martes, 11 de junio de 2024

El árbol de la ciencia. Henry James (1843-1916)

I.
Entre otras convicciones secretas, cual las que todos albergamos, Peter Brench estimaba como el más grande logro de su vida no haber emitido jamás un juicio comprometedor sobre la obra, como era denominada, de su amigo Morgan Mallow. En lo tocante a ella, según pensaba él honradamente, nadie podía, con veracidad, citar una sola opinión pronunciada por sus labios, y en ningún lado podía haber constancia de que, a ese mismo respecto, en ninguna ocasión ni tesitura alguna, hubiese mentido o hubiese proclamado la verdad. Semejante triunfo le parecía de relevancia capital aun siendo un hombre que había logrado otros triunfos: un hombre que había llegado a los cincuenta años, que había eludido el matrimonio, que había vivido sin dilapidar su fortuna, que desde muchos años atrás amaba a la señora Mallow sin decir palabra, y que, lo último en orden pero no en importancia, se había juzgado a sí mismo hasta los más íntimos recovecos. De hecho se había juzgado hasta tal punto que había sentenciado que la actitud que mejor le cuadraba era una gran humildad global; y, sin embargo, nada lo hacía tener mejor concepto de sí mismo que el recto rumbo que había logrado seguir pese a varios de los escollos precitados. De esta guisa, consideraba categóricamente un mérito que aquéllos de sus amigos en quienes más confianza tenía fueran precisamente aquéllos ante quienes guardaba la mayor reserva. Él no podía —al menos eso había decidido el excelente hombre— decirle a la señora Mallow que ella era la adorable causa única de su contumaz soltería; y tampoco decirle al marido que la visión de los innumerables mármoles que poblaban el taller de éste le causaba un sufrimiento cuya incisividad ni siquiera el tiempo había conseguido embotar. Sin embargo, su victoria, como ya he apuntado, en lo tocante a estas esculturas, no consistía sólo en haber callado que las abominaba; consistía además, heroicamente, en no haber intentado nunca obtener, como premio a su silencio, una dulce compensación de otro orden.

La situación entera, entre estas buenas gentes, era en verdad cosa digna de admiración, y probablemente no había ninguna que le fuese comparable en muchas leguas a la redonda del punto que nos incumbe: la zona londinense donde en aquella época los melodiosos declives de Hampstead principiaban a ser debelados por los quebrados ritmos de St. John's Wood. Peter deploraba las estatuas de Mallow y adoraba a la esposa de Mallow, pero sentía considerable simpatía hacia Mallow, por quien, a su vez, él era igualmente apreciado. La señora Mallow exhibía gran admiración por las estatuas... aunque, si la apuraban, confesaba preferir los bustos; y su ostensible afecto por Peter Brench se debía al afecto que éste último le testimoniaba a Morgan. Por lo demás, cada uno de los tres amaba a los otros dos por la delicadeza con que trataban a Lancelot, el único y muy querido descendiente de los Mallow, en quien el amigo de la casa tenía al tercero —pero sin duda el más guapo— de sus ahijados. Desde su nacimiento, ninguno de la familia, ni siquiera el propio niño, si hubiese sido posible consultarlo, habría hallado sujeto más cualificado que Peter para el papel de padrino. Por fortuna, todas estas notables personas gozaban, en el aspecto pecuniario, de cierto desahogo; de lo contrario, el Maestro no habría podido pasar sus solemnes años de peregrinación en Florencia y en Roma ni continuar, junto al Támesis no menos que junto al Arno y el Tíber, amontonando una tras otra obras no vendidas y modelando, con lo que no tenía otro remedio que ser una pasión de todo punto desinteresada, fantaseadas cabezas de celebridades demasiado sumidas en la época o demasiado poco —demasiado ocupadas en vivir el presente o demasiado muertas y enterradas en el pasado— para concederle sesiones de “pose”.

Ni tampoco Peter, que se presentaba casi todos los días, habría podido encontrar los suficientes ratos de ocio para colaborar con su presencia a mantener toda esta complicada tradición de cosas. Él, el depositario de estos secretos, era hombre macizo pero bonancible: corpulento y recio y rubicundo y crespo, de entonaciones profundas, miradas profundas, bolsillos profundos, por no mencionar su hábito de las pipas largas, los sombreros flexibles y los trajes descoloridos entre parduscos y grisáceos, en apariencia siempre los mismos.

