miércoles, 2 de julio de 2025

Poemas. Antonio Porpetta (1936-2023)

Propuesta. 


Hay que recuperar
el tacto de la fiebre y el color de las noches,
la antigüedad del bronce y el aroma del llanto,
el grito de las águilas y el sabor del silencio,
la timidez del aire.
Hay que recuperar
la humildad de los astros y el sonido del hambre,
los caminos sin fecha y la altivez del junco,
los muertos renacidos y el susurro del puma,
la niebla en los vitrales.
Hay que recuperar
las verdes madrugadas y la sombra del río,
las campanas más tiernas y las manos sin dueño
la semilla del agua y los pasos perdidos,
la danza de las naves.
Hay que hacer lo imposible por descubrir de nuevo
ese torpe milagro, ese absurdo prodigio,
esa hermosa miseria que llamamos la vida,
con todo su caudal de ardiente escalofrío.





Los Arcángeles. 


Llegaron los arcángeles.
Se supo que llegaban por una luz dorada
que se esparció en la noche,
cuando los sueños labran manantiales
en la yerma memoria de las gentes.
Podían escucharse sus pisadas
de luna entre los árboles,
el rumor de sus voces delgadas como espigas,
y eran de ver los ópalos serenos de sus ojos
escrutándolo todo,
el azulado vuelo de sus manos,
su gesto entre cordial e indiferente.
Querían descubrir los paisajes del hombre
y en jornadas de niebla recorrieron
deltas de soledad, praderas de rencor,
roquedales de angustia, penínsulas de hastío,
manaderos del miedo más oscuro.
A veces preguntaban: nadie les dio respuesta,
nadie quiso decirles, nadie quiso escucharles...
Ellos, entre el silencio,
con lápices de ámbar escribían
palabras desoladas en sus libros celestes.
Y una tarde de plata,
en un viento levísimo y cansado,
agitando sus alas muy despacio,
regresaron por siempre
a sus mundos distantes.
Cuentan quienes los vieron
que volaban llorando los arcángeles.





Las palabras.


Llegan puras, calladas,
como dulces insectos,
invadiendo mi frente
con su zumbido leve,
portando entre sus alas
esos frágiles fuegos
que estallan en mi sangre
sus cascadas de vida.
Me adivinan cansado
de caminar el aire,
de pulsar el espacio
que me conduce a ellas,
y entonan en mis labios
sus cánticos de polen
en los que sólo crecen
espejos y almenaras.
Algunas traen la noche
ardiendo entre sus dedos
y derraman su acíbar
en mis pobres asombros;
otras son manantiales,
fulgurantes prodigios
que anidan en mis huesos
sus entrañas de azogue.
Palabras como huellas,
dejando en los alféizares
un lacre enamorado,
vivísimas palabras,
saltimbanquis del alma
sobre una red de sombras,
palabras como astros,
como madres sonoras,
diminutas palabras,
que juegan como pájaros,
palabras generosas
que nos llenan los ojos
de un trigo inagotable,
doloridas palabras,
palabras desplegando
tormentas y paisajes.
Vosotras sois mi patria,
mi único universo:
sólo con vuestro aliento
puedo habitar sin llanto
esta vieja intemperie,
esta piel fatigada.
Vosotras me hacéis libre:
en vosotras renazco.





El Sur.


No indagues en las brújulas,
no busques
remotas geografías,
tus ojos no penetren el incendio
de las constelaciones
ni tus manos expriman
el hermético sol de los jazmines.
El Sur habita aquí,
en la callada umbría de estos muros,
en la alquimia del aire
que juntos cada día respiramos.
Míralo como un pájaro
furtivamente nuestro:
vuela
entre las leves copas de cristal,
pero jamás las rompe,
y roza nuestras frentes
con sus alas tan llenas de luciérnagas.
A veces se transforma
en un hondo silencio, se refugia
en las hojas de un libro
o en la serena luz de tu regazo.
Y entonces es más nuestro
todavía,
más intensa su voz,
más certero su gozo que nos une.
Olvida los caminos,
los mapas empolvados de palabras propicias:
el Sur habita aquí,
nos navega la sangre,
rebrinca en nuestras médulas.
Somos nosotros mismos
ese rincón de fuego,
esa radiante esquina de la vida,
ese cálido Sur
que tanto tú deseas.





Donde las manos de la amada, con su destreza, protagonizan una hermosa aventura. 


Hablan, cantan, respiran,

amanecen.

Vuelan, indagan, dudan,

se cobijan.

Averiguan, descubren,

se apresuran.

Amurallan, acechan,

se confían.

Avanzan, acometen,

se detienen.

Disimulan, conspiran,

se deslizan.

Prosiguen, se demoran,

permanecen.

Acosan, se apoderan,

domestican.

Dilapidan, incendian,

se enardecen.

Ya persiguen,

ya insisten,

ya arrecian,

ya se ensañan,

ya rinden,

ya derrocan.

Ya vendimian.

Ya desisten,

renuncian,

se someten.

Ya proclaman la noche y se serenan.

Ya conducen,

invitan,

acompañan.





Tercer ensueño. 


...Y si un día mi mar amaneciera
con una nueva isla en su regazo,
una isla nacida
del oculto lugar donde los dioses
reposan su pretérito esplendor,
la quietud implacable de su olvido...
Y si fuera una isla nacida en alborozo,
de benigno perfil y tierno territorio,
de playas como lámparas votivas,
titánicos volcanes,
valles ensimismados,
anchos lagos sin fondo,
y en sus selvas atónitas crecieras
el rojo flamboyán, el jacaranda azul,
la umbría de las ceibas, la lujuria
sutil de las orquídeas,
y se oyera un murmullo polícromo de pájaros
arropando en sus vuelos
el libérrimo canto del quetzal...
Y si esa extraña isla decidiera
conocer tierras nuevas, rumbos nuevos,
nuevas constelaciones,
y levando sus anclas de obsidiana,
entre un fragor de nieblas y maizales
por tenebrosos mares
proa pusiera hacia mundos remotos,
hacia horizontes hondos como dudas,
inciertos como augurios,
amplios como el azar...
Y en una latitud inesperada
unos brazos de atlante
enamoradamente la acogieran,
y pacíficas aguas lo bañaran
ofreciéndola al sol y a la benevolencia
de otros dioses ignotos y lejanos,
y allí quedara para siempre, y fuera
poblada de hombres puros,
gentes de pies oscura, voz humilde,
negros ojos, limpio y alto mirar,
y con los siglos le nacieran pueblos
de nombres como gemas brilladoras
en los que eterna la esperanza ardiera:
Antigua, Sololá, Quetzaltenango,
Santa Cruz del Quicé...
Y preso en sus orillas, nuestro mar,
con sus islas sembradas de cenizas,
sepulcros de tritones y gorgonas,
harapientos trofeos,
viejas desolaciones,
quedara encadenado a sus leyendas,
con su nostalgia herida,
y con su ausencia a solas...





Monólogo con Mozart en tarde de lluvia.


Quiero decirte, Wolfgang Amadeus,
hermoso y fiel amigo,
que esta tarde de lluvia me han hablado
todos tus violoncelos:
comentaban
aquellos viejos días de salitre
tan ebrios en la ausencia,
tan repletos de arena y soledades,
tan siempre regresados.
Quiero decirte, Wolfgang Amadeus,
ángel truncado en vuelo,
que tu voz se me enreda entre los ojos
como una hiedra lenta y me retorna
a infancias melancólicas,
a cansadas esquinas, a horizontes
que jamás se me alzaron,
a las sombras de olivos sin ternura
en las desiertas sendas.
Quiero decirte, Wolfgang Amadeus,
alegre compañero,
que te sientes aquí, junto a nosotros,
en este exilio de paredes blancas
que hemos ido naciendo entre poemas
para volver a ser más puros,
quizá para volver a ser, tan sólo.
Ponte cómodo, hermano,
toma un vaso de vino, bebe, canta,
que esta tarde de lluvia no hay tristeza
que nos pueda rendir,
aunque algún clavicémbalo nos hiera
las perdidas memorias, los espejos
de lejano mirar.
Sólo quiero decirte, Wolfgang Amadeus,
alondra de esta casa,
que resumes el tiempo en nuestras sienes,
que tus alas nos cubren
para tomar el pulso a las mañanas,
que nuestra torpe lluvia se diluye
como el humo olvidado de un mal sueño
al escuchar tu luz.





Los ángeles del mar.


Los ángeles del mar, cuando llega la noche,

arrastran suavemente a los ahogados

hasta playas amigas,

y allí limpian sus cuerpos de algas y medusas

y peinan sus cabellos con esmero

para que no parezcan tan difuntos

y sus madres, al verlos,

no piensen en la muerte.

A veces depositan sobre sus pobres párpados

dos sestercios de plata recogidos

de algún pecio profundo

para borrar el miedo de sus ojos

y que el asombro vuelva a sus pupilas,

o ponen en sus manos caracolas y pétalos

como si fueran niños que dormidos

quedaron en sus juegos.

Finalmente, con leves movimientos,

abanican sus rostros muy despacio

y ahuyentan de sus labios las últimas palabras

dejándoles tan sólo los nombres de mujer?

Casi siempre suplican a los altos querubes

que trasladen sus almas con cuidado,

porque el mar dejó en ellas

salobres arañazos,

golpes de barlovento, heridas abisales,

y en el más largo instante

vieron como sus vidas se alejaban, se hundían,

en el temblor callado de las aguas,

y con sus vidas iba su memoria,

y en su memoria todo cuanto amaron

o pudieron amar,

y su dolor fue grande?

Cumplida su misión, vuelan los ángeles

hacia las blancas ínsulas del sueño,

y los ahogados quedan

solitarios y espléndidos

en sus dorados túmulos de arena,

serenos como dioses,

dignos en su derrota,

esperando que nazca la mañana,

que les cubra la luz,

que jamás les alcance

el frío del olvido.





Las muchachas y el mar. 


Toman el sol, tumbadas en la arena,
bajo una exacta claridad rasgada
de vuelos y abandonos,
en frutal ofertorio la gloria de sus cuerpos,
los sueños navegando
por hondas geografías.
Confían en el mar: nunca recelan
de su aliento cercano,
de esa casta apariencia que transmite
el familiar susurro de sus olas.
Ellas, tan inocentes, no saben las argucias
de ese sátiro azul, los disimulos
de su antigua y taimada adolescencia,
sus desatadas ansias de pecado...
Desde el agua profunda, una voz impaciente
?como un grito de amor, quizás de súplica,
o quizás un gemido? les reclama.
Despiertan las muchachas, se levantan
hermosamente altivas
y con pasos muy leves, caminando
despacio se dirigen
al inmenso latido.
Canta el mar sus baladas de alegría
mientras ellas se adentran en su imperio,
y recibe con mimos de unicornio
la doble incertidumbre de sus pies,
la vertical promesa de sus piernas espigas,
y lame sus rodillas,
y acaricia sus muslos de coral,
y alcanza enloquecido
la plata de sus pubis, y descubre
el asombro armilar de sus cinturas,
y aromado de adelfas
asciende hacia sus pechos, se adormece,
cubre, inunda, derrama estrellerías
y hasta besa furtivo, como un juego,
sus labios luminosos...
Las muchachas, ausentes, arcangélicas,
saltan, nadan, se ríen, chapotean,
ajenas a ese dulce vaivén, a esa lujuria
penetrante y sutil que les invade,
sin saber que están siendo
lentamente violadas,
que lentamente el mar las hace suyas,
que lentamente el viejo amante triunfa
con su extensa ternura
sobre el clamor rosado de sus sexos...





El niño. 


Hay un niño que llega cada día

ofreciendo su mínima intemperie

sobre el claro mantel del desayuno.

Levemente se asoma

por la ventana gris de algún periódico,

sin lágrimas ni risas en su rostro:

sólo pura mirada

y un humilde cansancio de terrores

derramado en sus labios.

Viene desde muy lejos:

de las tierras del fuego y la tristeza,

de selvas y arrozales,

de campos arrasados, de montañas perdidas,

de ciudades sin nombre ni memoria

donde la muerte es sólo

una muda costumbre cotidiana.

Tal vez trae en sus manos

algún pobre juguete:

el fusil que encontró en aquella zanja

junto a un hombre dormido,

las inútiles botas de su padre,

el arrugado casco de aluminio

del hermano más alto y más valiente,

el trozo de metralla

que derrumbó su infancia en un instante.

Se sienta a nuestra mesa, quedamente,

como si no estuviera,

y contempla asombrado los terrones

de azúcar, las galletas,

la alegre redondez de las naranjas,

la taza de café, con su recuerdo

de humaredas oscuras.

Nunca nos pide nada: sólo mira

desde un viejo silencio,

con un largo paisaje de preguntas

remansado en sus párpados.

Y permanece inmóvil,

clavándonos el tiempo en su palabra

que nunca escucharemos.

Como si fuera un niño, simplemente.

Sin saber que en sus ojos

lleva la herida grande

de todo el universo.





Donde el sexo recibe la más ardiente dádiva y corresponde con igual generosidad. 


