lunes, 31 de marzo de 2025

Gabriel Ernesto. Saki (1870-1916)

Hay un animal salvaje en sus bosques -dijo el artista Cunningham, mientras lo llevaban a la estación. Era la única observación que había hecho durante el trayecto, pero como Van Cheele había hablado sin parar, el silencio de su compañero no había sido notorio.

-Un zorro extraviado o dos y unas cuantas comadrejas de la región. Nada más formidable que eso -dijo Van Cheele. El artista no dijo nada.
-¿Qué quería decir con animal salvaje? -le dijo Van Cheele más tarde, cuando estaban en el andén.
-Nada. Mi imaginación. Aquí está el tren -dijo Cunningham.

Esa tarde, Van Cheele salió a dar uno de sus frecuentes paseos por su boscosa propiedad. Tenía una garza disecada en su estudio, y sabía los nombres de un gran número de flores salvajes, de modo que su tía tenía tal vez alguna justificación para describirlo como un gran naturalista. En todo caso, era un gran andarín. Tenía la costumbre de tomar nota mental de todo lo que veía durante esos paseos, no tanto para ayudar a la ciencia contemporánea, como para disponer de temas de conversación más tarde. Cuando las campanillas azules comenzaban a florecer, él se encargaba de informar a todo el mundo de ese hecho; la época del año hubiera podido advertir a sus oyentes de la probabilidad de que esto ocurriera, pero por lo menos pensaba que él les estaba siendo absolutamente franco.

Sin embargo, lo que vio Van Cheele esa tarde en particular era algo muy lejano de su experiencia corriente. En una saliente de piedra lisa sobre un pozo profundo en el claro de un bosquecillo de robles, un muchacho de unos dieciséis años estaba echado secándose deliciosamente los miembros bronceados al sol. Tenía el pelo mojado, partido por una zambullida reciente y pegado a la cabeza, y sus ojos castaños claros, tan claros que tenían casi un brillo atigrado, se dirigían a Van Cheele con cierta atención perezosa. Era una aparición inesperada, y Van Cheele se encontró envuelto en el desusado proceso de pensar antes de hablar. ¿Dé dónde en el mundo podía provenir ese muchacho de aspecto salvaje? A la esposa del molinero se le había perdido un chico hacía unos dos meses, se suponía que se lo había llevado la corriente que movía el molino, pero aquel era un bebé y no un muchacho crecido como este.

-¿Qué estás haciendo ahí? -le preguntó.
-Obviamente, asoleándome -replicó el muchacho.
-¿Dónde vives?
-Aquí en estos bosques.
-No puedes vivir en los bosques -dijo Van Cheele.
-Son unos bosques muy bonitos -dijo el muchacho con cierto tono condescendiente en la voz.
-¿Pero dónde duermes de noche?
-No duermo de noche; es cuando estoy más ocupado.

Van Cheele empezó a tener el irritante sentimiento de estar lidiando un problema que lo eludía.

-¿De qué te alimentas? -preguntó.
-Carne -dijo el muchacho.

Y pronunció la palabra con una lenta delicia, como si estuviera saboreándola.

-¡Carne! ¿Qué carne?
-Ya que le interesa, conejos, perdices, liebres, aves de corral, corderitos recién nacidos, y niños cuando consigo alguno; en general están encerrados con llave por la noche, cuando yo hago la mayor parte de la cacería. Hace ya dos meses que no pruebo carne de niño.

Haciendo caso omiso de la irritante naturaleza de la última frase, Van Cheele trató de llevar al muchacho al tema de la posible caza furtiva.

-Estás hablando por tu sombrero cuando mencionas lo de alimentarse con liebres (por el aspecto del muchacho no era un símil muy afortunado). Las liebres de nuestras colinas no son fáciles de cazar.
-Por la noche yo cazo en cuatro patas -fue la respuesta más o menos enigmática.
-¿Supongo que lo que dices es que cazas con un perro? -aventuró Van Cheele.

El muchacho se dio vuelta lentamente sobre la espalda y se rió con una extraña risa baja que tenía algo agradable de broma y algo desagradable de gruñido.

-No creo que ningún perro tuviera muchas ganas de andar conmigo, especialmente por la noche.

Van Cheele empezó a sentir que ese muchacho de ojos y hablar extraño tenía algo pavoroso.

-No puedo permitirle permanecer en estos bosques -declaró en tono autoritario.
-Creo que usted preferiría tenerme aquí y no en su casa -dijo el joven.

La perspectiva de ese animal desnudo y salvaje en la casa ordenada y perfecta de Van Cheele evidentemente era alarmante.

-Si no te vas, tendré que obligarte -dijo Van Cheele.

El muchacho se volvió como un rayo, se zambulló en el pozo, y en un momento ya había recorrido con su cuerpo mojado y brillante la mitad de la distancia de la otra orilla hasta el lugar donde estaba Van Cheele. En una nutria el movimiento no hubiera sido nada especial; en un muchacho, a Van Cheele le pareció suficientemente sobrecogedor. Se resbaló al hacer un movimiento involuntario para retroceder y se encontró casi postrado en la orilla húmeda, con aquellos ojos atigrados no muy lejos de los suyos. Casi instintivamente se llevó la mano a la garganta. El muchacho volvió a reírse, con una risa en la que el gruñido había hecho desaparecer casi toda la alegría, y luego, con otro de sus movimientos asombrosamente rápidos, desapareció corriendo hacia un tupido macizo de hierbas y helechos.

-¡Qué animal salvaje tan raro! -dijo Van Cheele mientras se ponía de pie. Y luego se acordó de la observación de Cunningham, “hay un animal salvaje en sus bosques”.

De regreso a casa sin prisa, Van Cheele empezó a darle vueltas en la mente a una serie de acontecimientos locales que podían atribuirse a la existencia de este asombroso muchacho salvaje.

Algo había estado haciendo que escaseara los animales silvestres últimamente en aquellos bosques, las gallinas desaparecían de las granjas, las liebres ya casi no se encontraban, y le habían llegado noticias de corderos a los que se habían llevado de sus rebaños en las colinas. ¿Sería posible que ese muchacho salvaje estuviera cazando en la región en compañía de algún perro inteligente? El muchacho había hablado de cazar “en cuatro patas” durante la noche, pero también había insinuado que a ningún perro le gustaría acercársele “especialmente de noche”. Era verdaderamente intrigante. Y luego, mientras Van Cheele repasaba las distintas depredaciones que se habían cometido en el último mes o dos, de pronto se detuvo tanto en su camino como en sus especulaciones. El niño perdido del molino hacía dos meses, la teoría aceptada era que se había caído entre la corriente del molino y ésta se lo había llevado, pero la madre siempre había declarado haber oído un grito en el lado de la casa que daba a la colina, en la dirección contraria a la del arroyo. Era impensable por supuesto, pero él habría preferido que el muchacho no hubiera hecho esa aterradora alusión a haber comido carne de niño hacía dos meses. Cosas tan horribles no debían decirse ni en broma.

Van Cheele, contra su costumbre, no se sentía dispuesto a mostrarse comunicativo sobre su descubrimiento en el bosque. Su posición como consejero de la parroquia y juez de paz se vería comprometida de cierto modo por el hecho de estar albergando en su propiedad a una personalidad de tan dudosa fama; había incluso la posibilidad de que le pasaran una costosa cuenta por el valor de los corderos y las gallinas que se habían perdido. Esa noche a la cena estaba desusadamente callado.

-¿Te comieron la lengua? -le dijo su tía-. Cualquiera diría que te encontraste con un lobo.

Van Cheele, que no conocía ese viejo dicho, pensó que la observación era bastante tonta; si se hubiera encontrado con un lobo en su propiedad su lengua hubiera estado extraordinariamente ocupada con el tema.

Al día siguiente al desayuno, Van Cheele se daba cuenta de que su desazón por el episodio del día anterior no había desaparecido del todo y resolvió tomar el tren hasta la población vecina, buscar a Cunningham, y enterarse de qué era lo que realmente había visto, obligándole a hablar con insistencia acerca de un animal salvaje en sus bosques. Tomada esa resolución, su alegría habitual volvió en parte, y empezó a musitar una pequeña melodía mientras se dirigía al estudio a fumarse su cigarrillo de costumbre. Al entrar al estudio, la melodía abruptamente dio paso a una invocación piadosa. Graciosamente extendido en la otomana, en una actitud de reposo casi exagerada, estaba el muchacho de los bosques. Estaba más seco que la última vez que lo había visto Van Cheele, pero por otra parte sin ninguna alteración notable de su apariencia.

-¿Cómo te atreves a venir aquí? -le preguntó Van Cheele furioso.
-Usted me dijo que no podía quedarme en los bosques -dijo el muchacho calmadamente.
-Pero no te dije que vinieras aquí. ¡Supón que te hubiera visto mi tía!

Y con la intención de minimizar semejante catástrofe, Van Cheele apresuradamente cubrió todo lo posible a su no bienvenido visitante bajo los pliegues del periódico de la mañana. En ese momento, la tía entró a la habitación.

-Este es un pobre muchacho que ha perdido su camino y perdido la memoria. No sabe quién es ni de dónde viene -explicó Van Cheele desesperadamente, mirando atemorizado a la cara del vagabundo para saber si agregaba la franqueza inoportuna a sus otras propensiones salvajes.

La señorita Van Cheele estaba enormemente interesada.

-Tal vez tenga alguna marca en la ropa interior -sugirió.
-Parece haber perdido eso también -dijo Van Cheele, dándole tironcitos nerviosos al diario de la mañana para mantenerlo en su lugar.

Un niño desnudo y sin hogar le atraía tanto a la señorita Van Cheele como un gatito perdido o un perrito sin dueño.

-Tenemos que hacer todo lo que podamos por él -decidió, y, en poquísimo tiempo, un mensajero despachado a la parroquia, en donde había un joven paje, había regresado con un juego de ropa y los accesorios necesarios como camisa, cuello, zapatos, etc. Vestido, limpio, y arreglado, el muchacho no había perdido nada de su expresión aterradora, a los ojos de Van Cheele, pero su tía lo encontraba encantador.
-Debemos llamarlo de algún modo mientras averiguamos quién es realmente -dijo ella-. Gabriel-Ernesto, me parece; son nombres apropiados y simpáticos.

Van Cheele estaba de acuerdo, pero en su interior dudaba sobre si se los estarían poniendo a un muchacho apropiado y simpático. Sus recelos no disminuyeron por el hecho de que su manso y viejo perro de cacería se había escapado de la casa apenas llegó el muchacho, y seguía tiritando y ladrando obstinadamente en el otro lado del huerto, mientras que el canario, usualmente tan activo vocalmente como el propio Van Cheele, se había encerrado en su mutismo de píos aterrados. Más que nunca se resolvió a consultar a Cunningham sin pérdida de tiempo.

Mientras él se dirigía a la estación, su tía hacía los arreglos para que Gabriel-Ernesto la ayudara a divertir a los niños de la escuela dominical, esa tarde en el té.

Al principio, Cunningham no estaba dispuesto a mostrarse comunicativo.

-Mi madre murió de una enfermedad cerebral -explicó -, de manera que usted comprenderá por qué me niego a confiarle a nadie cualquier cosa de naturaleza fantástica e imposible que haya visto o pensado que he visto.
-¿Pero qué fue lo que vio? -insistió Van Cheele.
-Lo que creí ver fue algo tan fuera de lo común, que nadie, en su sano juicio le daría crédito como a algo realmente sucedido. Yo estaba la última tarde que estuve con usted, medio escondido entre los arbustos de la entrada del huerto viendo la puesta del sol. De pronto me di cuenta de la presencia de un muchacho desnudo; pensé que fuera un muchacho que se había estado bañando en algún pozo cercano, y que se había quedado en la falda de la colina también mirando el atardecer. Su actitud sugería de tal modo la de un fauno silvestre de la mitología pagana que inmediatamente se me ocurrió contratarlo como modelo, y lo hubiera llamado un momento después. Pero justo en ese momento el sol dejó de verse, y todos los colores naranja y rosado desaparecieron del paisaje, dejándolo frío y gris. En ese mismo momento, pasó algo asombroso, ¡el muchacho también desapareció!
-Qué, ¿se desvaneció en la nada? -preguntó Van Cheele excitado.
-No; esa es la parte horrible del asunto -contestó el artista-, en la falda de la colina, en donde había estado el muchacho hacía un segundo, estaba un lobo grande, de color negruzco, con los colmillos brillantes y los ojos amarillos crueles. Uno creería...

