lunes, 14 de octubre de 2024

El demonio de hielo. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Quanga el cazador, junto con Hoom Feethos y Eibur Tsanth, dos de los más emprendedores joyeros de Iqqua, cruzaron la frontera de una región a la cual casi nunca iban los hombres, y de la cual regresaban menos aún. Dirigiéndose hacia el norte de Iqqua, llegaron a las desoladas tierras de Mhu Thulan, donde el gran glaciar de Polarión había inundado como un mar helado ciudades ricas y de gran fama, cubriendo el gran istmo de orilla a orilla, bajo capas de hielos perpetuos. De acuerdo con la leyenda, las cúpulas en forma de concha de la ciudad de Cerngoth podían verse aún a través del hielo, así como las altas y delgadas agujas de Oggon—Zhai, junto con las palmeras y mamuts y los templos cuadrados y negros del dios Tsathoggua, allí incrustados. Todo esto había ocurrido hacía muchos siglos, y el hielo, como un muro poderoso y deslizante, continuaba moviéndose hacia el sur por tierras desiertas.

Ahora Quanga conducía a sus compañeros por el camino del endurecido glaciar hacia una meta atrevida. Su objeto no era ni más ni menos que la recuperación de los rubíes del rey Haalor, quien, con el mago Ommum—Vog y un nutrido grupo de aguerridos soldados había partido hacía cinco décadas para guerrear en el hielo polar. Ni Haalor ni Ommum—Vog hablan regresado de su fantástica expedición, y los restos de su tropa, derrotados y harapientos, volvieron al cabo de dos lunas para narrar una increíble historia. Contaron cómo el ejército había acampado sobre una especie de montículo, cuidadosamente escogido por Ommum—Vog, desde donde se obtenía una visión completa del territorio helado. Entonces el poderoso mago, de pie junto a Haalor y en medio de un círculo de braseros de los que humeaba un constante humo dorado, y recitando conjuros que eran más antiguos que el propio mundo, había conjurado a un astro candente, mayor y más rojo que el sol meridional que brillaba en el cielo. Y el astro, con rayos ardientes que chispeaban desde el cenit, tórrido y refulgente, hizo que el sol brillase con la misma intensidad que una luna en pleno día, mientras los soldados casi se derriten a causa del gran calor, dentro de sus pesadas armaduras. Pero bajo sus rayos se deshelaron los glaciares convirtiéndose en arroyos y riachuelos de corriente rápida, hasta el punto que por un momento Haalor alimentó la esperanza de poder reconquistar el reino de Mhu Thulan, donde sus antepasados habían reinado durante tiempos pretéritos.

Los cauces de las aguas se hicieron más profundos, discurriendo más allá del montículo donde aguardaba el ejército. Entonces, como por arte de una magia hostil, los ríos comenzaron a producir una niebla pálida y abrumadora, que cegó y conjuró al sol de Ommum—Vog, hasta que sus rayos deslumbrantes palidecieron y se enfriaron, cesando su poder sobre el hielo. En vano intentó el mago nuevos conjuros que disipasen la niebla densa y gélida. Pero el vapor descendió, maligno y pegajoso, enrollándose y retorciéndose como nudos de serpientes fantasmas, y penetrando en la médula de los hombres como el frío de la muerte. Cubrió todo el campamento como algo tangible, cada vez más frío y grueso, entumeciendo los miembros de los que manoteaban a ciegas y no podían ver los rostros de sus compañeros a un metro de distancia. Sin embargo, algunos de los soldados de tropa consiguieron salirse y escapar sigilosamente hacia el desvanecido sol, y observaron que ya no podía distinguirse en los cielos el globo mágico que conjurara Ommum—Vog. Cuando huían poseídos de un extraño terror, miraron hacia atrás y vieron que en vez de la niebla baja y densa ahora había una nueva capa de hielo reciente que cubría el montículo donde el rey y el mago habían establecido el campamento. El hielo se elevaba sobre el terreno a una mayor altura que por encima de la cabeza de un hombre alto: y débilmente, a una profundidad brillante, los soldados que huían pudieron ver las formas aprisionadas de sus jefes y compañeros.

Sospechando que dicho fenómeno no era un acontecimiento natural, sino un embrujamiento provocado por el gran glaciar, y que el propio glaciar era un ser vivo, de carácter maligno y con poderes de límite desconocido, se apresuraron en su huida. El hielo les dejó marchar en paz, como si advirtiese de la suerte que correrían a quienes se atreviesen a conquistarlo. Unos creyeron el relato y otros dudaron de su veracidad; pero el rey que gobernaba en Iqqua después de Haalor no prosiguió la guerra con el hielo, y ningún mago se dedicó a batallar con soles conjurados. Muchos hombres huyeron ante las constantes avanzadillas de los glaciares, relatándose numerosas leyendas acerca de gentes atrapadas o aisladas en valles solitarios por cambios repentinos y diabólicos del hielo, como si este último alargase una mano viva. También había leyendas de terribles socavones que se abrían y cerraban abruptamente como fauces monstruosas que atacaban a quienes se atrevían a invadir el desierto helado; se hablaba de vientos que parecían ser el aliento de demonios boreales, y de cuerpos humanos reventados, que en un minuto se convertían en estatuas duras como el granito. Durante mucho tiempo, y a lo largo de mucha millas antes de llegar al glaciar, toda la región estaba deshabitada, y sólo los cazadores más audaces se atrevían a perseguir a su presa por esas tierras de inviernos perpetuos.