Cúspide del incendio:
un edicto de fiebre nos reclama
con su sed de amapolas
el óbolo final de este preludio
tan largamente hermoso.
Ya se abren
tus pétalos, ya escucho
tu rojo palpitar,
la balada candente
que surge de tu hondura.
Qué respiro,
qué aliento inagotable
en este fontanar,
en esta alegre herida:
no hay camino
que no conduzca a ti, ni singladura
que no rinda sus naves
en tu ardiente bahía.
Con la urgente liturgia de los dioses
me invitas al banquete:
qué impaciente rubor,
qué madrugada
se desata en mis labios
al ver ese verano,
ese intenso verano
que en ti se despereza...
Ya se arquea
la cumbre de tu ojiva,
y tu umbral se me brinda enardecido,
y se agita en sus ascuas
tu vivo campanil, el diminuto
crisol de tu arcoiris.
Ya te acercas
voraz cuando te ofrezco
mi altivo pedernal, mi masculino
resumen de la brasa:
Muy despacio
mi furia se sumerge
en la dulce penumbra,
va llenando tus huecos,
recorriendo tus pliegues,
habitando
tus lentos terciopelos,
las sedas y damascos de tu cauce.
Qué fluvial acogida, qué refugio,
qué olvido en este algar,
en este tibio infierno que me ofrece
su abrazo y su dominio.
Da comienzo
la danza ritual,
la felina pavana que nos funde
en un secreto antiguo,
y crece su fervor, y se reitera
su mórbido vaivén,
y se convierte
en un tenso galope,
en un rítmico vuelo sucesivo...
Desde lejos,
desde el puro linaje de la sangre,
un huracán de fuego se aproxima,
avanza, nos rodea, nos invade
con su veraz augurio.
Qué tierna combustión, qué llamarada,
qué horizonte de polen su premura:
ya está junto a nosotros,
ya nos roza, nos prende,
nos envuelve, nos cubre...
Y al fin llega la lluvia,
nuestra cálida lluvia enloquecida,
dos frutales tormentas al unísono,
un vendaval de espigas compartido,
un feroz manantial que nos devora.
Y después,
un estero,
un clamor,
una larga ribera,
un cántico a la vida.


* * *

Ahora todo es paz en esta alcoba.
Las paredes no salen de su asombro.
Las lámparas envidian nuestros cuerpos.
La noche nos contempla emocionada.
Detrás de los cristales,
el invierno camina.





Retrato en amatista.


Dices muerte, y en tu palabra asoma
la cicatriz, el hielo,
la plenitud solemne de algún muro
que nunca sabrá nadie dónde fue construido,
qué jardines oculta,
qué regiones ardidas aprisiona.
A su conjuro acuden los pájaros más tristes,
se posan en tus manos
y derraman sus cánticos de luna
sobre tu piel que nace cada día.
Siempre
vence lo oscuro:
el grito de la ausencia, con su herida
tan honda y rescatada,
las pequeñas memorias
que el viento disemina como humildes cenizas,
la serpiente del frío
con sus ojos abiertos de carcoma.

Pero la muerte tiene
sus anchas claridades, universos
de ámbar, playas inagotables
de arenas como estrellas
donde el sol es más justo
y el mar lleva en sus alas un perfume
de inaccesibles rosas
que imanta y enamora.
¡Ah, su limpio lenguaje,
su mirada de madre
cuando entorna la vida entre sus brazos,
su sonrisa
tan pura y duradera!
Todo en ella es silencio,
prudente caminar entre los árboles,
pradera, junco, sueño,
cauce, vuelo de abejas,
lentísima esperanza.
Triunfa
desde todas las sombras,
pero guarda sus cálidos secretos
en la hermosa amatista de sus labios.

¿Y después? ¿Y después?...
La duda es una música
que lame nuestras médulas
con sus garfios de sangre:
Quizás sólo la noche.
Quizás un ancho río
de orillas serenísimas.
Quizás una dolida, inmóvil carcajada.





Los suicidas.


Suicidarse en el mar es como desnacerse
en el claustro materno,
es como retornar a la tibieza
de la verdad primera,
redescubrir el hálito fugaz que nos perdura,
quizás la certidumbre
de que también el fin
puede ser una forma de empezar.
Hay suicidas muy torpes: tienen prisa
en sus renunciaciones
y eligen sin pensar acantilados
altos como el desprecio,
foscos como la ruina
para el vuelo final.
Acaban casi siempre
como siempre vivieron: en alguna caverna
de escollos heridores,
atrapados en redes sin linaje,
recubiertos de umbría,
anclados a su malva soledad.
Pero hay quienes ofician el suicidio
como un rito: se visten
de túnicas muy blancas,
con guirnaldas de flores
dan prestigio a sus sienes,
y enaltecen sus cuellos y sus manos
con bellísimas joyas y abalorios
cuyo fulgor conforta los sentidos
y el ánimo sosiega
y la inocencia acrece.
Después, tras consultar tablas lunares,
astrónomos, augures, cartas de marear,
escogen una fecha de otoño transparente
y con el claroscuro de la tarde vencida
se internan con cuidado entre las aguas,
la mirada en sus culpas,
el olfato en su ausencia,
el tacto en sus ensueños,
mientras van repitiendo las palabras
que jamás escucharon
y que siempre quisieron escuchar...
Con su gentil y antigua cortesía
acoge nuestro mar a estos pulcros suicidas,
les da la bienvenida, les recibe
en su imenso nidal.
Y arrullando su frágil mansedumbre,
entre un magno silencio de ondas y presagios,
les orienta hacia dársenas ocultas,
hacia anónimas clas donde aguarda
una pequeña barca que ya tiene
la orden de partir.





Las sirenas.


Vieron llegar la nave:
como siempre
elevaron sus cánticos pianísimos,
sus murmullos de lluvia y arboleda
que un céfiro brumoso llevaba lentamente
a las sienes morenas de los hombres,
allí, donde se oculta el desconsuelo
y remotos paisajes se atesoran
con el secreto brillo de su azogue...

Vieron pasar la nave:
nadie se conmovió,
nadie se derrumbaba, loco, sobre el agua,
nadie quiso buscar, enajenado,
sus pechos luminosos, sus miradas de jaspe,
sus escamas de fuego y de coral.
(Un hombre entre cadenas,
hermoso como un héroe,
desgarraba con llantos y alaridos
aquel hondo y sereno navegar...)

Vieron cómo la nave se alejaba
ajena, indiferente,
en calma singladura
hacia islas felices y puertos abundosos,
firme como el destino, libre como el olvido,
desplegadas sus velas al viento y a la sal...

Ausentes, melancólicas,
asoladas de un lívido temor,
dejaron de cantar, envejecieron,
quedaron con los siglos
ignoradas de todos, convertido
en historia dormida su recuerdo.
Y una pobre mañana,
entre un torpe revuelo de peces fugitivos,
diéronse a lo profundo, naufragaron
su pálido esplendor...

Todos los navegantes debieran perdonarlas:
ellas nada querían,
ellas sólo cantaban y cantaban...
Ellas nunca supieron que en sus voces
habitaba la muerte.





Historia del hombre. 


1


¿Y qué decir del hombre,
cómo cantar su llanto,
su tempestad callada que me ahoga?
Ese montón oscuro de temblores
que lanza desde el frío
su mirada de arbusto
dueño fue de un imperio de mañanas,
dominador de ventisqueros.
Nunca
pudo ponerse el sol en su oceanía
ni doblegó la lluvia
la altivez de su nombre.
A su paso
las selvas despertaban
con un clamor de musgo,
rendíanle los montes sus cinturas,
desplegaban los ríos
su larga mansedumbre,
y las gemas ocultas en la entraña
alzaban a su frente destellos lejanísimos.
¡Ah, el hombre inmenso, encerrando en sus brazos
una constelación de avispas y jilgueros,
bronco señor del trueno y de la aurora
ensordeciendo el mundo
con sus himnos de cíclope!
Bastaba un breve gesto de sus dedos
para que bronce y pluma se hermanaran,
y el volcán derruyera sus presagios,
y reclinara el templo sus ojivas,
y el corazón se abriera
en cárcavas profundas.
A su voz poderosa
un huracán de sangre
deslumbraba los cielos,
y el tigre más soberbio
besaba entre la hierba sus espuelas,
mientras trémulos astros entonaban
una coral doméstica
de tímidas cantatas.
¡Qué digno frente al mar
numerando sus islas en los ocasos rojos,
apretando en sus manos las galernas,
dormida entre sus dientes
la llave que amordaza
la libertad del viento y sus espumas!...


2


Pero el hombre tenía
vocación de alimaña.
Con sus uñas de jade iba cavando un fosco
entramado de sombras,
pozos interminables,
secretas galerías,
oquedades remotas
donde jamás la luz le descubriera
ni florecieran pájaros o espigas.
Lentamente
la noche fue dejando sus amargas raíces
en el pecho del hombre,
minando su memoria,
recubriendo su lengua de una cansada herrumbre.
Aquella hermosa imagen del héroe coronado
de luna y madreselvas
pulverizó su mármol
dispersando su gloria y su ceniza
sobre el yermo dominio de la ruina.
¡Ah, su lenta ceguera,
su diminuta voz
que ya no escucha nadie,
sus garras convertidas
en manos humildísimas!

Cayeron las columnas. Un verdín infamante
eclipsó los metales. Los topacios sirvieron
de pasto a las cornejas.
Tocaron los clarines
un larguísimo canto funerario.
Y una seda invisible
que tejieron arañas implacables
fue encadenando al dios en su guarida,
robándole sus alas,
cercenando su sed,
su nostálgica sed de viejos albedríos.

Desde aquí lo contemplo
en su terrible soledad,
indagando la vida con sus ojos de esparto,
defendiendo del tiempo sus horas oxidadas,
casi perdida huella,
polvo apenas.
Y un alacrán antiguo
se me posa en los párpados,
al ver esa intemperie derramada
en mis propios espejos.





El amor. 


Ella duerme despacio
con un lento galope de gacelas
reclinado en su frente. Es hermosa
como una fruta fresca, como un ágata,
como un tallado capitel. Escucho
la lejana andadura de sus párpados,
el navegar inmóvil de su olvido,
su exacta placidez de hierbabuena.
Una fragancia leve
de ocultos hontanares
me descubre su cuerpo, esa clara campiña
de juncos y laúdes
donde mis labios posan su algarada
fluvial, perseguidora. No hay distancia
más corta hacia la llama
ni amanecer más puro. Se adivina
una alquimia voraz, un burbujeo
debajo de su piel,
como una permanente sembradura
de vides y crisoles.

Y sin embargo, el tiempo
maneja oscuramente sus cinceles,
su taladro tenaz:
Yo sé que el triunfo
será suyo, que nada puede huir
de su terca presencia.
Y sin quererlo, veo
la yedra recubriendo los alcores
de sus pechos, su boca desolada,
abatida y sumisa su cintura,
arrasado su vientre luminoso,
y un surtidor de hielo
sobre esa isla bruna que ahora emerge
feraz y retadora
sobre su mar de ópalos ardidos.
Pero ella duerme, cálida y ajena,
albergada de espumas.
La contemplo
serena mi palabra, confiado:
porque jamás el tiempo
derrocará su sueño,
y seguirá su frente con un lento
galope de gacelas,
por el amor salvada, redimida.





Asunción del olvido.


Se cumplirán los ritos:
la memoria
ejercerá su oficio dignamente
derramando su lluvia de crepúsculos
en los labios insomnes.
Primero será un fuego,
un crepitar de vidrios luminosos,
un huracán de espuma
sediento y fugitivo.
Pero las viejas guzlas
sonarán dulcemente entre las llamas,
irán adormeciéndolas, velando
su dolido clamor.
Después serán las brasas,
el cansancio tenaz de unos reflejos
cada vez más lejanos,
cada vez más heridos
por una lenta niebla:
las palabras,
las huellas y los gestos
comenzarán su exilio hacia regiones
que jamás conocieron.
Implacable
se extenderá una sombra duradera.
Y luego, la ceniza,
con su quietud de estatua derruida,
testimonio de todos los inviernos,
brújula del silencio,
resumiendo la nada.
Nosotros,
desde playas remotas,
podremos contemplar cómo la hiedra
recubre nuestros nombres, cómo el frío
invade nuestro imperio.
No habitará el rencor en nuestros ojos
ni la nostalgia antigua
nos rozará las sienes.
Impasibles
veremos germinar aquella ausencia,
aquella oscuridad, aquel callado
y largo desamor...
Mas seguirán unidas nuestras manos,
a pesar del olvido.


Poemas. Antonio Martínez Sarrión (1939-2021)

La chica que conocí en una boda. 


fue la prima que entonces se casó
luego hubo baile
piano y batería mucho vino
yo diría que gentes más bien pobres
con los trajes de muerto de las fiestas
nevaba muchos viejos
que echaban la colilla en un barreño
y sacudían la mota
mucha música
la pizpireta que se está
bajando las bragas
se pone de puntillas
mira a la galería
con aquellos ojazos virgen santa
y aquel reír el vino
estuvo luego haciendo lo restante
hasta que ya no pude contenerme y se lo dije
no a ella
a mis amigos
y estuve enamorado como un mes





Derecho de conquista.


Con qué empeño la luz
quiere arropar, velada, la paz de la mañana
de manso mar y silenciosas calles
y de ese modo levantar el solio
que te encierra y engasta cual zafiro
cuando, al fin, sonriente y despeinada,
pasas revista a la enemiga tropa
y la encuentras conforme a tus designios
en batallones de plumón tan tibio,
en falanges de aljaba tan vacía
que proclamas, sin lucha, la victoria
y el raigón derrotado de mi ejército
cargados de grilletes tras tu carro se arrastra
traidor a su bandera, a su patria, a su dios.





Quesia.


