árboles. Clayton abandonó la nave y se acercó al fresco bosque. El primer árbol tenía ramas que se inclinaban hacia el suelo como dos brazos.

¡Brazos... eran brazos! Se extendieron unos brazos verdes. Unas ramas lo asieron y lo alzaron. Fríos anillos, viscosos como los de una serpiente, lo mantuvieron así aferrado mientras era apretado contra un oscuro tronco de árbol. Y ahora estaba mirando a la inflorescencia púrpura que cubría las hojas. Los crecimientos púrpura eran... cabezas. Malvados rostros púrpura que lo miraban con ojos putrefactos como sapos muertos. Cada rostro estaba arrugado como una coliflor púrpura, pero bajo la masa pulposa había una gran boca. Cada rostro púrpura tenía una boca púrpura, y cada boca púrpura se abría para babear sangre. Ahora, los brazos vegetales lo apretaron más fuertemente contra el frío y palpitante tronco, y uno de los rostros púrpura, el rostro de una mujer, se acercaba para besarle.

¡El beso del vampiro! La sangre brillaba escarlata en los sensuales labios que se acercaban a los suyos. Se debatió, pero las extremidades lo aferraban fuertemente. Y llegó el beso, frío como la muerte. Su llamarada helada le recorrió todo su ser, y sus sentidos se ahogaron. Entonces Clayton se despertó, y supo que era un sueño. Su cuerpo estaba cubierto de sudor. Esto le hizo darse cuenta de su propio cuerpo. Se acercó al espejo. Una sola mirada le hizo retroceder horrorizado. ¿Era esto también una parte del sueño? Mirando al espejo, Clayton vio reflejada la faz de un hombre envejecido. Las facciones estaban muy barbudas, y se veían pliegues y arrugas, mientras que las antes mofletudas mejillas estaban ahora hundidas. Los ojos eran lo peor... Clayton ya no reconocía sus propios ojos. Rojos y hundidos en sus huesudas cuencas, ardían con una asombrada mirada de horror. Tocó su rostro y vio como la mano cubierta de venas azules se alzaba en el espejo y recorría el canoso pelo.

Retornó un parcial sentido del tiempo. Había estado aquí durante años. ¡Años! ¡Se estaba haciendo viejo! Naturalmente, la poco normal vida lo hacía envejecer más rápidamente, pero no obstante debía haber pasado un gran intervalo de tiempo. Clayton sabía que pronto alcanzaría el final de su viaje. Deseaba alcanzarlo antes de tener más sueños. De ahora en adelante, la cordura y sus reservas físicas deberían combatir contra el invisible enemigo que era el tiempo. Trastabilleó de vuelta a la litera, mientras, temblando como un metálico monstruo volador, el «Futuro» cruzaba la negrura del espacio interestelar. Ahora estaban golpeando el exterior de la nave; sus brazos de acero estaban rompiendo la puerta. Los negros monstruos metálicos entraron con un paso de hierro. Sus severos rostros tallados en acero no tenían ninguna expresión cuando aferraron a Clayton por los costados y lo arrastraron fuera. Se lo llevaron a través de la plataforma metálica, caminando tiesos con pies que claqueteaban al chocar contra el metal. Grandes tubos de acero se alzaban en plateadas espiras a todo su alrededor, y lo llevaron a una torre de hierro. Subieron las escaleras, clang, clang clang, resonaban los grandes pies metálicos.

Las escaleras de hierro, giraban sin fin. Y sin embargo, continuaban. Sus rostros estaban fijos, y el hierro no suda. Nunca se cansaban, pero Clayton era una basura jadeante cuando alcanzaron el domo y lo empujaron ante la Presencia en la habitación de la cúspide. La voz metálica zumbó, mecánicamente, como un disco fonográfico roto:

—«Lo-hallamos-en-un-pájaro-oh-amo.»
—«Está-hecho-de-blandura.»
—«Está-vivo-en-alguna-extraña-manera.»
—«Un-a-ni-mal.»

Y entonces la resonante voz del centro de la habitación de la torre:

—«Tengo-hambre.»

Alzándose en un trono de hierro sobre el suelo, estaba el Amo. Simplemente una gran trampa de hierro, con mandíbulas metálicas similares a las de una pala mecánica. Las mandíbulas se abrieron con un click, y los horribles colmillos brillaron. Una voz llegó de las profundidades.

—«Alimentadme.»

