Hay una suave frescura en las noches de Londres, como si una brisa peregrina hubiese perdido a sus compañeros en las tierras altas de Kent, y hubiera entrado furtivamente al pueblo. Las veredas están húmedas y brillantes. En nuestros oídos, que a esta hora tardía se tornan muy agudos, golpea el sonido de alguna pisada lejana. El sonido de los pasos se vuelve más y más fuerte, ocupando toda la noche. Y una figura enfundada de negro pasa de largo, dirigiendo sus pisadas hacia la oscuridad. Uno que viene de bailar se dirige a casa. En algún lugar, un baile ha cerrado sus puertas. Sus luces amarillentas se han apagado, los músicos callan, los bailarines se han ido con el aire de la noche, y el Tiempo ha dicho al respecto "Que sea pasado y cerrado, y puesto entre las cosas que he guardado".
Las sombras comienzan a apartarse de sus lugares de reunión. Los gatos furtivos, no menos silenciosamente que aquellas sombras flacas y muertas, regresan a casa.
De esta forma, incluso en Londres tenemos nuestros tenues presagios de la llegada del amanecer, ante los cuales las aves y las bestias y las estrellas claman hacia los campos ilimitados.
En qué momento, no lo sé, percibo que la noche ha sido irremediablemente destronada. Repentinamente, la cansina palidez de las lámparas me revela que las calles están silenciosas y espectralmente tranquilas, no porque haya alguna fuerza particular en la noche, sino porque los hombres no se han levantado aún del sueño para desafiarla. Del mismo modo, he visto guardias abatidos y desaliñados en portales palaciegos, quienes aún portan armaduras antiguas aunque los reinos de la monarquía que guardan se hayan encogido a una sola provincia, que ningún enemigo se ha preocupado de invadir.
Y ya se manifiesta, por el aspecto de las luces de la calle, vergonzosamente dependientes de la noche, que los picos de las montañas inglesas ya han visto el amanecer, que las cimas de Dover se alzan blancas en la mañana y que la niebla marina se ha levantado y avanza tierra adentro.
Y ahora han llegado varios hombres con un caballo y están mojando las calles.
¡Mirad!, la noche ha muerto.
¡Qué recuerdos, qué fantasías llenan nuestra mente! Una noche más ya ha sido recogida por las hostiles manos del Tiempo. Un millón de cosas artificiales cubiertas, durante un momento, en el misterio; como mendigos vestidos de púrpura sentados sobre tronos terribles.
Cuatro millones de personas dormidas, soñando. ¿Qué mundos habrán visitado? ¿Con quién se habrán encontrado? Sin embargo, mis pensamientos están lejos de aquí, con Bethmoora en su soledad, cuyas puertas se baten abiertas. Hacia delante y atrás oscilan y crujen, crujen con el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde, muy hermosas, pero nadie las contempla ahora. El viento del desierto deposita arena en sus bisagras y ningún vigilante viene a aliviarlas. Ningún guardia merodea por las almenas de Bethmoora, ningún enemigo las ataca. No hay luces en sus casas, ni pisadas en sus calles. Se alza allí, muerta y solitaria, al otro lado de las Colinas de Hap. Me gustaría contemplar Bethmoora una vez mas, pero no me atrevo.
Hace muchos años, según me contaron, Bethmoora fue desolada.
Su devastación es comentada en las tabernas donde los hombres de mar se reúnen, y algunos viajeros me han hablado de ella.
Yo tenía la esperanza de contemplar Bethmoora otra vez.
Hace muchos años, dicen, que la cosecha fue recogida de los viñedos que conocí, donde ahora todo es desierto. Era un día radiante y la gente de la ciudad danzaba por los viñedos, mientras que aquí y allá alguien tocaba el kalipac. Los arbustos púrpuras estaban en flor, y la nieve brillaba sobre las Colinas de Hap.
Fuera de las puertas de cobre, las uvas se aplastaban en tinas para hacer el syrabub. Había sido una buena cosecha.
En los pequeños jardines al borde del desierto los hombres golpeaban el tambang y el tittibuk, y tocaban melodiosamente el zootibar.
Allí todo era regocijo, canciones y baile, porque la cosecha se había recogido y, por lo tanto, habría suficiente syrabub para los meses de invierno, y mucho más para intercambiar por turquesas y esmeraldas con los comerciantes que bajaban de Oxuhahn. De este modo, celebraron todo el día la cosecha de la estrecha franja de tierra cultivable que se encuentra entre Bethmoora y el desierto, el que se junta con el cielo en el Sur.
