sábado, 21 de junio de 2025

Versos sueltos. Nicanor Parra (1914-2018)

Un ojo blanco no me dice nada
Hasta cuándo posar de inteligente
Para qué completar un pensamiento
¡Hay que lanzar al aire las ideas!
El desorden también tiene su encanto
Un murciélago lucha con el sol:
La poesía no molesta a nadie
Y la fucsia parece bailarina.

La tempestad si no es sublime aburre
Estoy harto del dios y del demonio
¿Cuánto vale ese par de pantalones?
El galán se libera de su novia
Nada más antipático que el cielo
Al orgullo lo pintan de pantuflas:
Nunca discute el alma que se estima.
Y la fucsia parece bailarina.

El que se embarca en un violín naufraga
La doncella se casa con un viejo
Pobre gente no sabe lo que dice
Con el amor no se le ruega a nadie:
En vez de leche le salía sangre
Sólo por diversión cantan las aves.
Y la fucsia parece bailarina.

Una noche me quise suicidar
El ruiseñor se ríe de sí mismo
La perfección es un tonel sin fondo
Todo lo transparente nos seduce:
Estornudar es el placer mayor
Y la fucsia parece bailarina.

Ya no queda muchacha que violar
En la sinceridad está el peligro
Yo me gano la vida a puntapiés
Entre pecho y espalda hay un abismo
Hay que dejar morir al moribundo:
Mi catedral es la sala de baño
Y la fucsia parece bailarina.

Se reparte jamón a domicilio
¿ Puede verse la hora en una flor?
Véndese crucifijo de ocasión
La ancianidad también tiene su premio
Los funerales sólo dejan deudas:
Júpiter eyacula sobre Leda
Y la fucsia parece bailarina.

Todavía vivimos en un bosque
¿No sentís el murmullo de las hojas?
Porque no me diréis que estoy soñando
Lo que yo digo debe ser así
Me parece que tengo la razón
Yo también soy un dios a mi manera
Un creador que no produce nada:
Yo me dedico a bostezar a full
Y la fucsia parece bailarina.


Un hombre. Nicanor Parra (1914-2018)

La madre de un hombre está gravemente enferma
Parte en busca del médico
Llora
En la calle ve a su mujer acompañada de otro hombre
Van tomados de la mano
Los sigue a corta distancia
De árbol en árbol
Llora
Ahora se encuentra con un amigo de juventud
¡Años que no nos veíamos!
Pasan a un bar
Conversan, ríen
El hombre sale a orinar al patio
Ve una muchacha joven
Es de noche
Ella lava los platos
El hombre se acerca a la joven
La toma de la cintura
Bailan vals
Juntos salen a la calle
Ríen
Hay un accidente
La muchacha ha perdido el conocimiento
El hombre va a llamar por teléfono
Llora
Llega a una casa con luces
Pide teléfono
Alguien lo reconoce
Quédate a comer, hombre
No
Dónde está el teléfono
Come, hombre, come
Después te vas
Se sienta a comer
Bebe como un condenado
Ríe
Lo hacen recitar
Recita
Se queda dormido debajo de un escritorio.


Último brindis. Nicanor Parra (1914-2018)

Lo queramos o no
sólo tenemos tres alternativas:
el ayer, el presente y el mañana.

Y ni siquiera tres
porque como dice el filósofo
el ayer es ayer
nos pertenece sólo en el recuerdo:
a la rosa que ya se deshojó
no se le puede sacar otro pétalo.

Las cartas por jugar
son solamente dos:
el presente y el día de mañana.

Y ni siquiera dos
porque es un hecho bien establecido
que el presente no existe
sino en la medida en que se hace pasado
y ya pasó...
como la juventud.

En resumidas cuentas
sólo nos va quedando el mañana:
yo levanto mi copa
por ese día que no llega nunca
pero que es lo único
de lo que realmente disponemos.


Poemas III. Nicanor Parra (1914-2018)

Preguntas y respuestas.

¿Qué te parece valdrá
la pena matar a dios
a ver si se arregla el mundo?
-claro que vale la pena
-¿valdrá la pena jugarse
la vida por una idea
que puede resultar falsa?
-claro que vale la pena
-¿pregunto yo si valdrá
la pena comer centolla
valdrá la pena criar
hijos que se volverán
en contra de sus mayores?
-es evidente que sí
que nó
que vale la pena
-Pregunto yo si valdrá
la pena poner un disco
la pena leer un árbol
la pena plantar un libro
si todo se desvanece
si nada perdurará
-tal vez no valga la pena
-no llores
-estoy riendo
-no nazcas
-estoy muriendo





Que Dios nos libre de los comerciantes...

Que Dios nos libre de los comerciantes
sólo buscan el lucro personal

que nos libre de Romeo y Julieta
sólo buscan la dicha personal

líbrenos de poetas y prosistas
que sólo buscan fama personal

líbrenos de los Héroes de Iquique
líbrenos de los Padres de la Patria
no queremos estatuas personales

si todavía tiene poder el Señor
que nos libre de todos esos demonios
y que también nos libre de nosotros mismos
en cada uno de nosotros hay
una alimaña que nos chupa la médula
un comerciante ávido de lucro
un Romeo demente que sólo sueña con poseer a Julieta
un héroe teatral
en convivencia con su propia estatua

Dios nos libre de todos estos demonios

si todavía sigue siendo Dios.





Quédate con tu Borges.

          él te ofrece el recuerdo de una flor amarilla
          vista al anochecer
          años antes que tú nacieras
          interesante puchas que interesante
          en cambio yo no te prometo nada
          ni dinero ni sexo ni poesía
          un yogur es lo + que podría ofrecerte





Rompecabezas.

No doy a nadie el derecho.
Adoro un trozo de trapo.
Traslado tumbas de lugar.

Traslado tumbas de lugar.
No doy a nadie el derecho.
Yo soy un tipo ridículo
A los rayos del sol,
Azote de las fuentes de soda
Yo me muero de rabia.

Yo no tengo remedio,
Mis propios pelos me acusan
En un altar de ocasión
Las máquinas no perdonan.

Me río detrás de una silla,
mi cara se llena de moscas.

Yo soy quien se expresa mal
Expresa en vistas de qué.

Yo tartamudeo,
Con el pie toco una especie de feto.

¿Para qué son estos estómagos?
¿Quién hizo esta mescolanza?
Lo mejor es hacer el indio.
Yo digo una cosa por otra.





Sinfonía de cuna.

Una vez andando
por un parque inglés
con un angelórum
sin querer me hallé.

Buenos días, dijo,
yo le contesté,
él en castellano,
pero yo en francés.

Dites moi, don ángel,
Comment va monsieur.

Él me dio la mano,
yo le tomé el pie:
¡hay que ver, señores,
cómo un ángel es!

Fatuo como el cisne,
frío como un riel,
gordo como un pavo,
feo como usted.

Susto me dio un poco
pero no arranqué.

Le busqué las plumas,
plumas encontré,
duras como el duro
cascarón de un pez.

¡Buenas con que hubiera
sido Lucifer!

Se enojó conmigo,
me tiró un revés
con su espada de oro,
yo me le agaché.

Ángel más absurdo
non volveré a ver.

Muerto de la risa
dije good bye sir,
siga su camino,
que le vaya bien,
que la pise el auto,
que la mate el tren.

Ya se acabó el cuento,

uno, dos y tres.





Soliloquio del individuo.

Yo soy el Individuo.
Primero viví en una roca
(Allí grabé algunas figuras).
Luego busqué un lugar más apropiado.
Yo soy el Individuo.
Primero tuve que procurarme alimentos,
Buscar peces, pájaros, buscar leña,
(Ya me preocuparía de los demás asuntos).
Hacer una fogata,
Leña, leña, dónde encontrar un poco de leña,
Algo de leña para hacer una fogata,
Yo soy el Individuo.
Al mismo tiempo me pregunté,
Fui a un abismo lleno de aire;
Me respondió una voz:
Yo soy el Individuo.
Después traté de cambiarme a otra roca,
Allí también grabé figuras,
Grabé un río, búfalos,
Grabé una serpiente
Yo soy el Individuo.
Pero no. Me aburrí de las cosas que hacía,
El fuego me molestaba,
Quería ver más,
Yo soy el Individuo.
Bajé a un valle regado por un río,
Allí encontré lo que necesitaba,
Encontré un pueblo salvaje,
Una tribu,
Yo soy el Individuo.
Vi que allí se hacían algunas cosas,
Figuras grababan en las rocas,
Hacían fuego, ¡también hacían fuego!
Yo soy el Individuo.
Me preguntaron que de dónde venía.
Contesté que sí, que no tenía planes determinados,
Contesté que no, que de allí en adelante.
Bien.
Tomé entonces un trozo de piedra que encontré en un río
Y empecé a trabajar con ella,
Empecé a pulirla,
De ella hice una parte de mi propia vida.
Pero esto es demasiado largo.
Corté unos árboles para navegar,
Buscaba peces,
Buscaba diferentes cosas,
(Yo soy el Individuo).
Hasta que me empecé a aburrir nuevamente.
Las tempestades aburren,
Los truenos, los relámpagos,
Yo soy el Individuo.
Bien. Me puse a pensar un poco,
Preguntas estúpidas se me venían a la cabeza.
Falsos problemas.
Entonces empecé a vagar por unos bosques.
Llegué a un árbol y a otro árbol;
Llegué a una fuente,
A una fosa en que se veían algunas ratas:
Aquí vengo yo, dije entonces,
¿Habéis visto por aquí una tribu,
Un pueblo salvaje que hace fuego?
De este modo me desplacé hacia el oeste
Acompañado por otros seres,
O más bien solo.
Para ver hay que creer, me decían,
Yo soy el Individuo.
Formas veía en la oscuridad,
Nubes tal vez,
Tal vez veía nubes, veía relámpagos,
A todo esto habían pasado ya varios días,
Yo me sentía morir;
Inventé unas máquinas,
Construí relojes,
Armas, vehículos,
Yo soy el Individuo.
Apenas tenía tiempo para enterrar a mis muertos,
Apenas tenía tiempo para sembrar,
Yo soy el Individuo.
Años más tarde concebí unas cosas,
Unas formas,
Crucé las fronteras
y permanecí fijo en una especie de nicho,
En una barca que navegó cuarenta días,
Cuarenta noches,
Yo soy el Individuo.
Luego vinieron unas sequías,
Vinieron unas guerras,
Tipos de color entraron al valle,
Pero yo debía seguir adelante,
Debía producir.
Produje ciencia, verdades inmutables,
Produje tanagras,
Di a luz libros de miles de páginas,
Se me hinchó la cara,
Construí un fonógrafo,
La máquina de coser,
Empezaron a aparecer los primeros automóviles,
Yo soy el Individuo.
Alguien segregaba planetas,
¡Árboles segregaba!
Pero yo segregaba herramientas,
Muebles, útiles de escritorio,
Yo soy el Individuo.
Se construyeron también ciudades,
Rutas
Instituciones religiosas pasaron de moda,
Buscaban dicha, buscaban felicidad,
Yo soy el Individuo.
Después me dediqué mejor a viajar,
A practicar, a practicar idiomas,
Idiomas,
Yo soy el Individuo.
Miré por una cerradura,
Sí, miré, qué digo, miré,
Para salir de la duda miré,
Detrás de unas cortinas,
Yo soy el Individuo.
Bien.
Mejor es tal vez que vuelva a ese valle,
A esa roca que me sirvió de hogar,
Y empiece a grabar de nuevo,
De atrás para adelante grabar
El mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.





