martes, 26 de noviembre de 2024

El jardín de Adompha. Clark Ashton Smith (1893-1961)

"Señor de los bochornosos y rojos parterres y de los huertos soleados por las inquietas llamas del en tu jardín florece el Arbol que sostiene l infierno, frutos de innumerables cabezas de demonios y corre la raíz llamada Baaras, parecida a una escurridiza serpiente. Y allí las bifurcadas y pálidas mandrágoras, desgajadas del suelo por sí solas, van de un lado a otro pronunciando tu nombre hasta que los últimos entre los condenados piensan que los demonios están pasando gritando con airado frenesí y extraño espanto."
Letanía a Thasaidón de Ludar.

Era bien sabido que Adompha, rey de la extensa isla oriental de Sotar, poseía en los amplios dominios de su palacio un jardín secreto para todos los hombres, excepto para él mismo y para el mago de la corte, Dwerulas. Las cuadradas murallas de granito del jardín, altas y formidables como las de una prisión, eran claramente visibles, elevándose sobre los majestuosos bosques y árboles del alcanfor y las anchas parcelas de flores multicolores. Pero nada había podido saberse nunca respecto a su interior, porque todo el cuidado que era necesario era prestado únicamente por el mago bajo la dirección de Adompha y los dos se referían a él en oscuras adivinanzas que nadie podía interpretar. Las gruesas puertas de bronce respondían a un mecanismo cuyo secreto no compartían con nadie más, y el rey y Dwerulas, bien por separado o juntos, visitaban el jardín únicamente durante aquellas horas en las que nadie estaba fuera. Y en verdad, no había quien pudiera alardear de haber visto ni siquiera la apertura de la puerta.

Se decía que el jardín había sido protegido contra el sol por grandes láminas de plomo y cobre, que no dejaban ni la menor grieta por donde la estrella más diminuta pudiese mirar al interior. Algunos juraban que la intimidad de sus dueños durante sus visitas era asegurada por un sueño letal que Dwerulas, por miedo de sus mágicas artes, acostumbraba a provocar sobre toda la vecindad, durante aquel tiempo. Un misterio tan sobresaliente difícilmente podría dejar de provocar curiosidad y surgieron varias versiones distintas, con relación a la naturaleza del jardín. Algunos aseguraban que estaba lleno de plantas siniestras de hábitos nocturnos que proporcionaban rápidos y poderosos venenos para uso de Adompha, junto con esencias más insidiosas y siniestras empleadas por el mago en la fabricación de sus conjuros. Probablemente estas historias no dejaban de tener algo de razón, porque, después de la construcción del vallado jardín, habían sobrevenido en la corte real numerosas muertes atribuibles a envenenamientos y desastres que eran claramente obra de un brujo, junto con la desaparición física de gente cuya presencia en el mundo no agradaba ya a Adompha o a Dwerulas.

Los crédulos susurraban otras historias más extravagantes. Aquella leyenda de infamia fuera de lo normal que había rodeado al rey desde la infancia adquirió un tinte más odioso y la fama de Dwerulas, que con certeza había sido vendido antes de nacer al Archidemonio por su madre bruja, adquirió una nueva negrura, pues excedía a todos los demás hechiceros en la profundidad y maldad de su abandono. Despertando del sopor y los sueños producidos por el jugo de la amapola negra, el rey Adompha se levantó en las horas muertas y estancadas que van de la salida de la luna a la aurora. El palacio a su alrededor estaba silencioso como un cementerio, pues sus ocupantes habían cedido al sopor nocturno inducido por el vino, las drogas y el aguardiente. Alrededor del palacio dormían los jardines y la ciudad de Loithé, bajo las lentas estrellas de los tranquilos cielos meridionales. Adompha y Dwerulas acostumbraban visitar el recinto de altas murallas a aquellas horas, con poco temor de ser seguidos u observados.

Adompha salió, deteniéndose brevemente para iluminar con el cubierto ojo de su linterna de negro bronce la cámara en penumbra que estaba contigua a la suya. La habitación había estado ocupada por Thuloneah, su odalisca favorita, durante el, pocas veces igualado, período de ocho noches, pero sin sorpresa ni desconcierto vio que el lecho de desordenadas sedas estaba ahora vacío. Esto le confirmó que Dwerulas le había precedido al jardín. Y supo, además, que no había ido ociosamente ni de vacío. El recinto del palacio, rodeado por todas partes por sombras continuas, parecía mantener aquel secreto que el rey prefería. Llegó junto a las cerradas puertas de bronce de la enorme pared de granito y emitió, cuando se acercaba, un fuerte silbido parecido al de una cobra. En respuesta a la subida y bajada de este silbido, la puerta se abrió silenciosamente hacia dentro y se cerró a su espalda, también en silencio.

El jardín, plantado y cultivado en privado, y separado por el techo metálico de las esferas del cielo, estaba iluminado únicamente por un extraño globo ardiente que colgaba en su centro en medio del aire. Adompha contempló este globo con horror, porque su naturaleza y origen le eran desconocidos. Dwerulas pretendía que había salido del infierno en una medianoche sin luna y por su voluntad, que levitaba debido al poder infernal y que se alimentaba de las incesantes llamas de aquel clima en que los frutos de Thasaidón adquiren un tamaño fuera de lo normal y un sabor encantado. Despedía una luz sanguínea en la que el jardín temblaba y se agitaba, como visto a través de una luminosa neblina de sangre. Incluso en las lúgubres noches de invierno, el globo despedía un fuerte calor y nunca se apartaba de su extraña suspensión, aunque no tenía ningún soporte visible; bajo él, el jardín florecía malignamente, lozano y exuberante como cualquier parterre del círculo profundo.

Indudablemente, ningún sol terrestre podría haber producido los frutos de aquel jardín, y Dwerulas decía que sus semillas eran del mismo origen que el globo. Había troncos pálidos y bifurcados que se lanzaban hacia arriba como queriendo desgajarse del suelo, desplegando hojas inmensas como las oscuras y nervudas alas de los dragones. Había flores del color del amaranto, tan anchas como bandejas y sostenidas por tallos del grueso de un brazo que temblaban continuamente. Y había muchas otras plantas diversas, extrañas como los siete infiernos y sin otra característica común que los injertos que Dwerulas había implantado aquí y allá con sus innaturales y hechiceras artes. Aquellos injertos eran diversos miembros y partes de seres humanos. Habilidosamente, y con un éxito constante, el mago los había unido a las brotes, mitad vegetales, mitad animales, sobre los que después vivieron y crecieron, sorbiendo una savia parecida al íchor de los demonios. Así eran preservados los recuerdos, cuidadosamente escogidos, de una multitud de personas que habían provocado el disgusto o el aburrimiento del rey o de Dwerulas. Sobre los troncos de palmeras, bajo el follaje plumoso, colgaban en racimos las cabezas de los eunucos, como enormes dátiles oscuros. Una desnuda enredadera sin hojas tenía por flores las orejas de soldados castigados. Cactos deformes tenían como fruta pechos de mujeres, o sus cabellos como hojas. Extremidades o torsos completos habían sido unidos con monstruosos árboles. Algunas de las gigantescas hojas del tamaño de una bandeja portaban corazones palpitantes y ciertas flores más pequeñas tenían en el centro ojos que todavía se abrían y cerraban entre las pestañas. Otros injertos eran demasiado obscenos o repelentes para ser relatados.

Adompha avanzó entre las híbridas plantas que se agitaban y susurraban ante su proximidad. Las cabezas parecieron tenderse ligeramente hacia él, las orejas se agitaron, los pechos se estremecieron un poco, los ojos se dilataban o se entornaban como si vigilasen su avance. Sabía que aquellos restos humanos vivían únicamente con la perezosa vida de las plantas, compartiendo únicamente su actividad subanimal. Las había considerado como un placer estético curioso y mórbido, había encontrado en ellas la infalible atracción de cosas enormes y sobrenaturales. Ahora, por primera vez, pasó entre ellas con un lánguido interés. Comenzó a vislumbrar el momento fatal en que el jardín, con todos sus nuevos prodigios, no ofrecía ya un refugio para su inexorable aburrimiento.

En el centro del extraño vergel, donde un espacio circular todavía estaba vacío entre las apiñadas plantas, Adompha se acercó a un montón de tierra arcillosa recién excavada. A su lado, completamente desnuda, pálida y con aspecto de estar muerta, yacía la odalisca Thuloneah. Cerca de ella habían sido depositados varios cuchillos y otros utensilios, junto con redomas de bálsamos líquidos y de viscosas gomas que Dwerulas utilizaba para sus injertos y que había sacado de una bolsa de cuero. Una planta conocida como el dedaim, de tronco bulboso, pulposo y de color blanco y tirando a verde, de cuyo centro irradiaban varias ramas sin hojas que recordaban reptiles, dejaba caer de cuando en cuando sobre el pecho de Thuloneah una gota de un líquido amarillo-rojizo procedente de unas incisiones practicadas en su suave corteza.

Dwerulas apareció por detrás del túmulo arcilloso con la brusquedad de un demonio emergiendo de su caverna subterránea. En sus manos sostenía el pico con el que acababa de terminar de cavar un agujero profundo y semejante a una tumba. Comparado con el porte y estatura reales de Adompha; no parecía más que un enano envejecido. Su aspecto mostraba todas las señales de una edad inmensurable, como si los polvorientos siglos hubiesen deseado su carne y sorbido la sangre de sus venas. Sus ojos resplandecían en el fondo de órbitas semejantes a fosas, sus rasgos eran negros y resecos como los de un cadáver muerto hacía largo tiempo, su cuerpo engarfiado como un milenario cedro del desierto. Siempre estaba inclinado, de forma que sus brazos largos y huesudos llegaban casi hasta el suelo. Como siempre, Adompha se sintió maravillado por la demoniaca fuerza de aquellos brazos, maravillado de que Dwerulas manejase tan rápidamente aquel pesado pico y de que hubiese podido llevar sin ayuda humana hasta el jardín las cargas de aquellas víctimas cuyos miembros utilizara en sus experimentos. El rey nunca se había dignado asistir a tales trabajos, sino que, después de indicar de tiempo en tiempo las personas cuya desaparición no le desagradaría en absoluto, no había hecho más que observar y supervisar el barroco jardín.

—¿Está muerta?—preguntó Adompha, observando sin emoción alguna los voluptuosos miembros y cuerpo de Thuloneah.
—No—dijo Dwerulas, con voz tan dura como el herrumbroso gozne de un ataúd—, pero le he administrado el todopoderoso y adormecedor jugo del dedaim. Su corazón late impalpablemente y su sangre fluye con la lentitud de ese mezclado líquido. No se despertará..., excepto como una parte de la vida del jardín, compartiendo su oscura cadencia. Ahora, espero vuestras instrucciones. ¿Qué parte... o partes?
—Sus manos eran muy hábiles —dijo Adompha como murmurando en voz alta en respuesta a la pregunta apenas formulada—. Conocían las sutiles formas del amor y eran diestras en todas las artes amorosas. Me gustaria que conservases sus manos.... pero nada más.

La singular y mágica operación había sido completada. Las bellas, finas y alargadas manos de Thuloneah, limpiamente cortadas por las muñecas, fueron unidas, sin apenas señal de la sutura, a los pálidos y podados extremos de las dos ramas más altas del dedaim. En este proceso, el brujo empleó la goma de plantas infernales y había invocado repetidamente los curiosos poderes de ciertos genios subterráneos, según acostumbraba a hacer en tales ocasiones. Los brazos semivegetales se tendieron ahora hacia Adompha con sus manos humanas, como en ademán de súplica. El rey sintió que su viejo interés en la horticultura de Dwerulas se reavivaba, una extraña excitación se despertó en él ante la mezcla de lo bello y lo grotesco en la planta injertada. Al mismo tiempo su carne volvió a vivir los sutiles ardores de noches pasadas..., porque las manos estaban cargadas de recuerdos.

Se había olvidado por completo del cuerpo de Thuloneah, que yacía cerca de él con los brazos mutilados. Despertado de su ensoñación por el brusco movimiento de Dwerulas, se volvió y vio al mago inclinarse sobre la muchacha inconsciente, que no se había movido durante el proceso de la operación. La sangre todavía manaba de los muñones de sus muñecas, formando charcos sobre la oscura tierra. Dwerulas, con ese vigor innatural que envolvía todos sus movimientos, cogió a la odalisca en sus nervudos brazos y la subió con facilidad. Tenía el aire de un trabajador que continúa una tarea interrumpida, pero pareció vacilar antes de arrojarla al agujero que le serviría de tumba. Allí, durante las estaciones calentadas e iluminadas por el globo traído del infierno, su cuerpo oculto, al pudrirse, alimentaría las raíces de aquella planta anómala que tenía sus propias manos como injerto. Parecía como si fuese remiso a desprenderse de su voluptuosa carga. Adompha, que le observaba con curiosidad, fue consciente, como nunca lo había sido antes, de la siniestra maldad, de la lujuria que fluía del jorobado cuerpo de Dwerulas y de su torcidas extremidades, como un hedor todopoderoso.

Aunque él mismo había caído profundamente en todo tipo de iniquidades, el rey sintió una vaga repulsión. Dwerulas le recordaba un insecto horroroso que había sorprendido una vez dedicado a sus vampíricas actividades. Recordó cómo había aplastado al insecto con una piedra..., y al hacerlo concibió una de esas inspiraciones atrevidas y repentinas que siempre le habían impulsado a una acción igualmente brusca. Se dijo a sí mismo que no había venido al jardín con aquella idea, pero la oportunidad era demasiado urgente y perfecta para dejarla pasar. En aquel momento, el mago le daba la espalda y sus brazos estaban ocupados por su pesada y hermosa carga. Agarrando el pico de hierro, Adompha lo dejó caer sobre el pequeño y seco cráneo de Dwerulas con una fuerza bastante considerable, heredada de antepasados heroicos y piratas. El enano, sujetando a Thuloneah, se derrumbó en la profunda fosa.

Preparando el pico por si fuese necesario un segundo golpe, el rey esperó, pero no hubo ningún sonido ni movimiento provenientes de la tumba. Sintió cierta sorpresa de haber vencido con tanta facilidad al formidable mago, de cuyos poderes sobrehumanos estaba casi convencido, y una cierta sorpresa también ante su propia temeridad. Después, tranquilizado por su triunfo, el rey pensó que podría intentar un experimento propio, puesto que creía haber adquirido gran parte de la habilidad y conocimientos de Dwerulas por medio de la observación. La cabeza de Dwerulas formaría una adición apropiada y única en una de las plantas del jardín. Sin embargo, después de echar un vistazo al interior de la fosa, sé vio obligado a abandonar la idea, porque vio que había golpeado demasiado bien y reducido la cabeza del hechicero a un estado en el que sería inútil para su experimento, puesto que tales injertos requerían una cierta integridad de la cabeza o miembro humano.

Reflexionando, no sin disgusto, en la inesperada fragilidad de los cráneos de los hechiceros, que se dejaban aplastar con tanta facilidad como las cáscaras de los huevos, Adompha comenzó a rellenar la fosa con arcilla. El cuerpo de Dwerulas y la acurrucada forma de Thuloneah bajo él fueron pronto cubiertos por los blandos y frágiles terrones, mientras compartían una misma inmovilidad. El rey, que había llegado a temer a Dwerulas en el fondo de su corazón, fue consciente de un profundo alivio cuando pisoteó la tumba fuertemente y la igualó con el suelo que la rodeaba. Se dijo a sí mismo que había hecho bien, porque los conocimientos del mago habían llegado a incluir últimamente demasiados secretos regios, y un poder como el suyo, fuese natural o proveniente de regiones ocultas, nunca era completamente compatible con el seguro dominio y el prolongado imperio de los reyes.

