Los acontecimientos relacionados con el extraño destino de mi amigo el fallecido escultor Jeffrey Corey —si es que el término «fallecido» se ajusta a la verdad— se iniciaron a su regreso de París cuando, en el otoño de 1927, decidió alquilar una casita en la costa, al sur de lnnsmouth. Corey procedía de una familia de prosapia que estaba lejanamente emparentada con los Marsh de Innsmouth, si bien dicho parentesco no le imponía obligación alguna de mantener relaciones con estos sus parientes. En todo caso, existían ciertos rumores sobre los solitarios y retraídos March que todavía vivían en aquella ciudad portuaria de Massachussetts, y lo que en ellos se decía no era lo más adecuado para inspirar a Corey ningún deseo de anunciar su presencia en los alrededores.
Fui a visitarle un mes después de su llegada, acaecida en diciembre de aquel año. Corey era un hombre relativamente joven, pues todavía no había cumplido los cuarenta, y medía seis pies de estatura. Tenía un cutis fino y lozano, exento de todo ornamento capilar, pero llevaba el pelo bastante largo, según era entonces costumbre entre los artistas del Barrio Latino de París. Poseía unos ojos azules muy enérgicos y un rostro anguloso de mandíbula prominente que destacaba en cualquier grupo de gente, y no sólo por su penetrante mirada, sino también por el hecho insólito de que, debajo de la barbilla y de las orejas y en la zona adyacente del cuello, tenía la piel anormalmente gruesa y surcada de arrugas duras y entrelazadas. No era feo y sus correctas facciones poseían una extraña cualidad hipnótica que solía fascinar a quienes lo conocían por primera vez. Cuando fui a visitarle, estaba bien instalado y había empezado a trabajar en una estatua de Rima, la Mujer-Pájaro, que prometía convertirse en una de sus mejores obras.
Tenía almacenadas provisiones para un mes, que habla ido a comprar en Innsmouth, y le encontré más locuaz que de costumbre, sobre todo acerca de sus lejanos parientes de esta ciudad, donde se hablaba no poco de ellos, aunque tampoco abiertamente, en tiendas y establecimientos públicos. Por reservados e insociables, los Marsh despertaban cierta curiosidad natural en sus convecinos, y como esta curiosidad nunca había quedado satisfecha del todo, se habla ido formando en torno a ellos un cúmulo impresionante ‘de leyendas y habladurías que se remontaban hasta cierta generación pasada, notable esta por haberse dedicado al tráfico marítimo con las islas del Pacífico meridional. Lo que se comentaba de ellos era demasiado vago y no significaba nada para Corey, pero contenía tales insinuaciones sobre horrores desconocidos que mi amigo confiaba en poder algún día enterarse más a fondo. No es que él estuviera obsesionado con el tema, sino que ——según explicó— se hablaba tanto de ello en el pueblo que era prácticamente imposible ignorarlo. Me dijo también que pensaba hacer una exposición para tantear el mercado, hizo referencia a varios amigos de Paris y a sus años de estudio en dicha capital, disertó brevemente sobre el vigor de las esculturas de Epstein y comentó la alborotada situación política del país. Cito estos temas de conversación para dejar patente que Corey estaba perfectamente normal cuando le visité por primera vez tras su regreso de Europa. Por supuesto, en Nueva York le había visto fugazmente cuando llegó, pero no había hablado con él largo y tendido como en aquel diciembre de 1927.
Antes de volver a verle, o sea, en el mes de marzo siguiente, recibí una carta suya bastante asombrosa, cuyo meollo iba contenido en el último párrafo, al cual parecía conducir, como a una apoteosis final, el resto de la misiva.
