miércoles, 20 de noviembre de 2024

El pobre viejo Bill. Lord Dunsany (1878-1957)

En una antigua guarida de marineros, una taberna del puerto, se apagaba la luz del día. Frecuenté algunas tardes aquel lugar con la esperanza de escuchar de los marineros que allí se inclinaban sobre extraños vinos algo acerca de un rumor que había llegado a mis oídos de cierta flota de galeones de la vieja España que aún se decía que flotaba en los mares del Sur por alguna región no registrada en los mapas.

Mi deseo se vio frustrado una vez más aquella tarde. La conversación era vaga y escasa, y ya estaba de pie para marcharme, cuando un marinero que llevaba en las orejas aros de oro puro levantó su cabeza del vino y, mirando de frente a la pared, contó su cuento en alta voz:

Cuando más tarde se levantó una tempestad de agua y retumbaba en los emplomados vidrios de la taberna, el marinero alzaba su voz sin esfuerzo y seguía hablando. Cuanto más fosco hacía, más claros relumbraban sus fieros ojos.) Un velero del viejo tiempo acercábase a unas islas fantásticas. Nunca habíamos visto tales islas. Todos odiábamos al capitán y él nos odiaba a nosotros. A todos nos odiaba por igual; en esto no había favoritismos por su parte. Nunca dirigía la palabra a ninguno, si no era algunas veces por la tarde, al oscurecer; entonces se paraba, alzaba los ojos y hablaba a los hombres que había colgado de la entena.

La tripulación era levantisca. Pero el capitán era el único que tenía pistolas. Dormía con una bajo la almohada y otra al alcance de la mano. El aspecto de las islas era desagradable. Pequeñas y chatas como recién surgidas del mar, no tenían playa ni rocas como las islas decentes, sino verde hierba hasta la misma orilla. Había allí pequeñas chozas cuyo aspecto nos disgustaba. Sus tejados de paja descendían casi hasta el suelo y en los ángulos curvábanse extrañamente hacia arriba, y bajó los caídos aleros había raras ventanas oscuras cuyos vidrios emplomados eran demasiado espesos para ver a su través.

Ni un solo ser, hombre o bestia, andaba por allí, así que no se sabía qué clase de gente las habitaba. Pero el capitán lo sabía. Saltó a tierra, entró en una de las chozas y alguien encendió luces dentro, y las ventanitas brillaron con siniestra catadura. Era noche cerrada cuando volvió a bordo. Dio las buenas noches a los hombres que pendían de la entena, y nos miró con una cara que aterró al pobre Bill.

Aquella noche descubrimos que había aprendido a maldecir, porque se acercó a unos cuantos que dormíamos en las literas, entre los cuales estaba el pobre Bill, nos señaló con el dedo y nos echó la maldición de que nuestras almas permanecieran toda la noche en el tope de los mástiles. Al punto vióse el alma del pobre Bill encaramada como un mono en la punta del palo mayor, mirando a las estrellas y tiritando sin cesar.

Movimos entonces un pequeño motín; pero subió el capitán y de nuevo nos señaló con el dedo, y esta vez el pobre Bill y todos los demás nos encontramos flotando a la zaga del barco en el frío del agua verde, aunque los cuerpos permanecían sobre cubierta. Fue el paje de escoba quien descubrió que el capitán no podía maldecir cuando estaba embriagado, aunque podía disparar lo mismo en ese caso que en cualquier otro. Después de esto no había más que esperar y perder dos hombres cuando la sazón llegara. Varios de la tripulación eran asesinos y querían matar al capitán, pero el pobre Bill prefería encontrar un pedazo de isla lejos de todo derrotero y dejarle allí con provisiones para un año. Todos escucharon al pobre Bill, y decidimos amarrar al capitán tan pronto como le cogiéramos en ocasión que no pudiera maldecir.

Tres días enteros pasaron sin que el capitán se volviese a embriagar, y el pobre Bill y todos con él atravesamos horas espantosas, porque el capitán inventaba cada día nuevas maldiciones, y allí donde su dedo señalaba, habían de ir nuestras almas. Nos conocieron los peces, así cómo las estrellas, y ni unos ni otras nos compadecían cuando tiritábamos en lo alto de las vergas o nos precipitábamos a través de bosques de algas y perdíamos nuestro rumbo; estrellas y peces proseguían sus quehaceres con fríos ojos impávidos. Un día, cuando el sol ya se había puesto y corría el crepúsculo y brillaba la luna en el cielo cada vez más clara, nos detuvimos un momento en nuestro trabajó porque el capitán, con la vista apartada de nosotros, parecía mirar los colores del ocaso, volvióse de repente y envió nuestras almas a la luna. Aquello estaba más frío que el hielo de la noche; había horribles montañas que proyectaban su sombra, y todo yacía en silencio cómo miles de tumbas; y la tierra brillaba en lo alto del cielo, ancha como la hoja de una guadaña; y todos sentimos la nostalgia de ella, pero no podíamos hablar ni llorar. Ya era noche cuando volvimos. Durante todo el día siguiente estuvimos muy respetuosos con el capitán; pero él no tardó en maldecir de nuevo a unos cuantos. Lo que más temíamos era que maldijese nuestras almas para el infierno, y ninguno nombraba el infierno sino en un susurro por temor de recordárselo. Pero la tercera tarde subió el paje y nos dijo que el capitán estaba borracho. Bajamos a la cámara y le hallamos atravesado en su litera. Y él disparó como nunca había disparado antes; pero no tenía más que las dos pistolas y sólo hubiera matado a dos hombres si no hubiese alcanzado a José en la cabeza con la culata de una de sus pistolas. Entonces le amarramos. El pobre Bill puso el ron entre los dientes del capitán y le tuvo embriagado por espacio de dos días, de modo que no pudiera maldecir hasta que le encontrásemos una roca a propósito. Antes de ponerse el sol del segundo día hallamos una isla desnuda, muy bonita para el capitán, lejos de todo rumbo, larga como de unas cien yardas por ochenta de ancha; bogamos en su derredor en un bote y dimosle provisiones para un año, las mismas que teníamos para nosotros, porque el pobre Bilí quería ser leal, y le dejamos cómodamente sentado, con la espalda apoyada en una roca, cantando una barcarola.

Cuando dejamos de oír el canto del capitán nos pusimos muy alegres y celebramos un banquete con nuestras provisiones del año, pues todos esperábamos estar de vuelta en nuestras casas antes de tres semanas. Hicimos tres grandes banquetes por día durante una semana; cada uno tocaba a más de lo que podía comer, y lo que sobraba lo tirábamos al suelo como señores. En esto, un día, como diésemos vista a San Huélgedos, quisimos tomar puerto para gastarnos en él nuestro dinero; pero el viento viró en redondo y nos empujó mar adentro. No se podía luchar contra él ni ganar el puerto, aunque otros buques navegaban a nuestros costados y anclaron allí. Unas veces caía sobre nosotros una calma mortal, mientras que, alrededor, los barcos pescadores volaban con viento fresco; y otras el vendaval nos echaba al mar cuando nada se movía a nuestro lado. Luchamos todo el día, descansamos por la noche y probamos de nuevo al día siguiente. Los marineros de los otros barcos estaban gastándose el dinero en San Huélgedos y nosotros no podíamos acercarnos. Entonces dijimos cosas horribles contra el viento y contra San Huélgedos, y nos hicimos a la mar.

Igual nos ocurrió en Norenna.
Entonces nos reunimos en corro y hablamos en voz baja. De pronto, el pobre Bill se sobrecogió de horror. Navegábamos a lo largo de la costa de Sirac, y una y otra vez repetimos la intentona, pero el viento nos esperaba en cada puerto para arrojarnos a alta mar. Ni las pequeñas islas nos querían. Entonces comprendimos que ya no había desembarcó para el pobre Bill, y todos culpaban a su bondadoso corazón, que había hecho que amarraran al capitán a la roca para que su sangre no cayera sobre sus cabezas. No había más que navegar a la deriva. Los banquetes se acabaron, porque temíamos que el capitán pudiera vivir su ano y retenernos en el mar.

Al principio solíamos saludar a la voz a todos los barcos que hallábamos al paso, y pugnábamos por abordarlos con nuestros botes; mas era imposible remar contra la maldición del capitán, y tuvimos que renunciar. Entonces, por espacio de un año, nos dedicamos a jugar a las cartas en la cámara del capitán, día y noche, con borrasca o bonanza, y todos prometían pagar al pobre Bill cuando desembarcasen.

Era horrible para nosotros pensar en lo frugal que era, realmente, el capitán, un hombre que acostumbraba a emborracharse un día sí y otro no cuando estaba en el mar, y todavía estaba allí vivo, y sobrio, puesto que su maldición aún nos vedaba la entrada en los puertos, y nuestras provisiones se habían agotado. Pues bien, echáronse las suertes y tocó a Jaime la mala. Con Jaime sólo tuvimos para tres días; echamos suertes de nuevo y esta vez le tocó al negro. No nos duró mucho más el negro. Sorteamos otra vez y le tocó a Carlos, y aún seguía vivo el capitán.

Como éramos menos, había para más tiempo con uno de nosotros. Cada vez nos duraba más un marinero, y todos nos maravillamos de lo que resistía el capitán. Iban transcurridas cinco semanas sobre el año, cuando le tocó la suerte a Mike, que nos duró una semana, y el capitán seguía vivo. Nos asombraba que no se hubiera cansado ya de la misma vieja maldición, más suponíamos que las cosas parecían de distinto modo cuando se estaba sólo en una isla.

Cuando ya no quedaban más que Jacobo, el pobre Bill, el grumete y Dick, dejamos de sortear. Dijimos que el grumete ya había tenido harta suerte y que no debiera esperarla más. Ya el pobre Bilí se había quedado sólo con Jacobo y Dick, y el capitán seguía vivo. Cuando ya no hubo grumete, y seguía vivo el capitán, Dick, que era un mozo enorme y fornido como el pobre Bill, dijo que ahora le tocaba a Jacobo y que ya había tenido demasiada suerte con haber vivido tanto. Pero el pobre Bill se las arregló con Jacobo, y ambos decidieron que le había llegado la vez a Dick. No quedaban más que Jacobo y el pobre Bill; y el capitán sin morirse.

Ambos permanecían mirándose noche y día cuando se acabó Dick y se quedaron los dos solos. Por fin al pobre Bill le dio un desmayo que le duró una hora. Entonces Jacobo acercósele pausadamente con su cuchillo y asestó una puñalada al pobre Bill cuando estaba caído sobre cubierta. Y el pobre Bill le agarró por la muñeca y le hundió el cuchillo dos veces para mayor seguridad, aunque así estropeaba la mejor parte de la carne. Luego el pobre Bill se quedó solo en el mar.

A la semana siguiente, antes de concluirsele la comida, el capitán debió de morirse en su pedazo de isla, porque el pobre Bill oyó el alma del capitán que iba maldiciendo por el mar, y al día siguiente el barco fue arrojado sobre una costa rocosa.

El capitán ha muerto hace cien años, y el pobre Bill ya está sano y salvo en tierra. Pero parece cómo si el capitán no hubiera concluido todavía con él, porque el pobre Bill ni se hace más viejo ni parece que haya de morir. ¡Pobre viejo Bill!...

Dicho esto, la fascinación del hombre se desvaneció súbitamente, y todos nos levantamos de golpe y le dejamos.

No fue sólo la repulsiva historia, sino la espantosa mirada del hombre que la contó y la terrible tranquilidad con que su voz sobrepujaba el estruendo de la borrasca lo que me decidió a no volver a entrar en aquel figón de marineros, en aquella taberna del puerto.


El reino de las sombras. Robert E. Howard (1906-1936)

I. Un rey llegó cabalgando.

El resonar de las trompetas se acentuó y ascendió con un estallido hondo y dorado, gruñendo como la marea nocturna rompiendo en las plateadas orillas de Valusia. La multitud aullaba, las mujeres lanzaban rosas desde los tejados. El tintineo rítmico de los cascos de plata se hizo más claro y las primeras filas poderosas aparecieron en el recodo de la amplia avenida blanca que rodeaba la Torre de los Esplendores de Capiteles de Oro.

Primero venían los trompetas, jóvenes esbeltos vestidos de escarlata, avanzando en medio de la fanfarria de sus largos y finos clarines de oro, seguidos de los arqueros, hombres altos, provenientes de las montañas. Tras ellos, los infantes, poderosamente armados, con sus amplios escudos entrechocando al unísono, balanceando las largas lanzas en el perfecto ritmo de sus pasos. Les seguían los soldados más terribles del mundo entero, los Asesinos Rojos, cabalgando en fieros corceles, acorazados y fajados de rojo del casco a las espuelas. Se mantenían sobre las sillas orgullosamente, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, con plena conciencia de los gritos que se alzaban a su paso. Parecían estatuas de bronce y, en el bosque de lanzas que se erguía sobre ellos, no había la menor vacilación.

Tras aquellas filas orgullosas y temibles venían las abigarradas cohortes de mercenarios, guerreros endurecidos de apariencia salvaje, hombres originarios de Mu y Kaanu, de las colinas orientales y de las islas occidentales. Portaban lanzas y pesadas espadas. Un grupo compacto avanzaba ligeramente retirado... los arqueros de Lemuria. Luego la infantería ligera de la propia nación. Nuevas trompetas constituían las últimas filas. Un espectáculo magnífico... un espectáculo que llenaba de alegría salvaje el alma de Kull, rey de Valusia. No estaba sentado sobre el Trono de Topacio, ante la Torre Real de los Esplendores. ¡Oh, no! Se mantenía erecto sobre la silla, a lomos de un inmenso semental, como el auténtico rey guerrero que era. Levantaba el brazo poderoso para responder a los saludos de las tropas que desfilaban ante él. Los ojos feroces lanzaron una displicente mirada a los trompetas soberbiamente ataviados. Estos frenaron el paso para esperar a las tropas que les seguían; al llegar, los clarines respondieron con una luz feroz cuando los Asesinos Rojos se detuvieron ante Kull con un chillido de acero, tirando de las riendas de las monturas y dirigiéndole el Saludo de la Corona.

Los ojos se estrecharon ligeramente cuando los mercenarios desfilaron ante él. Aquellos mercenarios no saludaban a nadie. Avanzaban con los hombros echados hacia atrás y miraban a Kull orgullosamente, de cara, aunque con cierta estima. Sus ojos temibles no parpadeaban; ojos de mirada cruel, ocultos por cabelleras hirsutas y cejas espesas. Y Kull les respondió con una mirada idéntica. Apreciaba a los valientes y no había en el mundo hombres más bravos que aquellos, ni siquiera entre los hombres salvajes de su tribu, aquellos que le despreciaban. Kull era demasiado salvaje en su fuero interno para amarles. Había conocido demasiados odios mortales. Muchos eran los seculares enemigos de la nación y, aunque el nombre de Kull fuera un nombre maldito entre los montañeros y los habitantes de su propio pueblo y aunque Kull los hubiese expulsado de su mente, los viejos rencores, las antiguas discordias, aún persistían. Pues Kull, lejos de ser valusio, era atlante.

