martes, 11 de junio de 2024

Poemas. Elizabeth Bishop (1902-1988)

Algunos sueños que algunos olvidaron.


Los pájaros muertos cayeron sin que nadie
los hubiera visto volar o pudiera
imaginar desde dónde. Eran negros,
sus ojos estaban cerrados, y nadie
supo qué clase de pájaros eran. Pero todos
se apoderaron de ellos y miraron
hacia arriba, por el reciente y largamente
infundibilizado cielo.
También cayeron gotas oscuras. Se recogieron
en los canales del tejado, se congregaron
en los cielosrrasos sobre los hechos de todos ellos;
toda la noche, gotiformas misteriosas,
colgaron sobre sus cabezas,
(...)




Oh, respiro.


Debajo de ese amado y celebrado seno,
Silente, realmente fastidiado jaspeado a ciegas,
Se aflige, quizás vive y deja
Vivir, pasa apuesta,
Algo moviéndose pero invisiblemente,
Y con qué clamor porqué refrenado
No puedo entender siquiera un murmullo.
(Ver el delgado vuelo de nueve cabellos negros
cuatro alrededor de uno cinco el otro pezón,
volando casi intolerablemente en tu propio respiro).
Equívoco, pero lo que tenemos en común debe estar allí,
lo que debamos poseer equivalentes,
algo con lo que quizás yo puedo regatear
y hacer una paz por separado por debajo
dentro si jamás con.




Insomnio.


La luna en el espejo de tocador
contempla (tal vez orgullosa
de sí misma, pero jamás se sonríe)
millones de millas
en la distancia y más allá del sueño,
o quizá duerma de día.

Si el Universo la abandonara,
ella lo mandaría al infierno
y encontraría una extensión de agua,
o un espejo, donde morar.
Envuelve pues tus cuitas con una telaraña
y tíralas en el pozo

a ese mundo invertido
donde la izquierda es siempre la derecha,
donde las sombras son en realidad el cuerpo,
donde nos quedamos despiertos toda la noche,
donde el cielo es tan llano como el mar
es ahora profundo, y donde tú me amas.




Un milagro para el desayuno.


A las seis estábamos esperando el café,
la caritativa migaja
que estaba por sernos servida desde cierto balcón,
como reyes de antaño o de milagro.
Todavía era oscuro. Un pie del sol
se posó sobre una larga onda del río.

El primer ferry del día acababa de atravesar el río.
Hacía tanto frío que confiábamos en que el café
estuviera bien caliente, dado que el sol
no nos entibiaría; y la migaja
sería un pan para cada uno, enmantecado, por milagro.

A las siete un hombre se asomó al balcón.
Permaneció un minuto, solo en el balcón
mirando por sobre nuestras cabezas hacia el río.
Un sirviente le alcanzó los elementos del milagro,
consistían en una simple taza de café
y un panecillo que él se puso a desmigajar,
su cabeza, por así decir, en las nubes... junto con el sol.

¿Estaba loco ese hombre? ¡Qué trataba de hacer
bajo el sol, allí arriba en su balcón!
Cada cual recibió, más bien dura, su migaja,
que algunos desdeñosamente arrojaron al río
y en una taza, una gota de café.

Algunos de nosotros nos dispusimos a esperar el milagro.
Puedo contar lo que vi después; no fue un milagro.
Una hermosa villa se alzaba al sol
y de sus puertas venía el aroma del café caliente.
Al frente, con un ojo pegado en la migaja
vi un balcón barroco, de yeso blanco,
enriquecido de pájaros que anidan a lo largo del río
y corredores y salas de mármol.
Mi migaja, mi mansión, hecha para mí un milagro,
a través de las edades de insectos
y del río trabajando la piedra.

Cada día, en el sol,
a la hora del desayuno me siento en mi balcón
con los pies levantados
y bebo litros de café.

Lamemos la migaja y tragamos el café.
Una migaja al otro lado del río atrapó el sol
como si el milagro se hubiera equivocado de balcón.




Un arte.


El arte de perder no es muy difícil;
tantas cosas contienen el germen
de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder
las llaves de las puertas, la horas malgastadas.
El arte de perder no es muy difícil.