Pero Van Cheele no se detuvo por algo tan fútil como lo que se creía. Ya estaba corriendo a toda velocidad hacia la estación del tren. Desechó la idea de un telegrama. “Gabriel-Ernesto es un hombre-lobo” era un esfuerzo desesperadamente inadecuado para hablar de lo que pasaba, y su tía lo tomaría por un mensaje en una clave de la cual él no le había dado la contraseña. Su única esperanza era alcanzar a llegar a casa antes de la puesta del sol. El taxi que tomó en el otro extremo del viaje en tren lo llevó con lo que parecía una lentitud exasperante por los caminos rurales, que ya se ponían rosados y malva bajo la luz del sol poniente. Su tía estaba recogiendo algunos bizcochos sin terminar cuando él llegó.

-¿Dónde está Gabriel-Ernesto? -preguntó casi gritando.
-Está llevando a casa al pequeño de los Toop -dijo la tía-. Se estaba haciendo tan tarde que no me pareció seguro dejarlo ir solo. Qué bonito atardecer, ¿cierto?

Pero Van Cheele, aunque consciente del resplandor del cielo al occidente, no se quedó a comentar su belleza. A una velocidad para la cual estaba escasamente dotado corría a lo largo del estrecho sendero que llevaba a casa de los Toop. A un lado corría la rápida corriente que movía el molino, del otro estaba la franja de loma pelada.

Un resplandor mortecino de sol poniente todavía se veía en el horizonte, y tras la próxima vuelta del camino podía estar la pareja dispareja que buscaba. De pronto el color de las cosas desapareció, y la luz gris se posó con un leve temblor sobre el paisaje. Van Cheele oyó un estridente grito de terror, y dejó de correr.

Nunca se volvió a saber nada del pequeño Toop o de Gabriel-Ernesto, pero se encontró la ropa de este último tirada en el camino, de modo que se supuso que el niño había caído al agua y que el muchacho se había desnudado y se había lanzado en un vano intento de salvarlo. Van Cheele y unos trabajadores que andaban por allí cerca en esos momentos testificaron sobre el fuerte grito del niño que habían oído hacia el lugar en donde se encontraron las ropas. La señora Toop, que tenía otros once hijos, se resignó decentemente a su desgracia, pero la señorita Van Cheele hizo un duelo sincero por su muchacho expósito perdido. Por iniciativa suya, se puso una placa en memoria de éste en la iglesia parroquial. A Gabriel-Ernesto, muchacho desconocido, que sacrificó valientemente su vida por la de otro.

Van Cheele complacía a la tía en la mayoría de sus asuntos, pero se rehusó por completo a contribuir con su dinero a una placa en memoria de Gabriel-Ernesto.


La hermandad oscura. H.P. Lovecraft (1890-1937) August Derleth (1909-1971)

Probablemente las circunstancias que rodearon la misteriosa destrucción por el fuego de una abandonada casa situada en una colina, a orillas del Seekonk, en un distrito poco habitado entre los puentes de Washington y Red, no llegarán a conocerse nunca. La policía fue acosada por el número habitual de maniáticos que se ofrecían para facilitar informes sobre el asunto. Nadie más insistente que Arthur Phillips, el descendiente de una vieja familia del East Side, residente desde hacía mucho en la calle Angell. Era un joven algo extraño y a la vez formal; preparó un relato de los acontecimientos que, según él, condujeron al incendio. Aunque la policía habló con todas las personas mencionadas en el relato del señor Phillips, no obtuvo ninguna confirmación. Solamente sirvió de apoyo a la alegación del señor Phillips la declaración de una bibliotecaria del Ateneo, en el sentido de que, efectivamente, el señor Phillips se había reunido allí con la señorita Rose Dexter. A continuación se reproduce su relato.

I.
Por la noche, las calles de cualquiera de las ciudades de la Costa Este proporcionan al paseante nocturno visiones de lo extraño y lo terrible, de lo macabro y de lo insólito: al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y grietas, de las buhardillas y callejones de la ciudad aquellos seres humanos que, por razones tenebrosas y remotas, se guarecen durante el día en sus grises nichos. Ellos son los deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los perseguidos, y esas almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas bajo el manto de la noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede serlo para ellos la fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados, hombres y mujeres que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o que han buscado experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en que la sociedad humana se ha concentrado por un período de tiempo considerable, allí están ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de oscuridad, como mariposas nocturnas que se mueven en los alrededores de sus guaridas por breves horas antes de huir de nuevo cuando surge la luz del sol. Como había sido un niño solitario al que dejaban hacer lo que le daba la gana, debido a mi persistente falta de salud, desarrollé muy pronto el hábito de deambular por las noches, al principio sólo en la calle Angell y la vecindad donde viví durante mi niñez, y luego, poco a poco, en un círculo más amplio de mi nativa Providence. Durante el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río Seekonk desde la ciudad hasta el campo abierto, o cuando me encontraba fuerte, jugaba con unos compañeros escrupulosamente elegidos en una «casaclub » edificada en una zona boscosa no muy lejos de la ciudad. También me gustaba leer, y pasaba largas horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía sin discriminación, y por lo tanto asimilaba una gran variedad de conocimientos, desde las filosofías griegas hasta la historia de la monarquía inglesa, de los secretos de la antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr, de la ciencia de los papiros egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy.

Mi abuelo era muy católico en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la especialización, y de todo lo que compraba sólo conservaba lo que, según él, era bueno; esto representaba, en el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita y a menudo desconcertante. Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los de mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver en las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y escabullían por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para escapar a las más intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad acerca de los secretos de la vida de la ciudad que sólo la noche podía descubrir. Cuando por fin finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que me dedicaría a otros menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado precaria para garantizarme la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me habría gustado ir para continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo para incrementar mis ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y aumentó el tiempo durante el que paseaba por las noches, con la compensación de dormir durante las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una existencia normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes vivíamos.

Mis compañeros de juventud se habían alejado de mí, pero me encontré con Rose Dexter, descendiente de las primeras familias inglesas que se instalaron en Providence, de ojos negros, de proporciones singularmente atractivas y de facciones de gran belleza. a quien persuadí para que compartiese mis paseos nocturnos. Con ella continué la exploración de la Providence nocturna, con un nuevo aliciente: el ansia de enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en mis paseos por la ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y continuamos encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos introducíamos en la noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una ocurrencia del momento, pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto deseo como yo por conocer los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados desde hacía ya muchos años, y se sintió pronto como en su casa en medio de la ciudad nocturna, al igual que yo. Tampoco le gustaban las charlas intranscendentes, con lo que queda demostrado hasta qué punto nos complementábamos. Durante algunos meses habíamos estado explorando Providence en esta forma, cuando una noche, en la calle Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla, sobre una ropa raída y arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al doblar la esquina: estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le observé al pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y bigote, y el indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares. Además, al pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en el hombro y habló conmigo.

-Señor -dijo-, ¿podría decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?
Se lo expliqué y después, movido por un repentino impulso, le sugerí que podíamos acompañarle adonde deseaba ir. Antes de que me diera cuenta plenamente de lo que había pasado, íbamos los tres caminando juntos. Observé en seguida con qué aire escrutador aquel individuo examinaba a mi compañera. Sin embargo, cualquier resentimiento que pudiese surgir en mí estaba descartado porque reconocía que el interés de ese extraño era inofensivo: resultaba más frío y crítico que pasional. También aproveché la ocasión para examinarle lo más atentamente posible, en los momentos fugaces en que la luz de las calles alumbraba el camino por el cual pasábamos, y me inquietaba cada vez más la certidumbre de que le conocía o le había conocido alguna vez. Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca y una ligera corbata de Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la hubiese llevado mucho tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista no estaba sucia. Tenía la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con cierta obsesión sus oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una pequeña y tiesa barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre las gentes de mi edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación; no aparentaba ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su vestimenta no era la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía cortada con un patrón de una generación anterior.

-¿Es usted forastero en Providence? -le pregunté.
-Estoy de paso -dijo en seguida.
-¿Se interesa usted por Poe?
Asintió.
-¿Qué sabe de él? -le pregunté.
-Muy poco -dijo-. ¿Podría usted contarme algo sobre él?

No hacía falta que me lo dijese dos veces. En seguida le solté un apunte biográfico del padre de las historias de detectives y maestro de los cuentos macabros, cuyas obras yo admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité simplemente su romance con la señora Sara Helen Whitman, pues se refería a Providence y a la visita con la señora Whitman al cementerio al que nos dirigíamos. Pude observar que escuchaba con atención extasiada, y parecía estar grabando en su mente todo cuanto le decía. Pero no podía deducir de su rostro inexpresivo si lo que le con taba le agradaba o le desagradaba, ni qué interés podría tener en ello. Por su parte, Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se sentía avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del amor. Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de que ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió casi imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una farola de la calle.

Una vez que supo nuestros nombres, nuestro acompañante no parecía interesado en nada más, y silenciosamente llegamos por fin al cementerio. Pensé que el señor Allan entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía localizarlo para poder volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía atractivo a aquellas horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía poco encanto a un extraño, incapaz de ver nada en plena oscuridad. Nos despedimos en la entrada, y Rose y yo continuamos.

-He visto a ese hombre antes en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde. Quizá en la biblioteca.
-Debe de haber sido en la biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada tan frecuente en ella-. En un retrato de la pared.
-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.
-¡Pero si estoy segura de que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso de su nombre. Se parece a Edgar Allan Poe.

En efecto, se parecía. En cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza, incluso en su ropa, y en seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra de Poe. Un hombre tan obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con una ropa pasada de moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana que callejeaban de noche por la ciudad!

-Bien, es el tipo más extraño que hemos encontrado desde que empezamos nuestros paseos -dije.
Su mano apretó mi brazo.
-Arthur, ¿no sentiste algo, algo extraño que emanaba de él?
-Bueno, supongo que algo «extraño» trasluce de todos nosotros, los que buscamos la oscuridad -dije-. En cierto modo, tendemos a crear nuestra propia realidad.

Pero mientras le contestaba, me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no había necesidad de la aclaración que buscaba ella afanosamente en las palabras de explicación que pronunció a continuación. Sí, había algo extraño en el señor Allan, y lo que había era una profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y lo aceptaba, en un buen número de cosas triviales, pero particularmente en la falta de expresión de sus facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido poco locuaz, no tenía entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se había alterado la expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que sugería un distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés manifiesto que mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo que se despertaba mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión. Preferí llevar el tema de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé a Rose a su casa.

II.
Era inevitable, sospecho, que me encontrase de nuevo con el señor Allan. Ocurrió dos noches después, no lejos de la puerta de mi casa. Quizá resulte absurdo, pero no pude evitar el pensamiento de que estaba esperándome, que su ansiedad por encontrarse conmigo era tan grande como la mía. Le saludé jovialmente, como a un compañero nocturno más, y me di cuenta en seguida de que, aunque su voz remedaba mi propia jovialidad, ningún trazo de emoción asomaba a su rostro; permanecía absolutamente impasible, hierático, como diría un escritor romántico. Ni un atisbo de sonrisa aparecía en su rostro, ni había ningún reflejo en sus brillantes ojos negros. Y ahora, como me habían sugerido, pude apreciar que el parecido con Poe era asombroso, tanto que de haberme dicho el señor Allan que era descendiente de Poe, le habría creído sin dudarlo.

Pensé que se trataba de una, curiosa coincidencia, y nada más. El señor Allan no hizo en esta ocasión ninguna mención de Poe o de nada relacionado con Providence. Parecía, era evidente, más interesado en escucharme que en hablar. Se mostraba tan singularmente hermético como si de hecho no nos hubiésemos visto antes. Pero tal vez buscaba algún terreno común, pues en cuanto mencioné que colaboraba con artículos semanales relacionados con la astronomía en el Journal de Providence, empezó a tomar parte en la conversación; lo que había sido durante algunas manzanas un monólogo, se convirtió en diálogo. Pronto me di cuenta de que el señor Allan no era un novato en cuestiones astronómicas. Escuchaba ansiosamente mis puntos de vista, pero él mantenía los suyos, diferentes a los míos y a veces muy discutibles. No se mostró remiso en manifestar que no sólo era posible un viaje interplanetario, sino que innumerables estrellas, no sólo planetas de nuestro sistema solar, estaban habitadas.

-¿Por seres humanos? -pregunté incrédulamente.
-¿Por qué tendrían que ser seres humanos? -replicó-. La vida es única, no el hombre. Incluso aquí, en este planeta, la vida toma muchas formas.

Le pregunté si había leído las obras de Charles Fort. No lo había hecho. No sabía nada de él, y al pedírmelo, le expliqué algunas de las teorías de Fort, así como los hechos que aducía para apoyar estas teorías. Vi que de cuando en cuando, mientras caminábamos, la cabeza de mi acompañante se balanceaba, aunque su cara permanecía inexpresiva; era como si estuviese de acuerdo. Y en una ocasión llegó a exclamar.