-Quizá te hayas enterado por la prensa de ciertos hechos que han ocurrido aquí en Innsmouth hace un mes. No tengo una información clara de lo sucedido, pero tiene que haberse publicado en algún periódico, aunque no desde luego en los de Massachussetts, que lo han silenciado por completo. Lo único que he podido averiguar del asunto es que se presentó en la ciudad un nutrido grupo de oficiales federales de algún tipo y se llevaron a varios ciudadanos, entre ellos a algunos de mis parientes, aunque no te sé decir a quiénes, pues todavía no me he preocupado de enterarme ni siquiera de cuántos son. O eran, que también puede ser. Lo que he podido averiguar en Innsmouth se refiere a ciertos negocios montados con las islas del Pacífico, a los que evidentemente se dedicaba todavía alguna compañía naviera de la ciudad, por muy raro que esto pueda parecer, ya que los muelles están prácticamente abandonados y además ya no sirven para los barcos de ahora, que suelen tocar en puertos mayores y más modernos. Aparte las razones que hayan motivado esa acción federal, está el hecho indiscutible —y de mayor importancia para mí, como pronto verás— de que, coincidiendo con la operación de Innsmouth, aparecieron varios buques de guerra no muy lejos de la costa, en las cercanías del llamado Arrecife del Diablo, y allí ¡arrojaron numerosas cargas de profundidad!
Las explosiones removieron de tal manera los fondos marinos que poco después las mareas fueron trayendo a la orilla toda clase de residuos, entre ellos una arcilla azul muy especial. A mí me recuerda mucho a una arcilla de ese color que se podía encontrar en algunas zonas del interior del país y que solía usarse para hacer ladrillos, sobre todo hace años, cuando todavía no había métodos más modernos de fabricación. Bueno, lo que importa es que cogí toda la arcilla que pude, antes de que el mar se la volviera a llevar, y que me he puesto a modelar con ella una figura completamente distinta de otras esculturas mías. La titulo provisionalmente «Diosa Marina» y estoy entusiasmado porque promete mucho. Cuando vengas la semana que viene, estoy seguro de que te gustará todavía más que mi Rima.
Contrariamente a sus suposiciones, sin embargo, la nueva estatua de Corey me produjo una extraña repulsión desde el primer momento que la vi. Representaba una figura esbelta, excepto en su estructura pélvica, que a mí me pareció demasiado pesada, y Corey había decidido dotarla de membranas entre los dedos de los pies.
—¿ Por qué? — le pregunté.
—Pues no sé bien por qué —contestó-. La verdad es que no lo tenía planeado, pero me salió así.
—-¿Y de esas especies de grietas en el cuello? ——me refería a una zona que parecía haber sido retocada recientemente.
Se rió con cierto embarazo y asomó a sus ojos una extraña expresión.
—También a mi me gustaría poder darte una explicación satisfactoria de esas señales — dijo— La verdad es que ayer por la mañana, al levantarme, descubrí que había debido levantarme en sueños y ponerme a trabajar, pues ahí en el cuello, debajo de las orejas, en ambos lados, había como unas grietas que parecían..., bueno, que parecían branquias. Ahora estoy arreglando el estropicio.
—Quizá le vayan bien las branquias a una «diosa marina» —opiné.
—Yo creo que se las he debido poner en sueños por lo que oí anteayer en Innsmouth, que fui a comprar algunas cosas que me hacían falta. Nuevas habladurías sobre el clan de los Marsh. Según se decía, parece que algunos miembros de la familia vivían encerrados por propia voluntad a causa de ciertas deformidades físicas relacionadas con una leyenda que también tenía que ver con ciertos indígenas de las islas del Pacífico. Es el típico cuenta fantástico que la gente ignorante se apropia y embellece a su gusto, aunque reconozco que éste es distinto de casi todos, pues lo normal es que se ajusten a un esquema moral judeo-cristiano. Por la noche soñé con esas historias y evidentemente me levanté sonámbulo y plasmé parte del sueño en mí «Diosa Marina».