Los ejércitos desaparecieron de su vista al rodear los basamentos brillantes y cuajados de joyas de la Torre de los Esplendores. Kull dirigió el semental que montaba, con paso tranquilo, hacia el palacio, discutiendo del desfile con los comandantes que cabalgaban a su lado, pronunciando pocas palabras, pero diciendo muchas cosas.

—El ejército es como una espada —dijo Kull—, no se debe dejar enmohecer. —Seguían la avenida y Kull apenas prestaba atención a los susurros que llegaban hasta él, los murmullos de la multitud que se apretujaba a su alrededor.
—¡Es Kull, miradle! ¡Valka, qué rey! ¡Y qué hombre! ¿Habéis visto los brazos...? ¿Y los hombros?
Pero también escuchaba, en un tono más bajo, acentos más siniestros.
—¡Kull! ¡Ja! ¡Maldito usurpador venido de las islas!
—¡Sí, la deshonra de Valusia! ¡Un bárbaro sentado en el trono de los Reyes!

A Kull no le preocupaban las murmuraciones. Sabía que se había apoderado del decadente trono de la antigua Valusia y que debía mostrarse firme para conservarlo... un hombre... ¡contra una nación! Al llegar a la Sala del Consejo, la Sala de Audiencias, Kull hubo de responder a las palabras acompasadas y elogiosas de los señores y las damas con una diversión cuidadosamente disimulada y orgullosa antes tantas frivolidades; más tarde, cuando los señores y las nobles damas se retiraron ceremoniosamente, Kull se recostó en el trono de armiño para reflexionar sobre ciertos asuntos de estado. No tardó en llegar un servidor para pedirle al rey permiso para hablar y anunciar a un enviado del embajador de los pictos. Kull abandonó los oscuros meandros de la política Valusia por los que había vagabundeado durante algunos instantes y consideró al picto con una mirada desprovista de agasajo. El hombre sostuvo la mirada del rey sin pestañear.
Era un guerrero de estrechas caderas, pecho robusto, talla media; su cuerpo era recio y de piel morena como la de todos los miembros de su raza. Entre los rasgos resueltos y poderosos, sus ojos insondables observaban a Kull fijamente y sin temor.

—El jefe de los Consejeros, Ka-nu de los pictos, hombre de confianza del rey de las islas pictas, te envía sus saludos y este mensaje: Un trono espera a Kull para la fiesta de la luna nueva... Kull, rey de reyes, señor de señores, emperador de Valusia.
—Bien —respondió Kull—. Dile a Kanu el Anciano, embajador de las Islas Occidentales, que el rey de Valusia irá a vaciar con él algunas copas de vino cuando la luna flote por encima de las colinas de Zalgara.
Sin embargo, el picto no se retiró.
—Tengo otra cosa que decirle al rey, y esa no es... —con la mano, hizo un gesto de desprecio—... para los esclavos.
Con una palabra, Kull despidió a los sirvientes, observando al picto con circunspección.
El hombre se acercó a él y, en voz más baja, añadió:
—Ven solo a la fiesta de esta noche, mi rey. Eso ha dicho mi señor.
Los ojos del monarca se estrecharon y brillaron con una luz tan fría como el gris acero de un puñal.
—¿Solo?
—Sí.

Confrontaron las miradas silenciosamente mientras el recíproco odio tribal triunfaba sobre la máscara de la etiqueta. Sus bocas hablaban con un lenguaje civilizado, pronunciando las sosegadas frases de la corte, las palabras de una raza que había alcanzado un alto nivel de civilización; pero en las miradas brillaban las tradiciones primitivas de los salvajes del Alba de los Tiempos. Quizá Kull fuera el rey de Valusia y el picto un emisario del embajador, pero en la Sala del Trono eran dos salvajes quienes se miraban cautelosamente, al acecho, oyendo los susurros de los fantasmas de terribles guerras y rencores tan viejos como viejo es el mundo. El rey tenia la ventaja sobre el picto, y la saboreaba plenamente. Con el mentón apoyado en la mano, estudiaba al picto que se erguía ante él, como una estatua de bronce, la cabeza echada hacia atrás, la mirada resuelta. En los labios de Kull apareció una sonrisa que más parecía una mueca burlona.

—¿Así que debo ir... solo? —La civilización le había enseñado a hablar de un modo distante, y los ojos del picto centellearon, pero no contestó—. ¿Cómo puedo saber que vienes de parte de Kanu?
—Ya lo he dicho —fue la enojada respuesta del picto.
—¿Y desde cuándo un picto dice la verdad? —se burló Kull, sabiendo que los pictos nunca mentían; si actuaba de aquel modo era tan sólo para exasperar al mensajero.
—Rey, no veo cuál es tu plan —respondió el picto de modo imperturbable—. Si querías encolerizarme.. ¡por Valka que has conseguido tu objetivo! Estoy algo más que irritado. Y te desafío a que te midas conmigo, en combate singular, con lanza, espada o daga, a caballo o a pie. ¿Eres un rey o un hombre?

Los ojos de Kull brillaron con la celosa admiración de un guerrero frente a un adversario intrépido, pero no dejó pasar la nueva ocasión de molestar un poco más al hombre plantado frente a él.

—Un rey no acepta el desafío de un salvaje que no tiene nombre —se mofó—, y el Emperador no rompe la Tregua de los Embajadores. Ya puedes retirarte. Dile a Ka-nu que iré solo.

Los ojos del picto brillaron con un tinte homicida. Dominado por un viejo instinto sanguinario, casi temblaba. Luego, dándole afrentosamente la espalda al rey de Valusia, atravesó con largas zancadas la Sala de Audiencias y desapareció por el inmenso portón. Nuevamente, Kull se recostó en el trono de armiño y reflexionó. ¿De modo que el jefe del Consejo de los pictos desea que vaya solo? ¿Por qué razón? ¿Una pérfida trampa? Kull rozó fieramente el pomo de su inmensa espada. Los pictos concedían demasiada importancia a la alianza con Valusia como para romperla, ni se dejarían llevar por ningún tipo de odio tribal. Kull era un guerrero de Atlántida, cierto, y, como tal, enemigo hereditario de todos los pictos; pero también era el rey de Valusia, el aliado más poderoso de los Hombres del Oeste. Kull meditó largamente sobre su extraña situación, ¡algo que hacía de él el aliado de sus antiguos enemigos y enemigo de sus antiguos aliados! Se levantó y fue de un lado para otro por la sala, nervioso, con el paso ligero y silencioso del león. Las cadenas de la amistad, los lazos que le ataban a su tribu y a las tradiciones, los había roto él mismo para satisfacer su ambición. Y, por Valka, dios de Valusia... una Valusia decadente, degenerada, una Valusia que se limitaba a vivir entre los sueños de una gloria pasada pese a seguir siendo un reino poderoso y el mayor de los Siete Imperios. Valusia... el País de los Sueños, como lo llamaban los hombres de las tribus lejanas. Y Kull a veces también creía habitar en el interior de un sueño. Desconocía las intrigas de la corte y del palacio, las actividades del ejército y del pueblo. Qué inmensa mascarada... ¡hombres y mujeres disimulaban sus verdaderos pensamientos tras rostros hipócritas! Y, sin embargo, apoderarse del trono había sido para él una fácil empresa... Una ocasión atrapada al vuelo, con audacia; el rápido enfrentamiento de las espadas, el asesinato de un tirano del que el pueblo ya estaba cansado desde hacía mucho tiempo, una concertación rápida y adecuada con algunos cortesanos ambiciosos y caídos en desgracia... y Kull, el aventurero errante, el exilado de Atlántida, se transportó a las vertiginosas alturas de sus sueños más locos; era el señor de Valusia, el rey de reyes. Pero, en aquel momento, creía que apoderarse del trono era más fácil que conservarlo. Ver al picto le había llevado hacia atrás muchos años, hasta el libre y feroz salvajismo de su infancia. Una extraña sensación de malestar difuso, de irrealidad, le invadía subrepticiamente, como le venía pasando desde hacía no mucho tiempo. ¿Qué era, siendo un hombre del mar y de la montaña, de costumbres directas, lo que le permitía reinar sobre una raza tan antigua y misteriosa... de saber tan terrible?

—¡Soy Kull! —dijo, echando hacia atrás la cabeza como un león se aparta la melena de la faz—. ¡Soy Kull!

Su mirada de águila recorrió con rapidez la sala inconcebiblemente antigua. Volvió a encontrar confianza en sí mismo... Y en un rincón oscuro del inmenso salón, un tapiz se agitó... ligeramente.


II. Así hablaban las silenciosas avenidas de Valusia.
La luna todavía no brillaba en el cielo y los jardines se iluminaban con las ardientes antorchas colocadas en jarras de plata cuando Kull se sentó en el trono colocado ante la mesa de Ka-nu, el embajador de las Islas Occidentales. A su derecha se sentaba el viejo picto que, a primera instancia, no parecía ser un mensajero de aquella raza orgullosa. Ka-nu era muy anciano, pero muy versado en política, pues llevaba practicando aquel juego desde hacía mucho tiempo. No brillaba en los ojos que miraban a Kull ningún odio primitivo, sino una llamarada de estimación. Sus juicios no se precipitaban con las tradiciones de su raza. El frecuentar asiduamente a los hombres de estado de las naciones civilizadas había barrido de su mente los prejuicios de su pueblo. La pregunta que siempre estaba presente en su espíritu no era quién era aquel hombre o en qué pensaba, sino si podría servirse de él y cómo. Del mismo modo, no recordaba los prejuicios de su nación más que cuando estos servían a sus intenciones.

Kull observaba a Ka-nu, respondiendo lacónicamente a sus demandas, preguntándose si la civilización haría de él una criatura similar al picto. Ka-nu había engordado y se había debilitado. Ka-nu no había empuñado una espada en muchos años. Ciertamente, era viejo, pero Kull había visto hombres mayores aún combatiendo en primera línea. Los pictos vivían hasta muy avanzada edad. Una muchacha magnífica se mantenía cerca de Ka-nu, llenando su copa, muy atareada. Entre copa y copa, Ka-nu no dejaba de lanzar bromas y hacer comentarios, y Kull, aun despreciando secretamente su chaloteo incesante, no podía dejar de apreciar su mordaz humor.
A aquel banquete también asistían otros jefes y consejeros pictos, estos últimos joviales y de costumbres muy libres; los soldados se mostraban amables y corteses, pero visiblemente molestos en su fuero interno. Sin embargo, Kull, con cierta envidia, era consciente de la libertad y el desenfado que reflejaba aquella reunión, algo que contrastaba vivamente con los banquetes que se celebraban en la corte de Valusia. Tal libertad prevalecía en los groseros campamentos de Atlántida. Kull se encogió de hombros. Después de todo, Ka-nu, que parecía haberse olvidado de que era un picto, con todo lo que aquello representaba en cuanto a sus tradiciones y costumbres seculares, tenía cierta razón y él, Kull, estaba convirtiéndose en un valusio tanto de mente como de nombre. Finalmente, cuando la luna alcanzó el cenit, Ka-nu, después de haber comido y bebido como tres hombres de aquella asamblea, se tendió en su diván lanzando un suspiro de satisfacción y dijo:

—Ahora, amigos, retiraos, pues el rey y yo tenemos que conversar de asuntos importantes. Si, tú también, preciosa; pero, antes, déjame besar esos labios rojos... así; y, sobre todo, ¡no te eclipses, mi pequeña rosa!
Los ojos de Ka-nu parpadearon por encima de la barba blanquecina mientras vigilaba a Kull, envarado en su asiento, severo e intransigente.
—Estás pensando, Kull —dijo súbitamente el anciano estadista— que Ka-nu es un viejo verde y un inútil... ¡que sólo es bueno para emborracharse y besar a las muchachas!
De hecho, aquella observación estaba tan de acuerdo con sus pensamientos y tan francamente enunciada que Kull se sorprendió, aunque procuró no demostrarlo.
Ka-nu cloqueó de alegría y su panza se agitó.
—El vino es rojo y las muchachas dulces —observó tolerante—. Pero, ¡ja, ja!, no creo que el viejo Ka-nu deje que ni lo uno ni las otras se inmiscuyan en sus asuntos.

Rió de nuevo y Kull se agitó en su asiento, a disgusto. Aquello parecía una burla, y los ojos empezaron a resplandecer con un brillo felino. Ka-nu tendió la mano hacia el pichel de vino, se llenó la copa y miró interrogativamente a Kull, que sacudió la cabeza con irritación.

—Sí —dijo Ka-nu con voz monocorde—, hay que ser ya viejo para saber beber. Y me estoy haciendo viejo, Kull. ¿Por qué los jóvenes miráis con desaprobación los placeres de vuestros mayores? Ya ves, ya soy muy viejo, estoy consumido, sin amigos, sin alegría.

Pero su mirada y expresión estaban lejos de confirmar aquellas palabras. Su cara rubicunda brillaba alegremente y sus ojos chispeaban tanto como su barba blanca, haciéndole indecoroso. A ojos de Kull, dominado por cierto rencor, parecía un pícaro. Era como si aquel viejo taimado hubiese olvidado las virtudes primitivas tanto de su raza como de la de Kull; sin embargo, parecía plenamente feliz.

—Escúchame, Kull —dijo Ka-nu, levantando un dedo a modo de advertencia—, es agradable cantar las alabanzas de un hombre joven, pero debo revelarte mis verdaderos pensamientos para ganar tu confianza...
—Si quieres ganártela con halagos...
—¡Bah! ¿Quién habla de adulaciones? Yo solamente alabo para poder golpear mejor.

Una intensa luz brilló en los ojos de Ka-nu, una luz fría que contradecía su displicente sonrisa. Conocía a los hombres y sabía que, para conseguir sus objetivos, debía golpear certeramente a aquel bárbaro audaz como un tigre, el cual, como un lobo que siente la trampa que se le ha tendido, se daba cuenta de la menor falsedad, incluso en el seno descabellado de su discurso.