-Sí, así es. Lo que él dice es así.
Fue al hablar yo de objetos voladores no identificados vistos cerca de Japón durante la última mitad del siglo diecinueve.
-¿Cómo puede afirmar eso? -interrogué.

Se lanzó a una extensa perorata, que podía resumirse así: en el terreno de la astronomía, todo científico que estuviera al día tenía la certeza de que no había vida solamente en la tierra. Por tanto, al igual que se podían concebir cuerpos celestes con formas de vida inferiores a la nuestra, otros podrían dar cabida a formas superiores. Si se aceptaba esta premisa, era perfectamente lógico que los viajes interplanetarios no tuvieran misterios para esas formas superiores y pudiesen, tras décadas de observación, familiarizarse con la Tierra y sus habitantes, así como con los demás planetas hermanos.

-¿Con qué propósito? -le pregunté-. ¿Para hacer la guerra? ¿Para invadirnos?
-Un modo de vida tan desarrollado no tendría necesidad de emplear tales métodos primitivos -señaló-. Nos vigilan, al igual que nosotros vigilamos la luna y escuchamos las señales de radio de los planetas. Nosotros estamos aún en las primeras etapas de la comunicación interplanetaria, y no digamos de los viajes espaciales, mientras que otras razas en estrellas remotas hace mucho que han superado ambas cosas.
-¿Cómo puede hablar con tanta seguridad? -le pregunté entonces.
-Porque estoy convencido de ello. Seguramente habrá conocido a gente que ha llegado a conclusiones similares.
Admití que así era.
-¿Se considera usted un hombre sin prejuicios por lo que respecta al tema?
Admití esto también.
-¿Tanto es así que examinaría ciertas pruebas si le fueran presentadas?
-Ciertamente -repliqué, aunque no debió pasarle inadvertido mi escepticismo.
-Eso está bien -dijo-. Si nos permite a mí y a mis hermanos ir a su casa de la calle Angell, puede ser que le convenzamos de que hay vida en el espacio. No con forma humana, pero vida. Vida de unos seres poseedores de una inteligencia muy superior a la de los hombres más inteligentes.

Me resultaba cómica la magnitud de sus aseveraciones y de sus creencias, pero no lo demostré en ningún momento. Su confidencia me hizo pensar otra vez en el cúmulo de personajes que pueden encontrarse entre los paseantes nocturnos de Providence. El señor Allan era un obseso de sus inauditas convicciones y como todos los obsesos ansiaba hacer proselitismo, convertir a la gente.

-Cuando quiera -dije como invitación-. Cuanto más tarde mejor, para dar tiempo a que mi madre se acueste. Los experimentos no le hacen gracia.
-¿Digamos el próximo lunes por la noche?
-De acuerdo.

A partir de ese momento, mi acompañante no volvió a hablar del tema. Apenas se refirió a otras cuestiones, y de hecho me tocó a mí hablar todo el rato. Evidentemente se aburría; no habíamos recorrido tres manzanas cuando llegamos a un callejón y allí el señor Allan se despidió de mí bruscamente, se volvió hacia el callejón y se lo tragó la oscuridad. ¿Estaría su casa al final del callejón?, pensé. De no ser así, tendría que salir inevitablemente por el otro extremo. Impulsivamente corrí alrededor de la manzana y me puse a esperar en una calle paralela, en las sombras. Desde allí podía observar la entrada del callejón sin ser visto. El señor Allan salió tranquilamente del callejón antes de que me diera tiempo a recobrar la respiración. Esperaba que continuase a través del callejón, pero no fue así; bajó por la calle, y acelerando un poco el paso, continuó su camino. Movido por la curiosidad, le seguí, procurando mantenerme oculto. Pero el señor Allan nunca se volvió a mirar. Con la mirada fija delante de él, no le vi dirigir la vista ni una sola vez siquiera a derecha o izquierda. Se dirigía claramente a un sitio determinado que sólo podía ser su casa, pues ya era más de medianoche. Me fue fácil seguir a mi acompañante. Conocía bien estas calles, las conocía desde mi niñez. El señor Allan se dirigía al Seekonk, y mantuvo esta ruta, sin desviarse, hasta que llegó a una zona de Providence. Una vez allí, se dirigió hacia una casa hace ya tiempo deshabitada. Se introdujo en ella, y no le volví a ver. Aguardé un poco más, esperando ver alguna luz encenderse en la casa, pero no fue así, y llegué a la conclusión de que se había acostado.

Afortunadamente me había mantenido en las sombras, puesto que al parecer el señor Allan no se había acostado. Parecía que había pasado por la casa y rodeado la manzana entera, pues de repente le vi acercarse a la casa, en la dirección en que habíamos venido, y una vez más pasó por delante del lugar en que me ocultaba, y se introdujo en la casa, de nuevo sin encender ninguna luz. Esta vez, ciertamente, se quedó dentro. Esperé unos cinco minutos, quizá más; entonces di media vuelta y me encaminé hacia mi casa de la calle Angell, convencido de haber hecho lo mismo que el señor Allan la noche en que nos conocimos: me había seguido. Sí, había llegado a la conclusión de que nuestro encuentro esta noche no había sido fruto del azar, sino premeditado. Sin embargo, algunas manzanas más allá, me sorprendí al ver que él, Allan, se acercaba en dirección a mí, procedente de la calle Benefit. Traté de explicarme cómo se las había arreglado para dejar la casa otra vez y dar un rodeo hasta conseguir caminar derecho hacia mí. Quise imaginar en vano la ruta que pudo haber tomado para lograrlo. El caso es que pasó a mi lado sin aparentar reconocerme. Pero no cabía duda: era él. La misma semejanza con Poe le distinguía de cualquier otro caminante nocturno. Ahogué su nombre en mi boca y me volví para mirarle. En ningún momento volvió la cabeza, y caminó hacia adelante, dirigiéndose con paso seguro hacia el lugar que yo había dejado momentos antes. Le vi desaparecer mientras intentaba en vano, todavía, trazar en mi mente la ruta que tendría que haber tomado, en medio de los vericuetos y callejuelas tan familiares para mí, para hacer posible que me tropezase de nuevo con él cara a cara.

Vamos a ver: nos habíamos encontrado en la calle Angell, luego caminamos hacia Benefit y el norte, y nos volvimos hacia el río otra vez. Tenía que haber corrido mucho para poder dar la vuelta y regresar. ¿Y a que propósito obedecía seguir semejante ruta? Me dejó totalmente perplejo, especialmente porque ni siquiera había dado muestras de conocerme, como si fuésemos completamente extraños. Pero si los acontecimientos de la noche me habían dejado tan confundido, más lo estaba aún al encontrarme con Rose en el Ateneo la noche siguiente. Me esperaba, y corrió hacia mí en cuanto me vio.

-¿Has visto al señor Allan? -me preguntó.
-Ayer por la noche -le respondí, y habría continuado con la explicación de los hechos de no haber vuelto a hablar ella.
-¡Yo también! Me acompañó desde la biblioteca a casa.

Me callé lo que iba a decir y le escuché. El señor Allan había estado esperando a que saliese de la biblioteca. La había saludado y le había preguntado si podía pasear con ella. Anduvieron durante una hora, pero sin hablar mucho. Lo poco que dijeron fue muy superficial: vaguedades referentes a las antigüedades de la ciudad, la arquitectura de algunas casas, y cuestiones similares, de interés para quien sintiera curiosidad por los aspectos históricos de Providence. Luego la acompañó a casa. Ella había estado con el señor Allan en un lugar de la ciudad a la vez que yo había estado con él en otro. Ninguno de nosotros teníamos la menor duda respecto a la identidad de nuestro acompañante.

-Le vi después de medianoche -dije.
Era parte de la verdad, pero no toda. Esta extraordinaria coincidencia debía de tener alguna aplicación lógica, aunque no estaba dispuesto a discutirla con Rose, para que no se alarmase. El señor Allan había hablado de «sus hermanos»; entraba dentro de lo posible que el señor Allan tuviese un gemelo idéntico. Pero ¿qué explicación cabía para lo que obviamente resultaba decepcionante? Uno de nuestros acompañantes no era, no podía ser el mismo señor Allan con quien previamente habíamos paseado. Pero ¿cuál de ellos? Yo estaba seguro de que mi acompañante era el mismo señor Allan al que habíamos conocido dos noches antes. Sin darle importancia, y en vista de las circunstancias, hice a Rose algunas preguntas en relación con la identidad de su acompañante, a ver si en algún momento de nuestro diálogo salía a relucir si era el mismo al que había visto yo. No dudaba en absoluto; estaba plenamente convencida de que su acompañante era el mismo hombre que había paseado con nosotros dos noches antes; pues al parecer incluso había hecho varias referencias al paseo nocturno anterior. No tenía motivos para dudar, y yo preferí callarme. Había un extraño misterio aquí: los hermanos tenían alguna razón oculta para interesarse por nosotros. Había una razón distinta a la de compartir nuestro interés por los paseantes de la ciudad y por los lugares desconocidos que se desvelan únicamente con el crepúsculo y se desvanecen otra vez, desapareciendo con el amanecer. Sin embargo, mi compañero de la víspera se había citado conmigo, mientras que el de Rose, que yo supiera, no había planeado otro encuentro con ella. Pero ¿por qué había esperado a encontrarse con ella? Esta línea de investigación no era válida ante la evidencia de que ninguno de los seres con quienes me encontré anoche, después de haber dejado a mi compañero en su casa, podía haber acompañado a Rose, pues ella vivía muy lejos del lugar en que por última vez me crucé con el extraño individuo; no podía haber tenido tiempo de dejarla en la puerta de su casa y, simultáneamente, encontrarse conmigo casi al otro extremo de la ciudad. Una inquietante sensación comenzó a invadirme. ¿Eran quizá tres Allan -todos idénticos-, trillizos? ¿O cuatro? No, seguramente el segundo señor Allan que me encontré la noche anterior era el mismo con quien habíamos estado paseando hasta el cementerio dos noches antes. El que sí podía ser otro era el de mi tercer encuentro. Por mucho que intentase pensar en ello, el rompecabezas continuaba sin resolverse. Aguardaba con cierto ánimo desafiante la cita del lunes por la noche con el señor Allan, para la que sólo faltaban dos días.

III.
Aun así, no estaba bien preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos en la noche del lunes siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa de subir a acostarse. Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan parecidos como los guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir entre ellos al señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas calles de Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo Se encaminaron al salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar las sillas en semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba algo acerca de la «naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún demasiado sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres idénticos, tan pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme verdadera cuenta de lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi lámpara de gas Welsbach, que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea, no hasta el punto de dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para pensar que a todos les aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que algún mal hereditario había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran muy negros y parecían mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un defecto de percepción; era como si viesen gracias a un extrasentido invisible para mí. La sensación que experimenté no era predominantemente de miedo, sino de abrumadora curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de algo extremadamente desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi propia existencia.

Pocas cosas reseñables habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero en cuanto el semicírculo se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba la voz cantante me señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a los hombres sentados.

-¿Quiere tomar asiento aquí, señor Phillips? -preguntó.
Hice lo que me indicaba y me encontré con que me había convertido en el centro de todas las miradas. Más que el objeto, el foco de sus miradas: los siete hombres no parecían mirarme a mí, sino mirar a través de mí.
-Nuestra intención, señor Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien tomé por el caballero con quien me había encontrado en la calle Benefit- es producir en usted ciertas impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene que hacer es relajarse y ser receptivo.
-Estoy listo -dije.

Creí que iban a pedirme que amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que forma parte integrante de este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron un rato en silencio, un silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el alejado murmullo de la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo describir como un cántico, un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que aumentaba en volumen y era interrumpido por sonidos que imaginé palabras aunque no podía distinguir ninguna. La canción que cantaban, y la forma en que cantaban, eran indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de los tonos no se parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera serme familiar, aunque me parecía más oriental que occidental.

Tuve poco tiempo para percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió una sensación de profundo malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron difusas y se fundieron en un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de que me barría el paso de miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que algún tipo de hipnosis era responsable de mi estado, pero me daba igual; la experiencia a la que me estaba sometiendo era totalmente nueva y no desagradable, aunque había en ella una nota discordante, como de algún mal acechando detrás de las relajantes sensaciones que se acumulaban y me arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las paredes y los hombres que tenía delante se emborronaron y desvanecieron. Me daba cuenta de que todavía estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo tiempo presentía que de alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y empezó a manifestarse un sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo que me rodeaba, así como de repulsión y alienación. Era como si temiese la pérdida del conocimiento en un lugar extraño, sin medios para volver a la tierra, pues lo que presenciaba era una escena extraterrestre, de unas proporciones de grandeza y magnificencia incomprensibles para mí.