En la corte del rey Adompha y en la marítima ciudad de Loithé, la desaparición de Dwerulas se convirtió en motivo de mucha especulación, pero poca investigación. Las opiniones sobre si era al rey Adompha o al demonio Thasaidón a quien había que estar agradecido por una desaparición tan saludable estaban divididas y, en consecuencia, tanto el rey de Sotar como el señor de los siete infiernos fueron más temidos y respetados que antes. Sólo los más indomables entre los hombres y los demonios podían soportar a Dwerulas, del que se decía que había vivido durante todo un milenio sin dormir ni una sola noche, llenando todas sus horas con iniquidades y hechicerías de una negrura subtartárea.

Después de la inhumación de Dwerulas, un vago sentimiento de miedo y terror, que no podía explicarse por completo, había impedido al rey visitar el cerrado jardín. Sonriendo impasiblemente ante los salvajes rumores de la corte, continuó su búsqueda de nuevos placeres y sensaciones extrañas y violentas. Sin embargo, en esto tuvo poco éxito, pues parecía como si todos los senderos, incluso los más extravagantes y tortuosos, condujesen únicamente a los ocultos precipicios del aburrimiento. Apartándose de extraños amores y crueldades, de extravagantes pompas y enloquecedoras músicas, de los afrodisiacos aromas de flores traídas de muy lejos, de los pechos, extrañamente formados, de muchachas exóticas, recordó con un nuevo deseo aquellas formas florales semianimadas que Dwerulas había dotado con los más provocativos encantos de las mujeres.

Así pues, una noche, en la hora media entre la llegada de la luna y la del sol, cuando todo el palacio y la ciudad de Loithé estaban sumergidos en un ebrio sopor, el rey abandonó a su concubina y se dirigió al jardín que era ahora secreto para todos los hombres, excepto para él mismo. En contestación al silbido de cobra, que era lo único que podía activar su astuto mecanismo, la puerta se abrió ante Adompha y se cerró detrás de él. Cuando aún se estaba cerrando, se dio cuenta de que un cambio singular había sobrevenido en el jardín durante su ausencia. El misterioso globo colgado en medio del aire ardía con una luz más sangrienta, con la radiación más tórrida, como si estuviese avivado por airados demonios; las plantas, que habían crecido excesivamente en altura y estaban recubiertas y camufladas por un follaje más espeso que el que habían ostentado anteriormente, permanecían inmóviles en una atmósfera que era como el caliente aliento de algún rojo infierno.

Adompha vaciló, dudoso del significado de aquellos cambios. Se acordó de Dwerulas por un momento, recordando ciertos prodigios inexplicables y hazañas nigrománticas conseguidas por el mago..., y se estremeció ligeramente. Pero había matado a Dwerulas, enterrándolo con sus propias y reales manos. El creciente calor y brillantez del globo, el excesivo crecimiento del jardín, se debían sin duda a algún proceso natural incontrolado. Presa de una fuerte curiosidad, el rey inhaló el sofocante perfume que llegó asaltando su olfato. La luz deslumbraba sus ojos. llenándole con extraños y nunca vistos colores; el color le golpeaba como saliendo del solsticio de un verano infernal. Creyó oír voces, al principio casi inaudibles, pero subiendo hasta convertirse en un murmullo semiarticulado que le sedujo con una dulzura extraterrestre. Al mismo tiempo, pareció contemplar, entre la vegetación inmóvil y en rápidas ojeadas, los miembros medio velados de unas bailarinas, miembros que no pudo identificar como ninguno de los injertos hechos por Dwerulas.

Atraído por el encanto del misterio y presa de una vaga intoxicación, el rey se adentró en el laberinto proveniente del infierno. Cuando se acercó, las plantas retrocedieron suavemente y se apartaron a ambos lados para permitirle el paso. Como en una mascarada arbórea, parecían ocultar sus injertos humanos tras el manto de su reciente follaje. Después, cerrándose tras Adompha, arrojaron su disfraz, revelando fusiones más extrañas y anómalas que las que él recordaba. Cambiaban a su alrededor de instante en instante como formas de delirio, de forma que nunca estaba completamente seguro de qué parte de su apariencia era árbol y flor y cual mujer y hombre. El balanceo de un follaje convulso y las contorsiones de cuerpos y extremidades rebeldes se turnaban. Después, por alguna transición imposible de distinguir, pareció como si ya no estuviesen afianzados en el suelo, sino que se movían a su alrededor sobre pies fantásticos y vagos, formando círculos cada vez más grandes, como los bailarines de algún amenazador festival.

Una vez y otra Adompha recorrió las formas que eran a la vez florales y humanas, hasta que la vertiginosa locura de su movimiento provocó un vértigo semejante en su cerebro. Oyó el rumor de un bosque azotado por la tormenta, junto con el clamor de unas voces familiares que le llamaban por su nombre, que maldecían y suplicaban, se burlaban y pedían, miles de voces de guerreros, consejeros, esclavos, cortesanos, castrados o amantes. Por encima de todas, el sanguíneo globo resplandecía con una refulgencia cada vez más maligna y siniestra, con un ardor casi más insoportable. Era como si toda la vida del jardín girase, se elevase y llamease estáticamente hasta llegar a alguna culminación infernal. El rey Adompha había perdido todo recuerdo de Dwerulas y su oscura magia. En sus sentidos ardía el mismo ardor de la esfera salida del infierno y parecía compartir el movimiento y éxtasis delirante de aquellas oscuras formas que le rodeaban. Por su sangre subió un líquido enloquecedor, ante él revolotearon las vagas imágenes de placeres que nunca había conocido ni sospechado, placeres en los que traspasaría con mucho los límites impuestos a las sensaciones de los mortales.

Entonces, entre aquella fantasmagoría que se arremolinaba, oyó el chirrido de una voz tan dura como los goznes herrumbrosos de la cubierta de un sarcófago. No pudo comprender las palabras, pero, como si hubiese sido pronunciado algún conjuro ordenando la inmovilidad, todo el jardín adquirió instantáneamente un aspecto tranquilo y silencioso. El rey se quedó completamente estupefacto, ¡porque la voz había sido la de Dwerulas! Miró a su alrededor salvajemente, asombrado y confuso, viendo únicamente las inmóviles plantas con su manto de profuso follaje. Ante él sobresalía una que consiguió reconocer como el dedaim, aunque su tronco en forma de bulbo y sus ramas alargadas habían emitido una enmarañada masa de filamentos oscuros, parecidos a cabellos.

Muy lenta y suavemente, las dos ramas superiores del dedaim descendieron hasta que sus puntas estuvieron al mismo nivel del rostro de Adompha. Las esbeltas y alargadas manos de Thuloneah emergieron de su follaje y comenzaron a acariciar las mejillas del rey, con aquella habilidad amatoria que todavía recordaba. En el mismo momento, vio que la espesa maraña de cabellos sobre el ancho y llano extremo del tronco del dedaim se separaba y, como saliendo de unos hombros jorobados, la pequeña y reseca cabeza de Dwerulas se elevó hasta encontrarse a su altura... Mientras contemplaba con un vacío horror el cráneo aplastado y cubierto por coágulos de sangre, los rasgos resecos y ennegrecidos como por siglos, los ojos que resplandecían en oscuras fosas como brasas sobre las que soplasen los demonios, Adompha tuvo la confusa impresión de que una muchedumbre se lanzaba sobre él desde todas partes. En aquel jardín de enloquecidas fusiones y transmutaciones mágicas no había ya ningún árbol. A su alrededor, en el ardiente aire, nadaban rostros que recordaba demasiado bien, rostros contorsionados ahora por una maligna rabia y un mortal deseo de venganza. Por una ironía que sólo Dwerulas hubiese podido concebir, los suaves dedos de Thuloneah continuaron acariciándole, mientras sentía los tirones de innumerables manos que convertían sus vestiduras en harapos y desgarraban su carne con las uñas.


Elinor. Charlotte Mew (1869-1928)

Mi hermana y yo éramos huérfanas y no teníamos familia. No llegué a conocer a mi madre, y a mi padre lo recuerdo muy débilmente como una persona severa y fría, una figura fantasmal y aterradora que deambulaba por mi niñez, una especie de testigo visible de la quietud de nuestra vida infantil.

Murió una semana después de la famosa victoria de Trafalgar. Lo recuerdo porque mi hermana dijo: «Inglaterra llora a su héroe, yo lloro a un alma no menos importante, aunque nadie la echa de menos, salvo yo. Tú no conociste a tu padre, pequeña; su país lo despreció, pero era grande».

Después de su muerte, nadie más que ella volvió a entrar en la habitación donde los dos estudiaban. Allí estaban sus libros, cubriendo las paredes -una lúgubre compañía-, y de niña yo creía que su espíritu también vivía allí; por la noche no podía pasar por delante de la puerta de la estancia clausurada sin sentir un terror frío y agobiante. Incluso en las mañanas de verano, cuando los pájaros cantaban junto a nuestra solitaria casa, parecía como si se burlase de su clamor, buscando una tranquilidad que no podía alcanzar.

Cuando Elinor bajaba al alba, siempre entraba para establecer -era lo único que se me ocurría- una extraña comunicación con el difunto. Pocas cosas apreciaba en la vida, pero, si algo conquistaba su corazón, lo quería con una intensa y concentrada pasión que no transmitía, sino que dominaba silenciosamente su alma.

Fue mi única maestra, como mi padre había sido su maestro. De ella aprendí a escudriñar el cielo y a seguir el curso de las estrellas; a venerar, por encima de Dios, la tierra que, según ella, era la única divinidad ante la que los hombres debían postrarse. Mis ojos infantiles se encandilaban ante increíbles descripciones de tierras desconocidas y lejanas, pobladas por criaturas salvajes y no holladas por el ser humano, en las que sólo la voz de la naturaleza se oía y se sentía su espíritu. Elegía aquellas escenas para animar mis sueños; a veces, ante el resplandor del fuego, me acurrucaba junto a sus rodillas y escuchaba extrañas y espectrales historias de regiones aún más remotas, mundos que creaba su enrevesada fantasía y que describía con maravilloso y fantasmagórico poder.

Cuando mi aspecto o mis gestos traslucían inquietud, hacía una pausa y miraba con atribulado asombro mi rostro vuelto hacia ella en actitud de infantil consternación. Luego me cogía la mano, su voz perdía el mágico tono que adoptaba en aquellos recitales y se volvía persuasiva, mientras ahuyentaba con decisión las cosas que mas aborrecía: la debilidad y el miedo.

Recuerdo vívidamente una noche, una noche de reposo y horror entremezclados, y que aún despierta en mí sensaciones extinguidas.

El viento aullaba en torno a nuestro desolado hogar, envolviendo las paredes con música aterradora, como la desatada por perdidos espíritus errantes, arrancados de su oscura morada para visitar un mundo que habían conocido, pero que ya no era suyo.

Estaba junto al hogar de nuestra cocina, donde nos sentábamos siempre, esperando a Agatha, nuestra vieja sirvienta, para que me llevase a la cama. Pero Agatha me llamó desde una habitación del piso de arriba, apremiándome porque se hacía tarde. «Señorita Jean, señorita Jean.» Oí las llamadas claramente y fui incapaz de mover los pies para emprender el solitario ascenso de la escalera; pero cuando intervino la voz de mi hermana -una voz que no se podía ignorar-, no me atreví a desobedecer; contemplé con nostalgia el amable resplandor del hogar y subí la escalera, temblorosa y atemorizada, decidida a pasar rápida y audazmente por delante de la misteriosa puerta cerrada de mi padre.

Pero estaba abierta, y por ella se colaba el gemido del viento. Me aferré a la barandilla de la escalera mientras mis ojos fascinados contemplaban la puerta. Las brillantes ráfagas del claro de luna iluminaban la espaciosa habitación. Me quedé en el umbral, incapaz de entrar, con la vista clavada en el suelo ajedrezado. Al desviar la mirada tropecé con una visión -tenue pero impresionante- y vi entonces una figura blanca e imprecisa, aunque inconfundible, tendida en el sillón en penumbra de mi padre. Un grito salió de mí. Me quedé inmóvil, incapaz de sofocar los chillidos, mirando, mientras el viento entretejía sus tediosas llamadas con mis gritos de terror. Una oscura forma surgió de pronto, envolviendo la figura del sillón y proyectando una sombra sobre el suelo plateado. Se dirigió hacia mí, y casi perdí el sentido, pero sin desprenderme del horror que descendió como una corriente helada por mi sangre. A continuación reinó la oscuridad; y después me encontré temblando aturdida en la cama de mi hermana, y sentí sus manos fuertes y reconfortantes en las mías.

-¿Qué te aflige, Jean? -preguntó.

Se lo conté, y me escuchó con el ceño fruncido.

-Lo que has visto no era el espectro de tu padre -dijo-, sino un paño que dejé en la habitación esta mañana con intención de coserlo. El claro de luna y tu desmedida fantasía le han dado forma y te han aterrorizado. Y ahora baja, domínate, y míralo.

Su voluntad era más fuerte que mi miedo, aunque sus palabras no trasmitían tranquilidad. Yo seguía acongojada, poseída, pero no me atreví a desobedecer. Bajé tambaleándome, profiriendo gritos agudos e inconexos, dominada por una agonía que ni la muerte podría superar. Llegué, o creí que llegaba, a la puerta. No supe nada más. Cuando recuperé el conocimiento, pasaba de la medianoche y yo estaba en brazos de mi hermana; en la habitación ardía una vela. Al principio me calmó con caricias tiernas y calladas pero, cuando al fin me serené, habló. Dijo que ni en la tierra, ni en el cielo, ni siquiera en el infierno había nada que temer. Si el espíritu que yo creía haber visto estaba allí, esos seres sólo se aparecían a aquellos a los que amaban y no para asustarnos. Las imágenes temibles nacían de nuestro interior, evocadas por nuestro miedo. Murmuré que el viento parecía lleno de voces horrendas, ¿qué eran?

-No lo que tú crees -respondió-, pero, si existen, ¿no debería darte pena en vez de miedo su estéril suplicio? Esta noche los árboles desnudos se agitan en los campos yermos; si los miro desde lejos, a la luz de luna, se me antojan almas perdidas; y mi único deseo sería calmar sus desdichados quejidos y conducirlas a una paz victoriosa. Mi pequeña Jean, no hay terror en la vida ni en la muerte; sino tan sólo el que se esconde en la débil e insumisa alma humana. Domina tu alma y nunca más interrumpirá tu sosiego.

Me dormí hasta que me despertó el sol invernal. Guando bajamos la escalera, mi hermana me cogió de la mano, nos detuvimos delante de la puerta abierta y entramos.

-¿Recuerdas lo que hablamos anoche? -me preguntó. Respondí que sí-. Recuérdalo siempre -dijo.

Así era mi hermana, y, como estoy contando su historia, no he de justificar estos recuerdos que evoco. Llevábamos una vida solitaria. Nuestro hogar estaba situado en medio de una región agreste; no había casas cerca, y el pueblo estaba a varios kilómetros de distancia. No teníamos amigos; mi hermana no hacía amistades. Yo no echaba de menos la compañía, me bastaba con ella, que lo era todo para mí. Ella tenía un compañero fiel y constante, un perro cobrador que se llamaba Rodney, como el gran almirante; y aquel animal era lo que más quería, más que a ningún ser humano. Mi hermana lo adoraba, y Rodney sabía instintivamente lo que podía y lo que no podía hacer. Aunque nunca dudé de su afecto, se mostraba reticente, distante y fría y, cuando crecí, me pareció que tenía una vida misteriosa que yo no compartía. Sabía lo que ella estudiaba y lo que pensaba, pero ignoraba las reflexiones que llenaban sus horas de silencio, las tareas que impulsaban sus solitarias vigilias. Algunas noches, cuando no podía dormir, me levantaba y me sentaba junto a la ventana, contemplando la luz que la suya emitía para sentirme acompañada; me preguntaba entonces qué iluminaba aquella vela en la habitación de al lado, sin lograr adivinarlo. A veces ardía hasta muy entrada la noche, pero por la mañana mi hermana aparecía descansada y tranquila, con la frente serena, aunque reflexiva.