Solo de piano.

Ya que la vida del hombre no es sino una acción a distancia,
Un poco de espuma que brilla en el interior de un vaso;
Ya que los árboles no son sino muebles que se agitan:
No son sino sillas y mesas en movimiento perpetuo;
Ya que nosotros mismos no somos más que seres
(Como el Dios mismo no es otra cosa que Dios)
Ya que no hablamos para ser escuchados
Sino para que los demás hablen
Y el eco es anterior a las voces que lo producen;
Ya que ni siquiera tenemos el consuelo de un caos
En el jardín que bosteza y que llena de aire,
Un rompecabezas que es preciso resolver antes de morir
Para poder resucitar después tranquilamente
Cuando se ha usado en exceso de la mujer;
Ya que también existe un cielo en el infierno,
Dejad que yo también haga algunas cosas:
Yo quiero hacer un ruido con los pies
Y quiero que mi alma encuentre su cuerpo.





Sueños.

Sueño con una mesa y una silla
Sueño que me doy vuelta en automóvil
Sueño que estoy filmando una película
Sueño con una bomba de bencina
Sueño que soy un turista de lujo
Sueño que estoy colgando de una cruz
Sueño que estoy comiendo pejerreyes
Sueño que voy atravesando un puente
Sueño con un aviso luminoso

Sueño con una dama de bigotes
Sueño que voy bajando una escalera
Sueño que le doy cuerda a una vitrola
Sueño que se me rompen los anteojos
Sueño que estoy haciendo un ataúd

Sueño con el sistema planetario
Sueño con una hoja de afeitar
Sueño que estoy luchando con un perro
Sueño que estoy matando una serpiente

Sueño con pajarillos voladores
Sueño que voy arrastrando un cadáver
Sueño que me condenan a la horca
Sueño con el diluvio universal
Sueño que soy una mata de cardo.

Sueño también que se me cae el pelo.





Test.

Qué es un antipoeta:
Un comerciante en urnas y ataúdes?
Un sacerdote que no cree en nada?
Un general que duda de sí "mismo?
Un vagabundo que se ríe de todo
Hasta de la vejez y de la muerte?
Un interlocutor de mal carácter?
Un bailarín al borde del abismo?
Un narciso que ama a todo el mundo?
Un bromista sangriento
Deliberadamente miserable?
Un poeta que duerme en una silla?
Un alquimista de los tiempos modernos?
Un revolucionario de bolsillo?
Un pequeño burgués?







Tres poesías.

I

Ya no me queda nada por decir
Todo lo que tenía que decir
Ha sido dicho no sé cuántas veces.

II

He preguntado no sé cuántas veces
pero nadie contesta mis preguntas
Es absolutamente necesario
Que el abismo responda de una vez
Porque ya va quedando poco tiempo.

III

Sólo una cosa es clara:
Que la carne se llena de gusanos.


Poemas II. Nicanor Parra (1914-2018)

La mujer.

La mujer llena de hijos no tenía donde vivir
Una mujer que era madre, que era hermana
Esposa no era, había sido
Una maldición pesaba sobre ella
Sobre su cabeza pesaba un cielo lleno de nubes
Y sobre sus pies pesaba todo
Yo estaba ahí de paso
Una especie de antimujer que lo vislumbra todo
El otro platillo de la balanza
Pues podía ser hijo como que efectivamente lo era
Podía ser padre, hermano
Podía ser esposo.

La mujer había elegido el lecho de un río para levantar sus tablas
Los utensilios domésticos yacían amontonados
Paisajes, matorrales se veían
Se veían piedras.
Todo esto ocurría en el corazón de una isla
Qué isla era aquella dios santo
Dios Santo
quién era yo para reírme de Cronos
Preguntaba a la hija idiota qué es aquello
Apuntando con el índice hacia unos cerros próximos
¡Nieve! respondía ella
Correcto, era nieve. En verdad era nieve.
Me daba vuelta y sin dejar de reír preguntaba de nuevo
Mirando ahora hacia el otro confín.
Nieve respondía de nuevo.
Estábamos rodeados de nieve
Pero era el corazón del verano.

Pensamiento profético:
Toda esta gente va a desaparecer.
Pensé que esa gente podía desaparecer
Los hijos mayores podían ser hermanos
Porque la sangre se había mezclado hacía tiempo
Los hijos mayores hablaban
Decían frases
Partirían ellos
Ellos se presentaban en forma de imágenes
Tomaban sus sombreros y se retiraban.

"El frío los hará desaparecer"
Ese pensamiento siniestro se apoderó de mí
El lecho del río se llenará de agua
Etc., etc.

Entonces yo partí en busca de víveres
Prometí volver con algo seguro
Hacía esfuerzos para no fracasar
Pero las piernas me temblaban
Salí al camino
Pero no, felizmente no
Aquélla no era una tierra desolada.
A ambos lados del camino descubrí chozas
Los pequeños palacios de los campesinos
Chozas miserables es cierto
Pero chozas de tierra: no de tablas
Poco a poco me fui acercando a ellas
De ellas salía humo
Con el rabo del ojo vi un corredor
Ensayé una pregunta, fracasé
Ensayé otra pregunta que extraje del fondo del espíritu
Fracasé

Aquellas mujeres me enjuiciaban
Dios Santo para qué me enjuiciaban aquellas mujeres
Si yo sólo era un transeúnte
Un quijote que no conoce los caminos
(Con el nombre de la isla me hubiera bastado)
Pero ellas hacían muecas
Se reirían seguramente
Pregunté dónde podría alquilar una casa
Habrá por aquí una casa que se alquile?
La imagen de la mujer anterior no desaparecía
Yo trabajaba para ella
Sufría posiblemente sufría
Quería sacarla del abismo

Seguí entonces por los caminos
El camino mismo me hacía marchar
Deambulando siempre
Sin perder completamente las esperanzas
Siempre mirando hacia atrás
Llegué a un villorrio
Pero las chozas habían sido quemadas
Solo quedaban los esqueletos
En un recodo del camino encontré una posada
Un anciano que vendía menestras
Vendía vino
Descripción del anciano:
Recuerdo que usaba un guardapolvo
Recuerdo las botellas de diferentes tipos
Pidió a otro cliente que me llevase en su automóvil
Cuando el motor ya estaba en marcha se acercó a la cabina
Hizo un obsequio
Y me animó para que siguiera indagando
Siguiera buscando.
El chofer no era un isleño
Pero había llegado antes que yo
Fumaba
Tenía una casa por armar
Veinticinco mil costaba esa casa
La armaría en el lecho del río
"Aquí no hay dónde levantar unos palos"
"Sólo existe el lecho del río"
Y el invierno?
"No hay que pensar en el invierno"
"No correrá más agua"
"El agua estará en todas partes"
"Pero no en el río"
"Los tranques..."
(Respuesta enigmática)

Pero yo estaba seguro de la catástrofe
Descripción de la catástrofe:
Cuando asomamos al valle vimos avanzar las aguas turbulentas
El río se llenaba rápidamente
Corrí hacia el puente
Habrían escapado los míos?
Las aguas empezaban a apoderarse de todo
Pero aquella mujer valiente no ha sido derrotada
Da voces
Refunfuñando despierta esa mujer maldita
No quiere salvar a sus hijos
"Después los iré a buscar"
"Primero hay que averiguar quién destapó los tranques"
La culpa recae sobre un zorro que andaba en busca de alimento
Lo acorralan contra la ribera
Gime

Escupen sus ojos
Yo rescato mi hija. La acerco al fuego
Froto su cuerpo
Mueve los pies
Trato de volverla a la vida
Pero aquello parece una caja
De su cabeza salen llamas
Tengo que volverla al agua
Recriminaciones de la mujer
Tú eres el culpable de todo
Tú eres el culpable de todo.





La víbora.

Durante largos años estuve condenado a adorar a una mujer despreciable,
sacrificarme por ella, sufrir humillaciones y burlas sin cuento,
trabajar día y noche para alimentarla y vestirla,
llevar a cabo algunos delitos, cometer algunas faltas,
a la luz de la luna realizar pequeños robos,
falsificaciones de documentos comprometedores,
so pena de caer en descrédito ante sus ojos fascinantes.

En horas de comprensión solíamos concurrir a los parques
y retratarnos juntos manejando una lancha a motor,
o nos íbamos a un café danzante
donde nos entregábamos a un baile desenfrenado
que se prolongaba hasta altas horas de la madrugada.
Largos años viví prisionero del encanto de aquella mujer
que solía presentarse a mi oficina completamente desnuda
ejecutando las contorsiones más difíciles de imaginar
con el propósito de incorporar mi pobre alma a su órbita
y, sobre todo, para extorsionarme hasta el último centavo.
Me prohibía estrictamente que me relacionase con mi familia.
Mis amigos eran separados de mí mediante libelos infamantes
que la víbora hacía publicar en un diario de su propiedad.
Apasionada hasta el delirio no me daba un instante de tregua,
exigiéndome perentoriamente que besara su boca
y que contestase sin dilación sus necias preguntas,
varias de ellas referentes a la eternidad ya la vida futura,
temas que producían en mí un lamentable estado de ánimo,
zumbidos de oídos, entrecortadas náuseas, desvanecimientos prematuros
que ella sabía aprovechar con ese espíritu práctico que la caracterizaba
para vestirse rápidamente sin pérdida de tiempo
y abandonar mi departamento dejándome con un palmo de narices.

Esta situación se prolongó por más de cinco años.
Por temporadas vivíamos juntos en una pieza redonda
que pagábamos a medias en un barrio de lujo cerca del cementerio.
(Algunas noches hubimos de interrumpir nuestra luna de miel
para hacer frente a las ratas que se colaban por la ventana).
Llevaba la víbora un minucioso libro de cuentas
en el que anotaba hasta el más mínimo centavo que yo le pedía en préstamo;
o me permitía usar el cepillo de dientes que yo mismo le había regalado
y me acusaba de haber arruinado su juventud:
lanzando llamas por los ojos me emplazaba a comparecer ante el juez
y pagarle dentro de un plazo prudente parte de la deuda
pues ella necesitaba ese dinero para continuar sus estudios.
Entonces hube de salir a la calle y vivir de la caridad pública,
dormir en los bancos de las plazas,
donde fui encontrado muchas veces moribundo por la policía
entre las primeras hojas del otoño.
Felizmente aquel estado de cosas no pasó más adelante,
porque cierta vez que yo me encontraba en una plaza también
posando frente a una cámara fotográfica
unas deliciosas manos femeninas me vendaron de pronto la vista
mientras una voz amada para mí me preguntaba quién soy yo.
Tu eres mi amor, respondí con serenidad.
¡Ángel mío, dijo ella nerviosamente,
permite que me siente en tus rodillas una vez más!
Entonces pude percatarme de que ella se presentaba ahora
                                                                              provista de un pequeño taparrabos.
Fue un encuentro memorable, aunque lleno de notas discordantes:
me he comprado una parcela, no lejos del matadero, exclamó,
allí pienso construir una especie de pirámide
en la que podamos pasar los últimos días de nuestra vida.
Ya he terminado mis estudios, me he recibido de abogado,
dispongo de un buen capital;
dediquémonos a un negocio productivo, los dos, amor mío, agregó,
lejos del mundo construyamos nuestro nido.
Basta de sandeces, repliqué, tus planes me inspiran desconfianza.
Piensa que de un momento a otro mi verdadera mujer
puede dejarnos a todos en la miseria más espantosa.
Mis hijos han crecido ya, el tiempo ha transcurrido,
me siento profundamente agotado, déjame reposar un instante,
tráeme un poco de agua, mujer,
consígueme algo de comer en alguna parte,
estoy muerto de hambre,
no puedo trabajar más para ti,
todo ha terminado entre nosotros.





