Ninguno de los pocos habitantes que quedan en Daalbergen, localidad de las Montañas Ramapo, cree que mi tío, el viejo dómine Vanderhoof, esté realmente muerto. Piensan algunos que se encuentra suspendido en la maldición del viejo sacristán. De no haber sido por aquel viejo mago, acaso pudiera estar todavía rezando en la pequeña y húmeda iglesia del otro lado del páramo.
Después de lo que me ocurrió en Daalbergen, difícilmente podría compartir la opinión de los aldeanos. No estoy seguro de que mi tío esté muerto, pero sí lo estoy, en cambio, de que no está vivo en ningún lugar de este mundo. No hay duda de que el viejo sacristán lo enterró una vez, pero, como fuera, no se encuentra ya en aquella tumba. Podría decir que siento su presencia a mi espalda mientras escribo esto; una presencia que me impele a decir la verdad de las extrañas cosas ocurridas en Daalbergen hace tantos años.
En respuesta a una llamada, llegué a Daalbergen el cuatro de octubre. La carta era de un antiguo miembro de la parroquia de mi tío, y me contaba que éste había pasado a mejor vida y que sin duda habría algunas pequeñas posesiones que yo, único pariente vivo que tenía, podía heredar. Después de haber alcanzado el pequeño y apartado villorrio mediante incontables empalmes ferroviarios, me dirigí al almacén de Mark Haines, firmante de la carta, y éste, tras conducirme a una estancia trasera llena de trastos, me contó un peculiar relato concerniente a la muerte del dómine Vanderhoof.
-Debe tener cuidado, Hoffman -me dijo Haines-, cuando tenga que vérselas con el viejo sacristán, Abel Foster. Tan seguro como que usted está vivo, tiene al diablo por aliado. No hará ni dos semanas que Sam Pryor, al cruzar el viejo camposanto, le oyó conversar con los fiambres. No era normal que hablara de aquella manera; y Sam jura que había una voz que le respondía, una especie de semivoz, hueca y ahogada, como si procediera de las entrañas de la tierra. Y otros hay que pueden decirle a usted que le han visto plantando delante de la tumba del viejo dómine Slott, la que está pudriéndose junto a la pared de la iglesia, frotándose las manos y hablando al musgo de la lápida como si ése fuera el viejo dómine en persona. Según Haines, el viejo Foster había llegado a Daalbergen unos diez años atrás, y había sido contratado inmediatamente por Vanderhoof para que se hiciera cargo de la húmeda iglesia de piedra, a la que acudían casi todos los aldeanos.
Era un tipo que no agradaba a nadie que no fuera Vanderhoof mismo, ya que su presencia despertaba sugerencias rayanas en lo siniestro. Cuando la gente entraba en la iglesia, él solía quedarse junto a la puerta, los hombres le devolvían fríamente su servil saludo, en tanto que las mujeres rehuían su gesto y se hacían las sayas a un lado para evitar su contacto. Se le podía ver durante los días de faena cortando la hierba del cementerio y esparciendo flores en las tumbas, siempre murmurando para sí. Algunos se dieron cuenta de que prestaba una atención especial a la tumba del reverendo Guilliam Slott, primer pastor de la iglesia en 1701.
Poco después de establecerse definitivamente en el pueblo, comenzaron los desastres. Primero fue lo del agotamiento de la mina de la montaña, donde trabajaban casi todos los hombres. El hierro se acabó y muchos desempleados se trasladaron a otros sitios más rentables, mientras que los que poseían ciertas extensiones de terreno por los alrededores se dedicaron al trabajo de granja y se las arreglaron como pudieron para vivir en las laderas rocosas. Luego ocurrieron aquellas cosas en la iglesia. Se susurraba que el reverendo Johannes Vanderhoof había hecho un pacto con el diablo y que predicaba la palabra de éste en la casa de Dios. Sus sermones se volvieron extravagantes y grotescos, aderezados con cosas siniestras que la gente ignorante de Daalbergen no comprendía. Transportaba a su auditorio a edades de miedo y superstición, a regiones de espíritus odiosos e invisibles, poblando su fantasía de fantasmas nocturnos. Poco a poco fue mermando la parroquia, mientras que los más ancianos y los diáconos le rogaban en vano que cambiara el tema de sus sermones. Aunque el viejo prometía hacerlo, parecía estar sometido a algún poder superior que le obligaba a hacer su voluntad.