Lanzaron a Clayton hacia delante, con sus brazos de hierro, y cayó dentro de las mandíbulas-trampa del monstruo. Las mandíbulas se cerraron, masticando con gusto la carne humana... Clayton se despertó chillando. El espejo brilló cuando sus temblorosas manos encontraron el interruptor de la luz. Contempló el rostro de un hombre envejecido, con el cabello casi blanco. Se estaba haciendo viejo. Y se preguntaba si su cerebro resistiría. Comer píldoras, caminar en la cabina, escuchar la vibración, regenerar el aire, acostarse en la litera. Eso era todo ahora. Y el resto... esperar. Esperar en una zumbante cámara de tortura, durante horas, días, años, siglos, incontables eones. Y cada eón, un sueño. Aterrizaba en Marte, y los fantasmas llegaban enroscándose desde una neblina grisácea. Eran formas en la neblina, como cenagoso ectoplasma, y podía ver a su través. Pero se retorcían y llegaban, y sus voces eran débiles susurros en su alma.

—Aquí hay Vida —susurraban—. Nosotros, cuyas almas han cruzado el Vacío tras la muerte, hemos esperado Vida para tener un festín. Tengámoslo ahora.

Y lo ahogaban bajo las grises sábanas, y sorbían con grises bocas chuponas su sangre... De nuevo aterrizaba en el planeta, y no había nada. Absolutamente nada. El suelo estaba desnudo, y se extendía hasta horizontes de nada. No había ni cielo ni sol, tan solo el suelo sin fin en todas direcciones. Puso cautamente el pie en él. Se hundió en la nada. La nada vibraba ahora, como vibraba la nave, y lo estaba tragando. Estaba cayendo a un profundo pozo sin lados, y la inexistencia se cerraba sobre él...

Clayton soñó esto último estando en pie. Abrió sus ojos ante el espejo. Sus piernas estaban débiles, y se sujetó con manos que temblaban por la edad. Miró al rostro en el espejo: la faz de un hombre de setenta años.

—¡Dios! —murmuró. Era su propia voz: el primer sonido que había oído ¿en cuánto tiempo? ¿En cuántos años? ¿Por cuánto tiempo no había oído nada, por encima de las infernales vibraciones de la nave? ¿Cuan lejos había llegado la «Futuro»? Ya era viejo. Un horrible pensamiento mordió su cerebro. Tal vez algo había ido mal. Tal vez los cálculos eran defectuosos y se estaba moviendo demasiado lentamente en el espacio. Quizá nunca llegase a Marte. O tal vez, y esta era una terrorífica posibilidad, había pasado a lo largo de Marte, errada la cuidadosamente calculada órbita al planeta. Y ahora estaba zambulléndose en los solitarios vacíos de más allá. Tragó sus píldoras y yació en la litera. Se notaba algo más en calma ahora. Tenía que estarlo, por primera vez recordaba la Tierra.

¿Y si hubiera sido destruida? ¿Y si hubiera sido invadida por la guerra, o por la peste, o por las enfermedades, mientras él se había ido? ¿O si había sido golpeada por meteoros, o alguna estrella moribunda había llameado la muerte sobre ella desde cielos enloquecidos? Unas nociones fantasmales lo asaltaron: ¿y qué ocurriría si unos Invasores cruzaban el espacio para conquistar la Tierra, tal como él lo estaba cruzando hacía Marte? Pero no tenía sentido el preocuparse acerca de esto. El problema era alcanzar su propio objetivo. Tenía que esperar, inerme, mantener la vida y la cordura durante el tiempo suficiente para conseguir su objetivo. En el vibrante horror de su celda, Clayton se hizo una firme promesa con toda su desvaneciente fuerza.
Viviría, y cuando aterrizase vería Marte. Muriese o no en el largo viaje de vuelta, existiría hasta alcanzar su meta. Lucharía contra los sueños desde este momento. No tenía forma de calcular el tiempo: tan sólo un largo anonadamiento, y el zumbido de esta infernal espacionave. Pero viviría. Ahora llegaban voces desde el exterior de la nave. Los fantasmas aullaban en las oscuras profundidades del espacio. Llegaron visiones de monstruos y sueños torturadores, y Clayton los rechazó todos. Cada hora, o día, o año, ya no podía saber cuando, Clayton lograba arrastrarse hasta el espejo. Y siempre le mostraba que estaba envejeciendo rápidamente. Su cabello blanquecino y su rugoso rostro le recordaban su increíble senilidad. Pero Clayton vivía. Era ya demasiado viejo para pensar, y estaba demasiado cansado. Simplemente, vivía en el zumbido de la nave. Al principio no se dio cuenta. Estaba recostado en la litera, y sus agotados ojos estaban cerrados en una especie de estupor. Repentinamente, se dio cuenta de que la vibración había cesado. Sabía que debía estar soñando de nuevo. Se alzó dolorido, y se frotó los ojos. No, el «Futuro» estaba inmóvil. ¡Había aterrizado!