Pero ocurrió que el temerario cazador Iluac, hermano mayor de Quanga, se internó en Mhu Thulan tras un enorme zorro negro que le había conducido a través de las enormes planicies cubiertas de hielo. Iluac siguió su rastro a lo largo de muchas leguas, sin lograr ponerse a tiro de flecha de la bestia; por último, llegó a un enorme montículo que sobresalía de la llanura, señalando al parecer una colina enterrada. Iluac tensó la flecha en el arco y penetró a su vez tras la bestia, pensando sin duda que el zorro se había introducido en una cueva del montículo. Pronto se encontró en un lugar que parecía ser la cámara de reyes o dioses boreales. Todo cuanto le rodeaba, inmerso en una tenue luz verde, era enorme: altísimos pilares brillantes, gigantes estalactitas colgando de la bóveda. El suelo era una pendiente hacia abajo, e Iluac llegó al final de la cueva sin encontrar rastro alguno del zorro Pero en las transparentes profundidades de la pared del fondo distinguió las formas erectas de numerosos hombres, totalmente congelados y encerrados como en una tumba, cuyos cuerpos estaban incorruptos, mientras que sus rasgos faciales aún presentaban tersura y belleza. Los hombres estaban armados con largas lanzas, y la mayoría portaba la coraza de soldado. Pero en medio había una figura altiva ataviada con los mantos azul marino propios de un rey; a su lado se encontraba un anciano encorvado vestido con el clásico ropón negro de los hechiceros. Los mantos de la real figura estaban completamente bordados con piedras preciosas que ardían como estrellas de colores a través del hielo. Enormes rubíes, rojos como gotas de sangre recién coagulada, formaban un triángulo sobre el pecho, reproduciendo el emblema real de los reyes de Iqqua. Por ello, Iluac pudo determinar que había encontrado la tumba de Haalor y Ommum—Vog. así como de los soldados que partieran con ellos en días pretéritos.

Asustado ante todas las extrañas circunstancias, y recordando las viejas leyendas, Iluac perdió su bravura por vez primera en su vida y abandonó la cámara a toda prisa. No pudo dar con el zorro negro, y cesando su búsqueda regresó hacia el sur, alcanzando las tierras más allá del glaciar sin tropiezo alguno. Pero más tarde juró que el hielo había cambiado extrañamente mientras perseguía al zorro, de manera que cuando salió de la cueva tardó un rato en orientarse. Donde antes no existieran se encontró con profundos riscos y barrancos, dificultando así su viaje de regreso; además, al parecer, el proceso de glaciación se había extendido por numerosas millas superando el límite anterior. Precisamente a causa de estos hechos, que no podía ni explicar ni comprender, nació en el corazón de Iluac un miedo curioso y siniestro. Nunca más regresó al glaciar, si bien relató a su hermano Quanga lo que había encontrado, describiéndole la localización de la cueva—cámara donde estaban enterrados el rey Haalor y Ommum—Vog junto con sus guerreros. Poco después del suceso, Iluac murió en las garras de un oso blanco, no sin antes haberle asaeteado en vano con todas sus flechas.

Quanga era tan valiente como Iluac, y no tenía miedo al glaciar, por haber ido allí en numerosas ocasiones, pero nunca apreció nada llamativo. Poseía un corazón avaro, y a menudo pensaba en los rubíes de Haalor, encerrados con el rey en el hielo eterno; y no tardó en pensar que un hombre arriesgado podía recuperar los rubíes. Por ello, un verano, después de comerciar en Iqqua con sus pieles, se dirigió a los joyeros Eibur Tsanth y Hoom Feethos, llevando consigo algunos granates que había encontrado en un valle del norte. Mientras los joyeros tasaban los granates, comentó casualmente acerca de los rubíes de Haalor, inquiriendo astutamente sobre su valor. Entonces, al enterarse del enorme valor de las gemas, y advirtiendo el interés avaricioso demostrado por Hoom Feethos y Eibur Tsanth, les habló del relato que oyera de labios de su hermano Iluac, ofreciendo guiarles hasta la cueva oculta, a cambio de que le prometieran la mitad del valor de los rubíes. Los joyeros aceptaron la proposición, a pesar de las dificultades del viaje, así como de la posterior venta de las gemas pertenecientes a la familia real de Iqqua, y que sin duda serían reclamadas por el presente rey, Ralour, si se enteraba de su descubrimiento. Pero el valor fabuloso de las piedras incrementó su avaricia. Por su parte, Quanga deseaba la complicidad y conspiración de los comerciantes, consciente de que no le sería posible vender las joyas sin su ayuda. No se fiaba de Hoom Feethos y Eibur Tsanth, y por esta razón les exigió que fuesen con él a la cueva donde le entregarían la suma de dinero acordada tan pronto se encontrasen en posesión del tesoro.