Después intenta perder lejana, rápidamente:
lugares, y nombres, y la escala siguiente
de tu viaje. Nada de eso será un desastre.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! desaparecieron
la última o la penúltima de mis tres queridas casas.
El arte de perder no es muy difícil.

Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso
reino que era mío, dos ríos y un continente.
Los extraño, pero no ha sido un desastre.

Ni aun perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto
que amo) me podré engañar. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil,
aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.




El iceberg imaginario.


" Es mejor tener el iceberg que el barco,
aunque ello signifique el fin del viaje.
Aunque permanezca totalmente inmóvil como una nublada roca
y todo el mar fuera móvil mármol.
Es mejor tener el iceberg que el barco;
poseeríamos más bien esta llanura de nieve
aunque las velas del barco anduvieran por el mar
como la nieve yace no disuelta sobre el agua.
Oh, solemne y flotante campo,
¿Te das cuenta que un iceberg reposa
contigo y cuando despierte puede pacer en sus nieves?

Esta es una escena por la que un marino daría sus ojos.
El barco es ignorado. El iceberg se alza
y se hunde de nuevo; sus vítreas puntas
corrigen las elipses del cielo.
Esta es una escena donde quien pasea por la borda
es incultamente retórico. El telón
es demasiado ligero para alzarse en las más finas cuerdas
que las aéreas torsiones de la nieve provean.
La gracia de estos blancos picos
hace sombras con el sol. El iceberg desafía su peso
sobre un movedizo escenario y se está y observa.

El iceberg corta sus facetas desde dentro.
Como las joyas de una tumba
continuamente se protege y adorna
sólo él mismo, quizás las nieves
que tanto nos sorprenden flotando en el mar.

Adiós, decimos, adiós, el barco se pierde
adonde las olas se entregan a otras olas
y las nubes pasan a un cielo más cálido.
Los iceberg son necesarios al alma
(haciéndose ambos de los elementos menos visibles)
para verlos así: encarnados, bellos, indivisiblemente erigidos. "




Llueve hacia el amanecer.


La gran jaula de luz se ha roto en el aire,
liberando, creo, más de un millón de pájaros
cuyas salvajes sombras ascendientes no volverán,
y todos los cables vienen cayendo.
Ni jaulas, ni pájaros que asustan; la lluvia
se hace ahora más ligera. Es pálido el rostro
que desafió el enigma de su prisión
y lo resolvió con un inesperado beso,
cuyas pecosas e insospechadas manos encendieron.




Mientras alguien llama por teléfono.


Gastados, gastados minutos que no podrían ser peores,
Minutos de un barbárico consentimiento.
—Mirar desde la ventana del baño los pinos,
sus oscuras agujas, crecimientos sin propósito
cristalizados en madera y donde dos cocuyos
están solamente perdidos.
Oír sólo un tren que pasa, que debe pasar, como una tensión;
nada. Y esperar:
pudiera ser que incluso ahora los huéspedes de estos minutos
emerjan, algún relajado y poco deferente extraño,
liberación del corazón.
Y mientras los cocuyos
no logran iluminar estos árboles de pesadilla
que no sean sus alegres verdes ojos.




El pez.