Estaba temblando incontroladamente. Los años de vibración habían producido esto. Los años de aislamiento con tan solo sus locos pensamientos por compañía. Casi no podía ponerse en pie. Pero éste era el momento. Esto era por lo que había esperado durante diez largos años. No, debían de haber pasado más años. Pero podía ver Marte. Lo había conseguido, había hecho lo imposible. Era un pensamiento inspirador. Pero, en alguna forma, Richard Clayton lo habría dado todo por saber tan sólo en qué tiempo se hallaba, y oírlo en una voz humana. Se tambaleó hasta la puerta: la puerta sellada hacía tanto tiempo. Allí había una palanca.

Su anciano corazón bombeó excitado cuando empujó la palanca hacia arriba, la puerta se abrió, la luz del sol se deslizó al interior, el aire sopló: aire que cosquilleó en sus pulmones y luz que no le hizo parpadear. Sus pies lo estaban llevando afuera. Clayton cayó en brazos de Jerry Chase.

No sabía que era Jerry Chase. Ya no sabía nada. Había sufrido demasiado. Chase estaba contemplando el debilitado cuerpo que yacía en sus brazos.

—¿Dónde está el señor Clayton? —murmuró—. ¿Quién es usted?

Contempló la envejecida y arrugada cara.

—Pero... ¡si es Clayton! —jadeó—. Señor Clayton, ¿qué es lo que ha ido mal? Las descargas atómicas fallaron cuando puso en marcha la nave, y lo que pasó fue que continuaron estallando. La nave nunca abandonó la Tierra, pero la violencia de las descargas nos impidió llegar hasta usted hasta ahora. No podíamos acercarnos al «Futuro» hasta que se detuvieron. Hace un poco, la nave dejó de temblar, la hemos estado vigilando de día y de noche. ¿Qué le pasó a usted, señor?

Los apagados ojos azules de Richard Clayton se abrieron. Su boca tembló mientras, débilmente, suspiraba:

—Perdí... la medida del tiempo. ¿Cuánto... cuánto tiempo he pasado en el «Futuro»?

El rostro de Jerry Chase era grave cuando miró de nuevo al viejo y respondió, suavemente:

—«Tan solo una semana.»

Y, mientras los ojos de Richard Clayton se helaban con la muerte, el largo viaje había terminado.


El experimento del doctor Heidegger. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Aquel hombre extraño, el viejo doctor Heidegger, invitó cierta vez a su estudio a cuatro amigos venerables. Eran ellos tres caballeros de blancas barbas: Mister Medbourne, el coronel Killigrew y Mister Gascoigne, y una marchita dama, la viuda Wycherly. Todos eran melancólicos ancianos que sabían de infortunios y cuya mayor desgracia consistía en mantenerse aún con vida. Mister Medbourne, en el vigor de sus años, había sido un próspero negociante; pero habiéndolo perdido todo en locas especulaciones estaba reducido a poco menos que un mendigo. El coronel Killigrew había dilapidado sus mejores años, su salud y su caudal corriendo tras pecaminosos placeres, los cuales fueron fuente de males, tales como la gota, a más de producirle diversos tormentos del alma y del cuerpo. Mister Gascoigne era un político arruinado, hombre de mala fama, o al menos lo había sido, hasta que el tiempo, al borrarlo del conocimiento de la presente generación, convirtió su infamia en oscuridad. En cuanto a la viuda Wycherly, la tradición nos dice que fue en sus días una gran belleza, pero que vivió largos años en profunda reclusión a causa de ciertas escandalosas historias que habían prevenido contra ella a la gente de la ciudad.

Es una circunstancia digna de mencionar que los tres ancianos caballeros: Mister Medbourne, el coronel Killigrew, y Mister Gascoigne, amaron en sus años mozos a la viuda Wycherly, y hasta habían estado una vez a punto de llegar a las manos por ella. Y antes de seguir adelante quiero sugerir, simplemente, que tanto del doctor Heidegger, como de sus cuatro huéspedes, decíase que no se hallaban en sus cabales, cosa no poco frecuente en los ancianos, cuando están bajo el peso de molestias presentes o de angustiosos recuerdos.