El extraño trío inició su viaje a mediados del verano. Ahora, después de dos semanas de caminar a través de una región salvaje y subártica, se estaban acercando a los confines del hielo perpetuo. Viajaban a pie, transportando sus provisiones a lomos de tres caballitos no mayores que bueyes enanos. Experto cazador, Quanga se encargaba diariamente de su sustento a base de liebres y faisanes propios del país. Tras ellos, en un cielo límpido de color turquesa, ardía el sol poniente que según las leyendas describiera antaño un eclipse. En las sombras de las colinas se amontonaba la nieve perpetua, mientras que en los valles se extendían los glaciares de capas heladas. Comenzaron a escasear los árboles y matorrales, en una tierra donde en tiempos pretéritos florecieran frondosos bosques, bajo un clima más benigno. Pero las amapolas llameaban aún en los campos y a lo largo de las laderas, extendiendo su frágil belleza como una alfombra de color escarlata a los pies de un invierno eterno, y las tranquilas lagunas y corrientes estancadas estaban cercadas de blancos lirios acuáticos. Volviéndose un poco hacia el este, contemplaron el humear de los picos volcánicos que se seguían resistiendo a la invasión de los glaciares. Hacia el oeste se erguían las altas montañas sombrías cuyas cumbres y picos estaban coronados de nieve, mientras sus laderas se sumergían bajo el mar de hielo. Ante ellos se extendía la muralla poderosa del reino glaciar, abarcando llanuras y riscos. El verano había retrasado el avance de los hielos, y al avanzar, Quanga y los joyeros llegaron hasta unos profundos surcos excavados por el deshielo temporal, que surgían de debajo de los deslizantes paredones verdiazules.

Dejaron sus caballerías en un valle de abundante hierba, amarrados a deformes y diminutos sauces con largas cuerdas de piel de ciervo. Entonces, transportando las suficientes provisiones y material para dos días de viaje, comenzaron a ascender la ladera helada desde un punto escogido por Quanga, por considerarlo como más accesible, dirigiéndose hacia la cueva descubierta por Iluac. Quanga se orientó tomando como puntos de mira las montañas volcánicas y dos picachos aislados que se elevaban sobre la llanura helada hacia el norte, como si fueran los pechos de una giganta bajo su brillante armadura. Los tres estaban bien equipados para poder hacer frente a las exigencias de su búsqueda. Quanga iba provisto de una curiosa hacha—pico de bronce bien templado, para desenterrar el cuerpo del rey Haalor; como armas llevaba una espada corta en forma de hoja, además de su arco y carcaj de flechas. La piel de un oso gigante, de color marrón—negruzco, le servía de vestimenta. Le seguían Hoom Feethos y Eibur Tsanth con pesados ropajes para combatir el frío, quejándose por las incomodidades del viaje pero ebrios de avaricia. No habían disfrutado de las largas caminatas a través de una tierra estéril y desértica, ni de las inclemencias de los elementos septentrionales. Es más, les desagradaba Quanga sobremanera, por considerarle grosero y aprovechado. Sus males se vieron agravados por el hecho de que ahora se veían obligados a transportar la mayor parte de las provisiones, además de las dos pesadas bolsas de oro, que más tarde habrían de entregar a cambio de las piedras. Por nada que no fuese tan valioso como los rubíes de Haalor se hubiesen atrevido a llegar tan lejos, y por supuesto a poner siquiera los pies en los formidables desiertos helados.