Era mansa, algo necia y se aovillaba
casi reciennacida en la caja de dulces
con un retal de fieltro a guisa de colchón.
Luego exploró la casa miedo a miedo
hasta imponer su ley a las butacas.
Acabó en trapecista y más de dos estores
hubo que desechar. Su estilo dio en precioso
y el reiterado tufo de tanta deyección
sólo era condonado al recortarse, regia,
contra el cegante murallón de junio.
Entonces me miraba, lamiéndose una pata
y brotaban dos chispas cinabrio por sus ojos
con las que suponía zanjado el incidente.
Pero no pudo ser. Y nadie me lo dijo.
De modo que una tarde, al volver del trabajo,
hambriento y blasfemando como siempre,
rastreé cual apache por suelos y guaridas.
Pero no podía ser, ya me habían advertido.
Y me senté en mi silla y me perdí en lo alto
y allí, tal vez me admitan -no sin pagar el diezmo-
al limbo estornudante de los gatos.





El cine de los sábados. 


maravillas del cine galerías
de luz parpadeante entre silbidos
niños con sus mamás que iban abajo
entre panteras un indio se esfuerza
por alcanzar los frutos más dorados
ivonne de carlo baila en scherezade
no sé si danza musulmana o tango
amor de mis quince años marilyn
ríos de memoria tan amargos
luego la cena desabrida y fría
y los ojos ardiendo como faros





Ahora es el momento. 


en aquellos inicios de la vida discente
el amor: serpentinas
próceres de latón en las altas columnas
por cierto trasnochábamos tila a veces
para el borracho de la tuna rondábamos
amores poco claros
de putas
sí de putas buena idea patios
mojados por el rocío palmeras
azuladas del alba bandurrias o laúdes?
que más daba despierta
niña despierta se distinguía el dorado de los ojos
desde las verjas amazonas
en camisón florido ante la música
y el aroma la melodía salvaje la salvaje
primavera del sur
por las acequias perros aulladores
almendros y naranjos florecidos
diez noches sin dormir seguía la fiesta
la ronda inacabable de las copas
la voz ronca el desmayo al desnudarse
ahora
las lentas tardes las gastadas palabras
los gastados abrazos unas frases cogidas
al vuelo sin nadie ya sin nada
mantas raídas gestos esquivos ya ves

subieron el descuento y el banco no aceptó
traición de la memoria barcos
de papel escorados en el limo

perdidos





Now's the time.


nada
más
nada
más que las sienes ardiendo
balcón hacia la noche navegantes
sin aguja imantada
rojas constelaciones con nombres de guerreros
la insufrible presión de Max Roach
conciso duro enérgico porque sí
porque hay niebla porque riegan y el dueño
ha de cerrar el club y todos muertos.





Deriva. 


Paraísos que nunca se perdieron,
se hallaban emboscados simplemente
en las encrucijadas del futuro
adoptando las formas más disímiles:
azulados caballos que dibujan
los escapes del gas, arborescencias
en bucle del asfalto derretido, palomas
que vuelven al sombrero del prestímano
abatidas por la cohetería
que clausura entre palmas un siglo tan feliz.

Entre estos intervalos de esplendor
se deslizaba el tiempo como un buque
con las luces cegadas, el gobernalle roto
y una leve modorra en el pasaje
que en vano interrogaba a la marinería
por el dudoso muelle del atraque final.





A ti, casi innombrable.


Tierra que vas a los mares
de sola tu luz vestida
Dámaso Alonso

Te llevo en los hondones de mi alma
aunque en raros momentos te asomes a los labios
que, de niño, me hicieron amar tu simulacro.
Todos mis sueños llevan tus colores
y, resonantes, vibran en mis oídos siempre
tus acordadas ?suaves o bullangueras- notas.
Cada orza de adobo, cada soga de cáñamo,
cada jarro de vino me regalan tu aroma.
Creo estar sentenciado a aquietarme en tu entraña,
creo que allí, todavía, disuelto en tus terrones,
madre mía siempre agónica, repasaré tus letras,
las seis letras que cifran tu siempre por hacer,
tu mal rehecho o del todo imposible camino.
Más frotaré ese oro tras pasarle mi vaho,
tras limpiarle, de paso, el rastro de mis huellas,
para que su fulgor algún trecho aún alumbre.


martes, 1 de julio de 2025

La tumba de sus ancestros. Rudyard Kipling (1865-1962)

Algunas personas le dirán que si sólo quedara una hogaza de pan en toda India ésta se dividiría a partes iguales entre los Plowden, los Trevor, los Beadon y los Rivett-Carnac. Eso es sólo una manera de decir que algunas familias han servido en India generación tras generación de la misma manera que los delfines van en fila uno tras otro a través del mar abierto. Veamos un caso pequeño y oscuro. Ha habido por lo menos un representante de los Chinn de Devonshire en Central India o cerca de ella desde los tiempos del teniente artificiero Humphrey Chinn, del Regimiento Europeo de Bombay, que ayudó a la toma de Seringapatam en 1799. Alfred Ellis Chinn, el hermano menor de Humphrey, mandó un regimiento de granaderos de Bombay entre 1804 y 1813, lo que le permitió contemplar algunos buenos combates; y en 1834 aparece John Chinn, de la misma familia, al que llamaremos John Chinn el Primero, como sagaz administrador de un lugar llamado Mundesur durante una época turbulenta. Murió joven, pero dejó su impronta en el nuevo país, y la Honorable Junta de Directores de la Honorable East India Company resumió sus virtudes en una majestuosa resolución por la que se hacía cargo de los gastos de su tumba en las colinas de Satpura.

Fue sucedido por su hijo, Lionel Chinn, que abandonó el pequeño y viejo hogar de Devonshire a tiempo para ser gravemente herido en el Motín. Trabajó toda su vida a menos de ciento cincuenta millas de la tumba de John Chinn, y llegó a ocupar el mando de un regimiento de salvajes y pequeños hombres de las colinas que en su mayor parte habían conocido a su padre. Su hijo John nació en el pequeño acantona¬miento de casas de techo de albarda y paredes de barro que sigue existiendo a ochenta millas del ferrocarril más cercano en el corazón de una zona olvidada y feroz. El coronel Lionel Chinn sirvió treinta años y se retiró. En el Canal su vapor se cruzó con un barco de transporte de tropas con destino a puerto extranjero que llevaba a su hijo a Oriente, para cumplir con sus deberes familiares. Los Chinn son más afortunados que la mayoría de la gente porque saben con exactitud qué es lo que deben hacer. Un Chinn listo aprueba los exámenes del Servicio Civil de Bombay y es destinado a Central India, donde todo el mundo está encantado de verle. Un Chinn torpe entra en el Departamento de Policía o en el de Bosques, y antes o después aparece también en Central India, y eso es lo que da lugar al refrán: «Central India está habitado por los bhili , los mair y los Chinn, todos muy semejantes». La raza es de huesos pequeños, oscura y silenciosa, y hasta los más tontos de ellos saben aprovechar las oportunidades. John Chinn el Segundo era bastante listo, pero como primogénito entró en el ejército según la tradición de los Chinn. Su deber le obligaba a entrar en el regimiento de su padre, durante su vida natural, aunque el cuerpo fuera tal que la mayoría de los hombres habrían pagado mucho para evitarlo. Eran irregulares, pequeños, oscuros y negruzcos, vestidos de verde oscuro con guarniciones de cuero negro; los amigos les llaman los «wuddar», por una raza de pueblos de casta baja que caza ratones para comer. Pero a los wuddar eso no les importaba. Eran los únicos wuddar, y su orgullo se basaba en lo siguiente:

En primer lugar, tenían menos oficiales ingleses que cualquier otro regimiento nativo. En segundo lugar, los oficiales subalternos no iban montados en los desfiles, como es la norma general, sino que desfilaban a pie a la cabeza de sus hombres. Un hombre que pudiera mantenerse al paso de los wuddar cuando avanzaban con rapidez tenía que estar sano de aliento y de miembros. En tercer lugar, eran los más pukka shikarries (los más redomados cazadores) de toda India. En cuarto lugar, eran ciento por ciento wuddar: los reclutas bhili irregulares de Chinn de los viejos tiempos, y ahora, desde entonces y para siempre, los wuddar. Ningún inglés entraba en ese revoltijo salvo por amor o costumbre familiar. Los oficiales les hablaban a los soldados en una lengua que no entendían ni doscientos hombres blancos en toda India; y los hombres eran sus hijos, todos reclutados de entre los bhili, posiblemente la más extraña de las numerosas razas extrañas de India. Eran y siguen siendo en su corazón hombres salvajes, furtivos, reservados y llenos de innumerables supersticiones. Las razas a las que consideramos nativos del país encontraron a los bhili como dueños de la tierra cuando hace miles de años entraron en esa parte del mundo. Los libros dicen que son prearios, aborígenes, dravidianos, etcétera; y, aunque dicho con otras palabras, así es como los bhili se llaman a sí mismos. Cuando un jefe rajput, cuyos bardos pueden cantar su pedigrí hasta mil doscientos años atrás, asciende al trono, su investidura no se considera completa hasta que se le ha marcado la frente con sangre de las venas de un bhili. Los rajput dicen que la ceremonia no tiene significado, pero los bhili saben que es la última sombra de sus antiguos derechos como los más antiguos dueños de la tierra.

Siglos de opresión y masacres convirtieron a los bhili en ladrones y cuatreros crueles y medio locos, y cuando llegaron los ingleses parecían tan abiertos a la civilización como los tigres de sus selvas. Pero John Chinn el Primero, padre de Lionel, abuelo de nuestro John, fue a su país, vivió con ellos, aprendió su lengua, mató al ciervo que se comía sus escasos cultivos y se ganó su confianza, de forma que algunos bhili aprendieron a arar y sembrar, mientras otros se sintieron tentados a entrar al servicio de la Compañía para vigilar y administrar a sus amigos. Cuando entendieron que alinearse no significaba que fueran a ser ejecutados al instante, aceptaron la vida militar como un tipo de deporte molesto pero divertido, y se sintieron entusiasmados con la tarea de mantener bajo control a los bhili salvajes. Ahí radicaba el peligro de la situación. John Chinn el Primero les hizo por escrito la promesa de que si se portaban bien a partir de cierta fecha el Gobierno perdonaría ofensas previas; y como se desconocía que John Chinn hubiera roto alguna vez su palabra -en una ocasión prometió ahorcar a un bhili al que se consideraba invulnerable, y lo hizo delante de su tribu por siete asesinatos demostrados-, los bhili se acomodaron lo mejor que pudieron. Fue un trabajo lento e imperceptible, del tipo que se está haciendo hoy en toda India; y aunque la única recompensa de John Chinn se produjo, tal como ya he dicho, en la forma de una tumba a expensas del Gobierno, el pequeño pueblo de las colinas no se olvidó jamás de él.

El coronel Lionel Chinn también les conocía y amaba, y estaban bastante civilizados, para ser bhili, antes de que terminara su servicio. Muchos de ellos apenas podían distinguirse de los campesinos hindúes de casta baja; pero en el sur, donde fue enterrado John Chinn el Primero, los más salvajes seguían aferrados a las cordilleras de Satpura sosteniendo la leyenda de que algún día regresaría Jan Chinn, tal como ellos le llamaban. Entretanto, desconfiaban del hombre blanco y sus costumbres. La menor conmoción les hacía huir para dedicarse al saqueo, y de vez en cuando a la matanza; pero si se les trataba con discreción, se arrepentían como niños y prometían no volver a hacerlo. Los bhili del regimiento, los hombres uniformados, eran virtuosos en muchos aspectos, pero necesitaban que se les complaciera. Se sentían nostálgicos y aburridos a menos que persiguieran tigres como batidores; y su osadía y sangre fría -los wuddar siempre mataban los tigres a pie, era su señal de casta- maravillaba incluso a los oficiales. Perseguían a un tigre herido con la misma despreocupación que si se tratara de un gorrión con un ala rota; y lo hacían en un país lleno de cuevas, grietas y fosos, donde un animal salvaje podía tener a su merced a una docena de hombres. De vez en cuando, algún hombrecillo era conducido de regreso al cuartel con la cabeza aplastada o las costillas desgarradas; pero sus compañeros no aprendían nunca a ser cautelosos: se contentaban con liquidar al tigre. El joven John Chinn fue traspasado a la terraza del solitario comedor del rancho de los wuddar desde el asiento trasero de un carro de dos ruedas, con las cartucheras cayéndole en cascada a su alrededor. El delgado y pequeño muchacho, de nariz ganchuda, parecía tan desamparado como una cabra extraviada cuando se quitó el polvo blanco de las rodillas y el carro traqueteó por el brillante camino. Pero en su corazón se sentía contento. Al fin y al cabo, aquél era el lugar en donde había nacido, y las cosas no habían cambiado mucho desde que fue enviado a Inglaterra, de niño, de eso hacía ya quince años.

Había algunos edificios nuevos, pero el aire, el olor y el brillo del sol seguían siendo los mismos; y los pequeños hombres vestidos de verde que cruzaban la plaza de armas le parecían muy familiares. Tres semanas antes, John Chinn habría dicho que no recordaba una sola palabra de la lengua bhili, pero en la puerta del comedor se dio cuenta de que sus labios se movían formando frases que no entendía: trozos de antiguas canciones infantiles, y finales de órdenes como las que su padre solía dar a los hombres. El coronel le vio subir los escalones y se echó a reír.