Madrigal.

Yo me haré millonario una noche
Gracias a un truco que me permitirá fijar las imágenes
En un espejo cóncavo. O convexo.

Me parece que el éxito será completo
Cuando logre inventar un ataúd de doble fondo
Que permita al cadáver asomarse a otro mundo.

Ya me he quemado bastante las pestañas
En esta absurda carrera de caballos
En que los jinetes son arrojados de sus cabalgaduras
Y van a caer entre los espectadores.

Justo es, entonces, que trate de crear algo
Que me permita vivir holgadamente
O que por lo menos me permita morir.

Estoy seguro de que mis piernas tiemblan,
Sueño que se me caen los dientes
Y que llego tarde a unos funerales.





Manifiesto.

Señoras y señores
Esta es nuestra última palabra.
-Nuestra primera y última palabra-
Los poetas bajaron del Olimpo.

Para nuestros mayores
La poesía fue un objeto de lujo
Pero para nosotros
Es un artículo de primera necesidad:
No podemos vivir sin poesía.

A diferencia de nuestros mayores
-Y esto lo digo con todo respeto-
Nosotros sostenemos
Que el poeta no es un alquimista
El poeta es un hombre como todos
Un albañil que construye su muro:
Un constructor de puertas y ventanas.

Nosotros conversamos
En el lenguaje de todos los días
No creemos en signos cabalísticos.

Además una cosa:
El poeta está ahí
Para que el árbol no crezca torcido.

Este es nuestro lenguaje.
Nosotros denunciamos al poeta demiurgo
Al poeta Barata
Al poeta Ratón de Biblioteca.

Todo estos señores
-Y esto lo digo con mucho respeto-
Deben ser procesados y juzgados
Por construir castillos en el aire
Por malgastar el espacio y el tiempo
Redactando sonetos a la luna
Por agrupar palabras al azar
A la última moda de París.
Para nosotros no:
El pensamiento no nace en la boca
Nace en el corazón del corazón.

Nosotros repudiamos
La poesía de gafas obscuras
La poesía de capa y espada
La poesía de sombrero alón.
Propiciamos en cambio
La poesía a ojo desnudo
La poesía a pecho descubierto
La poesía a cabeza desnuda.

No creemos en ninfas ni tritones.
La poesía tiene que ser esto:
Una muchacha rodeada de espigas
O no ser absolutamente nada.

Ahora bien, en el plano político
Ellos, nuestros abuelos inmediatos,
¡Nuestros buenos abuelos inmediatos!
Se refractaron y dispersaron
Al pasar por el prisma de cristal.
Unos pocos se hicieron comunistas.
Yo no sé si lo fueron realmente.
Supongamos que fueron comunistas,
Lo que sé es una cosa:
Que no fueron poetas populares,
Fueron unos reverendos poetas burgueses.

Hay que decir las cosas como son:
Sólo uno que otro
Supo llegar al corazón del pueblo.
Cada vez que pudieron
Se declararon de palabra y de hecho
Contra la poesía dirigida
Contra la poesía del presente
Contra la poesía proletaria.

Aceptemos que fueron comunistas
Pero la poesía fue un desastre
Surrealismo de segunda mano
Decadentismo de tercera mano,
Tablas viejas devueltas por el mar.
Poesía adjetiva
Poesía nasal y gutural
Poesía arbitraria
Poesía copiada de los libros
Poesía basada
En la revolución de la palabra
En circunstancias de que debe fundarse
En la revolución de las ideas.
Poesía de círculo vicioso
Para media docena de elegidos:
"Libertad absoluta de expresión".

Hoy nos hacemos cruces preguntando
Para qué escribirían esas cosas
¿Para asustar al pequeño burgués?
¡Tiempo perdido miserablemente!
El pequeño burgués no reacciona
Sino cuando se trata del estómago.

¡Qué lo van a asustar con poesías!

La situación es ésta:
Mientras ellos estaban
Por una poesía del crepúsculo
Por una poesía de la noche
Nosotros propugnamos
La poesía del amanecer.
Este es nuestro mensaje,
Los resplandores de la poesía
Deben llegar a todos por igual
La poesía alcanza para todos.

Nada más, compañeros
Nosotros condenamos
-Y esto sí que lo digo con respeto-
La poesía de pequeño dios
La poesía de vaca sagrada
La poesía de toro furioso.

Contra la poesía de las nubes
Nosotros oponemos
La poesía de la tierra firma
-Cabeza fría, corazón caliente
Somos tierrafirmistas decididos-
Contra la poesía de café
La poesía de la naturaleza
Contra la poesía de salón
La poesía de la plaza pública
La poesía de protesta social.

Los poetas bajaron del Olimpo.





Me retracto de todo lo dicho.

Antes de despedirme
Tengo derecho a un último deseo:
Generoso lector
                             quema este libro
No representa 1o que quise decir
A pesar de que fue escrito con sangre
No representa lo que quise decir.

Mi situación no puede ser más triste
Fui derrotado por mi propia sombra:
Las palabras se vengaron de mí.

Perdóname lector
Amistoso lector
Que no me pueda despedir de ti
Con un abrazo fiel:
Me despido de ti
con una triste sonrisa forzada.

Puede que yo no sea más que eso
pero oye mi última palabra:
Me retracto de todo lo dicho.
Con la mayor amargura del mundo
Me retracto de todo lo que he dicho.





Mujeres.

La mujer imposible,
La mujer de dos metros de estatura,
La señora de mármol de Carrara
Que no fuma ni bebe,
La mujer que no quiere desnudarse
Por temor a quedar embarazada,
La vestal intocable
Que no quiere ser madre de familia,
La mujer que respira por la boca,
La mujer que camina
Virgen hacia la cámara nupcial
Pero que reacciona como hombre,
La que se desnudó por simpatía
Porque le encanta la música clásica
La pelirroja que se fue de bruces,
La que sólo se entrega por amor
La doncella que mira con un ojo,
La que sólo se deja poseer
En el diván, al borde del abismo,
La que odia los órganos sexuales,
La que se une sólo con su perro,
La mujer que se hace la dormida
(El marido la alumbra con un fósforo)
La mujer que se entrega porque sí
Porque la soledad, porque el olvido...
La que llegó doncella a la vejez,
La profesora miope,
La secretaria de gafas oscuras,
La señorita pálida de lentes
(Ella no quiere nada con el falo)
Todas estas walkirias
Todas estas matronas respetables
Con sus labios mayores y menores
Terminarán sacándome de quicio.





Oda a unas palomas.

Qué divertidas son
Estas palomas que se burlan de todo
Con sus pequeñas plumas de colores
Y sus enormes vientres redondos.
Pasan del comedor a la cocina
Como hojas que dispersa el otoño
Y en el jardín se instalan a comer
Moscas, de todo un poco,
Picotean las piedras amarillas
O se paran en el lomo del toro:
Más ridículas son que una escopeta
O que una rosa llena de piojos.
Sus estudiados vuelos, sin embargo,
Hipnotizan a mancos y cojos
Que creen ver en ellas
La explicación de este mundo y el otro.
Aunque no hay que confiarse porque tienen
El olfato del zorro,
La inteligencia fría del reptil
Y la experiencia larga del loro.
Más hipnóticas son que el profesor
Y que el abad que se cae de gordo.
Pero al menor descuido se abalanzan
Como bomberos locos,
Entran por la ventana al edificio
Y se apoderan de la caja de fondos.

A ver si alguna vez
Nos agrupamos realmente todos
Y nos ponemos firmes
Como gallinas que defienden sus pollos.





Para que veas que no te guardo rencor.

Te regalo la luna
seriamente -no creas que me estoy burlando de ti:
te la regalo con todo cariño
¡nada de puñaladas por la espalda!
tú misma puedes pasar a buscarla
tu tío que te quiere
tu mariposa de varios colores
directamente desde el Santo Sepulcro.





Pensamientos.

Qué es el hombre
                                se pregunta Pascal:
Una potencia de exponente cero.
Nada
            si se compara con el todo
Todo
          si se compara con la nada:
Nacimiento más muerte:
Ruido multiplicado por silencio:
Medio aritmético entre el todo y la nada.





Preguntas a la hora del té.

Este señor desvaído parece
Una figura de un museo de cera;
Mira a través de los visillos rotos:
Qué vale más, ¿el oro o la belleza?,
¿Vale más el arroyo que se mueve
O la chépica fija a la ribera?
A lo lejos se oye una campana
Que abre una herida más, o que la cierra:
¿Es más real el agua de la fuente
O la muchacha que se mira en ella?
No se sabe, la gente se lo pasa
Construyendo castillos en la arena.
¿Es superior el vaso transparente
A la mano del hombre que lo crea?
Se respira una atmósfera cansada
De ceniza, de humo, de tristeza:
Lo que se vio una vez ya no se vuelve
A ver igual, dicen las hojas secas.
Hora del té, tostadas, margarina.
Todo envuelto en una especie de niebla.


Poemas I. Nicanor Parra (1914-2018)

Agnus Dei.

Horizonte de tierra
Astros de tierra
Lágrimas y sollozos reprimidos
Boca que escupe tierra
Dientes blandos
Cuerpo que no es más que un saco de tierra
Tierra con tierra -tierra con lombrices.
Alma inmortal-espíritu de tierra.

Cordero de dios que lavas los pecados del mundo
Dime cuántas manzanas hay en el paraíso terrenal.
Cordero de dios que lavas los pecados del mundo
Hazme el favor de decirme la hora.

Cordero de dios que lavas los pecados del mundo
Dame tu lana para hacerme un sweater.

Cordero de dios que lavas los pecados del mundo
Déjanos fornicar tranquilamente:
No te inmiscuyas en ese momento sagrado.





Aprovecho la hora del almuerzo...

Aprovecho la hora del almuerzo
para hacer un examen de conciencia
¿Cuántos brazos me quedan por abrir?
¿Cuántos pétalos negros por cerrar?
¡A lo mejor soy un sobreviviente!

El receptor de radio me recuerda
mis deberes, las clases, los poemas
con una voz que parece venir
desde lo más profundo del sepulcro.

El corazón no sabe que pensar.

Hago como que miro los espejos
un cliente estornuda a su mujer
otro enciende un cigarro
otro lee Las últimas noticias.

¡Qué podemos hacer, árbol sin hojas,
fuera de dar la última mirada
en dirección del paraíso perdido!

Responde sol oscuro
ilumina un instante

aunque después te apagues para siempre.





Cambios de nombre.

A los amantes de las bellas letras
Hago llegar mis mejores deseos
Voy a cambiar de nombre a algunas cosas.
Mi posición es ésta :
El poeta no cumple su palabra
Si no cambia los nombres de las cosas.
¿Con qué razón el sol
Ha de seguir llamándose sol?
¡Pido que se llame Micifuz
El de las botas de cuarenta leguas!

¿Mis zapatos parecen ataúdes?
Sepan que desde hoy en adelante
Los zapatos se llaman ataúdes.
Comuníquese, anótese y publíquese
Que los zapatos han cambiado de nombre :
Desde ahora se llaman ataúdes.
Bueno, la noche es larga
Todo poeta que se estime a sí mismo
Debe tener su propio diccionario
Y antes que se me olvide
Al propio dios hay que cambiarle nombre
Que cada cual lo llame como quiera :
Es es un problema personal.





Cartas a una desconocida.