Vastas panorámicas del espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión desconocida, y en el centro veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en una ensenada de agitada radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras enormes, cambiantes, unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de altura y que reposaban sobre su base compuesta de un material semielástico, con escamas y bultos. De sus ápices salían cuatro miembros flexibles, cilíndricos, cada uno por lo menos de un pie de ancho, y de una sustancia similar, aunque más parecida a la carne, a la de los conos. Estos eran los supuestos cuerpos de los miembros que los coronaban. Según pude observar, tenían la capacidad de contraerse y dilatarse algunas veces hasta alcanzar una medida de largo similar a la altura del cono al que estaban adheridos. Dos de estos miembros tenían unas enormes garras en el extremo, mientras que un tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices rojos con forma de trompeta, y el cuarto acababa en un globo amarillo de dos pies de diámetro, en medio del cual había tres enormes ojos, de un ópalo oscuro, que, dada su posición en el miembro elástico, podían volverse en cualquier dirección. Fue una escena que me causó gran fascinación, pero al mismo tiempo me inspiraba una repelencia atroz, dada la absoluta extrañeza y el aura de temibles descubrimientos que se desprendía de ella. Con mayor claridad y distinción, pude ver las figuras moverse: parecían atender a los grandes cubos; logré ver que sus extrañas cabezas estaban coronadas por cuatro grandes tallos grises con apéndices similares a unas flores y que, en su parte inferior, ostentaban ocho tentáculos sinuosos y elásticos, del color verde alga, constantemente agitados en un movimiento de serpentina. Esos tentáculos se dilataban y se contraían, se alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a otro como si tuviesen una vida independiente de aquella que animaba a los conos, que parecían más perezosos. La escena estaba bañada en un descolorido resplandor rojo, como el de un sol moribundo que, habiendo perdido a su planeta, hubiese ocupado ahora el lugar de la radiación violeta de la ensenada.

Me causó un indescriptible impacto; era como si se me hubiese permitido mirar a otro mundo, un mundo increíblemente mayor que el nuestro, diferente al nuestro por distintos valores antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro en el tiempo y el espacio; y mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -como si este conocimiento estuviera introduciéndose en mí por algún sistema psíquico- que contemplaba una raza destinada a morir, una raza que tenía que escapar de su planeta o morir. Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y con un rápido y violento esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me tenía apresado, exterioricé la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un grito de protesta y me levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía hacia atrás estrepitosamente.

De inmediato la escena que discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación volvió a enfocarse. Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete caballeros parecidos a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían emitido, el tararear y las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado. Me calmé y mi pulso se hizo más pausado.

-Lo que ha visto, señor Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el señor Allan-, muy alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo. ¿Le ha convencido?
-¡Basta ya! -grité.
No podía decir si mis visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían expresión alguna, incluido su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza levemente y decir:
-Nos vamos, entonces, con su permiso.

Y silenciosamente, uno tras otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle Angell.

Aquella experiencia me había dejado una impresión sumamente desagradable. No poseía pruebas de haber visto algo de otro planeta, pero podía atestiguar que había sido preso de una extraordinaria alucinación, indudablemente por influencia hipnótica. ¿Pero cuál era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era posible aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado. Era incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien había oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos múltiples de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o menos de la misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía la más mínima explicación. Tampoco tenía ningún significado palpable la escena que había presenciado durante la demostración. De alguna forma había comprendido que los grandes cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la radiación violeta era como la vida: me di cuenta de que las criaturas de los conos les servían en alguna forma, pero nada había descubierto que lo demostrase. La visión entera carecía de sentido: era una de esas escenas que podía haber sido creada por una imaginación altamente organizada, y telepáticamente dirigida a un sujeto que se prestase a ello, como, por ejemplo, yo mismo. Era ridículo demostrar así la existencia de vida extraterrestre; lo único que demostraba era que yo había sido víctima de una alucinación inducida. Pero, una vez más, se trataba de un círculo vicioso. Como alucinación, no tenía razón de ser. Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente inquietud que me atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.

IV.
Lo raro es que mi malestar fue en aumento a medida que transcurría la mañana siguiente. Pese a estar acostumbrado a las curiosidades humanas, a los frecuentes e increíbles personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis paseos nocturnos por Providence, las circunstancias que rodeaban al señor Allan y sus hermanos, todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que no podía quitármelos de la mente. Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del callejón a orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante nocturno. Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente desierta; cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en torno, todo era cenizas de abandono.

Sin embargo, llamé a la puerta y esperé. No hubo respuesta. Llamé otra vez.
No parecía haber nadie dentro de la casa. Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se abrió nada más tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista; por lo menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si me estaban vigilando, yo no lo notaba. Abrí la puerta y entré en la casa. Permanecí de pie durante un momento con mi espalda contra la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que llenaba las habitaciones. Entonces anduve cautelosamente a través del pequeño vestíbulo hacia la habitación contigua, una salita llena de muebles tapizados por lo menos veinte años antes. Ni rastro de seres humanos, aunque existían indicios de que no hacía mucho alguien había andado por allí y había dejado huellas en el polvo visible del suelo sin alfombras. Crucé la habitación y entre en un pequeño comedor. Lo crucé también, y me encontré en una cocina. Al igual que el resto de las habitaciones tenía pocas trazas de haber sido utilizada, pues no había nada de comida, y la mesa parecía que no se había usado en años. Pero aquí también había un gran número de huellas que demostraban que la casa estaba habitada. Y la escalera demostraba asimismo un uso intenso. Pero fue en la parte posterior de la casa donde descubrí lo que mayor desasosiego me produjo. Esta parte del edificio consistía en una gran habitación, aunque era evidente que antiguamente habían sido tres, pues en las paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los tabiques que las habían separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que había en el centro de la habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz violeta bañaba la habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de largo bloque introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque, similar y apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes, excepto en mis sueños.

Entré cautelosamente en la habitación, alerta por si alguien interrumpía mi intromisión. Nadie ni nada se movió. Me acerqué más a la caja de cristal encendida de violeta. Había algo dentro de ella, aunque al principio no me percaté de esto, pues me fijé en que estaba sobre una reproducción de tamaño natural de Edgar Allan Poe, iluminada, como todo lo demás, por la misma luz violeta. No podía determinar su origen, excepto que estaba envuelta en una sustancia parecida al cristal que formaba el envase. Pero cuando finalmente me di cuenta de qué era lo que había encima de la reproducción de Poe, casi grité de miedo, pues era una miniatura, una exacta reproducción de uno de esos conos rugosos que sólo había visto ayer por la noche en la alucinación a la que había sido inducido en mi casa de la calle Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de los tentáculos de su cabeza -o lo que yo creía que era su cabeza- evidenciaba indiscutiblemente que estaba vivo!

Me retiré rápidamente con una ojeada al otro envase para asegurarme de que estaba vacío y sin ocupar, aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro que estaba paralelo a él; me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible, pues estaba convencido que los hermanos de la noche dormían arriba y en mi confusión por esta inexplicable revelación que situaba mi alucinación de la noche anterior en otras coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui de la casa sigilosamente, aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras tan parecidas a la de Poe en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de las calles que unían el Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas manzanas antes de ponerme a caminar más despacio, pues empezaba a llamar la atención en mi loca carrera.

Mientras caminaba, intentaba poner en orden mis caóticos pensamientos. No podía dar ninguna explicación a lo que había visto, pero sabía intuitivamente que me había topado con un peligro amenazante demasiado oscuro y repelente, y quizá demasiado vasto para poder comprenderlo. Busqué un significado pero no pude hallar ninguno; nunca había tenido una preparación muy científica, aparte de la química y la astronomía, de modo que no estaba preparado para comprender el empleo de máquinas tan grandes como las que había visto en esa casa alrededor de ese bloque encendido de violeta donde estaba el cono rugoso en cálida y animadora radiación portadora de vida. De hecho no era capaz de asimilar siquiera la misma maquinaria, pues sólo existía una remota similitud con algo que podía haber visto antes, como la dínamo de una central eléctrica. Estaban todas las máquinas conectadas de algún modo a los dos bloques, y a los envases de cristal -si el material era cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro, también unidos entre sí por unos tubos.

Pero había visto suficiente para convencerme de que el oscuro clan fraternal que caminaba por las calles de Providence durante la noche con vestimenta y aspecto de Edgar Allan Poe paseaba por motivos diferentes a los míos; los suyos no eran simple curiosidad acerca de los personajes nocturnos, de los colegas paseantes de la noche. Quizá la oscuridad era su estado más natural, al igual que la luz del sol era la de la mayoría de las personas; pero sus motivos eran siniestros, no podía dudarlo. Sin embargo, no lograba imaginarme lo que iba a suceder después. Por fin dirigí mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme con algo que me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto. Pero nada. Por mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio, aunque leí atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de Poe en Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan desconcertado como cuando había llegado.

Quizá era inevitable que volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa noche. No había forma de saber si mi visita a su casa había sido observada, a pesar de que creía haber visto a un observador en la ventana de arriba en el momento de mi huida, cuando estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no debía de tener fundamento alguno, pues cuando me encontré con el señor Allan más tarde, y le saludé en la calle Benefit, no había nada en su actitud o en sus palabras que dejase notar su posible conocimiento de mi intromisión. Ahora bien, yo ya conocía su habilidad para mantener su rostro impermeable a toda expresión: humor, disgusto, incluso enfado o irritación eran ajenos a sus facciones, que nunca abandonaban esa máscara introspectiva que caracterizaba a Poe.

-Espero que se haya recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo, después de intercambiar las frases de costumbre.
-Totalmente -le contesté, aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un repentino marco, que había precipitado el final del experimento.
-Es uno de los mundos exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor Allan-. Son muchos. Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva de la Tierra. Tampoco la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas formas en otros planetas y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los humanos, al igual que la vida humana resulta extraña a esas otras formas de vida.

Por una vez, el señor Allan se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía poco que decir. Estaba claro, creyese yo o no que lo que había visto era una alucinación -incluso ante el descubrimiento que había hecho en casa de mi acompañante- que él creía sin la menor reserva en lo que decía. Hablaba de muchos mundos, como si le fuesen familiares todos ellos. En un momento dado habló casi con reverencia de ciertas formas de vida, particularmente de aquellas que tenían una asombrosa capacidad de adaptación para tomar las formas de vida de otros planetas en su incesante búsqueda de las condiciones necesarias para su existencia.

-La estrella que vi -le interrumpí- estaba muriéndose.
-Sí -dijo simplemente.
-¿La ha visto usted?
-La he visto, señor Phillips.

Le escuché con alivio. Ya que era imposible que ningún hombre pudiese ver la vida propia del espacio exterior, lo que yo había experimentado no era más que la transmisión de una alucinación del señor Allan y sus hermanos. Comunicación telepática, ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que no había experimentado antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante sensación de peligro que rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar que se había apoderado de mí, pues aquella explicación que me había apresurado a aceptar resultaba sumamente ingenua. En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me marché. Me fui de prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar a Rose Dexter, pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al teléfono público del edificio y la llamé a su casa. Contestó Rose, y confieso que sentí al instante una sensación de alivio.

-¿Has visto al señor Allan esta noche? -le pregunté.
-Sí -replicó-. Pero sólo unos instantes. Iba camino de la biblioteca.
-Yo también le he visto.
-Me pidió que fuese a su casa alguna noche para ver un experimento -continuó.
-No vayas -le dije en seguida.
Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.
-¿Por qué no?
Desafortunadamente no me di cuenta del acento de crueldad que había en su voz.
-Sería preferible que no fueras -dije con toda la firmeza que pude.
-¿No cree, señor Phillips, que soy yo quien debe decidirlo?
Me apresuré a asegurarle que yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le sugería que podría ser peligroso ir.
-¿Por qué?
-No puedo decírtelo por teléfono -contesté, plenamente convencido de que sonaba a tonto, y de que a la vez era cierto que no podría poner en palabras todas las terribles sospechas que habían empezado a aparecer en mi mente, pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que nadie se las creería.
-Lo pensaré -dijo quebradamente.
-Intentaré explicártelo cuando te vea -le prometí.

Me dio las buenas noches y colgó con una intransigencia que no presagiaba nada bueno y que me dejó profundamente preocupado.