De estatura gigantesca, Johannes Vanderhoof era reputado como débil de espíritu y tímido, y sin embargo, aunque fue amenazado con la expulsión, continuó sus sermones espantosos hasta que no quedó en la mañana del domingo más que un pequeño puñado de oyentes. Al no haber mucho dinero, resultaba imposible llamar a otro pastor, y llegó el momento en que ningún aldeano se atrevió a acercarse a la iglesia. Lo mismo ocurrió con la rectoría adjunta. El miedo a las fuerzas espectrales con las que Vanderhoof parecía haber pactado campaba por doquier. Mi tío, continuó diciéndome Mark Haines, siguió viviendo en la rectoría porque no había nadie con valentía suficiente como para decirle que se marchara. Nadie volvió a verlo, pero las luces eran visibles por la noche en la rectoría, y hasta podían entreverse en la misma iglesia de vez en cuando. Por todo el pueblo se susurraba que Vanderhoof predicaba regularmente en la iglesia todos los domingos por la mañana, sin que hubiera advertido que las naves estaban vacías. Sólo el viejo sacristán estaba con él: vivía en la parte trasera de la iglesia, cuidaba de Vanderhoof y hacía visitas semanales al pueblo para comprar provisiones. Ya no se inclinaba ante nadie servilmente; lejos de ello, parecía incubar algún odio demoníaco que no se cuidaba mucho de ocultar. No hablaba con nadie salvo con quien era necesario al efectuar sus compras, y cuando caminaba por la calle ayudado de un bastón con el que golpeaba el empedrado irregular, miraba a derecha e izquierda con los ojos llenos de maldad. Combado y arrugado por la edad, cualquiera podía notar su presencia cuando se acercaba; tan poderosa era aquella personalidad que, según los rumores, había hecho que Vanderhoof se pusiera bajo la tutela del diablo.
Ningún ciudadano de Daalbergen dudaba que Abel Foster fuera en el fondo la causa de la malaventura de la aldea; pero nadie se atrevía a mover un dedo contra él, ni tan siquiera a aproximársele sin sentir escalofríos. Su nombre, así como el de Vanderhoof, no era mencionado nunca en voz alta. Siempre que se sacaba a colación la iglesia que estaba del otro lado del páramo, se hacía entre susurros; y si ocurría que la conversación era por la noche, los susurradores lanzaban miradas de desconfianza por encima del hombro para asegurarse de que no había nada informe o siniestro en la oscuridad que pudiera ser testigo de sus palabras. El camposanto seguía tan verde y hermoso como cuando la iglesia estaba en funcionamiento, y había flores en las tumbas tan cuidadosamente dispuestas como en tiempos pasados. A veces podía verse trabajar allí al viejo sacristán, como si todavía recibiera algún estipendio por sus servicios, y quienes se atrevían a acercarse decían que mantenía una continua conversación con el diablo y los espíritus que rondaban dentro de las tapias del cementerio.
Una mañana, Foster fue visto cuando cavaba una tumba donde el chapitel de la iglesia vuelca su sombra a la caída de la tarde, antes de que el sol se oculte tras el cerro y sumerja a todo el pueblo en la penumbra. Poco después la campana de la iglesia, muda desde hacía meses, dobló suavemente durante media hora. Alrededor del ocaso los que observaban desde lejos vieron que Foster sacaba un ataúd de la rectoría ayudándose de una carretilla, lo metía en la tumba con escasa ceremonia y volvía a poner la tierra en el agujero. El sacristán fue al pueblo a la mañana siguiente, cumpliendo su cita semanal y de mejor humor que el acostumbrado. Parecía deseoso de hablar, de hacer notar que Vanderhoof había muerto el día anterior y que había enterrado su cuerpo junto al del dómine Slott, junto a los muros de la iglesia. Sonreía a menudo y se frotaba las manos con una efusión imposible de describir. Al parecer, la muerte de Vanderhoof lo llenaba de alborozo diabólico. Los aldeanos eran conscientes de que había algo siniestro en su persona y lo evitaban tanto como podían. Con la desaparición de Vanderhoof, se sintieron más inseguros que nunca, pues el viejo sacristán estaba en entera libertad de lanzar sus sortilegios contra la aldea desde la iglesia. Murmurando algo en un idioma que nadie entendía, Foster regresó siguiendo la carretera que cruzaba el marjal.