—Tú eres capaz, Kull —dijo, eligiendo las palabras con más cuidado del que ponía en la Sala del Consejo de su propio pueblo—, de hacer de ti el más poderoso de los reyes y volver a dar a Valusia algo del esplendor que tuvo en el pasado. Bien. Valusia me preocupa poco, aunque sus mujeres y su vino sean excelentes, salvo por el hecho de que cuanto más fuerte sea Valusia, más fuerte será la nación picta. Es más, con un atlante en el trono. Atlántica acabará finalmente por firmar un tratado...
Kull profirió una sonora carcajada. Ka-nu había tocado con el dedo una vieja herida.
—Atlántida maldijo mi nombre cuando partí en busca de fama y fortuna entre las ciudades del mundo. Nosotros... ellos... son los enemigos seculares de los Siete Imperios, e incluso se cuentan entre los mayores enemigos de los aliados de los Imperios, como sabes muy bien.
Ka-nu se mesó la barba y sonrió enigmáticamente.
—No, no. Eso pasará. Sé de lo que hablo. La guerra se detiene cuando ya no se beneficia nadie. Veo un mundo de paz y prosperidad, con el hombre amando a sus semejantes, la felicidad suprema. Todo eso, podrás realizarlo... ¡si vives para poder hacerlo!
—¡Ah! —La mano de Kull se cerró sobre el pomo de la espada mientras hacía ademán de levantarse, con un movimiento tan súbito, con tal rapidez y fuerza que Ka-nu, a quien le gustaban los hombres como a quien le gustan los caballos de pura raza, sintió que la sangre corría más rápida por sus venas de viejo. ¡Valka, qué guerrero! Nervios y músculos de hierro y acero, una coordinación perfecta, el instinto del combatiente, todas las cosas que constituyen el alma de un guerrero terrible.
El entusiasmo de Ka-nu, por el contrario, no se reflejó ni mínimamente en su voz melosa, casi sarcástica.
—Vamos, vamos. Siéntate. Mira a tu alrededor. Los jardines están desiertos, los asientos vacíos, estamos solos. ¿No irás a tener miedo de mi"! —Kull se dejó caer nuevamente, mirando circunspecto a su alrededor.
—Es el salvaje quien habla en este momento —meditó Ka-nu—. Si hubiera preparado alguna trampa pérfida, destinada a ti especialmente, ¿la habría tendido aquí... donde las sospechas no harían más que señalarme? ¡Bah! Vosotros los jóvenes tenéis mucho que aprender. Algunos de mis comandantes, presentes en esta asamblea, no estaban muy conformes con que tú nacieras en las colinas de Atlántida en el fondo de ti mismo, me desprecias porque soy picto. ¡Bah! Para mí, tú eres Kull, rey de Valusia, no Kull el atlante intrépido, el jefe de los expedicionarios que pasaban a sangre y fuego por las Islas Occidentales. Del mismo modo, debes procurar ver en mí no al picto, sino a un hombre compuesto por algo de todas las naciones, alguien que trabaja para la paz del mundo. Mantén eso en la mente y contesta ahora. Si mañana fueras asesinado, ¿quién sería
rey?
—Kaanuub, Barón de Blaal.
—Justo lo que pensaba. Desprecio a Kaanuub por numerosas razones, pero el hecho es más grave, pues él no es más que una marioneta manipulada por otros.
—¿Cómo es eso? Ha sido mi más encarnizado adversario, pero ignoraba que defendiera otra causa que no fuera la suya.
—La noche oculta muchos misterios —respondió Ka-nu enigmáticamente—. Existen otros mundos en el interior de los mundos. Pero puedes confiar en mí y también puedes confiar en Brule, el Asesino de la Lanza. ¡Mira!
Sacó de entre sus ropas un brazalete de oro que representaba un dragón alado, dando tres vueltas sobre sí mismo, con tres cuernos de rubíes en la cabeza.
—Examínalo atentamente. Brule lo llevará puesto en el brazo cuando vaya a buscarte mañana al anochecer; así podrás reconocerle. Confía en Brule tanto como confías en ti mismo, y haz cuanto te pida que hagas. Para probarte mi buena fe, ¡mira esto!

Con la velocidad de un águila lanzándose sobre una presa, el viejo sacó algo de los bolsillos, algo que les acunó en una rara luminosidad verdosa y que volvió a ocultar rápidamente entre sus atavíos.

—¡La gema robada! —exclamó Kull con un sobresalto de sorpresa—. ¡La joya verde del Templo de la Serpiente! ¡Valka! ¡Tú! ¿Por qué me la has enseñado?
—Para salvarte la vida. Para probarte que soy digno de crédito. Si traiciono tu confianza, haz lo mismo conmigo. Ahora estoy por completo a tu merced. No puedo traicionarte, ni aun queriendo hacerlo, pues una sola palabra tuya sería mi perdición.
Sin embargo, pese a aquellas graves palabras, el astuto viejo relucía de alegría y parecía plenamente satisfecho de sí mismo.
—¿Por qué te has puesto en mis manos? —preguntó Kull, cuya turbación crecía por momentos.
—Acabo de decírtelo. Ahora ya sabes que no tengo intención de traicionarte y, mañana al anochecer, cuando Brule llegue hasta ti, sigue sus consejos y ponte completamente en sus manos. Eso basta. Fuera te espera una escolta. Te acompañará hasta palacio, señor.
Kull se levantó.
—No me has dicho nada.
—¡Oh! ¡Qué impacientes sois los jóvenes! —Ka-nu parecía más que nunca un bribón avispado—. Vete y que tengas buenos sueños... tronos, reinos gloriosos y fuertes... que yo tendré mis propios sueños... vino, dulces jóvenes y rosas. Qué la suerte te acompañe, Kull.

Saliendo de los jardines, Kull miró por encima del hombro y atisbo a Ka-nu, descuidadamente tendido sobre los cojines... un anciano de tez rubicunda cuya jovialidad irradiaba sobre el mundo entero. Un guerrero a caballo esperaba a Kull al salir de los jardines y el monarca se sorprendió ligeramente al darse cuenta de que aquel hombre era el mismo que le había transmitido la invitación de Ka-nu. Ninguna palabra fue pronunciada mientras Kull se alzaba hasta la silla y los dos hombres permanecieron silenciosos al avanzar a través de las desiertas calles. La alegría y animación del día habían dado paso al extraño silencio de la noche. La edad de la ciudad era aún más evidente bajo la luna plateada. Las enormes columnas de las mansiones se alzaban hacia las estrellas. Las amplias escalinatas silenciosas y desiertas parecían subir sin fin para fundirse con las misteriosas tinieblas de los reinos celestiales. Escalinatas que conducen a las estrellas, pensó Kull, cuyo imaginativo espíritu se veía inspirado por la rara grandiosidad de la escena. ¡Clang! ¡Clang! ¡Clang! Los cascos de plata resonaban sobre el pavimento de las amplias avenidas bajo la claridad de la luna, pero no había ningún otro ruido. La edad secular e increíble de la ciudad era casi opresiva para el rey; tenia la impresión de que las inmensas moradas silenciosas se burlaban de él con una risa muda e insospechada. ¿Qué secretos albergaban?

—Eres joven —le decían los palacios, los templos y las tumbas—, pero nosotros somos viejos. El mundo estaba lleno de fogosidad y juventud cuando fuimos construidos. Tú y tu raza pasaréis, pero nosotros somos invencibles, indestructibles. Nosotros ya nos alzábamos por encima de un mundo desconocido antes incluso de que Atlántida y Lemuria surgieran del mar; reinaremos incluso cuando las aguas verdes murmuren dulcemente por encima de los minaretes de Lemuria y las colinas de Atlántida estén sumergidas y las islas de los Hombres del Oeste formen las montañas de un nuevo país.
—¿A cuántos reyes hemos visto atravesar estas calles, incluso antes de que Ka, el pájaro de la Creación, soñase con Kull, el atlante? Sigue tu camino, Kull de Atlántida;
reyes más grandes te sucederán; reyes más grandes te han precedido. Ahora son polvo; están olvidados; y nosotros aún estamos aquí; somos inmutables. Continúa, Kull de Atlántida, sigue tu camino; ¡Kull, el rey; Kull, el loco!

Y Kull tuvo la impresión de que los cascos de los caballos apresaban aquel silencioso refrán para martillear con él en el corazón de la noche con una ironía sorda de múltiples ecos.

—¡Kull... el... rey...! ¡Kull... el... loco...!
Brilla, luna; ilumina el camino de un rey. Resplandeced, estrellas; sois las antorchas que escoltan a un emperador. Resonad, cascos de plata; proclamad que Kull atraviesa la ciudad de Valusia. Y, con aquel singular estado espiritual, Kull llegó al palacio, donde los Asesinos Rojos, su guardia personal, se ocuparon del gran semental y condujeron al rey hasta sus aposentos. Sólo entonces, el picto, silencioso y taciturno, tiró violentamente de las riendas de su corcel, dio media vuelta y desapareció en el seno de las tinieblas como un fantasma; vivamente impresionado, se imaginó Kull verle enfilar a toda velocidad a través de las calles silenciosas, como un duende que hubiera surgido de los mundos del pasado. Aquella noche, Kull casi no durmió, pues el alba estaba muy próxima y se pasó las pocas horas que le separaban del día paseando por el salón del trono, reflexionando sobre lo que acababa de ocurrir. Ka-nu no le había dicho nada; sin embargo, se había entregado a Kull por completo. ¿Qué quería decir con aquello de que el Barón de Blaal no era más que una marioneta? ¿Y quién era aquel Brule que había de venir a por él, la noche siguiente, portando el misterioso brazalete del dragón? Ultima y especialmente, ¿por qué Ka-nu le había enseñado la terrible gema verde que había sido robada del Templo de la Serpiente mucho tiempo antes, la misma por la que el mundo conocería la guerra y la pestilencia si los temibles y misteriosos guardianes del templo llegaran a saber que había sido robada, y de la venganza que caería sobre Ka-nu, de la que ni sus feroces guerreros podrían preservarle? Pero Ka-nu sabía que no corría ningún peligro, reflexionó Kull, pues el embajador picto era demasiado astuto como para exponerse a tales riesgos si no iba a sacar algún provecho. ¿Pero acaso no sería todo para hacer que el rey abandonara toda prudencia y preparar así la vía de la traición? ¿Se atrevería Ka-nu a dejarle vivo? Kull se encogió de hombros.


III. Los que caminan en el corazón de la noche.
La luna no se había levantado cuando Kull, con la mano puesta en el pomo de la espada, se dirigió a la ventana. Aquella daba a los grandes jardines interiores del palacio real y la brisa nocturna, portadora de recargados perfumes, agitaba dulcemente los cortinajes de fino terciopelo. El rey miró hacia afuera. Paseos y bosquecillos estaban desiertos; los árboles cuidadosamente podados formaban sombras masivas; las fuentes cercanas brillaban suavemente bajo la claridad lunar; otras, más lejanas, dejaban escuchar su regular chapoteo. En aquellos jardines no había soldados, pues los muros exteriores estaban tan bien guardados que parecía imposible que un intruso pudiera acceder a ellos. Las cepas alzaban sus espesos zarcillos a lo largo de los muros del palacio y, justo cuando Kull meditaba acerca de la facilidad con la que se podía trepar por la pared gracias a ellas, una sombra se destacó en las tinieblas, bajo la ventana, y un brazo desnudo y moreno apareció y se agarró al marco. La gran espada de Kull silbó al salir de la vaina; pero el rey no tardó en detener el gesto. En el musculoso antebrazo brillaba el brazalete del dragón que le enseñase Ka-nu la noche precedente. El propietario del brazo se alzó por encima del marco de la ventana y entró en la habitación con la ligereza y agilidad de un leopardo.

—¿Eres Brule? —preguntó Kull; luego se calló sorprendido, con una sorpresa que era mezcla de irritación y desconfianza; aquel hombre era el mismo que había recibido las burlas de Kull en la Sala de Audiencias, el mismo que le había escoltado desde la embajada picta hasta su palacio.
—Soy Brule, el Lancero —respondió el picto con voz circunspecta; acto seguido, mirando atentamente la cara de Kull, murmuró levemente—: ¡Ka nama kaa lajerama!
Kull se sobresaltó.
—¡Eh! ¿Qué significa eso?
—¿Lo ignoras?
—¡Ciertamente! Esas palabras me son desconocidas. ¿Qué lengua es esa? nunca la he oído... y, sin embargo, ¡por Valka! Me parece...
—Sí —fue el único comentario del picto. Con la mirada, recorrió la habitación, el gabinete de trabajo de Kull. A excepción de algunas mesas, un diván o dos y las inmensas estanterías atestadas de rollos de pergamino, la habitación estaba desnuda en comparación con las otras salas del palacio, tan ricamente amuebladas y decoradas.
—Dime, rey, ¿quién guarda la puerta?
—Dieciocho de mis Asesinos Rojos. Pero, ¿cómo has conseguido deslizarte por los jardines y escalar los muros de palacio?
Brule refunfuñó despectivamente.
—Los guardianes valusios son búfalos ciegos. Podría arrebatarles a sus hijas ante sus mismas narices. Me deslicé entre sus filas y ni me vieron ni me oyeron. En cuanto a las murallas... podría escalarlas aunque no hubiera enredaderas. Yo cazaba tigres en las playas brumosas cuando las brisas del este barrían las brumas marinas, trepando por las abruptas paredes de la montaña, en pleno mar occidental. Pero ya basta... Toca el brazalete.
El picto extendió el brazo y, al ver que Kull, aun sorprendido, le obedecía, suspiró aliviado.
—Bien. Ahora has de quitarte tus ropas reales; vas a contemplar esta noche misterios que ningún atlante ha soñado jamás.
Brule vestía únicamente un taparrabos, atravesado por una corta espada curvada.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? —preguntó Kull, ligeramente irritado.
—¿No te pidió Ka-nu que obedecieras todas mis instrucciones? —preguntó el picto bruscamente. Le centelleaban los ojos—. No alimento ningún aprecio por tu compañía, señor, pero, de momento, he expulsado de mi mente cualquier resquicio de odio. Haz tú lo mismo. Ahora, ven conmigo.

Desplazándose sin ruido, atravesó la habitación, encaminándose hacia la puerta. Una mirilla practicada en ella permitía ver el corredor sin ser visto, y el picto le ordenó a Kull que mirase.

—¿Qué ves?
—Nada. Sólo a los dieciocho guardias.

El picto agachó la cabeza e hizo a Kull seña de que le siguiera a través de la habitación. Ante un panel del muro opuesto Brule se detuvo y tanteó en él unos instantes. Luego, con un movimiento rápido, dio un paso hacia atrás sacando la espada. Kull lanzó una exclamación al ver que el panel se abría silenciosamente, revelando un pasadizo levemente iluminado.

—¡Un pasadizo secreto! —juró Kull en voz baja—. ¡Ignoraba su existencia! ¡Valka! ¡Alguien pagará por esto!
—¡Silencio! —silbó el picto.