Ante ellos se extendía un paisaje que bien parecía un mundo externo helado, perteneciente a otras dimensiones, y totalmente íntegro, liso, excepto algunos montículos dispersos y apriscos diseminados, extendiéndose la llanura hasta el blanco horizonte de picos encrespados. El sol se hacía cada vez más pálido y frío, disminuyendo tras los viajeros, sobre quienes soplaba un viento helado procedente de las frías cumbres como si fuera la respiración de los abismos existentes más allá del polo. No obstante, aparte de la desolación y melancolía boreales no había nada que hiciese desfallecer a Quanga o a sus compañeros. Ninguno de ellos era supersticioso, y consideraban que las viejas historias no eran más que mitos insulsos, imaginaciones producto del miedo. Quanga se sonrió con displicencia al pensar en su hermano Iluac, quien se había aterrado tan extrañamente, imaginándose cosas tan extraordinarias después de encontrar a Haalor. Sin duda se trataba de una debilidad muy singular por parte de Iluac, por tratarse de un cazador audaz e incluso temerario que nunca había temido a ningún animal ni a ninguna bestia. En cuanto al infortunio de Haalor y Ommum—Vog con su ejército, al quedar atrapados en el glaciar, estaba claro que habían dejado atraparse por las tormentas de invierno; y los escasos supervivientes, debilitados mentalmente tras los numerosos esfuerzos, se dedicaron a relatar historias extraordinarias. Aunque hubiese conquistado medio continente, el hielo no era más que hielo, y en consecuencia cualquier alteración quedaba sometida a ciertas leyes naturales. Iluac había dicho del hielo que éste era un demonio poderoso, cruel, avaricioso y reticente a la hora de ceder lo que había conquistado. Pero dichas creencias no eran más que supersticiones absurdas y primitivas, que en ningún momento merecían consideración alguna por parte de las ilustradas mentes del Pleistoceno.

A primera hora de la mañana escalaron el baluarte de hielo, y Quanga prometió a los joyeros que llegarían a la cueva a la altura del mediodía, como muy tarde, contando incluso con posibles dificultades en localizarla, y el consecuente retraso. La llanura que se extendía ante ellos presentaba una asombrosa lisura, con lo cual no había nada que les impidiese avanzar. Orientándose con las montañas en forma de pechos como puntos de mira, llegaron después de tres horas de caminata a una pequeña elevación parecida a una colina, que correspondía con la descrita en el relato de Iluac. No sin dificultad, dieron por fin con la entrada de la profunda cámara. Al parecer, el extraño lugar no había cambiado apenas, o en absoluto, desde la visita de Iluac, ya que el interior, con sus columnas y estalagmitas, se ajustaba a su descripción. La entrada tenía la forma de unas fauces. Dentro, el suelo descendía formando un ángulo resbaladizo durante una distancia de más de cien pies. La cámara rezumaba una luminosidad húmeda y glauca que se filtraba a través del techo abovedado. Al fondo, sobre la pared estriada, Quanga y los joyeros advirtieron las formas empotradas de un grupo de hombres, entre los que se podía distinguir fácilmente el cuerpo alto y vestido de azul del rey Haalor, junto a la oscura y encorvada momia de Ommum—Vog. Detrás, descendiendo por el pasadizo en prietas filas, podían apreciarse las formas de los soldados con las lanzas levantadas para la eternidad.

Haalor permanecía con apostura regia y erecta, manteniendo los ojos bien abiertos, cuya penetrante mirada proyectaba sensación de vida. Sobre su pecho resplandecía incandescente en la sombra glacial el triángulo de rubíes, rojos y calientes como la misma sangre, y los fríos ojos de los topacios, aguamarinas, diamantes y crisolitas irradiaban destellos desde el azul de los ropajes. A primera vista, las fabulosas piedras sólo se encontraban a una distancia de uno o dos pies de hielo desde los avariciosos dedos del cazador y sus compañeros. Sin pronunciar una sola palabra, contemplaron absortos el preciado tesoro. Aparte de los grandes rubíes, los joyeros calcularon igualmente el valor de las demás piedras de Haalor. Con gran alegría por su parte, comprendieron que sólo el valor de estas últimas compensaba sobradamente las fatigas del viaje y la insolencia de Quanga. Por su parte, el cazador se arrepentía del bajo precio exigido a los joyeros. Sin embargo, las dos bolsas de oro le convertirían en un hombre rico. Podría beber hasta saciarse los costosos vinos, más rojos que los propios rubíes, procedentes de la lejana Uzuldaroum en el sur. Las delgadas jóvenes de ojos alargados de Iqqua correrían a cumplir sus deseos, y, por último, podría apostar grandes sumas en sus juegos.