Guando Agatha se hizo demasiado mayor para las tareas domésticas más duras, Elinor se encargó de ellas. Además cuidaba de nuestro magro jardín, en el que, a la sombra de las inhóspitas montañas, pocas flores brotaban. Elinor cavaba y plantaba, mimando los raquíticos arbustos, dedicada a los enclenques brotes con devoción. En el recuerdo de aquellos días, las nubes y el sol del rostro de mi hermana representaban el rostro de la vida para mí.

Cuando tuve edad suficiente para ir por el páramo, Agatha me pidió que la acompañase a la iglesia, donde se celebraba un servicio cada quince días. Apeló a la memoria de mi madre para decir que no era correcto que no supiese más que un pagano. Elinor escuchó sus palabras; semejantes ideas eran una ridícula burla para ella, y las despreciaba.

-No tengo capacidad para elegir por ti -me dijo mucho después-. Todas las almas son libres. Si se hunden, se debe a las arenas movedizas de su propia oscuridad. Hay muchas luces, y no puedo decirte cuáles debes ver.

Una vez encontré en un libro suyo un papel escrito con su apretada letra. Aún lo conservo y me estremezco cuando leo las líneas que exponen con tanta claridad la fe que hizo que su peregrinaje terrenal fuese tan triste y que oscurecieron el conflicto de su muerte, de una forma que pocos mortales han conocido.

«El ser humano se forja su destino -decían las letras que escribió-. Ningún dios vigila su obra. Sólo él acepta su esclavitud o libera su espíritu. Su único enemigo es la debilidad y su peor fracaso, el miedo. Atan el alma humana curiosas cadenas; son de muchos tipos, delicadamente fraguadas, y a veces invisibles, hasta que hacen daño: la más cruel, el orgullo; la más sutil, el sufrimiento; y la más temible, la que acaricia mientras estrangula, la que los hombres llaman amor. Si Satán viviese, esa pasión sería la esencia de su persona, pues destroza y desgarra los atrofiados poderes de la humanidad.»

Yo esperaba que el tiempo le deparase cavilaciones más amenas y me preguntaba -creo que no con osadía- cómo la miraría Él, aquel Señor desconocido cuyo ministerio ella no reconocía. Y en las tardes de invierno o en los crepúsculos veraniegos, cuando Agatha me pedía que me sentase a su lado y le leyese párrafos sueltos del Libro que, según ella, era el enemigo de mi padre y la gloria de mi madre, yo observaba si Elinor estaba escuchando. Siempre se sentaba en el banco de la ventana, con Rodney, acariciándolo en silencio; a veces calcetaba, con la cabeza del perro apoyada en su rodilla, pero nunca atendía las sagradas palabras, que a mí me parecían demasiado grandiosas y sublimes para que un ser humano las pasase por alto.

Esperaba con ilusión aquellos sábados alternos, en los que se rompía la monotonía de la vida. Me gustaban los rostros y las canciones, y el revuelo y singularidad de las horas de oración me fascinaban.

El rector murió cuando yo tenía diecisiete años. Era un anciano frágil, que parecía llevar años durmiendo, sin recordar la tumba que lo esperaba. A pesar de su aire venerable y su famosa erudición, casi nunca estaba sobrio, y se rumoreaba que había muerto en un pecaminoso festín.

Lo sustituyó un tal señor Perceval, que procedía de Londres y obtuvo el beneficio bastante joven: un caballero elegante y atractivo que, según decían, cazaba con jauría mejor que nadie de la región. Unos domingos después de su llegada, lo vimos en el atrio. Nos saludó, me preguntó cómo me llamaba y dónde vivía y prometió visitar nuestro solitario hogar. Después de eso, se acercaba cabalgando a menudo, pero a Elinor no le caía bien. Escuchaba educadamente las historias que el señor Perceval contaba de los grandes hombres y las acicaladas damas de la corte, a los que conocía bien, pero la aburrían, mientras que a mí me encantaban. Yo no concebía que alguien no disfrutase de su alegre compañía; sin embargo, no sé por qué, al final mi hermana le cerró la puerta.

Una noche tuvieron una polémica entrevista que ella remató con la prohibición de que volviese a nuestra casa. Cuando se fue, le oí decir:

-La compadezco a usted, como a las criaturas salvajes y díscolas... y sus semejantes.
-Sí, soy como ellas -dijo mi hermana, y añadió en un tono que me pareció brusco-: No tiene permiso para venir aquí, y, como usted bien sabe, la vida de los cazadores vale prácticamente lo mismo que la de los conejos que matan.
-¿Acaso me he confundido al tomarla por una mujer? -preguntó él con un curioso acento que no le había oído antes.
-Por lo que usted quiera -dijo mi hermana, y cerró la puerta.

Oí cómo se alejaba a caballo. Luego entró Elinor.

-¿Eres feliz conmigo en tu solitario hogar, Jean? -preguntó. Respondí que sí bastante sorprendida-. He discutido con tu galante párroco -declaró-. No volverá más. -No pude reprimir un suspiro; él había llevado un poco de alegría al aburrimiento diario. Lo echaría de menos; pero sabía que mi hermana actuaba con prudencia y también que su palabra era ley.

Los días se oscurecieron con su ausencia y además estábamos en invierno, la época más sombría del año. Los domingos su mirada me buscaba a veces desde el elevado púlpito, y entonces lo añoraba aún más. No tenía ocasión de hablar con él, ya que Agatha había dejado de recorrer tantos kilómetros conmigo. Me acompañaba Elinor, con el pretexto de que el páramo era muy solitario, y me esperaba fuera, debajo de un tejo. Siempre estaba allí. Un mes después de la despedida del señor Perceval, ocurrió algo que iba a cambiar el curso de nuestras vidas. Era un día de tormenta: la lluvia azotó durante todo el día los chirriantes marcos de las ventanas, que se tambaleaban, y el gimiente viento, que se había levantado al amanecer, se volvió más violento a medida que la sombría tarde se adentraba en la noche.

Elinor, a quien agradaban más que imponían los fieros elementos, salió a dar su habitual paseo por los anegados páramos, con la reticente compañía de Rodney; pero regresó pronto, empujada por la cegadora niebla que envolvía los escasos mojones que conducían a nuestro solitario hogar. Entró en la cocina donde yo estaba cosiendo contempló el resplandor del fuego que bailaba sobre el suelo de ladrillo apenas alfombrado y se detuvo delante de mí -una figura alta y derecha, en constante alerta, con el rostro iluminado y los ojos húmedos-, sin igual en intensidad y fuego, quemando con una luz punzante y envolvente a la vez.

-Te quedas en casa, amedrentada -exclamó, mirándome con gesto burlón-, mientras que Rodney y yo recorremos el país de las maravillas. No se ve ninguna criatura en las extensiones veladas por la niebla, sólo los árboles envueltos en fantasmales mortajas se mecen bajo el lúgubre cielo. Los campos son ciénagas y los caminos, arroyos; pero ¡la niebla es mágica! Ese mundo exterior sin luz no tiene nada de terrenal; ante él la luz de tus velas es mero oropel, Jean. Sal, aunque sólo sea a la puerta.

Dije que no quería, que todo era demasiado sombrío y que me helaba el corazón y los huesos.

-Me refresca los huesos y el corazón -repuso, atusándose unos mechones mojados con un gesto de evocadora alegría-. ¡Vaya, te estamos manchando el suelo! Vamos, Rod -llamó al animal empapado, tendido ante el hogar con el pelo humeante-. Debemos esmerar nuestro comportamiento ante esta elegante damita.

Aquella noche, Elinor estaba contenta, exaltada por las violentas ráfagas de viento que azotaban nuestra casa; no me dejó leer, y se dedicó a escuchar la tormenta con una sonrisa. De vez en cuando el fragor de los elementos sofocaba nuestras voces y nos quedábamos calladas; en una de esas pausas, alguien llamó a la puerta. Agatha, que cabeceaba en su sillón, abrió los ojos y nos rogó que no hiciésemos caso. Sólo Dios sabía a qué desesperado visitante nos encontraríamos, pero Elinor salió con gesto confiado.

Entre el viento que silbaba en el pasillo oímos la voz de un hombre entremezclada con la de Elinor en un breve diálogo. Luego se abrió la puerta y entró Elinor, seguida por el ignorante viajero, un hombre de enormes proporciones y espléndido porte, con un semblante que encajaba a la perfección con su figura.

-Acérquese al fuego -invitó Elinor-. Debe de estar empapado y aterido.

El hombre inclinó la cabeza en un amable gesto de agradecimiento cuando le hice sitio y dijo:

-No quisiera molestarla -se volvió hacia Elinor-, pero esta dama me ha invitado. Me temo que mi intromisión es inútil, pues no sabe indicarme el camino.
-Nadie podría indicárselo en una noche semejante -repuso Elinor-. En esos páramos desiertos puede pasarse hasta la mañana buscando para acabar en peor situación que al principio. Este caballero ha viajado muchos kilómetros sin rumbo -explicó-, y se ha perdido.

Observé que mi hermana no apartaba la vista de él; sus ojos resplandecientes escudriñaban el rostro y la persona del hombre con una mirada distante pero intensa.

-¿Aceptará nuestra hospitalidad esta noche y esperará el favor de la mañana? -Mi hermana se dirigió a él y una nota de insistencia imprimió un tono dominante a la sencilla pregunta.
-Se lo agradezco mucho, pero no puedo -repuso el hombre.
-Su caballo está cojo -comentó mi hermana-, tal vez empeore si sigue usted adelante. Le costará encontrar otro refugio, y aquí tiene uno. -Hizo una pausa-. Creo que debe quedarse -concluyó.
-Muy agradecido, pero he de continuar.

Elinor se adelantó y posó la mano sobre la manga del hombre, diciendo:

-Déjese aconsejar. Espere hasta la mañana; será mejor.

El desconocido reflexionó, la miró a los ojos y cedió con una repentina sonrisa, a la que correspondió mi hermana. Elinor se dirigió a mí:

-Jean, coge la linterna. Fuera encontrará un cobertizo -le dijo al hombre-; meta al pobre animal en él y vuelva con nosotras.

El hombre salió, expresando su gratitud. Cuando la puerta se cerró tras él, Agatha se levantó y se enfrentó a Elinor temblando, con sus nudosas manos extendidas en un gesto de súplica y temor.

-Que se vaya -gritó-. En esta casa nunca ha dormido un hombre desde que murió el pobre amo. Éste no es lugar para él. Dígale que se marche, señorita Elinor; no debe quedarse.
-Le he pedido que se quede -repuso Elinor serenamente; cogió las temblorosas manos de Agatha entre las suyas y las acarició-. Todo saldrá bien. Todo tiene que salir bien -aseguró-. Jean, enciende el fuego en la habitación de mi padre.

Me sobresalté; la habitación no se había abierto desde su muerte.

-Es una tumba -afirmó Agatha.

Añadí que no teníamos tiempo de hacerla habitable.

-Si se queda esta noche, mejor que se quede aquí.
-Pues entonces le ofreceré mi habitación -repuso Elinor-. Ocúpate de eso.

Subí a arreglar la habitación, sorprendida: en aquella estancia el suelo y las paredes estaban desnudos; debajo de la ventana se apilaban sus libros en montones polvorientos, y sobre la cuadrada mesa de roble ardían los restos de la vela de la noche anterior, testigo de muchas horas de vigilia. Cuando acabé mi tarea, bajé y encontré al desconocido conversando con Elinor, que descansaba una mano protectora en el brazo del sillón de Agatha. Pasaron las horas hasta la medianoche; Agatha se retiró a su habitación. La acompañé y esperé a que se durmiese. Ellos seguían hablando, sin hacer caso a las admonitorias campanadas del reloj. Hablaron de cosas que yo ignoraba: extrañas herejías, pensamientos que me parecían producto de intelectos grandiosos pero profundamente perturbados; de hombres cuyo nombre no conocía, y de libros de turbia y misteriosa fama. La actitud de mi hermana me sorprendió. Sólo hacía unas horas que conocía a aquel caballero y conversaba con él con una alegre libertad que jamás le había visto mostrar ante ninguna otra alma. Cuando entré por segunda vez, el hombre se volvió hacia mí y preguntó:

-¿Comparte esos sueños su joven hermana, colabora con usted en la gran obra?

Los miré asombrada. Mi hermana respondió por mí:

-Claro que no. No los aceptaría. Éste es el libro que le gusta. -Le entregó la Biblia de mi madre, que esa noche yo no había leído y que estaba sobre la silla.
-Ya veo, y esto es suyo... -Dirigiéndose a mí, señaló una pieza de bordado-. Me he atrevido a admirarlo en su ausencia. Las damas de la corte, que tengo el dudoso privilegio de frecuentar, envidiarían semejante destreza.

Me agradó el inmerecido elogio y quise oír lo que decía de aquel mundo alegre y desconocido, que a menudo había imaginado en sueños y que en aquel momento él presentaba ante mí. A petición mía, prescindió de las aburridas tonterías filosóficas y contó historias de la gran y populosa ciudad, describiendo delicadamente suntuosas escenas. Vi, como si las tuviese delante, preciosas damas con soberbios vestidos de seda, primorosos rostros pintados y actitudes desenfadadas jugando a las cartas, explotando su belleza, adornadas con todos los vicios históricos y las intemporales virtudes de su raza. Describió también al príncipe regente, de semblante expresivo y miembros elegantes, sus malas costumbres, su ligereza y su inconstancia, sus ataques de generosidad y sus mezquinas distorsiones, diciendo que era el mejor «látigo» de Inglaterra, como también nos había contado el señor Perceval.

Estuvimos mucho tiempo escuchando aquellas historias porque, al parecer, él disfrutaba tanto contándolas como nosotras oyéndolas. Al final, Elinor se levantó. Nos despedimos de nuestro invitado. Elinor le enseñó su habitación y prometió despertarlo al amanecer. Esa noche mi hermana durmió conmigo. Me dispuse a descansar en seguida, pero ella no tenía sueño, se sentó junto a la ventana y la abrió para que la lluvia mojase sus manos apoyadas en el alféizar.

-¿Qué opinas de nuestro visitante? -preguntó de pronto.
-Es más guapo que el señor Perceval -respondí-, pero sus rasgos me gustan menos. A pesar de su belleza, los encuentro toscos y fríos.
-Los dos son humanos -comentó Elinor-, y ahí acaba el parecido. El señor Somerset tendría que haber conocido a mi padre. Llega demasiado tarde.
-Ya que te gusta, es mala suerte que, a diferencia del señor Perceval, viva tan lejos -observé.
-Lo mismo da -declaró con decisión-, porque, «a diferencia del señor Perceval», volverá.

Ni se me ocurrió dudarlo al verla tan segura. Poco después se dispuso a acostarse, y contemplé los espesos cabellos negros que cubrían sus espléndidos hombros, enmarcando un rostro que cualquier hombre querría ver de nuevo, pensé. Siempre me había parecido hermosa, pero hasta esa noche nunca había observado hasta qué punto lo era. De pronto apareció ante mis ojos engalanada con una especie de gloria física, resplandeciente, sin palabras para describirla. Cuando se movió medio desnuda bajo la luz parpadeante, la miré como si fuera una revelación de renovada belleza hasta que clavó en mí aquellos magníficos ojos que brillaban como oscuros y apacibles torrentes, con la salvación en sus profundidades y la remota penumbra de las estrellas en su distancia. Al reparar en mi mirada, me preguntó sin rodeos como tenía por costumbre:

-¿Me encuentras atractiva, Jean?
-Atractiva no, más bien hermosa; hermosísima creo.
-¿También lo creía el señor Perceval? -se apresuró a preguntar, añadiendo desconcierto a mi sorpresa.
-Pensaba que eras como una reina y que deberías haber tenido un imperio, pero que tu pueblo te mataría y te canonizaría después. Decía: «En ese reino yo sería un rebelde y usted, señorita Jean, una mártir», pero no entendí a qué se refería.
-Yo sí -afirmó Elinor-, debía de hablar muy en serio si te impresionó tanto. Entonces... ¿te gustaba ese clérigo arrogante, Jean?
-Sí -admití.