Agarré un tremendo pez
y lo sostuve al lado del bote
medio fuera del agua, mi anzuelo
asido firmemente a una comisura de su boca.
No dio pelea.
No había luchado en lo m mínimo.
Colgaba como peso desgarrador,
golpeado y venerable
y sin pretensiones. En un par de sitios
su piel marrón colgaba hecha jirones
como un empapelado antiguo,
y su diseño de marrón subido
se parecía al de un empapelado:
formas semejantes a las rosas florecidas,
descoloridas y acabadas por el tiempo.
Estaba moteado de lapas,
admirables rosetas de cal,
e infectado
de blancos piojillos de mar,
y de su parte inferior dos o tres
hilachas de algas verdes le colgaban.
Mientras sus branquias respiraban
el terrible oxígeno
—las temibles branquias,
avivadas y henchidas de sangre,
que pueden producir severas cortaduras—
pensé en la ordinaria carne blanca,
comprimida como un colchón de plumas,
en las espinas grandes y pequeñas,
en ios dramáticos rojos y negros
de sus relucientes entrañas,
y en la vejiga rosada
cual una inmensa flor de peonía.
Lo miré a los ojos
que eran bastante m grandes que los míos
pero más chatos y amarillentos,
los iris reforzados y comprimidos
por papel de aluminio empañado,
a través de los lentes
de mica vieja y rayada.
Se movieron un poco, pero no
para devolverme la mirada.
—Más bien parecía como cuando
un objeto se inclina hacia la luz.
Admiré su cara hinchada,
el armazón de su quijada,
y entonces noté
que de su labio inferior
—si pudiera llamársele a esto labio—
amenazantes, mojados y como armas de guerra,
colgaban cinco viejos trozos de cordel,
o cuatro y un sedal
con el «alacrán» todavía asido,
los cinco grandes anzuelos
firmemente incrustados en su boca.
Un cordel verde, raído hacia el extremo
donde lo rompió, dos cordeles más gruesos,
y un delgado hilo negro
aún torcido por el forcejeo y la dentellada
de cuando se partió y él huyó.
Como medallas con cintas
desgastadas y ondeantes,
cinco pelos de una barba de sabio
colgando de su adolorida quijada.
Lo miré fijamente
y la victoria se apoderó
del pequeño bote alquilado,
desde el charco de la quilla
donde el aceite había desparramado un arcoiris
alrededor del corroído motor
hasta el latón de sacar agua, anaranjado por el óxido,
el banco de remar hendido por el sol,
la chumacera con sus cuerdas,
la borda— ¡todo, todo, todo
se transformó en arcoiris!
Y dejé escapar el pez.




En la sala de espera.


En Worcester, Massachusetts,
fui a acompañar a tía Consuelo
a una cita con e dentista
y me senté a esperarla
en la sala de espera.
Era invierno. Oscurecía
temprano. La sala de espera
estaba llena de adultos,
zapatones de goma y abrigos,
lámparas y revistas.
Mi tía estuvo lo que me pareció
un largo rato adentro
y mientras esperaba leí
el National Geographic
(ya sabía leer) y examiné
en detalle las fotografias:
el interior de un volcán,
negro y lleno de cenizas;
luego aparecía vomitando
riachuelos de fuego.
Osa y Martin Johnson
vestidos con pantalones de montar,
botines y cascos protectores.
Un hombre muerto colgando de un poste
—«Carne para caníbales», leía la inscripción.
Bebés con las cabezas afiladas,
enrolladas en espiral con cordón;
negras desnudas con los cuellos
enrollados en espiral con alambre
como los cuellos de las bombillas eléctricas.
Sus senos eran horribles.
Lo leí todo sin ninguna pausa.
Era demasiado tímida para detenerme.
Luego miré la portada:
los márgenes amarillos, la fecha.

De repente, de adentro
surgió un ¡ah! de dolor
—la voz de tía Consuelo—
ni muy escandaloso ni muy prolongado.
No me sorprendió en lo absoluto;
para entonces ya sabía que ella era
una mujer tímida y tonta.
Podía haberme sentido avergonzada,
pero no lo estaba. Lo que me tomó
enteramente por sorpresa
fue que resulté ser yo:
mi voz, en mi boca.
Sin darme cuenta
yo era mi tontísima tía.
Caía —ambas— caíamos y seguíamos cayendo,
con nuestros ojos fijos en la portada
del National Geographic,
febrero de 1918.
Me dije: dentro de tres días
vas a tener siete años.
Lo decía para detener
la sensación de estar cayéndome
del mundo redondo que seguía girando,
hacia el frío espacio negri-azul.
Pero sentí: tú eres un yo,
eres una Elizabeth,
eres una de ellas.
¿Por qué también tú debes serlo?
Apenas me atrevía a mirar
para averiguar qué es lo que yo era.
Miré de reojo
—no podía mirar de frente—
las sombreadas rodillas grises,
los pantalones, las faldas y las botas
y los diferentes pares de manos
reposando bajo las lámparas.
Sabía que nada tan raro
había sucedido antes, que nada
más raro podría suceder jamás.
¿Por qué debía ser yo mi tía,
o yo misma, o cualquier otra persona?
¿Qué semejanzas—
botas, manos, la voz de nuestra familia
que sentía en mi garganta, o inclusive
el National Geographic
y esos terribles senos colgando—
nos mantenían unidas
o hacían de todas una sola?
Cuán —no sabía ninguna palabra
que pudiera describirlo— «improbable»...
¿Cómo había llegado yo aquí,
igual que ellas, y oído por casualidad
un quejido que pudo tornarse
grito pero que no lo fue?