Se había entregado a “escribir”, según se sabía, aunque nunca se hubiera entregado a hablar... a hablar, en particular, de eso; y daba la impresión (ya que, según se creía, continuaba cogiendo la pluma) de que prosiguiera su actividad literaria para tener algo más —como si, de suyo, aún no tuviera bastante— sobre lo cual callar. Sea como fuere, lo cierto es que sus ocasionales versos y prosas, ignorados de todos, le permitían afirmar ante su propia mirada la integridad de su buen gusto y comprobar paladinamente la interdependencia de la fama y la mediocridad. La puerta verde de su propiedad se abría en una tapia de jardín cuyo estuco lucía agrietado y desvaído, y, en la pequeña mansión a la que aquélla daba paso, todo era vetusto: el mobiliario, los sirvientes, los libros y los grabados, las costumbres inmemoriales y aun los arreglos más recientes. A diez minutos de allí, los Mallow tenían su propia residencia, bautizada como Villa Carrara, cuyo taller se levantaba sobre un pequeño terreno que éstos, en su feliz optimismo, habían anexado a la propiedad con el fin de edificar tal santuario del arte. Ello había sido posible por la buena suerte, si es que no habría que llamarla mala, de que la señora Mallow, al desposarse, hubiera aportado a su marido una dote suficiente para procurarle una mínima seguridad y permitirle así, respecto del arte del cincel, mantenerse en sus trece. Y en sus trece se mantenían —siempre se habían mantenido— el engolado escultor y su esposa, en favor de los cuales la naturaleza había rizado el rizo privándolos de toda conciencia de lo difícil. De escultor, Morgan lo tenía todo excepto el espíritu de Fidias: la casaca de terciopelo marrón, el berretto apropiado, el “aspecto plástico”, los dedos melindrosos, un bonito acento italiano y un viejo fámulo traído de Italia. Parecía compensar todas sus ineptitudes cuando le ordenaba a Egidio en su lengua natal que hiciera girar alguno de los pedestales rotatorios que en el taller abundaban. En Villa Carrara todos eran muy italianizantes, y lo inconfesable del papel que este hecho representaba en la vida de Peter era, mayormente, que le aportaba, a fuer de británico a machamartillo, la justa cantidad de “extranjería” que era capaz de tolerar. Toda su Italia la constituían los Mallow, aunque en cierto modo era gracias a Italia por lo que le agradaban. Su sola preocupación era que Lance —así llamaban por abreviación a su ahijado— resultaba, a despecho de su educación en un colegio nacional, acaso una pizca demasiado italiano. Por otra parte, Morgan poseía el aspecto de la imagen aduladora que uno puede tener de sí mismo, semejante a aquéllas que cabe contemplar en esa gran sala del museo de los Uffizi dedicada a Autorretratos de Artistas. La única lamentación del Maestro era no haber nacido pintor en vez de escultor, a causa de su deseo de haber contribuido a la insigne colección sobredicha.

Con el tiempo se vio que Lance, de todas formas, sí que sentía la vocación de los pinceles; pues, cuando el muchacho frisaba ya en los veinte años, un buen día la señora Mallow le anunció al amigo, quien solía ser confidente de los problemas y preocupaciones más íntimos de la familia, que no parecía sino que en rigor de verdad no tenían más remedio que dejarlo seguir la carrera de pintor. Ya no podían permanecer insensibles ante la circunstancia de que no cosechaba ningún laurel en Cambridge, donde la facultad en que otrora había hecho Brench los estudios llevaba un año suavizándole las reprimendas únicamente por consideración a su padrino. Así, pues, ¿a qué obstinarse en la vana tentativa de formarlo para lo imposible? Lo imposible —ello ya estaba sobradamente claro— era que Lance pudiese llegar a ser otra cosa que artista.

—¡Oh, cielos, cielos! —exclamó el pobre Peter.
—¿Cómo? ¿No cree usted en ello? —preguntó la señora Mallow, quien, aunque cumplidos ya los cuarenta, había conservado unos ojos de un violeta aterciopelado, una lisa piel lustrosa y un suave cabello rojizo.
—Que si no creo ¿en qué?
—Pues en la pasión que siente Lance.
—No sé bien a qué se refiere con eso de “creer en su pasión”. No se me había escapado, ciertamente, la propensión de Lance, desde su más tierna infancia, a enarbolar pinceles y mezclar colores; pero yo esperaba, lo confieso, que se le pasaría.
—Y ¿por qué habría de pasársele —preguntó ella con una hermosa sonrisa—, habida cuenta de los preciosos antecedentes familiares? Una pasión es una pasión... aunque claro está que, naturalmente, usted, mi buen Peter, no entiende nada de semejantes cosas. ¿Se ha extinguido la del Maestro alguna vez?

Por un momento, Peter apartó el semblante y, a su habitual manera informe, durante algunos instantes emitió un sonido intermedio entre un silbido atenuado y un rezongo reprimido.

—¿Cree usted que también él se convertirá en un Maestro? —preguntó.
Apenas si ella pareció dispuesta a llegar tan lejos, pero mostró, en conjunto, un aplomo maravilloso:
—Ya sé lo que quiere insinuar usted: ¿merecerá la pena una actividad que desencadenará las mismas envidias y suscitará las mismas maquinaciones que en ciertos momentos casi han resultado demasiado duras de soportar para el padre de Lance? Pues bien, contemos con ello, ya que nada excepto la trapacería, en la triste época en que vivimos, puede, por lo visto, asegurar el éxito, y ya que, si una maldición le ha otorgado el don del refinamiento y la exquisitez, uno fácilmente puede verse teniendo que mendigar el pan toda la vida. Pongámonos en lo peor: supongamos que él tenga la desgracia de volar tan alto que el gusto vulgar del ignaro populacho no pueda seguirlo. Recuerde, así y todo, la ventaja de que disfrutará él, la misma de que disfruta el Maestro. El conocerá.