Se quedó pensativa y suspiró. Creo que no durmió nada en las breves horas de aquella noche; yo también estaba inquieta y, cada vez que me despertaba, la encontraba a mi lado, respondiendo siempre que le hablaba. Se levantó en medio de la fría oscuridad del amanecer para preparar el desayuno del desconocido; y, cuando la luz gris se filtró en la habitación, lo oí alejarse lentamente a caballo. La noche no dejó señales de cansancio en los rasgos de mi hermana, sino una belleza nueva y brillante; pero yo salí del interrumpido sueño enferma y con los ojos hinchados, contemplando el incidente de la noche anterior como algo lejano. Elinor se marchó temprano y no la vimos en todo el día. Lo dedicó a deambular por los campos mojados, acariciados por el sol invernal, en compañía del fiel animal que compartía sus paseos. Volvió tarde, inusitadamente alegre; de su presencia emanaba un perfume inédito hasta entonces de juventud y felicidad, cuyo origen no cuestioné, acogiendo con regocijo cualquier resplandor de aquel espíritu que siempre había proyectado luces demasiado sombrías.

Aquel estado de ánimo duró casi un mes. Mi hermana era doce años mayor que yo; ajena en gustos e ideas, siempre había sido distante; pero una sutil influencia la acercó a mí en aquella época. Buscaba mi compañía, abrió una puerta en la vida que me condujo al escondido cuarto de juegos de su corazón. Una mañana llegó una carta, una misteriosa misiva de Londres, que mi hermana se apresuró a leer dos veces.

-El señor Somerset tiene asuntos que resolver en el norte -anunció-, y va a venir a visitarnos.

Se encendió la chimenea de la abandonada habitación de mi padre tres días antes de que llegase. Fue la segunda de muchas visitas; a veces sólo estaba una noche, pero casi siempre se quedaba más; su presencia me resultaba un tanto extraña y amenazante, a pesar del placer que me producía. Dábamos largos paseos, acompañados por Rodney, que en seguida se hizo amigo del señor Somerset con gran alegría y fingido disgusto por parte de Elinor. Al caer la noche, nuestro invitado se sentaba junto al hogar, una impresionante figura que hablaba como la primera noche. En mi presencia dejaban a un lado los temas aburridos y eruditos y comentaban cosas sencillas, aunque a veces acababan con profundas reflexiones. Una noche, mientras él contaba cómo el anciano rey, ciego y gravemente perturbado, iba y venía sin descanso por sus aposentos, tarareando un compás de Haendel o dirigiendo con voz débil un discurso imaginario a sus ministros, mi hermana dijo:

-¡Pobrecillo! ¿Qué impide que se hunda?
-Tal vez el tirano de su universo sin gobierno -respondió él.
-No existe nada semejante -repuso mi hermana.
-Sin embargo -replicó él-, desempeña un papel muy convincente en la vida de los seres humanos.
-Un papel fantasmal -precisó mi hermana-. No es más que la efigie que la debilidad humana construye para escudarse y sostenerse.
-Incluso el gran emperador -rebatió el señor Somerset-, aunque se dice que no tiene fe, creo que conserva su idea de Dios.

Mi hermana se quedó callada unos momentos, pensando, hasta que dijo, como si hablase para sí:

-¡Ningún hombre tiene fuerza para aguantar solo!
-Es misión suya convencerlos -afirmó él, muy serio, y mi hermana sonrió. Tal vez mi fantasía detectó falsamente un solapado matiz burlón en su voz.

Me preguntaba a menudo cuál era la obra de la que mi hermana había hablado en el primer encuentro con el desconocido; pero nunca había encontrado ocasión de preguntarle, y no podía hacerlo en aquel momento. Napoleón era el héroe de Elinor, y hablaban de él con gran admiración. Aunque yo sabía muy poco, me parecía un monstruo despiadado e insaciable, medio dios, medio demonio, que desafortunadamente había adoptado forma humana. Pero Elinor amaba el poder por su majestad, sin importarle que fuese una maldición o una bendición para la humanidad. Los observaba cuando compartían aquellas agradables horas y me preguntaba si alguna vez habían existido seres que congeniasen mejor. Mi hermana se sentaba en su asiento favorito junto a la ventana, mientras la luz se filtraba por los opacos cristales; cruzaba las grandes manos sobre las rodillas, y sus ojos cambiaban como compases musicales que sólo un alma podía escuchar. De vez en cuando, cuando las miradas de ambos coincidían, se creaba una espléndida disonancia, que quedaba en suspenso hasta que él cedía con gesto atribulado.

Al recordar, no sé por qué capricho de la memoria, las palabras que Elinor había escrito en aquella hoja de papel, al principio me pareció increíble que fueran amantes, pero pronto empecé a dudar. Elinor era más brusca con él que antes, y la paciencia de él me conmovía. Apenas sabía nada de aquel hombre, aunque lo veía mucho, y si lo describo como una figura misteriosa e insustancial, con atributos discernibles sólo exteriormente, es porque así se presentó ante mí. En mi humilde opinión daba gran importancia al nacimiento y a los honores mundanos y hablaba de las mujeres con una ligereza que me molestaba, pero Elinor no corregía o no le importaban aquellos defectos. Para mí era suficiente que a ella le gustase; me parecía que ambos empequeñecían, en intelecto y estatura, a los que estaban con ellos, como si fueran seres de una raza superior. El futuro me deslumbraba. Veía a mi hermana avanzando como una reina; las grandes damas de la corte se apartaban para dejarle paso, mientras su belleza matinal eclipsaba sus artificiales encantos.

En aquella época imaginaba muchas escenas brillantes, sin acertar a leer el destino de mi hermana en su frente un tanto abrumada. Me sonreía con más dulzura que antes por las mañanas y se despedía con cariño por las noches. Llegó el verano, y el brezo cubrió las colinas. Los arriates del jardín de Elinor florecieron. Una mañana entré con un ramillete de sus flores favoritas y me preguntó:

-Dime, Jean, ¿para quién es ese ramillete?
-Para la habitación de tu invitado -respondí-, ¿no viene hoy?
-Sí -asintió con gesto sombrío-. Edward Somerset viene esta noche y se marcha mañana temprano. Echarás de menos su conversación; tenemos asuntos importantes que tratar a solas.

Vino. Estuvieron en la habitación forrada de libros de mi padre, donde mi hermana nunca lo había llevado antes. Al pasar por delante de la puerta con Agatha, que se retiraba pronto, oí que él alzaba la voz como si suplicase y, luego, cuando bajé de nuevo, percibí el tono dulce y acariciante de mi hermana, similar a aquel con el que se dirigía a mí cuando era pequeña y que me disgustaba. Las horas se me hicieron largas y tediosas mientras estaba en la oscura cocina contemplando cómo salían lentamente las estrellas y escuchando el rumor de sus voces en la habitación de arriba. Era tarde cuando se reunieron conmigo; la lámpara estaba encendida e iluminó dos rostros pálidos y casi desconocidos: el de él tristemente deformado, hasta el punto de que apenas reconocí la línea cruel que habían adoptado sus labios bajo la frente apenada y ensombrecida. Tras una conversación forzada y trivial, nos dio las buenas noches y se retiró. Mi hermana se quedó conmigo.

-Has visto a Edward Somerset por última vez -anunció.

Me rebelé, la primera ocasión en mi vida que me enfrentaba a aquella mujer a la que nunca había cuestionado ni desafiado.

-Lo has echado -grité-, igual que a Arthur Perceval. ¿Qué te han hecho esos hombres para que los expulses, de repente y sin motivo, de nuestra casa?
-Sí, lo he echado -admitió sin inmutarse-, pero no como al señor Perceval. Jean, tengo algo más que decirte. Ese extravagante personaje volverá. Lo he llamado. Deseaba casarse contigo, y yo lo impedí. Me dijo (la palabra tiene muchos significados) que te amaba, y ahora, si quieres escucharlo, te repetirá el cuento.

Mi corazón se aceleró con una curiosa alegría, pero el rostro de mi hermana no invitaba a las efusiones de felicidad, estaba demacrado y envejecido.

-¿Y ese hombre al que has echado te ama? -pregunté.
-Me pidió que me casase con él.
-¿Qué impide la felicidad? ¡Qué has hecho! -exclamé.
-No puedo decírtelo -murmuró en tono casi inaudible, con un gesto de impotencia tal que me asustó-. No tuve elección. Tendría que haberlo sabido desde el principio, tal vez lo sabía, que sólo había un camino. Si hubiera un Dios como ése en el que tú crees, Él, sólo Él lo entendería.
-Él nos hizo y nos guía -imploré.
-Si es verdad, entonces Él me ha guiado. No estoy hecha para soportar a ningún tirano, ni siquiera al déspota más sublime del mundo. Si Él me hizo, me hizo así.
-Todas las almas fueron hechas para la felicidad -alegué.
-Mejor para la victoria -replicó.

Me aventuré a corregirla:

-Hay victorias vanas y victorias viles.
-Todas las victorias son grandes. No volveremos a hablar de esto -dijo en tono terminante; me besó y acarició mis cabellos.

La mañana trajo a mi amado y una nueva vida para mí; pero, como es la historia de mi hermana la que cuento, continuaré hasta el final, omitiendo el relato de mi destino más afortunado. Pasó el verano. Elinor lo contempló desde lejos; en aquellos meses de declive su mirada se volvió distante y su serenidad, profunda. Mi felicidad significaba mucho para ella. Un día dijo:

-A veces la sabiduría equivale a amabilidad y en una ocasión fui dura contigo, Jean, pero estoy perdonada.

Por las noches su vela no se apagaba nunca y pasaba muchas horas en la habitación de mi padre. Rodney le hacía compañía, adivinando ciegamente que lo necesitaba más que antes. Pero pronto perdería Elinor su solaz. Los días de Agatha se acababan, aunque seguía renqueando por la casa y murmurando lastimeramente en su sillón. Le flaqueaba la cabeza, y la acosaban terrores de anciana que sólo Elinor podía aplacar. El presente desapareció para ella; a menudo hablaba como si mi padre viviese o nuestra madre yaciese en la estancia vacía, rígida y fuera de su tumba. Elinor no se atrevía a salir de casa; la pobre anciana se agitaba y deliraba si mi hermana estaba ausente, temblando ante cada paso que oía en el pasillo, gritando que la casa estaba embrujada y que los muertos habían vuelto a ella.

Estaban todo el día juntas: mi hermana le pedía hora tras hora que contase antiguas historias; si lograba recordarlas, se tranquilizaba contándolas. Yo no soportaba aquel espectáculo de desmoronamiento viviente y lo evitaba, estremecida, aunque muchas veces intentaba vencer el horror que mi corazón censuraba. Al empeorar, Agatha dejó de aguantar la presencia de Rodney. Era el diablo, según ella, que con sus ojos la devoraba en vida. Así que lo confinamos en el jardín, donde su ruidosa cadena la ponía frenética; y, si lo soltábamos, se quejaba de que el animal arañaba la puerta para que lo dejásemos entrar. Aquello duró unas semanas; una mañana, al bajar, encontré a Elinor en la mesa, con la cabeza apoyada en el brazo. A su lado estaba la pistola de mi padre; no ardía el fuego en el hogar, y la humedad del ambiente otoñal me caló hasta los huesos.

Alzó la vista cuando entré, se levantó, me cogió del brazo y me condujo al jardín, donde su viejo camarada yacía en medio de un charco de sangre.

-¡Oh, Elinor! -exclamé-. Podías haberlo salvado; habría encontrado refugio en el pueblo hasta... hasta que Agatha se calmase... o muriese.
-Era mío; él nunca reconocería a otro amo, y yo no se lo daría a nadie. Sigue siendo mío; él lo comprende y me perdona -dijo.

Continuó cuidando a Agatha con incansable cariño, pero a veces, al escuchar aquel discurso confuso e incoherente, yo veía contraerse el gesto de mi hermana como si sufriese. Aunque rápidamente encontraba la forma de dominar el dolor. Mi única misión era leer en alto, según la antigua costumbre; aunque para Agatha carecían de importancia las palabras, a veces se quedaba tranquila, sosegada por la dulce monotonía de la voz. Recuerdo una noche en la que me pareció que Elinor estaba distraída, como de costumbre, y sumida en sus pensamientos, pero cuando llegué a las palabras: «Aún no habéis resistido hasta la sangre», se sobresaltó, así que me callé, la miré y vi que sus ojos se posaban en la página abierta sobre mis rodillas.

-Dame el Libro -me pidió aquella noche cuando lo cerré-. Tiene algunas frases que parecen ciertas.

Se lo entregué en silencio, observando con acelerada aprensión el cambio que en unos meses se había producido en ella. Poco a poco había adelgazado, adoptando una actitud casi apática. Temí que sufriese la enfermedad de nuestra madre, pero Elinor no mostraba síntomas de ello, sólo un encogido y patético aspecto de dolor. Temía la noche, que llevaba hasta mis oídos sus incesantes pasos, impulsándome a salir y llegar hasta el umbral prohibido de su puerta; no me atrevía a pedir que me dejase pasar, como habría hecho Rodney, y tampoco a retirarme. Temía las mañanas, en las que resultaban palpables los estragos de aquella lucha oculta que yo no podía detener ni compartir. Con el paso del tiempo, aquellos ojos se convirtieron en débiles ascuas y la voz enérgica adoptó el sordo tono de las campanas a toque lento; llevaba escrita en su frente despejada y triste la historia de un horrible conflicto. A través de mis ojos, el amor contemplaba aquel cambio con asombro impotente.

Mi pensamiento adquirió forma al recordar sus palabras: «Atan el alma muchas cadenas: la más cruel, el orgullo; la más sutil, el sufrimiento; y la más temible, la que acaricia mientras estrangula, la que los hombres llaman amor».

Las fuerzas de Elinor se debilitaban paulatinamente bajo la triple presión. El amor acudió a mí fácilmente; mi corazón se alegró de encontrarlo, pero ella lo afrontó (al menos eso lo vi claro) con desesperada rebeldía. Yo no podía contemplar aquella terrible rebelión contra un poder que la naturaleza nos pedía que acogiésemos, sin horror ni desaliento. Me parecía, mientras presenciaba la ruina en que la había convertido aquella lucha antinatural, algo salvaje, anómalo y equivocado; pero no podía juzgarla, puesto que, como ella decía, Dios la había hecho así. Resultaba increíble que aquellos ojos insomnes aún tuviesen luz suficiente para ver la mañana; la muerte se cernía sobre sus rasgos igual que sobre los de aquel pobre resto de humanidad marchita cuya vida se extinguía lentamente. Parecía como si estuviese entre ellas, contemplando con indiferencia su doble presa.

Mi amado vino con un médico del pueblo, un joven de pelo lacio y piernas torcidas el cual, sin embargo, divirtió a Elinor, quien lo hostigó con amables chanzas y discusiones burlonas sobre su profesión hasta que se marchó, sacudiendo la cabeza (bien por el estado de mi hermana o por sus propias dudas) como una oveja perdida. Cuando se fue, Elinor le dijo al señor Perceval:

-Queridísimo, atentísimo y reverendísimo señor, no me ocurre nada, pero si me ocurriese, los cuidados de ese pobre joven sólo servirían para arrancarme una sonrisa, y hay cosas que me harían sonreír más.

