jueves, 27 de junio de 2024

Poemas II. Silvina Ocampo (1903-1993)

Sobre un mármol. 


Tantos recuerdos juntos en el viento,
tantos jardines juntos que recuerdan
sin nadie nadie ya que los recuerde,
tantas fuentes con ángeles, sirenas,
tritones o cupidos o pescados,
tanto mar en el sueño hecho de mármol,
tantas flores de caña ya perdidas
detrás de las mareas de los ríos
y un “moriré o no moriré muy pronto”
que dicen deshojadas margaritas
en lugar de “me quiere” o “no me quiere”.





Qué ángel te librará de la tristeza.


Qué ángel te librará de la tristeza
y te despertará un precioso día
sin memoria de lo que te afligía
y te dirá al oído: “Escucha y cesa
tus llantos. En mis brazos no te pesa
la lentitud del tiempo ni la impía
delación de los hombres. Eres mía,
ya no eres de este vano mundo presa.
Asómate a esta fúlgida ventana
por tu dicha adornada. Ya el dolor
se marchitó como una larga flor
cuya sabiduría al fin te sana
al disolverse porque se convierte
en polvo, en ilusión, en otra suerte”.





Presentimiento.


Durante muchos días me seguiste.
En el canto del pájaro, en las sombras,
en las modulaciones del espacio:
aprendí a conocerte.
Yo sentía tu luz atravesarme
como una flecha de oro envenenada.
Te desobedecía arrepentida.
Me hablabas en secreto.
En los espejos rotos, en la tinta
azul de los cuadernos que dejabas
sobre la mesa de mi dormitorio.
Yo temblaba al mirarte, yo temblaba
como tiemblan las ramas reflejadas
en el agua movida por el viento.
Ahora que conozco tus señales,
tu piel y tus orejas, tu semblante,
no trataré de desobedecerte,
y me arrodillaré frente a tu imagen,
implacable sibila que me sigues.





Nos iremos, me iré con los que aman.


Nos iremos, me iré con los que aman,
dejaré mis jardines y mi perro
aunque parezcas dura como el hierro
cuando los vientos vagabundos braman.
Nos iremos, tu voz, tu amor me llaman:
dejaré el son plateado del cencerro
aunque llegue a las luces del desierto
por ti, porque tus frases me reclaman.
Buscaré el mar por ti, por tus hechizos,
me echaré bajo el ala de la vela,
después que el barro zarpe cuando vuela
la sombra del adiós. Como en los fríos
lloraré la cabeza entre tu mano
lo que me diste y me negaste en vano.





Los ojos.


Como Casandra yo escuché tu paso
en las baldosas de la galería.
Como ella, adivinaba yo en los días
y en la voz recurrente del ocaso
lo que ocultabas y conozco tanto.
Ciega, sola, atenta penetré
en tu velado reino y consagré
bajo sus plantas, al rencor, mi espanto.
Transformabas el mundo en un desierto.
Como a Casandra no quisiste oírme.
Pensando junto al río sólo en irme,
en la noche incesante busqué el puerto.
Al ver los astros, con aristas, rojos,
sabía que el infierno era mirarte
y volver a tu lado y no olvidarte.
¡Ah, por qué no quemé más bien mis ojos!
¡Vanas son las mentiras y las guerras!
Nuestros ojos traicionan nuestra cara;
la vuelven transparente, fría y clara
como el agua en la orilla de las tierras.
No me perdonarás de haber llorado:
no me lo perdonabas, yo tampoco.
Tus noches y tus días los evoco.
¡Por qué con tanto amor me has engañadol
Símbolos tiene la desesperanza,
propiedades antiguas y suntuosas,
A veces tiene cosas muy preciosas.
Como la muerte, siempre nos alcanza.
Con el rostro de piedra, de la ira,
por tu amor me acerqué a sus pabellones.
Ah, fue triste en los pérfidos frontones
de sus oscuras torres tu mentira.
Vi que en su primavera con glicinas,
la languidez secreta de las ramas,
las canciones del mirlo, las retamas,
la vegetal constancia que germina,
urden una ávida y común tortura
a ejemplo de esos ramos en la muerte
que simbolizan con un lujo inerte
la soledad, el polvo, la locura.
Vi al pie de las columnas los despojos
de las fiestas en sueño, de la aurora;
te seguí paso a paso, hora por hora,
más que tu sombra guiada por tus ojos.
Oscuros en tu cuarto me rodeaban
los muebles habituales: los abismos
labraban en desorden cataclismos
mientras las furias su clamor callaban.
En los iridiscentes labios rojos
de alguna flor resplandecía el alma
del céfiro purísimo en su calma:
mas yo estaba cegada por tus ojos.
La llanura, la nieve o la montaña
me recibía reconciliadora:
y persistía entre árboles sonora
la dicha exigua que la duda empaña.
Vi caras, muchas caras previsibles;
todos mis diálogos fueron falaces;
escuché de las voces los compases
sin oír las palabras más sensibles;
proyecté formas de mi destrucción.
En las ciudades, en la calle sucia,
en los sórdidos parques, sin astucia
llegué al infierno con obstinación.
Como alas nacen del cansancio arrojos
busqué por todas partes el horror,
el desencanto pacificador
como los santos porque vi tus ojos.
Y conseguí morir perfectamente
sin ningún esplendor como soñaba
sola en el iris gris que me aterraba
viendo tus ojos incesantemente.