Peter semejó pesaroso: Ah, pero ¿qué es lo que conocerá?
—¡La felicidad interior! —exclamó la señora Mallow con entonación algo impacientada. Y se fue.

II.
Naturalmente, Peter hubo de tener, poco después, una charla sobre aquello con el propio joven y oírle que, virtualmente, estaba ya todo decidido. Lance no iba a volver más a la Universidad e iba a marcharse a París, donde podría, ya que la suerte estaba echada, encontrar reunidas el máximo número de facilidades. Peter siempre había tenido la impresión de que era necesario aceptar a su ahijado tal como era, pero quizá nunca hasta este momento se había visto tan forzado a verlo como era realmente:

—Entonces, ¿es que abandonas Cambridge por completo? ¿No es bastante lamentable?
Al modo de ver del amigo, Lance se habría parecido a su padre si hubiese sido menos humorista y a su madre si hubiese sido más hermoso. Pero era una buena solución intermedia, para Peter, eso de que, a la manera de los jóvenes modernos, tuviera, a primera vista, más bien el aire de un corredor de bolsa que el de un artista en agraz. El muchacho hizo valer que se trataba de una cuestión de tiempo: le quedaban tantas experiencias por vivir, tantos hechos por observar. Había sostenido algunas conversaciones con sus camaradas y se había formado su opinión propia al respecto:

—En nuestros días —dijo— lo que importa, ¿sabe usted?, no es llegar a adquirir erudición, sino discernimiento.
Ante esto, su interlocutor emitió un gruñido:
—¡Oh, diablos, no quieras saber discernir!
Lance se maravilló:
—¿Qué “no” quiera saber discernir? Entonces, ¿qué tiene de bueno...?
—Qué tiene de bueno ¿el qué?
—Pues... todo. ¿No confía usted en mi talento? Peter aspiró su larga pipa, en silencio, durante un instante; después ahondó:
—No es el discernimiento, sino la ignorancia, lo que (nos lo dicen excelentemente) nos da la felicidad.
—Entonces, ¿no cree usted que yo tenga talento? —insistió Lance.
Peter, según su costumbre de inesperados gestos bonachones, puso su brazo en torno al cuello de su ahijado y lo mantuvo así un momento, diciendo:
—¿Qué sé yo?
—¡Ah —dijo el joven—, si es su propia ignorancia lo que está usted tratando de defender...!
De nuevo, durante una pausa, sentado en el diván, el padrino fumó.
—No se trata de eso —dijo—. Yo tengo la desgracia de ser omnisciente.
—¡Ah, caramba —dijo Lance riendo de nuevo—, si sabe usted demasiado...!
—De eso se trata precisamente, y he ahí por qué soy tan desdichado.
La jocundidad de Lance subió de punto:
—¿Desdichado usted? ¡Venga ya!
—Pero me olvidaba —completó su compañero— de que tampoco deberías saber nada de este asunto. Eso sería, también para ti, saber demasiado. Voy a comunicarte tan sólo mis intenciones. —Peter se levantó del diván—. Si aceptas volver a Cambridge, yo te pagaré todos los gastos.
Lance lo miró de hito en hito, un tanto pesaroso a despecho de sentirse todavía más divertido.
—¡Oh, Peter! —exclamó—. ¿Desprecia usted París, pues, hasta ese extremo?
—Caramba, le tengo miedo.
—Ah, ya lo entiendo.
—No, tú no entiendes nada... no aún. Pero acabarás entendiendo; es decir, corres el riesgo de acabar entendiendo. Y eso no es bueno.
El joven reflexionó más seriamente:
—Pero mi inocencia ya está...
—¿Ya ha recibido golpes? Oh, ello tiene remedio —siguió Peter—; la restauraremos aquí.
—¿Aquí? Entonces lo que usted desea, ¿es que permanezca en casa?
Peter casi lo confesó:
—Caramba, estamos los cuatro tan bien como estamos, todos juntos... tan amparados unos por otros... Escucha, no lo eches a perder.
Ante esto, el joven, que ya se había tornado grave, pasó a la consternación, impresionado ante el muy sentido tono de su amigo.
—Entonces, ¿a qué se dedicaría servidor?
—A ser mi ahijado. Atiende, muchacho —y ahora Peter suplicó de veras—, yo me ocuparía de tu mantenencia.

Lance, que con las piernas extendidas y las manos en los bolsillos había permanecido sentado en el diván, lo escudriñó con mirada desconfiada. Después se incorporó:

—Lo que usted piensa es que no tengo suficientes aptitudes, que no triunfaré.
—¿A qué te refieres con eso de triunfar?
Lance reflexionó de nuevo, y respondió:
—Caramba, el mejor triunfo, creo, consiste en satisfacerse a uno mismo. ¿No es de eso precisamente de lo que, a despecho de las maquinaciones y todo lo demás, disfruta (a su especial modo inimitable) el Maestro?