La sala de espera era calurosa
y estaba bien iluminada. Se desvanecía
bajo una gigantesca ola negra,
otra ola y otra ola más.

Entonces volví a sentirme otra vez en ésta.
La Guerra continuaba. Afuera
en Worcester, Massachusetts,
estaban la noche y la nieve derretida y el frío,
y aún era el cinco
de febrero de 1918.




En las pesquerías.


Aunque la noche es fría,
en una de las pesquerías
hay un viejo sentado preparando
sus redes en el casi invisible anochecer
de un oscuro marrón-púrpura,
su lanzadera, bruñida y gastada.
El aire lleva un olor a bacalao tan fuerte
que hace llorar los ojos y moquear la nariz.
Las cinco pesquerías tienen techos muy puntiagudos
y angostos, con pasarelas afianzadas y en declive,
que dan a almacenes en los desvanes
para que los barriles puedan empujarse hacia arriba y seguidamente hacia abajo.
Todo es de plata: la borrascosa superficie del mar,
hinchándose despacio como si contemplara derramarse,
es opaca, pero el plateado de los bancos,
las trampas langosteras, y los mástiles, desperdigados
entre las peligrosas rocas dentadas,
son de una transparencia manifiesta,
como los pequeños edificios viejos con musgo esmeralda
sobre sus paredes que dan a la costa.
Los toneles de pescado están totalmente forrados
con capas de hermosas escamas de arenques
y las carretillas también están cubiertas
de cremosos, iridiscentes revestimientos de carapachos,
con moscas iridiscentes que se posan sobre éstos.
Allá arriba, en la lomita detrás de las casas,
sobre el ralo y brillante montoncito de yerba,
hay un viejo cabrestante de madera,
rajado, con dos largas y descoloridas manivelas,
y, cual sangre seca, con algunas marcas melancólicas,
donde el herraje se ha oxidado.
El viejo acepta un Lucky Strike.
Era amigo de mi abuelo.
Hablamos de la baja en la población
y del bacalao y el arenque
mientras espera a que llegue el bote arenquero.
Hay lentejuelas sobre su chaleco y sobre su pulgar.
Ha raspado las escamas, lo más hermoso,
de incontables pescados con ese viejo cuchillo negro
que tiene la hoja casi bota.

Abajo, a la orilla,
donde halan los botes por la larga rampa
que baja hasta el agua, hay unos troncos
delgados y plateados, colocados horizontalmente,
cada cuatro o cinco pies, a todo lo largo,
frente a las piedras grises.

Fría oscura profunda y absolutamente diáfana,
la fuerza natural que ninguno de los mortales puede soportar,
ni los peces ni las focas... Atardecer tras atardecer,
he visto aquí una foca en particular.
Sentía curiosidad por mí. Le interesaba la música;
creía, como yo, en la inmersión total,
así que le cantaba himnos bautistas.
También le cantaba «Una poderosa fortaleza es Nuestro Dios».
Se levantaba por sobre el agua y me miraba
fijamente, meneando un poco la cabeza.
Entonces desaparecía, y luego de repente salía del agua
casi en el mismo sitio, con una cierta indiferencia,
como si lo hiciera en contra de su discernimiento.
Fría oscura profunda y absolutamente diáfana,
la diáfana y gris agua helada... A alguna distancia, detrás de nosotros,
comienzan los graves, altos pinos.
Azulosos, reunidos con sus sombras,
un millón de árboles de navidad esperan
la llegada de la Navidad. El agua parece suspendida
sobre las piedras pulidas, grises y azul-grisáceas.
Lo he visto una y otra vez, el mismo mar, el mismo,
meciéndose levemente, con indiferencia, sobre las piedras,
libre, en su frigidez, sobre las piedras,
sobre las piedras y después sobre el mundo.
Si metieras la mano en él,
en el acto te dolería la muñeca,
comenzarían a dolerte los huesos y te quemarías la mano
como si el agua fuera una transmutación del fuego
que se alimenta de las piedras y arde con una llama gris oscuro.
Si lo probaras, al principio te sabría amargo,
luego salado, y después seguramente te quemaría la lengua.
Es como imaginamos el conocimiento,
oscuro, agudo, diáfano, en movimiento, totalmente libre,
sacado de la fría, penosa desembocadura
del mundo, nacido siempre de los pechos
rocosos, fluyendo y contrayéndose, y ya que
nuestro conocimiento es histórico, como una corriente que pasa y ha pasado.