-Mis queridos viejos amigos, -dijo el doctor Heidegger a la vez que les rogaba tomaran asiento- deseo la ayuda para llevar a cabo uno de aquellos pequeños experimentos con los cuales acostumbro entretener mis ocios, aquí, en mi estudio.

Si las historias dicen la verdad, el estudio del doctor Heidegger debió haber sido un muy curioso lugar. Consistía en una oscura y anticuada cámara, festoneada con telas de araña, y salpicada de manchas de polvo de vieja data. Alrededor de las paredes alinéabase una estantería de roble, cuyas tablas inferiores soportaban hileras de gigantescos infolios y volúmenes en cuarto de negras letras; y las superiores, pequeños tomos en dozavo recubiertos de pergamino. Sobre el estante central veíase el busto de bronce de Hipócrates, con el cual, según ciertas autorizadas opiniones, el doctor Heidegger acostumbraba realizar consultas en todos los casos difíciles que en la práctica de su profesión se le presentaban. En el más oscuro rincón de la habitación, a través de la puerta entreabierta de una estrecha alacena de roble, podía distinguirse confusamente un esqueleto humano. Un espejo suspendido entre dos estantes ofrecía su alta y polvorienta luna en un deslustrado marco dorado. Entre las muchas maravillosas historias referentes a este espejo, figuraba la de que en su superficie cobraban vida los pacientes fallecidos del doctor, y asomábanse a mirarlo con fijeza cada vez que en él se contemplaba.

El lado opuesto de la habitación estaba adornado con el retrato de cuerpo entero de una joven ataviada con satenes y, brocatos, de tan empalidecida magnificencia como su marchito rostro. Media centuria antes el doctor Heidegger había estado a punto de contraer matrimonio con esta joven, quien, debido a una ligera indisposición, bebió una pócima prescripta por su novio, falleciendo la tarde misma del día fijado para la boda. Queda sin mencionar la más grande curiosidad del estudio: un pesado infolio en cuero negro con agarraderas de plata maciza.

Ninguna inscripción adornaba su cubierta; nadie habría podido decir su título; pero bien sabían todos que era un libro de magia. Cierta vez, al levantarlo una mucama, simplemente para quitarle el polvo, el esqueleto rechinó en su encierro, el retrato de la joven avanzó un paso sobre el piso, y varios fantasmales rostros aparecieron en el espejo; mientras la cabeza de bronce de Hipócrates, arrugando el ceño, decía: Deténgase.

Tal era el estudio del doctor Heidegger. En la tarde de verano de nuestro cuento, una pequeña mesa redonda, tan negra como el ébano, colocada en el centro de la habitación, sostenía un vaso de cristal de hermosa forma y elaborado diseño. Los rayos del sol, atravesando la ventana por entre los pesados festones de dos ajadas cortinas de damasco, incidían directamente sobre el vaso, de modo que un débil resplandor iba desde él a reflejarse sobre los cenicientos rostros de los cinco ancianos sentados a su alrededor. Cuatro copas de champagne estaban también sobre la mesa.

-Mis queridos y viejos amigos, -repitió el doctor Heidegger- ¿puedo contar con la ayuda de ustedes para realizar un experimento extremadamente curioso?

Ahora bien, el doctor Heidegger era un anciano caballero sumamente extraño, cuyas excentricidades habían dado pábulo a mil fantásticas historias. Algunas de estas fábulas, para mi vergüenza sea dicho, no cuentan con más garantía que la de mi propia veracidad; y si acaso algunos de sus pasajes llegaran a sorprender la buena fe del lector, estoy dispuesto a soportar el estigma de ser considerado un urdidor de ficciones. Cuando el doctor anunció a sus cuatro huéspedes sus propósitos de realizar un experimento, éstos imaginaron algo tan carente de interés como la asfixia de una rata bajo la campana neumática, el examen al microscopio de una tela de araña, o cualquier otra tontería semejante a las muchas con que acostumbraba fastidiar a sus íntimos. Pero, sin aguardar respuesta, el doctor Heidegger cruzó cojeando la cámara y volvió con el pesado infolio encuadernado en negra piel, al cual generales referencias sindicaban como un libro de magia. Desprendiendo los broches de plata, abrió el volumen y separó de entre sus páginas de negros caracteres una rosa, o, mejor dicho, lo que fue alguna vez una rosa; pues ahora sus verdes hojas y rojos pétalos habían adquirido un oscuro tinte marrón, y la seca flor parecía próxima a convertirse en polvo entre los dedos del doctor.