Fue entonces cuando recordó Mark Haines haber oído hablar de su sobrino al dómine Vanderhoof. Haines decidió llamarme, con la esperanza de que yo supiera algo que pudiera aclarar el misterio de los últimos años de mi tío. Aseguré, sin embargo, que nada sabía sobre mi tío o su pasado, salvo que mi madre lo había descrito como hombre de un físico gigantesco, pero de poco ánimo y fuerza de voluntad. Tras haber oído lo que Haines tenía que decirme, eché mi silla hacia delante, la equilibré sobre el suelo y miré el reloj. Era ya bien entrada la tarde.
-¿A cuánto está de aquí la iglesia? -pregunté-. ¿Podría llegar antes de la puesta del sol?
-Ay, muchacho, no se le ocurra ir allí de noche. A ese sitio no. -Todos los miembros del viejo temblaron y medio se levantó de la silla al tender hacia mí una mano delgada que quería hacer de impedimento-. ¡Es una locura! – exclamó.
Me reí para mis adentros de sus temores y le dije que, ocurriera lo que ocurriese, estaba resuelto a ver al viejo sacristán aquella misma noche para acabar con el asunto lo antes posible. No tenía el menor interés en aceptar como ciertas las supersticiones de aquellos ignorantes, pues estaba convencido de que todo lo que acababa de oír no era más que una cadena de sucesos que los fantasiosos de Daalbergen habían querido engarzar con su mala suerte. Por mi parte, no experimentaba ni miedo ni horror. Al ver mi decisión, Haines me acompañó cuando salí de su oficina y me dio las pocas indicaciones requeridas, suplicándome más de una vez que cambiara de idea. Nos dimos la mano y noté en su gesto la emoción que se siente cuando se despide a alguien que no se va a volver a ver.
-Tenga cuidado con Foster, no se fíe de él -me advirtió una y otra vez-. Yo no me arrimaría a él después de oscurecido por nada del mundo. ¡No, señor! -
Sacudiendo solemnemente la cabeza, volvió a entrar en su almacén mientras yo tomaba la carretera que conducía a las afueras de la localidad. Apenas había caminado dos minutos cuando divisé el pantano del que Haines me había hablado. La carretera, flanqueada por una valla pintada de blanco, atravesaba todo el marjal, lleno de matojos y arbustos medio sumergidos en la ciénaga. El aire estaba saturado de pestilencias e incluso podían verse leves volutas de vapor que se levantaban de aquel lugar insano bajo la luz de la tarde. Al llegar al otro lado del pantano, torcí a la izquierda, según se me había indicado, y abandoné la carretera principal. Había varias casas por los alrededores; casas que eran poco más que chozas, que reflejaban la extrema pobreza de sus habitantes. La carretera pasaba ahora bajo las ramas colgantes de sauces inmensos que casi ocultaban el paso de los rayos solares. El olor miasmático de la charca castigaba todavía mi olfato y el aire era frío y húmedo.
Aceleré el paso para salir de aquel túnel lo antes posible. Al cabo, salí de nuevo a campo descubierto. El sol, a la sazón como una bola roja que pendiera sobre la cresta de la montaña, comenzaba a hundirse lentamente, y entonces vi, bañada por una iridiscencia ensangrentada, la fachada de la iglesia solitaria. Comencé a experimentar la sensación siniestra que había mencionado Haines, aquel sentimiento de miedo que obligaba a todo Daalbergen a evitar el lugar. La misma armazón pétrea de la iglesia, con su campanario sin aguja, me parecía como un ídolo ante el que las lápidas circundantes se inclinaran y rindieran pleitesía, con sus puntas arqueadas como los hombros de una persona que permaneciera de rodillas, mientras que el conjunto de la vieja rectoría se alzaba como un alma en pena. Reduje el paso nada más entrar en el escenario. El sol estaba desapareciendo tras la montaña rápidamente y el aire húmedo me producía escalofríos. Me subí el cuello del abrigo y seguí andando. Al lanzar una nueva mirada escudriñadora, me percaté de algo. Había un objeto blanco protegido por la sombra de la iglesia, un objeto que me pareció exento de forma definida.
