jueves, 10 de octubre de 2024

El desconocido. Ambrose Bierce (1842-1914)

Un hombre salió de la oscuridad y penetró en el pequeño círculo iluminado por nuestro lánguido fuego de campamento, sentándose en una roca.

-No son los primeros en explorar esta región -comentó con voz grave.

Nadie puso en duda su afirmación; él mismo era prueba de esa verdad, pues no formaba parte de nues­tro grupo y debía de encontrarse en algún lugar cerca­no cuando acampamos. Además, debía tener compa­ñeros no muy lejos, pues no era un lugar en el que resultara conveniente vivir o viajar solo. Durante una semana, sin contarnos a nosotros ni a nuestros anima­les, los únicos seres vivos que habíamos visto eran serpientes de cascabel y sapos cornudos. En un desierto de Arizona no se puede coexistir demasiado tiempo tan sólo con criaturas como aquéllas: uno debe llevar animales, suministros, armas: «un equipo». Y todo eso significa camaradas. Pudo surgir quizás una duda con respecto a qué tipo de hombre podían ser los camara­das de aquel desconocido tan escasamente ceremonio­so, a lo que hay que añadir que había en sus palabras algo que podía interpretarse como un desafío, y que hizo que cada uno de la media docena de «caballeros aventureros» que éramos nosotros nos irguiéramos, sin dejar de estar sentados, y lleváramos una mano al arma: un acto que en aquel tiempo y lugar era signifi­cativo, una posición de expectativa. El desconocido no prestó ninguna atención a aquel acto y volvió a hablar con el mismo tono monótono y carente de inflexión con el que había pronunciado su primera frase:

-Hace treinta años, Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis, todos ellos de Tucson, cruzaron los montes de Santa Catalina y viajaron hacia el oeste, hasta el punto más lejano que permitía la configuración del país. Nos dedicábamos a la prospección y teníamos la intención de, si no encontrábamos nada, cruzar el río Gila en algún punto cercano a Big Bend, donde teníamos entendido que había un asentamiento. Llevábamos un buen equipo, pero carecíamos de guía: tan sólo Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.

El hombre repitió los nombres lenta y claramente, como si pretendiera fijarlos en la memoria de su público, cada uno de los cuales le observaba ahora atentamente, pues se había reducido algo la aprensión de que sus posibles compañeros estuvieran en algún lugar de la oscuridad que parecía rodearnos como si fuera un muro negro; en las maneras de ese historiador voluntario no se sugería ningún propósito inamistoso. Sus actos se asemejaban más a los de un lunático inofensivo que a los de un enemigo. No éramos tan nuevos en el país como para no saber que la vida solitaria de muchos hombres de las llanuras había producido una tendencia a desarrollar excentricidades de conducta y de carácter que no siempre eran fáciles de distinguir de la aberración mental. Un hombre es como un árbol: dentro de un bosque de compañeros crecerá tan recto como su naturaleza individual y genérica se lo permita, pero a solas y en campo abierto cede a las tensiones y torsiones deformadoras que le rodean. Pensamientos semejantes cruzaron mi mente mientras observaba al hombre desde la sombra de mi sombrero, que tenía inclinado para que la luz del fuego no me diera en los ojos. Sin duda se trataba de un grillado, ¿pero qué podía estar haciendo allí, en el corazón de un desierto?

Puesto que he decidido contar esta historia, me gustaría ser capaz de describir el aspecto de ese hom­bre: eso sería lo natural. Desgraciadamente, y en cierta medida extrañamente, me siento incapaz de hacerlo con algún grado de confianza, pues más tarde ninguno de nosotros coincidió en cuanto a la ropa que llevaba o el aspecto que tenía; y cuando traté de anotar mis impresiones, ese aspecto me fue esquivo. Cualquiera puede contar una historia: la narración es una de las facultades elementales de nuestra raza. Pero el talento para la descripción es un don.