Porfia.


Días que no pueden o no quieren
acercarte a mí,
Distancia que pretende parecer
todo menos terca
porfían y porfian y porfían conmigo
incesantemente
sin lograr demostrar que te quiero o te deseo menos.

Distancia: ¿Recuerdas toda aquella tierra
bajo el avión:
aquella costa
de playas apagadas y rebosantes de arena,
extendiéndose borrosas
hasta donde mis razones no alcanzan?

Días: Y piensa
en todos aquellos instrumentos amontonados,
cada cual para su uso,
anulando mutuamente su experiencia;
en cómo se parecían
a un horrible calendario
«Saludos de Nunca & Siempre, Inc.»

El sonido intimidante
de estas voces
que tenemos que encontrar cada cual por separado
puede y debe ser vencido:
Días y Distancia derrotados
e idos
ambos, definitivamente, del apacible campo de batalla.




Anáfora.


a la memoria de Marjorie Carr Stevens

Con harta ceremonia cada día
comienza, con pájaros, con toques de campanas,
con los pitazos de una fábrica;
nuestros ojos despiertan ante semejantes
cielos de un blanco áureo, semejantes muros relucientes
que por un momento nos preguntamos
« dónde viene la música, la energía?
¿Para qué criatura inefable que no acertamos a ver
estaba destinado el día?» Ah rápidamente él
aparece y asume su calidad mundana
al instante, instantáneamente cae
víctima de una vieja intriga,
apropiándose del recuerdo
y de un mortal mortal cansancio.

Haciéndose visible con una mayor lentitud
y derramándose sobre las caras punteadas,
oscureciéndose, condensando toda su luz;
a pesar de todos los sueños
derrochados en él con esa mirada,
tolera nuestras costumbres y abusos,
se hunde en la corriente de los cuerpos,
se hunde en la corriente de las clases
hasta la noche hasta el mendigo del parque
que, rendido, sin lámpara ni libro
prepara estudios formidables:
el fogoso acontecer
de cada día, con interminable,
perpetuo beneplácito.




Paisaje marino.


Este celestial paisaje marino, con garzas erguidas como ángeles,
volando cuan alto y cuan lejos quieren lateralmente
en incontables hileras de reflejos inmaculados;
toda la región, desde la garza de más alto vuelo
hasta el más leve islote de mangles
de relucientes hojas verdes ribeteadas nítidamente con excrementos de pájaros
cual iluminación plateada,
y hasta los arcos de insinuaciones góticas que forman las raíces de los mangles,
y el hermoso herbaje verde guisante
donde de vez en cuando un pez brinca, como una flor silvestre,
en una ornamental rociada de espuma;
este boceto de Rafael para un tapiz destinado a algún papa:
en efecto se parece al cielo.
Pero un faro esquelético que allí se encuentra
con vestido blanco y negro de oficinista,
y que vive de la desfachatez, se cree sabihondo.
Cree que el infierno brama bajo sus pies de hierro,
que por eso es que el agua llana es tan tibia,
y que él sabe que así no es el cielo.
El cielo no es como volar o nadar,
más bien tiene que ver con la oscuridad y con un fuerte resplandor,
y cuando oscurezca recordará alguna
frase sentenciosa que decir sobre el particular.




El mapa.


La tierra yace en el agua; es un verde sombreado.
Sombras ¿o son bajíos? que muestran
el contorno de extendidos arrecifes llenos de algas marinas por las orillas
donde la maleza cuelga desde el verde hasta el simple azul.
¿O acaso la tierra se inclina para levantar el mar por debajo,
atrayéndolo, imperturbado, a su alrededor?
¿Está la tierra halando el mar por debajo
a lo largo del primoroso y curtido banco de arena?

La sombra de Terranova yace plana y amortiguada.
La de Labrador es amarilla, donde el soñador esquimal
la ha aceitado. Podemos acariciar estas agradables bahías,
cubiertas por un cristal como si esperásemos que florecieran,
o cual si proveyéramos un limpio recipiente para peces invisibles.

