martes, 1 de julio de 2025

La tumba de sus ancestros. Rudyard Kipling (1865-1962)

Algunas personas le dirán que si sólo quedara una hogaza de pan en toda India ésta se dividiría a partes iguales entre los Plowden, los Trevor, los Beadon y los Rivett-Carnac. Eso es sólo una manera de decir que algunas familias han servido en India generación tras generación de la misma manera que los delfines van en fila uno tras otro a través del mar abierto. Veamos un caso pequeño y oscuro. Ha habido por lo menos un representante de los Chinn de Devonshire en Central India o cerca de ella desde los tiempos del teniente artificiero Humphrey Chinn, del Regimiento Europeo de Bombay, que ayudó a la toma de Seringapatam en 1799. Alfred Ellis Chinn, el hermano menor de Humphrey, mandó un regimiento de granaderos de Bombay entre 1804 y 1813, lo que le permitió contemplar algunos buenos combates; y en 1834 aparece John Chinn, de la misma familia, al que llamaremos John Chinn el Primero, como sagaz administrador de un lugar llamado Mundesur durante una época turbulenta. Murió joven, pero dejó su impronta en el nuevo país, y la Honorable Junta de Directores de la Honorable East India Company resumió sus virtudes en una majestuosa resolución por la que se hacía cargo de los gastos de su tumba en las colinas de Satpura.

Fue sucedido por su hijo, Lionel Chinn, que abandonó el pequeño y viejo hogar de Devonshire a tiempo para ser gravemente herido en el Motín. Trabajó toda su vida a menos de ciento cincuenta millas de la tumba de John Chinn, y llegó a ocupar el mando de un regimiento de salvajes y pequeños hombres de las colinas que en su mayor parte habían conocido a su padre. Su hijo John nació en el pequeño acantona¬miento de casas de techo de albarda y paredes de barro que sigue existiendo a ochenta millas del ferrocarril más cercano en el corazón de una zona olvidada y feroz. El coronel Lionel Chinn sirvió treinta años y se retiró. En el Canal su vapor se cruzó con un barco de transporte de tropas con destino a puerto extranjero que llevaba a su hijo a Oriente, para cumplir con sus deberes familiares. Los Chinn son más afortunados que la mayoría de la gente porque saben con exactitud qué es lo que deben hacer. Un Chinn listo aprueba los exámenes del Servicio Civil de Bombay y es destinado a Central India, donde todo el mundo está encantado de verle. Un Chinn torpe entra en el Departamento de Policía o en el de Bosques, y antes o después aparece también en Central India, y eso es lo que da lugar al refrán: «Central India está habitado por los bhili , los mair y los Chinn, todos muy semejantes». La raza es de huesos pequeños, oscura y silenciosa, y hasta los más tontos de ellos saben aprovechar las oportunidades. John Chinn el Segundo era bastante listo, pero como primogénito entró en el ejército según la tradición de los Chinn. Su deber le obligaba a entrar en el regimiento de su padre, durante su vida natural, aunque el cuerpo fuera tal que la mayoría de los hombres habrían pagado mucho para evitarlo. Eran irregulares, pequeños, oscuros y negruzcos, vestidos de verde oscuro con guarniciones de cuero negro; los amigos les llaman los «wuddar», por una raza de pueblos de casta baja que caza ratones para comer. Pero a los wuddar eso no les importaba. Eran los únicos wuddar, y su orgullo se basaba en lo siguiente:

En primer lugar, tenían menos oficiales ingleses que cualquier otro regimiento nativo. En segundo lugar, los oficiales subalternos no iban montados en los desfiles, como es la norma general, sino que desfilaban a pie a la cabeza de sus hombres. Un hombre que pudiera mantenerse al paso de los wuddar cuando avanzaban con rapidez tenía que estar sano de aliento y de miembros. En tercer lugar, eran los más pukka shikarries (los más redomados cazadores) de toda India. En cuarto lugar, eran ciento por ciento wuddar: los reclutas bhili irregulares de Chinn de los viejos tiempos, y ahora, desde entonces y para siempre, los wuddar. Ningún inglés entraba en ese revoltijo salvo por amor o costumbre familiar. Los oficiales les hablaban a los soldados en una lengua que no entendían ni doscientos hombres blancos en toda India; y los hombres eran sus hijos, todos reclutados de entre los bhili, posiblemente la más extraña de las numerosas razas extrañas de India. Eran y siguen siendo en su corazón hombres salvajes, furtivos, reservados y llenos de innumerables supersticiones. Las razas a las que consideramos nativos del país encontraron a los bhili como dueños de la tierra cuando hace miles de años entraron en esa parte del mundo. Los libros dicen que son prearios, aborígenes, dravidianos, etcétera; y, aunque dicho con otras palabras, así es como los bhili se llaman a sí mismos. Cuando un jefe rajput, cuyos bardos pueden cantar su pedigrí hasta mil doscientos años atrás, asciende al trono, su investidura no se considera completa hasta que se le ha marcado la frente con sangre de las venas de un bhili. Los rajput dicen que la ceremonia no tiene significado, pero los bhili saben que es la última sombra de sus antiguos derechos como los más antiguos dueños de la tierra.

Siglos de opresión y masacres convirtieron a los bhili en ladrones y cuatreros crueles y medio locos, y cuando llegaron los ingleses parecían tan abiertos a la civilización como los tigres de sus selvas. Pero John Chinn el Primero, padre de Lionel, abuelo de nuestro John, fue a su país, vivió con ellos, aprendió su lengua, mató al ciervo que se comía sus escasos cultivos y se ganó su confianza, de forma que algunos bhili aprendieron a arar y sembrar, mientras otros se sintieron tentados a entrar al servicio de la Compañía para vigilar y administrar a sus amigos. Cuando entendieron que alinearse no significaba que fueran a ser ejecutados al instante, aceptaron la vida militar como un tipo de deporte molesto pero divertido, y se sintieron entusiasmados con la tarea de mantener bajo control a los bhili salvajes. Ahí radicaba el peligro de la situación. John Chinn el Primero les hizo por escrito la promesa de que si se portaban bien a partir de cierta fecha el Gobierno perdonaría ofensas previas; y como se desconocía que John Chinn hubiera roto alguna vez su palabra -en una ocasión prometió ahorcar a un bhili al que se consideraba invulnerable, y lo hizo delante de su tribu por siete asesinatos demostrados-, los bhili se acomodaron lo mejor que pudieron. Fue un trabajo lento e imperceptible, del tipo que se está haciendo hoy en toda India; y aunque la única recompensa de John Chinn se produjo, tal como ya he dicho, en la forma de una tumba a expensas del Gobierno, el pequeño pueblo de las colinas no se olvidó jamás de él.

El coronel Lionel Chinn también les conocía y amaba, y estaban bastante civilizados, para ser bhili, antes de que terminara su servicio. Muchos de ellos apenas podían distinguirse de los campesinos hindúes de casta baja; pero en el sur, donde fue enterrado John Chinn el Primero, los más salvajes seguían aferrados a las cordilleras de Satpura sosteniendo la leyenda de que algún día regresaría Jan Chinn, tal como ellos le llamaban. Entretanto, desconfiaban del hombre blanco y sus costumbres. La menor conmoción les hacía huir para dedicarse al saqueo, y de vez en cuando a la matanza; pero si se les trataba con discreción, se arrepentían como niños y prometían no volver a hacerlo. Los bhili del regimiento, los hombres uniformados, eran virtuosos en muchos aspectos, pero necesitaban que se les complaciera. Se sentían nostálgicos y aburridos a menos que persiguieran tigres como batidores; y su osadía y sangre fría -los wuddar siempre mataban los tigres a pie, era su señal de casta- maravillaba incluso a los oficiales. Perseguían a un tigre herido con la misma despreocupación que si se tratara de un gorrión con un ala rota; y lo hacían en un país lleno de cuevas, grietas y fosos, donde un animal salvaje podía tener a su merced a una docena de hombres. De vez en cuando, algún hombrecillo era conducido de regreso al cuartel con la cabeza aplastada o las costillas desgarradas; pero sus compañeros no aprendían nunca a ser cautelosos: se contentaban con liquidar al tigre. El joven John Chinn fue traspasado a la terraza del solitario comedor del rancho de los wuddar desde el asiento trasero de un carro de dos ruedas, con las cartucheras cayéndole en cascada a su alrededor. El delgado y pequeño muchacho, de nariz ganchuda, parecía tan desamparado como una cabra extraviada cuando se quitó el polvo blanco de las rodillas y el carro traqueteó por el brillante camino. Pero en su corazón se sentía contento. Al fin y al cabo, aquél era el lugar en donde había nacido, y las cosas no habían cambiado mucho desde que fue enviado a Inglaterra, de niño, de eso hacía ya quince años.

Había algunos edificios nuevos, pero el aire, el olor y el brillo del sol seguían siendo los mismos; y los pequeños hombres vestidos de verde que cruzaban la plaza de armas le parecían muy familiares. Tres semanas antes, John Chinn habría dicho que no recordaba una sola palabra de la lengua bhili, pero en la puerta del comedor se dio cuenta de que sus labios se movían formando frases que no entendía: trozos de antiguas canciones infantiles, y finales de órdenes como las que su padre solía dar a los hombres. El coronel le vio subir los escalones y se echó a reír.

-¡Fíjate! -le dijo el comandante-. No es necesario preguntar cuál es la familia del joven. Es un pukka Chinn. Podría ser otra vez su padre en los cincuenta.
-Esperemos que sepa disparar, con toda la quincalla que trae encima -contestó el comandante.
-No sería un Chinn si no supiera. Mira cómo se suena la nariz. Un pico Chinn de reglamento. Sacude el pañuelo como su padre. Es la segunda edición: línea por línea.
-¡Como en un cuento de hadas, por Júpiter! -exclamó el comandante mirando por entre las tablillas de la persiana-. Si es el heredero legal, él... pero el viejo Chinn no podría pasar junto a ese pollo sin juguetear con él ...
-¡Su hijo! -dijo el Coronel poniéndose en pie de un salto.
-¡Bueno, que me aspen! -exclamó el comandante.

La mirada del muchacho se fijó en una cortina de juncos partidos que colgaba sobre un lodazal entre las columnas de la galería y mecánicamente tiró del borde para ponerlo a nivel. El viejo Chinn había jurado tres veces al día ante esa pantalla durante muchos años; nunca podía enderezarla a su entera satisfacción. Su hijo entró en la antesala en medio de un silencio quíntuple. Le dieron la bienvenida en el nombre de su padre, y después en su propio nombre tras haber hecho inventario de él. Se parecía ridículamente al retrato del coronel que colgaba de la pared, y tras quitarse un poco el polvo de la garganta, con una copa, se dirigió a su alojamiento con el típico paso corto y silencioso de la selva que utilizaba su padre.

-Una herencia excesiva-dijo el comandante-. Eso viene de tres generaciones entre los bhili.
-Y los hombres lo saben -añadió un oficial-. Han estado esperando a este joven con las lenguas fuera. Estoy convencido de que a menos que les golpee en la cabeza se le entregarán compañías enteras y le venerarán.
-No hay nada como tener un padre que haya ido por delante -añadió el comandante-. Entre los míos soy un recién llegado: sólo llevo veinte años en el regimiento y mi reverenciado padre era un simple hacendado. Ésa no es manera de llegar al fondo de la mente de un bhili. Pero ¿por qué el porteador que se trajo con él el joven Chinn huye por el campo con su hatillo?
Se asomó a la galería y lanzó un grito a aquel hombre, un típico criado de un mando subalterno recién alistado que habla inglés y engaña a su amo.
-¿Qué sucede? -le preguntó.
-Muchos malos hombres aquí. Me voy, señor-fue la respuesta-. Me han quitado las llaves del Sahib, y dicho que dispararán.
-Poco claro, pero convincente. ¡Cómo se van estos ladrones del norte! Alguien le ha dado un susto mortal -añadió el comandante dirigiéndose presurosamente a sus habitaciones para vestirse para la cena.

El joven Chinn, caminando como un hombre que estuviera dormido, se había dado una vuelta completa por todo el acantonamiento antes de dirigirse a su pequeña casa. El alojamiento del capitán, en donde él había nacido, le retrasó un poco; después contempló el pozo del patio de armas, donde había estado sentado muchas tardes con su cuidadora, y la iglesia de tres por cuatro metros y medio, donde los oficiales acudían al servicio si acertaba a pasar por allí un capellán de cualquier credo oficial. Le pareció muy pequeño en comparación con el gigantesco edificio que él solía quedarse mirando hacia arriba, pero era el mismo lugar. De vez en cuando pasaba un grupo de soldados silenciosos que le saludaban. Podían ser los mismos hombres que le habían llevado en su espalda cuando él iba vestido con sus primeros calzones cortos. Una débil luz iluminaba su habitación, y al entrar unas manos se agarraron a sus pies y una voz le habló desde el suelo.

-¿Quién es? -preguntó el joven Chinn sin darse cuenta de si estaba hablando en la lengua bhili.
-Sahib, le llevé en mis brazos cuando yo era un hombre fuerte y usted un pequeño que lloraba, lloraba y lloraba. Soy su criado, como lo fui antes de su padre. Todos somos sus criados.
El joven Chinn no se aventuró a responder, por lo que la voz siguió hablando:
-Le he quitado las llaves a ese extranjero gordo y le he despedido; y los gemelos están puestos en la camisa de la cena. ¿Quién iba a saberlo, de no ser yo? Así que el bebé se ha convertido en un hombre y se ha olvidado de su niñero; pues mi sobrino será un buen criado o le azotaré dos veces al día.

Se levantó entonces, rechinando y tan recto como una flecha bhili, un hombrecillo simiesco, reseco y de cabellos blancos, con medallas y órdenes en su túnica, tartamudeando, saludando y temblando. Tras él, un bhili joven y fuerte, de uniforme, sacaba las hormas de las botas de la cena de Chinn. Chinn tenía los ojos llenos de lágrimas. El anciano le entregó las llaves.

-Los extranjeros son mala gente. No regresará. Todos somos criados del hijo de su padre. ¿Se ha olvidado el Sahib de quién le llevó a ver el tigre atrapado en la aldea de más allá del río, cuando su madre estaba asustada pero él era tan valiente?
La escena regresó a Chinn como en destellos de una enorme linterna mágica:
-¡Bukta! -gritó, e inmediatamente después añadió-: Me prometiste que nada me haría daño. ¿Eres Bukta?
Aquel hombre se encontraba a sus pies por segunda vez:
-Él no ha olvidado. Recuerda a su pueblo como lo recordaba su padre. Ahora ya puedo morir. Pero antes viviré y le enseñaré al Sahib cómo matar tigres. Ése de ahí es mi sobrino. Si no es un buen criado, azótele y envíemelo, que seguramente yo le mataré, pues ahora el Sahib está con su propio pueblo. ¡Ay, Jan baba! ¡Jan baba! ¡Mi Jan baba! Me quedaré aquí para ver que éste hace bien su trabajo. Quítale las botas, estúpido. Siéntese en la cama, Sahib, y déjeme mirar. ¡Es Jan baba!

Adelantó la empuñadura de su espada como signo de servicio, honor que se presta sólo a virreyes, gobernadores, generales o a los niños pequeños a los que uno ama tiernamente. Mecánicamente, Chinn tocó la empuñadura con tres dedos, murmurando ni él sabía qué. Resultó ser la antigua respuesta de su niñez, cuando Bukta, en broma, le llamaba pequeño general Sahib.
El alojamiento del comandante estaba enfrente del de Chinn, y cuando oyó a su criado hablar entrecortadamente por la sorpresa, miró al otro lado de la habitación. Entonces el comandante se sentó en la cama y silbó; pues resultaba excesivo para sus nervios el espectáculo del más alto oficial nativo comisionado del regimiento, un bhili «puro», un Compañero de la Orden de la India Británica, con treinta y cinco años de servicio inmaculado en el ejército, y una graduación entre su propio pueblo superior a la de muchos nobles bengalíes, haciendo de criado para el oficial subalterno que acababa de incorporarse en último lugar. Las cornetas guturales tocaron llamando a la cena unas notas que tienen detrás una larga leyenda. Primero unas cuantas notas penetrantes, semejantes a los gritos de los batidores desde un refugio lejano, y luego, amplio, lleno y suave, el refrán de la canción salvaje: «¡Y oh, y oh, la legumbre verde de Mundore... Mundore!»