Los tres estaban completamente inconscientes de su extraña situación, completamente solos en la soledad boreal y acompañados de los muertos congelados, olvidando igualmente la macabra naturaleza del robo que estaban a punto de cometer. Sin aguardar a que sus compañeros le instasen, Quanga levantó el bien templado y afilado pico de bronce y comenzó a golpear la pared transparente con poderosos golpes. El hielo caía ruidosamente bajo la piqueta, deshaciéndose en astillas acristaladas y gotas como diamantes. En escasos minutos consiguió perforar una gran cavidad, y sólo una capa delgada, resquebrajada y ruinosa le separaba del cuerpo de Haalor. Entonces, Quanga se dedicó a retirar la capa con exquisito cuidado, hasta que muy pronto el triángulo de enormes rubíes, más o menos cubiertos aún con partículas de hielo, cayó en sus manos. Mientras que los orgullosos ojos sin vida de Haalor contemplaban inmutables su tarea detrás de su máscara acristalada, el cazador dejó caer el pico, y sacando su espada en forma de hoja de la vaina, comenzó a cortar los delgados hilos de plata que cosían los rubíes al manto del rey. En su prisa desgarró trozos de la tela azulada, dejando al descubierto la carne helada y la blancura mortal. Retiró las piedras una a una, entregándoselas a Hoom Feethos, quien se hallaba inmediatamente detrás de él; y el comerciante, cuyos ojos brillaban con avaricia, y atontado ante el éxtasis, las iba guardando cuidadosamente en una enorme bolsa de lagarto moteado que había llevado para dicho fin. Cuando hubo rescatado el último rubí, Quanga desvió su atención a las joyas menores que adornaban los ropajes reales formando curiosos patrones de signo astrológico o significado hierático. Entonces, cuando se encontraban embebidos por su preocupación, Quanga y Hoom Feethos se sobresaltaron al oír un gran estruendo que culminó con el suave tintineo de cristales rotos. Al volverse, vieron que una enorme estalagmita se había desprendido de la bóveda, y que con su punta, con una puntería asombrosa, había atravesado el cráneo de Eibur Tsanth, quien ahora yacía en medio de los hielos desprendidos, y de cuyo encéfalo reventado sobresalía un fragmento afilado y puntiagudo. Había muerto instantáneamente, ignorante de su propia suerte.

Aparentemente, el accidente se debía a causas naturales, como los que suelen ocurrir en el verano durante el deshielo de un gran muro de hielo; pero, en su consternación, Quanga y Hoom Feethos se vieron obligados a tomar nota de ciertas circunstancias que distaban mucho de ser normales y por supuesto explicables. Mientras retiraban los rubíes, operación sobre la que centraron toda su atención, la cámara se había reducido a la mitad, tanto en altura como en dimensión, hasta el punto de que las estalagmitas quedaban justo por encima de sus cabezas, como si fueran los colmillos atenazantes de una enorme boca. Había aumentado la oscuridad, y la luz era como la que ilumina los mares árticos bajo grandes masas de hielo. La inclinación de la cueva era más marcada, descendiendo hacia profundidades insondables. Arriba, muy arriba, los hombres pudieron contemplar la diminuta entrada que ahora no era mayor que la boca de una zorrera. Por un instante quedaron estupefactos. Los cambios ocurridos en la cueva no admitían explicaciones naturales; de pronto, los hyperbóreos sintieron la aprensión angustiosa de todos los horrores supersticiosos que poco antes despreciaran. Ya no podían negar la existencia consciente de una maldad animada, los enormes poderes diabólicos que las viejas leyendas atribuían al hielo.

Dándose cuenta del peligro que corrían, y espoleados por un pánico frenético, comenzaron a ascender el declive. Hoom Feethos conservó la abultada bolsa de rubíes así como el pesado saco de oro que colgaba de su cinturón, mientras que Quanga tuvo la suficiente presencia de ánimo como para llevar consigo la espada y el pico. Sin embargo, en su huida, acelerada por el miedo, ambos olvidaron la segunda bolsa de oro, que yacía al lado de Eibur Tsanth, bajo los restos de la estalagmita desprendida. El estrechamiento sobrenatural de la cueva y el descenso terrible y siniestro del techo parecían haber cesado por el momento. De todas formas, los hyperbóreos no pudieron detectar una continuación visible del proceso a medida que ascendían frenética y peligrosamente hacia la entrada. En numerosas ocasiones se vieron obligados a encorvarse con el fin de evitar las poderosas fauces que amenazaban descender sobre ellos; e incluso calzados con sus fuertes borceguíes de piel de tigre tenían que hacer un verdadero esfuerzo para mantenerse en pie sobre la terrible pendiente. A veces conseguían levantarse agarrándose a los salientes resbaladizos en forma de columna, y con harta frecuencia hubo Quanga, que iba el primero, de excavar improvisados escalones en la cuesta, ayudado de su pico.

Hoom Feethos tenía tanto miedo que no podía ni hacer la más mínima reflexión. Pero mientras escalaba, Quanga sí consideraba detenidamente las alteraciones monstruosas de la cueva, alteraciones incomparables a todas las conocidas a lo largo de su amplia y variada experiencia de los fenómenos de la naturaleza. Intentó autoconvencerse de que había cometido un error de cálculo en cuanto a las dimensiones de la cámara y la inclinación de su suelo. Esfuerzo en vano, ya que todavía se veía enfrentado a un hecho que desafiaba su raciocinio, un hecho que deformaba el conocido rostro del mundo con una locura supraterrenal, odiosa, mezclando un caos maligno con sus ordenadas realizaciones. Después de un ascenso terriblemente prolongado, parecido al esfuerzo por escapar de un destino de pesadilla, tedioso y delirante, consiguieron aproximarse a la boca de la cueva. Casi no quedaba sitio para que un hombre se arrastrase sobre el estómago bajo los afilados y poderosos dientes de hielo. Presintiendo que las fauces podían cerrarse sobre él como las de un gran monstruo, Quanga se lanzó hacia delante y comenzó a retorcerse a través del hueco, con una rapidez que distaba mucho de ser heroica. Pero algo le retenía, y por un momento pensó preso de terror que su peor aprensión se había hecho realidad. Pronto se dio cuenta que su arco y carcaj de flechas, que aún colgaban de su espalda, se habían enganchado en el hielo. Mientras Hoom Feethos temblaba de miedo e impaciencia, Quanga retrocedió y se libró de las armas engorrosas, que lanzó delante con el pico en su segundo y más positivo intento de atravesar la estrecha entrada.