Como nadie rompiera el silencio, el visitante siguió hablando:

-El país no era entonces lo que es ahora. No había ni un solo rancho entre el Gila y el Golfo. Había un poco de caza desperdigada por las montañas, y cerca de las infrecuentes charcas, hierba suficiente para evi­tar que nuestros animales murieran de hambre. Si teníamos la suerte de no encontrarnos con los indios, podríamos seguir avanzando. Pero al cabo de una semana el propósito de la expedición había cambiado: en lugar de descubrir riquezas, intentábamos conservar la vida. Habíamos llegado demasiado lejos para poder regresar, de manera que lo que teníamos delante no podía ser peor que lo que nos aguardaba detrás; así que segui­mos avanzando, cabalgando por la noche para evitar a los indios y el calor intolerable, y ocultándonos durante el día lo mejor que podíamos. En ocasiones, cuando habíamos agotado el suministro de carne de animales salvajes y vaciado nuestras cantimploras, teníamos que pasar varios días sin comer ni beber; luego, una charca o una pequeña laguna en el fondo de un arroyo nos permitían restaurar nuestras fuerzas y salud, por lo que éramos capaces de disparar a algún animal salvaje que también hubiera buscado el agua. A veces era un oso, otras un antílope, un coyote, un puma... lo que Dios quisiera: todo era comida.

Una mañana, cuando rodeábamos una cordillera tratando de encontrar algún paso, nos atacó un grupo de apaches que había seguido nuestro rastro hasta un barranco que no está lejos de aquí. Sabiendo que nos superaban en número de diez a uno, no tomaron ninguna de sus habituales y cobardes precauciones, sino que se lanzaron sobre nosotros al galope, dispa­rando y gritando. La lucha era inevitable: presionamos a nuestros débiles animales para que subieran el ba­rranco mientras hubiera espacio para poner una pezu­ña, bajamos de nuestras sillas y nos dirigimos hacia el chaparral que había en una de las pendientes, abando­nando todo nuestro equipo al enemigo. Pero todos conservamos el rifle: Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.

-El mismo y viejo grupo -comentó el humorista que había entre nosotros. Era un hombre del oeste que no estaba familiarizado con las costumbres decentes de la relación social. Un gesto de desaprobación de nuestro jefe le hizo callar, permitiendo al desconocido proseguir el relato:
-Los salvajes también desmontaron y algunos de ellos subieron el barranco hasta más allá del punto por el que nos habíamos ido, cortándonos cualquier retirada en esa dirección y obligándonos a ascender. Desgraciadamente, el chaparral sólo se extendía una corta distancia por la pendiente, y cuando llegamos al campo abierto que había más arriba recibimos los disparos de una docena de rifles; pero los apaches disparaban muy mal cuando lo hacían deprisa, y quiso Dios que ninguno de nosotros cayera. Veinte metros más arriba, más allá del borde de los matorrales, había unos riscos verticales y, directamente enfrente de no­sotros, una estrecha abertura. Corrimos hacia ella y nos encontramos en una caverna tan grande como una habitación ordinaria de una casa. Allí estaríamos a salvo durante algún tiempo: un solo hombre con un rifle de repetición podría defender la entrada contra todos los apaches del mundo. Pero contra el hambre y la sed no teníamos defensa. Conservábamos el valor, pero la esperanza era un término del recuerdo.

No vimos después a ninguno de aquellos indios, pero por el humo y el resplandor de las hogueras que habían encendido en el barranco, sabíamos día y noche que nos vigilaban, con los rifles preparados, desde el margen de los matorrales: sabíamos que si intentábamos salir, ni uno solo de nosotros podría dar tres pasos sin caer abatido. Resistimos durante tres días, vigilando por turnos, hasta que nuestro sufri­miento se hizo insoportable. Entonces, la mañana del cuarto día, Ramón Gallegos dijo:

-Señores, no sé mucho del buen Dios ni de lo que a éste le complace. He vivido sin religión y no conozco la de ustedes. Perdónenme, señores, si les sorprendo, pero para mí ha llegado el momento de ganarle la partida al apache.

Se arrodilló en el suelo rocoso de la cueva, acercó la pistola a su sien y dijo:

-Madre de Dios, ven a por el alma de Ramón Gallegos.
Y así nos dejó: a William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.
Yo era el jefe y me correspondía hablar.
-Fue un hombre valiente. Supo cuándo morir y cómo. Es una estupidez morir de sed y caer bajo las balas de los apaches, o ser despellejados vivos: eso es de mal gusto. Unámonos a Ramón Gallegos.
-Tiene razón -dijo William Shaw.
-Tiene razón -dijo George W. Kent.