Aunque me pareció bastante extraño, no hice más comentarios sobre el incidente. Lo que decía Corey parecía lógico y me interesaban mucho más las tradiciones populares de Innsmouth que los desperfectos sufridos por la «Diosa Marina». Además me desconcertó un tanto la visible preocupación que advertí en Corey. Mientras charlábamos del tema que fuera, se le veía animado y normal, pero no pude por menos de observar que, en cuanto se hacía un silencio en la conversación, él se quedaba pensativo y ausente, como si tuviera algo in mente de lo que no se atrevía a hablar; algo que le producía una angustia indefinida, pero de lo cual no sabía nada a ciencia cierta, o por lo menos tan poco que prefería no expresarlo verbalmente. Pero la preocupación se le manifestaba de diversos modos: en la mirada distante, en expresiones fugaces de desconcierto, en furtivas miradas a la lejanía del mar, en que al hablar paseaba inquieto de un lado a otro, en su forma de eludir el tema, como si aún le quedara mucho que reflexionar sobre él.
Luego he pensado que debería haber tomado entonces la iniciativa de explorar esta su preocupación que tan manifiesta me resultaba, pero no lo hice. Me pareció que no era asunto mío y que hacerle más preguntas sobre el tema equivaldría a invadir su intimidad. Aunque éramos amigos desde hacía mucho tiempo, pensé que yo no tenía ningún derecho a meterme en una cuestión que sólo le incumbía a él. Además, él no me dio pie para hacerlo. Como supe más adelante, cuando Corey ya había desaparecido y yo tomado posesión de sus bienes -según él mismo había dejado dispuesto en un documento redactado al efecto—, fue por esta época cuando él empezó a garabatear extrañas anotaciones en un diario que llevaba y que hasta entonces sólo le había servido para apuntar ideas y detalles relativos a su trabajo. Cronológicamente, es en este punto de la secuencia de hechos acaecidos durante los últimos meses de Jeffrey Corey donde deben insertarse dichas extrañas anotaciones.
«7 marzo. Esta noche, sueño rarísimo. Algo me impulsó a bautizar a la “Diosa Marina”. Esta mañana me encuentro la pieza húmeda en cabeza y hombros, como si lo hubiera hecho yo. Arreglo el desperfecto como si no tuviera más remedio que hacerlo, aunque tenía pensado embalar a Rima. Me preocupa lo compulsivo del asunto. »
«8 marzo. Sueño que voy nadando en compañía de hombres y mujeres qué parecen sombras. Cuando les he visto las caras me han parecido demasiado familiares, como si las hubiera visto alguna vez en un álbum antiguo. Hoy, en el drugstore de Hammond, escucho taimadas insinuaciones y sugerencias grotescas sobre los March, como siempre. Cuentan que el bisabuelo Jethro vive en el mar. ¡ Y tiene branquias! Lo mismo dicen de algunos Waite , Gilman y Elliot. Me acerco a la estación de ferrocarril a preguntar una cosa y oigo la misma historia. Los nativos llevan decenios alimentándose del tema.»
«10 marzo. No cabe duda de que me he vuelto a levantar en sueños, pues han aparecido unas leves modificaciones en la “Diosa Marina”. También tiene señales como de que alguien la hubiera rodeado con los brazos. Ayer la estatua estaba seca y esas señales habría que haberlas hecho con un cincel. Pero parece como si las hubieran imprimido en arcilla blanda. Toda la obra estaba húmeda esta mañana.»
« 11 marzo. Experiencia nocturna realmente extraordinaria. Quizá el sueño más intenso de toda mi vida, por lo menos el más erótico. Casi no puedo todavía acordarme de él sin excitarme. He soñado que una mujer desnuda se me metía en la cama, cuando yo ya estaba acostado, y se quedaba allí hasta el amanecer. Ha sido una noche de amor (o tal vez sea más correcto decir de lujuria) como no había conocido desde Paris. ¡Y tan real como aquellas noches del Barrio Latino! Quizá demasiado real, porque me he levantado exhausto. Además, he debido tener un dormir muy inquieto, porque la cama estaba completamente deshecha.»
«12 marzo. Idéntico sueño. Exhausto.»