Tantísimas cosas incluidas en esta pregunta pedían contestación simultánea, que lo que a efectos prácticos hizo fue poner fin a la conversación, la cual se volvió singularmente difícil a la luz de tamaña evidencia renovada de que, aunque posiblemente la inocencia del joven, durante el transcurso de sus estudios, como afirmaba él mismo, hubiera sufrido golpes, la quintaesencia de su candor permanecía intacta. Lo cierto es que ello era lo que Peter había dado por supuesto y lo que al propio tiempo deseaba por encima de todo; pero, debido a alguna perversión suya, la ingenuidad de Lance lo indignó. El joven creía en las maquinaciones y todo lo demás, creía en el especial modo inimitable, creía, en suma, en el Maestro. Uno o dos meses más tarde, no sólo Lance no había vuelto a Cambridge con todos los gastos pagados por su padrino, sino que además, quince días después del asentamiento de aquél en París, Peter le mandó cincuenta libras esterlinas.

Entretanto, en su país natal, Peter se había mentalizado para lo peor; y jamás lo que podía ser lo peor se le había prefigurado de una forma tan vívida como cuando, un domingo por la noche en que, como de costumbre, él acudió a casa de sus amigos para cenar, la señora de Villa Carrara lo saludó con una pregunta sobre —ni más ni menos— las riquezas de los canadienses. Ella hablaba en serio, hablaba casi con apasionamiento:

—Dígame: ¿hay muchos de ellos verdaderamente ricos?
Por fuerza él hubo de confesar no saber nada acerca de aquello, aunque posteriormente recordaría muchas veces esta velada. La habitación en que se hallaban estaba exornada con diversas muestras de la genialidad del Maestro, las cuales poseían el mérito de tener, como sugería a menudo la propia señora Mallow, unas dimensiones infrecuentemente oportunas. Eran dimensiones en efecto poco usuales en las creaciones del cincel y ofrecían la peculiaridad de que, si los objetos y los detalles destinados a ser pequeños parecían demasiado grandes, los objetos y los detalles destinados a ser grandes parecían demasiado pequeños. La intención del Maestro, fuese en este respecto o en cualquier otro, había permanecido, en casi todos los casos, incluso tras el paso de años, inescrutable para Peter Brench. Las creaciones que tan insuficientemente la exteriorizaban se erguían, un poco por todas partes, sobre pedestales y ménsulas, sobre mesas y estanterías: todo un pequeño pueblo blanco de fija mirada, heroico, idílico, alegórico, mítico, simbólico, en que la “proporción” se había desviado y extraviado de tal manera que la plaza pública y la repisa de la chimenea parecían haber intercambiado sus papeles, pues todo lo monumental resultaba diminuto y todo lo diminuto monumental; las obras de estas dos categorías, por otra parte, eran, innegablemente, miembros de una estirpe en la cual, singular fenómeno, cada estatua no ofrecía ninguna información acerca de su respectiva profesión, edad o sexo. Al igual que los Mallow, ellas mismas, este pueblo de estatuas, componían la familia del desdichado Brench: por lo menos le eran, en grandísima medida, íntimamente familiares. La coyuntura presente era de aquéllas que desde hacía mucho tiempo había aprendido a identificar y a definir: breves fogonazos de la débil llama, dulces ráfagas de un aire más clemente. Dos veces al año, con regularidad, el Maestro confiaba en su suerte, aparte confiar todo el año en su genio. Esta vez la prosperidad tenía que estar asegurada con una pareja de luto, procedente de Toronto, que acababa de hacer el magnificente encargo: la ejecución de una tumba para tres niños difuntos, a quienes deseaban ver conmemorados, en el grupo escultórico, con un estilo a la par simbólico y realista.

Ése era naturalmente el trasfondo de la pregunta de la señora Mallow: al suponer que estos extranjeros eran adinerados, cabía creer, por la índole de la admiración de los mismos, así como por sus misteriosas alusiones (¡eran gente un poco extravagante!) dejadas caer a propósito de la posibilidad de otros encargos de este tenor funerario, en un patrocinio futuro; y no menos factible era que, si el Maestro conseguía adquirir una mínima notoriedad en aquellos lejanos pagos, una larga serie de clientes canadienses viniera inexorablemente a hacer sus pedidos. En otras ocasiones, Peter había visto afluencias de clientes coloniales o autóctonos, grupos de compradores que sin embargo habían producido poquísimos vacíos en la compañía marmórea que los rodeaba; pero se guardaba mucho, en circunstancias así, de hacer tambalearse tales ilusiones halagüeñas. Mientras duraban, constituían un bálsamo para la amargura ocasionada por las distinciones jamás obtenidas, el largo sufrimiento de las medallas y los diplomas constantemente otorgados a otros; y alimentaban, así, la lámpara destinada a lucir hasta el próximo eclipse. Ellos vivían, empero, al fin y a la postre —tal como siempre era maravilloso comprobarlo—, sobre un plan trascendente, apenas atentos a los altibajos de la existencia. Consentían, a veces, deliciosamente, en reconocer que el público, de cuando en cuando, no era demasiado infame como para desear comprar; pero jamás renunciaban a la muy honda convicción de que el Maestro era siempre demasiado excelso como para lograr vender. A menudo, Peter se decía que ellos estaban, sea como fuere, maravillosamente forjados para su destino: el Maestro tenía una vanidad, y su esposa una lealtad, cuyo mérito y encanto habrían sido disminuidos por el éxito, privándolas de inocencia. Cualquiera puede resultar hechicero si vive bajo un hechizo, y, cuando Peter miraba el mercenario mundo exterior, todavía más falto de equilibrio y armonía que el propio museo del Maestro, se preguntaba si alguna vez habría conocido a otra pareja tan por completo ajena a las infamias de lo corriente.