Brule estaba inmóvil, como si fuera una estatua de bronce, tensando hasta el menor de sus músculos, esperando algún sonido; algo en su actitud hizo que a Kull se le erizasen los pelos de la nuca, no de miedo, sino como consecuencia de algún extraño presentimiento. Luego, invitándole a seguirle con un gesto, Brule franqueó el secreto umbral que quedó abierto a sus espaldas. El corredor estaba desnudo, pero el suelo no estaba recubierto de polvo, como hubiera sido el caso de ser un corredor que llevase mucho tiempo sin utilizarse. Una luz difusa y grisácea se filtraba desde alguna fuente ignorada. Siguiendo el pasadizo, Kull pudo ver puertas invisibles desde el otro lado de la pared, pero que resultaban fácilmente perceptibles desde el corredor.

—El palacio está cuajado de pasajes secretos —murmuró Kull.
—Sí. Rey, día y noche, por multitud de miradas, eres vigilado.

El rey estaba impresionado por las maneras de Brule. El picto avanzaba lentamente, en guardia, medio encogido, con la espada baja y apuntando frente a él. Cuando hablaba, lo hacía entre murmullos y echaba rápidas miradas hacia uno y otro lado. El corredor dio un giro súbito y Brule atisbo cautamente al otro lado.

—¡Mira! —susurró—. ¡Pero no lo olvides! Ni una palabra... ni un ruido... ¡tu vida depende de ello!

Kull miró prudentemente. El corredor se convertía en una hilera de peldaños nada más pasar el recodo. Y Kull retrocedió, horrorizado. Al final de los escalones yacían los dieciocho Asesinos Rojos que habían estado de guardia aquella misma noche ante el gabinete de trabajo del rey. Sólo la mano de Brule apretando su brazo poderoso y el feroz susurro del picto por encima de su hombro impidieron que Kull se lanzara escaleras abajo.

—¡Silencio, Kull! ¡Silencio, en nombre de Valka! —silbó el picto—. Estos corredores están desiertos sólo de momento, pero, para poder mostrártelos he tenido que arriesgarme mucho... así creerás lo que tengo que decirte. Volvamos a tu gabinete. —Y empezó a deshacer lo andado, seguido de Kull, cuya mente estaba dominada por la mayor de las confusiones.
—¡Traición! —murmuró el rey, cuyos ojos de color gris acero brillaban fríamente—. ¡Es una infamia! Apenas puedo creerlo. ¡Esos hombres montaban guardia hace apenas unos minutos!
Cuando llegaron al gabinete, Brule cerró el panel cuidadosamente y le hizo un gesto a Kull para que mirase de nuevo por la mirilla de la puerta. Kull lanzó una dura exclamación, pues, en el pasillo, los dieciocho Asesinos Rojos, ¿aún montaban guardia!
—¡Sí! —La respuesta de Brule apenas fue audible; en los ojos brillantes del picto había una extraña expresión;

Kull tenia el ceño fruncido y la frente arrugada como si estuviera esforzándose en descifrar la impenetrable cara del picto. Y, entonces, los labios de Brule, moviéndose apenas, pronunciaron las siguientes palabras—: ¡La serpiente que habla!

—¡Cállate! —susurró Kull, poniendo la mano sobre la nuca de Brule—. ¡Es la muerte para quienes pronuncien ese
nombre maldito!
Los resueltos ojos del picto le miraron firmemente.
—Mira nuevamente, rey Kull. Puede que hayan relevado a la guardia.
—No, son los mismos hombres. Por Valka, es brujería... ¡me estoy volviendo loco! Hace menos de ocho minutos mis propios ojos han visto a esos hombres. Sin embargo, ¡están todavía montando guardia al otro lado de la
puerta!
Brule retrocedió, apartándose de la entrada, y Kull le imitó maquinalmente.
—Kull, ¿qué sabes acerca de las tradiciones de la raza de la que eres el rey?
—Mucho... y, pese a eso, muy poco. Valusia es un reino tan antiguo...
—En efecto. —Los ojos de Brule brillaron extrañamente—, Sólo somos bárbaros... niños, si nos comparamos con los Siete Imperios. Incluso ellos ignoran sus orígenes. Ni la memoria de los hombres, ni las crónicas de los historiadores se remontan tan lejos en el pasado como para poder decirnos en qué momento salieron del océano los primeros hombres y construyeron junto a la orilla del mar sus primeras ciudades. Pero, Kull, ¡los hombres no siempre han sido gobernados por hombres!
El rey se sobresaltó, sus miradas se cruzaron.
—Sí, es cierto. Recuerdo una leyenda de mi pueblo...
—¡Y del mío! —le interrumpió Brule—. Todo eso pasó antes de que nuestras islas se aliaran con Valusia. Sí, bajo el reinado de Diente de León, séptimo jefe guerrero de los pictos, hace ya tantos años que ningún hombre recuerda cuántos han sido. Procedentes de las islas donde se pone el sol, atravesamos los mares, bordeamos las orillas de Atlántida y fondeamos en las playas de Valusia, borrachos de incendio y matanza. Sí, las amplias playas blancas se estremecieron al oír el estrépito de las armas mientras las llamas de los castillos incendiados transformaban la noche en día.

Y el rey, el rey de Valusia, murió aquel día lejano en las rojas arenas de aquellas playas... —Su voz se apagó; se miraron y, luego, ambos agacharon la cabeza.

—Valusia es un reino muy antiguo —murmuró Kull—. ¡Las tierras de Atlántida y Mu no eran más que islas en medio del mar cuando Valusia era joven!

Las tapicerías crujieron ligeramente y Kull se sintió súbitamente como un bebé desnudo enfrentado al impenetrable saber de un pasado misterioso. Se sintió invadido nuevamente por un sentimiento de irrealidad. Por su alma se deslizaron furtivamente espectros de formas imprecisas y gigantescas, criaturas monstruosas que bisbiseaban innombrablemente. Comprendió que Brule estaba siendo dominado por los mismos pensamientos. Los ojos del picto miraron fijamente la cara de Kull con una feroz determinación. Sus miradas se cruzaron. Kull tuvo un sentimiento de cálida camaradería hacia aquel hombre que pertenecía a una tribu enemiga. Como leopardos rivales rodeados por los cazadores, combatiendo uno al lado del otro, aquellos dos salvajes hicieron causa común para luchar contra las fuerzas inhumanas de los eones revolucionados. Brule precedió nuevamente a Kull hasta la puerta secreta. Silenciosamente, la franquearon y silenciosamente avanzaron por el mal iluminado pasadizo en dirección opuesta a la que habían seguido anteriormente. Poco más tarde, el picto se detenía y se acercaba a una de las puertas secretas, invitando a Kull a junto con él por la mirilla que había en ella.

—Esta puerta da a una escalera poco utilizada que conduce a un corredor que pasa ante la puerta del gabinete.
Observaron y, poco después, subiendo silenciosamente la escalera, apareció una forma silenciosa.
—¡Tu! ¡Mi propio consejero! —exclamó Kull—. ¡Acechando en la noche con un puñal en la mano! ¿Qué significa todo esto, Brule?
—¡La muerte! ¡Y la más abyecta de las perfidias! —silbó Brule—. No... —dijo cuando vio que Kull se disponía a abrir violentamente la puerta para lanzarse al corredor—.
Estaremos perdidos si le haces cara... al bajar las escaleras, hay otros muchos al acecho. ¡Ven!

Avanzando rápidamente, desfilaron como flechas por el pasadizo, en sentido inverso. Franqueando de nuevo la puerta secreta, Brule, adelantándose a Kull, la cerró cuidadosamente a sus espaldas y atravesó la sala hasta una abertura que daba a una habitación raramente utilizada. Levantó las colgaduras con un esfuerzo sombrío y, arrastrando a Kull a su lado, se ocultaron tras ellas. Pasaron varios minutos lentamente. Kull escuchaba cómo la ligera brisa agitaba los cortinajes de las ventanas en la otra habitación, con la impresión de que se trataba de los murmullos de los fantasmas. Poco después, franqueando la puerta furtivamente, apareció Tu, el primer consejero del rey. Evidentemente, antes había estado en el gabinete de trabajo y, constatando que estaba vacío, buscaba a su víctima allí donde tenía más posibilidades de encontrarla. Avanzaba blandiendo la daga, en silencio. Se detuvo durante un instante, inspeccionando con la mirada la habitación aparentemente desierta, débilmente iluminada por una única vela. Luego avanzó de nuevo, prudente, a ojos vista muy sorprendido por la ausencia del rey. Estaba ante el escondrijo del monarca... y...

—¡Mátalo! —silbó el picto.
Con un salto poderoso, Kull se precipitó en la habitación. Tu se volvió con rapidez, pero la velocidad cegadora y azotante del ataque del rey era como un tigre abalanzándose sobre su presa y no le dio ninguna oportunidad para defenderse o contraatacar. El acero de la espada centelleó en la penumbra y golpeó contra el hueso mientras Tu caía de espaldas. La espada de Kull sobresalía entre los omóplatos del consejero. Kull se inclinó sobre él, mostrando los dientes con un rictus homicida, las espesas cejas fruncidas sobre unos ojos que parecían ser hielo grisáceo de los más fríos mares. Luego soltó el pomo de la espada y reculó desconcertado, dominado por el vértigo, como si sintiera que la mano de la muerte se posaba sobre su espina dorsal. Bajo la horrorizada mirada de Kull, la cara de Tu se convertía en algo difuminado e irreal; los rasgos parecían licuarse y fundirse de un modo imposible. La cara no tardó en ser una máscara de bruma que se disipaba, que desaparecía para ser reemplazada por ¡la monstruosa cabeza de una serpiente!

—¡Valka! —exclamó Kull con el sudor perlándole la frente. Repitió—: ¡Valka!
Brule se inclinó hacia él; sus rasgos eran impasibles. Pero sus ojos brillantes reflejaban parte del horror de Kull.
—Recupera la espada, rey —dijo—. Nuestro trabajo aún no ha terminado.

Kull plantó dudoso la mano en la empuñadura de la espada. Se le puso la piel de gallina al apoyar el pie en el horror que yacía en el suelo y, al abrirse la terrible boca, bruscamente, movida por un último reflejo muscular, retrocedió, dominado por la náusea. Luego, furioso consigo mismo, arrancó la espada violentamente y examinó con atención a la criatura abominable que había conocido con el nombre de Tu, su primer consejero. Con la única excepción de la reptilesca cabeza, aquella cosa era una réplica exacta de un hombre.

—¡Un hombre... con cabeza de serpiente! —murmuró Kull—. En ese caso, ¿es un sacerdote del dios-serpiente?
—Sí. Tu duerme, sin preocuparse de nada. Estos demonios pueden tomar cualquier forma que deseen. O, más bien, pueden, por medio de un encantamiento mágico o algo parecido, tejer alrededor de sus rostros una red encantada, como si un actor se pusiera una máscara, para parecerse a aquellos que desean suplantar.
—Así que las antiguas leyendas eran ciertas —meditó el rey—, las viejas y terribles historias que un hombre apenas se atreve a susurrar, por miedo a la muerte, por temor a ser acusado de blasfemo, no son cuentos que no te dejan dormir. ¡Valka! ¡Creía... pensaba... todo esto parece tan irreal! ¡Oh! Los guardias que hay detrás de la puerta...
—También ellos son hombres-serpiente. ¡Espera! ¿Qué quieres hacer?
—Matarlos —dijo Kull entre dientes.
—En ese caso, golpea a los jefes, porque si no, no servirá de nada —dijo Brule—. Al otro lado de la puerta esperan dieciocho, y quizá haya otra veintena acechando en los corredores. Escúchame, oh, rey: Ka-nu ha tenido conocimiento del complot. Sus espías se han introducido en la más secreta de las fortalezas de los sacerdotes-serpiente, donde estaban discutiendo sobre la trampa que preparaban. Hace ya mucho tiempo que Ka-nu descubrió los pasadizos secretos del palacio y, siguiendo sus órdenes, yo mismo los estudié. He venido aquí, en mitad de la noche, para ayudarte, para que no mueras como otros reyes de Valusia murieron. He venido yo solo porque más hombres hubieran despertado sospechas. Sólo yo podía deslizarme en el palacio sin ser visto. Ahora, ya estás al corriente del complot. Los hombres-serpiente están de guardia ante tu puerta y ese, bajo los rasgos de Tu, podía ir y venir a su antojo por el palacio; al amanecer, si los sacerdotes hubieran fracasado, los verdaderos guardianes habrían vuelto a sus puestos, sin acordarse de nada, sin preocuparse; si los sacerdotes hubieran triunfado, habrían sido acusados de traición. Quédate aquí mientras me libro de esta carroña.

Diciendo aquellas palabras, el picto se echó sobre los hombros a la innombrable criatura y desapareció con ella por una puerta secreta. Kull se quedó solo, embargado por una viva emoción. ¿Cuántos servidores de la poderosa serpiente acechaban en su reino? ¿Cómo podía distinguir a los verdaderos de los falsos? ¿Cuántos de sus consejeros, de sus generales, de todos aquellos en quienes confiaba, eran verdaderamente hombres? Podía estar seguro de... ¿de quién? El panel secreto se abrió hacia el interior y Brule lo atravesó.

—Lo has hecho deprisa.
—Sí. —El guerrero avanzó, mirando el suelo—. Hay sangre en la alfombra. Mira.
Kull se inclinó; con el rabillo del ojo vio una mancha en movimiento, un brillo acerado. Como un arco que se destensa, se alzó violentamente, golpeando hacia arriba. El guerrero se derrumbó mientras su espada golpeaba contra el suelo sonoramente. Incluso en aquel instante, Kull reflexionó sombríamente en lo sorprendente que resultaba que aquel traidor hubiera encontrado la muerte de un tajo fulminante, hacia lo alto, utilizado tan a menudo por su propia raza. Pero, mientras Brule resbalaba de la espada para caer sobre el suelo, su cara empezó a difuminarse y licuarse y, ante Kull, reteniendo el aliento, erizándosele los pelillos de la nuca, los rasgos humanos se disiparon y fueron reemplazados por las mandíbulas de una gran serpiente, unas mandíbulas que se abrían y cerraban abominablemente bajo unos ojos pequeños y globulosos, venenosos incluso en la muerte.

—¡Así que Brule también era un sacerdote-serpiente! —exclamó el rey—. ¡Valka! ¡Su plan era ingenioso; contaba con tomarme por sorpresa! En ese caso, Ka-nu, ¿es verdaderamente un hombre? ¿Fue realmente con Ka-nu con quien hablé en los jardines? ¡Valka todopoderoso! —Se le puso la piel de gallina al contemplar aquella posibilidad—. Los habitantes de Valusia, ¿son hombres... o bien todos ellos son serpientes?

