Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana y desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquellos lugares remotos.
El pintor viajó mucho, visitó y observó detenidamente todos los parajes de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin ni siquiera un boceto.
El emperador se sorprendió por ello y se enojó mucho.
Entonces el pintor pidió que le habilitaran un gran lienzo de pared del palacio. Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones de la lejana provincia: los poblados, las montañas, los ríos, los bosques…
Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba en el sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño y se iba perdiendo a lo lejos. Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje y quedó el inmenso muro desnudo.
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