-¡Fíjate! -le dijo el comandante-. No es necesario preguntar cuál es la familia del joven. Es un pukka Chinn. Podría ser otra vez su padre en los cincuenta.
-Esperemos que sepa disparar, con toda la quincalla que trae encima -contestó el comandante.
-No sería un Chinn si no supiera. Mira cómo se suena la nariz. Un pico Chinn de reglamento. Sacude el pañuelo como su padre. Es la segunda edición: línea por línea.
-¡Como en un cuento de hadas, por Júpiter! -exclamó el comandante mirando por entre las tablillas de la persiana-. Si es el heredero legal, él... pero el viejo Chinn no podría pasar junto a ese pollo sin juguetear con él ...
-¡Su hijo! -dijo el Coronel poniéndose en pie de un salto.
-¡Bueno, que me aspen! -exclamó el comandante.

La mirada del muchacho se fijó en una cortina de juncos partidos que colgaba sobre un lodazal entre las columnas de la galería y mecánicamente tiró del borde para ponerlo a nivel. El viejo Chinn había jurado tres veces al día ante esa pantalla durante muchos años; nunca podía enderezarla a su entera satisfacción. Su hijo entró en la antesala en medio de un silencio quíntuple. Le dieron la bienvenida en el nombre de su padre, y después en su propio nombre tras haber hecho inventario de él. Se parecía ridículamente al retrato del coronel que colgaba de la pared, y tras quitarse un poco el polvo de la garganta, con una copa, se dirigió a su alojamiento con el típico paso corto y silencioso de la selva que utilizaba su padre.

-Una herencia excesiva-dijo el comandante-. Eso viene de tres generaciones entre los bhili.
-Y los hombres lo saben -añadió un oficial-. Han estado esperando a este joven con las lenguas fuera. Estoy convencido de que a menos que les golpee en la cabeza se le entregarán compañías enteras y le venerarán.
-No hay nada como tener un padre que haya ido por delante -añadió el comandante-. Entre los míos soy un recién llegado: sólo llevo veinte años en el regimiento y mi reverenciado padre era un simple hacendado. Ésa no es manera de llegar al fondo de la mente de un bhili. Pero ¿por qué el porteador que se trajo con él el joven Chinn huye por el campo con su hatillo?
Se asomó a la galería y lanzó un grito a aquel hombre, un típico criado de un mando subalterno recién alistado que habla inglés y engaña a su amo.
-¿Qué sucede? -le preguntó.
-Muchos malos hombres aquí. Me voy, señor-fue la respuesta-. Me han quitado las llaves del Sahib, y dicho que dispararán.
-Poco claro, pero convincente. ¡Cómo se van estos ladrones del norte! Alguien le ha dado un susto mortal -añadió el comandante dirigiéndose presurosamente a sus habitaciones para vestirse para la cena.

El joven Chinn, caminando como un hombre que estuviera dormido, se había dado una vuelta completa por todo el acantonamiento antes de dirigirse a su pequeña casa. El alojamiento del capitán, en donde él había nacido, le retrasó un poco; después contempló el pozo del patio de armas, donde había estado sentado muchas tardes con su cuidadora, y la iglesia de tres por cuatro metros y medio, donde los oficiales acudían al servicio si acertaba a pasar por allí un capellán de cualquier credo oficial. Le pareció muy pequeño en comparación con el gigantesco edificio que él solía quedarse mirando hacia arriba, pero era el mismo lugar. De vez en cuando pasaba un grupo de soldados silenciosos que le saludaban. Podían ser los mismos hombres que le habían llevado en su espalda cuando él iba vestido con sus primeros calzones cortos. Una débil luz iluminaba su habitación, y al entrar unas manos se agarraron a sus pies y una voz le habló desde el suelo.

-¿Quién es? -preguntó el joven Chinn sin darse cuenta de si estaba hablando en la lengua bhili.
-Sahib, le llevé en mis brazos cuando yo era un hombre fuerte y usted un pequeño que lloraba, lloraba y lloraba. Soy su criado, como lo fui antes de su padre. Todos somos sus criados.
El joven Chinn no se aventuró a responder, por lo que la voz siguió hablando:
-Le he quitado las llaves a ese extranjero gordo y le he despedido; y los gemelos están puestos en la camisa de la cena. ¿Quién iba a saberlo, de no ser yo? Así que el bebé se ha convertido en un hombre y se ha olvidado de su niñero; pues mi sobrino será un buen criado o le azotaré dos veces al día.

Se levantó entonces, rechinando y tan recto como una flecha bhili, un hombrecillo simiesco, reseco y de cabellos blancos, con medallas y órdenes en su túnica, tartamudeando, saludando y temblando. Tras él, un bhili joven y fuerte, de uniforme, sacaba las hormas de las botas de la cena de Chinn. Chinn tenía los ojos llenos de lágrimas. El anciano le entregó las llaves.

-Los extranjeros son mala gente. No regresará. Todos somos criados del hijo de su padre. ¿Se ha olvidado el Sahib de quién le llevó a ver el tigre atrapado en la aldea de más allá del río, cuando su madre estaba asustada pero él era tan valiente?
La escena regresó a Chinn como en destellos de una enorme linterna mágica:
-¡Bukta! -gritó, e inmediatamente después añadió-: Me prometiste que nada me haría daño. ¿Eres Bukta?
Aquel hombre se encontraba a sus pies por segunda vez:
-Él no ha olvidado. Recuerda a su pueblo como lo recordaba su padre. Ahora ya puedo morir. Pero antes viviré y le enseñaré al Sahib cómo matar tigres. Ése de ahí es mi sobrino. Si no es un buen criado, azótele y envíemelo, que seguramente yo le mataré, pues ahora el Sahib está con su propio pueblo. ¡Ay, Jan baba! ¡Jan baba! ¡Mi Jan baba! Me quedaré aquí para ver que éste hace bien su trabajo. Quítale las botas, estúpido. Siéntese en la cama, Sahib, y déjeme mirar. ¡Es Jan baba!

Adelantó la empuñadura de su espada como signo de servicio, honor que se presta sólo a virreyes, gobernadores, generales o a los niños pequeños a los que uno ama tiernamente. Mecánicamente, Chinn tocó la empuñadura con tres dedos, murmurando ni él sabía qué. Resultó ser la antigua respuesta de su niñez, cuando Bukta, en broma, le llamaba pequeño general Sahib.
El alojamiento del comandante estaba enfrente del de Chinn, y cuando oyó a su criado hablar entrecortadamente por la sorpresa, miró al otro lado de la habitación. Entonces el comandante se sentó en la cama y silbó; pues resultaba excesivo para sus nervios el espectáculo del más alto oficial nativo comisionado del regimiento, un bhili «puro», un Compañero de la Orden de la India Británica, con treinta y cinco años de servicio inmaculado en el ejército, y una graduación entre su propio pueblo superior a la de muchos nobles bengalíes, haciendo de criado para el oficial subalterno que acababa de incorporarse en último lugar. Las cornetas guturales tocaron llamando a la cena unas notas que tienen detrás una larga leyenda. Primero unas cuantas notas penetrantes, semejantes a los gritos de los batidores desde un refugio lejano, y luego, amplio, lleno y suave, el refrán de la canción salvaje: «¡Y oh, y oh, la legumbre verde de Mundore... Mundore!»

-Todos los niños pequeños estaban en la cama cuando el Sahib escuchaba ese último toque -dijo Bukta dándole a Chinn un pañuelo limpio. La llamada le traía recuerdos de su pequeña cama bajo la red contra los mosquitos, el beso de su madre y el sonido de los pasos que se iba haciendo más débil mientras él se quedaba dormido entre sus hombres. Se prendió el cuello de color oscuro de su nuevo traje para la cena y acudió a cenar como un príncipe que acabara de heredar la corona de su padre.

El viejo Bukta se quedó contoneándose y retorciéndose los bigotes. Conocía su propio valor y ningún dinero ni grado que pudiera concederle el Gobierno le habría inducido a poner los gemelos en las camisas del joven oficial, o a entregarle corbatas limpias. Sin embargo, cuando aquella noche se quitó el uniforme y se acuclilló entre sus compañeros para fumar tranquilamente, les contó lo que había hecho y ellos le dijeron que estaba muy bien. Después Bukta propuso una teoría que a un hombre blanco le habría parecido locura absoluta; pero los susurrantes hombrecillos de la guerra, de cabeza plana, la consideraron desde todos los puntos de vista y pensaron que podía haber mucha razón en ella. En la cena, bajo las lámparas de aceite, la conversación recayó como de costumbre en el tema infalible del shikar; la caza mayor de todo tipo y bajo toda suerte de condiciones. El joven Chinn se quedó con los ojos bien abiertos cuando comprendió que todos sus compañeros habían matado varios tigres al estilo wuddar, es decir, a pie, alardeando de aquello como si se hubiera tratado de un perro.

-En nueve casos de cada diez un tigre es casi tan peligroso como un puercoespín -comentó el coman¬dante-. Pero con el décimo es mejor volverse a casa enseguida.

Con eso se puso fin a la conversación y mucho antes de la medianoche el cerebro de Chinn era un torbellino de historias de tigres: devoradores de hombres y de ganado dedicados cada uno a sus propios asuntos tan metódicamente como los funcionarios de una oficina; tigres nuevos que acababan de llegar a tal o cual distrito; animales antiguos y amigables de gran astucia, conocidos en la mesa por apodos, como «Puggy», que era perezoso, de enormes garras, y «la señorita Malaprop», que aparecía cuando no la esperabas y emitía ruidos femeninos. Después hablaron de las supersticiones de los bhili, un campo amplio y pintoresco, hasta que el joven Chinn empezó a sospechar que debían de estar tomándole el pelo.

-Quizás no seamos muy fieles a los hechos -dijo un oficial sentado a su izquierda-. Lo sabemos todo sobre ti. Eres un Chinn y todo eso, y tienes tus derechos aquí; pero si no crees lo que te estamos diciendo, ¿qué harás cuando el viejo Bukta empiece con sus historias? Conoce relatos sobre tigres fantasmas, y tigres que se han ido al infierno porque han querido; tigres que caminan sobre las patas traseras y también el tigre de montar de tu abuelo. Es extraño que todavía no te haya hablado de eso.
-Sabes que tienes un antepasado enterrado en el camino de Satpura, ¿no? -preguntó el comandante, ante lo que Chinn sonrió con vacilación.
-Claro que sí -contestó Chinn, que se sabía de memoria la crónica del libro de los Chinn. Era un libro antiguo y desgastado que se conservaba en la mesa china lacada de detrás del piano en la casa de Devonshire, y a los niños se les permitía verlo los domingos.
-Bueno, no estoy muy seguro. Tu reverenciado antepasado, según los bhili, tenía un tigre de su propiedad: un tigre con silla de montar sobre el que cabalgaba por el país siempre que le apetecía. No diría que eso sea muy apropiado para el fantasma de un ex recaudador; pero eso es lo que creen los bhili del sur. Incluso a nuestros hombres, de los que podríamos decir que son moderadamente fríos, no les gusta batir esa zona del país si han oído que Jan Chinn corre por ahí sobre su tigre. Se supone que es un animal manchado: no a rayas, sino emborronado, como un gato de concha de tortuga. Es muy salvaje, y signo seguro de guerra, peste o... o algo. Es una agradable leyenda familiar para ti.
-¿Y cuál supone que es su origen? -preguntó Chinn.
-Pregunta a los bhili de Satpura. El viejo Jan Chinn era un poderoso cazador antes del Señor. Quizá fuera la venganza del tigre, o quizá los siga cazando todavía. Uno de estos días puedes ir a su tumba y preguntar. Probablemente Bukta te ayudará en eso. Antes de que tú vinieras tenía miedo de que se diera la mala suerte de que hubieras capturado ya tu tigre. Si no es así, te tomará bajo su protección. Evidentemente, de entre todos los hombres para ti es algo imperativo. Tendrás unos momentos de primera categoría con Bukta.

El comandante no estaba equivocado. Bukta vigilaba ansiosamente al joven Chinn mientras éste hacía la instrucción, y fue notable que la primera vez que el nuevo oficial levantó su voz para dar una orden toda la fila se estremeció. Incluso el coronel retrocedió sorprendido, pues podría haberse tratado de Lionel Chinn recién regresado de Devonshire con una vida nueva. Bukta había seguido desarrollando su peculiar teoría entre sus amigos, que era aceptada como dogma de fe entre las tropas, pues la confirmaba cada palabra y cada gesto del joven Chinn. Muy pronto el anciano dispuso que su pupilo tenía que poner fin al reproche de no haber matado un tigre; pero no se contentaba con ocuparse del primero que acertara a pasar. Era él quien dispensaba la justicia alta, baja y media en las aldeas, y cuando los hombres de su pueblo, desnudos y agitados, venían a él para hablarle de un animal marcado, les ordenaba enviar espías a los lugares de abrevadero y matanza, para asegurarse de que la presa fuera conveniente para la dignidad de un hombre semejante. En tres o cuatro ocasiones, los temerarios rastreadores regresaron diciendo que el animal estaba sarnoso, o era de escaso tamaño, o era una tigresa fatigada por sus cachorros o un macho viejo de dientes rotos, por lo que Bukta tenía que refrenar la impaciencia del joven Chinn. Finalmente localizaron un animal noble: un devorador de ganado de diez pies con una imponente piel suelta a lo largo del estómago, de pellejo brillante y crespo por el cuello, grandes bigotes, alegre y joven. Decían que había destrozado a un hombre por pura diversión.