Los nombres de los pueblos costeros se precipitan al mar,
los nombres de las ciudades cruzan las montañas adyacentes
—el impresor experimenta en esto la misma agitación
que cuando la emoción excede por mucho su causa—.
Estas penínsulas cogen el agua entre el dedo pulgar y el índice
como mujeres que palpan la suavidad de las telas.

Las aguas de los mapas son más tranquilas que la tierra,
otorgándole a ésta la configuración de sus olas:
sr la liebre de Noruega corre hacia el sur, agitada
los contornos escudriñan el mar, que es donde la tierra yace.
¿Se les imponen o pueden los países escoger sus colores?
—Lo que mejor se ajuste al carácter o a las aguas nacionales—.
La topografía no tiene preferencias; tan accesible el norte, como el oeste.
Más delicados que los de los historiadores son los colores de los cartógrafos.




Cabo Bretón.


En las altas «islas de los pájaros», Ciboux y Hertford,
las alcas y los «frailecillos», de un aspecto ridículo, están todos de espaldas a tierra firme
en filas solemnes e irregulares a lo largo del borde marrón y cubierto de yerba del despeñadero,
mientras las pocas ovejas que allí pastan dicen «Béee, béee.»
(A veces, asustadas por los aviones, se precipitan al mar o caen sobre las rocas.)
El agua, sedosa, continuamente teje,
desapareciendo bajo la bruma en todas direcciones por igual,
la levanta y la penetra a ratos
el cuello serpenteado y chorreante de los corvejones,
y en algún lugar la bruma incorpora el pulso,
veloz pero inurgente, de un bote de motor.

Esa misma bruma cuelga en capas delgadas,
por los valles y desfiladeros de la tierra firme,
cual escarcha derritiéndose reducida
casi al espíritu; los fantasmas de los glaciares van a la deriva
entre los numerosos rebaños de pinos: abetos y alerces—
colores chatos, apagados, y subidos como los de pavos reales,
cada rama se distingue de la otra
por su filo irregular e inquieto como el de una sierra,
pero certero, como la mira de un estereoscopio—.

La peligrosa carretera se encarama por e borde del litoral.
De vez en cuando se ven pequeños tractores amarillos,
pero sin sus conductores, porque hoy es domingo.
Las pequeñas iglesias blancas han sido colocadas sobre las esteradas colinas
cual perdidas puntas de flecha de cuarzo.
La carretera parece abandonada.
Lo que podía significar el paisaje parece abandonado,
a no ser que la carretera lo esté escondiendo hacia el interior,
adonde no llega nuestra vista,
famoso por sus lagos de gran profundidad
y veredas desusadas y montañas rocosas
y millas de bosques quemados que parecen raspaduras grises
como las admirables inscripciones hechas con piedras,
sobre las piedras— y estas comarcas tienen muy poco que ofrecer
salvo las miles de alegres melodías de los gorriones cantores,
que flotan hacia lo alto,
libre y serenamente, atravesando la bruma y enredándose
en las redes delgadas y rotas de los pescadores, que la
humedad ha pintado de marrón—

Un minibús se aproxima, avanzando a brincos,
abarrotado de gente hasta el estribo.
(Durante los días de semana trae víveres, piezas de repuesto para autos y piezas para las bombas mecánicas,
pero hoy sólo trae dos predicadores más, uno de ellos lleva la levita en un colgador de ropa.)
Pasa la tiendita cerrada, la escuela cerrada,
donde hoy no ondea bandera alguna
en el asta de madera devastada, con una perilla de porcelana blanca por remate.
Se detiene y un hombre con un bebé al hombro baja,
brinca un postigo, y cruza una pequeña pradera en cuesta
que declara su pobreza con una nevada de margaritas,
hacia su casa, que no puede verse, frente al mar.

Los pájaros siguen cantando, un becerro berrea, el minibús comienza la marcha,
la tenue bruma persigue el llamado
de las blancas mutaciones de su sueño;
un frío antiguo riza las oscuras quebradas.




Canción para la estación de la lluvias.


Escondida, oh escondida
entre la alta niebla,
la casa donde vivimos,
bajo la roca magnética,
con lluvia llena de arcoiris,
de donde las bromelias negro
sangre, líquenes,
búhos y las hilachas
de las cascadas, familiares,
espontáneos, están asidos.