—¡Qué mala pata que Lance no esté aquí presente para regocijarse con nosotros! —suspiró aquella noche la señora Mallow durante la cena.
—Beberemos a la salud del ausente —repuso su marido, y llenó el vaso de su amigo y el suyo. Vertió una gota en el de su compañera y prosiguió—: De todos modos, esperemos que él alcance una felicidad menos parecida a la nuestra de esta noche (¡comprensible por otra parte, todo hay que admitirlo!) que a la serenidad (ésa que no depende de las circunstancias) de que nosotros siempre hemos podido disfrutar. ¡Esperemos que alcance —aclaró el Maestro, retrepándose en su sofá, bajo la grata luz de lámpara y junto al grato fuego de chimenea, alzando su vaso y paseando la mirada por su familia de mármol, monstruosa progenie más o menos presente en todas las habitaciones—, esperemos que alcance la felicidad que hay en la mera práctica hermosa de un arte!

Peter estudió su vino con aire un poco cohibido:
—¡Hum! Me importa poco el nombre con que califique usted la situación en que un artista permanece ignorado, mas es necesario que Lance sí aprenda a vender, creo yo. ¡Brindo por que él se haga con el secreto de la vil popularidad!
—Oh sí, éldebe vender —concedió con sorprendente sinceridad la madre del muchacho, la cual había tenido que ser aún más, no obstante, como esta declaración semejó patentizarlo, la esposa del Maestro.
—Oh —dictaminó confiadamente, tras una pausa, el escultor—, Lance venderá. No temas. Habrá aprendido.
—He ahí precisamente —comentó con malicia la señora Mallow— lo que exasperó a Peter (¿por qué diantres se mostró usted tan pérfido, Peter?) cuando Lance le habló sobre ello.
Cuando la dama de sus pensamientos lo miraba con afectuoso reproche —favor no infrecuente de su parte—, Peter nunca encontraba las palabras; pero el Maestro, que era la mismísima personificación de la donosura y el tacto, lo ayudó a salir de este trance como tantas veces lo había hecho:
—Es la manía de Peter, ya sabes, a propósito de la cual Peter y yo hemos diferido tantas veces: él sostiene la teoría de que el artista debe ser tan sólo impulso e instinto. Yo sostengo, evidentemente, que es necesario un poco de aprendizaje: no demasiado, pero sí en una proporción conveniente. Ahí tienes —terminó de explicarle a su esposa— por qué protestó pensando en los riesgos que, ya ves, podría correr Lance.
—Ah, claro —y a través de la mesa volvió a orientar la señora Mallow sus ojos violeta hacia el suscitador de aquella explicación—, él sólo podía tener, por supuesto, buenas intenciones; pero ello no quita que, si Lance hubiera seguido su consejo, él habría resultado, a la hora de la verdad, horriblemente cruel.

Ellos tenían una forma cordialmente bromista de hablar de Peter en su propia presencia como si éste fuese de arcilla o —a lo sumo— de yeso, e, invariablemente, el Maestro se mostraba magnánimo. Se habría dicho que ordenaba a Egidio que lo hiciese girar en su pedestal.

—Oh, pero el pobre Peter —dijo— no andaba tan equivocado al hablar de las cosas que quizá, al fin y al cabo, esté aprendiendo Lance.
—Huy, no creo que se trate de nada grave en lo referente a sus planes artísticos —insistió ella... todavía, al parecer del pobre Peter, pícara y traviesa.
—En efecto: se tratará tan sólo de las pequeñas triquiñuelas a la francesa —dijo el Maestro; ante lo cual su amigo tuvo que fingir reconocer, presionado por la señora Mallow, que había sido únicamente su recelo hacia esos vicios estéticos lo que había motivado sus inquietudes.

III.
—Ahora ya sé —le dijo Lance al cabo de un año— por qué se opuso usted a mi proyecto. —De vuelta a su país, naturalmente por un corto plazo de tiempo, el joven se inclinaba a permanecer en Villa Carrara, donde había hecho ya, dos o tres veces tras su partida, breves reapariciones. Su presente estadía se anunciaba como un periodo de vacaciones más prolongado—. Me ha sobrevenido algo bastante terrible. No es tan bueno esto de saber la verdad.
—He de decir que efectivamente no tienes alegre el semblante —se vio Peter forzado a convenir bastante pesarosamente—. De todos modos, ¿estás segurísimo de que la sabes?
—Cuando menos, sé todo lo que puedo soportar. —Estas observaciones eran intercambiadas en la residencia de Peter, y el joven, fumando un pitillo, estaba junto a la chimenea con la espalda vuelta al fuego. Era cierto que la expansividad de su juventud parecía haberse apaciguado ya un poco.
El pobre Peter quedó impresionado:
—Caramba, ¿has comprendido realmente los motivos personales que yo tenía para no querer que fueras a París?
—¿Personales? —Lance reflexionó—. Me parece que, en lo atinente a motivos personales, sólo puede haber uno.
Permanecieron un momento sondeándose el uno al otro.
—¿Estás completamente seguro?
—¿Completamente seguro de ser un fracasado sin una sola pizca de talento?
Completamente. Desde hace algún tiempo.
—¡Ah! —Y Peter se volvió de espaldas, se habría dicho que casi tranquilizado.
—Ese es el poco agradable descubrimiento que he hecho.
—Oh, “ése” no me preocupa —dijo Peter, tornando a encararlo a renglón seguido—. Quiero decir que, personalmente, me es igual.
—¡No obstante, reconocerá usted que a mí no me es igual!
—Vaya, ¿qué pretendes decir con eso? —preguntó Peter con escepticismo.