« 13 marzo. Vuelvo a soñar que nado. En las profundidades del mar. Al fondo del abismo, una ciudad. ¿Ryeh, R’lyeh? ¿Algo llamado “Gran Thooloo”? »
De estos sueños, de estos extraños asuntos, apenas habló Corey cuando estuve visitándole en marzo. Yo le había encontrado un poco tenso y él lo achacó a que no dormía muy bien. Dijo que no descansaba, por pronto que se acostara. También me preguntó entonces si había oído alguna vez las palabras «Ryeh» o «Thooloo» y yo, naturalmente, le contesté que no. Sin embargo, al segundo día de estar allí tuve ocasión de volverlas a oír. Habíamos ido a Innsmouth, lo cual suponía un paseíto en coche de unas cinco millas, y no tardé en darme cuenta de que el verdadero motivo de ir no era comprar provisiones, como me había dicho Corey. Estaba clarísimo que Corey iba de caza. Sin duda había decidido averiguar todo lo que pudiera de su familia y, con esta finalidad, recorrió diversos puntos de la población, desde el drugstore de Ferrand hasta la biblioteca pública, cuyo anciano bibliotecario mostró una extraordinaria reserva en lo tocante a las viejas familias de Jnnsmouth y alrededores. Sin embargo, mencionó los nombres de dos viejos de la localidad que habían conocido a algunos Marsh, Gilman y Waite de su época. Era posible encontrarlos a cualquier hora en cierto bar de Washington Street.
Por muy deteriorado que estuviese, Innsmouth es la clase de pueblo que fascina inevitablemente a todo el que se interesa por la arqueología y la arquitectura, pues tiene más de cien años y la mayoría de sus edificios —exceptuando los del barrio de los negocios— datan de muchos decenios antes del cambio de siglo. Aunque muchos de ellos estaban desiertos y algunos incluso en ruinas, los rasgos arquitectónicos de las casas reflejan una cultura desaparecida hace ya tiempo de la escena americana. A medida que nos acercábamos a la zona portuaria, por Washington Street, se veían más pruebas evidentes de la reciente catástrofe. Había edificios en ruinas -«dinamitados por los federales, según me han contado», dijo Corey— y nadie se había esforzado mucho en arreglar los desperfectos, pues todavía quedaban bocacalles totalmente bloqueadas por los escombros. Ya en los muelles, parecía que habían destruido una calle entera, por lo menos toda una fila de viejos edificios que en su día habían servido de almacenes del puerto, aunque hacía mucho tiempo que estaban abandonados. Al acercarnos a la orilla del mar, todo lo invadió un hedor empalagoso y nauseabundo de claro origen marino. Era más intenso que el olor a pescado podrido que se produce a veces en las aguas estancadas de la costa, o también del interior.
Según Corey, la mayoría de los almacenes volados había sido propiedad de Marsh; se había enterado en el drugstore de Ferrand. En realidad, los miembros de las familias Waite, Gilman y Llliott habían sufrido muy pocas pérdidas. Casi toda la fuerza de la expedición federal había recaído sobre las propiedades de los Marsh. Sin embargo, había sido respetada la Marsh Refining Company, que se dedicaba a manufacturar lingotes de oro y todavía daba empleo a algunos de los lugareños que no vivían de la pesca. Pero la Marsh Refining Company ya no dependía directamente de ningún miembro del clan Marsh. El bar — cuando por fin llegamos— era del siglo pasado y resultaba evidente que en él no se había introducido ninguna mejora desde entonces. Detrás del mostrador había un individuo desaliñado leyendo el Arkham Advertiser, y en la barra, al fondo, había un par de viejos sentados, uno de ellos dormido. Corey pidió una copa de brandy y yo otra. El hombre del mostrador no disimuló su cauto interés hacia nuestras personas.
—¿Seth Akins? —preguntó Corey.
El hombre señaló con la cabeza a su parroquiano dormido.
-¿Qué suele beber? ——volvió a preguntar Corey.
-De todo.
Póngale otro brandy.
El tabernero sirvió el brandy en una copa mal lavada y la depositó en el mostrador. Corey la llevó hasta donde estaba el viejo dormido, se sentó junto a el y le despertó.
—Bébase una copa conmigo —le invitó.