Indeciso, inmóvil, notó, casi con indiferencia, que la criatura llamada Brule no llevaba el brazalete del dragón. Un ruido le hizo volverse ágilmente. Brule acababa de aparecer por la puerta secreta.

—¡No lo hagas! —En el brazo alzado para detener la amenazante espada del rey, brillaba el brazalete del dragón—. ¡Valka! —El picto se inmovilizó. No tardó en curvar los labios con una mueca cruel—. ¡Por los dioses del mar! Estos demonios son increíblemente audaces. Este debía estar rondando por los corredores. Cuando me vio pasar, llevando a hombros el cadáver del otro, ha debido tomar mi apariencia. También debo hacerle desaparecer.
—Un instante. —La voz de Kull contenía una amenaza mortal—. ¡Esta noche ya han sido dos los hombres que se han convertido en serpientes ante mis propios ojos! ¿Cómo puedo saber que eres verdaderamente un hombre?
Brule soltó una carcajada.
—Por dos razones, rey Kull. Ningún hombre-serpiente llevaría esto —le mostró el brazalete del dragón—, ni podría pronunciar estas palabras —y, de nuevo, Kull escuchó la extraña frase—: ¡Ka nama kaa lajerama!
—¡Ka nama kaa lajerama! —repitió Kull mecánicamente—. Pero, ¡en nombre de Valka!, ¿dónde he escuchado antes esas palabras? No es la primera vez y... sin embargo... sin embargo...
—Sí, las recuerdas, Kull —dijo Brule—. Esas palabras te hacer recobrar un recuerdo olvidado hacia ya mucho tiempo en los pasadizos de tu memoria; aunque nunca las hayas oído pronunciar en esta vida, estuvieron tan profundamente grabadas en la mente del hombre durante las eras pasadas que nunca se borrarán, siempre permanecerán en tu espíritu como misteriosos recuerdos de tu memoria, aunque te reencarnes dentro de un millón de años. Esa frase es el vestigio de eones siniestros y sangrientos, cuando, hace ya un incalculable número de siglos, esa frase era el salvoconducto de la raza de los hombres que luchaba contra las terribles criaturas del Antiguo Universo. Pues, de todas las criaturas, sólo el hombre puede pronunciar esas palabras... ya que su boca y sus mandíbulas son diferentes. Su significado se ha olvidado, pero las palabras prevalecen.
—Así es —dijo Kull—. Recuerdo las leyendas... ¡Valka! —Se calló súbitamente, con la mirada fija, pues, como si una puerta misteriosa se abriera de par en par y silenciosamente sobre sus goznes, perspectivas brumosas e insondables se descubrían por entre los secretos recovecos de su mente. Y, por un instante, tuvo la impresión de estar mirando hacia atrás, a través de las inmensidades de sus vidas que se renovaban sin cesar. Veía a través de las pálidas brumas espectrales las formas confusas de los siglos muertos animándose para vivir nuevamente. Los hombres luchaban con monstruos odiosos en un planeta que albergaba terrores sin nombre. Sobre un fondo grisáceo, incesantemente cambiante, se desplazaban extrañas formas de pesadilla, visiones de demencia y miedo; y el hombre, la complacencia de los dioses, el buscador ciego y estúpido, salido del polvo para volver al polvo, siguiendo el camino largo y sangriento de su destino, ignorando las causas, bestial titubeante, como un niño grande de instintos sanguinarios, sintiendo en el fondo de sí mismo, en algún oculto lugar, una centella del fuego de los dioses... Kull se pasó una mano por la frente, totalmente turbado; aquella visiones fugitivas y brutales de los abismos de su memoria le sorprendían siempre.
—Han desaparecido —dijo Brule, como si pudiera leer en su espíritu—. Las arpías, los hombres-murciélago, las criaturas aladas, el pueblo de los lobos, los demonios, los duendes... todos, salvo los seres como este que yace a nuestros pies y un pequeño número de hombres-lobo. Larga y cruel fue la guerra, arrastrada durante siglos sangrientos, desde que los primeros hombres, saliendo del limo de la era simiesca, se alzaron contra los que entonces gobernaban el mundo. Y, finalmente, la humanidad triunfó, hace ya tanto tiempo que sólo los escombros de las leyendas permiten que aquellos tiempos remotos lleguen hasta nosotros atravesando los siglos. El pueblo-serpiente fue el último en desaparecer; sin embargo, los hombres triunfaron también sobre ellos. Se ocultaron en las regiones desérticas del mundo, donde se acoplaron con verdaderas serpientes hasta el día en que, dicen los sabios, por una horrible venganza, desaparecieron completamente. Pero esas criaturas volvieron, hábilmente disfrazadas, cuando los hombres se ablandaron y sus costumbres degeneraron olvidando las guerras antiguas. ¡Oh, fue una guerra secreta y cruel! Entre los hombres de la Joven Tierra se deslizaron furtivamente los monstruos terribles del Antiguo Planeta, protegidos por el saber y sus temibles misterios, tomando todas las formas y apariencias, cometiendo en secreto actos horribles. Ningún hombre sabía quién era verdaderamente un hombre ni qué apariencia real tendría. Ningún hombre podía confiar en otro hombre. Sin embargo, sirviéndose de la astucia, idearon medios para distinguir a los verdaderos de los falsos. Los hombres tomaron por símbolo y emblema el dragón volante, el dinosaurio alado, un monstruo de las eras pasadas que había sido el más terrible adversario de la serpiente. Y los hombres se sirvieron de las palabras que he pronunciado ante ti como símbolo y señal; porque, como te he dicho, sólo un hombre auténtico puede pronunciarlas. Así triunfó la humanidad. Pero los demonios, después de años de negligencia y olvido, volvieron... pues el hombre es como un simio, y sólo es capaz de recordar lo que tiene siempre a la vista. Regresaron con la apariencia de sacerdotes y, como los hombres, por su lujuria y deseo de poder, ya no creían en las viejas religiones y los antiguos cultos, los hombres-serpiente, bajo el pretexto de un culto nuevo y auténtico, edificaron una religión monstruosa basada en la adoración del dios-serpiente. Tan grande es su poder que significa la muerte para aquel que repite las antiguas leyendas del pueblo-serpiente. Y las gentes vuelven a postrarse ante el dios-serpiente, aunque sea revestido de una nueva forma; y, como locos ciegos, no ven la relación entre ese poder y aquel al que los hombres dieron fin, hace ya tantos eones. Los hombres-serpiente se contentan con ejercer su influencia como sacerdotes... y, sin embargo... —se interrumpió.

—Continúa. —A Kull se le erizaba el cabello por alguna inexplicable razón.
—Los reyes han reinado en Valusia como verdaderos hombres —susurró el picto—. Sin embargo, si han muerto en el campo de batalla, lo han hecho como serpientes... como aquel que cayó atravesado por la lanza de Diente de León, sobre las rojas arenas, cuando los isleños asaltamos los Siete Imperios. ¿Cómo es eso posible, rey Kull? ¡Aquellos reyes habían nacido de mujeres y habían vivido como hombres! Y la verdad era que... los verdaderos reyes murieron asesinados en secreto... Como tú habrías sido asesinado esta misma noche... y los sacerdotes de la Serpiente te habrían suplantado, reinando también con el aspecto de hombres.
Kull juró entre dientes.
—Sí. Habría sido así. Es un hecho conocido que el que a un sacerdote-serpiente no vive lo bastante como para poder vanagloriarse por ello. Viven en el mayor secreto.
—La política es un asunto complejo y monstruoso en el seno de los Siete Imperios —prosiguió Brule—. Hay verdaderos hombres que saben que entre ellos se deslizan los espías de la Serpiente y los hombres que están aliados con la Serpiente, como el barón Kaanuub de Blaal, y, sin embargo, ningún hombre intenta desenmascarar a los sospechosos por miedo a que su venganza se abata sobre él. Ningún hombre confía en su vecino y los verdaderos hombres de estado no se atreven a hablar entre ellos de algo que ocupa el pensamiento de todos. Si pudieran estar seguros, si un hombre-serpiente o un complot pudiera ser desenmascarado ante todos ellos, el poderío de la Serpiente se desmoronaría en pedazos sin tardanza, pues todos se aliarían y harían causa común para cazar a los traidores. Sólo Ka-nu posee la audacia y el valor necesarios para luchar contra ellos; pero, incluso Ka-nu, no tiene más que un conocimiento parcial del complot, aunque suficiente para decirme lo que se estaba tramando... lo que iba a pasar hasta este momento. Hasta ahora, he estado prevenido; pero, a partir de este momento, debemos fiarnos de nuestra suerte y habilidad. De momento, creo que estamos seguros; los hombres-serpiente del otro lado de la puerta no se atreverán a dejar su puesto por miedo a que hombres verdaderos se presenten imprevistamente. Pero mañana intentarán otra cosa, puedes estar seguro. Lo que harán, nadie puede decirlo, ni siquiera Ka-nu; debemos seguir juntos, rey Kull, hasta que hayamos vencido o muerto. Ahora, acompáñame mientras llevo este cadáver hasta el escondrijo donde se encuentra la otra criatura.

Kull siguió al picto con su siniestro fardo. Franquearon el panel secreto y se sumergieron en el oscuro corredor. Sus pies no hacían el menor ruido, pues los dos hombres estaban acostumbrados a cazar silenciosamente. Se deslizaron como fantasmas a través de la luz espectral. Kull se preguntaba hasta qué punto los corredores estaban desiertos, esperando hallar a cada recodo alguna horrible aparición. De nuevo le asaltaron las dudas; ¿no le conduciría aquel picto hacia una emboscada? Dejó un espacio entre él y Brule, con la espada apuntando hacia la desnuda espalda del picto. Brule sería el primero en morir si le llevaba a una trampa. Pero si el picto era consciente de las sospechas del rey, no lo demostró. Avanzaba con paso seguro. No tardaron en llegar a una habitación que no se utilizaba desde hacía mucho tiempo, cuyo suelo estaba recubierto de polvo y en la que los cortinajes se pudrían lentamente coleando cargados de tristeza. Brule apartó los tapices y camufló tras ellos el cadáver. Cuando se disponían a deshacer el camino andado, Brule se inmovilizó, con tanta brusquedad que rozó inadvertidamente la muerte. Los nervios de Kull estaban a flor de piel.

—Algo avanza por el corredor —silbó el lancero—. Ka-nu me había dicho que estos pasajes secretos estarían vacíos; sin embargo...

Sacando la espada, se abismó por el pasadizo. Kull le siguió, en guardia. En el corredor apareció una luz extraña e indistinta, avanzando hacia ellos. Con los nervios a punto de ceder, esperaron, apoyando la espalda contra la pared del corredor; qué era, lo ignoraban; pero Kull, escuchando el oprimido jadeo de Brule, comprobó la lealtad del guerrero picto. La luz se convirtió en una forma de indefinidos contornos. Era una silueta vagamente humana, pero brumosa e incierta, tan diáfana como una voluta de bruma. Se iba haciendo más tangible a medida que se aproximaba, sin llegar a ser nunca completamente sólida. Una cara apareció ante ellos, dos grandes ojos luminosos, que parecían contener todas las torturas inflingidas durante un millón de siglos. Aquella cara de rasgos flácidos y erosionados por el tiempo no expresaba ninguna amenaza, sólo una gran tristeza... y aquella cara... aquella cara...

—¡Dioses todopoderosos! —sopló Kull al tiempo que "na mano helada le aprisionaba el alma—. Eallal, rey de Valusia... ¡Eallal, muerto hace ya mil años!

Brule se adosó al muro tanto como pudo. sus ojos estrechos centellearon, dilatados por el más puro horror; la espada le temblaba entre los dedos, sin fuerza por primera vez desde el comienzo de aquella noche fantástica. Envarado y arrogante, Kull mantenían su arma instintivamente dispuesta, aunque fuera algo que sabía inútil; tenía la piel de gallina, el cabello erizado; y, no obstante, seguía siendo el rey de reyes, dispuesto a desafiar tanto los poderes de los muertos como los de los vivos. El fantasma pasó ante ellos, sin prestarles ninguna atención. Kull se pegó a la pared mientras les adelantaba, sintiendo un soplo helado, como una brisa procedente de las nieves árticas. La forma continuó avanzando, con pasos lentos y silenciosos, como si las cadenas de las eras infinitas entorpecieran aquellos pies indistintos. Luego, en un recodo del pasadizo, la forma desapareció.

—¡Valka! —murmuró el picto, limpiándose las gotas de sudor frío que le perlaban la frente—. No era un hombre... ¡sino un fantasma!
—Sí. —Kull, estupefacto, sacudió la cabeza—. ¿No has reconocido su cara? Era Ealllal, el que reinó en Valusia hacía un millar de años, el mismo que fue descubierto cobardemente asesinado en el salón del trono... la Sala Maldita, como se llama ahora. ¿No has visto nunca la estatua que hay en la Galería de los Reyes?
—Es cierto. Ahora recuerdo la historia. ¡Por todos los dioses! Kull, ese es otro signo del terrible poder de los sacerdotes-serpiente. Ese rey fue asesinado por el pueblo-serpiente; ¡su alma es esclava de ese innoble culto y debe rendirle pleitesía por toda la eternidad! Los sabios siempre han afirmado que si un hombre muere a manos de un hombre-serpiente, su fantasma se convertirá en su esclavo.
Un escalofrío recorrió la inmensa osamenta de Kull.
—¡Valka! ¡qué terrible suerte! Escucha... —Cerró los dedos sobre el musculoso brazo de Brule con una presa de acero—. ¡Escucha! Si soy mortalmente herido por alguno de esos monstruos abyectos, jura que me atravesarás el pecho con tu espada para no someter mi alma a su esclavitud.
—Lo juro —respondió Brule, cuyos feroces ojos se iluminaron—. Y haz tú lo mismo conmigo, Kull.
Se estrecharon la mano derecha, sellando silenciosamente su siniestro convenio.


