En un claro del bosque, una tarde de sol asediado por nubes estiradas y movedizas, la niña rubia de largas trenzas agarra el cuchillo con firmeza y el niño de ojos grandes y delicadas manos contiene la respiración.
-Lo haré yo primero –dice ella, acercando el acero afilado a las venas de su muñeca derecha-. Lo haré porque te amo y por ti soy capaz de dar todo, hasta mi vida misma. Lo haremos porque no hay, ni habrá, amor que se compare al nuestro.
El niño lagrimea, alza el brazo izquierdo.
-No lo hagas todavía, Ale… lo haré yo primero. Soy un hombre, debo dar el ejemplo.
-Ese es el Gabriel que yo conocí y aprendí a amar. Toma. Por qué lo harás.
-Porque te amo como nunca creí que podía amar. Porque no hay más que yo pueda darte que mi vida misma.
Gabriel empuña el cuchillo, lo acerca a las venas de su muñeca derecha. Vacila, las negras pupilas dilatadas. Alejandra se inclina sobre él, le da un apasionado beso en la boca.
-Te amo mucho, no sabes cuánto.
-Yo también te amo mucho, no sabes cuánto.
-¿Ahora sí mi Romero?
-Ahora sí, mi Julia.
-Julieta.
-Mi Julieta.
Gabriel mira el cuchillo, toma aire, se seca las lágrimas, y luego hace un movimiento rápido con el brazo izquierdo y la hoja acerada encuentra las venas. La sangre comienza a manar con furia.
Gabriel se sorprende, nunca había visto un líquido tan rojo. Siente el dolor, deja caer el cuchillo y se reclina en el suelo de tierra: el sol le da en los ojos. Alejandra se echa sobre él, le lame la sangre, lo besa.
-Ah, Gabriel, cómo te amo.
-Ahora te toca a ti- dice él, balbuceante, sintiendo que cada vez le es más difícil respirar.
-Sí. Ahora me toca –dice ella, incorporándose.
-¿Me… me amas?
-Muchísimo.
Alejandra se da la vuelta y se dirige hacia su casa, pensando en la tarea de literatura que tiene que entregar al día siguiente. Detrás suyo, incontenible, avanza el charco rojo.
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