El viejo levantó la vista, revelando un rostro hirsuto y unos ojos legañosos bajo la mata de pelo enmarañado y cano. Vio el brandy, lo cogió, con sonrisa incierta, y se lo bebió. Corey empezó a interrogarle como si sólo pretendiera charlar un rato con un viejo habitante de Innsmouth. Al principio se refirió en términos generales al pueblo y a la comarca que se extendía a su alrededor entre Arkham y Newburyport. Akins habló con entera libertad. Corey le invitó a otra copa y luego a otra. Pero la locuacidad de Akins desapareció en cuanto Corey le mencionó a las antiguas familias, especialmente a los Marsh. El viejo adoptó una actitud claramente cautelosa y de vez en cuando lanzó fugaces miradas a la puerta, como si le hubiera gustado escapar de la situación. Corey, sin embargo, le apretó bien las clavijas y Akins terminó por ceder.
—Bueno, supongo que ya no importa hablar ——dijo por fin—. Casi todos los Marsh se han ido desde que vinieron los federales hace un mes. Y nadie sabe adónde, pero no han vuelto. ——El viejo empezó a irse por las ramas, pero por fin, después de muchos circunloquios, abordó el tema del comercio con las Indias orientales——: El que empezó el negocio fue el capitán Obed Marsh, que algo se traía entre manos con aquellos indios orientales. Se trajeron algunas mujeres de allí y las tenían en la casa grande que había construido. Y después, a los jóvenes Marsh, se les puso esa pinta extraña y les dio por irse nadando al Arrecife del Diablo y se estaban allí horas enteras y no es normal pasar tanto tiempo bajo el agua. El capitán Obed se casó con una de esas mujeres y los jóvenes Marsh se fueron a las Indias orientales y trajeron más. El negocio de los Marsh no se vino abajo como otros. Los tres barcos del capitán Obed, que eran el bergantín Columbia, el pailebote Sumatra Queen y otro bergantín, el Hetty, navegaron por los océanos sin sufrir un solo accidente. Y esa gente, o sea, los orientales y los Marsh, empezaron una especie de religión nueva que la llamaban Orden de Dagón. Y se hablaba mucho de ellos en voz baja y de lo que pasaba en sus reuniones, y los jóvenes, bueno, a lo mejor se perdieron, pero el caso es que nadie los volvió a ver. Y luego, ya sabe, pues por entonces se habló mucho de sacrificios, o sea humanos, pero no desapareció ningún Marsh ni Gilman ni Waite ni Ellioth, o sea, que ninguno de ellos se perdió o lo que fuera. Y también se murmuraban cosas de un sitio llamado «Ryeh» y de algo llamado «Thooloo », que para mi tienen que ver con ese tal Dagón....
Al llegar a este punto, Corey le interrumpió para aclarar este particular, pero el viejo no supo contestarle y yo no comprendí hasta después el motivo del súbito interés de Corey.
Akins prosiguió:
-La gente no quería tener que ver con los Marsh ni con los otros tampoco. Pero a los Marsh es a los que más se les había puesto esa pinta extraña. Algunos se pusieron tan terribles que no los sacaban de casa sino de noche, y se pasaban todo el tiempo nadando en la mar. Nadaban como peces, según decían, que yo no lo vi. Ya la gente, de estas cosas ni hablaba, porque vimos que el que hablaba demasiado desaparecía como aquellos jóvenes y nunca se volvía a saber de él. El capitán Obed aprendió muchas cosas en Ponapé, que se las enseñaron los canacos, y eran cosas sobre unos que los decían «los profundos», que vivían debajo del agua. Y se trajo toda clase de figurillas y tallas que representaban peces y otras cosas marinas que no eran peces y que Dios sabe lo que eran.
—¿Qué hizo con esas tallas? —intervino Corey.