IV. Las máscaras.
Kull, sentado sobre el trono, miraba con aire meditativo hacia el mar de caras vuelto hacia él. Uno de los cortesanos estaba hablando con voz reposada, pero el rey apenas le entendía. Junto a él estaba Tu, el Primer Consejero, dispuesto a obedecer las órdenes de Kull, y, cada vez que el monarca miraba en su dirección, Kull temblaba interiormente. La vida superficial de la corte evocaba en él la inmóvil superficie del mar entre el ir y el venir de las mareas. Para el pensativo monarca, los sucesos de la noche precedente parecían formar parte de un sueño. Dirigió la mirada hacia el reclinatorio del trono, en el que descansaba una mano morena y musculosa. En la muñeca de aquella mano brillaba un brazalete adornado con la figura de un dragón. Brule estaba cerca del trono y el susurro discreto y arisco, incesante, del picto, le hacía abandonar el reino irreal en cuyo seno se movía. No, aquel monstruoso intermedio no era un sueño. Sentado como estaba en el trono, en la Sala de Audiencias, y recorriendo con la mirada a los cortesanos, damas, nobles, políticos, tenía la impresión de que sus rostros no eran más que substancias ilusorias, irreales, parecidas a sombras burlonas y equivocas. Siempre había considerado aquellas caras como máscaras pero, hasta aquel momento, las había soportado con desprecio, pensando ver bajo las máscaras las almas mezquinas y los espíritus serviles de sus ávidos y picaros dueños. Pero. observándolas, descubría bajo las máscaras uniformes una expresión aún más siniestra, una amenaza vaga, un horror de formas todavía imprecisas. Mientras intercambiaba fórmulas corteses con algún noble o con cualquier consejero, tenía la impresión de que la cara sonriente se disipaba, como una humareda, para dar paso a las terribles y abiertas mandíbulas de una serpiente. Entre los que le miraban, ¿cuántos eran en realidad horribles monstruos inhumanos, proyectando su muerte, bajo la ilusión hipnótica y empalagosa de un rostro humano?

Valusia, país de sueños y pesadillas, un reino de sombras, dirigido por fantasmas que iban y venían tras los cortinajes pintados, burlándose de los reyes risibles e inútiles instalados en el trono... él mismo no era más que una sombra. Y, como una sombra amiga, Brule se mantenía a su lado; sus ojos negros brillaban en medio de su faz impasible. ¡Brule, un hombre de verdad! Y Kull sintió que su amistad por el salvaje se convertía en algo real y comprendió que Brule sentía por él una amistad que sobrepasaba la simple necesidad política. Kull meditó acerca de cuáles eran las realidades de la vida. ¿La ambición, el poder, la orgullo? ¿La amistad viril, el amor de las mujeres que Kull nunca había conocido, las batallas, el botín? ¿Quién era el verdadero Kull? ¿Era el que estaba sentado en el trono... o acaso aquel otro que, tiempo antes, escalara las colinas de Atlántida, saqueara las lejanas islas del crepúsculo y estallara en carcajadas al contemplar las verdes y rugientes aguas de los mares atlantes? ¿Podía un hombre haber sido tantos hombres a lo largo de una sola vida? Kull sabía que había numerosos Kull y se preguntaba cuál sería el verdadero. Después de todo, los sacerdotes de la Serpiente daban un paso suplementario gracias a su magia, pues todos los hombres llevan una máscara y muchos una máscara distinta dependiendo del hombre o la mujer a quien se dirijan. Se preguntó si, bajo su propia máscara, se escondería una serpiente.

Sentado en meditación, sumido en extraños pensamientos, mientras los cortesanos se acercaban y se alejaban, los asuntos cotidianos fueron concluyendo. El rey y Brule se quedaron finalmente solos en la Sala de Audiencias, a excepción de dos servidores somnolientos. Kull sentía un gran cansancio. Ni él ni Brule habían dormido la noche precedente, y Kull tampoco había dormido la noche anterior a aquella, cuando, en los jardines, Ka-nu había hecho alusión al extraño complot que se estaba tramando. La noche pasada había acabado sin más conflictos cuando regresaron al gabinete de trabajo del rey, a través de las galerías secretas. Pero Kull no se había atrevido a dormir... y ni siquiera había tenido ganas de hacerlo. Kull, poseedor de la increíble vitalidad de un lobo, había pasado antaño varios días sin dormir, en su juventud fogosa y salvaje. Pero, en aquellos momentos, su mente estaba cansada a fuerza de reflexionar constantemente y sus nervios habían sido puestos a prueba durante la noche anterior. Necesitaba dormir, pero el sueño estaba muy alejado de sus pensamientos. Tampoco se habría atrevido a dormir si hubiera pensado en ello. Otro hecho extraño le había turbado profundamente: tanto él como Brule habían mantenido una atenta vigilia para ver cuándo y si se hacía el cambio de la guardia ante el gabinete. Pero, fue cambiada sin que se dieran cuenta; en efecto, al amanecer, los que estaban en la puerta fueron capaces de repetir las mágicas palabras de Brule, pero no recordaban ningún hecho que se saliera de lo ordinario. Pensaban haber estado de guardia toda la noche, como de costumbre, y Kull no intentó demostrar lo contrario. Estaba seguro de que eran hombres fieles, pero Brule había aconsejado el más absoluto secreto y el propio Kull también pensaba que era preferible.

Brule se inclinó hacia el trono y bajó tanto la voz que ni siquiera los somnolientos servidores pudieron oírle.

—No tardarán en golpear, Kull. Hace un momento Ka-nu me ha hecho un discreto signo. Los sacerdotes saben que estamos al tanto de su complot, naturalmente, pero ignoran exactamente lo que sabemos. Debemos estar dispuestos a cualquier acción por su parte. A partir de ahora, Ka- nu y los jefes pictos estarán al alcance de la voz hasta que este asunto, de un modo u otro, haya terminado. ¡Ah, Kull, si esto se transforma en una buena batalla, las calles y las mansiones de Valusia rezumarán sangre escarlata!

Kull sonrió cruelmente. Recibiría con cruel alegría cualquier tipo de acción. Errar como lo estaba haciendo por un laberinto de ilusiones y magia no encajaba con su naturaleza. Ansiaba ardientemente un combate violento y el entrechocar de las espadas, la alegre libertad de la batalla. No tardaron en entrar de nuevo Tu y los demás consejeros en la Sala de Audiencias.

—Mi rey, la hora de nuestra reunión está cercana y estamos dispuestos a escoltarte hasta la Sala del Consejo.

Kull se levantó y los consejeros se fueron arrodillando mientras pasaba y avanzaba entre ellos. Después se levantaron tras él y le siguieron. Las cejas de fruncían al ver cómo el picto caminaba orgullosamente al lado del rey, pero nadie se atrevió a protestar. La mirada de desafío de Brule recorría los rostros impasibles de los consejeros con la innata arrogancia del salvaje. El grupo atravesó diversas habitaciones para desembocar, por fin, en la Sala del Consejo. Las puertas fueron cerradas, como era costumbre, y los consejeros se dispusieron, según el protocolo, frente al estrado en que se erguía su monarca. Como una estatua de bronce, Brule se colocó a espaldas de Kull. Kull echó un rápido vistazo por toda la sala. No parecía haber allí ningún signo de traición. Diecisiete consejeros se encontraban en la sala, todo conocidos suyos; y todos habían abrazado su causa cuando subió al trono.

—Hombres de Valusia... —empezó diciendo, convencionalmente; pero se silenció, intrigado. Todos los consejeros se habían levantado como un solo hombre y avanzaban hacia él. Sus caras no reflejaban ninguna hostilidad, pero sus actos eran raros para hacerlos en la Sala del Consejo. La primera fila estaba muy cerca de él cuando Brule saltó hacia adelante con la agilidad de un leopardo que se lanza a la carga.

—¡Ka nama kaa lajerama! —Su voz retumbó en el siniestro silencio de la sala y el más cercano de los cortesanos retrocedió, llevándose la mano rápidamente hacia sus ropajes. Como un resorte que se dispara, Brule lanzó una estocada y el hombre se empaló en la centelleante espada del picto. Se derrumbó a tierra y allí quedó, inmóvil. Su cara no tardó en convertirse en algo flácido que se disipaba, revelando la cabeza de una gran serpiente.
—¡Mátalos, Kull! —dijo la áspera voz del picto—. ¡Todos son hombres-serpiente!

Lo que siguió pareció una pesadilla escarlata. Kull vio que los rostros familiares se ablandaban y se disipaban como la bruma, siendo reemplazados por horribles caras reptilescas y gesticulantes mientras el grupo de enemigos se lanzaba sobre ellos. Su mente estaba dominada por el vértigo, pero su cuerpo de gigante no dudó. El canto de su espada llenó la habitación y la marea que se volcaba sobre él se convirtió en una ola roja. Se lanzaron hacia adelante, aceptando el sacrificio de sus vidas para poner fin a la del rey. Odiosas mandíbulas se abrían frente a él; ojos terribles luchaban con los suyos con resuelto mirar; un abominable olor fétido se extendió por la sala —el olor de la serpiente que Kull ya había respirado en las junglas del sur. Espadas y dagas saltaban hacia él y Kull apenas se daba cuenta de cómo le laceraban y herían. Pero Kull estaba en su elemento; era la primera vez que se enfrentaba a enemigos tan siniestros, pero aquello poco importaba. Vivían, sus venas contenían sangre que podía derramarse y morían cuando su espada les hundía el cráneo o les traspasaba el cuerpo. Estocadas y fintas... ataques súbitos y molinetes, sin embargo, K.ull habría muerto de no ser Por el hombre que luchaba junto a él, parando golpes y contraatacando. Pues el rey, evidentemente, estaba loco de furia, borracho de batalla, y combatía del terrible modo en que lo hacían los atlantes, sin preocuparse de la muerte y dejándose llevar por sus deseos frenéticos de eliminar las filas enemigas. Ni siquiera intentaba evitar los tajos. Erguido en todo su esplendor, luchaba incesantemente, lanzándose hacia adelante; dominada su mente por la locura homicida, sólo albergaba un pensamiento: matar. Kull podría haber olvidado raramente su oficio de combatiente, pero en aquellos momentos, guiado por su más primitivo furor, rota alguna cadena en las profundidades de su alma, se había visto sumergido en la oleada rojiza de su ira sanguinaria. Con cada ataque, mataba a un enemigo, pero continuaban desbocándose sobre él y, de vez en cuando, Brule apartaba el golpe que le habría matado infaliblemente, manteniéndose siempre junto a Kull, parando y apartando las hojas con fría habilidad. No mataba, como hacía Kull, con furiosas estocadas en el curso de brutales asaltos, sino con golpes precisos y certeros lanzados metódicamente.

Kull rió demencialmente. Las caras terribles giraban a su alrededor en el seno de una luminosidad escarlata. Sintió que el acero se hundía en su brazo y abatió la espada con un giro relampagueante. La hoja partió en dos a su adversario, rajándole hasta el esternón. Luego las brumas se disiparon y el rey vio que no quedaban más que Brule y él mismo alzándose por encima de un montón de formas siniestras y escarlatas que yacían desmadejadas por el suelo.

—¡Valka! ¡Qué batalla! —exclamó Brule enjugándose la sangre que le cubría los ojos—. Kull, si hubieran sido guerreros acostumbrados a manejar la espada, habríamos muerto. Pero estos sacerdotes-serpiente no conocen nada del arte de la lucha y mueren más fácilmente que los hombres a quienes he matado hasta ahora. ¡Sin embargo, si hubieran sido más numerosos creo que esta historia habría acabado de otra manera!

Kull agachó la cabeza. La locura furiosa y el frenético deseo de matar habían desaparecido de su interior, dejándole dominado por una sensación de enorme ofuscación y cansancio. La sangre le corría por numerosas heridas en el pecho, hombros, brazos y piernas. Brule también sangraba por una veintena de heridas y le dirigió al rey una inquieta mirada.

—Mi señor Kull, ven. Tus heridas deben ser vendadas lo antes posible por las mujeres.
Kull le apartó con un borracho movimiento de su poderoso brazo.
—No. Ya nos ocuparemos de eso cuando haya acabado por completo con este asunto. Tú puedes ir; haz que te curen las heridas. Te lo ordeno.
El picto soltó una carcajada furiosa.
—Tus heridas son más numerosas que las mías, mi rey —empezó diciendo. Pero calló como si una súbita idea hubiera atravesado su mente—. ¡Por Valka! ¡Kull, esta no es la Sala del Consejo!
Kull miró a su alrededor y, rápidamente, otras brumas parecieron disiparse.
—No. Estamos en la misma sala en que Eallal fue muerto hace ya mil años... ¡Desde entonces no se utiliza y se la llama la Cámara Maldita!
—¡Entonces, por los dioses, finalmente, nos han engañado! —exclamó Brule, dominado por el furor y golpeando con el pie los cadáveres inmóviles tirados por el suelo—. ¡Hemos caído en su trampa como imbéciles! Con sus artes mágicas han cambiado la apariencia de todas las cosas...
—En ese caso, hemos terminado con sus sortilegios —dijo Kull—, pues, si hay verdaderos hombres entre los consejeros de Valusia, deben estar reunidos en la verdadera Sala del Consejo en estos precisos momentos. ¡Sígueme, aprisa!

Dejaron la habitación con sus siniestros ocupantes, avanzando por corredores aparentemente abandonados. No tardaron en llegar ante la verdadera Sala del Consejo. ¡Kull se inmovilizó y un horrible estremecimiento le recorrió! En la Sala del Consejo alguien hablaba con voz tenante... ¡una voz que era la suya propia! Con mano temblorosa apartó los cortinajes y echó una mirada a la habitación. Los consejeros, fieles réplicas de los hombres a quienes él y Brule acababan de matar, estaban sentados en la Sala y en el estrado se hallaba Kull, rey de Valusia. Retrocedió, con la mente dominada por un repentino mareo.

—¡Es demencial! ¿Acaso soy yo Kull? Del que está en el estrado o de mí mismo... ¿cuál es en verdad el verdadero Kull? ¿Seré una sombra... una quimera?
La mano de Brule, apretándole el hombro y sacudiéndole violentamente, le hizo recobrar el sentido.
—¡En nombre de Valka, no seas estúpido! ¿Cómo puedes sorprenderte después de todo lo que hemos visto? ¿No comprendes que esos son verdaderos hombres, embrujados por un hombre-serpiente que ha tomado tu apariencia, como los otros tomaron la de tus consejeros? A esta hora deberías estar muerto y el monstruo que ves reinaría en tu lugar sin que sospechasen nada quienes se inclinan ante él. Salta y mata rápidamente, pues, si no, estamos perdidos. Los Asesinos Rojos, verdaderos hombres, están cerca de él, y sólo tú eres capaz de llegar hasta él y matarle. ¡Actúa sin más tardanza!

Kull consiguió sobreponerse a la turbación que le invadía y echó la cabeza hacia atrás, con aquel movimiento de desafío que le era característico. Inspiró larga y hondamente, como un nadador antes de sumergirse en el mar; luego, apartando bruscamente las colgaduras, se lanzó hacia el estrado y lo alcanzó con un único salto poderoso. Brule había dicho la verdad. Cerca del hombre-serpiente se encontraban los Asesinos Rojos, combatientes entrenados para golpear tan rápidamente como el leopardo; cualquiera que no hubiese sido Kull habría muerto antes de poder llegar hasta el usurpador. Pero al ver a Kull, idéntico al hombre que se hallaba cerca de ellos sobre el podio, los Asesinos Rojos se quedaron clavados en sus puestos, absortos... sólo un instante, pero lo suficiente para el rey bárbaro. El que se encontraba sobre el estrado quiso desenvainar la espada, mas, justo cuando sus dedos se cerraban sobre el pomo, la hoja de Kull se hundió en su cuerpo, sobresaliéndole entre las vértebras. La criatura que los consejeros habían tomado por el rey se derrumbó hacia adelante. Cayó a los pies de la tarima y se quedó tendida en el suelo, inmóvil.