Al ponerse en pie sobre el glaciar, oyó un grito salvaje emitido por Hoom Feethos, quien, al intentar seguir a Quanga, se había enganchado en la entrada con una de sus fajas. Su mano derecha, aferrada al saco de rubíes, sobresalía del umbral de la cueva. El joyero no cesaba de dar alaridos, protestando incoherentemente que los crueles colmillos de hielo le estaban desgarrando hasta la muerte. A pesar de los sórdidos terrores por que había pasado, aún le sobraba al cazador la suficiente valentía como para retroceder y ayudar a Hoom Feethos. Estaba a punto de derribar los enormes pinchos de hielo con su pico, cuando oyó el grito agonizante del joyero, seguido de un rechinar áspero e indescriptible No se había producido ningún movimiento visible de las fauces, y sin embargo, Quanga vio que llegaban al suelo. El cuerpo de Hoom Feethos, atravesado de parte a parte por uno de los hielos picudos, y clavado al suelo por el resto de los colmillos, chorreaba sangre sobre el glaciar, como el mosto rojo que rezuma de la prensa de vino. Quanga comenzó a dudar del testimonio de sus sentidos. El hecho ante el que se enfrentaba era imposible de todo punto, dado que no había ninguna señal de hendiduras en el montículo, sobre la boca de la cueva, que explicase el cierre de las horribles fauces. Pero tan impensable enormidad había ocurrido ante sus propios ojos si bien demasiado de prisa para poder reconocer el proceso.

Hoom Feethos quedaba lejos de cualquier ayuda humana, y Quanga, ahora esclavo único de un pánico odioso, tampoco hubiera permanecido más tiempo para asistirle. Mas al ver el saco que había caído de los dedos del joyero muerto, el cazador lo arrebató movido por un impulso mitad miedo mitad avaricia; y entonces, sin volver la vista atrás, huyó por el glaciar hacia el sol poniente. Mientras corría, y durante algunos momentos, Quanga no se dio cuenta de las alteraciones tan siniestras como fatídicas, comparables a las de la cueva, que en cierto modo habían tenido igualmente lugar en la propia llanura. Petrificado por el miedo, presa de un verdadero vértigo, observó que estaba escalando una ladera larguísima y escalonada sobre la cual se retraía un sol lejano, pequeño y frío, como si perteneciese a otro planeta. Incluso el cielo tenía otro aspecto: aunque permanecía límpido de nubes, había adquirido una palidez mortal. Una sensación densa de deseo maligno, poderoso y helador, parecía invadir el aire y asentarse sobre Quanga como un hongo. Pero lo más terrible de todo, precisamente por constituir una prueba del desarreglo consciente y maligno de la ley natural, era la inclinación vertiginosa hacia el polo adoptada por la meseta.

Quanga tuvo la sensación de que la propia creación se había vuelto loca, dejándole a merced de fuerzas demoniacas procedentes de cosmos exteriores desdivinizados. Manteniéndose milagrosamente en pie, tropezando y sorteando en su camino hacia arriba, temió por un momento resbalar, caer, y deslizarse hacia abajo para siempre, cayendo en las insondables profundidades árticas. Sin embargo, cuando se atrevió a pararse por fin y volverse temblando para mirar hacia abajo, vio detrás de él una ladera escarpada idéntica a la que estaba escalando: se trataba de un muro de hielo desquiciado y oblicuo, que se elevaba interminablemente hacia un segundo sol igualmente remoto. En la confusión de ese extraño bouleversement, creyó perder lo que le quedaba de equilibrio, y el glaciar subía y bajaba a su alrededor como un mundo invertido mientras él intentaba recuperar el sentido de la orientación, que por primera vez en su vida había perdido. Al parecer, surgían pequeños y fugaces parapetos que se reían de él desde los interminables escarpados glaciales. Reanudó su ascenso desesperado a través de un perturbado mundo de ilusión, sin que pudiera determinar si se dirigía hacia el norte, el sur, el este o el oeste.