Casi sin aliento, a las solícitas preguntas respondía siempre lo mismo: «No me ocurre nada». No cedía ante el sufrimiento y hacía las tareas de siempre con desfallecida y lenta persistencia; se levantaba ojerosa y triste al amanecer para encargarse con paso agobiado de las labores domésticas, mientras yo me quedaba en mi habitación con las manos cruzadas, afligida e impotente, sin opción a protestar o a ayudar. Y, como los fastidiosos terrores de Agatha requerían la presencia de Elinor en casa todo el día, al atardecer se aventuraba en la solitaria oscuridad y no volvía hasta la medianoche a su vacía habitación, donde la vela ardía hora tras hora, proyectando su sombra inquieta sobre la pared. Otra vez el país vibró con la noticia de una nueva victoria. Inglaterra escribió en letras de oro el nombre de Waterloo. Se me antojó casi un presagio del final de mi hermana, al recordar que bajo la sombra de noticias semejantes había muerto mi padre.

Mi amado nos trajo crónicas de la derrota del emperador, y Elinor las leyó con preocupada avidez, con una especie de complacido desagrado, porque su carácter se encontraba en su elemento entre contradicciones. Al fin sucumbió, y la vida se paralizó en aquellos espléndidos miembros. Las manos cuyo contacto antes significaba la salvación, colgaban sin ánimo, mientras escuchaba con gesto doliente los murmullos de la anciana junto al fuego. Eran dos náufragas en medio de las mismas aguas revueltas, que se hundían sin remedio, esperando la ola final. No pedían un refugio ni deseaban un hogar. Yo las veía a la hora del crepúsculo, aferradas la una a la otra: Elinor sostenía a la pobre criatura demente, mientras le susurraba cansinas palabras de consuelo y contemplaba el fuego moribundo.

-Escríbele a ese tal Edward Somerset -sugirió mi amado-. Elinor no tiene fuerzas, y, si él viene, debe dejar que la rescate.

Respondí que no me atrevía.

-Tienes que hacerlo -repuso-, ¿o piensas dejarla morir sin hacer nada?

Le escribí, diciendo: «Quiero verlo. -No podía hablar por ella. Mi hermana era de esas personas a las que hay que obedecer, y aun así con miedo-. Se trata de un asunto urgente. Venga inmediatamente. No pierda el tiempo».

Como si quisiera burlarse de aquella tardía llamada, dos días después Elinor cayó en una repentina debilidad. Se esforzó en vano por levantarse al amanecer, y la encontré agarrada a las cortinas de su cama. Me pidió que la vistiese y obedecí, rezando para que la liberación no tardase mucho. Elinor, tendida sobre la cama, divagaba, gritando a veces que Agatha la necesitaba y que debía ir con ella. A mediodía se recuperó y llegó tambaleándose hasta la puerta, pero tuvo que retroceder obligada por una debilidad que la sumía en la desesperación. Pasó toda la tarde junto a la ventana, contemplando cómo se oscurecía el cielo, y repitiendo para sí a intervalos: «La obra está terminada... La obra está terminada».

-¿Qué obra? -pregunté, tratando de animarla; y, señalando un montón de páginas escritas con su apretada caligrafía, que tenía al lado en el banco de la ventana, las acarició con tierno cuidado.

Me quedé con ella. Arthur atendía a Agatha, que en la habitación de abajo se balanceaba con febril desolación, llamando sin cesar a Elinor con palabras temblorosas y enajenadas que llegaban a mis ávidos oídos, pero que mi hermana no entendía o no oía. A las ocho mi amado me llamó desde el pasillo y salí, rezando para que hubiese llegado Edward Somerset. Pero no fue su voz la que me recibió, sino la de Agatha, quejumbrosa y angustiada.

-No consigo tranquilizarla -me dijo Arthur-, me toma por un demonio que ha hecho desaparecer a Elinor.

Me costó cierto tiempo aplacar el nerviosismo de Agatha, hasta que al fin se hundió, exhausta, en un inquieto sueño.

-Quédate aquí -le dije a Arthur-, y, si despierta, avísame.

Cuando llegué a la habitación de mi hermana, me asombró verla sentada ante la mesa, escribiendo; al oírme entrar, alzó el rostro con expresión acalorada y descompuesta. Le brillaban los ojos con una luz feroz y antinatural. La chimenea y la habitación estaban cubiertas de papeles quemados, y la brisa de la ventana que Elinor siempre tenía abierta arrastraba los chamuscados fragmentos por el suelo. Me apresuré a mirar el asiento de la ventana y observé que el montón de valiosas páginas ya no estaba allí.

Me acerqué a mi hermana, temiendo algo desconocido, y mis ojos se posaron en la hoja de papel que tenía al lado; las letras torcidas aún estaban húmedas. Acerté a leer sólo unas frases sueltas, pero bastaron para que comprendiese que la carta era para Edward Somerset y que contenía confesiones y arrepentimientos. La agonía de aquella obligada sumisión había proyectado sobre el rostro de Elinor una sombra más aterradora que la resistencia de que siempre había hecho gala.

Dejó la pluma y se llevó las manos a las sienes, mirando al frente con gesto amargo y ardiente. No dije nada. Era incapaz de hablar, pero me arrodillé a su lado y apoyé la cabeza en su brazo. Ante el contacto se levantó, se tambaleó y se agarró a la silla. Me apresuré a levantarme para ayudarla y noté un cambio en su rostro, lívido y deformado. Extendió una mano, cogió la hoja de la mesa y la acercó a la llama de la vela. El fuego prendió en el papel, pero sus dedos temblorosos lo soltaron a medio arder. El pedazo de papel cayó a mis pies. Ella hizo ademán de cogerlo, con un gesto insistente y fallido. Se lo entregué, pero me lo devolvió y señaló la vela. Lo puse sobre la llama, y sus labios dibujaron una sonrisa lastimera y exultante. Mientras la hoja se estaba consumiendo, oí fuertes pisadas en la escalera. La puerta se abrió de golpe. Edward Somerset apareció ante nosotras, ataviado con insólito esmero y esplendor, como si acabase de salir de una audiencia real para acercarse a aquella inesperada antesala de la muerte.

Nos contempló en silencio y, luego, sus ojos buscaron los de Elinor. Mi hermana correspondió a aquella mirada ciega con otra de demudado tormento; pero cuando él se dirigió hacia ella, recurrió a los restos de su perdido vigor y extendió las manos en un rápido gesto de rechazo y desaliento. Edward Somerset no hizo caso a las manos que lo evitaban; las cogió y las acarició con ternura, mientras ella permanecía quieta, deslumbrada, hasta que él la abrazó de repente. Elinor se perdió en sus brazos un momento, pero luego, con un esfuerzo final, se soltó y lo apartó. Erguida e inmóvil, se cubrió los ojos con las manos y profirió un grito terrible, de profunda repugnancia.

-No habéis resistido... hasta la sangre. Fueron sus últimas palabras.

Nos quedamos con ella hasta el amanecer.

Al amanecer murió.


El invitado ambicioso. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Este suceso se inició al caer la tarde de un día de septiembre. En aquel momento se hallaba la familia congregada alrededor de la lumbre del hogar, mantenido con piñas secas, maderos robados por las torrenteras de las montañas y troncos de los árboles tronchados por el viento. Los padres de aquella familia reflejaban en sus rostros una alegría serena; los niños reían; la hija mayor, a los diecisiete años, era una imagen viva de la felicidad, y la abuela, acomodada en el mejor lugar, y aplicada a su calceta, era, como la hija mayor, una imagen repetida de la felicidad, sólo que en el invierno de la vida. Todos los allí reunidos habían llegado a puerto de reposo en el lugar más horrible de Nueva Inglaterra. La familia vivía en el Tajo de las Montañas Blancas, donde el viento corría con violencia los 365 días del año y llevaban en su entraña, en el invierno, un frío de acero que descargaba despiadado sobre la casa de madera en su paso al valle del Saco. El lugar donde la familia había construido su hogar era frío, y, además de frío, amenazado por un constante peligro. Por encima de sus cabezas se alzaba, en efecto, una enorme montaña tan escarpada y agreste, que las piedras se desprendían con frecuencia, y rodando con estrépito desde lo alto, los sobresaltaban en la noche.

La muchacha acababa de decir algo chistoso, que había provocado la risa de toda la familia, cuando el viento que corría a través del Tajo pareció detenerse ante la casa, sacudiendo la puerta con un lamento infinito antes de continuar hacia el valle. Aunque nada extraordinario representaba aquella violencia, la familia se sintió un momento sobrecogida. Ya volvía a resurgir la alegría en sus rostros, cuando pudieron oír que el picaporte de la puerta de entrada era alzado desde fuera, tal vez por algún transeúnte, cuyos pasos hubieran sido ahogados por el bramido del viento coincidente con su llegada. Aunque vivían en aquella soledad, los miembros de la familia tenían ocasión de relacionarse a diario con el mundo exterior. El romántico paso del Tajo es una gran arteria a través de la cual discurre constantemente la sangre y la vida del comercio interior entre Maine, por un lado, y las Montañas Verdes y las orillas del San Lorenzo por el otro. La diligencia pasaba habitualmente por la puerta de la casa, y los caminantes, sin más compañía que su bastón, se detenían aquí para cambiar algunas palabras, a fin de que el sentimiento de la soledad no les acobardase antes de atravesar el desfiladero o alcanzar la primera casa del valle. También el tratante en camino hacia el mercado de Portland hacía un alto allí para pernoctar, y se sentaba al calor de la lumbre algún rato más de lo corriente, si era soltero, con la esperanza de robar un beso a la hija de la casa al partir. La morada de la familia era, en efecto, una de aquellas posadas primitivas en las que el viajero pagaba sólo por la comida y la cama, recibiendo, a cambio, una acogida imposible de pagar con todo el oro del mundo. Por eso, cuando se oyeron los pasos del desconocido entre la puerta de fuera y la de la habitación, toda la familia se puso en pie, la abuela, los niños y todos los demás, como si se dispusieran a dar la bienvenida a alguien de la familia, a cuyo destino se hallara vinculado el suyo propio.

La puerta se abrió y dio paso a un hombre joven. Al principio, su rostro se hallaba cubierto por la expresión de melancolía y casi desesperación del que camina solo y al oscurecer por un lugar abrupto y siniestro, pero pronto sus rasgos cobraron brillo y serenidad al comprobar la cordial acogida con que se le recibía. Su corazón parecía querer saltarle del pecho hacia todos los allí reunidos, desde la anciana que secaba una silla con su delantal, hasta el niño que le tendía los brazos. Una mirada y una sonrisa colocaron en seguida al desconocido en un pie de inocente familiaridad con la mayor de las hijas.

-¡No hay nada mejor que un fuego así! -exclamó-. ¡Sobre todo cuando se forma a su alrededor un círculo tan amable! Estoy completamente aterido. El Tajo es algo así como un tubo por el que soplan dos fuelles gigantescos; desde Barlett me viene azotando la cara un viento huracanado.
-¿Se dirige usted a Vermont? -preguntó el dueño de la casa, mientras ayudaba al joven a descargarse del morral que llevaba a las espaldas.
-Sí, voy a Burlington, y aún más allá -replicó éste-. Mi intención hubiese sido haber llegado esta noche a la casa de Ethan Crawford, pero en una ruta como ésta un hombre a pie tarda siempre más de lo calculado. Pero mi decisión está ya tomada, porque cuando veo arder esta lumbre y contemplo los rostros alegres de todos ustedes, me parece que lo han encendido precisamente para mí, y que la familia entera estaba esperando mi llegada. Así, pues, me sentaré, si me lo permiten, entre ustedes y me instalaré aquí por esta noche.

El recién llegado acababa de aproximar su silla al fuego, cuando se oyó afuera algo así como un pisar de gigante que se repetía por la escarpadura de la montaña acercándose con estrépito y pasando a grandes zancadas al lado de la casa. La familia entera detuvo el aliento mientras duró el ruido, conociendo como conocían lo que significaba, y el forastero hizo lo mismo instintivamente.

-La vieja montaña nos ha lanzado una piedra, para recordarnos que la tenemos aquí, sobre nuestras cabezas -dijo el padre serenándose en seguida-. Algunas veces mueve la cabeza y nos amenaza con desplomarse sobre nosotros, pero somos antiguos vecinos y, en el fondo, mantenemos buenas relaciones. Además, disponemos de un refugio seguro aquí, al lado de la casa, para el caso de que decidiera llevar a efecto sus amenazas.

Y ahora observemos que el viajero ha terminado su cena de carne de oso, y que sus maneras francas y abiertas lo han llevado a un plano de amistad con la familia, de suerte que la conversación entre todos se ha hecho tan sincera como si el recién llegado perteneciera a aquel hogar agreste. El joven a quien el azar había traído aquella noche a la casa era de carácter altivo aunque dúctil y amable; altanero y reservado entre los ricos y poderosos, pero siempre dispuesto a bajar su cabeza en la puerta de una choza y a sentarse al fuego con los desposeídos como un hermano o un hijo. En el hogar del Tajo encontró cordialidad y sencillez de ánimo, la penetrante y aguda inteligencia de Nueva Inglaterra y una poesía originaria y auténtica que los habitantes de la casa habían aprendido de los picachos y las quebradas y del mismo umbral de su pobre morada. El forastero había viajado mucho y siempre solo; su vida entera había sido, podía asegurarse, un sendero solitario, pues la altiva reserva de su naturaleza la había hecho apartarse siempre de aquellos que, de otra suerte, hubieran sido sus camaradas. También la familia, tan amable y hospitalaria como era, llevaba en sí esa conciencia de unidad entre todos sus miembros y de separación del resto del mundo, que convierte el hogar en un recinto sagrado en el que no tiene cabida ningún extraño. Aquella noche, no obstante, una simpatía profética llevó al joven instruido y de hábitos refinados a descubrir su corazón a aquellos rudos habitantes de las montañas, y su franqueza hizo que éstos se confiaran a él con la misma espontaneidad. ¿No es más fuerte, en efecto, el lazo de un destino común, que los que crea el mismo nacimiento?

El secreto del carácter del joven era una ambición altísima y abstracta. Era posible que hubiera nacido para vivir una vida oscura, pero no para ser olvidado en la tumba. Su ardiente anhelo se había transformado en esperanza, y esta esperanza, largo tiempo mantenida, se había convertido en la certeza de que, por insignificante que fuese su vida en el presente, el brillo de la gloria iluminaría su camino para la posteridad, aunque tal vez no mientras él lo recorriera. Cuando las generaciones venideras dirigiesen la mirada hacia la oscuridad que era entonces su presente, echarían de ver claramente el resplandor de sus pisadas, y se confesarían que un hombre de altas dotes había ido de la cuna a la tumba, sin que nadie hubiera sabido comprenderlo.

-Y, sin embargo -exclamó el forastero, con las mejillas ardientes y los ojos radiantes de luz-, todavía no he realizado nada. Si mañana desapareciera de la tierra, nadie sabría más de mí que ustedes: que un joven desconocido llegó un día al anochecer, procedente del Valle del Saco, que les abrió el corazón por la noche y que se marchó al amanecer del día siguiente por el Tajo, sin que volvieran a verlo. Ni una sola persona les preguntaría quién era este joven ni de dónde venía... ¡Pero no! ¡Yo no puedo morir hasta que haya cumplido mi destino! Después, sí; después, puede ya venir la muerte. ¡Yo mismo me habré edificado mi monumento para la posteridad!

Había un impulso tal de emoción espontánea bullendo constante en medio de fantasías abstractas, que la familia llegó a comprender los sentimientos del joven forastero, aun siendo como eran tan lejanos a los suyos propios. Dándose rápidamente cuenta de lo ridículo de su actitud, el joven enrojeció de la vehemencia hacia la que había sido arrastrado por sus mismas palabras.

