La panadería Backshop era como todas las de la cadena, una franquicia, lista para abrir sus puertas, unos pocos metros cuadrados pensados a conciencia. Todas las mañanas, un repartidor llevaba los productos congelados, que dejaba en recipientes de plástico verde en el pasillo del local, donde se iban descongelando despacio. Pasteles y herraduras de almendra recibían un baño de azúcar glas que se pegaba a los dedos. El café salía de una máquina de acero inoxidable con el rótulo «Especialidades de café. Dispensador automático» y que hacía unos ruidos infernales cuando cogía la leche. El panadero era gordo, de cara roja y manos pequeñas, los nudillos eran meras oquedades. En la tienda llevaba un delantal blanco con el logotipo de la empresa cosido cerca de los tirantes. Se movía con agilidad, pero el espacio que quedaba detrás del expositor era demasiado estrecho: el mostrador se le hincaba en la barriga, donde las migas de pan formaban una línea.
El panadero era del barrio, a la gente le caía bien. Tenía cuarenta y siete años. Cuando era joven se había hecho cargo de la gran pastelería y cafetería de su padre. Todo parecía ir bien, obtuvo la titulación pertinente, se casó y tuvo un hijo. La casa a las afueras de la ciudad era nueva, habían ido todos los fines de semana para comprobar la evolución de las obras y se habían imaginado cómo vivirían allí.
El día que todo cambió, el panadero llegó a casa antes que, de costumbre, quería darle una sorpresa a su mujer. Un hombre, más alto y delgado que él, de cabello claro, estaba en la entrada de la casa. El panadero lo conocía, trabajaba de dependiente en una tienda de muebles. El hombre se despidió y su mujer rio, parecía feliz, y entonces el panadero supo que lo había engañado. Después todo sucedió muy rápido. Cogió la pala, que seguía junto a la puerta porque la había utilizado en el jardín el fin de semana, y se la hundió en el cuello al hombre. El borde de la pala tenía tierra adherida, y el panadero pensó que ahora la tierra había pasado al cuerpo del hombre. A continuación, vio que del tajo del cuello manaba sangre, que iba a parar a la alfombra clara y formaba extraños dibujos. «Es
una alfombra muy cara —pensó—, demasiado cara para nosotros.» En la tienda de muebles su mujer había comentado lo bien que quedaría «esa pieza» en la entrada, y él le dio la razón, ya que le resultaba violento hablar de dinero delante del dependiente. «Recibidor», repetía su mujer al dependiente, no «entrada», como decía el panadero. Su mujer flirteaba con el dependiente y él se sintió estúpido, pero ahora tenía delante al dependiente en el suelo, y le faltaba un trozo de cuello. Finalmente, dejó de brotar sangre, y el panadero pensó que el dependiente se había vaciado del todo y que era una forma curiosa de morir.
El fiscal dijo más tarde en el juicio oral que aquello había sido un trágico error: el hombre no era el amante de su mujer, sólo había ido a medir el salón. El psiquiatra forense explicó que el panadero padecía un trastorno peligroso. Empleó numerosas expresiones que el panadero no entendió. De eso hacía mucho tiempo, y él ya no pensaba en ello.
Ahora, cuando no tenía clientes, solía sentarse con el dueño del quiosco enfrente de la tienda. Había sacado a la acera unas viejas sillas de madera. El panadero nunca hablaba mucho y sólo a veces se quejaba. En esas ocasiones, decía que en realidad él era maestro pastelero y que no le gustaba limitarse a meter productos congelados en los hornos eléctricos. Echaba de menos su pastelería, la de verdad, pero por lo menos así llegaba a fin de mes. El quiosquero asentía y no hacía preguntas. De todos modos, el panadero tampoco habría podido hablarle de los nueve años que había pasado en la cárcel, de los días grises, la espera, la soledad y todo lo demás.
Todas las mañanas salía a repartir panecillos a domicilio, ya que con la tienda sólo no ganaba lo suficiente. Tenía que ir a muchos sitios, y le llevaba más de dos horas despachar la tarea. La mayoría de sus clientes aún dormían. El panadero les dejaba las bolsas de papel en la puerta. Una vez se hacía con un cliente en un edificio, no tardaban en aparecer otros, ya que, cuando los dejaba en el pasillo, los panecillos aún estaban calientes y olían bien.
En un edificio de la Savignyplatz tenía ocho clientes. Le habían dejado una llave del portal. Todas las mañanas subía en ascensor al último piso y bajaba por la escalera, las bolsas de papel en la mano. En el segundo piso vivía una japonesa. Tenía pelo negro y ojos negros, y era muy delgada. El panadero la veía algunas veces, cuando ella volvía del conservatorio. En esas ocasiones, llevaba el estuche del violín y los labios pintados de rojo oscuro. Cuando él estaba sentado delante de la tienda, ella lo saludaba con la cabeza o le daba los buenos días, y siempre sonreía. Una vez a la semana entraba en la panadería para pagar los panecillos que él le dejaba delante de la puerta por la mañana. E intercambiaban dos o tres frases, sobre los estudios de ella o la huelga de los trenes de cercanías o el tiempo. Como él era incapaz de pronunciar su apellido, la chica le dijo que podía llamarla Sakura; su nombre de pila resultaba más fácil para los alemanes. El panadero se enamoró de ella.