-Dejadle que se alimente -dijo Bukta, y los aldeanos, obedientemente, le llevaron vacas para divertirle, y para que pudiera descansar en aquella zona.
Príncipes y potentados habían ido en barco a India gastando mucho dinero sólo para ver animales la mitad de hermosos que aquél de Bukta.
-No es bueno -le dijo al coronel al pedirle permiso para ir de caza-, que el hijo de mi coronel, que podría ser... que el hijo de mi coronel perdiera su virginidad con un pequeño animal de la selva. Eso ya podrá hacerlo después. He esperado mucho para encontrar un tigre así. Viene del país de Mair. Dentro de siete días regresaremos con la piel.

Los que estaban a la mesa rechinaron los dientes por la envidia. Si Bukta hubiera querido, les podría haber invitado a todos. Pero se fue a solas con Chinn, a dos días de viaje en un carro de caza y un día a pie, hasta llegar a un valle rocoso y deslumbrante que tenía una laguna con agua muy buena. Hacía un día abrasador, y como era natural el muchacho se desnudó y fue a darse un baño, dejando a Bukta con la ropa. Una piel blanca resalta mucho sobre el telón de fondo de la selva, y lo que Bukta contempló en la espalda y el hombro derecho de Chinn le hizo adelantarse hacia él, paso a paso, con la mirada fija.

«Había olvidado que no es decoroso desnudarse delante de un hombre de su posición», pensó Chinn ocultándose en el agua. «¡Cómo mira el pequeño diablo!»
-¿Qué sucede, Bukta?
-¡La señal! -respondió el anciano con un susurro¬.- No es nada. Ya sabe lo que pasa con mi pueblo.
Chinn se sentía molesto. La marca de nacimiento de un color rojo apagado, algo parecido a una nube de crema tártara convencional, se le había olvidado, pues en otro caso no se habría bañado. En su casa decían que se producía en generaciones alternas, y que curiosamente aparecía ocho o nueve años después del nacimiento, y salvo por el hecho de que formaba parte de la herencia Chinn, no se consideraba hermosa. Fue corriendo hasta la orilla, se vistió de nuevo y siguieron andando hasta encontrarse con dos o tres bhili que inmediatamente se arrojaron al suelo hundiendo en él el rostro.
-Mi pueblo -gruñó Bukta sin condescender a fijarse en ellos-. Y por tanto su pueblo, Sahib. Cuando yo era joven éramos menos, pero no tan débiles. Ahora somos muchos, pero de peor raza. Por lo que soy capaz de recordar. ¿Cómo lo matará, Sahib? ¿Desde un árbol, desde un abrigo que construya mi pueblo, de día o de noche?
A pie y de día-contestó el joven Chinn.
-He oído que ésa era su costumbre -dijo Bukta para sí mismo-. Tendré noticias de él. Y entonces Sahib y yo iremos a buscarle. Yo llevaré una escopeta y Sahib tendrá la suya. No necesitamos más. ¿Qué tigre va a resistirse ante Sahib?

Había sido localizado junto a una pequeña poza de agua en la cabecera de un barranco, saciado y medio dormido bajo el sol de mayo. Se acercaron a él como si se tratara de una perdiz, y se dio la vuelta para luchar por su vida. Bukta no hizo movimiento alguno para levantar el rifle, y mantuvo la vista fija en Chinn, quien se enfrentó al rugido estruendoso de la carga con un solo disparo -mientras contemplaba el ataque le dio la impresión de que habían transcurrido horas que le desgarró la garganta, golpeándole el espinazo por debajo del cuello y entre los hombros. El animal se encogió, se ahogó y cayó, y antes de que Chinn pudiera darse cuenta plenamente de lo que había sucedido, Bukta le ordenó que se quedara quieto todavía, mientras él recorría la distancia entre sus pies y las mandíbulas resonantes.

-Quince pasos, y de los cortos -dijo Bukta-. No es necesario un segundo disparo, Sahib. Sangra limpiamente tal como está y no estropearemos la piel. Les había dicho a ésos que no les necesitaríamos, pero vinieron... por si acaso.

De pronto las pendientes del barranco se llenaron de cabezas de hombres del pueblo de Bukta: una fuerza que podría haber atacado los costados del animal si el tiro de Chinn hubiera fallado; pero sus rifles estaban ocultos, y aparecieron como batidores interesados, unos cinco o seis, aguardando la orden de despellejarlo. Bukta observó cómo desaparecía la vida de aquellos ojos salvajes, levantó una mano y se dio la vuelta sobre sus talones.
-No es necesario mostrar que nos preocupamos -dijo-. Pero después de esto podremos matar lo que queramos. Extienda la mano, Sahib.
Chinn obedeció. Estaba totalmente estabilizada, y Bukta asintió:
-Ésa era también su costumbre. Mis hombres lo desollarán rápidamente. Llevarán la piel al acantona¬miento. ¿Querrá el Sahib venir a mi pobre aldea para pasar la noche, y olvidarse quizá de que soy su oficial?
-Pero esos hombres... los batidores. Han trabajado mucho y quizá...
-Ah, si le quitan la piel con torpeza los despellejaremos a ellos. Ellos son mi pueblo. En el ejército soy una cosa. Aquí soy otra.

Aquello era muy cierto. Cuando Bukta se quitó el uniforme y volvió a ponerse el vestido fragmentario de su pueblo, dejó su civilización en el otro mundo. Aquella noche, tras charlar un poco de sus temas favoritos, se entregó a una orgía; y una orgía bhili no es algo de lo que pueda escribirse con seguridad. Chinn, engreído por su triunfo, se metió en ella, aunque se le quedó oculto el significado de los misterios. Gentes salvajes venían y le llenaban las rodillas de ofrendas. Pasó su botella a los ancianos de la aldea. Éstos fueron muy elocuentes y le pusieron guirnaldas de flores. Le dieron regalos y préstamos, no todos decentes, se escuchaba una música infernal y enloquecedora alrededor de los fuegos, mientras los cantantes entonaban canciones de tiempos antiguos y bailaban danzas peculiares. Los licores aborígenes son muy fuertes y Chinn fue obligado a probarlos a menudo, pero a menos que estuvieran cargados de droga, ¿cómo es que se quedó dormido de pronto y despertó al siguiente día, a mitad de camino desde la aldea?

-El Sahib estaba muy cansado. Poco antes de amanecer se durmió -explicó Bukta-. Los míos le han traído hasta aquí y es la hora de que regresemos al acantonamiento.
La voz suave y deferente, el paso uniforme y silencioso, hacían que pareciera difícil creer que sólo unas horas antes Bukta hubiera estado gritando y dando ca¬briolas con los diablos desnudos de los matorrales.
-Mi pueblo quedó muy complacido de ver al Sahib. Nunca le olvidarán. La próxima vez que el Sahib venga a reclutar hombres, le darán todos los hombres que necesitemos.

Chinn guardó en secreto todo aquello, salvo la cacería del tigre, que Bukta adornó con una lengua desvergonzada. La piel era ciertamente una de las más hermosas que habían colgado nunca en el comedor, y sería la primera de otras muchas. Cuando Bukta no podía acompañar a su muchacho en las cacerías, procuraba ponerle en buenas manos, y Chinn aprendió más acerca de la mente y los deseos de los bhili salvajes en sus marchas y acampadas, en las conversaciones du¬rante el crepúsculo o en la orilla de las lagunas, de lo que podría haber aprendido en toda su vida un hombre sin instrucción. Los hombres del regimiento se fueron atreviendo a hablarle de sus parientes, casi todos ellos en problemas, y a exponerle casos de costumbres tribales. Sentándose en cuclillas en la galería, al crepúsculo, le decían con el estilo sencillo y confidencial de los wuddar que tal soltero se había escapado con tal esposa de una aldea lejana. ¿Cuántas vacas consideraría Chinn Sahib que serían una multa justa? O si llegaba una orden escrita del Gobierno diciendo que un bhili tenía que presentarse en una ciudad amurallada de las llanuras para prestar testimonio en un tribunal, ¿sería prudente no tener en consideración esa orden? Por otra parte, si la obedecía, ¿regresaría vivo el temerario viajero?

-¿Pero qué tengo yo que ver con esas cosas? -le preguntaba Chinn a Bukta con impaciencia-. Soy un soldado, no conozco la ley.
-¡Ja! La ley es para los estúpidos y los blancos. De¬les una orden grande y fuerte y vivirán por ella. Para ellos, el Sahib es la ley.
-Pero ¿por qué?
El semblante de Bukta perdió toda expresión. Posiblemente fue la primera vez que se le ocurrió esa idea:
-¿Cómo puedo saberlo? -contestó-. Quizá sea por el nombre. A un bhili no le gustan las cosas des¬conocidas. Deles órdenes, Sahib, dos, tres o cuatro palabras cada vez, para que puedan recordarlas. Con eso bastará.

Y Chinn les dio órdenes, con valentía, sin tomar conciencia de que una palabra pronunciada con precipitación en la mesa del comedor se convertía en la ley fija e inapelable de las aldeas que estaban más allá de las montañas humeantes: que en realidad no era menos que la ley de Jan Chinn el Primero, quien según la leyenda extendida había regresado a la tierra para vigilar a la tercera generación dentro del cuerpo y la piel de su nieto. No podía existir la menor duda a este respecto. Todos los bhili sabían que la reencarnación de Jan Chinn había honrado el pueblo de Bukta con su presencia después de matar su primer tigre -en esta vida-; que había comido y bebido con el pueblo, tal como él solía hacer; y Bukta debió poner mucha droga en el licor de Chinn, pues todos los hombres habían visto en su espalda y hombro derecho la colérica y rojiza nube volante que los dioses supremos habían puesto en la carne de Jan Chinn el Primero cuando llegó junto a los bhili. Por lo que respecta al estúpido mundo blanco, que carece de ojos, era un joven y delgado oficial de los wuddar, pero su pueblo sabía que era Jan Chinn, el que había convertido al bhili en un hombre; y como lo creían, se apresuraban a transmitir sus palabras cuidando de no alterarlas en el camino. Lo mismo que el salvaje y el niño que juega solitario, a quienes les horroriza que se rían de ellos o los cuestionen, el pueblo pequeño guardaba para sí sus convicciones; y el coronel, que creía conocer a su regimiento, jamás sospechó que todos y cada uno de los seiscientos hombres de pie rápido y ojos pequeños y brillantes que estaban en posición de atención junto a su rifle creían serena e inequívocamente que el subalterno que estaba al lado izquierdo de la fila era un semidiós que había nacido dos veces: era la deidad tutelar de su tierra y su pueblo. Los propios dioses de la tierra habían puesto la marca de la reencarnación: ¿y quién se atrevía a dudar de la maniobra de los dioses de la tierra?

Chinn, que por encima de todo era práctico, vio que su apellido le era muy útil en las filas y en el campamento. Sus hombres no le daban ningún problema -nadie comete faltas militares cuando es un dios el que se sienta en la silla de justicia-, y estaba seguro de contar con los mejores batidores de la región siempre que los necesitaba. Ellos creían estar cubiertos por la protección de Jan Chinn el Primero y en esa creencia eran audaces más allá de los más osados de los bhili. Su alojamiento empezaba a parecerse a un museo de historia natural de un aficionado, a pesar de las cabezas, cuernos y cráneos que había enviado a su casa de Devonshire. El pueblo aprendió de manera muy humana cuál era el lado débil de su dios. Era ciertamente insobornable, pero le encantaban las pieles de pájaros, las mariposas, los escarabajos y, por encima de todo, las noticias de una caza importante. En otros aspectos, vivía según la tradición Chinn. Jamás tenía malaria. Una noche entera sentado sobre una cabra enjaezada en un valle húmedo, que habría producido al comandante un mes entero de malaria, no producía efecto alguno en él. Tal como se decía, «había sido inmunizado antes de nacer». En el otoño de su segundo año de servicio surgió un rumor inquieto que se extendió entre los bhili. Chinn no supo nada de él hasta que un oficial de su misma graduación se lo dijo en la mesa del comedor:

-Tu reverenciado antepasado de la región de Satpura está inquieto. Convendría que lo vigilaras.
-No quisiera ser irrespetuoso, pero estoy un poco harto de mi reverenciado antepasado. Bukta no habla de otra cosa. ¿Qué es lo que está haciendo ahora el anciano?
-Recorriendo el país bajo la luz de la luna a lomos de su tigre procesional. Eso es lo que se dice. Ya lo han visto unos dos mil bhili, brincando por las cumbres del Satpura y asustando mortalmente a la gente. Ellos lo creen devotamente, y todos los tipos de Satpura le veneran en su santuario, quería decir tumba, como buenos fieles. Realmente tendrías que ir allí. Debe de resultar extraño ver que tratan a tu abuelo como a un dios.
-¿Qué te hace pensar que hay la menor verdad en esa historia? -preguntó Chinn.
-El hecho de que todos nuestros hombres lo nieguen. Dicen que nunca han oído hablar del tigre de Chinn. Y eso es una mentira manifiesta, porque todos los bhili han oído hablar de ello.
-Pero hay una cosa que pasa por alto -intervino pensativamente el coronel-. Cuando un dios local reaparece en la tierra es siempre una excusa para problemas de uno u otro tipo; y los bhili de Satpura siguen siendo tan salvajes como los dejó su abuelo, joven. Eso significa algo.
-¿Que pueden tomar el camino de la guerra? -preguntó Chinn.
-No sabría decirlo... todavía. Pero no me sorprendería bastante.
-A mí no me han dicho ni una sílaba.
-Eso refuerza las pruebas. Están ocultando algo.
-Bukta me lo dice siempre todo, como norma general. ¿Por qué no me iba a hablar de eso?
Aquella misma noche, Chinn se lo preguntó directamente al anciano, y la respuesta le sorprendió.
-¿Por qué iba a hablar de lo que es bien sabido? Sí, el tigre nublado está en la región de Satpura.
-¿Y qué piensan los bhili salvajes que significa eso?
-No lo saben. Aguardan. ¿Qué hay que hacer, Sahib? Diga una sola palabra y estaremos contentos.
-¿Nosotros? ¿Qué tienen que ver las historias del sur, donde viven los bhili de la selva, con los hombres de uniforme?
-Cuando Jan Chinn despierta no es momento para que ningún bhili esté quieto.
-Pero no ha despertado, Bukta.
-Sahib -le dijo el anciano con sus ojos llenos de tierno reproche-: si él no desea ser visto, ¿por qué va a salir bajo la luz de la luna? Sabemos que está despierto, pero no lo que él desea. ¿Es un signo para todos los bhili o solamente interesa a las gentes de Satpura? Sahib, diga una sola palabra que pueda transmitir a los soldados y enviar a nuestros pueblos. ¿Por qué ha salido a cabalgar Jan Chinn? ¿Quién ha hecho una mala acción? ¿Es la peste? ¿Es la fiebre maligna? ¿Morirán nuestros hijos? ¿Es una espada? Recuerde, Sahib, que somos su pueblo y sus siervos, y en esta vida le he llevado en mis brazos... sin saber.