-Todos los niños pequeños estaban en la cama cuando el Sahib escuchaba ese último toque -dijo Bukta dándole a Chinn un pañuelo limpio. La llamada le traía recuerdos de su pequeña cama bajo la red contra los mosquitos, el beso de su madre y el sonido de los pasos que se iba haciendo más débil mientras él se quedaba dormido entre sus hombres. Se prendió el cuello de color oscuro de su nuevo traje para la cena y acudió a cenar como un príncipe que acabara de heredar la corona de su padre.

El viejo Bukta se quedó contoneándose y retorciéndose los bigotes. Conocía su propio valor y ningún dinero ni grado que pudiera concederle el Gobierno le habría inducido a poner los gemelos en las camisas del joven oficial, o a entregarle corbatas limpias. Sin embargo, cuando aquella noche se quitó el uniforme y se acuclilló entre sus compañeros para fumar tranquilamente, les contó lo que había hecho y ellos le dijeron que estaba muy bien. Después Bukta propuso una teoría que a un hombre blanco le habría parecido locura absoluta; pero los susurrantes hombrecillos de la guerra, de cabeza plana, la consideraron desde todos los puntos de vista y pensaron que podía haber mucha razón en ella. En la cena, bajo las lámparas de aceite, la conversación recayó como de costumbre en el tema infalible del shikar; la caza mayor de todo tipo y bajo toda suerte de condiciones. El joven Chinn se quedó con los ojos bien abiertos cuando comprendió que todos sus compañeros habían matado varios tigres al estilo wuddar, es decir, a pie, alardeando de aquello como si se hubiera tratado de un perro.

-En nueve casos de cada diez un tigre es casi tan peligroso como un puercoespín -comentó el coman¬dante-. Pero con el décimo es mejor volverse a casa enseguida.

Con eso se puso fin a la conversación y mucho antes de la medianoche el cerebro de Chinn era un torbellino de historias de tigres: devoradores de hombres y de ganado dedicados cada uno a sus propios asuntos tan metódicamente como los funcionarios de una oficina; tigres nuevos que acababan de llegar a tal o cual distrito; animales antiguos y amigables de gran astucia, conocidos en la mesa por apodos, como «Puggy», que era perezoso, de enormes garras, y «la señorita Malaprop», que aparecía cuando no la esperabas y emitía ruidos femeninos. Después hablaron de las supersticiones de los bhili, un campo amplio y pintoresco, hasta que el joven Chinn empezó a sospechar que debían de estar tomándole el pelo.

-Quizás no seamos muy fieles a los hechos -dijo un oficial sentado a su izquierda-. Lo sabemos todo sobre ti. Eres un Chinn y todo eso, y tienes tus derechos aquí; pero si no crees lo que te estamos diciendo, ¿qué harás cuando el viejo Bukta empiece con sus historias? Conoce relatos sobre tigres fantasmas, y tigres que se han ido al infierno porque han querido; tigres que caminan sobre las patas traseras y también el tigre de montar de tu abuelo. Es extraño que todavía no te haya hablado de eso.
-Sabes que tienes un antepasado enterrado en el camino de Satpura, ¿no? -preguntó el comandante, ante lo que Chinn sonrió con vacilación.
-Claro que sí -contestó Chinn, que se sabía de memoria la crónica del libro de los Chinn. Era un libro antiguo y desgastado que se conservaba en la mesa china lacada de detrás del piano en la casa de Devonshire, y a los niños se les permitía verlo los domingos.
-Bueno, no estoy muy seguro. Tu reverenciado antepasado, según los bhili, tenía un tigre de su propiedad: un tigre con silla de montar sobre el que cabalgaba por el país siempre que le apetecía. No diría que eso sea muy apropiado para el fantasma de un ex recaudador; pero eso es lo que creen los bhili del sur. Incluso a nuestros hombres, de los que podríamos decir que son moderadamente fríos, no les gusta batir esa zona del país si han oído que Jan Chinn corre por ahí sobre su tigre. Se supone que es un animal manchado: no a rayas, sino emborronado, como un gato de concha de tortuga. Es muy salvaje, y signo seguro de guerra, peste o... o algo. Es una agradable leyenda familiar para ti.
-¿Y cuál supone que es su origen? -preguntó Chinn.
-Pregunta a los bhili de Satpura. El viejo Jan Chinn era un poderoso cazador antes del Señor. Quizá fuera la venganza del tigre, o quizá los siga cazando todavía. Uno de estos días puedes ir a su tumba y preguntar. Probablemente Bukta te ayudará en eso. Antes de que tú vinieras tenía miedo de que se diera la mala suerte de que hubieras capturado ya tu tigre. Si no es así, te tomará bajo su protección. Evidentemente, de entre todos los hombres para ti es algo imperativo. Tendrás unos momentos de primera categoría con Bukta.

El comandante no estaba equivocado. Bukta vigilaba ansiosamente al joven Chinn mientras éste hacía la instrucción, y fue notable que la primera vez que el nuevo oficial levantó su voz para dar una orden toda la fila se estremeció. Incluso el coronel retrocedió sorprendido, pues podría haberse tratado de Lionel Chinn recién regresado de Devonshire con una vida nueva. Bukta había seguido desarrollando su peculiar teoría entre sus amigos, que era aceptada como dogma de fe entre las tropas, pues la confirmaba cada palabra y cada gesto del joven Chinn. Muy pronto el anciano dispuso que su pupilo tenía que poner fin al reproche de no haber matado un tigre; pero no se contentaba con ocuparse del primero que acertara a pasar. Era él quien dispensaba la justicia alta, baja y media en las aldeas, y cuando los hombres de su pueblo, desnudos y agitados, venían a él para hablarle de un animal marcado, les ordenaba enviar espías a los lugares de abrevadero y matanza, para asegurarse de que la presa fuera conveniente para la dignidad de un hombre semejante. En tres o cuatro ocasiones, los temerarios rastreadores regresaron diciendo que el animal estaba sarnoso, o era de escaso tamaño, o era una tigresa fatigada por sus cachorros o un macho viejo de dientes rotos, por lo que Bukta tenía que refrenar la impaciencia del joven Chinn. Finalmente localizaron un animal noble: un devorador de ganado de diez pies con una imponente piel suelta a lo largo del estómago, de pellejo brillante y crespo por el cuello, grandes bigotes, alegre y joven. Decían que había destrozado a un hombre por pura diversión.

-Dejadle que se alimente -dijo Bukta, y los aldeanos, obedientemente, le llevaron vacas para divertirle, y para que pudiera descansar en aquella zona.
Príncipes y potentados habían ido en barco a India gastando mucho dinero sólo para ver animales la mitad de hermosos que aquél de Bukta.
-No es bueno -le dijo al coronel al pedirle permiso para ir de caza-, que el hijo de mi coronel, que podría ser... que el hijo de mi coronel perdiera su virginidad con un pequeño animal de la selva. Eso ya podrá hacerlo después. He esperado mucho para encontrar un tigre así. Viene del país de Mair. Dentro de siete días regresaremos con la piel.

Los que estaban a la mesa rechinaron los dientes por la envidia. Si Bukta hubiera querido, les podría haber invitado a todos. Pero se fue a solas con Chinn, a dos días de viaje en un carro de caza y un día a pie, hasta llegar a un valle rocoso y deslumbrante que tenía una laguna con agua muy buena. Hacía un día abrasador, y como era natural el muchacho se desnudó y fue a darse un baño, dejando a Bukta con la ropa. Una piel blanca resalta mucho sobre el telón de fondo de la selva, y lo que Bukta contempló en la espalda y el hombro derecho de Chinn le hizo adelantarse hacia él, paso a paso, con la mirada fija.

«Había olvidado que no es decoroso desnudarse delante de un hombre de su posición», pensó Chinn ocultándose en el agua. «¡Cómo mira el pequeño diablo!»
-¿Qué sucede, Bukta?
-¡La señal! -respondió el anciano con un susurro¬.- No es nada. Ya sabe lo que pasa con mi pueblo.
Chinn se sentía molesto. La marca de nacimiento de un color rojo apagado, algo parecido a una nube de crema tártara convencional, se le había olvidado, pues en otro caso no se habría bañado. En su casa decían que se producía en generaciones alternas, y que curiosamente aparecía ocho o nueve años después del nacimiento, y salvo por el hecho de que formaba parte de la herencia Chinn, no se consideraba hermosa. Fue corriendo hasta la orilla, se vistió de nuevo y siguieron andando hasta encontrarse con dos o tres bhili que inmediatamente se arrojaron al suelo hundiendo en él el rostro.
-Mi pueblo -gruñó Bukta sin condescender a fijarse en ellos-. Y por tanto su pueblo, Sahib. Cuando yo era joven éramos menos, pero no tan débiles. Ahora somos muchos, pero de peor raza. Por lo que soy capaz de recordar. ¿Cómo lo matará, Sahib? ¿Desde un árbol, desde un abrigo que construya mi pueblo, de día o de noche?
A pie y de día-contestó el joven Chinn.
-He oído que ésa era su costumbre -dijo Bukta para sí mismo-. Tendré noticias de él. Y entonces Sahib y yo iremos a buscarle. Yo llevaré una escopeta y Sahib tendrá la suya. No necesitamos más. ¿Qué tigre va a resistirse ante Sahib?

Había sido localizado junto a una pequeña poza de agua en la cabecera de un barranco, saciado y medio dormido bajo el sol de mayo. Se acercaron a él como si se tratara de una perdiz, y se dio la vuelta para luchar por su vida. Bukta no hizo movimiento alguno para levantar el rifle, y mantuvo la vista fija en Chinn, quien se enfrentó al rugido estruendoso de la carga con un solo disparo -mientras contemplaba el ataque le dio la impresión de que habían transcurrido horas que le desgarró la garganta, golpeándole el espinazo por debajo del cuello y entre los hombros. El animal se encogió, se ahogó y cayó, y antes de que Chinn pudiera darse cuenta plenamente de lo que había sucedido, Bukta le ordenó que se quedara quieto todavía, mientras él recorría la distancia entre sus pies y las mandíbulas resonantes.

-Quince pasos, y de los cortos -dijo Bukta-. No es necesario un segundo disparo, Sahib. Sangra limpiamente tal como está y no estropearemos la piel. Les había dicho a ésos que no les necesitaríamos, pero vinieron... por si acaso.

De pronto las pendientes del barranco se llenaron de cabezas de hombres del pueblo de Bukta: una fuerza que podría haber atacado los costados del animal si el tiro de Chinn hubiera fallado; pero sus rifles estaban ocultos, y aparecieron como batidores interesados, unos cinco o seis, aguardando la orden de despellejarlo. Bukta observó cómo desaparecía la vida de aquellos ojos salvajes, levantó una mano y se dio la vuelta sobre sus talones.
-No es necesario mostrar que nos preocupamos -dijo-. Pero después de esto podremos matar lo que queramos. Extienda la mano, Sahib.
Chinn obedeció. Estaba totalmente estabilizada, y Bukta asintió:
-Ésa era también su costumbre. Mis hombres lo desollarán rápidamente. Llevarán la piel al acantona¬miento. ¿Querrá el Sahib venir a mi pobre aldea para pasar la noche, y olvidarse quizá de que soy su oficial?
-Pero esos hombres... los batidores. Han trabajado mucho y quizá...
-Ah, si le quitan la piel con torpeza los despellejaremos a ellos. Ellos son mi pueblo. En el ejército soy una cosa. Aquí soy otra.

Aquello era muy cierto. Cuando Bukta se quitó el uniforme y volvió a ponerse el vestido fragmentario de su pueblo, dejó su civilización en el otro mundo. Aquella noche, tras charlar un poco de sus temas favoritos, se entregó a una orgía; y una orgía bhili no es algo de lo que pueda escribirse con seguridad. Chinn, engreído por su triunfo, se metió en ella, aunque se le quedó oculto el significado de los misterios. Gentes salvajes venían y le llenaban las rodillas de ofrendas. Pasó su botella a los ancianos de la aldea. Éstos fueron muy elocuentes y le pusieron guirnaldas de flores. Le dieron regalos y préstamos, no todos decentes, se escuchaba una música infernal y enloquecedora alrededor de los fuegos, mientras los cantantes entonaban canciones de tiempos antiguos y bailaban danzas peculiares. Los licores aborígenes son muy fuertes y Chinn fue obligado a probarlos a menudo, pero a menos que estuvieran cargados de droga, ¿cómo es que se quedó dormido de pronto y despertó al siguiente día, a mitad de camino desde la aldea?

-El Sahib estaba muy cansado. Poco antes de amanecer se durmió -explicó Bukta-. Los míos le han traído hasta aquí y es la hora de que regresemos al acantonamiento.
La voz suave y deferente, el paso uniforme y silencioso, hacían que pareciera difícil creer que sólo unas horas antes Bukta hubiera estado gritando y dando ca¬briolas con los diablos desnudos de los matorrales.
-Mi pueblo quedó muy complacido de ver al Sahib. Nunca le olvidarán. La próxima vez que el Sahib venga a reclutar hombres, le darán todos los hombres que necesitemos.

Chinn guardó en secreto todo aquello, salvo la cacería del tigre, que Bukta adornó con una lengua desvergonzada. La piel era ciertamente una de las más hermosas que habían colgado nunca en el comedor, y sería la primera de otras muchas. Cuando Bukta no podía acompañar a su muchacho en las cacerías, procuraba ponerle en buenas manos, y Chinn aprendió más acerca de la mente y los deseos de los bhili salvajes en sus marchas y acampadas, en las conversaciones du¬rante el crepúsculo o en la orilla de las lagunas, de lo que podría haber aprendido en toda su vida un hombre sin instrucción. Los hombres del regimiento se fueron atreviendo a hablarle de sus parientes, casi todos ellos en problemas, y a exponerle casos de costumbres tribales. Sentándose en cuclillas en la galería, al crepúsculo, le decían con el estilo sencillo y confidencial de los wuddar que tal soltero se había escapado con tal esposa de una aldea lejana. ¿Cuántas vacas consideraría Chinn Sahib que serían una multa justa? O si llegaba una orden escrita del Gobierno diciendo que un bhili tenía que presentarse en una ciudad amurallada de las llanuras para prestar testimonio en un tribunal, ¿sería prudente no tener en consideración esa orden? Por otra parte, si la obedecía, ¿regresaría vivo el temerario viajero?

-¿Pero qué tengo yo que ver con esas cosas? -le preguntaba Chinn a Bukta con impaciencia-. Soy un soldado, no conozco la ley.
-¡Ja! La ley es para los estúpidos y los blancos. De¬les una orden grande y fuerte y vivirán por ella. Para ellos, el Sahib es la ley.
-Pero ¿por qué?
El semblante de Bukta perdió toda expresión. Posiblemente fue la primera vez que se le ocurrió esa idea:
-¿Cómo puedo saberlo? -contestó-. Quizá sea por el nombre. A un bhili no le gustan las cosas des¬conocidas. Deles órdenes, Sahib, dos, tres o cuatro palabras cada vez, para que puedan recordarlas. Con eso bastará.

Y Chinn les dio órdenes, con valentía, sin tomar conciencia de que una palabra pronunciada con precipitación en la mesa del comedor se convertía en la ley fija e inapelable de las aldeas que estaban más allá de las montañas humeantes: que en realidad no era menos que la ley de Jan Chinn el Primero, quien según la leyenda extendida había regresado a la tierra para vigilar a la tercera generación dentro del cuerpo y la piel de su nieto. No podía existir la menor duda a este respecto. Todos los bhili sabían que la reencarnación de Jan Chinn había honrado el pueblo de Bukta con su presencia después de matar su primer tigre -en esta vida-; que había comido y bebido con el pueblo, tal como él solía hacer; y Bukta debió poner mucha droga en el licor de Chinn, pues todos los hombres habían visto en su espalda y hombro derecho la colérica y rojiza nube volante que los dioses supremos habían puesto en la carne de Jan Chinn el Primero cuando llegó junto a los bhili. Por lo que respecta al estúpido mundo blanco, que carece de ojos, era un joven y delgado oficial de los wuddar, pero su pueblo sabía que era Jan Chinn, el que había convertido al bhili en un hombre; y como lo creían, se apresuraban a transmitir sus palabras cuidando de no alterarlas en el camino. Lo mismo que el salvaje y el niño que juega solitario, a quienes les horroriza que se rían de ellos o los cuestionen, el pueblo pequeño guardaba para sí sus convicciones; y el coronel, que creía conocer a su regimiento, jamás sospechó que todos y cada uno de los seiscientos hombres de pie rápido y ojos pequeños y brillantes que estaban en posición de atención junto a su rifle creían serena e inequívocamente que el subalterno que estaba al lado izquierdo de la fila era un semidiós que había nacido dos veces: era la deidad tutelar de su tierra y su pueblo. Los propios dioses de la tierra habían puesto la marca de la reencarnación: ¿y quién se atrevía a dudar de la maniobra de los dioses de la tierra?