—Las que no llevó al Templo de Dagón, las vendió. Y a buen precio, que ya lo creo que se las pagaron bien. Pero ya no quedan. Y tampoco hay ya Orden de Dagón y no se ha vuelto a ver a los Marsh por estos alrededores desde que dinamitaron los almacenes. Y no los arrestaron a todos, no señor. Dicen que los Marsh que quedaban se fueron a la orilla de la mar y se metieron en el agua y se ahogaron —-el viejo soltó una carcajada áspera——, pero nadie ha visto ningún cadáver de los Marsh, ningún cuerpo ha aparecido en la orilla.
Al llegar a este punto de la narración, ocurrió un incidente verdaderamente singular. De pronto, el viejo se fijó en mi compañero, abrió los ojos desmesuradamente, dejó caer la quijada y le empezaron a temblar las manos. Durante unos instantes quedó como congelado en la misma postura. Pero al momento se bajó del taburete, giró y corrió tambaleándose a la calle con un grito largo y desesperado que pronto fue barrido por el viento invernal. Decir que quedamos asombrados seria poco. La súbita huida de Seth Akins había sido tan inesperada que Co-rey y yo nos miramos atónitos. No fue sino algún tiempo después cuando se me ocurrió que la supersticiosa mente de Akins debía haber flaqueado al ver las extrañas arrugas que tenía Corey en el cuello, debajo de las orejas. En el curso del diálogo con el viejo, la gruesa bufanda con que Corey se protegía del frío viento de marzo se había ido aflojando y, por fin, se había escurrido del todo, dejando a la vista esa zona de piel espesa y como agrietada que siempre había formado parte del cuello de Jeffrey Corey dándole cierta apariencia de vejez.
No se me ofreció ninguna otra explicación, pero no se la mencioné a mi amigo por no alterarle más, que bastante lo estaba ya.
-¡Vaya galimatías! -exclamé cuando nos vimos de nuevo en Washington Street.
Corey afirmó con la cabeza, pero me di cuenta de que algunos aspectos de la narración del viejo le habían impresionado, y no gratamente por cierto. Consiguió sonreír sin ningún entusiasmo y, como respuesta a mis ulteriores comentarios, se limitó a encogerse de hombros, como si no quisiera hablar de lo que habíamos oído contar a Akins. Durante toda la velada estuvo llamativamente silencioso y preocupado. Recuerdo que me sentí algo molesto al notar que no quería compartir conmigo la carga secreta que le abrumaba. Pero, naturalmente, sospecho que sus propios pensamientos le debían parecer tan fantásticos e increíbles que prefirió no comunicármelos por si hacía el ridículo ante mí. Así, pues, tras hacerle varias preguntas de tanteo y comprobar que las eludía, no volví a tocar el tema de Seth Akins y las leyendas de Innsmouth. A la mañana siguiente regresé a Nueva York.
Nuevas citas textuales del Diario de Jeffrey Corey
«18 marzo. Esta mañana me despierto convencido de que no he dormido solo. Señales en almohada y cama. Habitación y cama muy húmedas, como si una persona empapada se hubiera acostado junto a mí. Sé intuitivamente que era una mujer. ¿Pero cómo? Me asusta pensar que la locura de los Marsh se esté empezando a apoderar de mí. Pisadas en el suelo.»
«19 marzo. ¡Ha desaparecido la “Diosa Marina”! La puerta está abierta. Durante la noche ha debido entrar alguien y llevársela. El dinero que le puedan dar por ella no compensa el riesgo. No se han llevado nada más.»
«20 marzo. Me he pasado la noche soñando todo lo que dijo Seth Akins. ¡He visto al capitán Obed en el fondo del mar! Ancianísimo. ¡Con branquias! Buceaba hasta muy por debajo de la superficie del Atlántico, más allá del Arrecife del Diablo. Muchos más, hombres y mujeres. ¡El aspecto inconfundible de los Marsh! ¡Oh, el poder y la gloria! »
«21 marzo. Noche del equinoccio. Un dolor pulsátil en el cuello durante toda la noche. No he podido dormir. Me he levantado y he dado un paseo hasta el mar. ¡Cómo me atrae el mar! Nunca me había dado cuenta como ahora. Y, sin embargo, recuerdo que ya de niño — ¡y en mitad del continente! — me gustaba jugar a que oía el sonido del mar, el romper de las olas, el silbido del viento sobre las aguas. Todavía me queda una sensación tremenda de que algo va a pasar.»