—¡Esperad! —Kull levantó una mano y la voz real detuvo en seco el impulso de los guardianes que se abalanza han sobre él. Y, mientras se detenían turbados, Kull señaló con el dedo a la criatura que yacía a sus plantas... la criatura cuyo rostro se disipaba para ser reemplazado por la monstruosa cabeza de una serpiente. Retrocedieron atemorizados y, mientras Brule entraba por una de las puertas, Ka-nu lo hizo por otra.
Estrecharon las ensangrentadas manos del rey y fue Ka-nu quien primero habló.
—Hombres de Valusia, vuestros ojos no os han equivocado y tenéis toda la razón. Este es el verdadero Kull, el rey más grande que haya conocido Valusia. El poder de la Serpiente se ha despedazado y sois hombres verdaderos. Rey Kull, ¿alguna orden?
—Recoged esta basura —dijo el rey. Los hombres de la guardia se apoderaron de la muerta criatura—. Ahora, seguidme —dijo el rey; y, precediéndoles, les condujo hasta la Cámara Maldita. Brule, echando una inquieta mirada a su monarca, le ofreció el sostén de su brazo, pero Kull lo rechazó.

La distancia le pareció infinita al rey cubierto de sangre, pero, por fin, llegó hasta el umbral de la puerta y rió duramente al escuchar las horrorizadas exclamaciones de sus consejeros. Siguiendo sus órdenes, los guardias arrojaron el cadáver que habían transportado al interior de la cámara, junto con los demás, y, haciendo un signo a todo el mundo para que se retirase, Kull dejó el último la cámara, cerrando la puerta a sus espaldas. Se tambaleó, mareado. Las caras se volvieron hacia él, lívidas y llenas de preguntas. Luego giraron y se confundieron en una bruma espectral. Sintió que la sangre de sus heridas le corría por el cuerpo y comprendió que lo que tenía que hacer había de hacerlo entonces o nunca. La espada siseó al salir de la funda.

—Brule, ¿estás a mi lado?
—¡Sí! —La cara de Brule le miraba a través de la niebla. Estaba junto a él, pero la voz del lancero resonaba en sus oídos como si estuviera a leguas y eones de distancia.
—Recuerda tu juramento, Brule. Ahora, diles que retrocedan.

Se hizo sitio con el brazo izquierdo mientras blandía la espada. Luego, con todas las fuerzas que le quedaban, mientras disminuía su poder velozmente, la clavó en el montante de la puerta, hundiendo el arma hasta la guarda, sellando la cámara para siempre. Con las piernas separadas, titubeando como un borracho, se enfrentó a los consejeros dominados por el terror.

—Que esta cámara sea doblemente maldita. Que estos esqueletos se queden ahí para siempre... como símbolo de la moribunda potencia de la Serpiente. En este instante, hago el juramento de perseguir a los hombres-serpiente de un continente a otro, a través de los mares, sin cesar hasta que todos ellos hayan perecido, hasta que el Bien se los lleve y las fuerzas de las Tinieblas hayan sido arrasadas. Yo lo juro... yo... Kull... rey... de... Valusia.

Las piernas se negaron a seguir sosteniéndole. Las caras bailaron y giraron. Los consejeros se lanzaron hacia él pero, antes de que pudieran alcanzarle, Kull cayó lentamente a tierra y se quedó inmóvil en el suelo, con el rostro vuelto hacia el techo. Los consejeros se amontonaron alrededor del derrumbado monarca, hablando y cotorreando. Ka-nu les apartó con los puños, lanzando salvajes juramentos.

—¡Retroceded, insensatos! ¿Queréis sofocarle, quitarle la poca vida que todavía le queda? —le dijo al guerrero que se inclinaba sobre Kull.
—¿Muerto? —Brule refunfuñó despectivamente—. No se mata tan fácilmente a un hombre como él. La falta de sueño y la pérdida de sangre le han debilitado mucho... por Valka, tiene una veintena de heridas graves, pero ninguna es mortal. Sin embargo, que esos locos que no hacen más que hablar hagan venir, lo antes posible a las mujeres de la corte. Los ojos de Brule brillaban feroces y altaneros.
—¡Valka! Ka-nu, ignoraba que existiera un hombre como él en estos tiempos decadentes. Algún día se pondrá en pie y, entonces, ¡que los hombres-serpiente del mundo entero se guarden de Kull de Valusia. ¡Valka! ¡Será una caza sin precedentes! Oh, veo largos de años prosperidad para el mundo con el un rey como el nuestro en el trono de Valusia.


El pozo de las lamentaciones. M.R. James (1862-1936)

En el año 19... el grupo de scouts de un colegio de renombre tenía entre sus miembros a dos chicos llamados respectivamente Arthur Wilcox y Stanley Judkins. Eran de la misma edad, se alojaban en la misma casa, estaban en la misma sección, y como es natural formaban parte de la misma patrulla. Eran tan parecidos físicamente que causaban desasosiego, contrariedad y hasta irritación en los profesores que les trataban. Pero ¡qué diferente era el hombre, o el niño, que llevaban dentro! Fue a Arthur Wilcox a quien dijo el director alzando los ojos con una sonrisa al entrar el chico en el despacho: «¡Caramba, Wilcox, como sigas aquí mucho tiempo vas a hacer quebrar el fondo para premios! Toma, aquí tienes esta lujosa edición de la Vida y obras del obispo Ken; y con ella, mi sincera enhorabuena a ti y a tus excelentes padres».

Fue a Wilcox también a quien el secretario vio cruzar el campo de deportes, y deteniéndose un momento en su paseo, comentó al vicesecretario: «¡Ese muchacho tiene una cabeza notable!» «Desde luego —dijo el vicesecretario—. Lo cual denota genialidad o hidrocefalia».

Como scout, Wilcox ganaba todas las medallas y lazos por los que competía: el Lazo de Cocina, el Lazo de Confección de Mapas, el Lazo de Salvamento, el Lazo de recopilar noticias de periódico, el Lazo de no dar portazos al salir de clase, y muchos más. En cuanto al Lazo de Salvamento, puede que diga unas palabras cuando hable de Stanley Judkins. No debe sorprenderles que el señor Hope Jones añadiera un verso especial a cada canción suya en alabanza de Arthur Wilcox, ni que se le saltaran las lágrimas al jefe de estudios al entregarle la Medalla de Buena Conducta en su elegante estuche color burdeos, medalla que se le había concedido por votación unánime de la Clase de Tercero. ¿He dicho unánime? No es verdad. Hubo un disidente, el Judkins más joven, que dijo que tenía fundadas razones para hacer lo que hacía. Al parecer compartía habitación con el mayor. Tampoco debe sorprenderles que años después Arthur Wilcox fuese el primero —y hasta ahora el único— en ser nombrado capitán de los internos y los externos, ni de que la tensión de atender a sus obligaciones en ambos frentes, unida al trabajo normal de clase, fuera tan agotadora que el médico de cabecera le prescribiese la absoluta necesidad de seis meses de completo descanso, seguidos de un viaje alrededor del mundo.

Sería ameno seguir los pasos por los que llegó a las prodigiosas alturas que hoy ocupa; pero dejemos de momento a Arthur Wilcox. El tiempo apremia, y debemos abordar un asunto muy diferente: la carrera de Stanley Judkins: el Judkins mayor. Stanley Judkins, como Arthur Wilcox, llamaba la atención de las autoridades académicas, aunque de muy distinta manera. Fue a él a quien dijo el jefe de estudios con una sonrisa que no tenía nada de alentadora: «Qué, Judkins, ¿otra vez? Tira un poco más de la cuerda, y tendrás motivos para lamentar haber entrado en este centro. ¡Toma, y toma, y toma! ¡Y considera una suerte no haberte ganado esto y esto!» Fue en Judkins en quien el secretario tuvo motivo de fijarse también cuando cruzaba el campo de deportes, al darle en el tobillo una pelota de cricket que llevaba bastante fuerza y gritarle una voz a cierta distancia: «¡Gracias por pararla!» «¡Creo —dijo el secretario deteniéndose un instante a frotarse el tobillo— que ese chico debería molestarse en venir a recoger en persona la pelota!» «Por supuesto —dijo el vicesecretario—; y como se ponga a mi alcance haré que se lleve algo más».

Como scout, Stanley Judkins no consiguió más lazos que los que pudo sustraer a los miembros de otras patrullas. En el concurso de cocina le sorprendieron intentando introducir petardos en el horno de los competidores de al lado. En el de costura, consiguió coser firmemente a dos chicos, con resultados catastróficos cuando trataron de levantarse. Para el lazo de aseo fue descalificado porque durante la clase del 24 de junio, día bastante caluroso, no fue posible disuadirle de tener los dedos metidos en el tintero para refrescárselos. Por cada papel que recogía tiraba seis pieles de plátano o de naranja. Cuando las ancianas le veían acercarse le pedían con lágrimas en los ojos que por favor no se empeñase en cruzarles el cubo de agua al otro lado de la calle; sabían demasiado bien cuál era la consecuencia inevitable. Pero fue en el concurso de salvamento donde la conducta de Stanley Judkins se reveló más reprobable y tuvo más serias repercusiones. Como saben, el ejercicio consistía en arrojar a un chico de un curso inferior y de una estatura conveniente, vestido y atado de pies y manos, en el sitio más hondo de la presa del Cuco, y cronometrar el tiempo que cada scout tardaba en rescatarle. Siempre que Stanley Judkins había participado en esta competición había sufrido un calambre en el momento crucial que le había hecho caer rodando al suelo y empezar a gritar de manera alarmante. Esto naturalmente apartaba la atención de los presentes del niño que estaba en el agua, y de no haber estado allí Arthur Wilcox el número de muertes en esta prueba habría sido realmente abultado. Ante tal situación, el jefe de estudios decidió cortar por lo sano y suprimir la competición. En vano el señor Beasley Robinson alegó que en cinco competiciones sólo se habían ahogado cuatro de los niños arrojados al agua; el jefe de estudios dijo que era el último en querer interferir poco ni mucho en las actividades de los scouts, pero que tres de los ahogados eran miembros valiosos de su coro, y tanto él como el doctor Ley consideraban que el extravío que habían ocasionado estas pérdidas pesaba más que el beneficio de la competición. Además, la correspondencia con los padres de estos chicos se había vuelto embarazosa, incluso penosa: ya no se conformaban con la notificación impresa que se les solía remitir, y más de uno se había presentado en Etony había acaparado gran cantidad de su precioso tiempo con sus quejas. Así que la prueba de salvamento es hoy cosa del pasado.

En resumen, Stanley Judkins no era un orgullo para los scouts, y más de una vez se había pensado en comunicarle que ya no eran necesarios sus servicios; medida que el señor Lambart defendió con calor. Pero al final se impusieron criterios más suaves, y se decidió darle una nueva oportunidad. Y así, le encontramos al principio de las vacaciones del verano de 19... en el campamento que tienen los scouts en la hermosa comarca de W (o X) del condado de D (o Y). Era una mañana radiante, y Stanley Judkins y un par de amigos —porque aún los tenía— tomaban el sol en lo alto de la colina. Stanley estaba boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos, mirando a la lejanía.

—Me pregunto qué lugar será aquél —dijo.
—¿Cuál? —dijo uno de los otros.
—Aquella especie de arbolado que hay allá en mitad del campo.
—¿Eh? ¡Ah! ¡Vete a saber!
—¿Para qué quieres saberlo? —dijo el otro.
—No sé; me atrae. ¿Cómo se llama? ¿Tenéis un mapa? —dijo Stanley—. ¿Y os consideráis scouts?
—Aquí tengo uno —dijo Wilfred Pipsqueak, siempre previsor—; y viene señalado. Pero tiene un círculo rojo alrededor. No podemos ir.
—¿A quién le importan los círculos rojos? —dijo Stanley—. Pero en este mapa no pone cómo se llama.
—Bueno, pregúntaselo a ese vejestorio, si tantas ganas tienes de saberlo.
El «vejestorio» era un pastor que acababa de subir y estaba de pie detrás de ellos.
—Buenos días, señoritos —dijo—; un tiempo que ni pintado para disfrutar ahí al sol, ¿eh?
—Sí, muchas gracias —dijo Algernon de Montmorency con innata cortesía—.¿Podría decirnos cómo se llama aquel arbolado de allá? ¿Y qué es aquello que se ve en medio?
—Claro que puedo —dijo el pastor—: aquello es el «Pozo de las Lamentaciones». Pero no tienen por qué asustarse.
—¿Entonces es un pozo? —dijo Algernon—. ¿Quién lo utiliza? El pastor se echó a reír.
—¡Dios nos libre! —dijo—; no hay un pastor ni una oveja en todo este contorno que usen el Pozo de las Lamentaciones; ni lo han usado desde que yo estoy en el mundo.
—Bueno, pues ese récord se rompe hoy —dijo Stanley Judkins—: porque ahora mismo voy a ir a traer un poco de agua para el té.
—¡Por Dios, señorito —dijo el pastor con voz asustada—, no hable así! ¿No les han advertido los maestros que no deben ir allí? Pues es lo primero que tenían que haber hecho.
—Sí, nos han advertido —dijo Wilfred Pipsqueak.
—¡Calla, borrico! —dijo Stanley Judkins—. ¿Qué le pasa al pozo? ¿No es buena el agua? En ese caso se hierve y en paz.
—Yo no sé si le pasa algo al agua o no —dijo el pastor—. Lo que sé es que mi perro no cruzaría ese campo; y yo tampoco, desde luego. Ni nadie con dos dedos de frente.
—Allá ellos —dijo Stanley Judkins, con repentina grosería—. ¿Ha sufrido alguien algún daño al ir allí? —añadió.
—Tres mujeres y un hombre —dijo el pastor gravemente—. Háganme caso: yo conozco este campo y ustedes no. Y una cosa les puedo asegurar: en los últimos diez años no ha entrado a pastar ni una sola oveja, ni se ha sacado de él una sola cosecha... Y eso que la tierra es buena. Desde aquí pueden ver bastante bien cómo está lleno de zarzas y maleza de toda clase. Veo que tiene usted anteojos —dijo a Wilfred Pipsqueak—; con ellos lo puede ver.
—Sí —dijo Wilfred—; pero veo senderos. Alguien debe de cruzarlo de cuando en cuando.
—¿Senderos? —dijo el pastor—. ¡Ya lo creo! Cuatro: de tres mujeres y un hombre.
—¿Qué quiere decir con eso de tres mujeres y un hombre? —dijo Stanley, volviéndose por primera vez a mirar al pastor (había estado hablando de espaldas a él hasta este momento: era un maleducado).
—¿Que qué significa? Pues lo que digo: que son de tres mujeres y un hombre.
—¿Quiénes son? —preguntó Algernon—. ¿Por qué van allí?
—A lo mejor queda alguien que les pueda decir quiénes eran —dijo el pastor—; pero murieron antes de que naciese yo. Y por qué siguen yendo allí es algo que nadie de carne y hueso les puede decir. Yo lo único que he oído contar es que no fueron buena gente.
—¡Por san Jorge, qué historia más extraña! —murmuraron Algernon y Wilfred.
Pero el comentario de Stanley fue insolente y mordaz:
—¡Vaya, no irá a decir que son fiambres! ¡Qué idiotez! Ustedes deben de ser una panda de bobos para creerse eso. ¿Quién los ha visto, si se puede saber?
—Yo los he visto, señorito —dijo el pastor—. Los he visto de cerca desde aquella loma; y mi perro, si hablara, podría decirles que los ha visto también: a eso de las cuatro de la tarde, un día como éste. Los vi asomar por detrás de los arbustos, levantarse, y echar a andar despacio por esos senderos, hacia el arbolado donde está el pozo.
—¿Y cómo eran? ¡Cuéntenos! —preguntaron ansiosamente Algernon y Wilfred.
—No eran más que andrajos y huesos los cuatro; andrajos volanderos y huesos blanquecinos. Casi me parecía oír cómo chascaban al andar. Caminaban despacio, y mirando a un lado y a otro.
—¿Cómo eran sus caras? ¿Las pudo ver?
—No se puede decir que fueran caras —dijo el pastor—. Lo que sí vi es que tenían dientes.
—¡Dios! —dijo Wilfred—; ¿y qué hicieron al llegar a los árboles?
—Eso no se lo puedo decir —dijo el pastor—. No estaba yo como para quedarme a mirar; y aunque lo hubiese estado, tenía que buscar a mi perro: ¡se había ido! Nunca me había dejado; pero había desaparecido. Y cuando al final di con él, estaba tan trastornado que ni me conocía; parecía como a punto de saltarme al cuello. Pero me puse a hablarle, y al rato reconoció mi voz, y se me acercó arrastrándose como el niño que pide perdón. No quiero volver a verle así; ni a ningún otro perro.