«Evidentemente Bukta ha bebido esta noche», pensó Chinn. «Pero si puedo hacer algo para tranquilizar al viejo, debo hacerlo. Es como los rumores del Motín pero a pequeña escala. Se dejó caer en un sillón de mimbre sobre el que había puesto su primera piel de tigre y reposó el cuerpo sobre el cojín de manera que las garras le quedaban por encima de los hombros. Mientras hablaba, las cogía mecánicamente colocándose por encima, a modo de manto, la piel pintada.

-Te voy a decir la verdad, Bukta -dijo inclinándose hacia el frente, con el hocico reseco del animal sobre su hombro, mientras inventaba una mentira plausible.
-Ya veo que es la verdad -le respondió el otro con voz trémula.
-¿Dices que Jan Chinn recorre los Satpura a lomos del tigre nublado? Quizá sea así. Por tanto el signo de maravilla es sólo para los bhili de Satpura, y no afecta a los que aran los campos en el norte y el oriente, los bhili de Khandesh, o cualquier otros, salvo a los de Satpura, quienes por lo que sabemos son salvajes estúpidos.
-Entonces es una señal para ellos. ¿Buena o mala?
-Buena, sin la menor duda. ¿Por qué iba a hacer mal Jan Chinn a aquellos a quienes convirtió en sus hombres? Allí las noches son calurosas; es malo quedarse tumbado en la cama mucho tiempo sin darse la vuelta, y Jan Chinn vigila a su pueblo. Así que se levanta, llama de un silbido a su tigre nublado y sale a pasear un poco, para respirar el aire fresco. Si los bhili de Satpura se quedaran en sus aldeas y no deambularan por ahí después de la oscuridad, no le verían. Ciertamente, Bukta, se trata sólo de que él desea volver a ver la luz en su propio país. Transmite estas noticias al sur y di que es mi palabra.
Bukta se inclinó hacia el suelo. «¡Dios de los cielos!», pensó Chinn. «¡Y este condenado pagano es un oficial de primera categoría, y recto hasta la muerte! Sería mejor que acabara con esto claramente». Pero siguió hablando:
-Si los bhili de Satpura preguntan por el significado de la señal, diles que Jan Chinn quiere ver cómo mantienen sus antiguas promesas de vivir bien. Quizá se han dedicado al saqueo; quizás tienen la intención de desobedecer las órdenes del Gobierno; quizá hay un cadáver en la selva; y por eso Jan Chinn ha acudido a verlo.
-¿Entonces está enfadado?
-¡Bah! ¿Acaso me enfado yo alguna vez con mis bhili? Puedo pronunciar palabras coléricas, y proferir muchas amenazas. Tú lo sabes, Bukta. Te he visto sonreír por detrás. Yo lo sé, y tú lo sabes. Los bhili son mis hijos. Lo he dicho muchas veces.
-¡Ay! Somos tus hijos-dijo Bukta.
-Y no otra cosa le pasa a Jan Chinn, el padre de mi padre. Quería ver de nuevo la tierra y el pueblo que amaba. Es un buen fantasma, Bukta. Lo digo yo. Ve y díselo a ellos. Y espero verdaderamente que con eso se calmen -añadió. Y echando hacia atrás la piel de tigre, se levantó con un prolongado y abierto bostezo que dejó al descubierto sus dientes bien cuidados.
Bukta salió corriendo y fue recibido por un grupo de soldados jadeantes que le interrogaron.
-Es cierto -dijo Bukta-. Se envolvió en la piel y habló desde dentro de ella. Quería ver su país de nuevo. La señal no nos está destinada; y ciertamente es un hombre joven. ¿Cómo iba a pasar ociosamente las noches? Dice que su cama está demasiado caliente y el aire es malo. Va de aquí para allá porque le gusta andar por la noche. Él lo ha dicho.
La asamblea de hombres de bigotes grises se estremeció.
-Dice que los bhili son sus hijos. Sabéis que él no miente. Me lo ha dicho a mí.
-¿Pero qué hay de los bhili de Satpura? ¿Qué significa la señal para ellos?
-Nada. Como ya he dicho, es sólo que sale a pasear por la noche. Cabalga en ella para ver si obedecen al Gobierno, tal como les enseñó a hacer en su primera vida.
-¿Y si no lo hacen?
-Él no dijo nada.
La luz se apagó en el alojamiento de Chinn.
-Mirad -dijo Bukta-. Ahora se va. Como él ha dicho, es un buen fantasma. ¿Cómo íbamos a temer a Jan Chinn, que convirtió al bhili en hombre? Tenemos su protección; y sabéis que Jan Chinn nunca rompió una promesa de protección hablada o escrita en un papel. Cuando sea mayor y haya encontrado una esposa, dormirá en su cama hasta la mañana.

Un oficial en jefe suele darse cuenta del estado mental del regimiento un poco antes que los hombres; y por eso varios días más tarde el coronel dijo que alguien había metido el miedo a Dios en los wuddar. Como él era la única persona titulada oficialmente para hacerlo, le molestó ver una virtud tan unánime.

-Es demasiado bueno para que dure -dijo-. Me gustaría descubrir qué es lo que traman esos tipos.
Le pareció que la explicación estaba en el cambio de la luna, cuando recibió órdenes de estar preparado para «calmar cualquier posible excitación» entre los bhili de Satpura, quienes estaban inquietos, por decirlo suavemente, porque un Gobierno paternal había enviado contra ellos a un vacunador mahratta educado por el estado con lancetas, virus para inocular y una vaquilla con el registro oficial. Según el lenguaje del Estado, habían «manifestado una fuerte objeción a toda medida profiláctica», habían «retenido por la fuerza al vacunador» y «estaban a punto de olvidar o evadir sus obligaciones tribales».

-Eso significa que están aterrados y nerviosos, lo mismo que cuando se hizo el censo -dijo el coronel-. Si hacemos que huyan a las colinas, en primer lugar nunca les cogeremos, y en segundo lugar se lanzarán dando gritos al pillaje y al saqueo hasta nuevas órdenes. Me pregunto quién será el idiota abandonado por Dios que está intentando vacunar a un bhili. Sabía que iba a haber problemas. Menos mal que sólo utilizan cuerpos locales y podemos improvisar algo a lo que demos el nombre de campaña para que se tranquilicen. ¡Tendría gracia que tuviéramos que disparar a nuestros mejores batidores porque éstos no quieran ser vacunados! Sólo están locos de miedo.
-¿No cree, señor, que podría darme un permiso de caza de quince días? -le preguntó Chinn al día siguiente.
-¡Deserción frente al enemigo, por Júpiter! -exclamó el coronel con una risotada-. Podría hacerlo, pero tendría que darle una fecha un poco anterior, pues se nos ha advertido que estemos dispuestos para el servicio, podríamos decir. Sin embargo, supondremos que hizo la petición de permiso hace tres días, y ahora está ya de camino al sur.
-Me gustaría llevarme a Bukta conmigo.
-Por supuesto, claro que sí. Creo que ése será el mejor plan. Tiene usted una especie de influencia hereditaria sobre esos pequeños tipos, y a usted le escucharán, cuando sólo ver nuestros uniformes les volvería salvajes. Nunca ha estado antes en esa parte del mundo, ¿no es cierto? Procure que no le envíen a la bóveda familiar en su juventud e inocencia. Creo que estará usted muy bien si puede conseguir que le escuchen.
-Así lo creo yo, señor; pero si... si accidentalmente ellos... hacen el majadero... podrían, ya sabe... espero que comprenda usted que sólo estaban asustados. No hay un gramo de crueldad auténtica en ellos, y jamás me perdonaría si cualquiera de... se mete en problemas por mi persona.
El coronel asintió, pero no dijo nada.

Chinn y Bukta se marcharon enseguida. Bukta no dijo que desde que el vacunador oficial había sido arrastrado a las colinas por los bhili indignados, un corredor tras otro había ido llegando al acantonamiento para rogar, con la frente sobre el polvo, que acudiera Jan Chinn para explicar ese horror desconocido que pendía sobre su pueblo. El portento del tigre nublado era ya evidente. Jan Chinn tenía que consolar a los suyos, pues la ayuda de un hombre mortal era inútil. Bukta había suavizado el tono de las súplicas convirtiéndolas en una simple petición de la presencia de Chinn. Nada habría complacido más al anciano que una agitada campaña contra los satpuras, a quienes él despreciaba en cuanto que bhili «sin mezcla»; pero tenía un deber ante toda su nación en cuanto que intérprete de Jan Chinn, y creía fervientemente que caerían cuarenta plagas sobre su aldea si faltaba a dicha obligación. Además, Jan Chinn conocía todas las cosas, y cabalgaba sobre el tigre nublado. Cubrieron treinta millas al día a pie y a caballo, alcanzando la línea del Satpura, semejante a una muralla azul, con toda la rapidez posible. Bukta estaba muy silencioso. Poco después del mediodía iniciaron la empinada ascensión, y casi era el crepúsculo cuando llegaron a la plataforma de piedra adherida al costado de una colina agrietada y cubierta por la selva en la que estaba enterrado Jan Chinn el Primero, tal como él había deseado, para poder vigilar desde allí a su pueblo.

Toda India está llena de tumbas olvidadas que datan de principios del siglo XVIII: tumbas de coroneles olvidados de cuerpos hace tiempo desaparecidos; compañeras de indios orientales que habían ido a una expedición de caza y nunca habían regresado; comisionados, agentes, autores y alféreces de la Honorable East India Company a cientos, a miles y decenas de miles. El pueblo inglés olvida pronto, pero los nativos tienen una memoria profunda, y cuando un hombre ha hecho el bien en su vida es recordado después de la muerte. El metro y medio cuadrado de la tumba de Jan Chinn, colocada a la intemperie, estaba cubierto de flores y frutos silvestres, paquetes de cera y de miel, botellas de alcoholes nativos, cigarros infames, cuernos de búfalo y hojas de hierba seca. En un extremo había una tosca imagen de arcilla de un hombre blanco, tocado con una anticuada chistera, cabalgando sobre un tigre manchado. Bukta saludó reverentemente cuando se acercaron. Chinn se descubrió la cabeza y empezó a interpretar la borrosa inscripción. Por lo que pudo leer era así, palabra por palabra y letra por letra:

A la memoria de JOHN CHINN, ESQ.
último recaudador de ...
... in derramamiento de sangre o ... error en el em¬pleo de la autoridad. ... solo ...nte la concil... y la confi... logró el ...otal sometimiento ... un pueblo predador y sin ...ey ...
...eñándoles a ...ar el gobierno mediante una conq... sobre ... mentes el más perma... y racional Modo de domin...
... Gobernador General y Cons... ... al
ha ordenado que és... levantado
... ta vida agosto, diecinueve, 184...

En el otro lado de la tumba había unos versos antiguos, también muy borrosos. Lo que pudo descifrar Chinn decía:

... la banda salvaje
abandonó sus cacerías y ... es la autoridad ...
mendada la tendencia a ... expolio
y ...tiliz... las aldeas demostró su gene... trabajo
la humanid... vigilante ...techos restaur...
una nación sale.. sometida sin espada.