Aguzando la vista a medida que me aproximaba, vi que se trataba de una cruz de madera nueva, que coronaba un montoncillo de tierra removida hacía poco. El descubrimiento me produjo un nuevo escalofrío. Me percaté de que debía de ser la tumba de mi tío; pero algo me dijo que no era igual que las tumbas que había junto a ella. No parecía la tumba de un muerto. En cierto modo intangible, se hubiera dicho que era una tumba viva, si es que puede calificarse de viva a una tumba. Muy pegada a ella, según vi al acercarme, había otra tumba: un montículo viejo con una losa desmoronada encima. Pensé que se trataba de la tumba del dómine Slott, recordando la historia que me contara Haines. No había señales de vida por los alrededores. Bajo la luz del atardecer subí el terraplén en que se alzaba la rectoría y golpeé en la puerta. No hubo respuesta. Rodeé el edificio y miré por las ventanas. El lugar entero parecía desierto. La sombra de las montañas había hecho caer la noche con la repentina ocultación del sol. Me di cuenta de que podía ver poco más que lo que estaba a unos pies delante de mí. Avanzando con mucha precaución, doblé una esquina del edificio y me detuve, preguntándome qué haría a continuación.
Todo estaba en calma. No había ni el menor soplo de viento, ni tampoco oía los ruidos que suelen hacer los animales en sus refugios nocturnos. Todo lo odioso parecía haberse esfumado; pero en presencia de una calma tan sepulcral afloraron de nuevo mis aprensiones. Imaginé que el aire estaba lleno de espíritus fantasmales que me rodeaban y hacían el aire casi irresistible. Me pregunté, por centésima vez, dónde estaría el viejo sacristán. Allí estaba yo, medio esperando que brotara algún demonio de las sombras, cuando advertí el resplandor de dos ventanas iluminadas en la torre de la iglesia. Recordé entonces que Haines me había dicho que Foster vivía en la parte trasera del edificio. Avanzando con cautela en la negrura, di con una puerta lateral entornada. El interior olía a moho. Todo lo que toqué estaba cubierto de humedad fría. Encendí una cerilla y me puse a explorar, a fin de descubrir, si podía, un camino que me llevara al campanario. Entonces me detuve en seco.
Por encima de mí se deslizó un retazo de canción, ruidosa y obscena, entonada con una voz profundamente gutural. La cerilla me quemó los dedos y la apagué. Dos alfileres de luz taladraron la oscuridad en el muro delantero de la iglesia y debajo de ellos, a un lado, pude ver el perfil de una puerta por cuyas grietas se filtraba la luz. La canción cesó tan bruscamente como había comenzado y de nuevo reinó el silencio. El corazón me latía con fuerza y la sangre me presionaba en las sienes. De no haber estado petrificado por el miedo, habría salido de estampía inmediatamente. No me entretuve en encender otra cerilla. Seguí caminando en la oscuridad hasta que llegué ante la puerta. Tan profunda era la depresión de mi ánimo que me pareció estar comportándome como en un sueño. Mis actos eran casi involuntarios. La puerta estaba cerrada, según descubrí al manipular el pomo. La golpeé unas cuantas veces, pero no obtuve respuesta. El silencio era tan completo como antes. Tanteando en los bordes de la puerta, di con las bisagras, quité los pernos y dejé que la puerta cayera hacia mí. Vi un tramo de escalera inundado por una luz suave. Y olisqueé un asqueroso tufo a whisky. Podía oír ya el movimiento que alguien hacía en el campanario. Al aventurar un saludo en voz no muy alta, me pareció recibir un gruñido por respuesta, y comencé a subir los peldaños con precaución.