Chinn, que por encima de todo era práctico, vio que su apellido le era muy útil en las filas y en el campamento. Sus hombres no le daban ningún problema -nadie comete faltas militares cuando es un dios el que se sienta en la silla de justicia-, y estaba seguro de contar con los mejores batidores de la región siempre que los necesitaba. Ellos creían estar cubiertos por la protección de Jan Chinn el Primero y en esa creencia eran audaces más allá de los más osados de los bhili. Su alojamiento empezaba a parecerse a un museo de historia natural de un aficionado, a pesar de las cabezas, cuernos y cráneos que había enviado a su casa de Devonshire. El pueblo aprendió de manera muy humana cuál era el lado débil de su dios. Era ciertamente insobornable, pero le encantaban las pieles de pájaros, las mariposas, los escarabajos y, por encima de todo, las noticias de una caza importante. En otros aspectos, vivía según la tradición Chinn. Jamás tenía malaria. Una noche entera sentado sobre una cabra enjaezada en un valle húmedo, que habría producido al comandante un mes entero de malaria, no producía efecto alguno en él. Tal como se decía, «había sido inmunizado antes de nacer». En el otoño de su segundo año de servicio surgió un rumor inquieto que se extendió entre los bhili. Chinn no supo nada de él hasta que un oficial de su misma graduación se lo dijo en la mesa del comedor:

-Tu reverenciado antepasado de la región de Satpura está inquieto. Convendría que lo vigilaras.
-No quisiera ser irrespetuoso, pero estoy un poco harto de mi reverenciado antepasado. Bukta no habla de otra cosa. ¿Qué es lo que está haciendo ahora el anciano?
-Recorriendo el país bajo la luz de la luna a lomos de su tigre procesional. Eso es lo que se dice. Ya lo han visto unos dos mil bhili, brincando por las cumbres del Satpura y asustando mortalmente a la gente. Ellos lo creen devotamente, y todos los tipos de Satpura le veneran en su santuario, quería decir tumba, como buenos fieles. Realmente tendrías que ir allí. Debe de resultar extraño ver que tratan a tu abuelo como a un dios.
-¿Qué te hace pensar que hay la menor verdad en esa historia? -preguntó Chinn.
-El hecho de que todos nuestros hombres lo nieguen. Dicen que nunca han oído hablar del tigre de Chinn. Y eso es una mentira manifiesta, porque todos los bhili han oído hablar de ello.
-Pero hay una cosa que pasa por alto -intervino pensativamente el coronel-. Cuando un dios local reaparece en la tierra es siempre una excusa para problemas de uno u otro tipo; y los bhili de Satpura siguen siendo tan salvajes como los dejó su abuelo, joven. Eso significa algo.
-¿Que pueden tomar el camino de la guerra? -preguntó Chinn.
-No sabría decirlo... todavía. Pero no me sorprendería bastante.
-A mí no me han dicho ni una sílaba.
-Eso refuerza las pruebas. Están ocultando algo.
-Bukta me lo dice siempre todo, como norma general. ¿Por qué no me iba a hablar de eso?
Aquella misma noche, Chinn se lo preguntó directamente al anciano, y la respuesta le sorprendió.
-¿Por qué iba a hablar de lo que es bien sabido? Sí, el tigre nublado está en la región de Satpura.
-¿Y qué piensan los bhili salvajes que significa eso?
-No lo saben. Aguardan. ¿Qué hay que hacer, Sahib? Diga una sola palabra y estaremos contentos.
-¿Nosotros? ¿Qué tienen que ver las historias del sur, donde viven los bhili de la selva, con los hombres de uniforme?
-Cuando Jan Chinn despierta no es momento para que ningún bhili esté quieto.
-Pero no ha despertado, Bukta.
-Sahib -le dijo el anciano con sus ojos llenos de tierno reproche-: si él no desea ser visto, ¿por qué va a salir bajo la luz de la luna? Sabemos que está despierto, pero no lo que él desea. ¿Es un signo para todos los bhili o solamente interesa a las gentes de Satpura? Sahib, diga una sola palabra que pueda transmitir a los soldados y enviar a nuestros pueblos. ¿Por qué ha salido a cabalgar Jan Chinn? ¿Quién ha hecho una mala acción? ¿Es la peste? ¿Es la fiebre maligna? ¿Morirán nuestros hijos? ¿Es una espada? Recuerde, Sahib, que somos su pueblo y sus siervos, y en esta vida le he llevado en mis brazos... sin saber.

«Evidentemente Bukta ha bebido esta noche», pensó Chinn. «Pero si puedo hacer algo para tranquilizar al viejo, debo hacerlo. Es como los rumores del Motín pero a pequeña escala. Se dejó caer en un sillón de mimbre sobre el que había puesto su primera piel de tigre y reposó el cuerpo sobre el cojín de manera que las garras le quedaban por encima de los hombros. Mientras hablaba, las cogía mecánicamente colocándose por encima, a modo de manto, la piel pintada.

-Te voy a decir la verdad, Bukta -dijo inclinándose hacia el frente, con el hocico reseco del animal sobre su hombro, mientras inventaba una mentira plausible.
-Ya veo que es la verdad -le respondió el otro con voz trémula.
-¿Dices que Jan Chinn recorre los Satpura a lomos del tigre nublado? Quizá sea así. Por tanto el signo de maravilla es sólo para los bhili de Satpura, y no afecta a los que aran los campos en el norte y el oriente, los bhili de Khandesh, o cualquier otros, salvo a los de Satpura, quienes por lo que sabemos son salvajes estúpidos.
-Entonces es una señal para ellos. ¿Buena o mala?
-Buena, sin la menor duda. ¿Por qué iba a hacer mal Jan Chinn a aquellos a quienes convirtió en sus hombres? Allí las noches son calurosas; es malo quedarse tumbado en la cama mucho tiempo sin darse la vuelta, y Jan Chinn vigila a su pueblo. Así que se levanta, llama de un silbido a su tigre nublado y sale a pasear un poco, para respirar el aire fresco. Si los bhili de Satpura se quedaran en sus aldeas y no deambularan por ahí después de la oscuridad, no le verían. Ciertamente, Bukta, se trata sólo de que él desea volver a ver la luz en su propio país. Transmite estas noticias al sur y di que es mi palabra.
Bukta se inclinó hacia el suelo. «¡Dios de los cielos!», pensó Chinn. «¡Y este condenado pagano es un oficial de primera categoría, y recto hasta la muerte! Sería mejor que acabara con esto claramente». Pero siguió hablando:
-Si los bhili de Satpura preguntan por el significado de la señal, diles que Jan Chinn quiere ver cómo mantienen sus antiguas promesas de vivir bien. Quizá se han dedicado al saqueo; quizás tienen la intención de desobedecer las órdenes del Gobierno; quizá hay un cadáver en la selva; y por eso Jan Chinn ha acudido a verlo.
-¿Entonces está enfadado?
-¡Bah! ¿Acaso me enfado yo alguna vez con mis bhili? Puedo pronunciar palabras coléricas, y proferir muchas amenazas. Tú lo sabes, Bukta. Te he visto sonreír por detrás. Yo lo sé, y tú lo sabes. Los bhili son mis hijos. Lo he dicho muchas veces.
-¡Ay! Somos tus hijos-dijo Bukta.
-Y no otra cosa le pasa a Jan Chinn, el padre de mi padre. Quería ver de nuevo la tierra y el pueblo que amaba. Es un buen fantasma, Bukta. Lo digo yo. Ve y díselo a ellos. Y espero verdaderamente que con eso se calmen -añadió. Y echando hacia atrás la piel de tigre, se levantó con un prolongado y abierto bostezo que dejó al descubierto sus dientes bien cuidados.
Bukta salió corriendo y fue recibido por un grupo de soldados jadeantes que le interrogaron.
-Es cierto -dijo Bukta-. Se envolvió en la piel y habló desde dentro de ella. Quería ver su país de nuevo. La señal no nos está destinada; y ciertamente es un hombre joven. ¿Cómo iba a pasar ociosamente las noches? Dice que su cama está demasiado caliente y el aire es malo. Va de aquí para allá porque le gusta andar por la noche. Él lo ha dicho.
La asamblea de hombres de bigotes grises se estremeció.
-Dice que los bhili son sus hijos. Sabéis que él no miente. Me lo ha dicho a mí.
-¿Pero qué hay de los bhili de Satpura? ¿Qué significa la señal para ellos?
-Nada. Como ya he dicho, es sólo que sale a pasear por la noche. Cabalga en ella para ver si obedecen al Gobierno, tal como les enseñó a hacer en su primera vida.
-¿Y si no lo hacen?
-Él no dijo nada.
La luz se apagó en el alojamiento de Chinn.
-Mirad -dijo Bukta-. Ahora se va. Como él ha dicho, es un buen fantasma. ¿Cómo íbamos a temer a Jan Chinn, que convirtió al bhili en hombre? Tenemos su protección; y sabéis que Jan Chinn nunca rompió una promesa de protección hablada o escrita en un papel. Cuando sea mayor y haya encontrado una esposa, dormirá en su cama hasta la mañana.

Un oficial en jefe suele darse cuenta del estado mental del regimiento un poco antes que los hombres; y por eso varios días más tarde el coronel dijo que alguien había metido el miedo a Dios en los wuddar. Como él era la única persona titulada oficialmente para hacerlo, le molestó ver una virtud tan unánime.

-Es demasiado bueno para que dure -dijo-. Me gustaría descubrir qué es lo que traman esos tipos.
Le pareció que la explicación estaba en el cambio de la luna, cuando recibió órdenes de estar preparado para «calmar cualquier posible excitación» entre los bhili de Satpura, quienes estaban inquietos, por decirlo suavemente, porque un Gobierno paternal había enviado contra ellos a un vacunador mahratta educado por el estado con lancetas, virus para inocular y una vaquilla con el registro oficial. Según el lenguaje del Estado, habían «manifestado una fuerte objeción a toda medida profiláctica», habían «retenido por la fuerza al vacunador» y «estaban a punto de olvidar o evadir sus obligaciones tribales».

-Eso significa que están aterrados y nerviosos, lo mismo que cuando se hizo el censo -dijo el coronel-. Si hacemos que huyan a las colinas, en primer lugar nunca les cogeremos, y en segundo lugar se lanzarán dando gritos al pillaje y al saqueo hasta nuevas órdenes. Me pregunto quién será el idiota abandonado por Dios que está intentando vacunar a un bhili. Sabía que iba a haber problemas. Menos mal que sólo utilizan cuerpos locales y podemos improvisar algo a lo que demos el nombre de campaña para que se tranquilicen. ¡Tendría gracia que tuviéramos que disparar a nuestros mejores batidores porque éstos no quieran ser vacunados! Sólo están locos de miedo.
-¿No cree, señor, que podría darme un permiso de caza de quince días? -le preguntó Chinn al día siguiente.
-¡Deserción frente al enemigo, por Júpiter! -exclamó el coronel con una risotada-. Podría hacerlo, pero tendría que darle una fecha un poco anterior, pues se nos ha advertido que estemos dispuestos para el servicio, podríamos decir. Sin embargo, supondremos que hizo la petición de permiso hace tres días, y ahora está ya de camino al sur.
-Me gustaría llevarme a Bukta conmigo.
-Por supuesto, claro que sí. Creo que ése será el mejor plan. Tiene usted una especie de influencia hereditaria sobre esos pequeños tipos, y a usted le escucharán, cuando sólo ver nuestros uniformes les volvería salvajes. Nunca ha estado antes en esa parte del mundo, ¿no es cierto? Procure que no le envíen a la bóveda familiar en su juventud e inocencia. Creo que estará usted muy bien si puede conseguir que le escuchen.
-Así lo creo yo, señor; pero si... si accidentalmente ellos... hacen el majadero... podrían, ya sabe... espero que comprenda usted que sólo estaban asustados. No hay un gramo de crueldad auténtica en ellos, y jamás me perdonaría si cualquiera de... se mete en problemas por mi persona.
El coronel asintió, pero no dijo nada.

Chinn y Bukta se marcharon enseguida. Bukta no dijo que desde que el vacunador oficial había sido arrastrado a las colinas por los bhili indignados, un corredor tras otro había ido llegando al acantonamiento para rogar, con la frente sobre el polvo, que acudiera Jan Chinn para explicar ese horror desconocido que pendía sobre su pueblo. El portento del tigre nublado era ya evidente. Jan Chinn tenía que consolar a los suyos, pues la ayuda de un hombre mortal era inútil. Bukta había suavizado el tono de las súplicas convirtiéndolas en una simple petición de la presencia de Chinn. Nada habría complacido más al anciano que una agitada campaña contra los satpuras, a quienes él despreciaba en cuanto que bhili «sin mezcla»; pero tenía un deber ante toda su nación en cuanto que intérprete de Jan Chinn, y creía fervientemente que caerían cuarenta plagas sobre su aldea si faltaba a dicha obligación. Además, Jan Chinn conocía todas las cosas, y cabalgaba sobre el tigre nublado. Cubrieron treinta millas al día a pie y a caballo, alcanzando la línea del Satpura, semejante a una muralla azul, con toda la rapidez posible. Bukta estaba muy silencioso. Poco después del mediodía iniciaron la empinada ascensión, y casi era el crepúsculo cuando llegaron a la plataforma de piedra adherida al costado de una colina agrietada y cubierta por la selva en la que estaba enterrado Jan Chinn el Primero, tal como él había deseado, para poder vigilar desde allí a su pueblo.

Toda India está llena de tumbas olvidadas que datan de principios del siglo XVIII: tumbas de coroneles olvidados de cuerpos hace tiempo desaparecidos; compañeras de indios orientales que habían ido a una expedición de caza y nunca habían regresado; comisionados, agentes, autores y alféreces de la Honorable East India Company a cientos, a miles y decenas de miles. El pueblo inglés olvida pronto, pero los nativos tienen una memoria profunda, y cuando un hombre ha hecho el bien en su vida es recordado después de la muerte. El metro y medio cuadrado de la tumba de Jan Chinn, colocada a la intemperie, estaba cubierto de flores y frutos silvestres, paquetes de cera y de miel, botellas de alcoholes nativos, cigarros infames, cuernos de búfalo y hojas de hierba seca. En un extremo había una tosca imagen de arcilla de un hombre blanco, tocado con una anticuada chistera, cabalgando sobre un tigre manchado. Bukta saludó reverentemente cuando se acercaron. Chinn se descubrió la cabeza y empezó a interpretar la borrosa inscripción. Por lo que pudo leer era así, palabra por palabra y letra por letra:

A la memoria de JOHN CHINN, ESQ.
último recaudador de ...
... in derramamiento de sangre o ... error en el em¬pleo de la autoridad. ... solo ...nte la concil... y la confi... logró el ...otal sometimiento ... un pueblo predador y sin ...ey ...
...eñándoles a ...ar el gobierno mediante una conq... sobre ... mentes el más perma... y racional Modo de domin...
... Gobernador General y Cons... ... al
ha ordenado que és... levantado
... ta vida agosto, diecinueve, 184...

En el otro lado de la tumba había unos versos antiguos, también muy borrosos. Lo que pudo descifrar Chinn decía:

... la banda salvaje
abandonó sus cacerías y ... es la autoridad ...
mendada la tendencia a ... expolio
y ...tiliz... las aldeas demostró su gene... trabajo
la humanid... vigilante ...techos restaur...
una nación sale.. sometida sin espada.