Estuvo algún tiempo inclinado sobre la tumba, pensando en aquel hombre muerto de su propia sangre, y en la casa de Devonshire; luego dijo mirando a las llanuras:
-Sí; es una gran obra, toda ella... incluso mi pequeña parte. Debió haber sabido... Bukta, ¿dónde está mi pueblo?
-Aquí no, Sahib. Ningún hombre viene aquí salvo a plena luz del día. Aguardan arriba. Subamos a ver.
Pero Chinn, que recordaba la primera ley de la diplomacia oriental, con una voz apagada respondió:
-He venido hasta aquí sólo porque el pueblo satpura está loco y no se atreve a visitar nuestras líneas. Ordénales ahora que me aguarden aquí. No soy un criado, sino el amo de los bhili.
-Iré... iré -cloqueó el anciano. Caía la noche y en cualquier momento Jan Chinn podría llamar con un silbido a su temible corcel desde los oscuros matorrales.
Por primera vez en su larga vida Bukta desobedeció entonces una orden legal y abandonó a su jefe; pues no regresó, sino que se quedó en la meseta plana de la colina y les llamó suavemente. Los hombres se agitaron a su alrededor, hombres pequeños y temblorosos con arcos y flechas que desde el mediodía les habían estado viendo a ambos.
-¿Dónde está él? -susurró uno.
-En el lugar que le corresponde. Os ordena que vayáis-dijo Bukta.
-¿Ahora?
-Ahora.
-Podría soltar al tigre nublado sobre nosotros. No iremos.
-Ni yo tampoco, aunque le llevé en mis brazos cuando era un niño en esta vida. Aguardemos aquí hasta que se haga de día.
-Pero seguramente él se enfadará.
-Claro que se enfadará mucho, pues no tiene nada que comer. Pero me ha dicho muchas veces que los bhili son sus hijos. Bajo la luz del sol así lo creo, pero... bajo la luna no estoy tan seguro. ¿Qué locura habéis cometido vosotros, cerdos de Satpura, que tenéis necesidad de él?
-Vino uno hasta nosotros en el nombre del Gobierno con cuchillitos fantasmales y un ternero mágico, para convertirnos en ganado cortándonos en nuestros brazos. Teníamos mucho miedo, pero no matamos al hombre. Está aquí, atado: es un negro; y creemos que viene del oeste. Dijo que era una orden cortarnos a todos con cuchillos: sobre todo a las mujeres y los niños. No oímos que era una orden, por lo que tuvimos miedo, y nos quedamos en nuestras colinas. Algunos de nuestros hombres han cogido caballos y bueyes de las llanuras, y otros cazos de cerámica, ropas y zarcillos.
-¿Ha muerto alguien?
-¿En manos de nuestros hombres? Todavía nadie. Pero los hombres jóvenes van de aquí para allá por los muchos rumores que como llamas prenden en la colina. Envié mensajeros pidiendo que viniera jan Chinn para que no empeoraran las cosas. Este miedo es lo que él presagió con la señal del tigre nublado.
-Él dice que es otra cosa -contestó Bukta; y repitió, ampliándolo, todo lo que le había dicho el joven Chinn en la conversación del sillón de mimbre.
-¿Crees que el Gobierno se echará sobre nosotros? -preguntó finalmente el interrogador.
-Eso no lo sé -replicó Bukta-. Jan Chinn dará una orden y vosotros obedeceréis. El resto es un asunto entre el Gobierno y Jan Chinn. Personalmente sé algo de los cuchillos fantasmales y los cortes. Es un encantamiento contra la viruela. Pero no sé cómo funciona. Ni es algo que te interese a ti.
-Si él se pone entre nosotros y la cólera del Gobierno, obedeceremos absolutamente ajan Chinn, salvo... salvo que no vamos a bajar a ese lugar esta noche.

Oyeron al joven Chinn que desde abajo llamaba a gritos a Bukta; pero tenían miedo y se quedaron quietos, esperando al tigre nublado. La tumba había sido terreno sagrado durante casi medio siglo. Si Jan Chinn decidía dormir allí, ¿quién podía tener más derecho? Pero hasta que llegara la luz del día, no se acercarían a aquel lugar. Al principio Chinn se enfadó mucho, hasta que se le ocurrió que probablemente Bukta tendría una razón (y ciertamente la tenía), y su propia dignidad se vería afectada si le llamaba a gritos sin respuesta. Se apoyó sobre el pie de la tumba y fumando y dormitando alternativamente se fue enorgulleciendo en la cálida noche de ser un Chinn legal, legítimo y a prueba de fiebre. Preparó su plan de acción casi como lo habría hecho su abuelo; y cuando apareció Bukta por la mañana con un generoso suministro de alimentos, no dijo nada de la deserción de la noche anterior. Bukta se habría sentido aliviado con un ataque de cólera humana; pero Chinn terminó sus manjares ociosamente, y después se fumó un puro, antes de hacer señal alguna.

-Tienen mucho miedo -le dijo Bukta, que tampoco se sentía muy audaz-. Sólo queda dar órdenes. Di¬cen que obedecerán si se coloca usted entre ellos y el Gobierno.
-Eso ya lo sé -dijo Chinn encaminándose lentamente hacia la meseta. Allí estaban algunos de los hombres más ancianos, de pie en un semicírculo irre gular abierto en un claro; pero la mayor parte del pueblo, con las mujeres y los niños, se había ocultado en la espesura. No deseaban enfrentarse al primer ataque de cólera de Jan Chinn el Primero.

Sentándose sobre un fragmento de roca partida, se fumó su puro hasta el final, oyendo a los hombres respirar con fuerza a su alrededor. Después gritó, haciendo que todos se pusieran en pie de un salto:
-¡Traed al hombre que estaba atado!
Tras un griterío y agitación apareció un vacunador hindú, temblando de miedo, atado de pies y manos tal como los antiguos bhili acostumbraban atar a las víctimas del sacrificio humano. Con precaución, fue llevado ante su presencia; pero el joven Chinn no le miró.
-Dije el hombre que estaba atado. ¿Es una broma el traerme a uno atado como un búfalo? ¿Desde cuándo pueden los bhili atar a la gente a su placer? ¡Cortad la cuerda!
Media docena de cuchillos presurosos cortaron las correas, y el hombre se arrastró delante de Chinn, quien se apropió de su caja de lancetas y tubos de virus para la inoculación. Después, barriendo el semicírculo con un dedo índice, y voz de cumplido, dijo claramente:
-¡Cerdos!
-¡Ay! -susurró Bukta-. Ahora habla él. ¡Pobre del pueblo estúpido!
-He venido a pie desde mi casa -al oír esto la asamblea se estremeció- para aclarar un asunto que cualquiera que no sea un bhili de Satpura habría visto con ambos ojos desde lejos. Conocéis la viruela, que deja hoyos y cicatrices en vuestros hijos, hasta que parecen panales de avispas. Es una orden del Gobierno que quien sea arañado en el brazo con estos cuchillitos que yo sostengo en alto ha recibido un encanta¬miento contra Ella . Todos los Sahibs han recibido este encantamiento, y también muchos hindúes. Ésta es la marca del encantamiento. ¡Mirad! -Se subió la manga hasta las axilas y mostró las cicatrices blancas de la señal de la vacunación sobre la blanca piel-. Venid todos y mirad.

Algunos valientes se acercaron y asintieron sabiamente con un movimiento de cabeza. Era evidente que allí había una señal, y sabían bien que otras señales terribles estaban ocultas por la camisa. Jan Chinn fue misericordioso por no haber proclamado allí y entonces su divinidad.
-Todas estas cosas os las dijo el hombre al que atasteis.
-Lo hice... cien veces; pero me respondieron con golpes -se quejó el vacunador, frotándose las muñecas y tobillos.
-Pero como sois cerdos, no le creísteis; y por eso he venido yo aquí para salvaros, primero de la viruela, después de la gran locura del miedo, y finalmente, quizás, de la cuerda y la cárcel. Aquí no hay beneficio para mí; aquí no hay placer para mí; pero en el nombre de aquel que está allí, y convirtió al bhili en hombre -en ese momento señaló colina abajo-, yo, que soy de su sangre, el hijo de su hijo, he venido a cambiar a su pueblo. Y hablo la verdad, como lo hizo Jan Chinn.

Entre la multitud brotó un murmullo reverente y los hombres fueron saliendo de la espesura en grupos de dos y de tres para unirse al grupo. No había cólera en el rostro de su dios.

-Éstas son mis órdenes. (¡Quiera el cielo que las acepten, aunque hasta ahora parece que les he impresionado!) Yo mismo me quedaré entre vosotros mientras este hombre os araña el brazo con un cuchillo, según la orden del Gobierno. En tres días, quizás en cinco o en siete, vuestros brazos se hincharán, os picarán y quemarán. Es ése el poder de la viruela que lucha en vuestra sangre contra las órdenes del Gobierno. Por eso me quedaré entre vosotros hasta que vea que la viruela ha sido vencida, y no me iré hasta que los hombres, las mujeres y los niños pequeños me enseñen en sus brazos la marca que yo os he enseñado a vosotros. Traigo conmigo dos rifles muy buenos, y a un hombre cuyo nombre es conocido entre los animales y los hombres. Cazaremos juntos, él y yo, y vuestros hombres jóvenes y los demás comerán y se estarán quietos. Ésa es mi orden.

Se produjo una larga pausa mientras la victoria estaba en juego. Un viejo pecador de pelo blanco, sosteniéndose sobre una pierna inquieta, dijo con voz aguda:

-Necesitamos un kowl -protección- por algunos caballos, bueyes y otras cosas. No fueron tomados según los modos del comercio.
La batalla había sido ganada y John Chinn respiró aliviado. Los jóvenes bhili habían atacado, pero si se actuaba rápidamente todo podía arreglarse.
-Escribiré un kowl en cuanto los caballos, los bueyes y las otras cosas sean contados ante mí y devueltos al lugar de donde salieron. Pero primero pondremos la señal del Gobierno en los que no hayan sido visitados por la viruela -y en tono bajo añadió al vacunador-. Si muestra que tiene miedo, amigo mío, nunca volverá a ver Poona.
-No hay vacunas suficientes para toda esta población-dijo el hombre-. Han matado al ternero.
-No se darán cuenta de la diferencia. Ráspeles a todos y deme un par de lancetas; yo atenderé a los más ancianos.

El viejo que había pedido la protección fue la primera víctima. Cayó ante la mano de Chinn y no se atrevió a gritar. En cuanto fue liberado, trajo a rastras a un compañero, le sujetó y la crisis se convirtió, por así decirlo, en un juego de niños; pues el que había sido vacunado perseguía al que no lo había sido para llevarlo ante el tratamiento, afirmando que toda la tribu debía sufrir por igual. Las mujeres chillaron y los niños escaparon gritando; pero Chinn se reía y ondeaba la lanceta de punta rosada.

-Es un honor -gritó-. Bukta, diles qué gran honor es que yo mismo les haga la señal. Pero yo no puedo señalar a todos, el hindú debe hacer también su trabajo, aunque tocaré todas las señales que él haga para que haya una virtud igual en ellas. Así es como los rajput prenden a los cerdos. ¡Eh, hermano tuerto! Coge a esa joven y tráela aquí. No tiene que escapar todavía, pues no está casada y no la pretendo en matrimonio. ¿No quiere venir? Entonces será avergonzada por su hermanito, un muchacho gordo, un muchacho valiente. Extiende su brazo como un soldado. ¡Mira! Él no se acobarda ante la sangre. Algún día estará en mi regimiento. Y ahora, madre de muchos, te tocaremos a ti ligeramente, pues la viruela ha estado aquí antes que nosotros. Es algo cierto que este encantamiento acaba con el poder de Mata. Ya no habrá más rostros con agujeros entre los satpura, y así podréis pedir muchas vacas por cada joven que se case.

Y siguió hablando y hablando de ese modo, con la fluencia de un vendedor que habla a borbotones, adornándolo con proverbios de caza bhili y relatos de su propio y tosco humor, hasta que las lancetas se quedaron sin filo y los dos vacunadores estuvieron fatigados. Pero como la naturaleza es la misma en todo el mundo, los que no habían sido vacunados sintieron envidia de sus camaradas señalados, y empezaron a pelearse por ello. Entonces Chinn se declaró tribunal de justicia, dejó de ser junta médica, y realizó una investigación formal de los últimos robos.

-Somos los ladrones de Mahadeo -se limitaron a decir los bhili-. Es nuestro destino y estábamos asustados. Cuando estamos asustados siempre robamos.

Simple y directamente, como los niños, relataron el saqueo, de todo salvo de dos bueyes y algunas botellas de alcohol que se habían perdido -Chinn prometió re poner éstas de su propio bolsillo-, y diez cabecillas fueron enviados a las tierras bajas con un documento maravilloso, escrito en la hoja de un cuaderno, y dirigido a un comisario ayudante de distrito de la policía. Tal como Jan Chinn les advirtió, había desdicha en esa nota, pero cualquier cosa era mejor que la pérdida de la libertad. Armados con esa protección, los atacantes arrepen¬tidos descendieron de las colinas. No tenían el menor deseo de encontrarse con el señor Dundas Fawne, de la policía, de veintidós años y rostro alegre, ni deseaban volver a visitar la escena de sus robos. Tomando un camino medio, acudieron al campamento del único capellán gubernamental que podía asistir a los diversos cuerpos irregulares en una región de unos cuarenta mil metros cuadrados, y se plantaron ante él entre una nube de polvo. Lo conocían como sacerdote, y lo que era más importante, le consideraban un buen deportista que paga generosamente a sus batidores. Cuando leyó la nota de Chinn se echó a reír, lo que para ellos fue un buen presagio, hasta que llamó a los policías, quienes se llevaron a un establo los caballos y los bueyes y trataron duramente a tres miembros de la sonriente banda de los ladrones de Mahadeo. El propio capellán les trató magistralmente con una fusta de montar. Aquello fue doloroso, pero Jan Chinn lo había profetizado. Se sometieron, pero como tenían miedo de la cárcel no abandonaron la protección escrita. En el camino de regreso se encontraron con el señor D. Fawne, quien había oído hablar de los robos y no estaba contento.