Cuando pasen los años, cuando pasen
los años y el aire haya cavado un foso
entre tu alma y la mía; cuando pasen los años
y yo sólo sea un hombre que amó,
un ser que se detuvo un instante frente a tus labios,
un pobre hombre cansado de andar por los jardines,
¿dónde estarás tú? ¡Dónde
estarás, oh hija de mis besos!





Defensa de Violeta Parra.

Dulce vecina de la verde selva
Huésped eterno del abril florido
Grande enemiga de la zarzamora
Violeta Parra.

Jardinera
                  locera
                               costurera
Bailarina del agua transparente
Árbol lleno de pájaros cantores
Violeta Parra.

Has recorrido toda la comarca
Desenterrando cántaros de greda
Y liberando pájaros cautivos
Entre las ramas.

Preocupada siempre de los otros
Cuando no del sobrino
                                         de la tía
Cuándo vas a acordarte de ti misma
Viola piadosa.

Tu dolor es un círculo infinito
Que no comienza ni termina nunca
Pero tú te sobrepones a todo
Viola admirable.

Cuando se trata de bailar la cueca
De tu guitarra no se libra nadie
Hasta los muertos salen a bailar
Cueca valseada.

Cueca de la Batalla de Maipú
Cueca del Hundimiento del Angamos
Cueca del Terremoto de Chillán
Todas las cosas.

Ni bandurria
                        ni tenca
                                       ni zorzal
Ni codorniza libre ni cautiva
solamente tú
                        tres veces tú
                                           Ave del paraíso terrenal.

Charagüilla gaviota de agua dulce
Todos los adjetivos se hacen pocos
Todos los sustantivos se hacen pocos
Para nombrarte.

Poesía
             pintura
                           agricultura
Todo lo haces a las mil maravillas
Sin el menor esfuerzo
Como quien se bebe una copa de vino.

Pero los secretarios no te quieren
Y te cierran la puerta de tu casa
Y te declaran la guerra a muerte
Viola doliente.

Porque tú no te vistes de payaso
Porque tú no te compras ni te vendes
Porque hablas la lengua de la tierra
Viola chilensis.

¡Porque tú los aclaras en el acto!

Cómo van a quererte
                                        me pregunto
Cuando son unos tristes funcionarios
Grises como las piedras del desierto
¿No te parece?

En cambio tú
                         Violeta de los Andes
Flor de la cordillera de la costa
Eres un manantial inagotable
De vida humana.

Tu corazón se abre cuando quiere
Tu voluntad se cierra cuando quiere
Y tu salud navega cuando quiere
Aguas arriba!

Basta que tú los llames por sus nombres
Para que los colores y las formas
Se levanten y anden como Lázaro
En cuerpo y alma.

¡Nadie puede quejarse cuando tú
Cantas a media voz o cuando gritas
Como si te estuvieran degollando
Viola volcánica!

Lo que tiene que hacer el auditor
Es guardar un silencio religioso
Porque tu canto sabe adónde va
Perfectamente.

Rayos son los que salen de tu voz
Hacia los cuatro puntos cardinales
Vendimiadora ardiente de ojos negros
Violeta Parra.

Se te acusa de esto y de lo otro
Yo te conozco y digo quién eres
¡Oh corderillo disfrazado de lobo!
Violeta Parra.

Yo te conozco bien
                                     hermana vieja
Norte y sur del país atormentado
Valparaíso hundido para arriba
¡Isla de Pascua!

Sacristana cuyaca de Andacollo
Tejedora a palillo y a bolillo
Arregladora vieja de angelitos
Violeta Parra.
Los veteranos del Setenta y nueve
Lloran cuando te oyen sollozar
En el abismo de la noche oscura
¡Lámpara a sangre!

Cocinera
                   niñera
                                lavandera
Niña de mano
                         todos los oficios
Todos los arreboles del crepúsculo
Viola funebris.

Yo no sé qué decir en esta hora
La cabeza me da vueltas y vueltas
Como si hubiera bebido cicuta
Hermana mía.

Dónde voy a encontrar otra Violeta
Aunque recorra campos y ciudades
O me quede sentado en el jardín
Como un inválido.

Para verte mejor cierro los ojos
Y retrocedo a los días felices
¿Sabes lo que estoy viendo?
Tu delantal estampado de maqui.

Tu delantal estampado de maqui
¡Río Cautín!
                     ¡Lautaro!
                                      ¡Villa Alegre!
¡Año mil novecientos veintisiete
Violeta Parra!
Pero yo no confío en las palabras
¿Por qué no te levantas de la tumba
A cantar
                  a bailar
                                a navegar
En tu guitarra?

Cántame una canción inolvidable
Una canción que no termine nunca
Una canción no más
                                     una canción
Es lo que pido.

Qué te cuesta mujer árbol florido
Álzate en cuerpo y alma del sepulcro
Y haz estallar las piedras con tu voz
Violeta Parra

Esto es lo que quería decirte
Continúa tejiendo tus alambres
Tus ponchos araucanos
Tus cantaritos de Quinchamalí
Continúa puliendo noche y día
Tus toromiros de madera sagrada
Sin aflicción
                        sin lágrimas inútiles
O si quieres con lágrimas ardientes
Y recuerda que eres
Un corderillo disfrazado de lobo.





El hombre imaginario.

El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario

De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios

Todas las tardes imaginarias
sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios.

Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario.

Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario.





Epitafio.

                              De estatura mediana,
Con una voz ni delgada ni gruesa
Hijo mayor de un profesor primario
Y de una modista de trastienda;
Flaco de nacimiento
Aunque devoto de la buena mesa;
De mejillas escuálidas
Y de más bien abundantes orejas;
Con un rostro cuadrado
En que los ojos se abren apenas
Y una nariz de boxeador mulato
Baja a la boca del ídolo azteca
-Todo esto bañado
Por una luz entre irónica y pérfida-
Ni muy listo detonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestia!





Es olvido.

Juro que no recuerdo ni su nombre,
mas moriré llamándola María,
no por simple capricho de poeta:
por su aspecto de plaza de provincia.
¡Tiempos aquellos!, yo un espantapájaros,
ella una joven pálida y sombría.
Al volver una tarde del Liceo
supe de la su muerte inmerecida,
nueva que me causó tal desengaño
que derramé una lágrima al oírla.
Una lágrima, sí, ¡quién lo creyera!,
y eso que soy persona de energía.
Si he de conceder crédito a lo dicho
por la gente que trajo la noticia
debo creer, sin vacilar un punto,
que murió con mi nombre en las pupilas,
hecho que me sorprende, porque nunca
fue para mí otra cosa que una amiga.
Nunca tuve con ella más que simples
relaciones de estricta cortesía,
nada más que palabras y palabras
y una que otra mención de golondrinas.
La conocí en mi pueblo (de mi pueblo
sólo queda un puñado de cenizas),
pero jamás vi en ella otro destino
que el de una joven triste y pensativa.
Tanto fue así que hasta llegué a tratarla
con el celeste nombre de María,
circunstancia que prueba claramente
la exactitud central de mi doctrina.
Puede ser que una vez la haya besado,
¡quién es el que no besa a sus amigas!,
pero tened presente que lo hice
sin darme cuenta bien de lo que hacía.
No negaré, eso sí, que me gustaba
su inmaterial y vaga compañía
que era como el espíritu sereno
que a las flores domésticas anima.
Yo no puedo ocultar de ningún modo
la importancia que tuvo su sonrisa
ni desvirtuar el favorable influjo
que hasta en las mismas piedras ejercía.
Agreguemos, aún, que de la noche
fueron sus ojos fuente fidedigna.
Mas, a pesar de todo, es necesario
que comprendan que yo no la quería
sino con ese vago sentimiento
con que a un pariente enfermo se designa.
Sin embargo sucede, sin embargo,
lo que a esta fecha aún me maravilla,
ese inaudito y singular ejemplo
de morir con mi nombre en las pupilas,
ella, múltiple rosa inmaculada,
ella que era una lámpara legítima.
Tiene razón, mucha razón, la gente
que se pasa quejando noche y día
de que el mundo traidor en que vivimos
vale menos que rueda detenida:
mucho más honorable es una tumba,
vale más una hoja enmohecida,
nada es verdad, aquí nada perdura,
ni el color del cristal con que se mira.

Hoy es un día azul de primavera,
creo que moriré de poesía,
de esa famosa joven melancólica
no recuerdo ni el nombre que tenía.
Sólo sé que pasó por este mundo
como una paloma fugitiva:
la olvidé sin quererlo, lentamente,
como todas las cosas de la vida.





Hasta luego.

Ha llegado la hora de retirarse
Estoy agradecido de todos
Tanto de los amigos complacientes
Como de los enemigos frenéticos
¡Inolvidables personajes sagrados!

Miserable de mí
Si no hubiera logrado granjearme
La antipatía casi general:
¡Salve perros felices
Que salieron a ladrarme al camino!
Me despido de ustedes
Con la mayor alegría del mundo.

Gracias, de nuevo, gracias
Reconozco que se me caen las lágrimas
Volveremos a vernos
En el mar, en la tierra donde sea.
Pórtense bien, escriban
Sigan haciendo pan
Continúen tejiendo telarañas
Les deseo toda clase de parabienes:
Entre los cucuruchos
De esos árboles que llamamos cipreses
Los espero con dientes y muelas.





La doncella y la muerte.

Una doncella rubia se enamora
De un caballero que parece la muerte.

La doncella lo llama por teléfono
Pero él no se da por aludido.

Andan por unos cerros
Llenos de lagartijas de colores.

La doncella sonríe
Pero la calavera no ve nada.

Llegan a una cabaña de madera,
La doncella se tiende en un sofá
La calavera mira de reojo.

La doncella le ofrece una manzana
Pero la calavera la rechaza,
Hace como que lee una revista.

La doncella rolliza
Toma una flor que hay en un florero
Y se la arroja a boca de jarro.

Todavía la muerte no responde.

Viendo que nada le da resultado
La doncella terrible
Quema todas sus naves de una vez:
Se desnuda delante del espejo,
Pero la muerte sigue imperturbable.

Ella sigue moviendo las caderas
Hasta que el caballero la posee.


viernes, 20 de junio de 2025

Poemas. Pier Paolo Pasolini (1922-1975)

Muerte. 


Vuelvo a ti, como vuelve
un emigrado a su país y lo redescubre:
he hecho fortuna (en el intelecto)
y soy feliz, tanto
como hace tiempo lo era, destituido por norma.
Una rabia negra de poesía en el pecho.
Una loca vejez de jovencito.
Antes tu alegría se confundía
con el terror, es verdad, y ahora
casi con otra alegría
lívida, árida: mi pasión decepcionada.
Ahora me das miedo de verdad,
porque estás de verdad cerca, incluida
en mi estado de rabia, de oscura
hambre, de ansia casi de criatura nueva.






Ladrones. 


Una vez regresado a tu madre
¿sentirás todavía
sobre los labios
los besos que te he dado como un ladrón?

¡Ah, ladrones los dos!
¿No estaba oscuro en el prado?
¿No robábamos a los chopos
la sombra en tu bolsa?

Los conejos se han quedado
sin hierba esta tarde,
y tus labios robados
besan la primera estrella...





David. 


Apoyado en el pozo, pobre joven,
vuelves hacia mí tu cabeza gentil,
con una risa grave en los ojos

Tú eres, David, como un toro en un día de abril,
que de la mano de un muchacho que ríe
va dulce a la muerte.





Danza de Narciso II. 


Yo soy una violeta y un aliso,
lo oscuro y lo pálido en la carne.