La impresión que me produjo aquel lugar non sancto fue ciertamente extraña. Esparcidos por la pequeña habitación había libros y manuscritos viejos y polvorientos: objetos extraños que debían de datar de fecha remotísima. Colocados en estantes que llegaban al techo pude ver cosas horribles en frascos y botellas de cristal: serpientes, lagartos y murciélagos. El polvo, el moho y las telarañas lo llenaban todo. En el centro, detrás de una mesa en la que había un candil encendido, una botella de whisky casi vacía y un vaso, había una figura inmóvil con cara arrugada y delgada y ojos feroces que me miraban con mirada muerta. Reconocí en seguida a Abel Foster, el viejo sacristán. Cuando me aproximé temerosamente a él, no hizo el menor movimiento ni articuló ningún sonido.
-¿El señor Foster? -pregunté, temblando con miedo sin cuento al oír el eco de mi voz resonando en los estrechos confines de la estancia. No hubo respuesta, ni tampoco ningún movimiento. Me pregunté si no estaría tan borracho que se hubiera vuelto insensible, y rodeé la mesa para sacudirlo por el hombro. Nada más ponerle la mano encima, el extraño viejo saltó de la silla con un espasmo de terror. Sus ojos, que mantenían aún la mirada perdida, me buscaron. Retrocedió haciendo aspavientos.
-¡Atrás! -gritó-. ¡No me toque! ¡Lárguese…! ¡Lárguese!
Vi que estaba borracho y conmocionado por alguna especie de terror sin nombre. Empleando un tono suave, le dije quién era yo y por qué estaba allí. Pareció entender vagamente y volvió a dejarse caer en la silla, abatido e inmóvil.
-Creí que usted era él -murmuró-. Creí que era él que regresaba. Lo ha estado intentando… intentando salir desde que lo puse allí. -Su voz se alzó como un grito y se agarró a la silla con fuerza-. ¡Quizás haya salido ya! ¡Quizás haya salido!
Miré alrededor, medio esperando ver alguna forma espectral subiendo la escalera.
-¿Quién tiene que salir? -pregunté.
-¡Vanderhoof! -dijo estremeciéndose-. La cruz que hay en su tumba se cae por la noche. Cada mañana encuentro removida la tierra y se hace cada vez más difícil allanarla. Saldrá y yo no podré hacer nada por evitarlo.
Conteniéndolo, me senté en un cajón cerca de él. Estaba temblando, presa de un terror mortal, y la saliva le resbalaba por las comisuras de la boca. De vez en cuando me asaltaba aquella sensación de terror que Haines me había descrito al hablarme del viejo sacristán. Ciertamente, había algo siniestro en aquel tipo. Su cabeza estaba vencida sobre el pecho y parecía más calmado, mientras murmuraba para sí. Me levanté despacio y abrí una ventana para despejar el aire del hedor a moho y whisky. La luz de la luna, que se levantaba en aquel instante, volvía un tanto visibles los objetos de abajo. Alcanzaba a ver la tumba del dómine Vanderhoof desde donde me encontraba y parpadeé un par de veces mientras aguzaba la vista. ¡La cruz estaba inclinada! Recordé haberla visto vertical una hora antes. El miedo volvió a apoderarse de mí. Me volví con rapidez. Foster me estaba mirando. Su mirada parecía más cuerda que antes.
-Así que es usted el sobrino de Vanderhoof -murmuró con tono nasal-. Bueno, entonces puede saberlo usted todo. Dentro de nada vendrá a buscarme, y lo hará tan pronto pueda salir de su tumba. Será mejor que se lo cuente todo ahora que puedo.
El terror parecía haberle abandonado. Se dijera que se había resignado a algún destino terrible que esperaba se cumpliera de un momento a otro. Dejó caer la cabeza sobre el pecho otra vez y prosiguió su murmullo con un monótono tono nasal.