Los mosaicos.


a M.C.B.


SI llevaran las lágrimas inscripto su dolor,
verías que no lloro, como parece, tanto;
si fueran piedras, vidrios grabados, en mi llanto
verías el favor que me hacen al correr,
con perfección y cuánto.
Te mostrarían, créeme, que sufrir nos depara
lugares y personas y objetos que están lejos;
y que la oscuridad pánica que vibra en sus reflejos
es transitable y clara,
y como la ilusión dentro de los espejos:
Similares figuras vimos en los mosaicos:
el Minotauro, Orfeo, las vírgenes en duelo,
sacrificios de Abraham, Venus, el asfodelo,
los rostros más arcaicos
de Daniel con los leones, en el muro, en el suelo.





Lecciones de la metamorfosis.


Nube que miras en lo alto del cielo
mi condición humana y modificas
las formas de tu cuerpo y de tus caras:
si alguna vez he visto deshacerse
tu cuerpo de caballo o de sirena,
tus ojos y tu pelo cruel de Erinia,
tus vírgenes perdidas con un ángel
entre las sombra de una playa inmensa,
el velero que se hunde en la tormenta
o un frágil ciervo entre las rosas de oro
de un antiguo poniente indescifrable;
si alguna vez he visto desmembrarse
un reino donde no gobierna nadie,
un templo en que quedaron misa rodillas
prosternadas al pie de un muro blanco,
tan blanco que hasta el sol pierde su faz,
sabrás que sos mi lecho cuando duermo,
que tus lecciones de metamorfosis
he querido seguir hasta la muerte
entregándote toda mi esperanza.





La visión.


Caminábamos lejos de la noche,
citando versos al azar,
no muy lejos del mar.
Cruzábamos de vez en cuando un coche.
Había un eucalipto, un pino oscuro
y las huellas de un carro
donde el cemento se volvía barro.
Cruzábamos de vez en cuando un muro.
Íbamos a ninguna parte, es cierto,
y estábamos perdidos: no importaba.
La calle nos llevaba
junto a un caballo negro casi muerto.
Era de noche -esto será mentira.
Tal vez, pero en mis versos es verdad-.
Una arcana deidad
casi siempre nocturna que nos mira
vio que nos deteníamos y el día
suspendió sus fanáticos honores,
clausuró sus colores
pues también el caballo nos veía.
No digas que no es cierto: nos miraba.
Con la atónita piedra de sus ojos,
bajo los astros rojos,
nos vio como los dioses que esperaba.





La vida infinita.


