martes, 23 de julio de 2024

Bárbara Roloffin. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

En el año 1551, viose paseando por las calles de Berlín, a la hora del atardecer y durante la noche, a un hombre de buen aspecto y noble continente, con un jubón guarnecido de martas cibelinas, calzones muy anchos y zapatos abiertos, la cabeza cubierta de una amplia gorra de terciopelo con pluma roja. Sus modales eran corteses y amables, saludaba caballerosamente a todo el mundo, con preferencia a las señoras y señoritas, a las que se dirigía amablemente con floridos discursos.

—Señora —decía a las damas encopetadas—, dignaos dar órdenes a vuestro humilde servidor y confiarle vuestros deseos para que al punto pueda ponerse a vuestro servicio.
Luego, dirigiéndose a las jóvenes, decía:
—¡El cielo os dé un marido digno de vuestra belleza y virtudes!

Con igual benevolencia trataba a los hombres, por lo que no era nada extraño que aquel extranjero fuese muy apreciado y que todos acudiesen en su auxilio cuando se encontraba detenido por algún torrente callejero y no sabía cómo atravesarlo. Pues si bien era alto y bien formado, cojeaba de un pie, por lo que se veía precisado a apoyarse en su cayado. Pero si alguien le daba la mano, de un salto se alzaba como a dos metros del suelo, yendo a parar algunas veces doce pasos más allá de su lugar de partida.

Esto admiraba no poco a la gente, y más de uno se rompió una pierna al ayudarle, pero el extranjero se disculpaba diciendo que en otro tiempo, cuando no era cojo, había sido maestro de danza del rey de Hungría, y ahora bastaba con que le ayudasen un poco a saltar para que se apoderase de él el deseo del baile y, muy en contra suya, se veía forzado a dar saltos en el aire. Contentábase la gente con esta explicación y hasta se divertía cuando tenían ocasión de ver a un juez, a un cura o a cualquier otra persona honorable, dando brincos con el extranjero.

Sin embargo, aunque parecía tan divertido y de tan buen humor, la conducta del extranjero a veces tenía extrañas contradicciones, pues sucedía que algunas veces por la noche recorría las calles llamando a las puertas. La gente que abría, quedaba sobrecogida de terror al verle con blancos ropajes de difunto, lanzando lastimeros gemidos y sollozos. Aunque al día siguiente se disculpaba, asegurando que era necesario hacer eso para recordar a los buenos burgueses que somos de carne mortal y que nuestra alma es inmortal, por lo que siempre deberían de estar precavidos. Al decir esto, solía llorar, lo que conmovía mucho a sus oyentes.

Asistía también a todos los entierros, y seguía al difunto con mucha reverencia, dando muestras de tanta aflicción que sus gemidos y sollozos le impedían tomar parte en los cánticos religiosos. No obstante el pesar y la aflicción que demostraba en otros casos, cuando se trataba de las bodas de sus paisanos, que tenían lugar en el Ayuntamiento, sus demostraciones de alegría y contento también eran notables; cantaba continuamente con voz bien timbrada, tocaba la cítara y bailaba horas enteras con la novia y con otras jóvenes, apoyándose en su pierna sana y disimulando la pierna enferma, y siempre dando muestras de la mayor corrección. Sin embargo, lo que más agradaba a los recién casados de la presencia del extranjero es que acostumbraba a hacer muy ricos regalos, como cadenas y brazaletes y otros objetos valiosos.

Pronto fueron conocidas en Berlín la virtud, la liberalidad y los méritos de este personaje, y su fama llegó a oídos del gran elector, el cual consideró que un hombre tan valioso como el extranjero debería adornar su corte, por lo que envió a alguien a preguntarle si admitiría con gusto un empleo. El extranjero contestó por escrito, en un pergamino de vara y media de largo, con caracteres encarnados, dando humildemente las gracias por el honor, pero rogando que se le concediese el favor de dejarle gozar su pacífica vida de paisano. Había escogido vivir en Berlín, mejor que en otras ciudades, porque en ningún sitio había encontrado a hombres tan amables, tan fieles y tan educados ni con tanta inclinación a la vida animada, conforme a su gusto.

El elector y sus cortesanos admiraron la elegante y hermosa letra del extranjero y se dieron por satisfechos. Sucedió en aquel mismo tiempo, que la esposa del consejero Walther Lütkens quedó embarazada por primera vez. La vieja comadrona, Bárbara Roloffin, predijo que la bella y sana señora daría a luz un hermoso niño, por lo que el consejero Walther Lütkens se llenó de alegría y de esperanza. El extranjero, que había asistido a la boda de Lütkens, acostumbraba visitarle de vez en cuando; de tal modo que un día al tardecer, cuando entró inesperadamente, encontróse de pronto con Bárbara Roloffin.

No bien la vieja Bárbara lo hubo visto, dio un sonoro y prolongado grito de alegría y se tuvo la sensación de que desaparecían sus arrugas, se coloreaban sus mejillas y pálidos labios como si volvieran a recobrar la juventud y la belleza, que se habían alejado de ella mucho tiempo ha.

—¡Ay, señor caballero! Pero ¿sois vos el que estoy viendo? ¡Sed bienvenido, os saludo reverentemente! —exclamó Bárbara Roloffin, al tiempo que caía a sus pies.
El caballero le contestó con acento enojado, echando chispas por los ojos; pero nadie entendió lo que habló con la vieja, sino ella, que, volviendo a palidecer y a arrugarse, se fue a esconder a un rincón.
—Querido señor Lütkens —dijo en seguida el extranjero al consejero—, cuidad de que no suceda en vuestra casa alguna desgracia y que el parto de vuestra esposa se desarrolle felizmente. La vieja Bárbara Roloffin no es tan práctica como pensáis. La conozco desde hace tiempo y sé que más de una vez ha descuidado a la parturienta y al niño.