Extendí los miembros de Ramón Gallegos y le puse un pañuelo sobre el rostro. Entonces William Shaw dijo:

-Me gustaría seguir teniendo ese aspecto... un poco más.
Y George W. Kent dijo que pensaba lo mismo.
-Así será -dije yo-: Los diablos rojos aguardarán una semana. William Shaw y George W. Kent, venid y arrodillaos.

Así lo hicieron, y yo quedé en pie delante de ellos. » -Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dije yo.

-Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dijo Wi­lliam Shaw.
-Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dijo Geor­ge W. Kent.
-Perdónanos nuestros pecados -dije yo.
-Perdónanos nuestros pecados -dijeron ellos. -Y recibe nuestras almas.
-Y recibe nuestras almas.
-¡Amén!
-¡Amén!

Les coloqué junto a Ramón Gallegos y cubrí sus rostros. Se produjo una rápida conmoción al otro lado del fuego de campamento: un miembro de nuestro grupo se había puesto en pie pistola en mano.

-¿Y tú te atreviste a escapar? -gritó-. ¿Has tenido el valor de permanecer vivo? ¡Eres un perro cobarde y yo haré que te unas a ellos aunque luego me ahorquen a mí!

Pero saltando como una pantera, nuestro capitán se lanzó sobre él y le sujetó la muñeca.

-¡Detente, Sam Yountsey, detente!

Todos nos habíamos puesto en pie, salvo el desco­nocido, que permanecía sentado, inmóvil y aparente­mente sin prestar atención. Alguien cogió a Yountsey por el otro brazo.

-Capitán, aquí hay algo que no concuerda -dije yo-. Este tipo es un lunático o simplemente un men­tiroso: un sencillo mentiroso al que Yountsey no tiene derecho a matar. Si formó parte de ese grupo, es que había cinco hombres, y no ha nombrado a uno de ellos, probablemente a sí mismo.
-Cierto -contestó el capitán soltando al insurgente, que se sentó-. Aquí hay algo... inusual. Hace años encontraron cuatro cuerpos de hombres blancos, ver­gonzosamente mutilados y sin el cuero cabelludo, en los alrededores de la boca de esa cueva. Los enterraron allí; yo mismo he visto las tumbas y mañana las veremos todos.

El desconocido se levantó y nos pareció muy alto bajo la luz del fuego menguante, pues por prestar atención a su historia nos habíamos olvidado de ali­mentarlo.

-Había cuatro -repitió él-: Ramón Gallegos, Wi­lliam Shaw, George W. Kent y Berry Davis.

Reiterando su lista de muertos, caminó hacia la oscuridad y no volvimos a verle. En ese momento se aproximó a nosotros un miem­bro del grupo que había estado de guardia llevando el rifle en la mano y algo excitado.

-Capitán, durante la última media hora he visto a tres hombres allí arriba-dijo señalando en la dirección que había tomado el desconocido-. Pude verlos clara­mente, pues la luna está alta, pero como no tenían armas y yo les cubría con la mía, pensé que les corres­pondía a ellos hacer cualquier movimiento. ¡Pero no hicieron ninguno, maldita sea! Y me han puesto ner­vioso.

-Vuelve a tu puesto y quédate allí hasta que vuelvas a verlos -contestó el capitán-. Los demás acostaos de nuevo u os arrojaré al fuego a patadas.

El centinela se retiró obediente, lanzando juramen­tos, y no regresó en toda la noche. Cuando estábamos preparando nuestras mantas, Yountsey, que era un temperamental, dijo:

-Le ruego que me perdone, capitán, ¿pero quién diablos piensa usted que son?
-Ramón Gallegos, William Shaw y George W. Kent.
-¿Y qué me dice de Berry Davis? Tendría que haberle disparado.
-Habría sido totalmente innecesario: no podrías haberle matado otra vez. Duérmete.


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