-Ustedes se reirán de mí sin duda -dijo, cogiendo la mano de la hija mayor y riéndose él mismo-. Seguramente piensan que mi ambición es tan absurda como si subiera al Monte Washington y me dejara convertir allí en un trozo de hielo, sólo para que la gente de la comarca pudiera admirarme desde el llano... Y, sin embargo, doy fe de que querría un noble pedestal para la estatua de un hombre...
-A mí me parece -respondió la hija mayor, enrojeciendo- que es mejor estar sentados aquí al calor de la lumbre, contentos y serenos, aunque nadie piense en nosotros.
-Yo creo, sin embargo -dijo su padre, tras unos momentos de meditación-, que hay algo natural en lo que el joven ha dicho: y es posible que, si mi cerebro hubiera seguido este camino, yo también habría pensado lo mismo. Es raro, hasta qué punto sus palabras han despertado en mi pobre cabeza cosas que es bien seguro que no han de ocurrir nunca.
-¿Cómo sabes tú que no han de suceder? -respondió el ama de la casa-. ¿Puede el hombre saber lo que hará si llega a enviudar?
-¡No, no! -exclamó el padre, rechazando la idea con un tono de cariñosa protesta-. Cuando pienso en tu muerte, Ester, pienso siempre a la vez en la mía. Lo que estaba imaginando era otra cosa. Pensaba que teníamos una bonita granja en Barlett, en Betlehem, en Littleton o en cualquier otra ciudad en las vertientes de las Montañas Blancas, pero no donde éstas estuvieran constantemente amenazando derrumbarse sobre nuestras cabezas. Me hallaría en buenas relaciones con mis convecinos, y sería nombrado juez municipal del lugar y enviado a la Asamblea General por una o dos legislaturas, pues aquí hay mucho que hacer para un hombre sencillo y honrado. Y cuando llegara a viejo, y tú también, podría morir tranquilo dejándolos a todos llorando en torno a mí. Una sencilla lápida de pizarra me bastaría tanto como una de mármol, sobre la cual se grabaría simplemente mi nombre, mi edad y un versículo de los salmos, y quizá algunas palabras que dijeran a la gente que había vivido como un hombre honrado y había muerto como un cristiano.
-¿Lo ven ustedes? -dijo el forastero-. Es consustancial a la naturaleza humana ambicionar un monumento, ya sea de pizarra, o de mármol, o un pilar de granito o sólo un recuerdo glorioso en el corazón de las gentes.
-¡Qué cosas más especiales nos vienen esta noche a la imaginación! -dijo la esposa, con lágrimas en los ojos-. Suele creerse que es señal de que va a ocurrir algo cuando los hombres empiezan a pensar y a hablar así. ¡Escuchen a los niños!

Todos los reunidos prestaron, en silencio, atención. Los niños más pequeños se hallaban acostados en otro cuarto, pero la puerta medianera permanecía entreabierta, de suerte que se les podía oír hablar afanosamente entre sí. También ellos parecían afectados por las fantasmagorías que habían hecho presa en el círculo de personas mayores sentadas al fuego, y disputaban acaloradamente sobrepujándose los unos a los otros en deseos y ambiciones infantiles para cuando fueran hombres. Por fin, uno de los pequeños, en lugar de dirigirse a sus hermanos, llamó a su madre.

-Voy a decirte, mamá -dijo- lo que yo deseo. Quiero que tú y papá, y la abuela, y todos nosotros, sin prescindir del forastero, nos levantemos y nos dirijamos a beber un trago de agua en el Flume.

Ninguno de los presentes pudo reprimir una sonrisa al oír que el mayor deseo del niño era abandonar su cama bien caliente y arrancar a los demás del calor del fuego para visitar el Flume, una torrentera que se precipitaba desde lo alto de la montaña a las profundidades del Tajo. Apenas había acabado el niño de pronunciar sus últimas palabras, cuando se oyó el ruido intermitente de un carruaje que se acercaba y que, al fin, se detuvo de pronto delante de la puerta de la casa. En él parecían ir dos o tres hombres, que alegraban el camino con una canción cantada a coro, el eco de cuyas notas rebotaba entre las peñas, mientras que los viajeros dudaban de si proseguir su viaje o detenerse en la casa para pasar la noche.

-Padre -dijo la muchacha-, lo están llamando por su nombre.
Pero el dueño de la casa no estaba seguro de que efectivamente lo hubieran llamado, y no quería mostrarse demasiado ansioso por la ganancia invitando a los viajeros a pernoctar bajo su techo. Por eso, no se apresuró a acudir a la puerta, y, mientras tanto, se oyó restallar el látigo y los viajeros siguieron camino por el Tajo, siempre cantando y riendo, aunque su música y su alegría parecía provenir del corazón de la montaña.

-¡Mira, mira, mamá! -insistió el niño que había hablado antes-; también ellos se van hacia el Flume.
De nuevo los reunidos rompieron a reír ante la manía del niño de hacer una excursión en plena noche. De repente. sin embargo una nube pasó sobre el espíritu de la hija mayor; durante unos instantes sus ojos se fijaron persistentemente en el fuego, y respiró con tal intensidad que su aliento se convirtió casi en un suspiro. Sobresaltada y con rubor en el rostro, la joven miró rápidamente en derredor suyo, como si temiera que todos los que allí se hallaban hubieran penetrado con la mirada en el interior de su pecho. El forastero le preguntó qué era lo que había estado pensando.

-Nada -respondió-; solamente que precisamente en estos momentos me he sentido infinitamente sola.
-Yo siempre he tenido un don especial para percibir lo que otras personas llevan en el corazón -dijo el desconocido, medio en broma y medio en serio-. ¿Quiere usted que le adivine también los secretos del suyo? Sé perfectamente, sobre todo, lo que hay que pensar cuando una muchacha tirita, sentada al lado de la lumbre, y se queja de soledad estando presente su madre. ¿He de expresar todo ello en palabras?
-No serían ya sentimientos de una muchacha, si, efectivamente. pudieran ser expresados en palabras -dijo la ninfa de los montes riéndose, pero apartando los ojos.

Todas estas frases habían sido cruzadas en un aparte de los dos jóvenes. Acaso comenzaba a brotar en sus corazones un germen de amor, tan puro, como más acorde para florecer en el paraíso que en el polvo de este mundo. Las mujeres, en efecto, amaban la noble dignidad que distinguía al forastero, y el alma arrogante y contemplativa se siente siempre atraída por una simplicidad de espíritu pareja a la suya propia. Mientras ambos hablaban quedamente, y mientras el desconocido observaba la dulce melancolía, las sombras luminosas y los tímidos anhelos de una naturaleza de mujer, el viento que soplaba encajonado en el Tajo aumentaba por momentos su tono profundo y fragoroso. Como decía el imaginativo forastero, parecía una melodía cantada a coro por los espíritus del viento, los cuales, según el mito de los indios, habitaban en aquellas montañas, haciendo de sus cimas y de sus precipicios una región sagrada. También a lo largo del camino resonaba un lamento agudo, como si pasara por él un cortejo fúnebre. Para espantar la melancolía que se había apoderado de todos, la familia arrojó al fuego un montón de ramas de pino, hasta que las hojas secas comenzaron a crepitar y pronto surgieron vivas llamas iluminando de nuevo una escena de paz y de dicha humilde. La luz extendía su claridad sobre las cabezas de todos los allí reunidos, acariciándolos suavemente. Podían verse los rostros menudos de los niños husmeando desde el cuarto vecino, y, al lado del hogar, la silueta enérgica del padre, la fisonomía dulce y fatigada de la madre, el perfil altivo de los jóvenes, y la figura encorvada de la abuela, que seguía haciendo calceta en el lugar más recogido de toda la habitación. La anciana levantó un momento los ojos de su labor, y, mientras sus dedos continuaban moviéndose sin descanso, comenzó a hablar lentamente.

-Los viejos tienen sus ideas, de igual manera que también los jóvenes tienen las suyas. Han estado trazando deseos y proyectos, y haciendo correr la fantasía de una cosa a la otra, hasta que han logrado empujar mi pobre cabeza lanzándola por los mismos derroteros. ¿Qué puede, sin embargo, desear una vieja, que se halla a escasos pasos de la tumba? No obstante, voy a decirlo, porque me temo que si no lo hago así la idea me va a perseguir día y noche sin descanso.
-Sí, sí, dínoslo- exclamaron a la vez el marido y la mujer.

La anciana adoptó un aire de misterio, que hizo que el círculo de personas se estrechara más en torno al fuego, y comenzó a hablar, diciendo que, desde hacía años, venía preocupándose por las vestiduras con las que deseaba ser enterrada: una mortaja muy simple de hilo y una cofia de muselina. Esta noche, sin embargo, una extraña superstición la apresaba. En su juventud había oído contar que si, al enterrar a una persona, algo de su atavío quedaba desordenado, aunque fuera una simple arruga en el cuello de la mortaja o una mala colocación de la cofia, el cadáver se revolvía en el ataúd bajo tierra tratando de disponer de sus frías manos, para arreglar con ellas lo que no lo estuviera. La simple suposición de que pudiera acontecerle algo semejante a ella, la ponía nerviosa.

-¡Por Dios, abuela! -exclamó la nieta estremeciéndose-. ¡No creas esas cosas!
-Pues bien -prosiguió la abuela sin hacer caso, y con gran seriedad, aunque iluminado el rostro por una sonrisa-. Lo que deseo de ustedes, hijos míos, es que cuando me encuentre en el ataúd, me coloquen ante el rostro un espejo. ¿Quién sabe? Quizá me sea posible echar una mirada y ver si no está desarreglado nada de lo que llevo puesto.
-Todos, lo mismo jóvenes que viejos, no acertamos a hablar más que de tumbas y monumentos -observó el forastero-. Me gustaría saber qué es lo que sienten los marineros cuando el barco se hunde y todos se hallan en trance de ser sepultados a una en la inmensa y anónima sepultura del mar.

La fúnebre ocurrencia de la anciana había impresionado de tal forma durante unos momentos el cerebro de los allí reunidos, que nadie se había percatado de que afuera, en las tinieblas de la noche, un ruido semejante al bramar de cien gigantes había ido creciendo hasta alcanzar tonos profundos y terribles. La casa y todo lo que en ella había se estremeció; los mismos cimientos de la tierra parecían hallarse sacudidos como si el estruendo cada vez más próximo fuera el aviso de las trompetas del juicio final. Jóvenes y viejos cruzaron entre sí una mirada instintiva de pavor, y permanecieron inmóviles, lívidos, aterrorizados, sin fuerza para pronunciar una palabra ni para hacer un movimiento. Después un solo grito sonó en todas las gargantas.

-¡El alud!, ¡el alud!
Las palabras más elocuentes pueden sugerir, pero no describir el horror inexpresable de la catástrofe. Las víctimas se precipitaron fuera de la casa, buscando amparo en lo que ellas tenían por un lugar seguro, allí donde, pensando en aquella posibilidad, se había construido un muro de contención o barrera. ¡Ay! Los desgraciados habían renunciado a su salvación al hacerlo así, lanzándose inconscientemente en el seno del más fatal de todos los destinos. Toda una ladera de la montaña se vino abajo en una verdadera catarata de piedras y ruinas. Y precisamente pocos metros antes de llegar a la casa, aquella avalancha de muerte y destrucción se abrió en dos brazos, dejando en medio, casi intacta, la casa y arrasando en sus alrededores cuanto se oponía a su paso. Mucho antes de que se hubiera extinguido entre las montañas el estruendo del alud, había terminado ya la agonía de las víctimas y todas ellas gozaban de la paz. Sus cuerpos no fueron hallados jamás.

Al día siguiente una tenue columna de humo se elevaba todavía de la chimenea de la casa. Dentro el fuego ardía, a medio apagar, en el hogar, y las sillas se hallaban colocadas a su alrededor, como si los allí reunidos hubieran salido un momento a examinar los destrozos causados por el alud, y fueran a volver de un momento a otro para dar gracias a Dios por su milagrosa salvación. La historia recorrió todos los rincones de la comarca, y perdura eternizada en estas montañas como una leyenda. También los poetas han cantado el triste fin de la familia del Tajo. Ciertos detalles parecían delatar que en la noche fatal un forastero se había acogido a la casa y había resultado víctima de la catástrofe con toda la familia. Otros negaban, en cambio, que hubiera indicios concluyentes para llegar a tal afirmación. ¡Triste fin para aquella juventud exaltada, con sus sueños de inmortalidad terrena! Su nombre y su persona han quedado absolutamente desconocidos; su historia, su camino en la vida y sus planes y proyectos permanecerán siempre perdidos en el misterio. Su misma muerte y su previa existencia son hechos que han quedado en duda...


El insólito libro de oraciones. M.R. James (1862-1936)