-¿Ve todos estos libros y papeles? Bueno, pues pertenecieron al dómine Slott… al dómine Slott, que estuvo aquí hace años. Todas estas cosas sirven para hacer magia, la magia negra que el viejo dómine sabía hacer antes de llegar a este lugar. Solía quemarlas y hervirlas con aceite para ver que pasaba. Pero el viejo Slott sabía cosas y no fue a decírselo a nadie. Sí, señor, el viejo Slott solía predicar aquí hace varias generaciones y solía subir a este sitio para estudiar sus libros, y usaba todas esas cosas de los frascos y pronunciaba frases mágicas y otras cosas, pero no dejaba que nadie lo supiera. No, nadie sabía nada salvo el dómine Slott y yo.
-¿Usted? -le solté, al tiempo que me inclinaba hacia él.
-Eso es, yo, después de lo que aprendí -y al decirlo, su rostro formó ciertas arrugas de truhanería-. Cuando vine aquí para hacer de sacristán, me encontré con todas estas cosas, y acostumbraba a leerlas cuando no tenía nada que hacer. Así que pronto lo supe todo.
El viejo siguió su historia, mientras yo escuchaba atónito. Me dijo que había aprendido las difíciles fórmulas de la demonología, así que, mediante encantamientos, podía formular sortilegios que afectaban a los seres humanos. Había practicado horribles ritos ocultos propios de un credo infernal, lanzando el anatema sobre la aldea y sus habitantes. Enloquecido de deseo, quiso hacer caer a la iglesia bajo sus hechizos, pero el poder de Dios era demasiado fuerte.
Dado que Johannes Vanderhoof era débil de voluntad, lo embrujó para que predicara sermones extraños y místicos que llevaran el miedo a los sencillos corazones de las gentes del lugar. Desde aquella habitación del campanario, dijo, detrás de una pintura de la tentación de Jesús que adornaba la pared trasera de la iglesia, observaba a Vanderhoof mientras éste predicaba, por medio de ciertos agujeros que correspondían a los ojos del diablo en la pintura. Aterrorizada por las extrañas cosas que sucedían, la congregación fue disolviéndose y Foster se encontró con que podía hacer lo que le venía en gana en la iglesia y con Vanderhoof.
-Pero, ¿qué le hizo a él? -pregunté con voz hueca cuando el viejo sacristán hizo una pausa. Rompió a reír con un cloqueo y echó hacia atrás la cabeza con alegría de borracho.
-¡Cogí su alma! -aulló en un tono que me hizo temblar-. Cogí su alma y la puse en una botella… en una botellita negra. ¡Y lo enterré! Pero no tiene alma, y no puede ir ni al cielo ni al infierno. Por eso intenta ir tras ella. Por eso quiere salir ahora de su tumba. Es un hombre muy fuerte y puedo oírle mientras se abre paso en la fosa.
Según hablaba, me convencía cada vez más de que me estaba contando la verdad y no una fantasía alcohólica. Cada detalle encajaba con lo que Haines me había dicho. El miedo crecía en mi interior a pasos agigantados. Delante de aquel viejo brujo sacudido por una risa demoníaca, me sentí tentado de lanzarme escaleras abajo y salir zumbando de aquellos alrededores maldecidos. Para calmarme, me levanté y me acerqué de nuevo a la ventana. Los ojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas cuando vi que la cruz de la tumba de Vanderhoof había acortado su ángulo con el suelo desde la última vez que la viera. Apenas alcanzaba ya cuarenta y cinco grados.
-¿No podríamos sacar a Vanderhoof y devolverle su alma? -pregunté casi sin aliento, intuyendo que había que hacer algo en seguida. El viejo se levantó lleno de espanto.
-¡No, no, no! -gritó-. ¡Me mataría! ¡He olvidado la fórmula, y si sale vivirá aunque sea sin alma! ¡Nos mataría a ambos!
-¿Dónde está la botella que contiene su alma? -pregunté, avanzando amenazadoramente hacia él. Intuía que estaba a punto de ocurrir algo espectral y que yo debía hacer todo lo que estuviera a mi alcance por impedirlo.
-¡No te lo diré, mozalbete! -gruñó. Intuí más que vi una curiosa luminosidad en sus ojos mientras retrocedía hacia un rincón-. ¡Y no me toques o lamentarás haberlo hecho!