Espío con mi ojo alegre
el aliso de mi pecho amargo
y de mis rizos que brillan negligentes
en el sol de la orilla.

Yo soy una violeta y un aliso,
el negro y el rosa en la carne.

Y miro la violeta que resplandece
grave y tierna en el claro
de mi cara de terciopelo
bajo la sombra de una morera.

Yo soy una violeta y un aliso,
lo seco y lo mórbido en la carne.

La violeta retuerce su luz
sobre los flancos duros del aliso,
y se reflejan en el humo azul
del agua de mi corazón avaro.

Yo soy una violeta y un aliso,
lo frío y lo tibio en la carne.





Danza de Narciso. 


Estoy negro de amor,
ni ruiseñor ni muchacho,
todo entero como una flor
deseando sin deseo.

Me he levantado entre las violetas
mientras aclaraba
cantando un canto olvidado
en la noche serena.
Me dije: «¡Narciso!»,
y un espíritu
con mi rostro
oscurecía la hierba
al claro de sus rizos.





Cercana a los ojos y a los cabellos sueltos... 


Cercana a los ojos y a los cabellos sueltos
sobre la frente, tú, pequeña luz,
absorta enrojeces mis papeles.
De adolescente ardía hasta el anochecer
junto a tu demacrada claridad, y eran extraños
los rumores del viento y el canto de los grillos solitarios.
Entonces en las estancias sin memoria
dormían los parientes, y mi hermano,
tras un delgado muro, estaba inmóvil.
Ahora tú, luz rojiza, no nos dices en dónde está
y, sin embargo, iluminas y suspira
el grillo en los campos desiertos;
mi madre se peina ante el espejo,
con un gesto tan antiguo como tu luz,
y piensa en aquel hijo ya sin vida.





Análisis tardío. 


(Fin de los años sesenta)

Sé bien, sé bien que estoy en el fondo de la fosa;
que todo aquello que toco ya lo he tocado;
que soy prisionero de un interés indecente;
que cada convalecencia es una recaída;
que las aguas están estancadas y todo tiene sabor a viejo;
que también el humorismo forma parte del bloque inamovible;
que no hago otra cosa que reducir lo nuevo a lo antiguo;
que no intento todavía reconocer quién soy;
que he perdido hasta la antigua paciencia de orfebre;
que la vejez hace resaltar por impaciencia sólo las miserias;
que no saldré nunca de aquí por más que sonría;
que doy vueltas de un lado a otro por la tierra como una bestia enjaulada;
que de tantas cuerdas que tengo he terminado por tirar de una sola;
que me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre y por lo tanto pura;
que adoro la luz sólo si no ofrece esperanza.





Al príncipe. 


Si regresa el sol, si cae la tarde,
si la noche tiene un sabor de noches futuras,
si una siesta de lluvia parece regresar
de tiempos demasiado amados y jamás poseídos del todo,
ya no encuentro felicidad ni en gozar ni en sufrir por ello:
ya no siento delante de mí toda la vida...
Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo:
horas y horas de soledad son el único modo
para que se forme algo, que es fuerza, abandono,
vicio, libertad, para dar estilo al caos.
Yo, ahora, tengo poco tiempo: por culpa de la muerte
que se viene encima, en el ocaso de la juventud.
Pero por culpa también de este nuestro mundo humano
que quita el pan a los pobres, y a los poetas la paz.





El muchacho Codignola. 


Querido muchacho, sí, claro, encontrémonos,
pero no esperes nada de este encuentro.
Si acaso, una nueva desilusión, un nuevo
vacío: de aquellos que hacen bien
a la dignidad narcisista, como un dolor.
A los cuarenta años yo estoy como a los diecisiete.
Frustrados, el de cuarenta y el de diecisiete
pueden, claro, encontrarse, balbuceando
ideas convergentes, sobre problemas
entre los que se abren dos décadas, toda una vida,
y que, sin embargo, aparentemente son los mismos.
Hasta que una palabra, salida de las gargantas inseguras,
aridecida de llanto y deseo de estar solos,
revela su irremediable diferencia.
Y, además, tendré que hacer de poeta
padre, y entonces me replegaré sobre la ironía,
que te incomodará: al ser el de cuarenta
más alegre y joven que el de diecisiete,
él, ya dueño de la vida.
Más allá de esta apariencia, de este aspecto,
no tengo nada que decirte.
Soy avaro, lo poco que poseo
me lo guardo apretado en el corazón diabólico.
Y los dos palmos de piel entre pómulo y mentón,
bajo la boca torcida a furia de sonrisas
de timidez, y los ojos que han perdido
su dulzura, como un higo agrio,
te parecerían el retrato
precisamente de esa madurez que te hace daño,
madurez no fraterna. ¿De qué puede servirte
un coetáneo, simplemente entristecido
en la delgadez que le devora la carne?
Cuanto ha dado ya lo ha dado, el resto
es árida piedad.





Abro la mañana de un blanco lunes... 


Abro a la mañana de un blanco lunes
la ventana, y la calle indiferente
roba entre su luz y sus rumores
mi presencia infrecuente entre las hojas.
Este moverme... en días totalmente
fuera del tiempo que parecía consagrado
a mí, sin regresos ni paradas,
espacio lleno todo de mi estado,
casi prolongación de la existencia
mía, de mi calor, del cuerpo mío...
y se ha truncado... Estoy en otro tiempo,
un tiempo que dispone sus mañanas
en esta calle que yo miro, ignoto,
en esta gente fruto de otra historia





A los críticos católicos. 


A menudo un poeta se acusa y se calumnia,
exagera, por amor, su propio desamor,
exagera, para castigarse, su propia ingenuidad,
es puritano y tierno, duro y alejandrino.
Es incluso demasiado agudo en los análisis de los signos
de las herencias, de las supervivencias:
tiene también un pudor excesivo en concederles
algo a la razón y a la esperanza.
Pues bien, ¡ay de él! ¡No hay un instante
de vacilación: basta con mencionarlo!





A algunos radicales.


El espíritu, la dignidad mundana,
el arribismo inteligente, la elegancia,
el traje a la inglesa y el chiste francés,
el juicio tanto más duro cuanto más liberal,
la sustitución de la razón por la piedad,
la vida como apuesta para perder como señores,
os han impedido saber quiénes sois:
conciencias siervas de la norma y del capital.


Poemas. José María Parreño.

Una voz íntima... 


Una voz íntima dice
que hice mal

y otra más honda
que no tiene importancia





Te sé... 


Te sé
oxidada de silencio y noviembre
y abrazada a tus piernas
y desnuda
se te enfría
la saliva en los labios
y hasta tu sombra es dura
en la alcoba
tus medias derramadas
son medusas
de un mar
al que no iremos nunca





Te enterraré en un verso... 


Te enterraré en un verso
que no he encontrado aún,
maniatada con tinta
en una zanja escrita a tu medida,
en un renglón de abismo
cavado para ti.
Te haré pedazos, letras.
Desmembrada. Y así
todos podrán leerte
y nadie, escúchame,
nadie
descubrirá tu cuerpo





Sin flores y sin frutos... 


Sin flores y sin frutos
me ha encontrado el verano
otra vez

en las ramas de sangre
un nido esta esperando
al corazón

y un caracol o labio me recorre
escribiendo un conjuro
que protege
de la nube
del hacha
del ahorcado:
«sostén tu sombra al hombro
que ya vendrá el amor
a verte florecer
1que ya vendrá el dolor
a hacerte madurar»





Querer llegar a ser... 


Querer llegar a ser
y para eso
lecturas viajes cuerpos
conseguir lo que no se posee
deshacerse de lo que nos estorba

pero al final
¿cantaremos mejor?
¿estaremos más cerca
de nuestro propio centro?

¿no sería mejor dejarse ir
como los días
tomar aquello a que alcanza la mano
abandonar lo que nos abandona?
¿saber que somos ya
sin mácula
sin falta
quienes somos?





Platón nos asegura que el tiempo es circular...


Platón nos asegura que el tiempo es circular,
que volverá a afirmarlo, que esto mismo
ya lo ha repetido.
San Agustín refuta esta doctrina
en su Civitas Dei,
mas yo la creo.

Yo quiero creerla.
Porque aunque sea precisa mi vejez,
y otra vez
los océanos hirviendo bajo un sol inminente,
la plegaria ante el fuego,
Platón y la Escolástica, la muerte de mi padre...
con el asombro de la primera vez
te besaré en los labios.





Existir no necesita esfuerzo...


Existir no necesita esfuerzo:
existir atraviesa los días
como una piedra
cruza una canción

vivir en cambio
se inventa a cada aliento
quema
moldea el alma
con la forma misma del camino
que el alma dibujó

vivir se vierte
como metal al rojo en un glaciar:
libera al hielo
al tiempo
de lo fijo

así el metal acuña
el azar en destino
se aguza en blanco
se detiene en sí





Este otoño que tanto te quiero. 


este otoño que tanto te quiero
te regalo la lluvia.
la lluvia es todo:
es canción triste, es compañía,
es llanto persistente sobre todo el paisaje,
es la caricia que hace temblar el suelo
y elevar el sexo de las flores.
es la orden húmeda que implanta
los más espesos olores.
te la regalo porque es como tú,
extensa, repentina,
de estatura cansada por el sol de la tarde,
de ojos también cayéndose camino del invierno
y porque en ella yo me siento tan dulce
como me siento en ti.

de todo lo que vuela y nos hace sufrir
nada más compasivo y simple que la lluvia,
y nada tan frágil y a la vez tan invicto
y nada como su misma promesa de frutos y verdor.
mírala, como un mar derrumbado,
como ruinas de una atmósfera de agua que existió.
muchas veces
me empapa de nostalgia y me hace nudos
que escuecen al tragar.
será porque la lluvia
cubre bosques que has amado conmigo,
nos ha mojado juntos, imparcial, minuciosa,
en lejanas provincias junto al mar.
ya para siempre tendrás lo que te he dado,
de mi regalo nunca podrás huir
ni devolvérmelo.
y cuando llueva, cada gota en tu cuerpo será un beso,
un beso que no pide nada a cambio,
que atravesará los impermeables, los paraguas,
diciéndote con su idioma monótono y dormido
que te quiero.





Eres la espina... 


Eres la espina
del espino en flor
del firmamento.

Te marchas para mí
y enhebras la mirada
de los muertos.

Por ser fugaz te afila
en espina
el poema.

Por caer y perderte
subrayando el silencio
te prefiero.

También caigo y me pierdo.
También alguien al verme
cree en su suerte.
Y también se equivoca.





En cada llamarada llama un hada...


En cada llamarada llama un hada
las cosas por su nombre:
león al que lee mucho
tartamudo al goloso de silencio
higuera a un fuego verde
cuyos hijos
son blandos
dulces
nudos
de luz

el hada inmóvil
me llama perverso
me recita:
la pantera era pan
que se comió al hambriento
la rosa risa
de olor
o loor callado

que el hada pálida
abra cada palabra
como la nuez que no es
me dé a sufrir su fruto
a comer comas
y ya sólo sintaxis sin amigos
sin señas sin dinero
me conceda
el poema





Descálzate.


Descálzate
los ojos:
el mundo es un jardín
de páginas
o un libro

¿qué sabría
si no fuera por él?

¿de quién habría aprendido
tolerancia y bondad
sino del suelo
que lo mismo alimenta
la ortiga que el jazmín?

si no fuera por la noche
y el alba
¿cómo habría tenido la certeza
de que nada termina
de que todo termina
de que se llora hasta la última lágrima
y luego nos despierta
la serenidad?