V.
Llego ahora al final de los apocalípticos acontecimientos concernientes al señor Allan y al misterio que rodeaba la casa en el olvidado callejón. Dudo en ponerlos aquí, incluso ahora, pues sé de sobra que el cargo que ya pesa contra mí se agravaría y daría lugar a serias dudas con respecto a mi salud mental. Pero no me queda otro remedio. De hecho, el futuro entero de la humanidad, el curso de todo lo que llamamos civilización, puede verse afectado por lo que pueda o no pueda escribir acerca de esta cuestión. Los acontecimientos culminantes se desarrollaron con rapidez tras la conversación mantenida con Rose Dexter, ese insatisfactorio intercambio telefónico. Tras un día de trabajo inquietante y lleno de desasosiego, llegué a la conclusión de que tenía que dar una explicación justificativa a Rose. A la noche siguiente, fui temprano a la biblioteca, donde solía encontrarme con ella, y me coloqué en un lugar desde el que podía ver la entrada principal. Allí esperé durante más de una hora hasta que se me ocurrió que a lo mejor no iba a la biblioteca aquella noche. Otra vez recurrí al teléfono, con intención de preguntarle si podía acercarme a verla para explicarle lo de la noche anterior. Fue su cuñada, y no Rose, quien contestó al teléfono. Rose había salido

-Un caballero la llamó.
-¿Le conoce usted? -pregunté.
-No, señor Phillips.
-¿Oyó su nombre?

No lo había oído. De hecho sólo le había visto parcialmente cuando Rose salió presurosa a encontrarse con él, pero ante mi insistencia admitió que el caballero que había llamado a Rose tenía bigote. ¡El señor Allan! No necesitaba averiguar más. Colgué y durante unos momentos no supe qué hacer. Quizá Rose y el señor Allan se dedicaban solamente a pasear a lo largo de la calle Benefit. Pero tal vez habían ido a esa casa misteriosa. Sólo pensar en ello me llenó de una aprensión tal que me hizo perder la cabeza. Salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Eran las diez cuando llegué a la casa de la calle Angell. Afortunadamente mi madre se había acostado, de modo que pude coger la pistola de mi padre sin molestarla. Una vez cargada, caminé apresuradamente a través de una Providence invadida por la noche, manzana tras manzana, hacia la orilla del Seekonk y el callejón en que estaba la extraña casa del señor Allan, sin percatarme del espectáculo que, para otros paseantes nocturnos, representaba la prisa incontrolada con la que caminaba. De todos modos, no me importaba, pues quizá la vida de Rose estaba en peligro, y más allá de eso, poco definido, rondaba un mal más espantoso aún y mayor. Cuando llegué a la casa en que había desaparecido el señor Allan, me sorprendieron su soledad y sus ventanas oscuras. Aturdido, dudaba en continuar, y esperé durante un minuto o dos para tomar aire y tranquilizar mi pulso. Entonces, siempre en las sombras, me moví silenciosamente hacia la casa, vigilando el menor rayo de luz.

Di la vuelta a la casa desde la puerta delantera a la trasera. No se veía el más mínimo rayo de luz. Pero sí podía oírse un tararear bajo, un sonido vibrante, como el silbido de un cable respondiendo al viento. Crucé hacia un extremo de la casa, y ahí vi indicios de luz, no luz amarilla, como de una lámpara en el interior, sino una pálida radiación color lavanda que parecía emanar tenuemente de la propia pared. Me retiré, recordando vívidamente lo que había visto en la casa. Pero mi papel no podía ser pasivo. Tenía que saber si Rose estaba en la casa oscura, quizá en aquella misma habitación de la maquinaria desconocida y el envase de cristal con el monstruo dentro de la radiación violeta. Di la vuelta hacia la parte delantera de la casa, y subí los escalones que conducían a la puerta de entrada. De nuevo la puerta estaba abierta. Cedió a la presión de mis dedos. Me paré únicamente para coger la pesada arma en mis manos, empujé la puerta y entré en el vestíbulo. Me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a la oscuridad; ahí de pie, percibía mejor el sonido tarareante que había oído, y algo más: el mismo tipo de cántico que me había dejado en estado hipnótico cuando fui testigo de la turbadora visión que supuestamente era la vida en otro mundo.

Me di cuenta de su significado inmediatamente. Pensé que Rose estaría con el señor Allan y sus hermanos, pasando por una experiencia similar. ¡Ojalá no hubiese sido más que eso! Pues cuando entré en la gran habitación de la parte trasera de la casa, vi algo que para siempre se quedará grabado en mi mente. Alumbrada la habitación por la radiación del envase de cristal, podía ver al señor Allan y sus hermanos postrados en el suelo alrededor de los dos envases, entregados a su cántico. Detrás de ellos, junto a la pared, yacía -en su tamaño natural- la reproducción de Poe que yo había visto bajo la extraña criatura en el envase de cristal bañado por la radiación violeta. Pero no era el señor Allan y sus hermanos lo que me produjo el profundo shock y me repelió. ¡Fue lo que vi en los envases de cristal! En el que daba resplandor a la habitación con su pulsante y agitada radiación violeta, estaba Rose Dexter, completamente vestida, y ciertamente bajo hipnosis. Y encima de ella estaba, alargado y con sus tentáculos azotando furiosamente, la figura de cono rugoso que la última vez había visto encogerse sobre la silueta de Poe. Y en el envase que se conectaba -casi me espanta anotarlo aquí-, yacía, idéntica en todos los detalles, ¡un duplicado perfecto de Rose Dexter!

Lo que ocurrió a continuación estaba confuso en mi mente. Sé que perdí el control, que disparé a ciegas contra los envases de cristal, intentando romperlos. Sé que le di a uno o a ambos, pues el impacto de la radiación se desvaneció, la habitación quedó sumida en la oscuridad, gritos de miedo y de alarma por parte del señor Allan y sus hermanos, y entre la sucesión de explosiones de la maquinaria, corrí hacia adelante y cogí a Rose Dexter. No sé cómo, alcancé la calle con Rose. Miré hacia atrás y vi que las llamas aparecían en las ventanas de la maldita casa, y entonces, inesperadamente, la pared norte se derrumbó, y algo -un objeto que no pude identificar- salió de la casa en llamas y se esfumó en el cielo. Salí corriendo, con Rose en mis brazos. Una vez que recuperó el sentido, Rose se puso histérica, pero al fin logré calmarla y se quedó callada, sin querer decir nada. En silencio la llevé a casa. Sabía lo terrible que tenía que haber sido su experiencia, y estaba dispuesto a no decir nada hasta que se hubiese recuperado totalmente. En el curso de la semana siguiente, pude darme cuenta con toda claridad de lo que había ocurrido en la casa del callejón, pero el delito de incendio -del que me culpaban, en lugar de otro mucho más serio, por la pistola que había abandonado en la casa ardiendo- había cegado a la policía y rechazaban cualquier interpretación de los hechos que tuvieran algo que ver con cuestiones extraterrestres. He insistido en que viesen a Rose Dexter cuando estuviese recuperada y pudiese hablar, y desease hacerlo. No puedo hacerles entender lo que yo ahora comprendo perfectamente. Pero los hechos están ahí, indiscutibles. Dicen que la carne achicharrada encontrada en la casa no es humana, al menos la mayor parte de ella no lo es. ¿Podían esperar otra cosa? ¿Siete hombres parecidos a Edgar Allan Poe? ¡Tienen que comprender que lo que había dentro de la casa procedía de otro mundo, de un mundo agonizante, que pretendía invadir y tomar posesión de la Tierra reproduciéndose con forma humana! Tienen que saber que el primer modelo humano elegido por esos seres para reencarnarse había sido, por casualidad, Poe, escogido porque ignoraban que no representaba el tipo medio de hombre. Y han de saber, como yo llegué a saber, que el cono rugoso provisto de tentáculos, en la radiación violeta, era el origen de su forma material, y que la maquinaria y los tubos -que decían habían quedado demasiado estropeados por el incendio para poder identificarlos, ¡como si hubiesen podido identificar su función aun sin estar destrozados!-creaba, a partir del material suministrado por el cono en la luz violeta, material que simulaba carne, unas criaturas con forma humana y parecidas a Poe.

El propio «señor Allan» me proporcionó la clave, aunque no lo supe entonces, cuando le pregunté por qué la humanidad era objeto de escrutinio interplanetario: «¿Para hacer la guerra? ¿Para invadimos?»; y respondió: «Una forma de vida tan desarrollada no tendría necesidad de utilizar métodos tan primitivos». ¿Podía algo servir de explicación mejor que esto para la extraña ocupación de la casa a orillas del Seekonk? Desde luego, era evidente ahora que lo que el «señor Allan» y sus hermanos me ofrecieron en mi propia casa era una visión del planeta de los cubos y los conos rugosos, su planeta. Y seguramente lo más abominable de todo, evidente para cualquier observador imparcial, era la razón por la cual querían a Rose. Pretendían reproducir a su especie en la forma de hombres y mujeres, para poder mezclarse con nosotros, sin ser detectados, sin sospechar de ellos, y lentamente, a lo largo de décadas, quizá de siglos, mientras su mundo moría, tomar y preparar la Tierra para aquellos que viniesen después.

¡Sólo Dios sabe cuántos de ellos puede haber aquí, entre nosotros, incluso ahora! Más tarde. No he podido ver a Rose todavía, esta noche, y no sé si llamarla. Me ocurre algo terrible. Me siento preso de horribles dudas. No lo pensé durante esa terrible experiencia, después de los disparos en la habitación iluminada de violeta, y es ahora cuando he empezado a preguntármelo, y mi preocupación ha ido creciendo hora tras hora, hasta convertirse en insoportable. ¿Cómo puedo estar seguro de que en esos minutos de locura rescaté a la verdadera Rose Dexter? Si lo hice, sin duda, ella me lo confirmará esta noche. Si no lo hice ¡Dios sabe lo que he soltado, sin quererlo, sobre Providence y el mundo!

Extracto de The Providence Journal, 17 de julio:

UNA MUCHACHA DE LA VECINDAD MATA A SU AGRESOR

Rose Dexter, hija del señor Elisha Dexter y señora, del 127 de la calle de Benevolent, repelió y dio muerte ayer noche a un joven al que acusó de haberla agredido. La señorita Dexter fue encontrada en un estado de histeria mientras corría por la calle Benefit, en las cercanías de la Catedral de San Juan, cerca del cementerio donde tuvo lugar el suceso.

Su agresor fue identificado como un viejo amigo, Arthur Phillips...


Genius Loci. Clark Ashton Smith (1893-1961)

-Es un lugar muy extraño —dijo Amberville— pero a duras penas sé cómo transmitir la impresión que me causó. Todo sonará muy simple y ordinario. No hay nada más que un prado en el que abundan las juncias, rodeado por tres lados por cuestas de pinos amarillos. En el lado abierto, corre un arroyo, pequeño y melancólico, que se pierde en un cul—de—sac de espadañas y suelo pantanoso. El arroyo, corriendo cada vez más lentamente, forma un charco estancado de cierto tamaño, desde el cual parecen retroceder varios alisos de aspecto enfermizo, como si no deseasen aproximarse. Un sauce muerto se apoya en el estanque, mezclando su reflejo, descolorido, como de esqueleto, con la porquería verde que jaspea el agua. No hay mirlos, ni frailecillos, ni siquiera libélulas como las que uno encuentra normalmente en sitios semejantes. Todo está silencioso y desolado. Ese lugar es malo..., está maldito de una manera que, sencillamente, no soy capaz de describir. Me sentí impulsado a hacer un dibujo del mismo casi contra mi voluntad, teniendo en cuenta que algo tan extremado difícilmente se encuentra en mi línea. De hecho, hice dos dibujos. Te los mostrare, si quieres.

Teniendo en cuenta que tenía una opinión muy elevada de las habilidades artísticas de Amberville, y le consideraba, desde hacía largo tiempo, uno de los principales pintores paisajistas de su generación, estaba naturalmente bastante ansioso de ver esos dibujos. Él. sin embargo, ni siquiera hizo una pausa para esperar mi muestra de interés, sino que comenzó inmediatamente a abrir su portafolios. Su expresión facial, los propios movimientos de sus manos, eran una mezcla. de alguna manera elocuente, de atracción y de repugnancia, mientras sacaba y mostraba los dos bocetos a la acuarela que él había mencionado.

No fui capaz de reconocer la escena mostrada en ninguno de los dos. Claramente, se trataba de una que se me había pasado por alto durante mis caprichosos correteos por los contornos de la colina al pie de las montañas, donde estaba situada la diminuta aldea de Bowman, en la cual, hacía dos años, había adquirido un rancho sin cultivar y me había retirado en busca de la soledad que resultaba tan esencial para un esfuerzo literario prolongado.