Un repentino viento sopló hacia abajo por el glaciar; aullaba en los oídos de Quanga como las voces lejanas de diablillos socarrones; gemía, y reía, y ululaba con notas estridentes que recordaban el chirriar del hielo resquebrajado. Azotaba a Quanga con dedos maliciosos, succionando el aire por el que luchaba agonizante. A pesar de sus pesados ropajes y de la rapidez de su difícil escalada, sentía el mordisco de sus colmillos, buscando la carne e hincándose incluso en la médula. Mientras continuaba escalando observó confusamente que el hielo ya no era liso, que de su superficie sobresalían pilares y pirámides a su alrededor, adquiriendo formas a cada cual más salvaje. Perfiles inmensos y malvados le contemplaban desde cristales verdiazules; las cabezas deformes de los diablos bestiales fruncían el ceño, mientras dragones desconfiados se retorcían a lo largo del escarpado muro, o se hundían en las profundidades heladas de los precipicios. Además de estas formas imaginarias adoptadas por el propio hielo, Quanga vio, o creyó ver, cuerpos y rostros humanos incrustados en el glaciar. Manos pálidas parecían alzarse hacia él desde las profundidades con gesto implorante; sintió sobre su persona la mirada de los ojos helados de hombres que en eras anteriores quedasen atrapados, y pudo contemplar sus miembros hundidos, rígidos y con extrañas actitudes de verdadera tortura.

Quanga ya no era capaz de pensar. Terrores primitivos, sordos y ciegos, más viejos que la razón, llenaban su mente con su oscuridad abismal. Le empujaban implacablemente, como quien conduce una bestia, sin dejarle parar en la burlona ladera digna de pesadilla. Una mínima reflexión le habría hecho ver que un último escape sería igualmente imposible; que el hielo, un ser vivo, consciente y malévolo, se estaba divirtiendo con un juego cruel y fantástico, inventado de algún modo en su increíble animismo. Por ello, casi era mejor que hubiera perdido el poder de la reflexión. Desesperado y sin previo aviso, llegó al final de la glaciación. Fue como un repentino cambio de sueño que pilla al soñador desprevenido: Quanga contemplaba, sin comprender al principio, los familiares valles hyperbóreos que se extendían a los pies del parapeto hacia el sur, y los volcanes que humeaban oscuros más allá de las colinas sudorientales. Su huida de la cueva había consumido prácticamente todo el largo atardecer subpolar, y ahora el sol se balanceaba cerca de la línea del horizonte. Habían desaparecido los obstáculos, y como por una magia prodigiosa, la capa de hielo recobraba su horizontalidad normal. Si hubiera podido comparar sus impresiones, Quanga se habría dado cuenta de que en ningún momento pudo comprender al glaciar durante la realización de sus asombrosos cambios sobrenaturales.

Dudando aún, como si se tratase de una ilusión que pudiera desvanecerse en cualquier momento, contempló el paisaje que se extendía bajo las murallas. Aparentemente, había regresado al mismo lugar del cual comenzara junto con los joyeros su desastroso viaje por el hielo. Ante él descendía un declive suave hacia las fértiles praderas. Temeroso de que se tratase de algo irreal y engañoso —una trampa atractiva y hermosa, una nueva traición por parte del elemento a quien ahora consideraba como un demonio cruel y todopoderoso—, Quanga descendió por la ladera con paso veloz y ligero. Cuando sus pies se hundían ya en los matorrales, y estaba rodeado de frondosos sauces y jugosas hierbas, no daba aún crédito a la veracidad de su huida. Todavía se sentía impulsado por una rapidez inconsciente, fruto de un miedo que rayaba en el pánico; y un instinto primario, igualmente inconsciente, le arrastraba hacia las cumbres volcánicas. El instinto le decía que encontraría un refugio entre sus cavidades, contra el intenso frío boreal, y que una vez allí se encontraría a salvo de las maquinaciones diabólicas del glaciar. Fuentes hirvientes corrían, según las leyendas, perpetuamente desde las altas laderas de estas montañas; inmensos géiseres, rugiendo y silbando cual calderas infernales, llenaban las oquedades superiores con cataratas ardientes. Las prolongadas nieves que azotaban Hyperbórea se convertían en lluvias inofensivas al aproximarse a los volcanes, donde florecía durante las cuatro estaciones una flora rica y multicolor, que en épocas anteriores consistiera en la propia de toda la región.

Quanga no pudo encontrar los caballitos enanos que dejaran atados a los sauces en la pradera del valle. Pero quizá, después de todo, no se trataba del mismo valle. Sin embargo. no detuvo su huida para buscarlos. Después de una aterrada mirada atrás, a la amenazadora masa de la glaciación, reanudó sin detenerse su camino en línea recta hacia las montañas coronadas de humo. El sol se hundió más, rozando indefinidamente el horizonte sudoccidental, e iluminando la muralla de hielo y el suave paisaje con una luz de pálidas tonalidades amatistas. Quanga apresuró su paso, no repuesto aún del miedo, hasta que por fin alcanzó un crepúsculo prolongado y etéreo, propio de los veranos septentrionales. Sin saber cómo, conservó a lo largo de todas las etapas de su huida su hacha—pico, su arco y sus flechas. Horas atrás, como un autómata, había introducido el pesado saco de rubíes en el interior de sus ropajes, para no perderlo. Se había olvidado por completo de los mismos, y ni siquiera se dio cuenta del cosquilleo del agua al deshelarse el hielo incrustado en las joyas, y que ahora le empapaba la carne a través de la bolsa de lagarto. Después de cruzar uno de los innumerables valles, chocó contra una raíz de sauce que sobresalía, cayéndose el pico de la mano al tiempo que tropezaba. Poniéndose en pie, corrió despavorido sin recogerlo.