Con esta misma fecha —21 de marzo— me escribió Corey su última carta. En ella no decía nada de los sueños, pero sí del dolor del cuello: -No es de la garganta, eso está claro. No me cuesta tragar. Parece que el dolor se localiza en esa zona de piel gruesa, o rugosa, o agrietada, como quieras llamarla, que tengo debajo de las orejas. Pero no te lo puedo describir. No es como el dolor de una tortícolis, o de una rozadura, o de un golpe. Es como si la piel se me fuera a romper hacia fuera, pero al mismo tiempo llega hasta muy hondo. Y, además, no puedo quitarme de la cabeza que esta a punto de pasarme algo. Algo que temo y deseo a la vez. Me obsesiona un concepto que yo denomino, a falta de otras palabras, conciencia ancestral. »
Le contesté aconsejándole que fuera a un médico y prometiéndole que iría a visitarle a primeros de abril. Pero para entonces Corey había desaparecido. Había pruebas de que había bajado a la orilla y penetrado en el océano, aunque no era posible determinar si su intención había sido la de nadar o la de quitarse la vida. Se descubrieron huellas de sus pies desnudos en lo que quedaba de aquella extraña arcilla arrojada en febrero por el mar, pero no había pisadas de vuelta. No había dejado ningún mensaje de despedida, pero sí instrucciones para mí sobre la forma de disponer de sus efectos. Me nombraba administrador de sus bienes, lo que parecía indicar que tampoco él debía tenerlas todas consigo. Se buscó el cuerpo de Corey —aunque sin gran entusiasmo— a lo largo de la costa, lo mismo a un lado que a otro de Innsmouth, pero la búsqueda resultó infructuosa. Al presidente del comité de encuesta no le fue difícil dictaminar que Corey había hallado la muerte por imprudencia.
La reseña de los hechos que parecen relacionados con el misterio de esta desaparición no debe finalizarse sin añadir un sucinto relato de lo que vi en el Arrecife del Diablo el día 17 de abril, al atardecer. Era un crepúsculo apacible. El mar parecía un espejo y no corría ni un soplo de viento. Yo estaba terminando de arreglar los asuntos de Corey y me apeteció remar un rato en el mar. Las habladurías relativas al Arrecife del Diablo me llevaron inevitablemente hacia lo que quedaba de él: unas pocas rocas melladas y rotas que sobresalían de la superficie, cuando la marea estaba baja, a una milla larga del pueblo. El sol se había puesto, por el cielo de occidente se extendía un suave resplandor y el mar tenía un color cobalto profundo hasta donde alcanzaba la vista.
Acababa de llegar al arrecife cuando se produjo un gran alboroto en el agua. La superficie marina se quebró en muchos lugares. Me detuve y permanecí inmóvil, esperando que una escuela de delfines emergiera de un momento a otro y disfrutando anticipadamente del espectáculo.
Pero no eran delfines. Eran ciertos moradores del mar de cuya existencia yo no tenía conocimiento. Realmente, a la menguante luz del crepúsculo, los escamosos nadadores parecían peces humanos. Excepto una pareja, los demás permanecieron alejados del bote donde yo estaba. Aquella pareja —una hembra de extraño color arcilloso y un macho— llegaron a acercarse bastante al bote, desde donde yo los miraba con una mezcla de sentimientos a la que no era ajena esa clase de terror que hunde sus raíces en un profundo temor a lo desconocido. Pasaron nadando cerca de mí, emergiendo y sumergiéndose, y cuando se alejaban, el más claro de piel se volvió hacia mí y me dirigió una mirada deliberada mientras emitía un extraño sonido gutural que no dejaba de guardar cierta semejanza con mi nombre: « ¡Jack! » Me quedé con la clara e inconfundible convicción de que aquella criatura marina con branquias tenía la cara de Jeffrey Corey.
Todavía sueño con ella.
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