Francis Amberville, durante la quincena de su visita., a través de su sagacidad para las potencialidades pictóricas del paisaje, sin duda se había familiarizado más con el paisaje que yo. Había sido su costumbre vagar errante por la mañana, equipado con los materiales para hacer un boceto; y, de esta manera, ya había encontrado el tema para más de una hermosa pintura. El arreglo nos resultaba mutuamente conveniente, dado que yo, durante su ausencia, estaba acostumbrado a aplicarme asiduamente a una antigua máquina de escribir Remington. Examiné los dibujos con atención. Ambos, aunque de ejecución apresurada, eran de mucho mérito, y mostraban la gracia y el vigor característicos del estilo de Amberville. Sin embargo, incluso durante este primer vistazo, descubrí una cualidad que resultaba algo más que ajena al espíritu de su obra. Los elementos de la escena eran aquellos que él había descrito. En uno de los dibujos, el estanque quedaba medio oculto por una orla de espadañas, y el sauce muerto estaba descansando sobre él en un ángulo postrado y decaído, como si misteriosamente se hubiese detenido en su caída a las aguas estancadas. Más allá, los alisos parecían alejarse del estanque, dejando al descubierto sus raíces nudosas en un eterno esfuerzo.

En el otro dibujo, el estanque formaba la porción principal del primer plano, con el árbol esquelético alzándose siniestramente a un lado. En el extremo opuesto del agua, las espadañas parecían agitarse y murmurar entre ellas bajo un viento agonizante; y la cuesta de pinos que se elevaba abruptamente en la frontera del prado estaba indicada mediante una muralla de siniestro verdor que se cerraba en el dibujo, dejando tan sólo una pálida franja de cielo otoñal por encima. Todo esto, como había dicho el pintor, resultaba bastante ordinario. Pero me sentí impresionado inmediatamente por un error que habitaba en estos sencillos elementos y era expresado por ellos como por las facciones malignamente contorsionadas de un rostro demoniaco. En ambos dibujos, el carácter siniestro era igualmente evidente, como si el mismo rostro hubiese sido retratado de frente y de perfil. Pero no podía distinguir los detalles aislados que producían esta impresión; siempre, mientras miraba, la abominación de un extraño mal, un espíritu de desesperación, malignidad y tristeza se burlaba desde los dibujos de una manera cada vez más abierta y odiosa. El lugar parecía tener una mueca, macabra y satánica. Uno sentía que podría hablar en voz alta, podría pronunciar las imprecaciones de algún gigantesco demonio, o las burlas broncas de un millar de pájaros de mal agüero.

El mal transmitido era algo por completo ajeno al género humano, más antiguo que el hombre. De alguna manera, por fantástico que esto pueda parecer, el prado tenía el aspecto de un vampiro, que había envejecido y se había vuelto deforme en medio de infamias inenarrables. Sutilmente, indefiniblemente, tenía sed de otras cosas que no eran el torpe goteo de agua que lo alimentaba.

—¿Dónde está este lugar? —pregunté al cabo de un minuto o dos de silencioso examen. Era increíble que algo de esa clase pudiese realmente existir, e igualmente increíble que una naturaleza tan robusta como la de Amberville se hubiese mostrado sensible a dicha cualidad.
—Está al fondo del rancho abandonado, a una milla o menos, por la carretera pequeña hacia Bear River –replicó—; debes conocerlo. Hay un pequeño jardín en torno a la casa, en la parte superior de la colina; pero toda la parte inferior, terminando en ese prado, es silvestre.
Comencé a visualizar el vecindario en cuestión.
—Supongo que debe tratarse de la vieja granja de los Chapman —declaré—; ningún otro rancho, a lo largo de esa carretera, responde a tu descripción.
—Bien, pertenezca a quien pertenezca, el prado es el lugar más horrible que nunca he encontrado. He conocido otros paisajes en los que algo está mal. Pero nunca algo semejante a esto.
—Quizá esté hechizado —dije medio en broma—. De acuerdo con tu descripción, tiene que ser el mismo prado en que el viejo Chapman fue encontrado muerto por su hija más joven una mañana. Sucedió unos pocos meses después de que me mudase aquí. Se supone que murió de un paro cardiaco. Su cuerpo estaba muy frío, y seguramente había estado tirado allí durante toda la noche, ya que la familia le había echado de menos a la hora de la cena. No le recuerdo con mucha claridad, pero sé que tenía cierta fama de excéntrico. Desde algún tiempo antes de su muerte, la gente decía que se estaba volviendo loco. Se me olvidan los detalles. De todos modos, su esposa y sus hijos se marcharon, no mucho después de que él muriese, y nadie ha ocupado la casa ni cultivado el jardín desde entonces. Fue una tragedia rural corriente.
—Yo no soy muy creyente en los fantasmas —comentó Amberville, que parecía haber tomado mi sugerencia sobre fantasmas en un sentido literal—. Lo que quiera que sea la influencia, difícilmente es humana en su origen. Ahora que lo pienso, sin embargo, recibí una impresión bastante tonta un par de veces; la idea de que alguien me estaba vigilando mientras realizaba esos dibujos. Qué raro, casi me había olvidado de eso, hasta que tú mencionaste la posibilidad de fantasmas. Me parecía verle por el rabillo del ojo, justo fuera del radio que estaba incluyendo en mi dibujo: un viejo sinvergüenza en estado ruinoso, con sucios mostachos grises y un gesto malvado. Además, resulta extraño que haya recibido una impresión tan definida de él, sin nunca llegar a verle directamente. Pensé que se trataba de un vagabundo que se había metido hasta el fondo del prado. Pero, cuando me volví para mirarle de frente, él, sencillamente, no estaba ahí. Era como si se hubiese derretido en el suelo pantanoso, en las espadañas, en las juncias.
—Esa no es una mala descripción de Chapman —dije—; recuerdo sus bigotes: eran casi blancos, excepto por las manchas de jugo de tabaco. Una antigüedad maltratada, si alguna vez hubo una, y, además, bastante antipático. Hacia el final, tenía una mirada venenosa, lo que sin duda ayudó con la leyenda de su locura. Algunos cotilleos sobre él me vienen ahora a la memoria. La gente decía que abandonaba el cuidado de su jardín cada vez más. Los visitantes solían encontrarlo en el prado inferior, parado sin hacer nada, mirando con expresión vacía a los árboles y al agua. Probablemente esa fue una de las razones por las que pensaron que estaba volviéndose loco. Pero estoy seguro de que nunca escuché nada respecto a que el prado tuviese algo fuera de lo usual o raro..., ni en el momento de la muerte de Chapman ni desde entonces. Es un lugar solitario, y no creo que nadie pase por ahí ahora.
—Yo lo encontré más bien por accidente —dijo Amberville—; el lugar no es visible desde la carretera, debido a la densidad de los pinos... Pero hay otra cosa rara: salí esta mañana con una intuición muy fuerte y clara de que podría encontrar algo de un interés fuera de lo común. Fui derecho a por ese prado, por así decirlo; y tengo que admitir que la intuición resultó justificada. El sitio me repele, pero me fascina al mismo tiempo. Sencillamente, tengo que resolver el misterio, si es que tiene solución —añadió con aire ligeramente a la defensiva—. Voy a volver mañana temprano, con mis óleos, para comenzar un verdadero cuadro de él.

Me quedé sorprendido, conociendo la preferencia que Amberville sentía hacia la alegría y la brillantez paisajística, que habían hecho que se le relacionase con Sorolla.

—El cuadro representará una novedad para ti —comenté—. Tendré que acercarme y echar un vistazo al lugar, antes de que pase mucho tiempo. Debe estar más en mi línea que en la tuya. Debe tener material como para un cuento de miedo en alguna parte, si está a la altura de tus dibujos y de tu descripción.

Pasaron varios días. Estuve en aquel momento profundamente preocupado con los laboriosos e intrincados problemas que ofrecían los capítulos finales de una nueva novela; y fui retrasando mi visita al prado descubierto por Amberville. Mi amigo, por su parte, estaba claramente absorbido por su nuevo tema. Salía cada mañana con su paleta y sus óleos, y volvía cada día mas tarde, olvidándose de la hora de la comida, que antes le impulsaba a regresar de estas excursiones. Al tercer día, no regresó de vuelta hasta la puesta de sol. Contrariamente a su costumbre, no me mostró lo que había hecho, y sus respuestas a mis preguntas relativas al progreso de su pintura eran algo vagas y evasivas. Por algún motivo, no deseaba hablar de esto. Además, se mostraba aparentemente reacio a discutir el propio prado, y, como respuesta a preguntas directas, simplemente repetía, de una manera ausente y para cubrir las formas, el informe que me había dado siguiendo su descubrimiento del lugar. De una manera misteriosa, que yo no era capaz de definir, su actitud parecía haber cambiado. Hubo, además, otros cambios. Él parecía haber perdido su habitual alegría. A menudo, le pillaba muy ceñudo y sorprendía una sombra que acechaba en su franca mirada. Había un mal humor, una morbidez, que, hasta el punto que nuestra amistad de cinco años me permitía observar, eran una faceta nueva de su carácter.

Quizá, si yo no hubiese estado tan sumido en mis propias preocupaciones, me hubiera ocupado más de las causas de su tristeza, que estaba bastante dispuesto a atribuir a algún dilema técnico que le estaba confundiendo. Era cada vez menos el Amberville que yo conocía: y, al cuarto día, cuando regresaba durante el crepúsculo, noté una auténtica aspereza que era completamente ajena a su naturaleza.

—¿Qué es lo que anda mal? —me atreví a preguntarle—. ¿Has encontrado algún tropiezo? ¿O es que el prado del viejo Chapman te está poniendo nervioso con influencias fantasmales?
Pareció, por una vez, hacer un esfuerzo para apartar su tristeza, su taciturnidad y su mal humor
—Es el misterio infernal de la cosa –declaró—; sencillamente, tengo que resolverlo, de una manera o de otra. El lugar tiene una entidad propia, una personalidad en residencia. Está allí, como el alma en un cuerpo humano. Pero no puedo concretarla o tocarla. Sabes que no soy supersticioso, pero, por otra parte, tampoco soy un materialista fanático; y en mis tiempos me he encontrado con algunos fenómenos extraños. Ese prado quizá esté habitado por lo que los antiguos llamaban un genius loci. Más de una vez, antes de esto, he sospechado que tales cosas podían existir, podían residir, ser inherentes, a un determinado lugar. Pero ésta es la primera vez que he tenido razones para sospechar algo de una naturaleza maligna o enemiga. Las otras influencias, cuya presencia he sentido, eran benignas de una manera grande, vaga e impersonal, o eran, por el contrario, completamente indiferentes al bienestar humano. quizá ignorantes de la existencia humana. Esta cosa, sin embargo, es consciente con odio y vigilante; siento que el propio prado... o la fuerza encarnada en el prado... está escrutándome todo el rato. El lugar tiene el aspecto de un vampiro sediento, esperando para beberme de alguna manera, si puede. Es un cul—de—sac de todo lo que es malo, en el que un alma descuidada bien podría verse atrapada y absorbida. Pero te digo, Murray, que no puedo apartarme.
—Parece como si el sitio te estuviese atrapando —dije, completamente estupefacto ante su extraordinaria declaración, y ante la expresión de temerosa y mórbida convicción con que la emitió.

Aparentemente, no me había escuchado, porque no dio réplica alguna a mi comentario.

—Hay otro ángulo —continuó, con una intensidad febril en la voz—; recuerdas mi impresión, en mi primera visita, de que al fondo había un viejo oculto vigilándome. Bien, pues le he visto muchas veces en la esquina del ojo, y, durante los dos últimos días, se me ha aparecido más directamente, aunque de una manera rara y parcial. A veces, cuando estoy muy concentrado estudiando el sauce muerto, veo su cara, con su gesto de mal humor y su barba sucia, en el tronco. Entonces, la veo de nuevo flotando entre las ramas sin hojas, como si se hubiese quedado atrapada ahí. A veces, una mano nudosa, una gastada manga de chaqueta, emergen por el manto de algas del estanque, como si un cuerpo sumergido estuviese saliendo a la superficie. Entonces, un momento más tarde... o simultáneamente..., habrá algo de el en los alisos, o en las espadañas. Estas apariciones son siempre breves, y, cuando intento escrutarlas de cerca, se deshacen como películas de vapor en el paisaje circundante. Pero el viejo sinvergüenza, quien o lo que quiera que sea, es una especie de elemento fijo. Él no es menos vil que todo lo demás del lugar. aunque creo que no es el principal elemento de la maldad.
—¡Buen Dios! —exclamé—; ciertamente, tú has estado viendo visiones de cosas. Si no te importa, bajaré mañana por la tarde y estaré contigo un rato. El misterio comienza a interesarme.
—Por supuesto que no me importa. Hazlo —sus modales, de repente, habían recuperado su antinatural silencio de los cuatro días anteriores por ninguna razón palpable. Me lanzó una mirada furtiva que era arisca y casi hostil. Era como si una oscura barrera, que temporalmente había bajado, hubiese vuelto a levantarse.