Todas las noches pensaba en cómo decírselo, y finalmente se le ocurrió una idea. Era maestro pastelero, había ganado premios por sus tartas. A la mañana siguiente puso manos a la obra. Despejó la cocina y lo preparó todo. Sería una tarta de cinco pisos, algo muy distinto de las tartas convencionales que podían comprarse en cualquier sitio. Comenzó por las columnas que colocaría entre piso y piso. Las hizo con una pasta dura de azúcar glas, clara de huevo, limón y agua de rosas, si bien por dentro eran de fondant casi líquido. En la cobertura estuvo trabajando casi una semana, probó, desechó y experimentó con diversos licores, hasta que dio con una, ligera y casi transparente. Luego dispuso las cinco capas por colores y dulzor. De abajo arriba: guinda, grosella, cereza, naranja y mandarina. Cada piso constaba de cuatro tartitas grandes y una pequeña, y las situó de manera escalonada, de forma que desde arriba se abrían como una flor. Trabajó mucho y con ahínco, y cuando terminó se sentía cansado y satisfecho.
Esa noche durmió mal, y por la mañana estaba nervioso cuando metió la tarta en una caja de madera junto con su cuchillo de sierra y sus mejores tenedores de postre. Cuando llamó a la puerta de Sakura, se sentía un tanto sofocado. No sabía qué iba a decir cuando ella apareciera. El hombre que abrió la puerta iba en calzoncillos. Tenía vello en el pecho y una cadenilla de oro de la que colgaba una pantera. Apoyó una mano en el marco y le preguntó qué quería. Por debajo del brazo del hombre, el panadero atisbó el piso, que sólo tenía una habitación, y oyó el agua de la ducha. Miró fijamente la pantera sobre el pecho del hombre. Observó los diminutos ojos de jade y el aro del que siempre pendería la pantera, y de repente el animal le dio pena. En la cárcel decían que las cosas nunca cambian, y en ese momento el panadero pensó en ello.
Bajó con la caja de madera y se sentó en un banco de piedra del patio. Abrió la tapa. «Es una tarta muy bonita», pensó. Lanzaba destellos anaranjados y rojos y burdeos con el sol invernal. La estuvo contemplando un rato, y a continuación arrancó un pedacito del piso de arriba con los dedos. Estaba muy buena. «Es la mejor tarta que soy capaz hacer», se dijo a media voz. Comió otro trozo. Y otro más. Estuvo dos horas sentado en el banco, y al final se comió la tarta entera. Para terminar, cogió la base, lamió los restos de cobertura, volvió a meter dentro el cuchillo y los tenedores de postre y tiró la caja a la basura.
Por la tarde se reunió con el quiosquero delante de su establecimiento. El panadero ya no llevaba el delantal blanco, sino un chaquetón con cuello rojo; había cerrado la tienda. Hacía frío en las sillas de madera. Sacó dos tazas en una bandejita que dejó en la silla de en medio. La bandeja se movió y se derramó un poco de café. El panadero se sentó, apoyó las manos en los muslos y profirió un hondo suspiro. Sonrió.
—Éste es el último café —comentó. Y con el pulgar hacia atrás señaló la tienda, sin volverse—. Voy a venderlo todo: la panadería y mis muebles, hasta el coche.
—¿Y qué va a hacer? —preguntó el quiosquero.
—Irme a Japón —respondió el panadero, y esperó un poco, ya que quería ver la reacción del otro—. Abriré una pastelería en Tokio. Allí viven treinta y cinco millones de personas. A los japoneses les gustan las tartas, ¿sabe? Lo leí una vez en el periódico. Sobre todo, la de cereza, la Selva
Negra. Se me da muy bien la tarta de cereza.
—Estoy seguro —contestó el dueño del quiosco.
—La clave de la Selva Negra es el kirsch. Hay que utilizar un kirsch de muy buena calidad, sólo el que se hace con las cerezas oscuras de la Selva Negra. Pero han de emplearse las dos cosas: el aguardiente y el zumo de las cerezas. No se puede escatimar nada, ése es el secreto. Bebieron el café de las tazas, que lucían el logo de la empresa. El panadero se echó hacia delante para no mancharse la camisa.
—Tiene que ir a verme. Lo llamaré para que vaya cuando la pastelería esté funcionando.
El quiosquero asintió. El panadero se limpió las manos en los pantalones. —A las japonesas les gustan los hombres gordos —dijo bajando algo la voz, sin mirar al otro—. Allí los luchadores de sumo son como estrellas del pop… Quizá hasta mi hijo acabe yendo a Japón, cuando pueda decidir por sí mismo, claro.
Esa noche, en la cama, el panadero volvió a pensar en Sakura. Al final se quedó dormido y soñó que los japoneses de Tokio se comían sus tartas de cereza, y cuando despertó ya no pensaba en Sakura. Cogió la cadenilla con la pantera de la mesita de noche, le había quitado la sangre y los restos de piel, y estuvo mirándola un buen rato. «Unas cosas llevan a otras», pensó, pero no supo por qué lo pensaba. Luego cerró los ojos y oyó granizar a través de la ventana abierta.
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