A veces me pregunto, al escuchar
como un recuerdo ya, el zorzal cantar
en los fondos más dóciles del sueño,
qué persigue la vida en su diseño
y en qué nos tornaremos cuando nada
nos distinga del aire y de la oleada
del mar que baña orillas de la tierra
donde nacemos y algo nos destierra.
Cuando llegue Átropos, supersticiosa,
con su cara de negra mariposa,
¿tendremos el anillo de oro mágico
que nos protegerá del hado trágico?
¿O tendremos las alas, el caballo,
que traspasará el vidrio como un rayo?
¿O perderemos todo en un momento
con el secreto y breve adiestramiento
que nos dan ya las cosas indistintas?
No escribiremos con las mismas tintas.
No pasará Alejandro Nevsky sólo
con música, armadura y protocolo
en los cinematógrafos oscuros.
No existirán los largos, largos muros
en el remoto imperio de la China;
ni en el Tibet los monjes, su doctrina.
No existirán las sombras ni los piélagos.
ni las montañas ni los archipiélagos,
ni esos bustos dorados, ni esos nombres
ni esa voz que venera el pueblo, de hombres.
No habrá tigres ni monstruos de cemento,
ni la proclamación del monumento.
No habrá teatros y gentes y mercados,
agapantos, lugares retirados,
donde canta el calor con sus chicharras
o la lluvia en los techos de pizarras.
No sabremos que existe Egipto, el Nilo,
ni leeremos las páginas de Esquilo.
No veremos en ciertos ojos almas
que besan a la nuestra en nuestras palmas.
En el itinerario de los días,
a veces víctimas de brujerías,
no omitiremos lo que más amamos
para incluir luego lo que detestamos.
No existirá el lustral Mediterráneo,
ni las plantas, ni el sol contemporáneo.
No habrá calles con nombres previsibles,
ni metales ni piedras más sensibles.
No estará el mismo río sobre el barro,
las quemas de basuras ni ese carro,
con perros que en las noches del suburbio.
se pierden junto a un niño cruel y rubio.
No habrá reinas de Egipto, ni monedas
que conservan sus caras, ni habrá sedas.
Si hoy existimos, para no morirnos
mañana lograremos no eximirnos
del universo al inventar un mundo
para vivir de nuevo. Vagabundo
como nosotros nuestro pensamiento
recordará quizás un alimento,
un dolor, un estigma, una pasión,
un rostro pálido, la comunión,
y por ejemplo dentro de algún verso
de San Juan de la Cruz un ciervo, un cierzo,
para otra vez incluirnos en la historia.
¿Será como una jaula la memoria?
El Sésamo Ábrete de recordar,
de nuevo nos pondrá en nuestro lugar
o en lugares distintos como ciegos
que no se reconocen, como en juegos.





La llave maestra.


La luz de su cuarto me habla de él cuando no está,
me acompaña cuando tengo miedo,
y siempre tengo miedo porque soy valiente;
oye su paso sobre los mosaicos de la entrada
va a su encuentro cuando abre la puerta lentamente
cuando lo espero, y siempre lo espero;
lo mismo es para la luz eléctrica que para la luz del sol,
lo mismo para el sol que la luna o la estrella.
Un tapiz forma la luz complicada
es la vida y siempre la vida.
Si me quedara ciega la vería con mis patas
o tal vez con mi frente cuando llega.
El tapiz no lo forma la luz sino su llegada, el sonido
que cambia de oscuro en claro.
El tablero de la luz tiene varias llaves
pero una gobierna el resto:
se llama la llave maestra.
Del mismo modo el tablero de mi luz
tiene una sola llave que gobierna las otras
la llave que está en sus manos.
Apagaría todas las luces si quisiera
pero yo cierro los ojos para no ver
la oscuridad que podría ser luz
para no herirlo.





En tu jardín secreto.


En tu jardín secreto hay mercenarias
dulzuras, ávidas proclamaciones,
crueldades con sutiles corazones,
hay ladrones, sirenas legendarias.
Hay bondades en tu aire, solitarias
multiplican arcanas perfecciones.
Se ahondan en angostos callejones,
tus árboles con ramas arbitrarias.
Alguna vez oí el chirrido frío
de un portón que al cerrarse me dejaba
prisionera, perdida, siempre esclava
de tu felicidad que junto a un río
bajaba entre las frondas a un abismo
de intermitente luz, con tu exorcismo.


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