En una confusa época
de agua
el arroyo canta recio,
desde la caja torácica
de un helecho gigante; el vapor
trepa sin dificultad
por la tupida
maleza, se retrotrae,
envolviendo a ambas,
roca y casa,
en una nube privada.

Por la noche, gotas ciegas
se arrastran sobre el techo
y el búho, por lo común, marrón
nos demuestra
que sabe contar:
cinco veces —siempre cinco—
patea y se va
después que las gordas ranas,
croando de amor,
se encaraman y suben.

Casa, casa abierta
al blanco rocío
y al alba de un blanco lácteo
agradable a los ojos,
a la matrícula
de lepismas, ratón,
polilla,
mariposas nocturnas; con un muro
para el ignorante
mapa del moho;

oscurecida y mancillada
por el cálido tacto
de la cálida respiración,
maculada, adorada,
regocíjate! Pues una época
futura será diferente.
( diferencia que mata,
o intimida, tanto
en nuestra pequeña vida
umbría!) Sin agua

la gran roca quedará
desimantada, pelada,
sin ostentar ya
ni arcoiris, ni lluvia,
ni el generoso aire esfumado
ni la alta niebla disipada;
los búhos mudarán su morada
y las diversas cascadas
se marchitarán
bajo el sol constante.




Visita a Saint Elizabeth's.


Esta es la casa de los locos.

Este es el hombre
que está en la casa de los locos.

Este es el tiempo
del hombre trágico
que está en la casa de los locos.

Este es un reloj pulsera
que da la hora
del hombre conversador
que está en la casa de los locos.

Este es un marinero
que lleva el reloj pulsera
que da la hora
del hombre laureado
que está en la casa de los locos.

Esta es la rada toda de madera
a la que llegó el marinero
que lleva el reloj pulsera
que da la hora
del hombre viejo y valiente
que está en la casa de los locos.

Estos son los años y las paredes del dormitorio,
los vientos y las nubes del mar de tablas
por el que navegó el marinero
que lleva el reloj pulsera
que da la hora
del hombre cascarrabias
que está en la casa de los locos.

Este es un judío con gorro de papel periódico
que baila sollozando por el pasillo
sobre el crujiente mar de tablas
más allá del marinero
que le da cuerda a su reloj
que da la hora
del hombre cruel
que está en la casa de los locos.

Este es un mundo de libros desinflados.
Este es un judío con gorro de papel periódico
que baila sollozando por el pasillo
sobre el crujiente mar de tablas
del marinero chiflado
que le da cuerda a su reloj
que da la hora
del hombre laborioso
que está en la casa de los locos.

Este es un muchacho que da golpecitos contra el piso
para ver si el mundo está allí, si es plano,
para ayudar al judío enviudado con gorro de papel periódico
que baila sollozando por el pasillo
valsando con pasos del tamaño de una tabla de tejer
al lado del marinero callado
que escucha en su reloj
el tictac del tiempo
del hombre tedioso
que está en la casa de los locos.

Estos son los años y las paredes y la puerta
que se cerró a un muchacho que da golpecitos contra el piso
para ver si el mundo está allí y si es plano.
Este es un judío con gorro de papel periódico
que baila alegremente por el pasillo
hacia los mares de tabla que se van
más allá del marinero de la vista fija
que sacude su reloj
que da la hora
del poeta, e hombre
que está en la casa de los locos.

Este es el soldado que regresó de la guerra.
Estos son los años y las paredes y la puerta
que se cerró a un muchacho que da golpecitos contra el piso
para ver si el mundo es redondo o si es plano.
Este es un judío con gorro de papel periódico
que baila alegremente por el pasillo
caminando sobre la tapa de un ataúd
con el marinero loco
que muestra su reloj
que da la hora del hombre malvado
que está en la casa de los locos.




El monumento.