El señor Davidson estaba pasando la primera semana de enero solo en un pueblo rural. Una serie de circunstancias le habían llevado a tomar esta drástica decisión: sus parientes más cercanos se habían ido al extranjero a practicar deportes de invierno, y los amigos que se habían brindado calurosamente a sustituirles tenían en casa una enfermedad contagiosa. Evidentemente, podía haber buscado a algún otro que se apiadara de él. «Pero la mayoría tiene hechos ya sus planes —reflexionó—; y al fin y al cabo, se trata de resistir tres o cuatro días a lo más; y no me vendrá mal adelantar un poco en la introducción a los Papeles de Leventhorp. Puedo dedicar ese tiempo a acercarme a Gaulsford a hablar con los vecinos. Tendría que ver los restos de Leventhorp House y las tumbas de la iglesia».
El primer día de estancia en el hotel «El Cisne» de Longbridge hubo tal tormenta que sólo pudo ir a la tienda a comprar tabaco. El siguiente, relativamente despejado, lo dedicó a visitar Gaulsford, que le interesaba bastante, aunque no tuvo consecuencias ulteriores. El tercero, un día realmente espléndido para tratarse de principios de enero, hacía demasiado bueno para quedarse encerrado. Se enteró por el hotelero de que un ejercicio predilecto de los visitantes en verano era coger el tren de la mañana hasta un par de estaciones al oeste y regresar andando por el valle del Tent, pasando por Stanford St. Thomas y Stanford Magdalene, dos pueblecitos pintorescos. Adoptó dicho plan, y helo aquí, a las nueve cuarenta y cinco de la mañana, sentado en un vagón de tercera, en dirección a Kingsbourne Junction, estudiando el mapa de la comarca. Sólo tenía de compañero de viaje a un anciano, un viejo de voz atiplada que parecía demasiado inclinado a conversar. Así que el señor Davidson, tras entonar los versículos y responsorios de rigor acerca del tiempo, le preguntó si iba muy lejos.
—No, señor; no muy lejos; esta mañana no —dijo el viejo—. Sólo hasta lo que llaman Kingsbourne Junction. No hay más que dos estaciones intermedias. Así lo llaman: Kingsbourne Junction.
—Yo también voy allí —dijo el señor Davidson.
—¡Ah!, ¿de veras? ¿Conoce esa parte?
—No; sólo voy con idea de volver andando a Longbridge, y ver un poco de campo.
—¡Ah, muy bien, señor! Hace un día ideal para que lo disfrute un caballero con un buen paseo.
—Sí, desde luego. ¿Tiene que andar mucho una vez en Kingsbourne?
—No señor; no tengo que andar mucho una vez en Kingsbourne Junction. Voy a visitar a mi hija que vive en Brockstone; a unas dos millas a campo traviesa de lo que llaman Kingsbourne Junction. Seguramente vendrá señalado en su mapa, ¿verdad, señor?
—Supongo que sí. Vamos a ver: ¿Brockstone, dice usted? Aquí tenemos Kingsbourne; ¿en qué dirección está Brockstone... hacia Stanford? Ah, ya lo veo: Palacio de Brockstone, en un parque. Pero no veo el pueblo.
—Desde luego que no, señor; no verá ningún pueblo de Brockstone. De Brockstone sólo están el palacio y la capilla.
—¿La capilla? Ah, sí, aquí viene señalada también; cerca del palacio, parece. ¿Pertenece al palacio?
—Sí, señor; cerca del palacio está, a un paso. Sí, pertenece al palacio. Mi hija, señor, es la mujer del guarda; vive en el palacio, y está al cuidado de todo, ahora que no están los señores.
—Entonces, ¿no vive nadie allí ahora?
—No, señor; hace años que no. Allí vivía el viejo señor cuando yo era joven; y después vivió la señora casi hasta los noventa años. Después murió; y los dueños de ahora han comprado esa otra casa, creo que en Warwickshire, y no hacen nada por alquilar el palacio; pero el coronel Wildman conserva el coto, y el joven señor Clark, el apoderado, viene a echar una mirada cada muchas semanas. Y el marido de mi hija es el guarda.
—¿Y quien utiliza la capilla? La gente de los alrededores, supongo, ¿no?
—Ah, no; no la utiliza nadie. Nadie va allí. La gente de por allí va a la iglesia de Stanford St. Thomas; aunque mi yerno va a la iglesia de Kingsbourne porque el señor de Stanford manda que se cante el gregoriano ese, y a mi yerno no le gusta; dice que bastante oye rebuznar al asno durante la semana y que prefiere algo más animado los domingos —el viejo se llevó una mano a la boca y rió—. Eso dice mi yerno; que bastante oye rebuznar al asno... etc., da capo.
El señor Davidson rió también lo más sinceramente que pudo, pensando entretanto que quizá merecía la pena incluir en su recorrido el palacio de Brockstone y la capilla; porque el mapa indicaba que de Brockstone podía llegar al valle del Tent lo mismo que siguiendo el camino real de Kinsbourne a Longbridge. De modo que cuando se hubo calmado la risa provocada por el recuerdo del bon mot del yerno volvió a la carga, y se cercioró de que tanto el palacio como la capilla eran del tipo conocido como «sitios antiguos», que el viejo se brindaría gustosamente a llevarle hasta allí, y que la hija estaría encantada de enseñarle cuantas cosas pudiese.
—Pero no es como si viviera allí una familia, señor, con todos los espejos cubiertos, y las pinturas y cortinas y alfombras recogidas y guardadas. Aunque eso no quiere decir que mi hija no le pueda enseñar un par; porque tiene que echarles una mirada y ver que no las ataque la polilla.
—Eso me da igual, muchas gracias. En cambio me gustaría mucho ver la capilla, si pudiera enseñármela.
—¡Ah, ya lo creo que puede, señor! Tiene la llave de la puerta y casi todas las semanas entra a limpiar el polvo. Es una preciosidad de capilla. Mi yerno dice que apuesta a que no dejarían cantar allí el gregoriano ese. ¡Bendito sea Dios! No puedo evitar la risa cada vez que me acuerdo de lo que dice sobre el asno: bastante lo oye rebuznar durante la semana, dice. Y desde luego que es así, señor; es la pura verdad.
El recorrido a campo traviesa de Kingsbourne a Brockstone fue realmente agradable. Lo hicieron casi todo por la parte elevada del terreno, dominando extensas panorámicas desde lo alto de una sucesión de lomas aradas o cubiertas de pasto o de bosque azul oscuro... que terminaban más o menos repentinamente, a la derecha, en unos promontorios que avanzaban sobre el ancho valle de un gran río, al oeste. El último campo que cruzaron lo bordeaba un espeso bosquecillo; y no bien llegaron a él, el camino torció hacia abajo súbitamente, apareciendo Brockstone elegantemente emplazado en un valle estrecho y repentino. No tardaron en divisar grupos de chimeneas de piedra y tejados de pizarra, justo a sus pies, y unos minutos más tarde se estaban limpiando los zapatos en la puerta trasera del palacio de Brockstone, mientras los perros del guarda ladraban ruidosamente en un lugar que no se veía, y la señora Potter, en rápida sucesión, les gritaba que se callasen, saludaba a su padre y rogaba a los dos visitantes que pasaran adentro.
II
No era de esperar que el señor Davidson escapase de que le enseñaran las principales habitaciones del palacio, a pesar de que la casa estaba totalmente recogida y fuera de servicio. Cuadros, alfombras, cortinas, muebles, estaban cubiertos o guardados como el viejo señor Avery había dicho; y la admiración que nuestro amigo estaba dispuesto a tributar tuvo que prodigarla a las dimensiones de las estancias y a un techo pintado donde el artista, que había huido de Londres el año de la peste, había plasmado el «Triunfo de la Lealtad y la Derrota de la Sedición». Aquí el señor Davidson tuvo ocasión de mostrar un interés sincero. Los retratos de Cromwell, Ireton, Bradshaw, Peters y todos los demás, retorciéndose en tormentos cuidadosamente ideados, eran evidentemente la parte de la composición a la que el artista había dedicado más esfuerzos.
—Esa pintura la encargó la antigua lady Sadleir, igual que la que hay en la capilla. Dicen que fue la primera en ir a Londres a bailar sobre la tumba de Oliver Cromwell —dijo el señor Avery; y prosiguió pensativo—: Bueno, supongo que se quedaría a gusto; yo no sé si me pagaría un viaje de ida y vuelta a Londres nada más que para eso. Y mi yerno dice lo mismo: dice que no sabe si se habría gastado ningún dinero para una cosa así. Le he contado al señor cuando veníamos en el tren, Mary, lo que dice tu marido sobre el gregoriano ese que cantan aquí en Stanford. Nos ha hecho reír de lo lindo, ¿verdad, señor?
—¡Desde luego que sí! ¡Ja, ja! —una vez más el señor Davidson se esforzó en hacer justicia a la gracia del guarda—. Pero si la señora Porter puede enseñarme la capilla —dijo—, creo que es el momento; porque los días no son largos, y quiero volver a Longbridge antes de que oscurezca del todo.
Aunque no hayan incluido una ilustración del palacio de Brockstone en la Rural Life (como creo que no la han incluido), no es mi intención señalar aquí sus excelencias.
Sin embargo, quiero decir unas palabras sobre la capilla: se encuentra a unas cien yardas de la casa, y tiene un pequeño cementerio con árboles alrededor. Es un edificio de piedra de unos setenta pies de largo, de estilo gótico, según se entendía ese estilo a mediados del siglo XVII. En conjunto se parece a algunas capillas de los colegios universitarios de Oxford, salvo que tiene claramente presbiterio, como las iglesias parroquiales, y un caprichoso campanario rematado en cúpula en la esquina sudoeste.
El señor Davidson no pudo reprimir una exclamación de complacida sorpresa, cuando le abrieron de par en par la puerta oeste, ante lo rico y completo de su interior: tejería, púlpito, asientos y vidrieras: todo era del mismo periodo. Y al adentrarse en la nave y descubrir el órgano con sus tubos repujados en oro en la galería oeste sintió llena su copa de complacencia. Las vidrieras de la nave eran en su mayor parte heráldicas, y en el presbiterio había estatuas como las que pueden verse en Abbey Dore, obra de Lord Sucdamore.
Pero esto no es una reseña arqueológica.
Mientras el señor Davidson se hallaba ocupado en examinar los restos del órgano (atribuido a uno de los Dallan., creo), el viejo señor Avery había subido renqueante al presbiterio y estaba quitando las fundas que cubrían los cojines de terciopelo azul de los sitiales. Evidentemente, aquí era donde se sentaba la familia.
El señor Davidson le oyó decir en tono un poco bajo de sorpresa:
—¡Mira, Mary; otra vez están abiertos!
La respuesta fue con una voz que sonó más malhumorada que sorprendida:
—¡Pché, vaya, no me diga!
La señora Porter acudió a donde estaba su padre, y siguieron hablando en voz más baja. El señor Davidson comprendió en seguida que discutían de algo no del todo normal, así que bajó los peldaños de la galería y se unió a ellos. No había el menor signo de desorden en el presbiterio, como tampoco en el resto de la capilla, que se veía hermosamente limpia; pero los ocho libros de oraciones en folio que descansaban sobre los cojines de los reclinatorios estaban evidentemente abiertos. La señora Porter estaba protestando precisamente de eso.
—¿Quién será el que lo hace? —dijo—; porque no hay más llave que la mía, ni más puerta que la que acabo de abrir, y los ventanales tienen todos reja. Esto no me hace ninguna gracia, padre; ninguna gracia.
—¿Qué pasa, señora Porter? ¿Ocurre algo? —dijo el señor Davidson.
—No, señor; en realidad no es nada grave; son estos libros nada más. Cada vez que entro a limpiar aquí, casi, los cierro y los cubro con las fundas para que no cojan polvo. Lo vengo haciendo desde que me lo encargó el señor Clark, al principio de entrar a trabajar. Y ahí están otra vez, siempre abiertos por la misma página; y como yo digo: quienquiera que sea, lo hace con la puerta y las ventanas cerradas. Y como digo yo: cuando pasan cosas así a una le da no sé qué entrar sola, como tengo que hacer yo; y no es que sea de ésas... de las que se asustan fácilmente quiero decir. Y el caso es que aquí no hay ratas; aunque las ratas no se entretienen en hacer esa clase de cosas; ¿no cree usted, señor?
—Difícilmente, diría yo. Pero es muy raro. ¿Y dice que siempre los encuentra abiertos por la misma página?
—Siempre por la misma, señor: por uno de los salmos. La primera vez o dos no me di cuenta; hasta que vi una rayita roja marcada; desde entonces he reparado siempre en ella.
El señor Davidson se acercó a los sitiales y echó una mirada a los libros. Efectivamente, estaban abiertos por la misma página: Salmo CIX; y arriba, entre el número y el Deus laudum, había una rúbrica: «Para el día 25 de abril». Sin presumir de conocer con detalle la historia del Libro Común de Oraciones dé la Iglesia Anglicana, sabía lo suficiente como para estar seguro de que ésta era un añadido extraño y totalmente espúreo; y aunque recordaba que el 25 de abril era el día de san Marcos, no se le ocurría qué relación podía haber entre este salmo feroz y dicha festividad. No sin cierta aprensión, se atrevió a pasar hojas para ver la portada; y consciente de que había que ser especialmente meticuloso en estas cuestiones, dedicó unos minutos a copiarla: la fecha de publicación era 1653; el impresor se llamaba Anthony Cadman. Fue a la lista de salmos para determinados días. Sí: añadida a cada uno encontró la misma; inexplicable indicación: Para el día 25 de abril, el Salmo 109. A un experto se le habría ocurrido indagar otros muchos detalles; pero como digo, este anticuario no lo era.
Examinó la encuadernación: una hermosa encuadernación en piel azul estampada con el escudo que figuraba en varios ventanales de la nave en diversas combinaciones.
—¿Cuántas veces —preguntó finalmente a la señora Porter— ha encontrado estos libros abiertos así?
—No sabría decirle, señor; pero muchísimas. ¿Recuerda, padre, cuándo se lo dije la primera vez que me di cuenta?
—Ya lo creo, cariño; estabas boquiabierta, y no me extraña; fue hace cinco años, cuando vine a pasar el día de san Miguel con vosotros; y a la hora de comer entras tú diciendo: «Padre, los libros cubiertos con la funda están abiertos otra vez». Aunque yo, señor, no sabía de qué me estaba hablando, y digo: «¿Los libros?»,y no digo nada más. Y va Harry y dice (Harry es mi yerno): «¿Quién puede haberlo hecho? —dice—; porque no hay más que una puerta, y la llave la tenemos nosotros —dice—. Y las ventanas están todas enrejadas. Bueno —dice—; como pille al que sea no le van a quedar ganas de volverlo a repetir».Y seguro estoy de que no le habrían quedado muchas, señor.
Bueno, pues eso fue hace cinco años; y desde entonces ha venido ocurriendo de continuo, cariño. El joven señor Clark no parece darle mucha importancia. Claro que él no vive aquí y no tiene que entrar a limpiar por las tardes, ¿no le parece?
—Y aparte de eso, señora Porter, ¿ha notado algo más fuera de lo normal cuando está haciendo su trabajo aquí? —dijo el señor Davidson.
—No, señor —dijo la señora Porter—. Y me parece bastante raro, porque siempre tengo la sensación de que hay alguien sentado ahí: no, al otro lado, justo detrás del cancel, y mirándome mientras barro la galería y limpio los bancos. Pero hasta ahora no he visto nada anormal aparte de mí misma, puede decirse, y espero de verdad no verlo nunca.
III
En la conversación que siguió —que no fue muy larga— no hubo nada más que pueda añadirse a la relación del caso. Tras despedirse en términos cordiales del señor Avery y de su hija, el señor Davidson emprendió su excursión de ocho millas. El pequeño valle de Brockstone le llevó en poco tiempo al más ancho del Tent y a Stanford St. Thomas, donde tomó un refrigerio.
No hace falta que le acompañemos todo el trayecto hasta Longbridge. Pero cuando se estaba cambiando de calcetines, antes de cenar, de repente se quedó en suspenso y exclamó medio en voz alta: «¡Diablos, eso es muy raro!» No se le había ocurrido antes lo extraño que era que existiese una edición del Libro común de Oraciones de 1653, o sea siete años antes de la Restauración, cinco años antes de la muerte de Cromwell, y cuando estaba castigado el uso de este libro, y no digamos su impresión. Debió de ser un hombre osado el impresor cuando puso su nombre y la fecha en la portada. Aunque puede que no fuera su nombre —reflexionó el señor Davidson—, si se tenían en cuenta los complicados subterfugios a que recurrían los impresores en tiempos difíciles.
Esa noche, estaba en el vestíbulo de «El Cisne» estudiando horarios e itinerarios de trenes, cuando paró ante la puerta un pequeño automóvil y se apeó un hombre bajo enfundado en un abrigo de piel, se detuvo en la escalinata, y dio instrucciones a su chófer con un acento chillón y extranjero. Al entrar se vio que tenía el cabello negro, el rostro pálido, barbita puntiaguda, y llevaba lentes de oro: muy atildado todo él.
Se dirigió a su habitación, y el señor Davidson no volvió a verle hasta la hora de la cena. Como eran los dos únicos huéspedes que cenaban esa noche, al recién llegado no le fue difícil encontrar una excusa para trabar conversación. Evidentemente, quería averiguar qué había traído al señor Davidson a este pueblo en esta época del año.
—¿Sabría decirme a qué distancia está Arlingworth de aquí? —fue una de sus primeras preguntas, y también una de las que arrojó cierta luz sobre sus propios planes; porque el señor Davidson se acordó de que había visto en la estación el anuncio de una subasta que iba a celebrarse en Arlingworth Hall, consistente en muebles antiguos, cuadros y libros. Así que el sujeto era un marchante de Londres.