Estuvo algún tiempo inclinado sobre la tumba, pensando en aquel hombre muerto de su propia sangre, y en la casa de Devonshire; luego dijo mirando a las llanuras:
-Sí; es una gran obra, toda ella... incluso mi pequeña parte. Debió haber sabido... Bukta, ¿dónde está mi pueblo?
-Aquí no, Sahib. Ningún hombre viene aquí salvo a plena luz del día. Aguardan arriba. Subamos a ver.
Pero Chinn, que recordaba la primera ley de la diplomacia oriental, con una voz apagada respondió:
-He venido hasta aquí sólo porque el pueblo satpura está loco y no se atreve a visitar nuestras líneas. Ordénales ahora que me aguarden aquí. No soy un criado, sino el amo de los bhili.
-Iré... iré -cloqueó el anciano. Caía la noche y en cualquier momento Jan Chinn podría llamar con un silbido a su temible corcel desde los oscuros matorrales.
Por primera vez en su larga vida Bukta desobedeció entonces una orden legal y abandonó a su jefe; pues no regresó, sino que se quedó en la meseta plana de la colina y les llamó suavemente. Los hombres se agitaron a su alrededor, hombres pequeños y temblorosos con arcos y flechas que desde el mediodía les habían estado viendo a ambos.
-¿Dónde está él? -susurró uno.
-En el lugar que le corresponde. Os ordena que vayáis-dijo Bukta.
-¿Ahora?
-Ahora.
-Podría soltar al tigre nublado sobre nosotros. No iremos.
-Ni yo tampoco, aunque le llevé en mis brazos cuando era un niño en esta vida. Aguardemos aquí hasta que se haga de día.
-Pero seguramente él se enfadará.
-Claro que se enfadará mucho, pues no tiene nada que comer. Pero me ha dicho muchas veces que los bhili son sus hijos. Bajo la luz del sol así lo creo, pero... bajo la luna no estoy tan seguro. ¿Qué locura habéis cometido vosotros, cerdos de Satpura, que tenéis necesidad de él?
-Vino uno hasta nosotros en el nombre del Gobierno con cuchillitos fantasmales y un ternero mágico, para convertirnos en ganado cortándonos en nuestros brazos. Teníamos mucho miedo, pero no matamos al hombre. Está aquí, atado: es un negro; y creemos que viene del oeste. Dijo que era una orden cortarnos a todos con cuchillos: sobre todo a las mujeres y los niños. No oímos que era una orden, por lo que tuvimos miedo, y nos quedamos en nuestras colinas. Algunos de nuestros hombres han cogido caballos y bueyes de las llanuras, y otros cazos de cerámica, ropas y zarcillos.
-¿Ha muerto alguien?
-¿En manos de nuestros hombres? Todavía nadie. Pero los hombres jóvenes van de aquí para allá por los muchos rumores que como llamas prenden en la colina. Envié mensajeros pidiendo que viniera jan Chinn para que no empeoraran las cosas. Este miedo es lo que él presagió con la señal del tigre nublado.
-Él dice que es otra cosa -contestó Bukta; y repitió, ampliándolo, todo lo que le había dicho el joven Chinn en la conversación del sillón de mimbre.
-¿Crees que el Gobierno se echará sobre nosotros? -preguntó finalmente el interrogador.
-Eso no lo sé -replicó Bukta-. Jan Chinn dará una orden y vosotros obedeceréis. El resto es un asunto entre el Gobierno y Jan Chinn. Personalmente sé algo de los cuchillos fantasmales y los cortes. Es un encantamiento contra la viruela. Pero no sé cómo funciona. Ni es algo que te interese a ti.
-Si él se pone entre nosotros y la cólera del Gobierno, obedeceremos absolutamente ajan Chinn, salvo... salvo que no vamos a bajar a ese lugar esta noche.

Oyeron al joven Chinn que desde abajo llamaba a gritos a Bukta; pero tenían miedo y se quedaron quietos, esperando al tigre nublado. La tumba había sido terreno sagrado durante casi medio siglo. Si Jan Chinn decidía dormir allí, ¿quién podía tener más derecho? Pero hasta que llegara la luz del día, no se acercarían a aquel lugar. Al principio Chinn se enfadó mucho, hasta que se le ocurrió que probablemente Bukta tendría una razón (y ciertamente la tenía), y su propia dignidad se vería afectada si le llamaba a gritos sin respuesta. Se apoyó sobre el pie de la tumba y fumando y dormitando alternativamente se fue enorgulleciendo en la cálida noche de ser un Chinn legal, legítimo y a prueba de fiebre. Preparó su plan de acción casi como lo habría hecho su abuelo; y cuando apareció Bukta por la mañana con un generoso suministro de alimentos, no dijo nada de la deserción de la noche anterior. Bukta se habría sentido aliviado con un ataque de cólera humana; pero Chinn terminó sus manjares ociosamente, y después se fumó un puro, antes de hacer señal alguna.

-Tienen mucho miedo -le dijo Bukta, que tampoco se sentía muy audaz-. Sólo queda dar órdenes. Di¬cen que obedecerán si se coloca usted entre ellos y el Gobierno.
-Eso ya lo sé -dijo Chinn encaminándose lentamente hacia la meseta. Allí estaban algunos de los hombres más ancianos, de pie en un semicírculo irre gular abierto en un claro; pero la mayor parte del pueblo, con las mujeres y los niños, se había ocultado en la espesura. No deseaban enfrentarse al primer ataque de cólera de Jan Chinn el Primero.

Sentándose sobre un fragmento de roca partida, se fumó su puro hasta el final, oyendo a los hombres respirar con fuerza a su alrededor. Después gritó, haciendo que todos se pusieran en pie de un salto:
-¡Traed al hombre que estaba atado!
Tras un griterío y agitación apareció un vacunador hindú, temblando de miedo, atado de pies y manos tal como los antiguos bhili acostumbraban atar a las víctimas del sacrificio humano. Con precaución, fue llevado ante su presencia; pero el joven Chinn no le miró.
-Dije el hombre que estaba atado. ¿Es una broma el traerme a uno atado como un búfalo? ¿Desde cuándo pueden los bhili atar a la gente a su placer? ¡Cortad la cuerda!
Media docena de cuchillos presurosos cortaron las correas, y el hombre se arrastró delante de Chinn, quien se apropió de su caja de lancetas y tubos de virus para la inoculación. Después, barriendo el semicírculo con un dedo índice, y voz de cumplido, dijo claramente:
-¡Cerdos!
-¡Ay! -susurró Bukta-. Ahora habla él. ¡Pobre del pueblo estúpido!
-He venido a pie desde mi casa -al oír esto la asamblea se estremeció- para aclarar un asunto que cualquiera que no sea un bhili de Satpura habría visto con ambos ojos desde lejos. Conocéis la viruela, que deja hoyos y cicatrices en vuestros hijos, hasta que parecen panales de avispas. Es una orden del Gobierno que quien sea arañado en el brazo con estos cuchillitos que yo sostengo en alto ha recibido un encanta¬miento contra Ella . Todos los Sahibs han recibido este encantamiento, y también muchos hindúes. Ésta es la marca del encantamiento. ¡Mirad! -Se subió la manga hasta las axilas y mostró las cicatrices blancas de la señal de la vacunación sobre la blanca piel-. Venid todos y mirad.

Algunos valientes se acercaron y asintieron sabiamente con un movimiento de cabeza. Era evidente que allí había una señal, y sabían bien que otras señales terribles estaban ocultas por la camisa. Jan Chinn fue misericordioso por no haber proclamado allí y entonces su divinidad.
-Todas estas cosas os las dijo el hombre al que atasteis.
-Lo hice... cien veces; pero me respondieron con golpes -se quejó el vacunador, frotándose las muñecas y tobillos.
-Pero como sois cerdos, no le creísteis; y por eso he venido yo aquí para salvaros, primero de la viruela, después de la gran locura del miedo, y finalmente, quizás, de la cuerda y la cárcel. Aquí no hay beneficio para mí; aquí no hay placer para mí; pero en el nombre de aquel que está allí, y convirtió al bhili en hombre -en ese momento señaló colina abajo-, yo, que soy de su sangre, el hijo de su hijo, he venido a cambiar a su pueblo. Y hablo la verdad, como lo hizo Jan Chinn.

Entre la multitud brotó un murmullo reverente y los hombres fueron saliendo de la espesura en grupos de dos y de tres para unirse al grupo. No había cólera en el rostro de su dios.

-Éstas son mis órdenes. (¡Quiera el cielo que las acepten, aunque hasta ahora parece que les he impresionado!) Yo mismo me quedaré entre vosotros mientras este hombre os araña el brazo con un cuchillo, según la orden del Gobierno. En tres días, quizás en cinco o en siete, vuestros brazos se hincharán, os picarán y quemarán. Es ése el poder de la viruela que lucha en vuestra sangre contra las órdenes del Gobierno. Por eso me quedaré entre vosotros hasta que vea que la viruela ha sido vencida, y no me iré hasta que los hombres, las mujeres y los niños pequeños me enseñen en sus brazos la marca que yo os he enseñado a vosotros. Traigo conmigo dos rifles muy buenos, y a un hombre cuyo nombre es conocido entre los animales y los hombres. Cazaremos juntos, él y yo, y vuestros hombres jóvenes y los demás comerán y se estarán quietos. Ésa es mi orden.

Se produjo una larga pausa mientras la victoria estaba en juego. Un viejo pecador de pelo blanco, sosteniéndose sobre una pierna inquieta, dijo con voz aguda:

-Necesitamos un kowl -protección- por algunos caballos, bueyes y otras cosas. No fueron tomados según los modos del comercio.
La batalla había sido ganada y John Chinn respiró aliviado. Los jóvenes bhili habían atacado, pero si se actuaba rápidamente todo podía arreglarse.
-Escribiré un kowl en cuanto los caballos, los bueyes y las otras cosas sean contados ante mí y devueltos al lugar de donde salieron. Pero primero pondremos la señal del Gobierno en los que no hayan sido visitados por la viruela -y en tono bajo añadió al vacunador-. Si muestra que tiene miedo, amigo mío, nunca volverá a ver Poona.
-No hay vacunas suficientes para toda esta población-dijo el hombre-. Han matado al ternero.
-No se darán cuenta de la diferencia. Ráspeles a todos y deme un par de lancetas; yo atenderé a los más ancianos.

El viejo que había pedido la protección fue la primera víctima. Cayó ante la mano de Chinn y no se atrevió a gritar. En cuanto fue liberado, trajo a rastras a un compañero, le sujetó y la crisis se convirtió, por así decirlo, en un juego de niños; pues el que había sido vacunado perseguía al que no lo había sido para llevarlo ante el tratamiento, afirmando que toda la tribu debía sufrir por igual. Las mujeres chillaron y los niños escaparon gritando; pero Chinn se reía y ondeaba la lanceta de punta rosada.

-Es un honor -gritó-. Bukta, diles qué gran honor es que yo mismo les haga la señal. Pero yo no puedo señalar a todos, el hindú debe hacer también su trabajo, aunque tocaré todas las señales que él haga para que haya una virtud igual en ellas. Así es como los rajput prenden a los cerdos. ¡Eh, hermano tuerto! Coge a esa joven y tráela aquí. No tiene que escapar todavía, pues no está casada y no la pretendo en matrimonio. ¿No quiere venir? Entonces será avergonzada por su hermanito, un muchacho gordo, un muchacho valiente. Extiende su brazo como un soldado. ¡Mira! Él no se acobarda ante la sangre. Algún día estará en mi regimiento. Y ahora, madre de muchos, te tocaremos a ti ligeramente, pues la viruela ha estado aquí antes que nosotros. Es algo cierto que este encantamiento acaba con el poder de Mata. Ya no habrá más rostros con agujeros entre los satpura, y así podréis pedir muchas vacas por cada joven que se case.

Y siguió hablando y hablando de ese modo, con la fluencia de un vendedor que habla a borbotones, adornándolo con proverbios de caza bhili y relatos de su propio y tosco humor, hasta que las lancetas se quedaron sin filo y los dos vacunadores estuvieron fatigados. Pero como la naturaleza es la misma en todo el mundo, los que no habían sido vacunados sintieron envidia de sus camaradas señalados, y empezaron a pelearse por ello. Entonces Chinn se declaró tribunal de justicia, dejó de ser junta médica, y realizó una investigación formal de los últimos robos.

-Somos los ladrones de Mahadeo -se limitaron a decir los bhili-. Es nuestro destino y estábamos asustados. Cuando estamos asustados siempre robamos.

Simple y directamente, como los niños, relataron el saqueo, de todo salvo de dos bueyes y algunas botellas de alcohol que se habían perdido -Chinn prometió re poner éstas de su propio bolsillo-, y diez cabecillas fueron enviados a las tierras bajas con un documento maravilloso, escrito en la hoja de un cuaderno, y dirigido a un comisario ayudante de distrito de la policía. Tal como Jan Chinn les advirtió, había desdicha en esa nota, pero cualquier cosa era mejor que la pérdida de la libertad. Armados con esa protección, los atacantes arrepen¬tidos descendieron de las colinas. No tenían el menor deseo de encontrarse con el señor Dundas Fawne, de la policía, de veintidós años y rostro alegre, ni deseaban volver a visitar la escena de sus robos. Tomando un camino medio, acudieron al campamento del único capellán gubernamental que podía asistir a los diversos cuerpos irregulares en una región de unos cuarenta mil metros cuadrados, y se plantaron ante él entre una nube de polvo. Lo conocían como sacerdote, y lo que era más importante, le consideraban un buen deportista que paga generosamente a sus batidores. Cuando leyó la nota de Chinn se echó a reír, lo que para ellos fue un buen presagio, hasta que llamó a los policías, quienes se llevaron a un establo los caballos y los bueyes y trataron duramente a tres miembros de la sonriente banda de los ladrones de Mahadeo. El propio capellán les trató magistralmente con una fusta de montar. Aquello fue doloroso, pero Jan Chinn lo había profetizado. Se sometieron, pero como tenían miedo de la cárcel no abandonaron la protección escrita. En el camino de regreso se encontraron con el señor D. Fawne, quien había oído hablar de los robos y no estaba contento.

-Ciertamente -dijo el miembro de más edad de la banda cuando hubo terminado la segunda entrevista-, ciertamente la protección de Jan Chinn nos ha permitido conservar la libertad, pero es como si hubiera muchos golpes en un pequeño trozo de papel. Deshagámonos de él.

Uno de ellos se subió a un árbol y metió la carta en una grieta a doce metros del suelo, donde no podría hacer daño. Calientes, doloridos pero felices, al día siguiente los diez regresaron junto a Jan Chinn, que estaba sentado entre los intranquilos bhili, todos mirándose el brazo derecho, y todos aterrorizados de que su dios no les hiciera el favor de arañarles.

-Fue un buen kowl-dijo el jefe-. Primero el capellán, que se echó a reír, nos quitó lo que habíamos saqueado y golpeó a tres de nosotros, tal como estaba prometido. Después nos encontramos con Fawne Sahib, que estaba muy serio y nos preguntó por los saqueos. Le contamos la verdad y nos pegó a todos, uno tras otro, y nos dijo cosas muy escogidas. Luego nos dio estos dos paquetes -en ese momento le entregó una botella de whisky y una caja de puros- y nos fuimos. El kowl se ha quedado en un árbol, porque tiene la virtud de que en cuanto se lo enseñamos a un Sahib nos azota.
-Pero de no ser por ese kowl todos estaríais de camino a la cárcel con un policía a cada lado -le contestó Jan Chinn con severidad-. Ahora haréis de batidores para mí. Éstos se sienten infelices y nos iremos de caza hasta que estén bien. Esta noche haremos una fiesta.

Está escrito en las crónicas de los bhili de Satpura, junto con otras muchas cosas que no son adecuadas para aparecer impresas, que durante cinco días, a partir del día que les había puesto la señal encima, Jan Chinn el Primero cazó para su pueblo; y en las cinco noches de aquellos días la tribu se emborrachó total y gloriosamente. Jan Chinn compró alcohol del país de una fuerza terrible, y mató jabalíes y ciervos innumerables, para que si alguno caía enfermo tuvieran dos buenas razones para ello. Entre los dolores de cabeza y los de estómago no tuvieron tiempo para pensar en sus brazos, pero siguieron a Jan Chinn obedientemente por la selva, y cada día que pasaba recuperaban la confianza y hombres, mujeres y niños iban regresando a hurtadillas a sus pueblos cuando pasaba el pequeño ejército. Llevaban con ellos la noticia de que era bueno y correcto ser arañado con los cuchillos fantasmales; que Jan Chinn se había reencarnado verdaderamente como un dios de la comida y la bebida gratuitas, y que de todas las naciones los bhili de Satpura eran los que primero estaban en su favor, aunque para ello tenían que evitar rascarse. A partir de entonces, ese amable semidiós estaría relacionado en su mente con grandes comilonas y con la vacuna y las lancetas de un Gobierno paternal.