-Esta rosa, -dijo el doctor Heidegger, con un suspiro- esta misma rosa mustia que amenaza deshacerse, floreció hace cincuenta y cinco años. Me fue dada por Silvia Ward, cuyo retrato ven allí, y debía adornar la solapa de mi saco el día de nuestra boda. Cincuenta y cinco años han pasado entre las hojas de este viejo volumen. Ahora bien, ¿creen ustedes posible que esta flor con más de media centuria pueda adquirir su lozanía de otra hora?

-¡Qué necedad! -dijo la viuda Wycherly con displicente inclinación de cabeza- Es como si usted preguntara si el arrugado rostro de una vieja puede recuperar su perdida frescura.
-Véanlo ustedes mismos -respondió el doctor Heidegger.

Alzó la tapa del vaso y arrojó la marchita rosa dentro del agua que contenía. En el primer momento flotó ligera sobre la superficie, sin absorber, al parecer, nada de la mezcla. Pronto, sin embargo, comenzó a hacerse visible en ella una singular transformación. Los pétalos, aplastados y secos, se agitaron adquiriendo una profunda coloración rojiza, como si la flor despertara de un letargo de muerte; el esbelto tronco y los manojos de follaje reverdecieron de nuevo, hasta que al fin la rosa de medio siglo atrás llegó a adquirir la frescura del día en el cual Silvia Ward la ofreció a su prometido. Apenas, pues, había alanzado la plenitud de su florecimiento, algunos de sus delicados pétalos rojos se curvaban modestamente alrededor de su húmedo corazón, en el cual brillaban dos o tres gotas de rocío.

-Esto es, ciertamente, una bonita superchería. -dijeron los amigos del doctor, sin demostrar mayor entusiasmo, pues en la representación de un ilusionista habían presenciado cosas más extraordinarias- ¿Podemos preguntar cómo la realizó?
-¿Nunca oyeron hablar ustedes de la Fuente de Juvencia? -interrogó el doctor a su vez- El aventurero español Ponce de León partió en su búsqueda tres centurias atrás.
-Pero, ¿Ponce de León llegó alguna vez a encontrarla? -inquirió la viuda Wycherly.
-No, -respondió el doctor Heidegger- pues nunca la buscó donde realmente se hallaba. La famosa Fuente de Juvencia, si estoy exactamente informado, está situada en la parte meridional de la península de la Florida, no lejos del Lago Macaco. Sombréanla magnolias gigantes que, aunque cuentan innumerables centurias, se han mantenido frescas como violetas, por las virtudes de tan maravillosa agua. Uno de mis conocidos, sabedor de mi curiosidad en materias como ésta, envióme el agua que ven ustedes en ese vaso.
-¡Ejem! -dijo el coronel Killigrew, quien no creía ni una palabra de la historia del doctor- ¿y cuál puede ser el efecto de este fluido sobre el organismo humano?
-Lo juzgará usted mismo, mi querido coronel, -replicó el doctor Heidegger- y todos ustedes, mis respetados amigos, pueden servirse de tan admirable fluido, todo lo que necesiten para recobrar la lozanía de la juventud. En cuanto a lo que a mí respecta, me ha costado tanto llegar a la edad provecta, que no siento el menor deseo de recomenzar. Con el permiso de ustedes, pues, me limitaré, simplemente, a observar los progresos del experimento.

Mientras hablaba el doctor había llenado las cuatro copas de champagne con el agua de la Fuente de Juvencia. Parecía contener algún gas efervescente, pues continuamente desprendíanse del fondo de las copas pequeñas burbujas que iban a reventar en la superficie semejando una lluvia de plata. Como el licor difundía un grato perfume, los cuatro ancianos no dudaron de sus propiedades cordiales y reconfortantes, y, aunque escépticos en cuanto a los poderes que para rejuvenecer poseía, sintiéronse inclinados a beberlo en el acto. Pero el doctor solicitó un momento de espera.

-Antes de beber, -les dijo- será bueno que con la experiencia adquirida a lo largo de sus vidas se tracen unas pocas reglas generales para orientare entre los peligros de la juventud que por segunda vez van a sortear. Un momento de reflexión les hará ver que, con las ventajas que ustedes ahora llevan, ¡merecerían vergüenza y condenación si no se convirtieran en modelos de virtud y de sabiduría para toda la juventud de la época!

Una débil y trémula risita fue la única respuesta dada al doctor por los cuatro venerables amigos: tan ridícula encontraban la idea de que quienes, como ellos, sabían cuán de cerca el arrepentimiento sigue los pasos del error, pudieran de nuevo desviarse del camino recto.