¿cómo habría escrito versos
sin escuchar el ritmo
de la lluvia?
¿cómo habría escrito prosa
sin haber visto que la nieve contaba
de manera distinta la ciudad?
¿de quién aprendí humor
sino de nubes?

¿de quién paciencia más que del almendro
que espera el año entero
por un día?

¿de quién pasión más fiel
que del torrente:
cada deshielo
buscando sin dudar
el mismo cauce?

¿generosidad de quién sino de octubre
que marcha hacia el invierno
derrochando en monedas
el oro
que ganó bajo el sol?

¿de quién sabiduría más que del paisaje
que en cada ocasión se las arregla
para hacemos anhelar
lo que inexorablemente
le sucede?





De poder elegir... 


De poder elegir
sería una brizna
una gota
una gata

belleza
o no belleza
sin esfuerzo
armonía inédita
de la casualidad

de poder elegir
habría sido un paul klee:
un universo de colores libres
roturado sin vergüenza ni pena
un espacio tensado con humor

de poder elegir:
una patria digna
un rictus jovial
un pecho bastante para el corazón

de poder elegir.





Cualquier senda... 


Cualquier senda
conduce
o extravía
al que no sabe
dónde va.


jueves, 19 de junio de 2025

La legión perdida. Rudyard Kipling (1865-1936)

Cuando estalló el motín de la India, y muy poco antes del asedio de Delhi, un regimiento de caballería irregular indígena hallábase estacionado en Peshawar, en la frontera de la India. Ese regimiento se contagió de lo que John Lawrence calificó por aquel entonces de “manía general”, y se habría pasado a los rebeldes si se le hubiera dado la ocasión de hacerlo. Esa ocasión no llegó, porque cuando el regimiento emprendió su marcha hacia el Sur, se vio empujado por el resto de su cuerpo de ejército inglés, que lo metió por las colinas del Afganistán, donde las tribus recién conquistadas se volvieron contra él lo mismo que lobos contra el macho que guía el rebaño de cabras. Fue perseguido, con el ansia de arrebatarle sus armas y equipo, de monte en monte, de cañada en cañada, pendiente arriba y pendiente abajo, por los cauces secos de los ríos y contorneando los grandes peñascos, hasta que desapareció lo mismo que desaparece el agua en la arena; ése fue el final de aquel regimiento rebelde y sin oficiales. El único rastro que queda hoy de su existencia es una lista de nombres escrita con limpia letra redondilla y autenticada por un oficial que firmó Ayudante del que fue regimiento de caballería irregular.

El papel del documento está amarillo por efecto de los años y del polvo, pero en el reverso del mismo puédense leer aún las líneas escritas con lápiz por John Lawrence, que dicen así: “Tómense las medidas necesarias a fin de que los dos oficiales indígenas que permanecieron leales no se vean desposeídos de sus tierras. J. L.” Sólo dos entre los seiscientos cincuenta sables estuvieron a la altura del deber, y John Lawrence halló tiempo para acordarse de sus merecimientos en medio de todas las angustias de los primeros meses de, la rebelión. Este episodio ocurrió hace más de treinta años, y los guerreros de las tribus del otro lado de la frontera del Afganistán que ayudaron a aniquilar el regimiento son en la actualidad ancianos. De cuando en cuando algún hombre de barba blanca habla de la parte que tuvo en la degollina, y suele decir: “Cruzaron muy orgullosos la frontera, invitándonos a sublevarnos y a matar a los ingleses, para luego dirigirnos todos a participar en el saqueo de Delhi. Los ingleses sabían que aquellos hombres eran unos fanfarrones y que el Gobierno daría pronta cuenta de aquellos perros de las tierras bajas. En vista de ello, acogimos al regimiento de indostánicos con buenas palabras, y conseguimos que no se movieran de donde estaban hasta que los de las guerras encarnadas vinieron contra ellos encorajinados y furiosos. Entonces aquel regimiento se metió un poco más dentro por nuestros montes para escapar de la cólera de los ingleses, y nosotros tomamos posiciones en sus flancos, acechando desde las laderas de los montes hasta el momento en que estuvimos seguros de que tenían cortada la retirada. Entonces nos lanzamos sobre ellos porque queríamos despojarlos de sus ropas, de sus monturas, de sus rifles y de sus botas..., sobre todo de sus botas. Hicimos una gran matanza... Una matanza sin ninguna prisa.”

Al llegar a este punto, el anciano se frotará la nariz, agitará sus largos bucles retorcidos, se relamerá los labios barbudos y sonreirá hasta exhibir las encías de sus dientes amarillos. Luego seguirá diciendo: “Sí; los matamos porque teníamos necesidad de su equipo y porque sabíamos que Dios había entregado sus vidas en nuestras manos para que pagasen el pecado que habían cometido... El pecado de haber sido traidores a la sal que habían comido. Cabalgaron arriba y abajo, por los valles, tropezando y dando tumbos en sus sillas, al mismo tiempo que vociferaban pidiendo a gritos misericordia. Nosotros los fuimos empujando lentamente, igual que a un rebaño, hasta que estuvieron todos reunidos en un solo lugar, en el valle llano y ancho de Sheor Kot. Muchos habían muerto de sed, pero quedaban todavía muchos más y eran incapaces de ofrecer resistencia. Nos metimos entre ellos, arrojándolos del caballo a tierra con nuestras manos hasta dos a un tiempo, y aquellos de nuestros muchachos que eran nuevos en el manejo de la espada los mataron. La parte que me correspondió en el botín fue ésta y ésta..., tantos fusiles y tantas monturas. En aquel entonces las escopetas eran muy apreciadas. Hoy robamos rifles que pertenecen al Gobierno y despreciamos las armas que no tienen el cañón rayado. Sí, sin duda alguna que borramos a aquel regimiento de la faz de la tierra, e incluso el recuerdo de aquella acción está ya casi olvidado. Pero dicen algunos hombres...” Al llegar a este punto, el relato se corta bruscamente y resulta imposible averiguar qué dicen los hombres del otro lado de la frontera. Los afganos fueron siempre una raza muy callada y preferían con mucho cometer una mala acción a soltar prenda respecto a lo que habían hecho. Permanecían tranquilos y se comportaban muy bien durante muchos meses, y de pronto, una noche cualquiera, sin decir palabra ni enviar advertencia, atacaban un puesto de Policía, rebanaban la cabeza a un par de guardias, se precipitaban sobre una aldea, raptaban tres o cuatro mujeres y se retiraban, bajo el rojizo resplandor de las chozas que ardían, arreando delante de ellos el ganado vacuno y cabrío para llevárselo a sus montes desolados. En esas ocasiones el Gobierno de la India recurría casi a las lágrimas. Empezaba a por decir: “Por favor, sed buenos y os perdonaremos.”

La tribu que había tomado parte en el último desaguisado se llevaba colectivamente el dedo pulgar a la nariz y contestaba con rudeza. Entonces el Gobierno decía: “¿No sería preferible para vosotros que pagaseis una pequeña suma por aquellos pocos cadáveres que la otra noche dejasteis al retiraros?” Al llegar a ese punto la tribu contemporizaba, recurría a la mentira y a las fanfarronadas, y algunos de los hombres más jóvenes, simplemente para demostrar su desdén hacia la autoridad, realizaban otra incursión contra otro puesto de Policía y disparaban sus armas contra alguno de los fuertes construidos de barro en la frontera; si la suerte los acompañaba, mataban a algún oficial inglés auténtico. Entonces el Gobierno decía: “Tened cuidado, porque si os empeñáis en seguir esa línea de conducta perderéis con ello.” Si la tribu estaba bien enterada de lo que ocurría en la India, presentaba sus excusas o contestaba con rudeza, según que las noticias que poseía le indicaban si el Gobierno andaba atareado en otros menesteres o se hallaba en condiciones de dedicar toda su atención a las hazañas de la tribu. Había algunas tribus que sabían con exactitud hasta qué número de muertos podían llegar. Pero otras se exaltaban, perdían la cabeza y le decían al Gobierno que viniese a vérselas con ellos. El Gobierno, con dolor y lágrimas, y con un ojo puesto en el contribuyente británico de Inglaterra, que se empeñaba en considerar tales ejercicios militares como atropelladoras guerras de anexión, preparaba una costosa brigadilla de campaña y algunos cañones, y despachaba todo hasta los montes para arrojar a la tribu culpable fuera de sus valles en que crecía el maíz y obligarla a refugiarse en la cima de los montes, en donde no encontraban nada que comer. Entonces la tribu reunía todas sus fuerzas y entraba gozosa en campaña, porque sabía que sus mujeres serían siempre respetadas, que se cuidaría de sus heridos, sin someterlos a mutilaciones, y que en cuanto quedase vacío el talego de maíz que cada hombre llevaba a cuestas le quedaba siempre el recurso de rendirse y de entrar en tratos con el general inglés, a pesar de que se hubiesen conducido como auténticos enemigos.

Llegados a un acuerdo, y después que hubiesen pasado años, muchos años, la tribu pagaría al Gobierno el precio de la sangre, moneda a moneda, y entretendría a los hijos contándoles que habían matado a los soldados de guerrera roja por millares. El único inconveniente de esta clase de guerra excursionista era la debilidad de los hombres de guerreras rojas, que no llegaban jamás a volar solemnemente, a fuerza de pólvora, las torres fortificadas y los refugios de los rebeldes. Las tribus consideraban esta conducta como una ruindad. Entre los jefes de las tribus más pequeñas ––de aquellos clanes poco numerosos que conocían al penique el gasto que representaba poner en campaña contra ellos a las tropas blancas––, contábase un sacerdote––bandido jefe, al que vamos a llamar el Gulla Kutta Mullah. Sentía por los asesinatos de frontera un entusiasmo tal, que había llegado a convertirlos en obras de arte casi nobles. Mataba por pura maldad a un mensajero portador del correo, o atacaba con fuego de rifle un fuerte de barro en el momento en que, según él lo sabía, nuestros hombres necesitaban dormir. En sus épocas de descanso iba de visita a las tribus vecinas, esforzándolas por arrastrarlas a cometer actos malvados. Tenía, además, una especia de hotel para los demás fugitivos de la justicia en su propia aldea, situada en un valle llamado Bersund.

Todo asesino que se respetase a sí mismo tenía que recalar en Bersund, si había actuado por aquella parte de la frontera, porque todos consideraban esa aldea como lugar completamente seguro. La única vía de acceso al valle era un estrecho desfiladero, que podía convertirse en trampa mortal en menos de cinco minutos. Estaba rodeado de altos montes, considerados inaccesibles para todos cuantos no hubiesen nacido en la montaña. Allí vivía el Gulla Kutta Mullah con gran pompa, como jefe de una colonia de casuchas de barro y de piedras, y no había casucha en que no colgasen como trofeos un trozo de guerrera roja o lo robado a algún muerto. El Gobierno tenía el más vivo interés en capturar a ese hombre, y en cierta ocasión lo invitó formalmente a que saliese del valle y se dejase ahorcar para responder de unos pocos de los asesinatos en que había participado de una manera directa. Pero él contestó:

–Yo vivo a sólo veinte millas, en un vuelo de cuervo, de vuestra frontera. Venid por mí. El Gobierno le contestó: Algún día iremos, y será ahorcado. El Gulla Kutta Mullah se olvidó del incidente. Sabía que la paciencia del Gobierno era tan larga como un día de verano; pero no había caído en la cuenta de que su brazo era tan largo como una noche de invierno. Meses después, cuando reinaba la paz en las fronteras y toda la India estaba tranquila, el Gobierno se despertó un instante de su sueño y se acordó del Gulla Kutta Mullah y de sus trece fugitivos de la justicia. Enviar contra él aunque sólo fuese un regimiento se había considerado como altamente impolítico... porque los telegramas que se enviarían a Inglaterra lo convertirían en guerra seria...