-Mañana regresaré a mi casa-dijo Jan Chinn a sus escasos fieles, quienes no se dejaban vencer ni por el alcohol, ni por el exceso de comida ni por las glándulas hinchadas. Era difícil que los niños y los salvajes se comportasen reverentemente en todo momento ante los ídolos de sus creencias, y se habían divertido excesivamente con Jan Chinn. Por eso la referencia a su casa entristeció al pueblo.
-¿Y el Sahib no regresará? -preguntó el que había sido vacunado primero.
-Eso habrá de verse -contestó Chinn cautamente.
-Pero mejor venga como hombre blanco: como el hombre joven a quien conocemos y amamos; pues como sabe muy bien, somos un pueblo débil. Si volvemos a ver su... su caballo... -estaban tratando de cobrar valor.
-No tengo caballo. Vine a pie con Bukta, desde allí. ¿A qué te refieres?
-Ya lo sabe... aquello que ha elegido como caballo para la noche -los hombrecillos se agitaban por el miedo y el temor.
-¿Caballo de noche? Bukta, ¿qué es esto último?
Bukta había sido un jefe silencioso en presencia de Chinn desde la noche de su deserción, y agradeció una pregunta que le daba una oportunidad.
-Ellos lo saben, Sahib -susurró-. Es el tigre nublado. El que viene del lugar en donde durmió una vez. Es su caballo... como lo ha sido estas tres generaciones.
-¡Mi caballo! ¡Eso era un sueño de los bhili!
-No es un sueño. ¿Acaso los sueños dejan rastros de anchas garras en la tierra? ¿Por qué tiene dos rostros ante su pueblo? Ellos saben de las cabalgadas nocturnas, y ellos... ellos...
-Tienen miedo, y querrían que acabara.
-Si ya no tiene necesidad de él -añadió Bukta asintiendo-. Es su caballo.
-¿Entonces deja un rastro? -dijo Chinn.
-Lo hemos visto. Es como una carretera de pueblo bajo la tumba.
-¿Puedes encontrarlo y seguirlo por mí?
-A la luz del día... si alguien viene con nosotros y sobre todo está cercano.
-Yo estaré cerca, y me encargaré de que Jan Chinn no vuelva a cabalgar más.

Los bhili gritaron las últimas palabras una y otra vez. Desde el punto de vista de Chinn se trataba de una caza ordinaria: colina abajo, entre rocas rajadas y agrietadas, quizás insegura si un hombre no mantenía la razón fría, pero no peor que otras veinte en las que había participado. Y sin embargo sus hombres -se negaban absolutamente a batir y sólo rastreaban- sudaban con cada movimiento. Señalaban las huellas de unas garras enormes que, siempre colina abajo, iban hasta unos cientos de pies más allá de la tumba de Jan Chinn, desapareciendo en una cueva de boca estrecha. Era una camino insolentemente abierto, una carretera doméstica abierta sin la menor intención de ocultamiento.

-El mendigo debe estar pagando renta e impuestos -murmuró Chinn antes de preguntarse si los gustos de su amigo se encaminaban hacia el ganado o el hombre.
Al ganado -le respondieron-. Dos vaquillas por semana. Se las llevamos hasta el pie de la colina. Es su costumbre. Si no lo hiciéramos podría buscarnos a nosotros.
-Chantaje y piratería -dijo Chinn-. No sé si meterme en la cueva para perseguirle. ¿Qué deberemos hacer?
Los bhili retrocedieron cuando Chinn se colocó tras una roca, con el rifle dispuesto. Sabía que los tigres son animales tímidos, pero uno que lleva tanto tiempo siendo alimentado suntuosamente con ganado podría resultar excesivamente audaz.
-¡Éste habla! -susurró uno que tenía detrás-. También conoce.
-¡Bien, seamos audaces con ese ser infernal! -exclamó Chinn. De la cueva salió entonces un gruñido colérico, un desafío directo-. Sal pues -gritó Chinn-. ¡Sal de ahí! Veamos cómo eres.

El animal sabía muy bien que existía alguna relación entre los bhili desnudos y oscuros y su pitanza semanal; pero el yelmo blanco de la luz del sol le molestaba, y además no le gustaba la voz que interrumpió su descanso. Perezosamente, como una serpiente saciada, se arrastró fuera de la cueva y se quedó bostezando y parpadeando en la entrada. Cuando la luz del sol cayó sobre su costado derecho, Chinn se sorprendió, pues nunca había visto un tigre con esas marcas. Salvo la cabeza, llamativamente cruzada por rayas, era moteado: no a rayas, sino moteado como un caballito-balancín infantil con fuertes tonos de negro ahumado sobre dorado rojizo. La parte del vientre y la garganta, que debían haber sido blancos, eran anaranjados, y negras la cola y las garras. Su mirada se fijó despreocupada durante unos diez segundos y luego, deliberadamente, bajó la cabeza, la mandíbula inferior cayó y se retrajo, y miró fijamente al hombre. Como consecuencia de ello adelantó el arco redondeado del cráneo, cruzado por dos anchas bandas, y bajo éstas brillaban sus ojos, que ya no parpadeaban; y así, mientras se quedaba con la cabeza adelantada, mostró algo que se asemejaba a una máscara de pantomima diabólicamente burlona. Era un acto de mesmerismo natural que ya había puesto en práctica muchas veces frente a sus presas, y aunque Chinn no fuera en absoluto una vaquilla aterrada, se quedó sorprendido un momento, quieto por la extraordinaria rareza del ataque. La cabeza -pues el cuerpo parecía como algo que arrastrara atrás-, la cabeza feroz y craneana, se fue acercando mientras oscilaba sobre la hierba la colérica punta del rabo. Los bhili habían desaparecido a izquierda y a derecha, dejando a Jan Chinn para que sometiera él solo a su propio caballo.

-¡Válgame Dios! -susurró-. ¡Está tratando de asustarme! -y entonces disparó entre los ojos semejantes a platos, dando un salto lateral tras el disparo.

Una masa enorme que apestaba a carroña pasó tosiendo a su lado colina arriba, y él la siguió con discreción. El tigre no hizo intento alguno de dirigirse a la selva: buscaba visibilidad y aire, con el hocico alzado, la boca abierta, lanzando al aire la gravilla con sus tremendas patas delanteras.

-¡Tocado! -dijo John Chinn viendo la fuga-. Si fuera una perdiz habría caído al suelo. Debe de tener los pulmones llenos de sangre.

El animal había saltado por encima de una roca cayendo al otro lado, fuera del alcance de la vista de Chinn. Éste vigilaba con un cañón preparado. Pero el rastro rojizo conducía tan rectamente como la trayectoria de una flecha hacia la tumba de su abuelo, y allí, entre las botellas de alcohol aplastadas y los fragmentos de la imagen de barro, acabó su vida con una agitación y un gruñido.

-Si mi digno antepasado pudiera ver esto -exclamó John Chinn-, estaría orgulloso de mí. Los ojos, la mandíbula inferior y los pulmones. Un tiro realmente bueno -silbó llamando a Bukta, mientras pasaba la cinta métrica por encima del cuerpo, que iba quedándose rígido-. ¡Diez... seis... ocho... por Júpiter! Casi cuatro... pongamos cuatro. Patas delanteras, seis... uno y medio... dos y medio. Una cola corta, además; un metro. ¡Pero qué piel! ¡Ay, Bukta! ¡Bukta! Que vengan los hombres con los cuchillos, rápido.
-¿Está indudablemente muerto? -preguntó detrás de una roca una voz atemorizada.
-No fue así como maté mi primer tigre -contestó Chinn-. No creía que Bukta fuera a escapar. No tenía una segunda escopeta.
-Es... es el tigre nublado -dijo Bukta haciendo caso omiso del insulto-. Está muerto.

Chinn no podía saber si todos los bhili de Satpura, vacunados o sin vacunar, se habían acercado para ver la cacería, pero la ladera entera de la colina se llenó de hombrecillos que gritaban, cantaban y pateaban el suelo. Y sin embargo, hasta que él mismo dio el primer corte en la espléndida piel ni un solo hombre sacó un cuchillo; y cuando cayeron las sombras escaparon de la tumba teñida de rojo y hasta el amanecer no hubo manera de persuadirles para que regresaran. De modo que Chinn pasó una segunda noche al descubierto, defendiendo al animal muerto frente a los chacales, y pensando en su antepasado. Regresó a los valles inferiores acompañado por el canto triunfal de un ejército de escolta de trescientos hombres fuertes, con el vacunador mahratta muy pegado a su lado, y la piel toscamente secada llevada como un trofeo delante de él. Cuando el ejército, de manera repentina y sin hacer ruido, desapareció como lo hace la codorniz entre el maíz, comprendió que estaba cerca de la civilización, y al dar una vuelta en el camino se encontró con el campamento de un ala de su propio ejército. Dejó la piel sobre la parte trasera de un carro para que el mundo la viera y buscó al coronel.

-Tienen toda la razón -le explicó seriamente-. No hay un gramo de maldad en ellos. Sólo estaban asustados. He vacunado a todos y les gustó muchísimo. Señor... ¿qué estamos haciendo aquí?
-Eso es lo que estoy tratando de averiguar -contestó el coronel-. No sé todavía si somos parte de una brigada o de una fuerza policial. Aunque creo que podríamos considerarnos fuerza policial. ¿Cómo consiguió que se vacunara un bhili?
-Bueno, señor, he estado pensando en ello, y por lo que he podido averiguar tengo una especie de influencia hereditaria sobre ellos.
-Eso ya lo sé, de lo contrario no le habría enviado: pero ¿cómo exactamente?
-Es algo de lo más raro. Por lo que he podido averiguar parece ser que soy mi propio abuelo reencarnado, y he estado perturbando la paz del país por cabalgar por las noches sobre un tigre. De no haber hecho tal cosa no creo que hubieran puesto objeciones a la vacunación; pero las dos cosas juntas fueron más de lo que podían soportar. Y por ello, señor, les he vacunado y he matado a mi tigre-caballo como una especie de prueba de buena fe. Nunca vio una piel semejante en toda su vida.
El coronel se tiraba de los bigotes pensativamente.
-Y ahora, ¿cómo demonios voy a incluir eso en mi informe?

Ciertamente la versión oficial de la huida antivacunación de los bhili no decía nada sobre el teniente John Chinn, su divinidad. Pero Bukta lo sabía, el cuerpo de ejército lo sabía, y todos los bhili de las colinas de Satpura lo sabían. Y ahora Bukta está ansioso porque John Chinn se case pronto y legue sus poderes a un hijo; pues si falla la sucesión de los Chinn, y los pequeños bhili se quedan solos con su imaginación, habrá nuevos problemas con los satpura.


La ventana esquinera de mi primo. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

A mi pobre primo le pasa lo mismo que al conocido Scorron. Al igual que éste, tampoco mi primo puede valerse de sus pies a causa de una pertinaz enfermedad. Así, pues, con ayuda de una muleta firme y del brazo vigoroso de un lisiado huraño al que le gusta hacer de enfermero, mi primo va de la cama al sillón acolchado y del sillón a la cama. Pero mi primo tiene algo más en común con aquel francés que dotado de un humor superior a lo común del ingenio francés ocupa un sitio incuestionable dentro de la literatura de ese país, a pesar de lo escaso de sus obras. Al igual que Scorron, mi primo también escribe, y posee también un espíritu notablemente vivaz y un humor extraordinario y singular.

Pero para el buen nombre del escritor alemán, hay que hacer notar que jamás ha considerado necesario condimentar sus pequeños platos picantes con asafétida para hacerles cosquillas en el paladar a sus lectores alemanes, a quienes no les apetece en absoluto. Le basta el condimento noble, que alimenta al mismo tiempo que da buen sabor. La gente lee con gusto lo que él escribe; se dice que es bueno y entretenido. Yo de eso no entiendo nada: Me solazaba y o con la conversación amena de mi primo, y prefería escucharlo a leer sus libros. Pero justamente esa inclinación irreprimible hacia el arte de escribir ha tenido para mi primo nefastas consecuencias.

La terrible enfermedad no logró impedir el raudo rodar de la fantasía que seguía trabajando en su interior creando siempre cosas nuevas. Así pues solía contarme, todo tipo de historias graciosas que ideaba a pesar de su inmenso dolor. Pero el demonio maligno de la enfermedad le había destruido el camino que tenía que seguir el pensamiento hasta aparecer configurado en el papel. No bien se proponía mi primo escribir alguna cosa, no sólo los dedos fracasaban en la tarea, sino que la idea misma desaparecía, se esfumaba. Así pues, mi primo cayó en la más negra melancolía.

"¡Prima!", me dijo una vez con un tono de voz que me asustó. "Todo está terminado para mí. Se me ocurre que soy como aquel viejo pintor trastornado por la locura que se pasaba los días ante un lienzo enmarcado alabando ante quienes iban a visitarlo las incomparables bellezas del magnífico cuadro que acababa de pintar. ¡Se acabó, se acabó la vida activa, creadora, que fluye de mí para configurarse en una forma exterior y consagraciarse con el mundo! Mi espíritu se recluye en su celda."

Desde entonces mi primo ya no-se dejó ver por nadie. El viejo lisiado huraño nos echaba desde la puerta gruñendo y refunfuñando como un fiero perro guardián. Tengo que aclarar que mi primo vive en un piso bastante alto, en habitaciones bajas y pequeñas. Eso es típico de poetas y escritores. ¿Qué importa el techo bajo? La fantasía levanta vuelo de todos modos y se construye una cúpula alta y alegre que llega hasta el cielo azul. Así pues, la estrecha. habitación del poeta es como aquel inmenso jardín de diez pies cuadrados encerrado entre cuatro paredes: no es amplia ni es larga, pero tiene una altura considerable. Además, la casa de mi primo está ubicada. en la parte más bonita de la ciudad, frente a la inmensa feria rodeada de lujosas construcciones y en cuyo centro brilla el magnífico edificio del teatro, de genial arquitectura. La casa de mi primo está justo en una esquina, y desde la ventana de un pequeño gabinete abarca de una sola mirada todo el espectáculo de la inmensa feria. Y justamente era día de feria cuando abriéndome paso entre el abigarrado gentío caminaba yo por la calle desde la que ya de lejos puede divisarse la ventana esquinera de mi primo. No me sorprendió poco ver en aquella ventana el conocido gorro rojo que éste solía usar en sus viejos tiempos; y ya más cerca, pude observar también que lucía una suntuosa bata de Varsovia y fumaba en su pipa turca de los domingos. Le hice señas con el brazo, con el pañuelo; logré que me viera y me saludó cordialmente. ¡Cuántas esperanzas!

Subí las escaleras con la velocidad de un rayo. El lisiado me abrió la puerta. Su cara parecía por lo común un guante mojado lleno de arrugas y apergaminado, pero algunos rayos de sol lo habían alisado un poco transformándolo en una careta pasable. Dijo que el señor estaba sentado en la mecedora y que se le podía hablar. El cuarto estaba limpio, y en el biombo había adherido un cartel donde estaban escritas en grandes caracteres estas palabras:

Et si male nunc, non olim sic erit.
Todo era señal de nuevas esperanzas y renovada fuerza vital.
"¡Ah!" exclamó mi primo cuando entré al gabinete. "¡Por fin llegas, primo! ¿Sabes? Realmente tenía ganas de verte. Pues a pesar de que te importen un pito mis obras inmortales, de todos modos te aprecio mucho porque eres un espíritu vivaz al que se puede entretener, aunque uno no sea entretenido."

Sentí que me ruborizaba al escuchar el sincero cumplido de mi primo.
"Tú crees", continuó sin prestar atención a mi bochorno, "que estoy en franca mejoría, o incluso tal vez completamente restablecido. ¡De ningún modo! Mis piernas son vasallos desleales que se han rebelado contra la cabeza de su señor y no quieren tener nada que ver con el resto de mi estimado cadáver. Eso significa que no puedo moverme de mi sitio y ando con mucha gracia de un lado a otro en esta silla de ruedas, mientras mi viejo lisiado me silba las marchas más melodiosas de sus años de guerra, como acompañamiento. Pero esta ventana es mi consuelo. Aquí volvió a revelarse para mí la vida más variada, y me he reconciliado con su hacer sin pausa. ¡Ven aquí, primo! Mira hacia afuera."