-Beban entonces, -dijo el doctor inclinándose, y agregó- me alegro de haber elegido tan bien los sujetos de mi experimento.

Con manos temblorosas los cuatro ancianos llevaron los vasos a la altura de sus labios. Si realmente el licor poseía las propiedades que el doctor Heidegger le atribuía, no podía haber sido empleado en cuatro seres humanos que más angustiosamente lo necesitaran. Diríase que aquellas criaturas encanecidas, secas, decrépitas, sentadas alrededor de la mesa del doctor, carentes hasta del vigor de alma y cuerpo necesario para animarse ante la idea de su próximo rejuvenecimiento, eran los hijos de la senectud de la Naturaleza, y por completo ignoraban la juventud y los placeres. Bebieron el agua y repusieron los vasos sobre la mesa.

Seguramente hubo una repentina mejora en el aspecto general de los cuatro amigos, no muy diferente, sin embargo, de la que hubiérase obtenido con un vaso de vino generoso; y, a la vez, algo como un resplandor iluminó sus fisonomías. Las mejillas adquirieron una apariencia de salud, en vez del matiz ceniciento que les daba cadavérico aspecto. Imaginaron, al mirarse unos a otros, que algún poder mágico estaba borrando las profundas y lamentables inscripciones esculpidas durante largos años sobre sus rostros, por el Padre Tiempo. La viuda Wycherly se acomodó la gorra, pues casi se sentía, de nuevo, mujer.

-¡Dénos más de este maravilloso elixir! -gritaron, ansiosamente- ¡Nos encontramos más jóvenes, pero aun somos demasiado viejos! ¡Pronto, sírvanos más!
-Paciencia, paciencia. -recomendó el doctor Heidegger, que sentado observaba con filosófica frialdad la marcha del experimento- Ustedes han necesitado muchos años para llegar a viejos; por bien servidos debían darse con retornar a la juventud en sólo media hora. Pero el agua está a su entera disposición.

Colmó otra vez las copas con el licor de juventud, y aún quedó de él, en el vaso, cantidad suficiente como para volver a la mitad de los ancianos de la ciudad a la misma edad de sus propios nietos. Todavía chispeaban las burbujas en sus bordes cuando ya los cuatro huéspedes del doctor arrebataban las copas de la mesa y vaciaban de un trago su contenido. ¿Eran acaso juguetes de una alucinación? Aún estaba la bebida en sus gargantas cuando ya el organismo entero pareció experimentar una transformación. Los ojos volviéronse brillantes y límpidos; una sombra oscura, cada vez más profunda, se extendió sobre los plateados rizos: alrededor de la mesa sentábanse ahora tres caballeros y una dama de mediana edad, que, al parecer, apenas habían transpuesto los límites de la despreocupada juventud.

-Mi querida viuda, está usted encantadora. -exclamó el coronel Killigrew, que no le había quitado los ojos de encima, mientras de su rostro, tal como la oscuridad corrida por las rosadas luces de la aurora, desaparecían las sombras de la edad.

Como la bella viuda conocía de largo tiempo atrás que los cumplidos del coronel Killigrew no siempre se ajustaban a la más estricta verdad, se levantó y corrió al espejo, temerosa de encontrarse con el horrible rostro de una vieja. Mientras tanto los tres caballeros comportábanse de manera a demostrar que el agua de la Fuente de Juvencia poseía poderes intoxicantes, a menos que, en realidad, el alborozo de sus espíritus fuera simplemente debido al vértigo causado por la repentina remoción del peso de los años.

El pensamiento de Mister Gascoigne retornó a los temas políticos, pero sin que fuera posible determinar si hacía referencia al pasado, al presente o al futuro, desde que las mismas ideas y frases habían estado en boga durante los últimos cincuenta años. Ora lanzaba a pulmón pleno sentencias sobre patriotismo, gloria nacional, o derechos del pueblo; ora musitaba algún peligroso chisme o materia de desecho, con cautela tanta, que aun su propia conciencia no habría podido llegar a enterarse del asunto; ora hablaba con reposado y firme acento, en tono de profunda deferencia, como si un oído real estuviera pendiente de sus bien redondeados períodos. Durante todo este tiempo el coronel Killigrew había estado canturreando una bonita canción de taberna, acompañando el estribillo con el retintín del cristal, mientras sus ojos buscaban la fresca figura de la viuda Wycherly. En el otro extremo de la mesa Mister Medbourne absorbíase en el cálculo de los pesos y centavos necesarios para llevar a cabo un proyecto en extremo audaz: el de proporcionar hielo a las Indias Orientales por el extraño expediente de uncir ballenas a los icebergs del polo.