La sombra de su extraño mal humor había vuelto a él de una manera visible; y mis esfuerzos para continuar con la conversación fueron recompensados tan solo con monosílabos, medio ariscos, medio ausentes. Sintiendo que se despertaba mi preocupación, más que sentirme ofendido, noté, por primera vez, la desacostumbrada palidez de su cara y el brillo, febril y lustroso, de sus ojos. Parecía vagamente enfermo, pensé, como si algo de su exuberante vitalidad hubiese desaparecido, dejando en su lugar una energía ajena de naturaleza sospechosa y menos sana. Tácitamente, abandoné todos mis esfuerzos para hacerle regresar de ese crepúsculo secreto al que se había retirado. Durante el resto de la velada, fingí leer una novela mientras Amberville mantenía su singular abstracción. De una manera algo imprecisa, le di vueltas a la cuestión hasta la hora de acostarme. Decidí, sin embargo, que visitaría el prado de Chapman. No creía en lo sobrenatural, pero parecía evidente que ese lugar estaba ejerciendo una influencia malsana sobre Amberville. A la mañana siguiente, cuando desperté, mi sirviente chino me informó que el pintor ya había desayunado y se había marchado con su paleta y sus colores. Esta nueva prueba de su obsesión me preocupó, pero me apliqué rigurosamente a una mañana de escritura. Inmediatamente después del desayuno, conduje bajando por la autopista, seguí la carretera sin asfaltar que se separa en dirección a Bear River, y abandoné mi coche en los densos pinares de la colina que está sobre el viejo rancho de los Chapman. Aunque nunca había visitado el prado, tenía una idea bastante clara de su localización. Sin hacer caso del camino, medio borrado y lleno de hierba, que recorre la parte superior de la propiedad, me dirigí por entre los bosques al pequeño valle cerrado, viendo una vez más, en el lado opuesto, el jardín agonizante de perales y manzanos y la chabola destartalada que había pertenecido a los Chapman.

Era un cálido día de octubre, y la serena soledad del bosque y la suavidad otoñal de la luz y del aire hacían que la idea de algo maligno o siniestro pareciese imposible. Cuando llegué al fondo del prado, estaba preparado para reírme de las ideas de Amberville; y el lugar, a primera vista, sólo me causó la impresión de ser bastante triste y lúgubre. Los rasgos de la escena eran los que él había descrito tan claramente, pero no podía encontrar la maldad abierta que se burlaba desde el estanque, el sauce, los alisos y las espadañas en sus dibujos. Amberville, dándome la espalda, estaba sentado sobre su silla plegable delante de su paleta, que había colocado sobre el césped verde oscuro en el suelo despejado ante el estanque. Sin embargo, no parecía estar trabajando, sino que estaba mirando fijamente la escena frente a él, mientras que el pincel cargado de pintura descansaba inútil dejado caer entre sus dedos. Las espadañas apagaban el ruido de las pisadas; y ni siquiera me escuchó mientras me acercaba. Con mucha curiosidad, miré por encima de su hombro al gran lienzo en el que había estado ocupado. Hasta el punto que yo podía decir, el cuadro ya había sido llevado a un grado de perfección técnica consumada. Era una representación, casi fotográfica, del agua sucia, el esqueleto blancuzco del sauce inclinado y el montón de espadañas inclinadas. Pero en éste descubrí el espíritu macabro y demoniaco de los bocetos; la escena del prado parecía vigilar y esperar, como una cara malvadamente distorsionada. Era una catarata de maldad y desesperación, descansando apartada del mundo otoñal a su alrededor; un lugar de la naturaleza enfermo de la plaga, para siempre maldito y aislado.

De nuevo, miré el propio paisaje y vi que el lugar era realmente tal y como Amberville lo había representado. ¡Tenía la expresión de un vampiro loco, alerta y odioso! Al mismo tiempo, fui desagradablemente consciente del silencio antinatural. No había ni pájaros ni insectos, como el pintor había dicho, y parecía que tan sólo vientos gastados y agonizantes podían penetrar hasta el fondo de aquel valle. El delgado arroyo que se había perdido en el suelo pantanoso era como un alma que bajase hacia su perdición. También era parte del misterio; porque no podía recordar ningún arroyo en la parte inferior de la colina que le rodeaba que indicase una salida subterránea.
La concentración de Amberville, y la propia postura de su cabeza y sus hombros, eran como los de un hombre que ha sido hipnotizado. Estaba a punto de hacerle notar mi presencia; pero, en ese instante, vino a mí la idea de que no estábamos solos en el valle. Justo más allá del enfoque de mi vista, una figura parecía estar de pie con una actitud furtiva, como vigilándonos a los dos. Giré... y no había nadie. Entonces, escuché un grito sorprendido de Amberville, y me volví para encontrarle mirándome fijamente. Sus facciones mostraban una expresión de extremo terror y sorpresa, que no habían borrado del todo su absorción hipnótica.

—¡Dios mío! Dijo—. Pensé que eras el viejo.

No puedo estar seguro de si algo más fue dicho por alguno de los dos. Sin embargo, guardo la impresión de un silencio en blanco. Después de su única exclamación de sorpresa, Amberville pareció retirarse a una abstracción impenetrable, como si ya no fuese consciente de mi presencia; como si, habiéndome identificado, se hubiese olvidado de mí inmediatamente. Por mi parte, sentí una coacción rara y abrumadora. Esa extraña e infame escena me deprimía más allá de toda medida. Parecía que el fondo embarrado me estuviese intentando hundir de una manera intangible. Las hojas de los alisos enfermos me llamaban. El estanque, sobre el que presidía el sauce huesudo como una muerte arbórea, me cortejaba repugnantemente con sus aguas estancadas. Lo que es más, aparte de la atmósfera ominosa de la escena misma, era dolorosamente consciente de un nuevo cambio en Amberville, un cambio que era una auténtica locura. Su estado de ánimo, lo que quiera que fuese, se había reforzado en él de una manera enorme: se había retirado más profundamente en el crepúsculo y había perdido la personalidad alegre y vitalista que una vez yo había conocido. Era como si una locura incipiente se hubiese apoderado de él; y la posibilidad me aterrorizaba. De una manera lenta, como de sonámbulo, sin mirarme por segunda vez, comenzó a trabajar en su cuadro: le miré durante un rato, sin saber qué hacer ni que decir. Durante largos intervalos, se detenía y miraba con concentración soñadora algún rasgo del paisaje. Concebí la rara idea de una creciente unión, un misterioso rapport entre Amberville y el prado. De una manera intangible, parecía como si el lugar le hubiese quitado algo de su propia alma, y le hubiese dado algo de sí mismo a cambio.

Tenía el aire de alguien que comparte un secreto blasfemo; de quien se ha convertido en un acólito de un conocimiento inhumano. En un relámpago de horrible claridad, vi el lugar como un auténtico vampiro, y a Amberville, como su víctima voluntaria. Cuánto tiempo me quedé ahí, no podría decirlo. Finalmente, me acerqué hasta él y le agité fuertemente por el hombro.

—Estás trabajando demasiado —le dije—; sigue mi consejo, y descansa un par de días.
—¡Vete al infierno! –gruñó—. ¿No puedes ver que estoy ocupado?

Le dejé entonces, porque no parecía posible hacer otra cosa, considerando las circunstancias. La naturaleza, loca y espectral, de todo el asunto era suficiente como para hacerme dudar de mi propia cordura. Mis impresiones del prado —y de Amberville— estaban manchadas por un horror insidioso como nunca antes en mi vida había sentido estando despierto y en un estado normal de conciencia. Al fondo de la cuesta de los pinos amarillos, di la vuelta con asqueada curiosidad para una mirada de despedida. El pintor no se había movido, todavía estaba frente a la escena maligna como un pájaro hechizado que hace frente a una serpiente letal. Nunca he estado seguro de si la impresión fue una imagen óptica doble, pero, en aquel instante, una débil aureola blasfema, que no era ni luz ni niebla, fluía y temblaba en torno al prado, cubriendo las siluetas de los alisos, las espadañas y el estanque. Cautelosamente, parecía estirarse, intentando alcanzar a Amberville con brazos fantasmales. Toda la imagen era extremadamente tenue, y puede haber sido una ilusión; pero me empujó temblando al refugio de los altos y benignos pinos. El resto de aquella mañana y la tarde que siguió estuvieron manchados por el horror sombrío que había encontrado en el prado de Chapman.

Creo que pasé la mayor parte de ese tiempo discutiendo vanamente conmigo mismo e intentando convencer a la parte racional de mi mente de que lo que había visto y sentido era por completo increíble. No podía alcanzar ninguna otra conclusión: la salud mental de Amberville estaba en peligro a causa de esa cosa maldita. La personalidad maligna del lugar; el terror impalpable, el misterio y la atracción eran como redes que habían sido tejidas en mi cerebro, y que no podía disipar mediante esfuerzo consciente alguno. Sin embargo, tomé dos decisiones: la primera fue que debía escribir inmediatamente a la prometida de Amberville, Miss Avis Olcott, e invitarla a que me visitase como huésped acompañante del artista durante el resto de su estancia en Bowman. Su influencia, pensé, ayudaría a contrarrestar lo que quiera que fuese que le estaba afectando de una manera tan perniciosa. Dado que la conocía bastante bien, la invitación no parecería algo fuera de lugar. Decidí no decir nada a Amberville sobre esto, con la esperanza de que el elemento sorpresa resultase especialmente beneficioso. Mi segunda decisión fue que yo mismo no visitaría el prado por segunda vez, si podía evitarlo. Indirectamente, porque conocía la necesidad que supone intentar combatir una obsesión mental abiertamente, intentar apagar el interés del pintor hacia ese lugar, y entretener su atención con otros temas. Además, podían planearse excursiones y entretenimientos, al coste menor de retrasar mi propio trabajo.

El ahumado crepúsculo otoñal me sorprendió sumido en meditaciones semejantes a éstas; pero Amberville no regresó. Empezaron a atormentarme horribles premoniciones, sin forma ni nombre, mientras le esperaba. La noche se oscureció y la cena se enfrió sobre la mesa. Por fin, alrededor de las nueve, cuando estaba armándome de valor para salir a buscarle, llegó apresuradamente. Estaba pálido, desgreñado, sin aliento; sus ojos tenían un brillo dolido, como si algo le hubiese asustado más allá de lo que podía soportar. No se disculpó por su retraso; tampoco se refirió a mi propia visita al fondo del prado. Aparentemente, se había olvidado de todo el episodio..., se había olvidado de su grosería conmigo.

—¡He terminado! –gritó—. Nunca volveré..., no volveré a arriesgarme. Ese lugar es más infernal durante la noche que durante el día. No puedo decirte lo que he visto y sentido..., debo olvidarlo, si puedo. Hay una emanación..., algo que sale abiertamente a la ausencia del sol, pero que está latente durante el día. Me atrajo, me tentó para quedarme esta noche. y casi me atrapó. ¡Dios! No creía que cosas semejantes fuesen posibles. Ese horrible compuesto de... —se interrumpió y no terminó la frase. Sus ojos se dilataron, como ante el recuerdo de algo demasiado terrible como para ser descrito. En ese momento, recordé los ojos del viejo Chapman, venenosamente perseguidos, a quien había visto a veces cerca de mí en la aldea. Él no me había interesado especialmente, ya que le consideraba un tipo común de personaje rural, con una tendencia a alguna oscura y desagradable aberración.

Pero ahora, cuando vi la misma expresión en los ojos de un artista sensible, comencé a preguntarme, era una conjetura que me daba miedo, si el viejo Chapman había sido consciente del mal que habitaba al fondo de su prado. Quizá, de alguna manera que estaba más allá de la comprensión humana, había sido su víctima; él había muerto allí, y su muerte no había parecido en absoluto misteriosa. Pero quizá, a la luz de lo que Amberville y yo notábamos, había algo más en el asunto de lo que nadie había sospechado.

—Cuéntame lo que viste —me aventuré a sugerir.

Ante esta pregunta, un velo pareció caer entre nosotros, impalpable pero tenebroso. Agitó la cabeza lentamente y no dio respuesta alguna. El terror humano, que quizá le había empujado a su modo de ser normal, y le había vuelto casi comunicativo en esta ocasión, se apartó de Amberville. Una sombra más oscura que el miedo. De nuevo estaba sumergido bajo una oscuridad impenetrable y ajena. Sentí un repentino escalofrío, más del espíritu que de la carne; y, una vez más, tuve la estrambótica intuición de su creciente intimidad con aquel vampírico prado.
Junto a mí, en el cuarto iluminado por las lámparas, bajo su mascara de humanidad, una cosa que no era por completo humana parecía estar sentada y esperando. De los días que siguieron, tan sólo ofreceré un resumen. Resultaría imposible transmitir el horror fantasmal, en que nada sucedía, en el que habitábamos y nos movíamos. Escribí inmediatamente a Miss Olcott, insistiendo para que me hiciese una visita durante la estancia de Amberville, y, para asegurar su aceptación, dejé caer pistas oscuras relativas a mi preocupación por su salud y mi necesidad de ayuda. Mientras tanto, esperando su respuesta, intenté distraer al artista sugiriendo viajes a puntos variados de interés paisajístico en los alrededores. Estas sugerencias fueron rechazadas con una sequedad distante, un aire que resu1taba insensible y furtivo, más que deliberadamente grosero. Virtualmente, ignoró mi existencia, y dejó más que claro que deseaba que yo me ocupara de mis propios asuntos. Lo que por fin, llevado por la desesperación, hice, esperando la llegada de Miss Olcott. Como siempre, salía cada mañana temprano, con sus pinturas y su paleta, y regresaba al ponerse el sol o un poco más tarde. No me decía dónde había estado; y yo me abstenía de preguntar.