Me senté frente a mi primo en un pequeño taburete que cabía justo delante de la ventana. La vista era en verdad extraña y sorprendente. Toda la feria parecía una masa única y abigarrada de gente, y daba la impresión de que si se arrojaba sobre ella una manzana, jamás podría llegar al suelo. Los colores más diversos resplandecían a la luz del sol dispuestos como en pequeñas manchitas. Se me ocurría que todo era como un inmenso cantero de tulipanes mecidos por el viento, y para mis adentros tuve que aceptar que el panorama era realmente bonito pero aburrido, si bien podía producir cierto vértigo a personas excitadas, similar a la agradable sensación que provoca la cercanía del sueño. En ello residía para mí el placer que procuraba a mi primo aquella ventana, y se lo hice saber abiertamente. Pero mi primo se llevó las manos a la cabeza, y entre nosotros se suscitó este diálogo:

MI PRIMO: ¡Primo, primo! Bien veo ahora que no arde en ti ni la más mínima chispa de talento literario. Te falta el requisito principal para poder seguir alguna vez los pasos de tu digno primo inválido, esto es: un ojo que realmente mire. Aquella feria no ofrece para ti nada más que el espectáculo de una muchedumbre colorida y caótica que se mueve sin ningún sentido. ¡Ja, ja, amigo!, para mí se despliega allá el escenario más variado de la vida burguesa, y mi espíritu -como un bizarro Callot, o un moderno Chadowiecki- realiza un boceto tras otro cuyos trazos son a menudo bastante audaces. ¡Arriba, primo! Voy a ver si consigo enseñarte por lo menos los rudimentos del arte de ver. Mira hacia abajo, a la calle. Aquí tienes mi lente. ¿Ves esa mujer de atuendo un poco extravagante, con una enorme canasta en su brazo, que en intenso diálogo con el vendedor de cepillos parece estar concertando negocios domésticos diversos a los referidos al alimento del cuerpo?

YO: Ya la he visto. Tiene un pañuelo de estridente color limón atado a la cabeza como un turbante, y su rostro, al igual que toda su persona, indican claramente que es francesa. Posiblemente se quedó después de la última guerra y está haciendo su agosto aquí.
MI PRIMO: No está mal. Seguro que el hombre tiene que agradecer una buena ganancia a alguna rama de la industria francesa, y con ello su mujer podrá llenar bien su canasta con los mejores productos. Ahora se mete entre el gentío. Trata de seguir su intrincado recorrido sin perderla de vista; el pañuelo amarillo te servirá de guía.
YO: ¡Ah! ¡Cómo parte en dos a la masa ese punto amarillo ardiente! Ahora está cerca de la iglesia, ahora está comprando algo en los puestos... se fue... ¡oh!, la he perdido... no. . . allá atrás aparece de nuevo, en el puesto de aves; toma un ganso desplumado, lo toca con mano de experta.
MI PRIMO: ¡Bien! Fijar la vista es requisito indispensable para una buena percepción. Pero en vez de tratar de enseñarte de manera aburrida un arte que es casi imposible aprender, déjame que te muestre un montón de cosas divertidas que suceden ante nuestros ojos. ¿Ves esa mujer que allá en la esquina se abre paso con los codos aunque la congestión no es muy grande?
YO: ¡Qué figura estrafalaria! Un sombrero de seda que desafía con su informalidad caprichosa cualquier dictado de la moda: las plumas de colores se mecen al viento... una túnica corta de seda cuya tonalidad retorna a la nada originaria, encima un chal bastante decente, el borde del vestido amarillo le llega hasta los tobillos, medias azules amarronadas, zapatos abotinados; y detrás de ella una criada elegante con dos canastas, una red de pescar y una bolsa de harina ... ¡Dios me ampare! ¡Qué miradas furibundas lanza aquella persona sedosa! ¡Con qué rabia se introduce por donde hay más gente! ¡Cómo toca todo, verdura, fruta, carne! ¡Cómo mira, y mete la mano, y discute y no compra nada!
MI PRIMO: A esa persona que nunca falta en los días de feria la he bautizado el ama de casa furibunda. Se me ocurre que ha de ser la hija de un burgués rico, quizá de un conocido jabonero, cuya mano y anexos ha conquistado no sin esfuerzos un pequeño secretario privado. El cielo no la ha dotado de gracia ni de belleza, pero según dicen los vecinos, era la muchacha más casera y ahorrativa de todo Berlín. Y realmente, es tan ahorrativa y hace economías diariamente de manera tan espantosa que el pobre secretario está totalmente consternado, y él mismo querría irse al demonio. A toda hora se toca con timbales y trompetas todo el registro de notas de las compras, los encargos, las reventas y las múltiples necesidades de la casa, y así pues la economía doméstica del secretario privado es como un mecanismo de relojería a cuerda que toca constantemente una sinfonía enloquecida compuesta por el mismo diablo. Más o menos cada cuarto día de feria acompañan nuevas tríadas.

¡Sapienti sat! Mira... pero, ¡oh, oh, ese grupo que se está formando merecería ser eternizado por el lápiz de un Hogarth! ¡Mira, primo, hacia la tercera entrada del teatro!

YO: Un par de viejas sentadas en sillitas bajas, todos sus trastos extendidos ante ellas en un cesto voluminoso... una de ellas vende trapos de colores, mercadería para engañar a ojos estúpidos, y la otra tiene un arsenal de zoquetes azules y grises, lana para tejer, etc. Se acercan una a la otra, se susurran algo al oído. Una de ellas toma una tacita de café; la otra, absorbida por el tema de la conversación, parece haber olvidado la ginebra que recién iba a tomarse. ¡Un par de fisonomías realmente llamativas! ¡Qué manera de gesticular con los brazos flacos y huesudos!
MI PRIMO: Esas dos mujeres siempre se sientan juntas, y a pesar de que sus mercaderías no dan pie a ninguna competencia y por lo tanto tampoco a ningún tipo de envidia profesional, hasta hoy se han mirado siempre con malos ojos, y si no me falla mi diestro conocimiento de la fisonomía, se han lanzado mutuamente indirectas maliciosas y sarcásticas. ¡Oh, mira, mira, primo! Son cada vez más carne y uña. La, que vende trapos comparte una tacita de café con la que vende medias. ¿Qué significa eso? ¡Ya lo sé! Hace pocos minutos se acercó a la canasta, traída por los trapos de colores, una muchachita de no más de dieciocho años, linda como la luz del sol, cuyo aspecto y modales dejaban traslucir educación y pudorosa pobreza. Había visto un pañuelo blanco con un borde de colores que quizás en ese momento le hacía buena falta. Regateó un poco; la vieja puso en juego todas las artes de la astucia mercantil mientras extendía el pañuelo y dejaba que los colores brillaran al sol. Llegaron a un acuerdo. Pero cuando la pobre sacó las pocas monedas del pañuelo en que las tenía envueltas, el dinero no le alcanzaba. Con las mejillas ardientes y lágrimas en los ojos, la muchacha se alejó tan rápido como pudo, mientras la vieja, con una carcajada burlona, doblaba otra vez el pañuelo y lo metía en la canasta. Durante este episodio deben haberse suscitado expresiones notables. Pero la otra diabla conoce a la pequeña y sabe bosquejar la triste historia de una familia empobrecida como una crónica de frivolidades y quizá también de delitos que divierte a la tendera engañada. Seguramente ésta retribuía con una taza de café alguna calumnia grosera.
YO: En todo lo que dices, querido primo, puede que no haya ni una pizca de verdad, pero cuando miro a las dos mujeres, todo me resulta tan verosímil gracias a tu animada descripción, que tengo que creerlo, me guste o no.
MI PRIMO: Antes de alejarnos de los muros del teatro, echemos todavía un vistazo a aquella mujer gorda y cordial, de mejillas rebosantes de salud, que con una tranquilidad y una calma estoica está sentada en una sillita de paja, con las manos metidas bajo el delantal, y que sobre lienzos blancos tiene extendida una gran variedad de cucharas, cuchillos y tenedores bruñidos, loza fina, platos y soperas de porcelana de forma algo anticuada, tazas de té, cafeteras, artículos de punto y qué se yo cuántas cosas más, de manera tal que sus mercancías, probablemente rejuntadas en pequeñas subastas, configuran un verdadero orbis pictus . Ella escucha las ofertas del comprador sin un gesto, y sin importarle que la venta se haga o no. Vende al mejor postor y saca la mano de debajo del delantal para tomar el dinero del cliente, que se sirve por sí mismo lo que ha comprado y se lo lleva. Es una vendedora paciente y sensata con buenas perspectivas en su negocio. Cuatro semanas atrás todo lo que tenía para vender era más o menos media docena de medias finas de algodón e igual cantidad de vasos. Cada vez que se abre la feria, su negocio crece, y el hecho de que no se traiga una silla mejor y siga como siempre con las manos bajo el delantal, indica que posee un espíritu prudente y no adopta una actitud de soberbia a causa de su buena fortuna. ¡No sé por qué se me ocurre de pronto una idea tan burlesca! Ahora mismo estoy pensando que un diablillo malicioso se ha acurrucado bajo la silla de la vendedora -al igual que el que en la página de Hogarth se esconde bajo la silla de la beata- y, envidioso de su buena fortuna, le serrucha con disimulo y perfidia las patas de la silla. ¡Plum ! La vendedora se cae sobre sus vasos y porcelanas y se acabó el negocio. Eso sería literalmente una bancarrota.
YO: En verdad, querido primo, ya me has enseñado a observar mejor. Mientras dejo que mi mirada se deslice por entre el hormigueo colorido de la gente, me saltan a la vista una y otra vez jóvenes muchachitas que acompañadas de cocineras pulcramente vestidas con canastos amplios y relucientes, andan por la feria haciendo las compras. El atuendo a la moda de las muchachas, todo su aspecto, no deja lugar a dudas: pertenecen por lo menos a lo más distinguido de la burguesía. ¿Qué hacen ellas en la feria?
MI PRIMO: La explicación es sencilla. Desde hace unos pocos años se ha hecho costumbre que incluso las hijas de los más altos funcionarios vayan a la feria para aprender en la práctica lo que dentro de la economía doméstica se refiere a la compra de provisiones.
YO: Es realmente una costumbre loable que seguramente producirá notables beneficios en la conducción del hogar.
MI PRIMO: ¿Te parece? Yo opinó lo contrario. ¿Qué otra finalidad puede tener el hecho de hacer las compras uno mismo, sino cerciorarse de la calidad de la mercadería y conocer los precios reales de los productos de la feria? Las cualidades, aspecto y características de una buena verdura, de un buen trozo de carne, etc., aprende a distinguirlas el ama de casa muy de otra manera, y el ahorro de esos pocos centavitos, que ni siquiera es tal, porque la cocinera acompañante se ha puesto de acuerdo en secreto con los vendedores, no compensa en absoluto las desventajas que puede traer aparejadas la visita a la feria. Jamás expondría por unos pocos centavos a mi hija al riesgo de escuchar alguna obscenidad, o de tener que aguantarse, metida entre la gentuza, la respuesta indecorosa de alguna mujer o de algún tipo vulgar. Y luego, por lo que toca a las especulaciones de ciertos jovenzuelos que suspiran de amor montados a caballo y vistiendo capas azules, o a pie con sayales amarillos de cuello negro, la feria es... ¿Pero mira, primo, mira! ¿Qué te parece la muchacha que viene por allí, cerca de la bomba de agua, acompañada de una cocinera bastante vieja? ¡Toma mi lente, primo, toma mi lente!
YO: ¡Ah! ¡Qué criatura! La gracia, la gentileza personificadas, pero baja los ojos, como avergonzada. Cada paso que da es vacilante, temeroso; permanece tímida junto a su acompañante, que empuja a la gente para abrirle paso. La voy siguiendo, la cocinera se detiene ante los cajones de verdura, regatea, empuja a la pequeña para que se acerque; ella, mirando para otro lado, saca rápido el dinero de su bolsita y paga, contenta de desligarse pronto del asunto. No se me va a escapar porque tiene un chal rojo... parece que no encuentran lo que buscan; por fin, por fin se detienen ante el puesto de una mujer que vende verdura fresca en bonitos canastos. Toda la atención de la deliciosa criatura se centra en un canasto lleno de hermosas coliflores, ella misma elige una y se la pone a la cocinera en la cesta ... ¡¿Qué?!, ¡qué desvergonzada!... Sin más trámite la cocinera saca la col del canasto, vuelve a ponerlo en el cajón de la verdulera y escoge otro, mientras sacude impetuosamente la cabeza ornada con una cofia diciendo que no, y deja ver que recrimina a la pequeña que por primera vez había querido elegir algo por su cuenta.
MI PRIMO: ¿Qué te parece que puede sentir esa niña, a quien quieren imponerle una tarea doméstica totalmente opuesta a sus tiernas inclinaciones? Conozco a la deliciosa niña: es la hija de un alto consejero de hacienda; una criatura natural, libre de toda afectación, animada de un verdadero sentido femenino y dotada de esa inteligencia siempre alerta, y el delicado tacto que caracteriza a las mujeres de ese tipo.
¡Ah, primo! Esto es lo que yo llamo una feliz coincidencia. Aquí viene doblando la esquina la contraparte exacta de aquella imagen. ¿Que te parece esta muchacha, primo?
YO: ¡ Ah, qué figura esbelta y encantadora! Joven, ágil, mira a todo el mundo con ojos resueltos, despreocupados. En el cielo siempre brilla el sol, en el aire hay siempre alegres melodías. ¡Cómo se abre paso con osadía, sin ninguna timidez, por entre la abigarrada masa de gente! La criada que la sigue con la canasta no parece mayor que ella, y entre ambas reina cierta cordialidad. La damisela luce bonitos vestidos, el chal es de última moda, el sombrero hace juego con todo su arreglo matinal, como también el vestido, de corte muy sentador ... Todo muy bonito y muy correcto. ¡Oh!, ¿qué veo? La señorita lleva zapatos blancos de seda... ¡Viejas zapatillas de baile en la feria! En general, cuanto más observo a la muchacha, tanto más noto algo muy particular que no podría definir. Es cierto; al parecer está haciendo las compras con ferviente interés; elige y elige, regatea, conversa, gesticula, todo con tanta vitalidad que raya casi en la excitación; pero se me ocurre que busca algo más que provisiones.
MI PRIMO: ¡Bravo, bravo, primo! Tu mirada se va aguzando según veo. Mira: a pesar de su atuendo a la moda, la agilidad de sus movimientos, las zapatillas de baile en la feria te tendrían que haber revelado que la pequeña damisela pertenece al cuerpo de baile, o por lo menos al teatro. Qué es lo que está buscando es algo que tal vez pronto descubriremos. ¡Ah! Eso es. Mira la calle querido primo, un poco hacia la derecha, y dime a quién ves en la vereda, delante del hotel, donde casi no hay gente.
YO: Veo a un joven alto y flaco con un corto sayal amarillo de cuello negro y botones bruñidos. Tiene puesta una pequeña gorra roja con bardados de plata; por debajo desbordan bonitos rizos negros, casi demasiado abundantes. El pequeño bigote negro subraya no poco la expresión de su semblante pálido, de delicadas facciones masculinas. Lleva un portafolios bajo el brazo (indudablemente, un estudiante camino al colegio, pero se ha quedado 'ahí como petrificado, con la mirada inmóvil, fija en la feria, y parece haber olvidado el colegio y todo lo que lo rodea.
MI PRIMO: Así es, querido primo. Todo su, pensamiento está pendiente de nuestra pequeña actriz. El momento ha llegado; se acerca al puesto de frutas, donde se exhiben
las mercancías más apetitosas, y parece preguntar por frutas que casualmente no hay. Es del todo imposible que una mesa bien servida carezca de frutas. Nuestra pequeña comediante tiene pues que terminar sus compras' para el almuerzo de su casa en la frutería. Una manzana redonda de rojas mejillas se le desliza con picardía de entre los deditos: el de amarillo se inclina, la recoge... Una leve y graciosa reverencia de la pequeña hada del teatro y ya la conversación se ha iniciado; consejos mutuos y ayuda en la harto difícil elección de las naranjas, completa el encuentro y la relación iniciada seguramente ya antes, en tanto que inmediatamente se organiza la deliciosa cita que sin duda se repite y se- varía de mil maneras.
YO: ¡Que el estudiante siga cortejando y eligiendo naranjas! No me interesa en absoluto, y menos aún cuando en la esquina del teatro, donde vende sus flores la florista, ha vuelto a aparecer aquella criatura angelical, la hija del consejero de hacienda.
MI PRIMO: No me gusta en absoluto mirar hacia el lado de las flores, querido' primo, y por una razón muy especial. La vendedora, que por lo común tiene los más hermosos
ramos de claveles, rosas y otras flores menos conocidas, es una muchacha muy bonita y amable que aspira a cultivar su espíritu. En cuanto tiene un momento libre, lee con avidez libros que, por su encuadernación, pertenecen al ejército literario de Kralowski, que difunde victorioso la luz de la educación espiritual hasta los últimos rincones de la Resistencia. Una florista lectora es un espectáculo irresistible para un escritor ameno. Así fue que un día, hace mucho tiempo, al pasar frente al puesto de la florista (que vende flores todos los días, y no sólo cuando hay feria), me detuve sorprendido al ver a la lectora. Estaba sentada entre un denso follaje de geranios en flor con un libro abierto sobre la falda, sosteniendo la cabeza entres las manos. En ese instante, el héroe debía de estar en evidente peligro, o por lo menos en un momento culminante de la acción, porque las mejillas de la muchacha ardían y sus labios temblaban; parecía completamente aislada del mundo. Primo, voy a confesarte sin miramientos la singular debilidad de un escritor. Estaba como atado a ese sitio; iba de un lado a otro. ¿Qué estará leyendo la muchacha? Ese pensamiento no me dejaba en paz. Mi espíritu de escritor se conmovió y me hacía cosquillas el pensamiento de que pudiera ser una de mis obras la que transportaba así a la muchacha al fantástico mundo de mis ensoñaciones. Por fin cobré ánimo, me acerqué y le pregunté cuánto costaba un ramo de claveles que estaba algo alejado. Mientras ella iba a buscarlo, dije yo: "¿Qué lee usted, señorita?" y tomé el libro que ella había dejado. ¡Oh, cielos! Era realmente una obrita mía,... La muchacha trajo las flores y me dijo el precio. ¡Qué flores ni qué ramo! En aquel momento la muchacha era para mí un público mucho más valioso que todo el elegante mundo de la Resistencia. Agitado, conmovido por los más dulces sentimientos autorales, le pregunté con aparente indiferencia qué opinaba del libro.