En cuanto a la viuda Wycherly, de pie frente al espejo, hacía cortesías, con bobalicona sonrisa, a su propia imagen, saludándola como al amigo más amado. Acercaba bien su rostro al espejo como para cerciorarse de que alguna arruga o pata de gallo, cuyo recuerdo no se borraba de su mente, había realmente desaparecido. Quería saber, asimismo, si la nieve de sus cabellos habíase fundido tan completamente como para permitirle arrojar lejos de sí la venerable gorra que los cubría. Por último, arrancándose con viveza de tal contemplación, dirigióse hacia la mesa esbozando un paso de baile.

-Mi querido y viejo doctor -gritó- ¡por favor, se lo suplico, deme otra copa!
-¡Ciertamente, querida señora, ciertamente! -replicó el complaciente doctor- vea: las copas ya están llenas.

Allí estaban, en efecto, las cuatro copas llenas, hasta los bordes, de la maravillosa agua, que, con la pulverización producida por la efervescencia de su superficie, semejaba el trémulo brillo del diamante. Ya el sol estaba poniéndose, de manera que las sombras comenzaban a invadir la habitación; pero un tenue resplandor, casi lunar, centelleando en el vaso, iba a caer, a la vez, sobre los cuatro huéspedes y sobre la venerable figura del doctor. Sentábase éste en un amplio sillón de roble, con ricas tallas y elevado respaldo, en una actitud de digna ancianidad, que bien hubiera cuadrado al propio Padre Tiempo, cuyos poderes (excepción hecha de los componentes de esta afortunada compañía) nadie había osado nunca disputar. Ya habían apurado la tercera copa de la Fuente de Juvencia, pero sentíanse casi aterrorizados por la enigmática expresión del rostro del doctor. Mas, muy pronto, la pujante irrupción de la vida nueva dilató sus arterias. Estaban ahora en la flor de la juventud. La edad, con su miserable séquito de molestias, preocupaciones y enfermedades, había quedado muy lejos; recordábanla tan sólo como un sueño, del cual hubieran, con gozo, despertado. La frescura del alma -tan pronto perdida- sin la cual las sucesivas escenas del mundo son sólo una galería de marchitos cuadros, puso otra vez su nota de encantamiento sobre todas sus perspectivas. Sentíanse como los seres recién creados de un nuevo universo.

-¡Somos jóvenes! ¡Somos jóvenes! -repetían exultantes.

La juventud, como suele hacerlo la extrema edad, había borrado las características propias, fuertemente acusadas, de la madurez, haciéndolos asemejarse entre sí. Formaban un grupo de animados jovenzuelos, casi enloquecidos con la exuberante frivolidad de sus años. El más singular efecto de su alegría era su tendencia a hacer mofa de las enfermedades y de la decrepitud, de las cuales habían sido recientes víctimas. Reían fuertemente de los anticuados atavíos: los sacos amplios como faldas y los colgantes chalecos de los hombres, lo mismo de la vieja gorra y del traje que la fresca muchacha vestía. Uno cruzó renqueando la habitación, cual si fuera un gotoso abuelo; otro colgó los anteojos sobre su nariz, simulando leer en los negros caracteres del libro de magia; el tercero ocupó una silla de brazos para remedar la respetable dignidad del doctor Heidegger; pero bien pronto todos juntos, profiriendo gritos de alegría, saltaron alrededor de la pieza. En cuanto a la viuda Wycherly (si tan fresca damisela puede ser llamada viuda), corrió hacia el sillón del doctor con su rosado rostro animado por traviesa y alegre expresión.

-¡Doctor, viejo y querido amigo del alma, venga a bailar conmigo!

Entonces los cuatro jóvenes rieron más fuerte que nunca, al pensar en la extraña figura que el pobre viejo médico haría en tales circunstancias.

-Sírvase excusarme. -respondió el doctor- Estoy viejo y reumático, mis días de baile pasaron hace tiempo; pero cualquiera de estos alegres caballeros estaría contento con tan encantadora compañía.
-¡Dance conmigo, Clara! -dijo el coronel Killigrew.
-¡No, no; la acompañaré yo! -gritó Mister Gascoigne.
-¡Ella me prometió su mano hace cincuenta años! -exclamó Mister Medbourne.