Miss Olcott llegó tres días después de que echase mi carta, durante la tarde. Ella era joven, ágil, ultrafemenina, y estaba dedicada por completo a Amberville. De hecho, creo que le tenía un poco de miedo. Le dije tanto como me atreví y le advertí sobre el cambio morboso en su prometido, que atribuí a los nervios y al exceso de trabajo. Sencillamente, no fui capaz de mencionar el prado de Chapman y su maléfica influencia. Todo el asunto resultaba demasiado increíble, demasiado fantasmagórico, como para ser ofrecido como explicación a una chica moderna. Cuando vi la alarma, algo impotente, y la sorpresa con la que escuchaba mi historia, comencé a desear que ella fuese de un tipo más decidido y determinado, y menos sumisa con Amberville de lo que yo suponía que era. Una mujer más fuerte le habría salvado; pero, incluso entonces, comencé a dudar sí Avis seria capaz de hacer algo para combatir la maldad imponderable que se lo estaba tragando. Brillaba una pesada luna creciente, como un cuerno con la punta mojada en sangre, cuando él regresó. Para mi inmenso alivio, la presencia de Avis pareció tener un efecto altamente saludable. En el mismo momento en que la vio, Amberville salió del singular eclipse que le había reclamado, yo temía que más allá de la redención, y se mostró casi con su afable personalidad anterior. Quizá todo era una farsa, destinada a servir algún propósito posterior; pero esto, en aquel momento, no podía sospecharlo.

Comencé a felicitarme por haber aplicado aquel soberano remedio. La chica, por su parte, estaba claramente aliviada; aunque la sorprendí mirándole con una expresión levemente herida y sorprendida, cuando él caía en leves intervalos de malhumorada abstracción. como si momentáneamente se hubiese olvidado de ella. En conjunto, sin embargo, había una transformación que parecía no menos que mágica, teniendo en cuenta su reciente tristeza y alejamiento. Después de un intervalo decente, dejé sola a la pareja y me retiré. Me levanté muy tarde a la mañana siguiente, habiendo dormido de más. Descubrí que Avis y Amberville se habían marchado juntos, llevándose una comida que mi cocinero chino les había proporcionado. Claramente, él se la había llevado en una de sus excursiones artísticas; y me pareció un buen augurio para su recuperación. De alguna manera, no se me ocurrió en ningún momento que se la hubiese llevado al prado de Chapman. La sombra, tenue y maligna, de todo el asunto había comenzado a levantarse de mi mente; me alegré sintiéndome aliviado de mi responsabilidad, y, por primera vez en una semana, fui capaz de concentrarme claramente en el final de mi novela.

Los dos regresaron al oscurecer, y vi inmediatamente que había estado equivocado respecto a más de una cuestión. Amberville había adquirido de nuevo su aire siniestro y melancólico. La chica, junto a su elevada estatura y masivos hombros, parecía muy pequeña, perdida..., y patéticamente sorprendida y asustada. Era como si ella hubiese encontrado algo que quedaba fuera por completo de su capacidad de comprensión, algo a lo que era humanamente incapaz de hacer frente. Muy poco fue dicho por ninguno de los dos. Ellos no me dijeron dónde habían estado..., pero, respecto a esa materia, no hacía falta hacer preguntas. Como de costumbre, la taciturnidad de Amberville parecía causada por algún oscuro mal humor o por un arisco ensueño. Pero Avis me dio la impresión de estar sujeta por un doble freno, como si, además de un horror abrumador, se la hubiese prohibido hablar de los sucesos y las experiencias del día. Sabía que ellos habían ido a aquel maldito prado; pero estaba lejos de sentirme seguro de que Avis había sido personalmente consciente de la extraña y maléfica entidad de aquel lugar, o sí sencillamente había sido asustada por el cambio malsano que había experimentado su amante bajo su influencia.

En todo caso, resultaba evidente que ella le era completamente sumisa. Empecé a maldecirme como un tonto por haberla invitado a Bowman, aunque la verdadera amargura de mis remordimientos estaba aún por venir. Pasó una semana, con las mismas excursiones diarias del pintor y de su prometida, el mismo alejamiento, frustrante y siniestro, por parte de Amberville, el mismo terror, impotencia, freno y sumisión por parte de la chica. Yo era incapaz de imaginar cómo terminaría todo; pero me temía, basado en la ominosa alteración de su personalidad, que Amberville se dirigía hacia alguna forma de enfermedad mental, si no hacia algo peor. Mis ofertas de entretenimientos y de excursiones por paisajes fueron rechazadas por la pareja; y varios esfuerzos directos para interrogar a Avis fueron recibidos con una evasión casi hostil que me convenció de que Amberville la había ordenado guardar silencio, y quizá, de una manera engañosa, tergiversando mi propia actitud hacia él.

—No le comprendes —repetía ella—; él es muy temperamental.

Todo el asunto constituía un misterio enloquecedor, pero parecía cada vez más que la propia muchacha estaba siendo atraída, directa o indirectamente, a la misma red fantasmal que había atrapado al artista. Supuse que Amberville había hecho varios cuadros del prado; pero no me los mostró, ni siquiera los mencionó. Mis propias impresiones de aquel lugar adquirieron, con el paso del tiempo, una inexplicable claridad que era casi alucinatoria. La increíble idea de que había una fuerza o personalidad inherente, malévola y casi vampírica, se convirtió, en contra de mi voluntad, en una convicción no confesada. El lugar me perseguía como un fantasma, horrible pero seductor. Sentía una tremenda curiosidad morbosa. Un deseo malsano de volver a visitarlo, y sondear, si era posible, el enigma. A menudo, pensé en la idea de Amberville de un genius loci que habitaba en el prado, y las pistas sobre una aparición humana que de alguna manera estaba asociada con aquel lugar. Además, me preguntaba qué era lo que había visto el artista cuando se quedó después de la caída de la noche, y había regresado a mi casa empujado por el terror. Parecía que no se había atrevido a repetir el experimento, a pesar de su obvia sujeción a la desconocida atracción.

El final llegó abruptamente y sin avisos. Mis negocios me habían llevado a la capital del condado una tarde, y no regresé hasta bien entrada la noche. Una luna llena brillaba alta sobre los oscuros pinares de las colinas. Esperaba encontrarme a Avis y al pintor en mi salón; pero no estaban allí. Li Sing, mi factótum, me dijo que había regresado a la hora de cenar. Una hora mas tarde, Amberville se había marchado discretamente mientras que la chica estaba en su cuarto. Bajando unos pocos minutos más tarde, Avis había mostrado una perturbación excesiva cuando descubrió su ausencia, y también había abandonado la casa, como para ir a buscarle, sin decirle a Li Sing a dónde se dirigía o cuándo podría regresar.

Todo esto había ocurrido hacía tres horas, y ninguno de los dos había vuelto aún. Una negra intuición sutilmente escalofriante, del mal se apoderó de mí mientras escuchaba la narración de Li Sing. Demasiado bien sabía que Amberville debía haber cedido a la tentación de una segunda visita nocturna a aquel maldito prado. De alguna manera, una atracción oculta había vencido el horror de su primera experiencia, lo que quiera que hubiese sido. Avis, sabiendo dónde estaba él, y quizá temerosa por su cordura —o por su seguridad—, había salido a encontrarle. Cada vez mas, sentí la seguridad imperiosa de que había un mal que les amenazaba a ambos, una abominación, asquerosa e innombrable, a la que quizá ellos ya se habían rendido. Independientemente de mis tonterías y dudas anteriores, esta vez no me retrasé. Unos pocos minutos de conducir a una velocidad acelerada bajo los maduros rayos de la luna me depositaron en la frontera, llena de pinos, de la propiedad de los Chapman. Allí, como en mi anterior visita, abandoné mi coche, y me arrojé de cabeza a través del sombrío bosque.

Mientras avanzaba, escuché, desde las profundidades del valle, un único grito, agudo a causa del terror, que terminó abruptamente. Me quedé convencido de que aquella voz era la de Avis; pero no volví a escucharla de nuevo. Corriendo desesperadamente, salí al fondo del prado. Ni Avis ni Amberville estaban a la vista; y me pareció, en mi apresurado escrutinio, que el lugar estaba lleno de vapores que se movían y se retorcían misteriosamente, que sólo permitían una visión parcial del sauce muerto y de la otra vegetación. Corrí hacía el sucio estanque, y, al acercarme, fui detenido por un repentino y doble horror. Avis y Amberville estaban flotando juntos en la superficie del estanque, con sus cuerpos medio cubiertos por un manto de algas. La chica se hallaba firmemente sujeta entre los brazos del pintor, como si se la hubiese llevado con él contra su voluntad, hacia aquella muerte apestosa. El rostro de ella estaba cubierto por las malignas algas verdosas, y no podía ver el rostro de Amberville, apoyado contra su hombro. Parecía que había habido una lucha; pero los dos estaban tranquilos ahora y se habían entregado tumbados a su condena.

No era sólo este espectáculo, sin embargo, lo que me empujó a una loca escapada temblorosa de aquel prado, sin hacer siquiera el menor esfuerzo por recuperar los cuerpos ahogados. El verdadero horror estaba en la cosa que, a una escasa distancia, había tomado por una niebla que se levantaba y se movía lentamente. No era un vapor, ni tampoco ninguna otra cosa que pudiese existir concebiblemente, esa emanación maligna, luminosa y pálida que envolvía la escena entera que estaba ante mí como una extensión inquieta y hambrientamente temblorosa de su silueta, una proyección fantasmal del sauce, pálido y mortecino, los alisos agonizantes, las espadañas, el charco estancado y las víctimas suicidas. El paisaje resultaba visible a través de éste como a través de una película; pero parecía coagularse y hacerse más denso, gradualmente, en algunos lugares, con una actividad maldita y terrorífica.

De estas coagulaciones, como vomitadas por la exhalación ambiental, vi emerger tres rostros humanos que participaban de la misma materia nebulosa, que no era ni niebla ni plasma. Uno de estos rostros parecía separarse del tronco del fantasmal sauce: el segundo y el tercero se arremolinaban hacia arriba desde el revuelto estanque fantasmal, con sus cuerpos sin forma arrastrándose por entre las tenues ramas. Los rostros eran los del viejo Chapman, Francis Amberville y Avis Olcott.

Por debajo de esta extraña proyección fantasmal suya, el verdadero paisaje se burlaba con el mismo aire vampírico e infernal que había tenido durante el día. Pero ya no parecía que el lugar estuviese tranquilo, se revolvía con una maligna vida secreta... que me alcanzaba con sus sucias aguas, con los dedos huesudos de los árboles, con las caras espectrales que había escupido de su mortal trampa. En ese momento, hasta el terror se congeló dentro de mí. Me quedé de pie, mirando, mientras la pálida exhalación maldita se levantaba más alta sobre el prado. Los tres rostros humanos, a causa de una nueva agitación de la masa coagulada, empezaron a acercarse entre sí. De una manera lenta e inexpresable, se mezclaron en uno, convirtiéndose en un rostro andrógino, ni joven ni viejo, que se deshizo por fin en las ramas que se alargaban del sauce fantasmal, las manos de la muerte arbórea que estaban alcanzándome para envolverme. Entonces, incapaz de soportar el espectáculo por más tiempo, eché a correr...

Hay poco más que necesite contar, porque nada que yo pudiese añadir a esta narración disminuiría el misterio abominable de todo ello en ningún grado.

El prado —o la cosa que habita en el prado— ya ha reclamado tres víctimas..., y, a veces, me pregunto si reclamará la cuarta. Parece que, de entre todos los vivientes, sólo yo he adivinado el secreto de la muerte de Chapman, y de la muerte de Avis y Amberville; y nadie más, aparentemente, ha sentido el genio maligno del prado. No he vuelto allí, desde la mañana en que los cuerpos del artista y de su prometida fueron retirados del charco, tampoco he reunido la fuerza de voluntad como para destruir las cuatro pinturas al óleo y los dos dibujos a la acuarela que fueron realizados por Amberville, o para disponer de ellos de alguna otra manera.
Quizá, a pesar de todo lo que me frena, volveré a visitarlo.