-Ciertamente -dijo el miembro de más edad de la banda cuando hubo terminado la segunda entrevista-, ciertamente la protección de Jan Chinn nos ha permitido conservar la libertad, pero es como si hubiera muchos golpes en un pequeño trozo de papel. Deshagámonos de él.

Uno de ellos se subió a un árbol y metió la carta en una grieta a doce metros del suelo, donde no podría hacer daño. Calientes, doloridos pero felices, al día siguiente los diez regresaron junto a Jan Chinn, que estaba sentado entre los intranquilos bhili, todos mirándose el brazo derecho, y todos aterrorizados de que su dios no les hiciera el favor de arañarles.

-Fue un buen kowl-dijo el jefe-. Primero el capellán, que se echó a reír, nos quitó lo que habíamos saqueado y golpeó a tres de nosotros, tal como estaba prometido. Después nos encontramos con Fawne Sahib, que estaba muy serio y nos preguntó por los saqueos. Le contamos la verdad y nos pegó a todos, uno tras otro, y nos dijo cosas muy escogidas. Luego nos dio estos dos paquetes -en ese momento le entregó una botella de whisky y una caja de puros- y nos fuimos. El kowl se ha quedado en un árbol, porque tiene la virtud de que en cuanto se lo enseñamos a un Sahib nos azota.
-Pero de no ser por ese kowl todos estaríais de camino a la cárcel con un policía a cada lado -le contestó Jan Chinn con severidad-. Ahora haréis de batidores para mí. Éstos se sienten infelices y nos iremos de caza hasta que estén bien. Esta noche haremos una fiesta.

Está escrito en las crónicas de los bhili de Satpura, junto con otras muchas cosas que no son adecuadas para aparecer impresas, que durante cinco días, a partir del día que les había puesto la señal encima, Jan Chinn el Primero cazó para su pueblo; y en las cinco noches de aquellos días la tribu se emborrachó total y gloriosamente. Jan Chinn compró alcohol del país de una fuerza terrible, y mató jabalíes y ciervos innumerables, para que si alguno caía enfermo tuvieran dos buenas razones para ello. Entre los dolores de cabeza y los de estómago no tuvieron tiempo para pensar en sus brazos, pero siguieron a Jan Chinn obedientemente por la selva, y cada día que pasaba recuperaban la confianza y hombres, mujeres y niños iban regresando a hurtadillas a sus pueblos cuando pasaba el pequeño ejército. Llevaban con ellos la noticia de que era bueno y correcto ser arañado con los cuchillos fantasmales; que Jan Chinn se había reencarnado verdaderamente como un dios de la comida y la bebida gratuitas, y que de todas las naciones los bhili de Satpura eran los que primero estaban en su favor, aunque para ello tenían que evitar rascarse. A partir de entonces, ese amable semidiós estaría relacionado en su mente con grandes comilonas y con la vacuna y las lancetas de un Gobierno paternal.

-Mañana regresaré a mi casa-dijo Jan Chinn a sus escasos fieles, quienes no se dejaban vencer ni por el alcohol, ni por el exceso de comida ni por las glándulas hinchadas. Era difícil que los niños y los salvajes se comportasen reverentemente en todo momento ante los ídolos de sus creencias, y se habían divertido excesivamente con Jan Chinn. Por eso la referencia a su casa entristeció al pueblo.
-¿Y el Sahib no regresará? -preguntó el que había sido vacunado primero.
-Eso habrá de verse -contestó Chinn cautamente.
-Pero mejor venga como hombre blanco: como el hombre joven a quien conocemos y amamos; pues como sabe muy bien, somos un pueblo débil. Si volvemos a ver su... su caballo... -estaban tratando de cobrar valor.
-No tengo caballo. Vine a pie con Bukta, desde allí. ¿A qué te refieres?
-Ya lo sabe... aquello que ha elegido como caballo para la noche -los hombrecillos se agitaban por el miedo y el temor.
-¿Caballo de noche? Bukta, ¿qué es esto último?
Bukta había sido un jefe silencioso en presencia de Chinn desde la noche de su deserción, y agradeció una pregunta que le daba una oportunidad.
-Ellos lo saben, Sahib -susurró-. Es el tigre nublado. El que viene del lugar en donde durmió una vez. Es su caballo... como lo ha sido estas tres generaciones.
-¡Mi caballo! ¡Eso era un sueño de los bhili!
-No es un sueño. ¿Acaso los sueños dejan rastros de anchas garras en la tierra? ¿Por qué tiene dos rostros ante su pueblo? Ellos saben de las cabalgadas nocturnas, y ellos... ellos...
-Tienen miedo, y querrían que acabara.
-Si ya no tiene necesidad de él -añadió Bukta asintiendo-. Es su caballo.
-¿Entonces deja un rastro? -dijo Chinn.
-Lo hemos visto. Es como una carretera de pueblo bajo la tumba.
-¿Puedes encontrarlo y seguirlo por mí?
-A la luz del día... si alguien viene con nosotros y sobre todo está cercano.
-Yo estaré cerca, y me encargaré de que Jan Chinn no vuelva a cabalgar más.

Los bhili gritaron las últimas palabras una y otra vez. Desde el punto de vista de Chinn se trataba de una caza ordinaria: colina abajo, entre rocas rajadas y agrietadas, quizás insegura si un hombre no mantenía la razón fría, pero no peor que otras veinte en las que había participado. Y sin embargo sus hombres -se negaban absolutamente a batir y sólo rastreaban- sudaban con cada movimiento. Señalaban las huellas de unas garras enormes que, siempre colina abajo, iban hasta unos cientos de pies más allá de la tumba de Jan Chinn, desapareciendo en una cueva de boca estrecha. Era una camino insolentemente abierto, una carretera doméstica abierta sin la menor intención de ocultamiento.

-El mendigo debe estar pagando renta e impuestos -murmuró Chinn antes de preguntarse si los gustos de su amigo se encaminaban hacia el ganado o el hombre.
Al ganado -le respondieron-. Dos vaquillas por semana. Se las llevamos hasta el pie de la colina. Es su costumbre. Si no lo hiciéramos podría buscarnos a nosotros.
-Chantaje y piratería -dijo Chinn-. No sé si meterme en la cueva para perseguirle. ¿Qué deberemos hacer?
Los bhili retrocedieron cuando Chinn se colocó tras una roca, con el rifle dispuesto. Sabía que los tigres son animales tímidos, pero uno que lleva tanto tiempo siendo alimentado suntuosamente con ganado podría resultar excesivamente audaz.
-¡Éste habla! -susurró uno que tenía detrás-. También conoce.
-¡Bien, seamos audaces con ese ser infernal! -exclamó Chinn. De la cueva salió entonces un gruñido colérico, un desafío directo-. Sal pues -gritó Chinn-. ¡Sal de ahí! Veamos cómo eres.

El animal sabía muy bien que existía alguna relación entre los bhili desnudos y oscuros y su pitanza semanal; pero el yelmo blanco de la luz del sol le molestaba, y además no le gustaba la voz que interrumpió su descanso. Perezosamente, como una serpiente saciada, se arrastró fuera de la cueva y se quedó bostezando y parpadeando en la entrada. Cuando la luz del sol cayó sobre su costado derecho, Chinn se sorprendió, pues nunca había visto un tigre con esas marcas. Salvo la cabeza, llamativamente cruzada por rayas, era moteado: no a rayas, sino moteado como un caballito-balancín infantil con fuertes tonos de negro ahumado sobre dorado rojizo. La parte del vientre y la garganta, que debían haber sido blancos, eran anaranjados, y negras la cola y las garras. Su mirada se fijó despreocupada durante unos diez segundos y luego, deliberadamente, bajó la cabeza, la mandíbula inferior cayó y se retrajo, y miró fijamente al hombre. Como consecuencia de ello adelantó el arco redondeado del cráneo, cruzado por dos anchas bandas, y bajo éstas brillaban sus ojos, que ya no parpadeaban; y así, mientras se quedaba con la cabeza adelantada, mostró algo que se asemejaba a una máscara de pantomima diabólicamente burlona. Era un acto de mesmerismo natural que ya había puesto en práctica muchas veces frente a sus presas, y aunque Chinn no fuera en absoluto una vaquilla aterrada, se quedó sorprendido un momento, quieto por la extraordinaria rareza del ataque. La cabeza -pues el cuerpo parecía como algo que arrastrara atrás-, la cabeza feroz y craneana, se fue acercando mientras oscilaba sobre la hierba la colérica punta del rabo. Los bhili habían desaparecido a izquierda y a derecha, dejando a Jan Chinn para que sometiera él solo a su propio caballo.

-¡Válgame Dios! -susurró-. ¡Está tratando de asustarme! -y entonces disparó entre los ojos semejantes a platos, dando un salto lateral tras el disparo.

Una masa enorme que apestaba a carroña pasó tosiendo a su lado colina arriba, y él la siguió con discreción. El tigre no hizo intento alguno de dirigirse a la selva: buscaba visibilidad y aire, con el hocico alzado, la boca abierta, lanzando al aire la gravilla con sus tremendas patas delanteras.

-¡Tocado! -dijo John Chinn viendo la fuga-. Si fuera una perdiz habría caído al suelo. Debe de tener los pulmones llenos de sangre.

El animal había saltado por encima de una roca cayendo al otro lado, fuera del alcance de la vista de Chinn. Éste vigilaba con un cañón preparado. Pero el rastro rojizo conducía tan rectamente como la trayectoria de una flecha hacia la tumba de su abuelo, y allí, entre las botellas de alcohol aplastadas y los fragmentos de la imagen de barro, acabó su vida con una agitación y un gruñido.

-Si mi digno antepasado pudiera ver esto -exclamó John Chinn-, estaría orgulloso de mí. Los ojos, la mandíbula inferior y los pulmones. Un tiro realmente bueno -silbó llamando a Bukta, mientras pasaba la cinta métrica por encima del cuerpo, que iba quedándose rígido-. ¡Diez... seis... ocho... por Júpiter! Casi cuatro... pongamos cuatro. Patas delanteras, seis... uno y medio... dos y medio. Una cola corta, además; un metro. ¡Pero qué piel! ¡Ay, Bukta! ¡Bukta! Que vengan los hombres con los cuchillos, rápido.
-¿Está indudablemente muerto? -preguntó detrás de una roca una voz atemorizada.
-No fue así como maté mi primer tigre -contestó Chinn-. No creía que Bukta fuera a escapar. No tenía una segunda escopeta.
-Es... es el tigre nublado -dijo Bukta haciendo caso omiso del insulto-. Está muerto.

Chinn no podía saber si todos los bhili de Satpura, vacunados o sin vacunar, se habían acercado para ver la cacería, pero la ladera entera de la colina se llenó de hombrecillos que gritaban, cantaban y pateaban el suelo. Y sin embargo, hasta que él mismo dio el primer corte en la espléndida piel ni un solo hombre sacó un cuchillo; y cuando cayeron las sombras escaparon de la tumba teñida de rojo y hasta el amanecer no hubo manera de persuadirles para que regresaran. De modo que Chinn pasó una segunda noche al descubierto, defendiendo al animal muerto frente a los chacales, y pensando en su antepasado. Regresó a los valles inferiores acompañado por el canto triunfal de un ejército de escolta de trescientos hombres fuertes, con el vacunador mahratta muy pegado a su lado, y la piel toscamente secada llevada como un trofeo delante de él. Cuando el ejército, de manera repentina y sin hacer ruido, desapareció como lo hace la codorniz entre el maíz, comprendió que estaba cerca de la civilización, y al dar una vuelta en el camino se encontró con el campamento de un ala de su propio ejército. Dejó la piel sobre la parte trasera de un carro para que el mundo la viera y buscó al coronel.

-Tienen toda la razón -le explicó seriamente-. No hay un gramo de maldad en ellos. Sólo estaban asustados. He vacunado a todos y les gustó muchísimo. Señor... ¿qué estamos haciendo aquí?
-Eso es lo que estoy tratando de averiguar -contestó el coronel-. No sé todavía si somos parte de una brigada o de una fuerza policial. Aunque creo que podríamos considerarnos fuerza policial. ¿Cómo consiguió que se vacunara un bhili?
-Bueno, señor, he estado pensando en ello, y por lo que he podido averiguar tengo una especie de influencia hereditaria sobre ellos.
-Eso ya lo sé, de lo contrario no le habría enviado: pero ¿cómo exactamente?
-Es algo de lo más raro. Por lo que he podido averiguar parece ser que soy mi propio abuelo reencarnado, y he estado perturbando la paz del país por cabalgar por las noches sobre un tigre. De no haber hecho tal cosa no creo que hubieran puesto objeciones a la vacunación; pero las dos cosas juntas fueron más de lo que podían soportar. Y por ello, señor, les he vacunado y he matado a mi tigre-caballo como una especie de prueba de buena fe. Nunca vio una piel semejante en toda su vida.
El coronel se tiraba de los bigotes pensativamente.
-Y ahora, ¿cómo demonios voy a incluir eso en mi informe?

Ciertamente la versión oficial de la huida antivacunación de los bhili no decía nada sobre el teniente John Chinn, su divinidad. Pero Bukta lo sabía, el cuerpo de ejército lo sabía, y todos los bhili de las colinas de Satpura lo sabían. Y ahora Bukta está ansioso porque John Chinn se case pronto y legue sus poderes a un hijo; pues si falla la sucesión de los Chinn, y los pequeños bhili se quedan solos con su imaginación, habrá nuevos problemas con los satpura.