Eran tiempos en que había que obrar en silencio y con rapidez, y, sobre todo, sin derramar sangre. Es preciso informar al lector de que en la frontera noroeste de la India se halla desparramada una fuerza militar de unos treinta mil hombres de infantería y de caballería, cuya misión consiste en vigilar calladamente y sin ostentación a las tribus que tienen frente a ellos. Van y vienen, en marchas y contramarchas, desde un pequeño puesto desolado hasta otro; lo tienen todo dispuesto para lanzarse al campo a los diez minutos de recibida la orden; la mitad de esa fuerza está siempre metida en un zafarrancho cuando la otra mitad acaba de salir del mismo, en un punto o en otro de la monótona línea; las vidas de esos hombres son tan duras como sus propios músculos, y los periódicos no hablan nunca de ellos.

El Gobierno entresacó sus hombres de esta fuerza. En una posición en que la Patrulla Montada Nocturna hace fuego como primer aviso a los malhechores, y donde los trigales se balancean en largas olas bajo nuestra fría luna norteña, estaban cierta noche los oficiales jugando al billar en la casa de paredes de barro del club, cuando le llegó la orden de que tenían que formar en el cuadrilátero de ejercicios para realizar un entrenamiento nocturno. Refunfuñaron y se dirigieron a sacar al aire libre a sus fuerzas, formadas por un centenar de ingleses, doscientos gurkhas y cosa de un centenar de jinetes de la mejor caballería indígena del mundo. Cuando estuvieron formados en el cuadrilátero de maniobras se les comunicó, cuchicheando, que tenían que salir en el acto para cruzar los montes y caer sobre Bersund. Las tropas inglesas se apostarían alrededor de los montes, a un lado del valle; los gurkhas se apoderarían del desfiladero y de la trampa mortal, y la caballería, después de un largo rodeo, saldría a espaldas del gran círculo de montañas y podría, si se ofrecía alguna dificultad, cargar cuesta abajo contra los hombres del Mullah. Pero había órdenes rigurosísimas de que de ningún modo hubiese lucha ni alboroto. Tenían que regresar por la mañana al puesto, con sus cartucheras intactas, trayendo amarrados en medio de ellos al Mullah y a sus trece bandidos.

Si salían con éxito de la empresa, nadie se enteraría de ella ni daría importancia a lo realizado; pero el fracaso equivaldría probablemente a una pequeña guerra fronteriza, en la que Gulla Kutta Mullah adoptaría el papel de jefe popular que hacía frente a una gran potencia atropelladora, y no el que verdaderamente le correspondía: el de un asesino vulgar de la frontera. Reinó acto seguido el silencio, interrumpido tan sólo por el chasquido metálico de las agujas de las brújulas y de las tapas de los relojes, cuando los jefes de las columnas comparaban datos y marcaban situaciones y horas en que tenían que coincidir. Cinco minutos después el cuadrilátero de maniobras estaba desierto; las guerreras verdes de los gurkhas y los capotes de las tropas inglesas se habían esfumado en la oscuridad, y la caballería se alejaba al paso en medio de una llovizna cegadora. Más adelante veremos lo que hicieron los ingleses y los gurkhas. La tarea más pesada correspondía a los hombres de a caballo, que tenían que hacer una larguísima caminata, desviándose de los lugares habitados. Muchos de los jinetes eran nacidos en aquella región y estaban ansiosos de pelear contra los de su propia sangre, y había algunos oficiales que habían realizado con anterioridad incursiones particulares y sin sello oficial por aquella zona montañosa. Cruzaron la frontera, encontraron el lecho seco de un río y avanzaron por él al trotecito, se metieron al paso por una garganta pedregosa, se arriesgaron, al amparo de la niebla, a cruzar un montecito bajo; contornearon otro monte, dejando las huellas profundas de los cascos en una tierra arada; avanzaron tanteando por otro lecho de río, salvaron a buen paso la garganta de una estribación, pidiendo a Dios que nadie oyese el relinchar de sus caballos, y de ese modo fueron avanzando entre la lluvia y la oscuridad hasta dejar Bersund y su cráter de colinas un poco atrás y hacia la izquierda; es decir, que había llegado el momento de torcer el rumbo. La cuesta del monte que dominaba la retaguardia de Bersund era escarpada, e hicieron alto para cobrar resuello en un valle ancho y llano que había debajo de la cima. En realidad, lo que ocurrió fue que los jinetes tiraron de la rienda; pero los caballos, a pesar de su fatiga, rehusaron detenerse. Se oyeron tacos irreverentes, tanto más irreverentes cuanto que se pronunciaban cuchicheando, y se escuchaba el crujir de las sillas en la oscuridad al dar empujones hacia adelante los caballos. El suboficial que iba en la retaguardia de un grupo se volvió en su silla y dijo en voz muy baja:

–Carter, ¿qué diablos anda usted haciendo en la retaguardia? Haga subir a sus hombres. Nadie contestó, hasta que un soldado dijo: –Carter Sahib está en la vanguardia y no aquí. Detrás de nosotros no hay nada.
–¡Ya está! exclamó el suboficial–. El escuadrón se está pisando su propia cola.
En ese momento, el comandante que mandaba la fuerza vino hacia la retaguardia, lanzando tacos entre dientes y pidiendo la sangre del teniente Halley, que era precisamente el suboficial que acababa de hablar, y al que el comandante habló así:
–No pierda de vista a su retaguardia. Se han extraviado algunos de sus condenados ladrones. Ellos están a la cabeza del escuadrón, y usted es un idiota por dondequiera que se le mire.
–¿Daré orden a mis hombres de echar pie en tierra?– preguntó, huraño, el suboficial porque se sentía mojado y frío.
–¿Que echen pie a tierra? –exclamó el comandante– ¡Vive Dios que lo que debe hacer es apartarlos a latigazos! Los está usted desperdigando por todo este lugar. ¡Ahora tiene usted a sus espaldas un grupo!
El suboficial dijo con serenidad:
–Eso es lo que yo también creía, pero todos mis hombres están aquí, señor. Sería mejor que hablase a Carter.
–Carter Sahib le envía un saludo y desea saber la causa de que el regimiento se haya detenido –dijo un jinete al teniente Halley.
–Pero ¿dónde diablos está Carter? –preguntó el comandante.
–Está ya en vanguardia, con su escuadrón –fue la respuesta.
–Pero ¿es que estamos paseándonos en círculo, o nos hemos convertido en el centro de toda una brigada? –exclamó el comandante.

Para entonces reinaba el silencio a lo largo de toda la columna. Los caballos permanecían tranquilos; pero por entre el susurro de la llovizna que caía, los hombres oían el pataleo de gran número de caballos que avanzaban por un terreno rocoso.

–Nos están siguiendo subrepticiamente –exclamó el teniente Halley.
–Aquí no tienen caballos, y, además, habrían hecho fuego para ahora –exclamó el comandante–.
Son..., son los caballitos de los aldeanos.
–En ese caso nuestros caballos habrían relinchado hace ya rato, haciendo fracasar el ataque, porque deben llevar cerca de nosotros lo menos media hora –dijo el suboficial.
–Es cosa rara que nosotros no olfateemos los caballos –dijo el comandante humedeciendo un dedo y frotándolo contra su nariz, al mismo tiempo que olfateaba a contra viento.
–En todo caso, es un mal principio –dijo el suboficial sacudiendo la humedad de su capote.
–¿Qué haremos, señor?
–Seguir adelante –dijo el jefe–. Hemos de echarle el guante esta noche. La columna avanzó vivamente unos cuantos pasos. Luego se escuchó un taco, brotó una lluvia de chispas azules al chocar los cascos herrados sobre una cantidad de piedras pequeñas, y uno de los jinetes rodó por el suelo con un ruido metálico de todo el equipo, que habría sido suficiente para despertar a los muertos.
–Ahora sí que hemos hecho las diez últimas –dijo el teniente Halley–. Todos los que viven en la ladera del monte han debido despertarse, y tendremos que escalarlo haciendo frente a un fuego de fusilería. Estas son las consecuencias de intentar empresas nocturnas propias de chotacabras. El jinete caído se levantó tembloroso y trató de explicar que su caballo había tropezado en uno de los montículos que con frecuencia es costumbre levantar con piedras sueltas en el lugar en que alguien ha sido asesinado. No hacía falta andarse con razones. El robusto corcel australiano del comandante fue el que tropezó a continuación, y la columna hizo alto en un terreno que parecía ser un auténtico cementerio de montículos, que tendrían todos unos dos pies de altura. No entramos en detalles de las maniobras del escuadrón.

Los jinetes decían que aquello producía la sensación de estar bailando rigodones a caballo sin previo entrenamiento y sin acompañamiento de música. Por último, los caballos, rompiendo filas y guiándose por sí mismos, salieron de los túmulos y todos los hombres del escuadrón volvieron a formar y tiraron de la rienda de sus cabalgaduras algunas yardas más arriba, en la cuesta del monte. Entonces, según el relato del teniente Halley, tuvo lugar otra escena muy parecida a la que acabamos de describir. El comandante y Carter estaban empeñados en que no habían formado en las filas todos los hombres y que quedaban algunos en la retaguardia dando tropezones y produciendo ruidos metálicos entre los montículos de los muertos.

El teniente Halley fue llamando por sus nombres otra vez a sus soldados y se resignó a esperar. Más adelante me contó lo que sigue: –Yo no acertaba a comprender qué ocurría, y tampoco se me daba mucho de ello. El estrépito que armó aquel jinete al caer tenía que haber alarmado a toda la región, y yo habría jurado que éramos perseguidos furtivamente a retaguardia por un regimiento entero, por un regimiento que armaba un estrépito como para despertar a todo el Afganistán. Permanecía muy tieso en mi silla, pero no ocurrió nada. Lo misterioso de aquella noche era el silencio que se observaba en la ladera del monte. Todos sabíamos que el Gulla Kutta Mullah tenía sus casitas de centinelas en la ladera exterior del monte, y todos esperábamos que para cuando el comandante se hubiese calmado a fuerza de tacos, aquellos hombres que estaban de guardia habrían abierto fuego contra nosotros. Al no ocurrir nada, se dijeron todos que las ráfagas de la lluvia habían amortiguado el ruido de los caballos, y se lo agradecieron a la Providencia. Por último, el comandante quedó convencido: a) de que no había quedado nadie rezagado entre los montículos, y b) de que no era seguido en la retaguardia por un cuerpo numeroso y fuerte de caballería.

Los hombres estaban ya completamente malhumorados, los caballos estaban inquietos y cubiertos de espuma, y todo el mundo anhelaba la llegada del día. Iniciaron la subida hacia lo alto del monte, llevando cada hombre con mucho tiento su montura. Antes que hubiesen salvado las cuestas inferiores, o de que hubiesen empezado a tensarse los petos, estalló a sus espaldas una tormenta de truenos que fue retumbando por los montes bajos y ahogando cualquier clase de ruido, como no fuese el de un disparo de cañón. El resplandor del primer relámpago puso a su vista las costillas desnudas de la ladera del monte, la cima, que se destacaba en un color azul acerado sobre el fondo del cielo negro; las líneas delgadas de la lluvia que caía, y a pocas yardas de su flanco izquierdo, una torre de guardia afgana, de dos pisos, construida de piedra, y a la que se entraba por una escalera que colgaba del piso superior.