"¡Ah, mi estimado señor!", replicó la muchacha. "Es un libro muy gracioso. Al principio uno se hace un poco de lío, pero después es como si se estuviera dentro."

Para mi no poca sorpresa, me relató la muchacha mi cuento con tal claridad que era evidente que debía haberlo leído varias veces; volvió a decir que era un libro muy gracioso, que algunas veces la había hecho reír mucho y otras veces le había dado ganas de llorar. Me aconsejó que en caso de que yo no lo hubiese leído todavía, fuera a buscarlo esa tarde a lo del señor Kralowski, porque justamente ella iba a devolverlo. Entonces debía llegar el golpe de efecto: Con la mirada baja, con una voz comparable por la dulzura a la miel hiblea, con la sonrisa radiante de autor pleno de gozo, le susurré: "Aquí, dulce criatura, aquí está el autor del libro que tanto la divierte, ante usted, en carne y hueso". La muchacha abrió grandes los ojos, y se quedó mirándome muda, con la boca abierta. Interpreté esto como la expresión del inmenso asombro, del alegre susto ante la repentina aparición entre los geranios del genio sublime cuya capacidad creativa ha engendrado una obra como esa. Quizá, pensé al ver que la muchacha no cambiaba su expresión, quizá no cree en absoluto en la feliz casualidad que ha traído a su lado al famoso autor de... Procuré entonces probarle por todos los medios que el autor del cuento y yo éramos una y la misma persona, pero era como si se hubiese quedado petrificada, y de sus labios no brotaba más que: "Mm -ah -o sea que -como". Mas, ¡cómo podría describirte lo ultrajado que me sentí en aquel momento! Resulta que a la muchacha no se le había ocurrido jamás que los libros que leía tenían que ser escritos previamente. El concepto de escritor, de poeta, le era absolutamente desconocido, y en realidad creo que si hubiera preguntado un poco más, habría manifestado la ingenua creencia infantil de que Dios hace crecer los libros como los hongos. Totalmente abatido volví a preguntarle cuánto costaban los claveles. Entretanto, a la muchacha debió habérsele ocurrido alguna otra oscura idea acerca de la elaboración de los libros, porque mientras yo contaba el dinero, me preguntó con toda candidez y naturalidad si yo hacía todos los libros en lo del señor Kralowski. Me fui de ahí con mis claveles más rápido que una flecha.

YO: ¡Primo, primo! A eso lo llamo yo una condenada vanidad de autor. Pero mientras me contabas tu trágica historia, no quitaba los ojos de mi adorada criatura. Sólo en el puesto de las flores le dejó el insolente demonio cocinero elegir con toda libertad. La huraña institutriz de la cocina había apoyado la pesada canasta en el suelo, y se hallaba entregada, con otras tres colegas, al inefable placer de la conversación, cruzando a veces los brazos gordos, o poniéndose en jarras, según parecía exigirlo la retórica externa del diálogo, y creo a pies juntillas que debía de ser muy sabroso. Mira un poco qué hermoso ramillete ha elegido aquel ángel adorable; lo hace llevar por un chico robusto. ¿¡Qué!? No, no, eso ya no me -gusta tanto: en el camino va comiendo cerezas que saca de la canastita. ¿Cómo se conciliará el delicado paño de batista que seguro la recubre por dentro, con la jugosa fruta?
MI PRIMO: Al apetito juvenil del momento no le importan las manchas de cereza, que se pueden quitar con oxalato de potasa y otros recursos caseros muy eficaces. Y justamente esa libertad recobrada a la que se abandona, librándose de los tormentos de la maligna feria, es expresión de la naturalidad infantil.

Pero desde hace un buen rato estoy observando a aquel hombre que es para mí un enigma indescifrable: el que está parado contra la segunda bomba de agua, junto al coche desde el que una campesina vende mermelada de ciruelas barata que saca de una enorme barrica. Pero antes, primo, observa un poco la agilidad de la mujer, que armada con una larga cuchara de madera, despacha primero las ventas grandes de libra, media libra y cuarto, y recién entonces reparte con la velocidad de un rayo a los golosos que le tienden sus cartuchos, y alguno que otro también la gorra, esa cucharada que saborean inmediatamente como si fuese la más espléndida colación matinal. ¡Caviar del pueblo! Al ver a la vendedora que distribuye hábilmente la mermelada con su cuchara de madera, me viene a la memoria algo que escuché cuando era chico: que en una boda de ricos campesinos todo había sido tan espléndido que el delicioso arroz con leche espolvoreado con azúcar, canela y clavo de olor, había sido repartido con un rastrillo. Los dignos comensales no tenían más que abrir tranquilamente la boca para recibir su porción, y así todo marchaba como en el país de Cucaña. Pero primo, ¿descubriste al hombre del que te hablaba?

YO: ¡Por supuesto! ¿Quién cuernos será ese personaje extravagante? ¡Un hombre de por lo menos seis pies de alto, flaco como un espárrago, que para colmo está ahí parado, tieso como una estaca, y que tiene una joroba en la espalda! Por debajo del sombrerito de tres picos aplastado asoma la cocarda de una red que luego se adhiere a la espalda haciéndase amplia. La capa gris de corte anticuado se ajusta al cuerpo sin un solo plieguecito, cerrada por delante de arriba hasta abajo con botones, y recién cuando el hombre empezó a caminar junto al carro pude notar que lleva pantalones y medias negras, y enormes hebillas de metal en los zapatos. ¿Qué habrá en esa caja cuadrada que lleva con tanto cuidado bajo el brazo izquierdo, y que tanto se parece al cajón de un ropavejero?
MI PRIMO: Enseguida lo sabrás; obsérvalo atentamente.
YO: Abre la caja... el sol brilla dentro... reflejos luminosos... la caja está forrada de metal... se saca el sombrero y se inclina casi con reverencia ante la mujer de la mermelada... qué rostro tan original y expresivo ... labios finos y apretados... nariz aguileña... grandes ojos oscuros... cejas espesas y muy arqueadas... frente amplia ... cabello negro... el toupet en coeur con ricitos almidonados sobre las orejas... Le extiende la caja a la campesina que se la llena sin más de mermelada, y se la devuelve con un saludo amable ... Tras volver a inclinarse ante la mujer, el hombre se aleja... se dirige al barril de los arenques... abre una gaveta de su caja, introduce algunos pescados que compró, y vuelve a cerrar la gaveta ... Un tercer compartimiento está destinado al perejil y un cuarto a las especias, según veo. Ahora atraviesa la feria en distintas direcciones con un andar solemne, hasta que vuelve a detenerlo el abundante surtido de aves desplumadas expuestas sobre un mostrador. También aquí hace unas cuantas reverencias antes de empezar las compras, conversa largo y tendido con la mujer, que lo escucha amablemente, apoya con cuidado su caja en el suelo y toma dos patos que mete con toda comodidad en la faltriquera. ¡Cielos! También un ganso (al pavo sólo le echa amorosas miradas, pero no puede evitar hacerle una caricia con el dedo índice y el mayor), luego levanta rápido su caja, saluda a la mujer inclinándose con desmesurada cortesía y se aleja apartándose con violencia del objeto que tienta su avidez... Ahora va directamente hacia los puestos de carne, ¿será un cocinero que tiene que preparar un banquete? Compra una pierna de ternera que va a parar también a la faltriquera... Por fin ha terminado con sus compras. Toma ahora la Charlottenstrasse con un aire tan solemne y extraño que parece un hombre llegado de algún lejano país.
MI PRIMO: Ya me he roto bastante la cabeza con este extraño personaje. ¿Qué te parece mi hipótesis, primo? El hombre es un viejo profesor de dibujo que se ha ganado la vida dando clase en escuelas mediocres, y quizá todavía lo haga. Amasó una buena fortuna con todo tipo de ingeniosas empresas; es avaro, desconfiado, espantosamente cínico, y solterón. Sólo venera a un dios el estómago. Todo su placer consiste en comer bien, se entiende que solo y en su cuarto; no tiene servidumbre. Él mismo hace las compras. En los días de feria, como has podido comprobar, adquiere las provisiones para cuatro días, y él mismo se prepara la comida en la cocinita que está pegada a su cuartucho; luego devora todo con un apetito casi salvaje, ya que con su método el cocinero acierta siempre con los gustos del señor. También habrás observado, querido primo, con qué habilidad ha adaptado una vieja caja de dibujo convirtiéndola en canasta para hacer las compras.
YO: ¡Fuera con ese hombre repelente!
MI PRIMO: ¿Por qué repelente? También tiene que haber tipos como ése, dice un' hombre de mucha experiencia, y no le falta razón, porque la variedad no es nunca lo suficientemente variada. Pero si tanto, te disgusta el hombre, querido primo, puedo proponerte otra hipótesis respecto de quién es y qué hace. Cuatro franceses, parisienses para más dato -un profesor de lengua, un profesor de esgrima, un profesor de danza y un pastelero-, llegaron a Berlín por la misma época en sus años mozos, e hicieron aquí su buena fortuna, como no podía ser de otro modo (al revés de lo que sucedía a fines del siglo pasado). Desde el momento en que se conocieron en el coche que los llevaba a Berlín, los cuatro se hicieron íntimos amigos, carne y uña, y después de cada jornada se reunían por las noches como verdaderos viejos franceses; así, mientras cenaban frugalmente, conversaban con animación. Las piernas del profesor de baile se entumecieron; con los años, los brazos del profesor de esgrima perdieron su vigor; los rivales del profesor de lengua lo vencieron haciendo gala del más moderno dialecto de París, y las ingeniosas creaciones del pastelero fueron superadas por confiteros más jóvenes, formados por los gastrónomos más extravagantes de París.

Entretanto, cada uno de los miembros del cuarteto fiel había amasado su buena fortuna. Entonces los cuatro se mudaron a una casa amplia, muy bonita aunque un poco apartada; abandonaron sus ocupaciones, y convivían así fieles a la antigua usanza francesa, entretenidos y sin problemas, porque supieron evitar hábilmente las preocupaciones de aquella época desafortunada. Cada uno tiene su tarea, mediante la cual beneficia y deleita a la comunidad: el profesor de baile y el de esgrima visitan a sus viejos alumnos que, por haber ejercido una práctica de gran jerarquía, son oficiales ya retirados de alto rango, chambelanes y mayores de la corte, etc., y así reúnen las novedades del día para tener siempre tema en sus conversaciones. El profesor de lengua revuelve las tiendas de antigüedades y rescata más y más obras francesas, de aquellas cuya lengua y estilo aplaudió la Academia. El pastelero se ocupa de la cocina; él mismo hace las compras y también prepara la comida, tarea en la que lo ayuda un viejo criado francés. Además, se ocupa de lavar los platos un muchacho rubicundo que los cuatro fueron a buscar a los Orphelins Francais cuando murió la vieja francesa sin dientes que, de institutriz, había descendido a fregona. Allá va el pequeño llevando en un brazo un canasto con panecillos, y en el otro uno lleno de lechuga. Así pues, he transformado al repelente profesor alemán de dibujo en un simpático pastelero francés, y creo que esta nueva personalidad le sienta muy bien.

YO: Esta invención honra a tu talento literario, querido primo. Pero desde hace ya algunos minutos me saltan a la vista aquellas grandes plumas que surgen por encima del abigarrado gentío. Por fin aparece la persona entera, cerca de la bomba de agua: una mujer grande, delgada, de aspecto agradable -el abrigo de pesada seda color rosa es flamante, el sombrero, de última moda, el lazo que lo adorna, de hermosas puntillas, los guantes, de cabritilla blanca-. ¿Qué habrá llevado a una dama tan elegante, posiblemente invitada a un déjeuner, a meterse entre la gente de la feria? ¿Cómo? ¿También ella está haciendo compras? Se detiene y le hace señas a una vieja sucia y harapienta -viva imagen de la miseria en la hez del pueblo- que la sigue renqueando dificultosamente con un canasto medio destartalado en el brazo. La dama elegante le hace señas en la esquina del teatro, para darle una limosna al soldado ciego que está allí contra el muro. Se quita con dificultad el guante de la mano derecha. ¡Dios santo! se asoma un puño rojo que todavía conserva forma masculina. Pero sin elegir mucho, la dama le pone al ciego una moneda en la mano y se va rápido hasta el medio de la Charlottenstrasse, donde empieza a caminar con paso majestuoso, y sin preocuparse ya por su mísera acompañante enfila por la Charlottenstrasse hacia los tilos.
MI PRIMO: La mujer ha dejado la canasta en el suelo para descansar. De una ojeada podrás ver todo lo que aquella dama elegante ha comprado.
Yo: Es en realidad bastante peculiar. Un repollo, un montón de papas, algunas manzanas, un pancito, algunos arenques envueltos en papel, un queso de oveja que no tiene aspecto muy apetitoso, un hígado de carnero, un pequeño rosal, un par de chinelas, un calzador, ¡qué diablos!
MI PRIMO: ¡Basta, basta con la de rosa, primo! Observa atentamente al ciego aquel a quien la frívola hija de la perversión acaba de darle una limosna. ¿Hay acaso una imagen más conmovedora del dolor humano inmerecido, de la resignación más devota consagrada a Dios y a la propia suerte? Apoyado contra el muro del teatro, las manos huesudas, flacas, dobladas sobre un bastón colocado a un paso delante de él para que los imprudentes no lo atropellen al pasar, el rostro de palidez cadavérica erguido, la gorra de reservista encasquetada sobre los ojos. Allí permanece inmóvil en el mismo sitio desde la mañana temprano hasta que la feria termina.
YO: Pide limosna, y sin embargo los soldados ciegos, lisiados de guerra, gozan de especial atención.
MI PRIMO: Te equivocas. Ese pobre hombre es el criado de una mujer que vende verdura en la feria, y que pertenece a la clase más baja de las verduleras, porque las más distinguidas se hacen llevar la verdura en carros. Este ciego trae cada mañana de feria los cajones llenos de verdura, como si fuera una bestia de carga, y a tal punto viene cargado, que el peso casi lo derriba; sólo con dificultad consigue mantenerse en pie y caminar con pasos vacilantes ayudándose con el bastón. La mujer grandota y robusta a quien sirve, o que quizá sólo lo usa para que le lleve la verdura hasta la feria, apenas si se molesta en tomarlo del brazo y ayudarlo a llegar hasta donde está ahora. Allí le quita los cajones de la espalda; ella misma se los lleva, y deja al ciego ahí parado sin preocuparse por él en lo más mínimo hasta que la feria termina, y entonces vuelve a cargarle los cajones vacíos o semivacíos.
Yo: Es notable que a un ciego se lo reconozca inmediatamente aunque no tenga los ojos cerrados y ninguna otra señal revele su ceguera, por la postura erguida de la cabeza, tan propia, que parece denota un empeño constante por ver algo en la noche que los rodea.
MI PRIMO: Para mí no hay nada tan conmovedor como un ciego que con la cabeza erguida parece mirar a lo lejos. Ha caído ya para el pobre la última tarde de la vida, pero su ojo interior ya procura descubrir la luz eterna que brilla para él desde el más allá, plena de fe y de esperanza. Pero me estoy poniendo demasiado serio. El reservista ciego me procura cada vez que hay feria un verdadero tesoro de observaciones. Notarás, querido primo, cuán vivamente se expresa con este pobre hombre la compasión de los berlineses. A menudo pasan a su lado largas hileras de gente, y nadie deja de darle una limosna. Pero todo reside en el modo de dársela. Observa durante un rato, querido primo, y cuéntame lo que ves.
Yo: Aquí vienen justamente tres, cuatro, cinco criadas grandotas y rudas; los canastos excesivamente cargados casi les lastiman los brazos gordos y un poco azulados; tienen motivo para apurarse, así se libran de tanto peso. Y sin embargo cada una de ellas se demora un instante, mete la mano en la canasta y le pone al ciego una moneda en la mano sin mirarla siquiera. Ese gasto es inevitable y está ya incluido en el presupuesto del día de feria. ¡Muy bien!