Este extraño suceso afectó en gran manera al señor Lütkens y a su esposa, que concibieron sospechas respecto a Bárbara Roloffin, al verla tan transformada en presencia del extranjero e incluso pensaron si ejercería malas artes. Por lo cual la prohibieron volver a pisar el umbral de la casa y buscaron otra comadrona. Este modo de obrar encolerizó mucho a la vieja Bárbara Roloffin, que dijo que el señor Lütkens y su esposa se arrepentirían amargamente de la injusticia que le hacían.

Poco tiempo después, dicho señor Lütkens vio destruidas sus esperanzas y convertidas en profundo pesar, al ver que su esposa daba a luz, en vez del niño que había anunciado Bárbara Roloffin, un horrible monstruo, con la piel de color oscura, dos cuernos, ojos saltones y grandísimos, nariz pequeña, boca enorme, lengua blancuzca y cuello escasísimo. La cabeza quedaba entre los hombros, el cuerpo era hinchado y rugoso, los brazos apenas si llegaban a sus riñones y tenía muslos largos y flacos.
El señor Lütkens gemía y se lamentaba:

—¡Justo cielo! —decía—. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Podrá este niño seguir jamás las huellas de su padre? ¿Se ha visto alguna vez un consejero con la piel oscura y dos cuernos en la cabeza?
El extranjero consolaba al pobre señor Lütkens lo mejor que podía.
—Una buena educación —decía— puede mucho.

A pesar de la forma y figura del recién nacido, que podrían considerarse heterodoxas, aseguraba que los grandes ojos miraban con gran inteligencia y que en su frente, entre los cuernos, había espacio para una buena dosis de sabiduría. Si el niño no podía llegar a ser consejero, llegaría a ser un gran sabio, a quien no le afectaría la fealdad; sino, por el contrario, le haría más estimado.

Era muy natural que en su interior el señor Lütkens atribuyese su desgracia a la vieja Bárbara Roloffin, sobre todo cuando se enteró de que, durante el parto de su esposa, estuvo sentada en el umbral de la casa. Además, la señora Lütkens le aseguraba llorando que, durante los dolores, siempre había tenido presente el odioso rostro de Bárbara Roloffin, sin poder librarse de esta visión. Poco fundamento tenían las sospechas del señor Lütkens para motivar una acusación. Pero quiso el cielo que, poco tiempo después, se descubriesen todos los crímenes de la vieja.

Sucedió que pasados algunos días, a eso del mediodía, se desencadenó una tormenta, acompañada de un viento tempestuoso. Las personas que transitaban por las calles vieron cómo Bárbara Roloffin, que acudía a un parto, era llevada por los aires, pasando por encima de techos y campanarios, siendo después hallada indemne en una pradera de las inmediaciones de Berlín.

Desde entonces ya no se dudó más de las artes maléficas de la vieja Bárbara Roloffin. El señor Lütkens presentó su denuncia y la vieja fue encarcelada.

Al principio negó obstinadamente todo, hasta que, al aplicarle tormento, no pudiendo resistir los dolores, confesó que estaba en tratos con Satanás desde hacía tiempo y que ejercía las artes maléficas. También dijo que había embrujado a la señora de Lütkens y sustituido con un monstruo horrible al niño que llevaba en su seno, y que en otra ocasión, con otras dos brujas de Blumberg, a las que hacía poco el galán diabólico ahogó, había dado muerte y hervido a varios niños cristianos para provocar la carestía en el país. La sentencia que los jueces pronunciaron contra ella y que no se hizo esperar, fue la de ser quemada viva en la plaza del Mercado Nuevo.

Cuando llegó el día de la ejecución, condujeron a la vieja Bárbara, entre una inmensa multitud, a la plaza y la hicieron subir donde estaba preparada la hoguera. Ordenáronle que se quitase las hermosas pieles que llevaba, lo que se negó a hacer, y tanto insistió que los corchetes se vieron obligados a atarla al poste vestida tal cual estaba.

Ya se había pegado fuego a la hoguera por los cuatro costados cuando se vio al extranjero que, como un gigante por encima de toda la multitud, lanzaba hacia la vieja fulgurantes miradas.
Densas nubes de humo se iban ya levantando y las llamas comenzaban a prender en el vestido de la mujer, cuando ésta, con voz estridente y terrible, gritó:

—¡Satanás..., Satanás... cumple el pacto que hemos firmado! ¡Socórreme, Satanás, socórreme! ¡Todavía no ha concluido mi tiempo!

De repente, el extranjero desapareció y, del lugar que ocupaba, salió un enorme y negro murciélago, que con gran ruido se lanzó entre las llamas, remontándose en seguida por los aires con el vestido de pieles de la vieja, mientras la hoguera, derrumbándose con estrépito, se apagaba.

El pueblo estaba poseído de terror y de espanto. Todos veían claro ahora que el magnífico extranjero no era otro que el diablo en persona, que pensaba ejercer sus malas artes entre los vecinos de Berlín, por haberse portado durante tanto tiempo con tanta benevolencia y piedad, y que esto había llegado a tal extremo que incluso engañó al consejero Lütkens con sus mañas infernales y a otros muchos hombres sabios y damas inteligentes.

¡Tan grande es el poder del demonio que sólo la gracia divina puede protegernos de sus malignos lazos!


No hay comentarios.:

Publicar un comentario