Todos se agruparon a su alrededor: uno se apoderó de sus manos con apasionado apretón; otro pasó el brazo alrededor de su cintura; el de más allá hundió sus dedos entre los brillantes rizos que la gorra dejaba al descubierto. Ruborizada, anhelante, arrojando por turno su cálido aliento a los tres rostros, la viuda forcejeaba entre regaños y risas, y, luchando por libertarse, quedó inmovilizada bajo el triple abrazo. Nunca la rivalidad juvenil, proponiéndose alcanzar los favores de una hechicera belleza, ofreció cuadro más vívido. Y sin embargo, por un extraño equívoco, debido a la oscuridad de la cámara y a los anticuados trajes que todavía vestían, hubiérase dicho que el alto espejo reflejaba las figuras de tres viejos, marchitos y encanecidos señorones, contendiendo, ridículamente, por la descarnada fealdad de una anciana surcada de arrugas.

Pero ellos eran jóvenes: sus ardientes pasiones lo probaban. Inflamados hasta la locura por los coquetos manejos de la joven viuda, los tres rivales comenzaron a intercambiar amenazadoras miradas. Pronto, alejándose de la disputada belleza, trabáronse en fiero combate. En el ardor de la lucha la mesa fue volcada y el vaso rompióse en mil pedazos. La preciosa Agua de Juvencia corrió por el piso como brillante arroyuelo, humedeciendo, al pasar, las alas de una mariposa que, envejecida en la declinación del verano, habíase posado allí para morir. El insecto revoloteó por la pieza, y fue a asentarse sobre la nevada cabeza del doctor Heidegger.

-¡Vamos, vamos, caballeros! ¡Vamos, madame Wycherly! -exclamó el doctor- ¡Me veo obligado a protestar contra esta algarabía!

Quedáronse quietos, y un estremecimiento los sobrecogió, pues les pareció como si el encanecido Tiempo los proyectara hacia atrás, arrancándoles de su soleada juventud, para hundirlos en el lejano, frío y oscuro pasadizo de los años. Miraron al viejo doctor Heidegger, que continuaba sentado en su sillón de talla, sosteniendo entre sus manos la rosa de medio siglo atrás que había rescatado de entre los fragmentos del vaso. A una señal suya los cuatro alborotadores ocuparon de buena gana sus asientos, pues, a pesar de su juventud, los violentos ejercicios habíanlos fatigado.

-¡La rosa de mi pobre Silvia! -exclamaba el doctor Heidegger, manteniéndola de modo que la iluminaran las nubes del ocaso- ¡Me parece que está marchitándose de nuevo!

Y así era, en efecto. Mientras el grupo la miraba, la flor seguía desmejorando, hasta que se puso tan seca y frágil como cuando fue arrojada dentro del vaso. El doctor desprendió las pocas gotas de agua que aún conservaba adheridas a sus pétalos.

-Me es tan querida así como con su húmeda frescura. -observó, llevando la mustia rosa a sus labios tan marchitos como ella. Mientras hablaba, la mariposa agitó sus alas, y desprendiéndose de su encanecida cabeza, cayó sobre el piso.

Un nuevo estremecimiento sacudió a sus huéspedes. Una extraña frialdad (si era del alma o del cuerpo, no podían precisarlo), los iba ganando gradualmente. Miráronse unos a otros, imaginando que cada fugaz momento les arrebataba un encanto y dejaba en su lugar una profunda huella. ¿Eran víctimas de una ilusión? ¿Podrían, en tan breve espacio, acumularse los cambios de una vida entera? ¿Eran nuevamente cuatro ancianos sentados con su viejo amigo el doctor Heidegger?

-¿Nos estamos, tan pronto, volviendo viejos? -gritaron apenados.

Era así, en verdad. El Agua de la Juventud poseía una virtud más transitoria que la del vino. El delirio por ella producido desaparecía con tanta rapidez como las burbujas de su superficie. Sí, otra vez eran viejos. Con repentino impulso, revelador de la mujer que aún alentaba en ella, la viuda apretó contra su rostro las descarnadas manos, ambicionando la protección del sepulcro, ya que no podía conservar su belleza.

-Sí, amigos, son ustedes otra vez viejos -dijo el doctor Heidegger- y he aquí que el Agua de Juventud está totalmente desperdiciada en el piso. Bien. No lo lamento; pues aunque la fuente brotara en el mismo umbral de esta habitación no me inclinaría para mojar mis labios en ella; no, aunque el delirio que produce durara años en vez de minutos. ¡Ésta es la lección que de ustedes aprendí!

Pero los cuatro amigos del doctor no aprendieron tal lección. En ese mismo momento acababan de planear un peregrinaje a la Florida, para beber allí, insaciables, a la mañana, al mediodía y a la noche, el Agua de la Juventud.