Y, ante esto, Lance hubo de explicar... cómo su aprendizaje en París sólo había servido para enseñarle implacablemente las dudosas características de su talento. Su aprendizaje lo había iluminado, de tal manera que una luz nueva refulgía en sus ojos; pero esta luz había tenido por efecto desvelarle demasiadas cosas:

—¿Sabe usted la causa de mi sufrimiento? Un exceso de inteligencia. En el fondo, París era el último lugar adonde habría debido ir. He aprendido a darme cuenta de mis insuficiencias.

El pobre Peter quedó conmovido: lo que Lance había recibido era un mazazo; pero, incluso tras la larga conversación durante la cual el joven anunció, sin ambages, la dura verdad que había aprendido a sus propias expensas, su amigo traslució menos satisfacción que la que en casos parecidos se manifiesta en un semblante connotador del suave comentario: “Ya te lo había advertido yo.” En esta ocasión el pobre Peter aludió tan poco a lo que ya le había advertido él, que, uno o dos días más tarde, Lance no pudo menos que retomar la cuestión:

—¿Qué era lo que (antes de mi partida) en realidad temía usted que yo descubriese?
Esto, empero, Peter rehusó contestárselo: le argumentó que si él solo no lo había adivinado ya, probablemente jamás lo adivinaría, y que en tal caso resultaba contraproducente, para ambos a dos, sin ningún género de dudas, formular el motivo de sus temores. Lance lo atalayó, al calor de esto, durante unos instantes, con la insolente curiosidad de la juventud... incluso con el aire de que estuviesen cruzándole el espíritu dos o tres hipótesis plausibles, alguna de las cuales debería ser certera. Sin embargo, Peter, dándose la vuelta otra vez, no le ofreció ninguna ayuda, y cuando se separaron, el joven realizó uno que otro aspaviento de irritación. Congruentemente, en su siguiente encuentro, Peter discernió a simple vista que, durante el intervalo, Lance lo había adivinado todo y que, para hablarle de ello, tan sólo estaba esperando a que se presentase la ocasión propicia. Se las compuso para facilitarle pronto otra entrevista, y su ahijado espetó sin rodeos:

—¿Sabe usted que su enigma me impedía dormir? Pero durante mis meditabundas vigilias me llegó la respuesta... y, a fe mía, me hizo estallar en carcajadas. ¿Supone usted que realmente me hacía falta ir a París para descubrir eso?
—Al verlo, incluso en este instante, mantener su reserva con tan sublime heroísmo, el joven amigo de Peter no pudo menos que echarse a reír de nuevo—: ¿No dará usted ninguna señal de asentimiento antes de cerciorarse por completo? ¡Admirable viejo Peter! —Pero Lance finalmente se explayó—: Pues bien, diablos, se trata de la verdad sobre el Maestro.
Esto provocó por ambas partes, durante los siguientes momentos, un vívido pasaje, en que cada uno de ellos se asombró ante el asombro del otro.
—Pero, entonces, ¿desde cuándo sabías...?
—...¿el valor exacto de su obra? Lo supe —dijo Lance, haciendo un esfuerzo memorístico— desde que empecé a enterarme de la realidad de las cosas. Aunque reconozco que no lo vi con absoluta claridad hasta que estuve là-bas.
—¡Piedad, piedad! —se lamentó Peter con un terror retrospectivo.
—Pero ¿por quién me tomaba usted? Yo soy un inepto incurable: eso sí ha habido necesidad de que me lo metieran a la fuerza en la cabeza. ¡Pero, al menos, no soy tan inepto como el Maestro! —declaró Lance.
—Entonces, ¿por qué nunca me dejaste ver...?
—...¿que yo, a fin de cuentas —completó el joven—, no era tan idiota? Pues precisamente porque nunca me había imaginado que usted sabía. Pero le pido perdón. Sencillamente quería ahorrarle desconciertos. Y lo que ahora no se me alcanza es cómo diantres, en tal caso, ha conseguido usted mantener su boca cerrada durante tanto tiempo.

Peter le brindó la explicación, pero sólo después de cierta demoranza y con una gravedad no exenta de balbuceos: —Fue por tu madre.