Puedes ver ahora el monumento? Es de madera
construido un poco como una caja. No. Construido
como varias cajas una encima de la otra
de mayor a menor.
Cada una está girada a medias para que
las esquinas queden en dirección de los lados
de la que está debajo y los ángulos alternen.
Y sobre el cubo más alto hay
como una flor de lis de madera desgastada,
largos pétalos de tabla atravesados por hoyos desiguales,
un cuadrilátero ceremonioso, eclesiástico.
De él salen cuatro palos finos combados
(colocados al sesgo, como varas de pescar o astas de bandera)
y de éstos cuelga una construcción aserrada,
cuatro líneas de adorno vagamente tallado
sobre los bordes de las cajas
hasta el suelo.
El monumento está instalado una tercera parte contra
un mar; dos terceras partes contra un cielo.
La escena está montada
(esto es, la perspectiva de la escena)
tan baja que no hay «distancia»,
y estamos situados a mucha distancia con respecto a su interior.
Un mar de tablas estrechas y horizontales
sobresale detrás de nuestro monumento solitario,
sus largas vetas alternando a derecha e izquierda
como las tablas de un piso —manchadas, agitadas-tranquilas
e inmóviles. Un cielo corre paralelo
y es una empalizada más áspera que la del mar:
sol astillado y nubes de fibras alargadas.
« qué no produce sonidos ese extraño mar?
¿Será que estamos bien lejos?
¿Dónde estamos? ¿En Asia Menor
o en Mongolia?»

Un antiguo promontorio,
un principado antiguo cuyo príncipe-artista
pudo haber querido construir un monumento
para marcar una tumba o un límite, o para expresar
una escena melancólica o romántica...
«Pero ese extraño mar parece hecho de madera,
brillando a medias, como un mar de tablas flotantes.
Y el cielo parece de madera veteado de nubes.
Es como un escenario; ¡todo es tan plano!
¡Esas nubes están llenas de briznas relucientes!
¿Qué es esto?
Es el monumento.
«Son cajas apiladas,
con un borde calado de mala calidad y desprendiéndose,
agrietado y sin pintar. Parece viejo.»
—El sol intenso y el viento del mar,
todas las condiciones de su existencia,
pudieron haber descascarado la pintura, si es que en algún momento estuvo pintado,
y lo han hecho más acogedor.
« qué me trajiste a verlo?
Un templo de tablas en un escenario apretado y entablado,
¿qué prueba?
Estoy harta de respirar este aire malsano,
esta sequedad que agrieta el monumento.»

Es un artefacto
de madera. La madera retiene su forma mejor
que el mar o una nube o la arena,
mucho mejor que ci mar o una nube o la arena reales.
Decidió crecer de ese modo, sin moverse.
El monumento es un objeto pero esos adornos,
claveteados con descuido, que no se parecen a nada,
revelan que hay vida y que desea,
quiere ser monumento, demostrar el aprecio de algo.
La más cruda inscripción dice: «conmemorar»,
mientras una vez al día la luz lo rodea
acechándolo como un animal,
o la lluvia cae sobre él, o el viento lo sopla.
Quizá esté lleno, quizá vacío.
Los huesos del artista-príncipe pudieran estar adentro
o lejos en un suelo más seco.
Pero mínima pero adecuadamente ampara
lo que está adentro (que después de todo
no está destinado a ser visto).
Es el comienzo de una pintura,
una escultura, o poema o monumento,
y todo, hecho de madera. Obsérvalo atentamente.




Ciudad nocturna.


(desde el avión)

No hay pie que lo resista,
los zapatos son demasiado frágiles.
Vidrio roto, botellas rotas,
ardiendo a montones.

Nadie podría caminar
sobre esos fuegos:
ácidos rutilantes
y sangres jaspeadas.

La ciudad hace arder lágrimas.
Un lago acumulado
de aguamarina
comienza a sahumarse.

La ciudad hace arder culpas.
—Para la eliminación de culpas
el calor central
debe ser de esa intensidad.

Diáfana linfa,
sangre hinchada y brillante,
salpica
en coágulos dorados

adonde, fundidos, fluyen,
por los oscuros alrededores,
verdes y luminosos
ríos de silicio.

Él solito,
un magnate lloró
un charco de betún,
una luna ennegrecida.

Otro construyó
un rascacielos con su llanto.
¡Cuidado! Sus cables
chorrean, incandescentes.

La conflagración
pugna por aire
en medio de un vacío espantoso.
El cielo ha muerto.

(Sin embargo, hay criaturas,
y criaturas solícitas, más adelante.
Ponen sus pies en el suelo, caminan:
verde, roja; verde, roja.)


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