Y cuando el calor del día comenzó a disminuir y el sol se acercó a las nieves de las Colinas de Hap, aún se alzaba clara la nota del zootibar desde los jardines, y los brillantes vestidos de los bailarines aun se enroscaban entre las flores. Durante todo el día, tres hombres en mulas habían sido vistos cruzando la cara de las Colinas de Hap. Hacia delante y hacia atrás se movían mientras la huella serpenteaba hacia abajo, y más abajo. Tres manchas negras contra la nieve. Fueron vistos por primera vez muy temprano en la mañana, arriba, cerca del hombro de Peol Jagganoth y parecían venir saliendo de Utnar Vehi.
Todo el día vinieron. Y en el ocaso, justo antes que las luces salgan y los colores cambien, aparecieron frente a las puertas de cobre de Bethmoora. Llevaban estacas, como las que portan los mensajeros en esas tierras y parecieron sombríamente ataviados cuando los danzantes, con sus vestidos verde y lila, los rodearon. Aquellos europeos que estuvieron presentes y oyeron el mensaje entregado no conocían el lenguaje, y solamente captaron el nombre Uthar Vehi. Pero el mensaje fue breve, y pasó rápidamente de boca en boca, y casi al instante, la gente incendió sus viñedos y comenzó a huir de Bethmoora, dirigiéndose la mayoría hacia el norte, aunque algunos fueron al Este. Se precipitaron fuera de sus hermosas casas blancas y salieron a torrentes por las puertas de cobre.
La vibración de tambang y del tittibuk súbitamente cesó así como la nota del zootibar, y el tintineante kalica se detuvo un momento después. Los tres extraños viajeros regresaron, inmediatamente al ser entregado su mensaje, por el mismo camino que habían venido. Era la hora en que una luz ya habría aparecido en alguna elevada torre y, ventana tras ventana, habría derramado en el crepúsculo su luz, que atemoriza a los leones, y las puertas de cobre se habrían cerrado. Pero ninguna luz asomaba de las ventanas aquella noche, ni lo ha hecho desde entonces, y aquellas puertas de cobre fueron dejadas abiertas y nunca se han cerrado. El sonido crepitante del rojo fuego se elevaba desde los viñedos y el sonido de pies escapando suavemente. No hubo gritos, ni ningún otro sonido, sólo el rápido y determinado escape. Huyeron tan veloz y tranquilamente como un rebaño de ganado que escapa al ver repentinamente a un hombre. Era como si algo temido por generaciones hubiese sobrevenido, de lo que sólo podía escaparse a través de una huida inmediata, que no dejaba tiempo para indecisiones.
El miedo también tomó a los Europeos, que igualmente huyeron.
Y cuál era el mensaje; nunca lo he sabido.
Muchos creen que era un mensaje de Thuba Mlee, el misterioso emperador de aquellas tierras, jamás visto por hombre alguno, informando que Bethmoora debía ser desalojada. Otros dicen que el mensaje era una advertencia de los dioses, mas si se trataba de dioses amigables o de dioses adversos, no lo saben.
Y otros sostienen que la Plaga había asolado una linea de ciudades en Uthar Vehi, siguiendo el curso del viento suroeste que por muchas semanas había estado soplando entre ellas, hacia Bethmoora.
Algunos dicen que la terrible enfermedad gnousar afectaba a los tres viajeros y que incluso sus mismas mulas se encontraban embebidas en ella, y suponen que el hambre los había conducido a la ciudad. Sin embargo, no sugieren alguna mejor razón para un crimen tan terrible.
Más la mayoría cree que fue un mensaje del desierto mismo, quien es dueño de toda la Tierra hacia el sur, dictado con su peculiar bramido a aquellos tres hombres que conocían su voz, hombres que han estado en las desoladas arenas sin tiendas durante la noche, que han estado día tras día sin agua, hombres que han estado allí donde el desierto murmura, y han llegado a conocer sus necesidades y su malevolencia.
Dicen que el desierto tenía necesidad de Bethmoora, que deseaba entrar en sus hermosas calles y enviar a sus templos y a sus casas sus vientos de tormenta cargados de arena. Porque él odia, con su antiguo y maligno corazón, el sonido y la visión del hombre, y deseaba tener a Bethmoora silenciosa e imperturbable, guardada para el extraño amor que le susurra ante sus puertas.
Si supiera cuál fue el mensaje que los tres hombres en mulas llevaron y entregaron en la entrada de cobre, creo que iría y contemplaría Bethmoora una vez más. Pues aquí en Londres me sobreviene un gran anhelo de ver una vez mas aquella blanca y hermosa ciudad. Sin embargo, no me atrevo pues no sé qué peligro tendré que enfrentar. Si acaso deberé arriesgarme a la furia de los terribles y desconocidos dioses, o a alguna enfermedad lenta e innombrable, o a la maldición del desierto, o la tortura en alguna pequeña habitación privada del Emperador Thuba Mleen, o a algo que los viajeros no han revelado, quizá más temible aún.
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