—¡Oh! —dijo Lance.
—Y ahora eso es lo primordial, ya que se ha descubierto el pastel. Te exijo una promesa. Me refiero —y Peter se explicó casi febrilmente— a un juramento por tu parte, un juramento solemne que debes hacerme aquí ahora mismo: el de sacrificar cualquier cosa antes que dejarla descubrir...
—...¿lo que yo descubrí? —Lance lo meditó—. Comprendo. —A las claras, tras un instante, ya había meditado muchísimo—: Pero ¿qué es lo que usted cree que podría yo verme en la coyuntura de sacrificar?
—Oh, siempre se posee algo susceptible de tener que ser sacrificado.
Lance lo miró intensamente:
—¿Quiere eso decir que usted ha tenido que...? —Sin embargo, la mirada que recibió en correspondencia eludió esta interrogante tan drásticamente que el joven se apresuró a abordar otra vertiente del asunto—: ¿Está usted verdaderamente seguro de que mi madre no sospecha nada?
Tras renovadas cavilaciones, Peter estuvo verdaderamente seguro:
—Si lo sabe, entonces es que es de todo punto extraordinaria.
—Pero ¿no somos todos aquí unos fenómenos?
—Sí —concedió Peter—; pero de modos diferentes. Lo que te exijo es de cabal importancia porque el restringido público de tu padre, como bien sabes —se extendió Peter—, se compone de... a ver, ¿de cuántas personas?
—En primer lugar —tuvo el hijo del Maestro la audacia de decir— de sí mismo.
Y en último lugar, también. No sé de otra persona. Peter tuvo un asomo de irritación:
—Y de tu madre, córcholis, siempre.
Lance lo reconsideró.
—¿Tiene usted absoluta certeza?
—Absoluta.
—Bien, pues con usted ya son tres.
—¡Oh, conmigo! —Y Peter, con un ademán de su vieja cabeza benévola, se minimizó modestamente—: El grupo es, de todos modos, tan exiguo que una disidencia, si llegare a producirse, se dejaría notar cruelmente. ¡Por consiguiente, en resumidas cuentas, esfuérzate, mi querido muchacho (eso lo es todo), en no escindirte tú del grupo!
—¿Tengo que perpetuar la farsa? —gimió Lance.
—Precisamente ha sido para ponerte en guardia contra los peligros de una defección por tu parte el motivo de que yo haya preparado esta ocasión.
—Y ¿en qué cree usted —preguntó el joven— que consisten concretamente esos peligros?
—Pues mira, desde el momento en que tu madre, capaz de tan apasionadas emociones, sospechase tu secreto... vaya —dijo Peter porfiadamente—, eso sería como encender un reguero de pólvora.
Pareció, por unos momentos, que Lance siguiera con su mirada el recorrido de la llama:
—¿Ella me repudiaría?
—Ella lo repudiaría a él
—Y ¿se sumaría a nuestro bando?
Antes de contestar, Peter apartó el semblante.
—Se sumaría a tu bando. —Pero con esto ya había dicho lo suficiente para describir —y, según esperaba manifiestamente, para evitar— la horrenda posibilidad.

IV.
Durante los seis meses siguientes, empero, sus temores se renovaron, con toda virulencia, más de una vez. Lance había regresado a París para intentarlo de nuevo; después de ello volvió al redil, y tuvo con su padre, por vez primera en su vida, una de esas escenas que hacen saltar chispas. Con mucha expresividad, el joven se la narró a Peter, respecto del cual —ello era algo sin precedentes— constituía una manifestación de reserva inusitada por parte del matrimonio de Villa Carrara el que en esta ocasión rehusaran, tratándose de una cuestión de orden íntimo, espontanearse —ya que no con júbilo, entonces con consternación— ante su excelente amigo. Acaso esto produjo, a efectos prácticos, entre las dos partes, una ligera frialdad y un cierto espaciamiento en sus amistosas relaciones... patentizados primordialmente por la circunstancia de que, para estar en condiciones de hablar a sus anchas con su viejo compañero de juegos, Lance debiera, normalmente, ir a visitarlo en su residencia. De esta guisa surgieron entre ellos las más estrechas, aunque desde luego no las más jocosas, relaciones mutuas que tuvieran jamás. El malestar del pobre Lance se debía a la tensión que primaba en su hogar, engendrada por el hecho de que su padre deseaba que llegase, como mínimo, al grado de triunfo a que había llegado él. Lance no había “renunciado” a París, no obstante tener la vívida sensación de que París había renunciado a él; estaba dispuesto a regresar allí por la fascinación que le producía ensayar, ver, sondear las profundidades: aprender la lección, en definitiva, aun cuando la lección consistiese simplemente en percatarse de la impotencia propia al desarrollarse el sentido crítico propio. En cambio, el Maestro, ensimismado en su mediocre fecundidad, ¿qué sabía acerca de la impotencia y qué sentido crítico digno de tal nombre había desarrollado en toda su vida de altivez? Enardecido e indignado, Lance recabó con franqueza el parecer de su padrino.