El perro, que se había acercado y se estaba haciendo amigo de todos, miró a su amo con expresión de conformidad con todo lo que decía. Los chicos meditaron unos momentos lo que acababan de oír, y seguidamente dijo Wilfred:

—¿Y por qué se llama el Pozo de las Lamentaciones?
—Si estuviese usted por aquí una noche cualquiera de invierno, no preguntaría por qué —fue todo lo que dijo el pastor.
—Bueno; yo no me creo una palabra de todo eso —dijo Stanley Judkins—; y voy a ir allí a la primera ocasión; maldito si no voy.
—Entonces ¿no me va a hacer caso? —dijo el pastor—. ¿Ni a sus maestros, que le han advertido que no vaya? Vamos, señorito, seguro que tiene un poco de sentido común. ¿Por qué iba yo a contarles una sarta de mentiras? A mí me importa un bledo que se meta nadie en ese campo; pero no tendría gracia ver cómo cae un joven en la flor de la vida como usted.
—Para mí que le importa bastante más —dijo Stanley—; para mí que destila allí whisky o algo por el estilo y quiere mantener alejada a la gente. Y digo que son bobadas. Venga chicos, vámonos.

Y emprendieron el regreso. Los otros dos dieron las buenas tardes y las gracias al pastor, pero Stanley no dijo nada. El pastor se encogió de hombros y se quedó mirándoles con tristeza mientras se alejaban. Camino del campamento sostuvieron una viva discusión sobre el particular en la que los amigos le dijeron a Stanley, con toda la claridad de que fueron capaces, la insensatez que cometería si iba al Pozo de las Lamentaciones.

Esa noche el señor Beasley Robinson preguntó, entre otras cosas, si todos los mapas tenían marcado el círculo rojo. «Tened mucho cuidado de no penetrar en él», dijo.
Varias voces —entre ellas la gruñona de Stanley Judkins— exclamaron:

—¿Por qué no, señor?
—Porque no —dijo el señor Beasley Robinson—; y si no os parece razón suficiente, lo siento —se volvió, dijo algo en voz baja al señor Lambart, y añadió a continuación—:sólo os diré esto: se nos ha pedido que os advirtamos a todos que os mantengáis alejados de ese campo. El pueblo ha tenido la amabilidad de dejarnos acampar aquí y lo menos que podemos hacer es complacerles. Supongo que estaréis de acuerdo conmigo.

Todo el mundo dijo «¡Sí, señor!» menos Judkins, a quien se oyó murmurar: «¡Les va a complacer su tía!»

Al día siguiente, a primera hora de la tarde, se oyó el siguiente diálogo:
—Wilcox, ¿estáis todos en la tienda?
—¡No, señor; falta Judkins!
—¡Ese muchacho es el incordio más grande que ha dado el mundo! ¿Dónde diablos está?
—No tengo ni idea, señor.
—¿Lo sabe alguien?
—Señor, no me extrañaría que hubiera ido al Pozo de las Lamentaciones.
—¿Quién ha hablado? ¿Pipsqueak? ¿Qué es el Pozo de las Lamentaciones?
—Señor, es el lugar del campo que... Bueno, está en medio de un grupo de árboles, en un campo baldío.
—¿Te refieres al marcado con el círculo? ¡Válgame Dios! ¿Qué te hace pensar que ha ido allí?
—Bueno, ayer tenía unas ganas tremendas de verlo; estuvimos hablando con un pastor que nos contó un montón de cosas sobre ese pozo, y nos aconsejó que no fuéramos allí. Pero Judkins no le creyó y dijo que iba a ir.
—¡El muy pollino! —dijo el señor Hope Jones—. ¿Se ha llevado algo?
—Sí, creo que ha cogido una cuerda y una lata. Le hemos dicho que era una insensatez.
—¡Pequeño bruto! ¿Qué demonios se propone con esa clase de pertrechos? Bueno, venid conmigo los tres; vamos a buscarle. ¿Por qué no podrá la gente cumplir las órdenes más sencillas? ¿Qué es lo que os contó ese hombre? No, esperad; me lo contaréis por el camino.

Y se pusieron en marcha: Algernon y Wilfred hablando deprisa y los otros dos escuchando con creciente preocupación. Por fin llegaron a la loma que dominaba el campo al que se había referido el pastor el día antes. Desde aquí se dominaba todo el paraje: se veía el pozo en medio de una maraña de abetos torcidos y nudosos, y los cuatro senderos que serpeaban entre maleza y espinos. Era un día de calor tembloroso. El mar parecía una lámina de metal. No se notaba el más pequeño soplo de viento. Cuando llegaron arriba estaban los cuatro agotados, y se dejaron caer en la hierba caliente.

—Aún no se le ve —dijo el señor Hope Jones—; pero debemos descansar un poco.
Vosotros estáis rendidos... y yo no digamos. Mirad bien —prosiguió un momento después—. Me ha parecido ver que se movían los arbustos.
—Sí —dijo Wilcox—; yo también. ¡Allí!... No; no puede ser él. Pero son varios, que han asomado la cabeza, ¿verdad?
—También a mí me lo ha parecido; pero no estoy seguro.
Callaron un momento. A continuación:
—Aquél sí es; seguro —dijo Wilcox—. Está saltando la cerca. ¿Lo ve? Lleva una cosa brillante. Es la lata que decías que ha cogido.
—Sí, es él; va derecho hacia los árboles —dijo Wilfred.
En ese instante Algernon, que había estado observando con toda el alma, profirió una exclamación.
—¿Qué es eso que avanza a cuatro patas por el sendero? Pero si es... ¡una mujer! ¡Ah, no dejéis que la vea! ¡No lo permitáis! —y se arrojó al suelo, y trató de esconder la cabeza en la hierba.
—¡Basta! —gritó el señor Hope, aunque en vano—. Escuchad —dijo—: voy a bajar yo. Tú no te muevas de aquí Wilfred, y atiende a ése. Wilcox, tú ve lo más ligero que puedas al campamento y trae ayuda.

Echaron a correr los dos. Wilfred se quedó a solas con Algernon, haciendo lo posible por calmarle, aunque él no estaba mucho más entero. De cuando en cuando miraba hacia el campo; observó cómo el señor Hope Jones se aproximaba a la cerca; y de repente, sorprendentemente, se detuvo, miró hacia arriba y a su alrededor, ¡y se alejó deprisa en ángulo! ¿Cuál podía ser el motivo? Escrutó el campo, y descubrió una figura terrible... un ser envuelto en harapos negros entre los que asomaban unos bultos blancuzcos; la cabeza, en lo alto de un cuello largo y delgadísimo, la tenía medio oculta en una especie de cofia oscura sin forma definida. El ser agitaba sus brazos delgados en dirección al señor Hope Jones, que acudía a rescatar a Stanley, como para ahuyentarle.

Y entre las dos figuras, el aire parecía estremecerse y temblar como jamás había visto Wilfred. Y mientras miraba, empezó a experimentar una especie de ofuscamiento y sensación ondulante en el cerebro, lo que le hizo pensar en el efecto que tendría en alguien que estuviese más cerca de su radio de influencia. Miró a lo lejos, y descubrió a Stanley Judkins que avanzaba deprisa hacia el arbolado, a la manera característica de los scouts: mirando dónde ponía los pies para no pisar ramitas que chascasen ni engancharse en las zarzas. Aunque no veía nada, estaba claro que recelaba alguna clase de emboscada, y procuraba avanzar sin hacer ruido. Wilfred vio eso, y algo más también. El corazón se le paralizó de súbito al descubrir a alguien apostado entre los árboles, y a otro ser —otra figura oscura y horrenda— que caminaba despacio por el sendero del otro lado del campo, a la vez que miraba a un lado y a otro tal como había descrito el pastor. Y lo peor: vio surgir una cuarta figura —ésta era inequívocamente un hombre— de los arbustos, unas yardas más atrás del pobre Stanley, y dirigirse trabajosamente hacia el sendero. La desventurada víctima tenía cortada la retirada por los cuatro costados.

Wilfred no sabía qué hacer. Agarró a Algernon y lo sacudió.
—¡Levántate! —dijo—. ¡Grita! Grita con todas tus fuerzas. ¡Ah, ojalá tuviera aquí un silbato!
Algernon se animó.
—Hay uno —dijo—; el de Wilcox. Debe de habérsele caído.

Y mientras el uno gritaba el otro tocaba el silbato. El alboroto se propagó por el aire inmóvil. Lo oyó Stanley: se detuvo. Dio la vuelta, y entonces se oyó un grito más penetrante y espantoso que los que los chicos proferían desde la colina. Fue demasiado tarde. La figura agazapada detrás saltó sobre Stanley y lo agarró por la cintura. La otra figura espantosa que se había detenido y agitaba los brazos empezó a hacer gestos de alegría. La que acechaba entre los árboles salió trabajosamente, y extendió los brazos también como para agarrar a alguien que fuese a su encuentro; y la cuarta, más distante, aceleró el paso moviendo la cabeza con jubiloso asentimiento. Los chicos lo presenciaban todo en medio de un silencio tremendo, y apenas podían respirar mientras veían el horrible forcejeo entre el hombre y su víctima: Stanley golpeaba con la lata, única arma de que disponía. Saltó el ala rota del sombrero que llevaba el ser aquél, y quedó al descubierto una calavera blancuzca con unas manchas negras que podían ser mechones de cabello. Entretanto, una de las mujeres había llegado al lugar de la lucha y tiraba de la cuerda que Stanley llevaba colgada al cuello. Le dominaron en seguida entre los dos: cesaron al punto los gritos espantosos, y un momento después se internaron entre los abetos y se perdieron de vista los tres.

Sin embargo, por un momento pareció que iba a llegarle el rescate: el señor Hope Jones, que regresaba hacia ellos, se detuvo de repente, se volvió, se frotó los ojos, y echó a correr otra vez hacia el campo. Y más aún: miraron los chicos hacia atrás, y vieron no sólo a un grupo de figuras procedentes del campamento y que acababan de coronar la loma vecina, sino también al pastor que subía deprisa a donde ellos estaban. Le hicieron señas, le gritaron, corrieron unas yardas hacia él y luego volvieron a subir. El pastor aceleró el paso.

Los chicos miraron otra vez en dirección al campo. No veían nada. ¿O había algo entre los árboles? ¿Por qué había como una bruma en el arbolado? El señor Hope Jones había saltado la cerca y se internaba en los arbustos. El pastor se detuvo jadeante al llegar a donde estaban ellos. Los chicos fueron a su encuentro y se agarraron a sus brazos.

—¡Lo han cogido! ¡Lo tienen en los árboles! —era cuanto podían decir, y lo repetían una y otra vez.
—¿Qué? ¿Me están diciendo que ha ido allí a pesar de lo que le dije ayer? ¡Pobre muchacho!

Habría dicho más, pero sonaron otras voces: había llegado el grupo de rescate del campamento. Intercambiaron unas palabras atropelladas, y echaron todos a correr cuesta abajo. Nada más entrar en el campo se encontraron con el señor Hope Jones. Llevaba al hombro el cadáver de Stanley Judkins. Lo acababa de descolgar de una rama, donde lo encontró balanceándose. No había una sola gota de sangre en su cuerpo.

Al día siguiente el señor Hope Jones salió con un hacha dispuesto a talar los árboles y quemar todos los arbustos del campo. Regresó con un serio corte en la pierna y el mango del hacha roto. No pudo encender fuego, ni hacer la más pequeña mella en ninguno de los árboles.

He oído decir que la actual población del campo donde se halla el Pozo de las Lamentaciones consta de tres mujeres, un hombre y un niño. La impresión que sufrieron Algernon de Monmorency y Wilfred Pipsqueak fue enorme. Los dos se vieron obligados a abandonar el campamento inmediatamente; y el suceso sumió a los que se quedaron en una honda —aunque pasajera— melancolía. Uno de los primeros en recobrar el ánimo fue el Judkins más joven. Ésta es, señores, la historia de la carrera de Stanley Judkins, y de una parte de la carrera de Arthur Wilcox. Creo que no se había contado hasta hoy. Si tiene moraleja, espero que se vea claramente: si no, no sé cómo remediarlo.