Ahí viene una mujer cuyo atuendo, y todo su aspecto, indica claramente que es rica y vive bien: se detiene ante el lisiado, saca su monedero, busca y busca; ninguna moneda le parece bastante pequeña para el acto de caridad que se ha propuesto realizar - llama a la cocinera - resulta que también a ella se le acabaron los centavitos - tiene que pedir cambio a las verduleras -, por fin aparece el centavo para la dádiva - entonces le golpea al ciego la mano, para que se dé cuenta de que le van a dar algo - él abre la palma - la caritativa señora le pone la moneda y le cierra el puño para que no se le vaya a perder el espléndido regalo.

¿Por qué caminará aquella simpática niña de un lado a otro con pequeños saltitos, acercándose cada vez más al ciego? ¡Ah! Le ha puesto una moneda en la mano con tal rapidez, que seguramente no lo ha notado nadie más que yo, que la tengo en el foco de la lente; seguro que no era un centavito lo que le dio.

Ese hombre alegre, cebado, de capa marrón, que viene caminando tan tranquilo por allá es seguramente un rico burgués. También él se para delante del ciego y le habla largo y tendido, impidiendo que otra gente se acerque y le dé limosnas; por fin saca una gran bolsa verde de dinero del bolsillo, la desata no sin trabajo, y hurga entre las monedas con tanto ímpetu que se oye hasta aquí. Parturiunt montes!" Pero realmente quiero creer que ese noble amigo del hombre, conmovido por la imagen de la miseria, saca el último centavo. Con todo, me parece sin embargo que no es poco lo que recauda el ciego en los días de feria, y lo que me sorprende es que reciba todo sin dar la menor señal de agradecimiento. Sólo un movimiento casi imperceptible de los labios indica que dice algo, que ha de ser gracias, pero eso solamente de vez en cuando.

MI PRIMO: Ahí tienes la expresión más absoluta de total resignación: ¿de qué le sirve al ciego el dinero? No puede usarlo. Sólo en manos de otro, en quien debe poner toda su confianza, cobra éste su valor. Puede ser que me equivoque, pero me parece que la verdulera a la que le lleva los cajones es un mal bicho que maltrata al pobre ciego, aunque posiblemente sea ella la que recaude todo el dinero que él recibe. Cada vez, cuando trae de vuelta los cajones, rifle con el ciego y lo hace en mayor o menor grado, según le haya ido con sus ventas. El rostro mortalmente pálido del ciego, su aspecto demacrado, sus harapos, permiten sospechar que su situación es bastante miserable, y sería asunto de un filántropo activo investigar esta relación más en detalle.
YO: Al echar una ojeada sobre toda la feria veo que los carros de harina, que parecen carpas cubiertos con esas lonas, ofrecen un espectáculo pintoresco porque constituyen para la mirada un refugio a cuyo alrededor el variado gentío se configura en grupos definidos.
MI PRIMO: También conozco la contraparte de los carros blancos de harina, de los enharinados mozos del molino y las muchachas de rosadas mejillas, cada una de ellas una bella molinara.

En verdad que, con mucha pena, echo de menos a una familia de carboneros que solía armar su puesto junto al teatro, derecho frente a mi ventana, y que parece haber sido trasladada ahora al otro lado. El conjunto está compuesto por un hombre grandote, robusto, de rostro expresivo y rasgos enérgicos, fuerte, casi brutal en sus movimientos, en fin: tina fiel imagen de aquellos carboneros que suelen aparecer en las novelas. En realidad te digo que si me encontrara con ese hombre en un bosque solitario me daría miedo, y nada valoraría más en el mundo que una disposición amistosa de su parte hacia mi persona. A este hombre se contrapone como segundo miembro del grupo, en violento contraste, un tipo de no más de cuatro pies de alto con una curiosa joroba, que es la gracia en persona. Bien sabes, primo, que hay gente de aspecto muy singular: a primera vista se da uno cuenta de que son jorobados, pero al mirarlos más de cerca no se puede precisar dónde tienen realmente la joroba.

YO: Eso me recuerda la cándida frase de un ingenioso militar que estuvo en tratos por cuestiones de negocios con un engendro de esos, .y para quien lo indescifrable de la caprichosa constitución del hombre aquel era un verdadero enigma. "Este tipo", dijo una vez, "tiene una joroba; pero dónde la tiene, el diablo lo sabrá".
MI PRIMO: La naturaleza tenía pensado hacer de mi pequeño carbonero un hombrón de como siete pies de altura, por lo que dejan ver sus manos y pies gigantescos, casi te diría los más grandes que he visto en mi vida. Este hombrecito, vestido con una capa de cuello enorme, está moviéndose constantemente; salta y camina de un lado a otro con una agilidad desagradable; una vez está aquí, al momento, allá, y se empeña en hacer el papel del galán, del primo amoroso de la feria. No deja pasar a una mujer -a menos que sea una aristócrata- sin seguirla y decirle piropos que de seguro han de ser muy del gusto de los carboneros, acompañándolos de movimientos, gestos y muecas inimitables. A veces lleva la galantería a tal punto, que mientras habla pasa con suavidad su brazo por las caderas de la muchacha y alaba -gorra en mano- su belleza, ofreciéndole sus servicios de caballero. Lo curioso es que las muchachas no sólo consienten eso, sino que además lo aprueban sonrientes, e incluso parece que les gustan esas galanterías. Ese tipo posee sin duda una buena dosis de gracia natural, un notable talento para lo cómico y la capacidad de manifestarlo. Es el pagliazzo, el mequetrefe del barrio, que domina el bosque donde mete bulla. Sin él no puede haber bautismos ni fiestas de bodas, ni bailes en la posad, ni banquetes. La gente se divierte con sus bromas y las festeja durante todo el año. El resto del grupo, dado que las mujeres -si las hay- y los niños se quedan en casa, consta de otras dos mujeres de constitución robusta y aspecto sombrío y huraño, notablemente resaltado por la carbonilla que se les adhiere a las arrugas de la cara. La afectuosa fidelidad de un enorme perro lobo con el que la familia comparte cada bocado durante la feria, me indica además que en el puesto de los carboneros debe reinar un aire patriarcal y franco. El chiquito tiene la fuerza de un gigante, y por eso es en el grupo el que se encarga de llevar las bolsas vendidas de carbón hasta las casas de los compradores. Muchas veces he visto cómo las mujeres lo cargaban con unas diez canastas grandes que iban amontonándole sobre la espalda, y él se marchaba a grandes trancos, como si no le pesaran en absoluto. Visto desde atrás, ofrecía el aspecto más cómico que pudiera concebirse. Naturalmente, del pequeño no se veía ni un ápice; era sólo un inmenso saco de carbón con patitas. Como si algún animal fabuloso, una especie de canguro fantástico anduviera a los saltos por la feria.

YO: ¡Mira, mira, primo! Allá, al lado de la iglesia, se está armando una pelea. Seguramente dos verduleras han entrado en conflicto a causa del dichoso meum y tuum, y parece que se están lanzando exquisitos improperios. La gente se amontona - un círculo compacto rodea a las dos mujeres - las voces son más y más estridentes - cada vez manotean con más vehemencia en el aire y arremeten con más fuerza - enseguida van a empezar a puñetazo limpio - la policía se abre paso - ¡ oh!, veo de pronto entre las dos furibundas un montón de gorros relucientes - las madrinas consiguen apaciguar en un momento los ánimos acalorados - la pelea terminó -sin ayuda de la policía-; las mujeres regresan calmadas a sus cajones de verdura - la gente que sólo a gritos manifestaba su apoyo por una u otra en momentos drásticos, se va dispersando.
MI PRIMO: ¿Te das cuenta, primo, que ésta fue la única pelea que se suscitó en la feria durante todo el tiempo que hemos estado junto a esta ventana, y que finalmente fue sofocada por el pueblo mismo? Incluso una discusión seria y peligrosa es aplacada por la gente de la feria que se mete entre los contrincantes y los separa. El otro día, se había parado entre los puestos de carne y fruta un tipo grandote, zaparrastroso, de aspecto descarado y rudo, que de repente empezó a provocar al peón de la carnicería que pasaba por ahí. Sacó sin más trámite el garrote que llevaba a la espalda como un arma y trató de golpear al muchacho; seguramente lo habría derribado allí mismo, si el chico no lo hubiese esquivado hábilmente, metiéndose después en su tienda. Pero una vez allí se armó de una poderosa cuchilla de carnicero y trató de arremeter contra su agresor. Todo hacía pensar que la cosa acabaría en un asesinato y que tendría que intervenir la justicia del crimen. Pero las vendedoras de fruta, mujeres robustas y bien alimentadas, se sintieron de pronto impulsadas a abrazar al peón con tanto afecto y tanta fuerza, que éste no pudo moverse de su sitio. Estaba ahí parado, blandiendo su cuchilla, igual que en aquella frase patética del salvaje Pirro, "como una fiera humana pintada, inerme entre la fuerza y la voluntad, no hacía nada". Entretanto, otras mujeres -vendedoras de cepillos, de calzadores y otras cosas- habían rodeado al otro sujeto, y así dieron tiempo de llegar a la policía, que se llevó a aquel tipo -un ex presidario, si no me equivoco
YO: 0 sea que reina en el pueblo un sentido del orden y de su mantenimiento que sin lugar a dudas ha de reportar grandes ventajas para todos.
MI PRIMO: Mis observaciones me han llevado a confirmar, querido primo, mi opinión de que el pueblo berlinés ha evolucionado notablemente desde aquella época desdichada en que el enemigo invadió con osadía y arrogancia nuestra tierra, procurando en vano someter aquel espíritu que pronto volvió a resurgir con fuerza renovada, como un resorte. En una palabra: el pueblo se ha civilizado, y si algún lindo día de verano te diriges hacia las tiendas y observas a la gente que se embarca para Moabit, comprobarás que incluso las mujeres más vulgares y los jornaleros procuran ser corteses en cierto modo, lo cual resulta muy agradable. A la masa le ha sucedido lo mismo que al individuo que ha visto muchas cosas nuevas, que ha tenido experiencias diferentes, y que con el nil admirari ha suavizado sus costumbres. Antes, el pueblo de Berlín era rudo y brutal. A un extranjero, por ejemplo, le resultaba prácticamente imposible preguntar por una calle, una dirección, o por cualquier otra cosa, sin recibir una respuesta burlona o grosera, o una información falsa. El pillo berlinés que aprovechaba la menor ocasión, el mínimo pretexto -quizás un traje algo llamativo, o un accidente grotesco- para burlarse de manera alevosa, ya no existe. Porque esos chicos vagabundos que venden cigarros ante los portones, que ofrecen el "fidelen Hamburger avec du feu", esos bellacos que terminan sus vidas en Spandau o en Straussberg, o como hace todavía poco uno de ellos, en el cadalso, no son en absoluto lo que era el auténtico pillo berlinés que --es gracioso decirlo- no era vagabundo sino aprendiz de un amo, y poseía a pesar de toda su impiedad y corrupción, un cierto point d'honneur y una notable gracia natural.
YO: Querido primo, déjame que te cuente en pocas palabras cómo el otro día me faltó el respeto uno de esos bellacos. Paso por delante de la puerta de Brandeburgo, y empiezan a seguirme y a importunarme unos carreteros de Charlottenburgo. Uno de ellos, un muchacho de no más de dieciséis o diecisiete abos, lleva a tal punto la insolencia, que me agarra del brazo con su mano mugrienta. "¡No me toque!", le digo irritado. "Pero Señor", me replica el muchacho con toda parsimonia, clavándome una mirada hosca, "¿por que no voy a tocarlo? ¿acaso no es usted una persona decente?"
MI PRIMO: ¡Ja, ja, ja! Esa sí que es una broma, pero brotada del pozo hediondo de la depravación. Los chistes de las fruteras berlinesas, entre otros, eran mundialmente famosos y hasta se les hacía el honor de calificarlos de shaskespeareanos, sin pensar que, vistos más de cerca, su originalidad y su fuerza consistían sólo en el desvergonzado descaro con que servían la mugre más infame como si se hubiese tratado de platos famosos. La feria era el campo de batalla de discusiones, riñas, estafas y robos, y ninguna mujer honesta habría podido atreverse a hacer las compras por su cuenta sin exponerse a sufrir todo tipo de insultos y ultrajes. Porque no era sólo que los vendedores arremetieran contra los de su clase y contra todo el mundo, sino que además muchos venían expresamente a promover peleas para pescar en el río revuelto. Ese era el caso de la gentuza rejuntada de todas partes del mundo que formaba er. aquel tiempo los regimientos. Mira querido primo, cómo ahora por el contrario la feria ofrece el cuadro más ameno de bienestar y tranquilidad. Ya sé que los entusiastas rigurosos y los ascetas superpatrióticos se irritan ante esta creciente educación de las costumbres del pueblo, porque piensan que con ello también se pule y así se pierde lo popular. Yo por mi parte estoy plenamente convencido de que un pueblo que trata tanto a compatriotas como a extranjeros con cortesía, y no con rudeza o desprecio burlón, de ningún modo pierde por eso su carácter. Con un ejemplo muy evidente que manifiesta la verdad de mi afirmación quedaría yo muy mal, en verdad, ante estos fanáticos.

El gentío se había ido dispersando y la feria iba quedando vacía. Las verduleras montaban sus cajones en los carros o se los llevaban por su cuenta -los carros de harina ya se marchaban-; las jardineras se llevaban las flores sobrantes en grandes carretillas- la policía se ocupaba activamente de mantener el orden y en especial de dirigir el tránsito de los carros. Ese orden no habría sido alterado, de no ser porque a un muchacho campesino cismático se le había ocurrido descubrir su propio pasaje de Bering a través de la plaza, seguirlo, y orientar su intrépida carrera por entre los puestos de fruta derecho hacia la puerta de la iglesia alemana. Eso provocó gritos y molestias al conductor del carro, demasiado genial.

"Esta feria", dijo mi primo, es también ahora una imagen fiel de la vida siempre cambiante. Una actividad intensa, la necesidad del momento, reúnen a la masa humana; en pocos instantes todo queda desierto; las voces que se confundían en un estrépito confuso han enmudecido, y cada sitio abandonado expresa demasiado vivamente el terrible `ha sido'."

Un reloj dio la hora; el lisiado huraño entró en la habitación y dijo con el rostro contraído que el señor podría abandonar ahora la ventana y. almorzar, porque de lo contrario la comida volvería a enfriarse.

"¡Pero, ¿todavía tienes apetito, primo?!", le pregunté. "¡Oh, sí!", me respondió con una sonrisa triste, "ya verás."
El lisiado lo llevó al comedor. La comida servida constaba de un frugal plato sopero lleno de caldo, un huevo pasado por agua y medio panecillo.
"Un solo bocado más", dijo mi primo en voz baja y lastimera, apretándome la mano, "el mínimo trocito de la carne más tierna me provoca dolores terribles y me quita todo coraje y la última chispa de buen humor que de vez en cuando quiere encenderse en mí."
Mirando entonces la hoja sujeta en el biombo, estreché a mi primo contra mi corazón.
"Sí, primo" exclamó con una voz que llegó hasta lo más hondo de mi alma colmándola de desgarradora tristeza, "sí, primo
‘Et si male nune, non olim sic erit’".
¡Pobre primo!