La escalera estaba levantada, un hombre armado de un rifle avanzaba el cuerpo fuera del antepecho de la ventana. La oscuridad y el trueno se echaron encima en ese momento, y cuando se restableció la calma gritó una voz desde la torre de guardia:
–¿Quién va allá? La caballería permaneció inmóvil, pero todos sus hombres empuñaron cada cual su carabina y se situaron a un costado de sus caballos. De nuevo gritó aquella voz: –¿Quién va allá? –y luego, en tono más agudo–: ¡Oh hermanos, dad la alarma! Pues bien: cualquiera de aquellos jinetes habría preferido morir dentro de sus altas botas antes que pedir cuartel; pero la realidad es que la respuesta a la segunda intimación fue un largo gemido de: “¡Marf Karo! ¡Marf Karo!”, que significa “¡Tened compasión! ¡Tened compasión!” Eso fue lo que gritó el regimiento que trepaba. Todos los hombres del cuerpo de caballería permanecieron mudos de asombro, hasta que los más fornidos empezaron a cuchichear entre sí: –Mir Khan, ¿fue tu voz la que oí?... Abdullah, ¿fuiste tú quien llamó? El teniente Halley permanecía en pie junto a su corcel, esperando. Mientras no sonase un tiro todo iba bien.

El resplandor de otro relámpago iluminó aquel grupo de caballos jadeantes y de cabezas inquietas, y junto a ellos a los hombres de ojos como globos blancos, que miraban muy abiertos, y a la izquierda de ellos la torre de piedra. Esta vez no apareció cabeza alguna en la ventana; el tosco postigo, reforzado de hierro, capaz de resistir a un tiro de rifle, estaba cerrado. El comandante dijo: –Avanzad. Por lo menos lleguemos a la cumbre. El escuadrón avanzó dificultosamente; los caballos agitaban las colas y los hombres tiraban de las riendas, mientras rodaban por la pendiente las piedras y volaban por todas partes las chispas. El teniente Halley afirma que en toda su vida no oyó hacer tanto ruido a un escuadrón. Asegura que treparon como si cada caballo hubiese tenido ocho patas y otro caballo de reserva a sus espaldas. Ni aún entonces se oyó voz alguna en la torre de guardia, y los hombres se detuvieron agotados en el camellón de la cima, desde el que podía verse la sima tenebrosa dentro de la cual quedaba al aldea de Bersund. Se aflojaron las cinchas, se levantaron las cadenillas de las barbadas, se ajustaron las sillas de montar y los hombres se dejaron caer al suelo entre las piedras.

Ocurriese lo que ocurriese, ellos ocupaban ahora una posición dominante para defenderse de cualquier ataque. Cesaron los truenos, y con los truenos cesó la lluvia, y todos ellos se vieron envueltos por la oscuridad tupida y suave de una noche invernal antes que despuntase el día. Todo estaba en silencio, oyéndose únicamente el ruido del agua que corría por las cañadas de las laderas de la montaña. Oyeron el ruido que hizo al abrirse el postigo de la torre de guardia, que quedaba por debajo de ellos, y la voz del centinela, que gritaba:

–¡Oh Hafiz Ullah !
El eco repitió varias veces la última sílaba: “¡la––la––la!” A esa llamada contestó el vigilante de la torre de guardia que se ocultaba al otro lado de la curva del monte:
–¿Qué ocurre, Shahbaz Khan? Shahbaz Khan contestó en el tono agudo que empleaban los montañeses:
–¿Has visto?
El otro contestó:
–Sí, y que Dios nos guarde de los espíritus malos. Hubo una pausa, y al cabo de ella se oyó gritar:
–Hafiz Ullah, estoy solo. Ven a hacerme compañia.
–Shahbaz Kahn, yo también estoy solo, pero no me atrevo a abandonar mi puesto.
–Eso es mentira; tienes miedo. Hubo otra pausa más larga y a continuación:
–Tengo miedo. ¡No hables! Siguen todavía debajo de nosotros. Reza a Dios y duerme.
Los soldados de caballería escuchaban atónitos, porque no comprendían que por debajo de las torres de guardia hubiese otra cosa que tierra y piedra. Shahbaz Khan empezó a gritar de nuevo:
–Están debajo de nosotros. Los veo. ¡Por amor de Dios, ven a hacerme compañía, Hafiz Ullah! Mi padre mató a diez de ellos. ¡Ven y hazme compañía! Hafiz Ullah contestó en voz muy fuerte:
–El mío estuvo libre de pecado. Escuchad, vosotros, hombres de la noche: ni mi padre ni nadie de mi sangre tuvieron parte en aquel crimen. Shahbaz Khan, sufre tú tu propio castigo.
–Habría que tapar la boca a esos hombres, que están cacareando igual que gallos –dijo el teniente Halley, castañeteando debajo de su roca.

Apenas se había dado media vuelta para exponer a la lluvia la otra mitad de su cuerpo, cuando un afgano barbudo, de largas guedejas en tirabuzones, maloliente, que subía monte arriba a todo correr, cayó en sus brazos. Halley se sentó encima de él y le metió por la boca toda la empuñadura de la espada que cupo dentro de la misma. Luego le dijo alegremente:

–Si gritas, te mato.
El hombre estaba tan aterrorizado, que ni a hablar acertaba. Quedó en el suelo temblando y gruñendo. Cuando Halley le quitó de entre los dientes el puño de la espada, el afgano seguía sin poder articular palabra, pero se aferró al brazo de Halley, palpándolo desde el codo hasta la muñeca, y jadeando: ¡El Rissala! ¡El Rissala muerto! ¡Está allá abajo!
–No; el Rissala, el Rissala, vivo y muy vivo, está aquí arriba –dijo Halley soltando su brida de aguada y atando con ella las muñecas del afgano- ¿Cómo fuisteis tan estúpidos que nos dejásteis pasar?
–El valle está lleno de muertos –dijo el afgano–. Es mejor caer en manos de los ingleses que en las de los muertos. Allá abajo éstos van y vienen de un lado para otro. Los vi a la luz de los relámpagos. Al cabo de un rato recobró un poco de serenidad, y dijo cuchicheando, porque Halley le tenía aplicada al estómago la boca de su pistola:
–¿Qué es esto? Entre nosotros no hay guerra, y el Mullah me matará por no haber visto pasar a ustedes. No tengas cuidado –le dijo Halley–. Venimos a matar a Mullah, con la ayuda de Dios. Le han crecido demasiado los colmillos. Nada te pasará a ti, a menos que la luz del día nos haga ver que tienes una cara que está pidiendo la horca por los crímenes cometidos... ¿Y qué es eso del regimiento muerto?
–Yo sólo mato del lado de acá de mi frontera –dijo el hombre, denotando un inmenso alivio–. El regimiento muerto está ahí abajo. Los hombres vuestros han debido de pasar por sus tumbas en la subida: son cuatrocientos hombres muertos sobre sus caballos, que tropiezan y dan tumbos entre sus propias sepulturas, entre los montecillos de piedra; todos ellos hombres a los que nosotros matamos.
–¡Fiu! –exclamó Halley–. Eso explica que yo haya maldecido a Carter y que el comandante me haya maldecido a mí. ¿De modo que son cuatrocientos sables, verdad? No es de extrañar que nosotros nos imaginásemos que se habían agregado a nuestra tropa un buen número de extras. Kurruk Shah –cuchicheó a un oficial indígena de pelo entrecano que estaba tumbado a pocos pasos de Halley–, ¿oíste hablar de un Rissala muerto entre estas montañas? Kurruk Shah contestó con un glogloteo de risa:
–Desde luego que sí. ¿Cómo, de no haberlo sabido, habría pedido a gritos cuartel cuando la claridad del relámpago nos descubrió a los vigías de las torres, yo, que he servido a la reina durante veintisiete años? Siendo yo joven presencié la matanza en el valle de Sheor–Kot, ahí abajo, a nuestros pies, y conozco la leyenda que nació de ese hecho. ¿Pero cómo es posible que los fantasmas de los infieles prevalezcan contra nosotros los creyentes? Aprieta un poco más fuerte las muñecas de ese perro, Sahib. Los afganos son igual que las anguilas.
–Pero hablar de un Rissala muerto es decir una tontería –dijo Halley, dando un tirón a la muñeca de su cautivo–. Los muertos están muertos... Estate quieto, sag.
El afgano se retorció.
–Los muertos están muertos, y por esa razón van y vienen de un lado a otro por la noche. ¿Qué falta hace hablar? Nosotros somos hombres, y tenemos ojos y oídos. Ustedes dos pueden ver y oír a esos muertos al pie de la colina –dijo Kurruk Shah con mucha compostura.

Halley miraba asombrado y permaneció largo rato escuchando con atención. El valle estaba lleno de ruidos ahogados, como ocurre en todos los valles por la noche; pero sólo Halley sabe si él vio o escuchó cosas que se salían de lo natural, y no le gusta hablar acerca del tema. Por último, cuando iba a despuntar el día, subió hacia lo alto un cohete verde lanzado en el lado opuesto del valle de Bersund, a la entrada del desfiladero, para hacer saber que los gurkhas ocupaban ya su posición. Una luz roja de la infantería, que estaba colocada a derecha e izquierda, respondió a la señal, y la caballería encendió una bengala blanca. Los afganos duermen hasta muy tarde durante el invierno, y era ya pleno día cuando los hombres de Gulla Kutta Mullah empezaron a salir de sus casuchas frotándose los ojos. Entonces vieron a hombres de uniformes verdes, rojos y pardos apoyados en sus fusiles y muy lindamente dispuestos alrededor del cráter de la aldea de Bersund, formando un cordón que ni siquiera un lobo habría sido capaz de romper. Se frotaron todavía más los ojos cuando un joven de cara sonrosada, que ni siquiera pertenecía al Ejército, sino que representaba al Departamento Político, avanzó monte abajo con dos ordenanzas, llamó con unos golpes a la puerta del Gulla Kutta Mullah y le dijo tranquilamente que saliese afuera y se dejase atar, para mayor comodidad durante el transporte.

Este mismo joven fue de casucha en casucha, dando ligeros golpecitos con el bastón, aquí a un bandolero y allí a otro; en el momento en que lo señalaba con su bastón, cada uno de esos individuos era amarrado, y miraba con ojos de asombro y desesperanza a las alturas circundantes, desde las que los soldados ingleses miraban hacia el valle con despreocupación. Únicamente el Mullah trató de desahogarse con maldiciones y frases gruesas, hasta que el soldado que le estaba amarrando las muñecas le dijo:

–¡Ni una palabra más! ¿Por qué no saliste al frente cuando se te ordenó, en lugar de tenernos en vela toda la noche? ¡Vales menos que el barrendero de mi cuartel, viejo narciso de cabeza blanca! ¡Andando!

Media hora después las tropas se habían marchado de la aldea, llevándose al Mullah y a sus trece amigos. Los atónitos aldeanos contemplaban con dolor el montón de mosquetes rojos y de espadas hechas pedazos, diciéndose cómo habían podido ellos calcular tan equivocadamente la paciencia del Gobierno de la India. Fue una operación pequeña y bonita, llevada a cabo limpiamente, y los hombres que en ella habían tomado parte recibieron una expresión, no oficial, de agradecimiento por sus servicios. Sin embargo, yo creo que corresponde una buena parte del mérito a aquel otro regimiento cuyo nombre no figuró en la orden del día de la brigada y cuya mera exis­ tencia corre peligro de caer en el olvido.