Ya se distinguía un rojizo resplandor procedente de los volcanes, iluminando el oscuro cielo, a medida que Quanga avanzaba al deseado e inviolable santuario. Desmoralizado y sacudido aún por los recientes esfuerzos sobrehumanos, comenzó a pensar que después de todo podría escapar del demonio del hielo. De pronto se dio cuenta de que le consumía la sed, hecho al que no había prestado atención hasta ahora. Haciendo un alto en uno de los sombríos valles, bebió de un arroyo bordeado de flores. Entonces, cediendo al inmenso cansancio acumulado, se dejó caer para descansar un momento entre la amapolas rojas como la sangre, teñidas de violeta a la luz del crepúsculo. El sueño descendió sobre sus párpados como una nieve suave y abrumadora, pero pronto se interrumpió con sueños malvados donde todavía huía del glaciar burlador e inexorable. Se despertó en medio de un terror frío, sudando y temblando, para encontrarse contemplando el cielo septentrional, donde lentamente moría un delicado fulgor. Creyó que una gran sombra, maligna, masiva y en cierto modo sólida, se deslizaba sobre el horizonte y las colinas bajas hacia el valle donde se encontraba. Llegó con una rapidez inexplicable, y parecía que la última luz caía de los cielos, fría como si fuera un reflejo atrapado en el hielo.

Se puso en pie con la rigidez de un cuerpo exhausto por el cansancio, mientras se despertaba de nuevo el miedo y la estupefacción a causa de la pesadilla. Como señal de un reto momentáneo, descolgó su arco y disparó una flecha tras otra, hasta vaciar el carcaj, con el fin de herir a la sombra enorme, pálida y deforme que parecía interponerse entre el cielo y él. Cuando concluyó, reanudó su interrumpida huida. Mientras corría seguía temblando, sin poder evitarlo, a causa del frío intenso y repentino que había descendido sobre el valle. Torpemente, presa de un acceso de miedo, presintió que había algo irreal y antinatural en el frío, algo que no pertenecía ni al lugar ni a la estación del año. Los volcanes relucientes estaban cada vez más cerca, y pronto llegaría a las primeras colinas. Por ello, el aire debería ser templado, por no decir caliente.

De pronto el cielo se oscureció dejando entrever un destello verdiazul que surgía desde lo profundo. Por un momento pudo ver la sombra sin rostro que se erguía como un gigante en su camino, oscureciendo las estrellas y el resplandor de los volcanes. Entonces, como si fuera el vapor de un remolino tormentoso, se cerró sobre él, frío e inquieto. Parecía un fantasma de hielo, algo que cegaba sus ojos y entorpecía su respiración, como si se encontrase enterrado en una tumba glacial. Era algo frío, con el rigor transártico, algo desconocido para él hasta entonces y que producía un dolor insoportable para su carne, dejándole idiotizado. Oyó débilmente un sonido parecido al del hielo al chocar, el rechinar de icebergs frotándose, todo ello envuelto en un pálido resplandor verdiazul que se estrechaba y espesaba a su alrededor. Era como si el alma del glaciar, perversa e implacable, le hubiera atrapado en su huida. A veces luchaba torpemente, idiotizado por el miedo. Respondiendo a un impulso desconocido, como si desease propiciar a una deidad vengativa, sacó la bolsa de rubíes de su pecho y con un esfuerzo prolongado y doloroso trató de lanzarla lejos. Las cuerdas que ataban la bolsa se soltaron al caer, y Quanga oyó débilmente, en la lejanía, el tintineo de los rubíes al rodar y desparramarse por una superficie dura. Le asaltó el olvido, y cayó hacia delante rígido, ignorante de su propia caída.

Al amanecer yacía al lado de un pequeño arroyo, totalmente helado, boca abajo en medio de un círculo de amapolas que se habían ennegrecido como si las hubiera pisado un demonio gigante de hielo. Un charco próximo, formado por un arroyuelo estancado, estaba cubierto por una capa delgada de hielo, y sobre el hielo, como gotas de sangre congelada, se hallaban esparcidos los rubíes de Haalor. A su debido tiempo, al desplazarse lenta pero irresistiblemente hacia el sur, el gran glaciar las reclamaría.


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