A Lance, por lo visto, su padre lo había reprendido con dureza, pues no podía perdonarle no tener, después de tanto tiempo, ninguna obra que enseñarle, y esperaba que, tras su próxima ausencia, ya hubiese subsanado tamaña omisión. Lo esencial según explicaba el Maestro con complacencia, consistía —para todo artista, aunque no fuese tan grande como él— en al menos “producir” obras. “¿Qué eres tú capaz de producir? ¡Es todo lo que te pido!” Desde luego que él había producido suficientemente, y no cabía duda de que tenía obras que enseñar. A Lance le aparecieron lágrimas en los ojos cuando le confesó a su viejo amigo cuán duro era el “sacrificio“ que éste le exigía. No le era fácil mantener una farsa absurda —la de hijo admirador de su padre— después de haberse visto escarnecido por no desear ser una nulidad prolífica. Pero Peter, una vez al corriente de la situación, insistió en imponerle una noble hipocresía; y, durante cierto tiempo, su joven amigo, aun amargado y herido, se las industrió para seguir procurándole ese consuelo lealmente.

Cincuenta libras esterlinas recompensaron, todo hay que decirlo, más de una vez, tanto en Londres como en París, la lealtad del joven amigo... no menos eficazmente, sin duda, ahora, por ser informado de que tal dinero no era sino un adelanto sobre un cuantioso legado cuyo último destino Peter había determinado secretamente desde hacía mucho tiempo. Mediante estas artes u otras, en todo caso, el justo furor de Lance pudo ser aplacado durante una temporada... aunque sólo durante una. Día llegó en que Lance le advirtió a su padrino que ya no podía resistirlo más, o, mejor dicho, que le era imposible contenerse. En Villa Carrara había tenido que aguantar otro sermón pronunciado con gran rimbombancia: imposición ésta más onerosa, a esas alturas, de lo que, sin la posibilidad de contraatacar o decirle al Maestro cuatro verdades, podía soportar un ser de carne y hueso.

—Y yo no me explico —observó Lance con cierta irritación por echar en falta los miramientos que, a fin de cuentas, pensándolo bien, le eran debidos a él mismo—, no me explico, a fe mía, cómo puede usted, al punto a que han llegado las cosas, seguirle el juego.
—Oh, para seguirle el juego me es preciso tan sólo retener la lengua —dijo Peter con calma—. Y además tengo mis motivos.
—¿Siempre mi madre?
Peter evidenció su turbación como solía hacerlo; vale decir, apartó el semblante bruscamente.
—¿Qué quieres que le haga? Jamás he dejado de sentir cariño hacia ella.
—Es hermosa, y es un cielo de mujer, no cabe duda —concedió Lance—; pero, en definitiva, ¿qué es lo que representa ella para usted, y qué interés tiene usted en lo que ella haga o deshaga?
Peter, que se había arrebolado, hizo una breve tregua. Después contestó:
—Bueno, es por las reacciones que sus reacciones me producirían a mí.
Ahora hubo, empero, en su joven amigo, una insistencia extraña, intencional:
—En definitiva, ¿qué es lo que representa usted para ella?
—Huy, nada. Pero eso no hace al caso.
—Ella sólo ama a mi padre —dijo Lance el parisiense.
—Naturalmente, y he ahí precisamente mis motivos.
—¿Por qué desea usted evitárselo?
—Porque ella lo ama tan apasionadamente.
Lance dio una vuelta por la habitación, aunque con la mirada siempre clavada en su anfitrión, y dijo:
—¡Ha debido usted sentir hacia ella un tremendo... cariño!
—Tremendo. Siempre —dijo Peter Brench.
Por un momento el joven prosiguió meditando; después tornó a colocarse delante de Peter:
—¿Sabe usted hasta qué punto ella lo ama a él? —Ante esto se cruzaron los ojos de ambos, mas Peter, como si su mirada entreviese algo nuevo en la de Lance, pareció vacilar, por vez primera en muchísimo tiempo, en decir que lo sabía todo—.Yo lo he sabido hace nada —dijo Lance—. Ayer por la noche, ella se presentó en mi habitación después de haber estado presente, silenciosa, con los ojos fijos en mí, en la escena que con él hube de arrostrar; se presentó... y estuvimos hablando juntos a lo largo de una insólita hora.

Lance hizo aún una pausa, y de nuevo se sondearon el uno al otro durante unos instantes. Entonces, una luz súbita, que lo hizo palidecer, iluminó a Peter:

—¿Ella lo sabe?
—Ella lo sabe. Me lo confesó todo... para pedirme a mí tan sólo eso, como dijo ella: eso de lo cual ella ha sido capaz. Ella siempre, siempre lo ha sabido —dijo Lance, sin piedad.

Peter quedó mudo un largo rato, durante el cual su ahijado habría podido escuchar su silencioso gemido profundo y, si le hubiese puesto encima una mano, habría podido advertir en él la vibración de una prolongada exclamación reprimida. Para cuando Peter habló, por último, ya había apurado su cáliz:

—En tal caso, me doy cuenta de con cuánta pasion...
—¿Verdad que es prodigioso? —dijo Lance.
—Prodigioso —musitó Peter.
—¡Conque si todo su esfuerzo por alejarme de París no tenía otro fin que el de preservar mi ignorancia...! —exclamó Lance con un gesto que simbolizó elocuentemente el fracaso de aquella tentativa.

Habría podido ser dicho fracaso lo que Peter pareció contemplar detenidamente por unos momentos.

—¡Creo que sobre todo (sin que fuese yo consciente de ello en su momento) tenía el fin de preservar mi ignorancia! —repuso finalmente éste, apartando el semblante.


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