—Lo siento —dijo—; no he estado nunca ahí. Creo que está cerca de Kingsbourne... no puede estar a menos de doce millas. Tengo entendido que se va a celebrar allí una subasta dentro de poco.
El otro le miró inquisitivamente, y se echó a reír.
—No —dijo como contestando a una pregunta—. No tiene por qué temer mi competencia. Me marcho mañana.
Esta aclaración despejó el ambiente; y el marchante, que se llamaba Homberger, confesó que lo que le interesaba eran los libros, y que creía que en las bibliotecas de las viejas mansiones campestres del contorno podía descubrir algo que mereciese el viaje. —Porque nosotros los ingleses —dijo— tenemos desde siempre un talento especial para acumular rarezas en los lugares más inesperados, ¿no le parece?
Y en el transcurso de la velada estuvo de lo más interesante hablando de hallazgos realizados por él y otros.
—Después de la subasta aprovecharé la ocasión para darme una vuelta por los alrededores. ¿Sabe usted de algún lugar donde habría posibilidad de encontrar algo, señor Davidson?
Pero el señor Davidson, aunque había visto estanterías muy tentadoras en el palacio de Brockstone, se lo calló. No le caía bien el señor Homberger. Al día siguiente, yendo en el tren, un rayito de luz vino a iluminarle uno de los enigmas del día anterior: había sacado casualmente un almanaque que había comprado para el nuevo año, y se le ocurrió mirar las efemérides del 25 de abril. Ponía lo siguiente: «San Marcos. Nacimiento de Oliver Cromwell, 1599».
Esto, unido a la pintura del techo, le pareció que explicaba muchas cosas. La figura de lady Sadlair cobró entidad a los ojos de su imaginación, apareciendo como la de alguien cuyo amor a la Iglesia y al rey había ido dando paso a un odio profundo al poder que había amordazado a la una y matado brutalmente al otro. ¿Qué extraño y maligno oficio religioso era el que ella y unos pocos como ella habían estado celebrando año tras año en ese valle remoto? ¿Y cómo diablos se las había arreglado para burlar al poder? Y además, ¿no estaba esa persistencia de los libros en aparecer abiertos en extraña consonancia con otros rasgos de su retrato, que él había tenido ocasión de contemplar? Sería interesante para cualquiera que visitase Brockstone el 25 de abril asomarse a la capilla a comprobar si ocurría algo fuera de lo normal. Y ahora que lo pensaba, no veía ninguna razón para no ser él esa persona. Él y, si era factible, algún amigo con sus mismas aficiones. Y decidió hacerlo así.
Dado que no sabía prácticamente nada sobre ediciones del Libro común de Oraciones, comprendió que debía asesorarse sobre esta cuestión sin dar a conocer sus motivos. Puedo añadir a continuación que sus indagaciones no le condujeron a nada. Un escritor de la primera mitad del siglo XIX, autor de una ampulosa y entusiasta disertación sobre libros aseguraba haber oído hablar de una edición anti-cromweliana del Libro común de Oraciones en pleno periodo de la república. Pero no decía que hubiese visto ningún ejemplar, y nadie le creyó. Estudiando el asunto, el señor Davidson descubrió que tal afirmación se basaba en ciertas cartas de un corresponsal que había vivido en las proximidades de Longbridge; así que pensó que en el fondo de esto se encontraban los Libros de Oraciones de Brockstone; con lo que se le despertó un momentáneo interés.
Pasaron meses, y se acercó el día de san Marcos. No había nada que impidiese al señor Davidson llevar a cabo su plan de visitar Brockstone, ni acompañarle al amigo al que había convencido, el único al que había confiado el enigma. Cogieron el mismo tren de las 9,45 que en enero le había llevado a él a Kingsbourne; y el mismo sendero que atravesaba los campos les llevó hasta Brockstone. Pero hoy se detuvieron más de una vez a coger una prímula; el bosque lejano y las lomas aradas eran ahora de otro color y en la arboleda del valle había, como dijo la señora Porter, «un delirio de pájaros; como que a veces no te dejan ni pensar».
Reconoció al señor Davidson en seguida, y se mostró dispuestísima a abrirles la capilla. El nuevo visitante, el señor Witham, se quedó tan impresionado como el señor Davidson la primera vez al ver lo completa que estaba en todos los respectos.
—Seguro que no hay otra igual en toda Inglaterra —dijo.
—¿Ha encontrado abiertos los libros otra vez, señora Porter? —dijo Davidson mientras se dirigían al presbiterio.
—Mucho me temo que sí, señor —dijo la señora Porter, al tiempo que retiraba las fundas—. ¡Vaya, mire! —exclamó a continuación—: ¡si están cerrados! Es la primera vez que los encuentro así. Aunque no sería por falta de cuidado por mi parte si no lo estuvieran, se lo aseguro; porque, bien que palpé las fundas antes de cerrar, cuando terminó de fotografiar los ventanales el caballero de la semana pasada, y até todas las cintas. Ahora que lo pienso, no recuerdo haberlas atado nunca; a lo mejor, quienquiera que sea, los ha dejado estar por eso. Bueno, eso sólo viene a demostrar que si al principio no se consigue una cosa, hay que insistir, insistir e insistir.
Entretanto, los dos hombres habían estado examinando los libros. Y ahora dijo el señor Davidson:
—Lo siento, señora Porter, pero me temo que aquí ha pasado algo. Éstos no son los mismos libros.
Sería demasiado largo detallar las voces que dio la señora Porter, y el interrogatorio que siguió. Lo sucedido fue esto: a primeros de enero había ido el caballero a ver la capilla, la alabó muchísimo, y dijo que volvería en primavera para tomar unas fotografías. Y hacía sólo una semana había llegado en su automóvil, con una pesada máquina de fotografiar en forma de caja con las placas, y la señora Porter le dejó encerrado porque dijo algo sobre una larga explosión, y ella temía que ocurriese algún daño; pero él dijo que no, que explosión no, sino que por lo visto la linterna que tomaba las fotografías trabajaba muy despacio; así que estuvo encerrado casi una hora, y después le abrió ella, y él se marchó con su caja y demás, dejándole una tarjeta, y ¡ay!, ¡por Dios, por Dios! ¡No quiero ni pensarlo!, debió de cambiar los libros y llevarse los antiguos en la caja.
—¿Cómo era ese hombre?
—¡Dios mío! Era un caballero bajo, si se le puede llamar caballero después de lo que ha hecho, con el cabello negro, o sea si era cabello, y lentes de oro, si es que eran de oro; la verdad es que una ya no sabe qué creer. Ya ni sé si era realmente inglés, aunque parecía conocer la lengua, y el nombre que ponía en su tarjeta era de lo más corriente.
—Era de esperar; ¿podríamos ver la tarjeta? Sí: T W Henderson, y una dirección cerca de Bristol. Bueno, señora Porter, está completamente claro que este señor Henderson, como dice llamarse, se ha llevado sus ocho libros y en su lugar ha dejado otros aproximadamente del mismo tamaño. Ahora escúcheme bien: creo que debe contárselo a su marido; pero ni usted ni él deben decir una sola palabra a nadie más. Si me da la dirección del administrador... el señor Clark, ¿no?, le escribiré informándole exactamente de lo ocurrido y le explicaré que en realidad no ha sido culpa suya. Pero comprenda que debemos guardar silencio. ¿Por qué?, pues porque ese hombre que ha robado los libros intentará venderlos de uno en uno (porque puedo asegurarle que valen bastante dinero), y el único medio de llegar a él es permanecer vigilantes y no decir nada.
A fuerza de repetir el mismo consejo de diversas maneras consiguió grabarle en la cabeza a la señora Porter la absoluta necesidad de guardar silencio, aunque se vio obligado a hacer una concesión en el caso del señor Avery, cuya visita esperaban en breve.
—Pero puede confiar en mi padre, señor —dijo la señora Porter—. Mi padre no es ningún charlatán.
No era ésa exactamente la experiencia del señor Davidson; no obstante, no había vecinos en Brockstone; además, incluso el señor Avery debía comprender que si se iba de la lengua en este asunto lo más probable sería que los Porter acabaran teniendo que buscarse otra colocación. Por último le preguntó si el supuesto señor Henderson había llevado a alguien con él.
—No, señor; vino conduciendo él mismo su automóvil, y en cuanto a su equipaje, deje que recuerde: llevaba la linterna y la caja de las placas, que yo misma le ayudé a entrar en la capilla y a sacar después... ¡si lo llego a saber! Y al irse, cuando pasaba bajo el gran tejo que hay junto al monumento, vi en lo alto del automóvil un bulto blanco que no había notado cuando llegó. Pero iba él solo delante, señor, con las cajas detrás.
¿Y de veras cree usted, señor, que no se llamaba Henderson en realidad? ¡Ay, Dios mío, qué cosa más horrible! ¡Figúrese el lío que podía haberle acarreado a una persona inocente si llega a entrar sola, haciendo que recayera sobre ella la culpa!
Dejaron a la señora Porter hecha un mar de lágrimas. Durante el viaje de regreso deliberaron largamente sobre la mejor manera de vigilar las posibles subastas. Lo que había hecho Henderson-Homberger (porque no cabía duda de que se trataba del mismo individuo) era traer el número necesario de ejemplares del Libro común de Oraciones —ejemplares en desuso de capillas universitarias o lugares por el estilo, comprados evidentemente por la encuadernación, que era bastante parecida a la de los antiguos—y sustituir tranquilamente a los auténticos. Había transcurrido una semana sin que apareciera ninguna noticia sobre el robo. Seguramente tardaría algún tiempo en descubrir la rareza de los libros, y finalmente los «colocaría» discretamente. Davidson y Witham gozaban de una posición que les permitía estar al tanto de lo que ocurría en el mundo de los libros, y pudieron trazar un plan bastante eficaz. Un punto débil, de momento, era que ninguno de los dos sabía con qué otro nombre o nombres llevaba su negocio el tal Henderson-Homberger. Pero hay medios de resolver ese tipo de dificultades. Sin embargo, todos estos planes se revelaron innecesarios.
IV
Nos trasladamos ahora, este mismo día 25 de abril, a una oficina londinense. Aquí encontramos, tarde ya y a puerta cerrada, a dos inspectores de la policía, un conserje y un joven oficinista. Estos dos, pálidos, visiblemente agitados y sentados en dos sillas, están siendo interrogados.
—¿Cuánto dice que llevaba trabajando para el señor Poschwitz? Seis meses ¿A qué se dedicaba? Asistía a las subastas en diferentes pueblos y regresaba con cajas de libros.
¿Tenía abierto algún establecimiento? No; los vendía aquí y allá, a veces a coleccionistas particulares. De acuerdo. Ahora veamos, ¿cuándo hizo el señor Poschwitz su último viaje? Hace algo más de una semana. ¿Le dijo adónde iba? No: dijo que saldría a la mañana siguiente de su domicilio privado y que no pasaría por la oficina (o sea por aquí) antes de dos días; usted debía venir como de costumbre. ¿Dónde tiene su domicilio particular? Ah, aquí está la dirección: en Norwood. ¿Tenía familia? ¿No en el país? Ahora veamos, ¿puede explicarnos lo ocurrido desde que regresó? Volvió el martes, y hoy es sábado. ¿Traía libros? Un paquete. ¿Dónde está? En la caja fuerte. ¿Tiene la llave? ¡Ah, es verdad!, está abierta. ¿Qué impresión le produjo cuando volvió? Estaba contento. Bien, pero ¿qué quiere decir con eso de raro? Dijo que quizá estaba incubando una enfermedad, ¿eh?, y que notaba un olor extraño del que no conseguía librarse. ¿Le dijo que si alguien solicitaba verle se lo anunciara antes de hacerle pasar? ¿No era normal eso en él? Y lo mismo se repitió el miércoles, el jueves y el viernes.
Pasaba bastante tiempo fuera; decía que iba al Museo Británico. Iba allí a menudo a hacer indagaciones relacionadas con su negocio. Cuando estaba en la oficina se paseaba arriba y abajo sin parar. ¿Vino gente en esos días? Casi siempre cuando él no estaba. ¿Recibió a alguien? Al señor Collinson. ¿Quién es el señor Collinson? Un antiguo cliente. ¿Sabe su dirección? Muy bien, después nos la dará. Bueno, ahora veamos, ¿qué ha pasado esta mañana? A las doce ha dejado usted aquí al señor Poschwitz y se ha ido a casa. ¿Le ha visto alguien? El conserje. Ha estado en casa hasta que le hemos avisado que viniera. Bien, eso es todo.
»Ahora usted. Tenemos su nombre: Watkins, ¿no es así? Bien, puede empezar; no vaya demasiado deprisa para que podamos tomar nota.
—Pues yo me había quedado aquí de servicio más tiempo del normal porque el señor Potwitch me había pedido que no me fuera: conque mandó que le trajesen el almuerzo, y se lo trajeron. Yo estaba en el vestíbulo desde las once y media, así que he visto marcharse al señor Plight [el oficinista] alrededor de las doce. Después no ha venido nadie quitando el que ha traído el almuerzo del señor Potwich a la una, que se fue a los cinco minutos. Ya por la tarde, cansado de esperar, he subido aquí. La puerta de fuera estaba abierta, y he entrado hasta esta puerta de cristal. El señor Potwich estaba de pie detrás de la mesa fumando un cigarro; de repente lo ha dejado en la repisa de la chimenea, se ha metido la mano en el bolsillo, ha sacado una llave y ha ido a la caja fuerte. He llamado al cristal por si quería que le retirase la bandeja; pero por lo visto no me oía, ocupado como estaba en la caja fuerte. A continuación la abre, se inclina, y saca un paquete del fondo. Y entonces, señor, veo caer del interior de la caja hacia afuera lo que parecía un gran rollo de franela blanca andrajosa, como de cuatro o cinco pies de alto, y que se derrumba sobre el hombro del señor Potwich mientras está agachado; entonces el señor Potwich se endereza por así decir, apoyando las manos en el paquete, y suelta una exclamación. Y supongo que no lo va a creer, señor, pero tan cierto como que estoy aquí, que el rollo ese tenía en la parte de arriba una especie de cara. No puede sorprenderse más de lo que me he sorprendido yo, se lo aseguro; y eso que he visto cosas en mi vida. Sí, se la puedo describir si quiere: tenía un color parecido al de esa pared [la pared, pintada al temple, era de color terroso], con una venda enrollada debajo. Y los ojos... bueno, parecían secos, y era talmente como si tuviese dos arañas enormes en las cuencas. ¿Pelo?, no; no recuerdo que se le viera pelo. El lienzo le cubría la cabeza. Pero le aseguro que era algo absolutamente anormal. No; lo he visto sólo unos segundos, pero se me ha quedado grabado como una fotografía... ¡Ojalá no hubiera sido así! Sí, señor; ha caído sobre el hombro del señor Potwich, y ha hundido la cara en su cuello; sí señor, en el lado donde tiene la herida... era como un hurón lanzándose sobre un conejo. Y el señor Potwich ha caído rodando. Naturalmente he intentado forzar la puerta; pero como sabe, señor, estaba cerrada por dentro, y lo único que he podido hacer es llamar a todo el mundo. Ha venido el médico, la policía, y ustedes... y ya saben lo mismo que yo. Así que, si no me necesitan más por hoy, quisiera irme a casa: me siento peor de lo que creía al principio.
—Bueno —dijo uno de los inspectores al quedarse solos.
—¿Y bien? —dijo el otro inspector; y tras una pausa—: ¿qué dice el informe del forense? Lo tienes ahí. Sí. El efecto en la sangre ha sido como el de la mordedura de la peor clase de serpiente: una muerte casi instantánea. Me alegro por él; el aspecto que presenta es horrible. En todo caso, no hay motivo para detener a este Watkins; lo sabemos todo sobre él. ¿Y la caja fuerte? Será mejor que la inspeccionemos otra vez. Y a propósito, no hemos abierto el paquete que iba a desenvolver en el instante en que le ha sobrevenido la muerte.
—Bueno, ve con cuidado —dijo el otro—; podría estar dentro la serpiente.
Alumbra los rincones también. Desde luego, hay espacio para que quepa de pie una persona baja; pero, ¿y la ventilación?
—Tal vez —dijo el otro despacio, mientras inspeccionaba la caja fuerte con una linterna eléctrica—, tal vez no necesitaba mucha. ¡Válgame Dios, qué calor se nota al salir de ahí! Es como salir de una cripta. Oye, ¿qué es esa especie de sedimento de polvo que cubre la habitación? Debe de haber salido de ahí al abrirse la puerta; lo arrastras al moverte... ¿lo ves? Bueno, ¿qué piensas de esto?
—¿Que qué pienso? Pues lo mismo que del resto del caso. A lo que veo, se va a convertir en uno de los misterios de Londres. Y no creo que una caja fotográfica llena de Libros de Oraciones de tamaño grande nos conduzca a ninguna parte. Porque eso es lo que contiene este paquete.
Fue un comentario natural, aunque hecho a la ligera. El relato que antecede muestra que en realidad había elementos suficientes para construir un caso; y una vez que los señores Davidson y Witham llevaron a Scotland Yard las piezas que poseían, fue fácil ensamblarlas y completar el círculo.
Para alivio de la señora Porter, los dueños de Brockstone decidieron no restituir los libros a la capilla: se guardan, creo, en una caja de seguridad de un banco de la capital. La policía tiene sus propios métodos para evitar que ciertos asuntos salten a la prensa; de lo contrario, es difícil entender cómo el testimonio de Watkins sobre la muerte del señor Poschwitz no ha proporcionado multitud de titulares en grandes caracteres.