Di un paso al frente, advirtiendo que en un estante que había a su espalda había dos botellas negras. Foster murmuró unas palabras peculiares en voz baja y canturreante. Todo comenzó a emborronarse ante mis ojos, y algo que había en mi interior parecía pujar por salir, amenazando llenar mi garganta. Sentí que se me debilitaban las rodillas. Lanzándome hacia delante, agarré por el cuello al viejo sacristán y con la mano que me quedaba libre traté de coger las botellas. Pero el viejo cayó hacia atrás, golpeó con el pie una de las botellas y ésta cayó al suelo mientras me hacía con la otra. Hubo un brote de llama azul y un olor sulfuroso llenó la habitación. De los vidrios rotos surgió un vapor blanco que se lanzó hacia la ventana.
-¡Maldito seas, ladrón! -dijo una voz que parecía lejana y apagada. Foster, a quien había soltado en el momento de romperse la botella, estaba acurrucado contra la pared y daba la sensación de ser más menudo y estar más amedrentado que antes. Su rostro se volvía lentamente de color verdinegro.
-¡Maldito seas! -dijo la voz de nuevo, que sonó muy extraña para proceder de sus labios-. ¡Estoy perdido! La que había ahí era la mía. Me la secuestró el dómine Slott hace doscientos años.
Resbaló hasta el suelo, mirándome con ojos de odio que disminuían rápidamente. Su carne blanca volviose negra y luego amarilla. Vi con horror que su cuerpo parecía desintegrarse y que sus ropas se desplomaban formando pliegues nítidos. La botella que tenía en la mano comenzaba a calentarse. La miré con temor. Brillaba con fosforescencia mitigada. Tenso de miedo, la dejé en la mesa, pero sin poder apartar los ojos de ella. Tras un ominoso momento de silencio, el brillo volviose más encendido y entonces oí inequívocamente el sonido de la tierra que se removía. Boqueando, miré por la ventana. La luna estaba bien alta ya y a su luz alcancé a ver que la cruz de la tumba de Vanderhoof estaba completamente caída. Volví a oír el ruido de la tierra y, ya incapaz de dominarme, me lancé escaleras abajo y corrí hasta llegar a la puerta. Cayendo una y otra vez mientras corría por el terreno desigual, me sentía espoleado por un terror abyecto. Al llegar al comienzo del otero, a la entrada del sombrío túnel que se abría bajo los sauces, oí un horrible crujido a mis espaldas. Me volví y miré hacia la iglesia. El muro reflejaba la luz de la luna y recortada sobre él vi una sombra gigantesca y negra que salía de la tumba de mi tío y corría tambaleándose hacia la iglesia.
A la mañana siguiente conté todo a un grupo de aldeanos en el almacén de Haines. Se miraron entre sí con leves sonrisas mientras duró el relato, pero cuando les insinué que me acompañaran se deshicieron en excusas. Aunque su credulidad parecía tener límites, no querían correr riesgos. Les informé de que iría solo, aunque debo confesar que el proyecto no me entusiasmaba. Nada más salir del almacén, un viejo de barba larga y blanca corrió tras de mí y me cogió de un brazo.
-Yo te acompañaré, chaval -dijo-. Creo que mi abuelo me dijo algo cierta vez sobre lo que le había pasado al viejo dómine Slott. Me han dicho que fue un tipo raro, pero Vanderhoof fue mucho peor.
La tumba del dómine Vanderhoof estaba abierta y vacía. Por supuesto, podía haberse tratado de ladrones de tumbas, según acordamos ambos, y sin embargo… Subimos al campanario. La botella que había dejado yo en la mesa había desaparecido, aunque todavía se veían fragmentos de la otra en el suelo. Y sobre el montoncillo de polvo negro y ropa arrugada que había sido Abel Foster se advertían ciertas huellas gigantescas. Después de echar una ojeada a los libros y papeles de la estancia, los llevamos abajo y los quemamos, por tratarse de cosa profana e impura. Con un azadón que encontramos en el sótano rellenamos la tumba de Johannes Vanderhoof y, como por un presentimiento, arrojamos la cruz caída a las llamas.
Las viejas comadres dicen que, cuando hay luna llena, en los alrededores de la iglesia se pasea una gigantesca y extraña figura que porta una botella en la mano y busca algo que nadie recuerda ya.
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