Aquel año pasé dos meses de la estación seca en una de las haciendas –en realidad, la princi pal hacienda ganadera– de una famosa compa ñía fabricante de extracto de carne. BOS. Ya habrán visto ustedes estas tres letras mágicas en las páginas de anuncios de las revistas y periódicos, en los escaparates de las tiendas de comestibles y en los calendarios del próximo año que se reciben por correo en el mes de noviembre. También se reparten folletos, es critos en un estilo de un empalagoso entusiasmo y en varias lenguas, con estadísticas sobre ma taderos y efusiones de sangre que bastarían por sí mismos para hacer desmayar a un turco. El «arte» que ilustra esta «literatura» representa, en vividos y brillantes colores, la estampa de un toro negro, grande y bravo, encima de una ser piente amarilla que se retuerce entre la hierba verde esmeralda, con un cielo azul cobalto al fondo. Es atroz y alegórico. La serpiente simbo liza la enfermedad, la debilidad, quizá simple mente el hambre, que después de todo es la enfermedad crónica de la mayoría de los seres hu manos. Por supuesto, todos conocen a BOS, S.A. y sus incomparables productos: Vinobos, Jellybos, y la última e impar maravilla, Tribos, ali mento que no sólo se ofrece altamente concen trado, sino además semidigerido. Tal es, al pa recer, el amor que la compañía siente hacia su prójimo: como el amor de los pingüinos machos y hembras por sus hambrientas crías.
Lógicamente, el capital de un país debe estar colocado de un modo productivo. No tengo nada que decir en contra de la compañía. No obstan te, puesto que yo también estoy animado por sentimientos de afecto hacia mi prójimo, el mo derno sistema de publicidad me entristece. Por más que evidencie el espíritu de empresa, el inge nio, la desenvoltura y los recursos de ciertos individuos, para mí es la prueba del absoluto predominio de esa forma de degradación men tal que se llama credulidad. En diversas partes del mundo civilizado e inci vilizado he tenido que tragar los productos BOS con más o menos provecho aunque con escaso placer. Preparado con agua caliente y sazonado con abundante pimienta para resaltar el gusto, el extracto no resulta del todo desagradable. Pero nunca he podido soportar sus anuncios. Quizá no hayan ido lo bastante lejos. Por lo que recuerdo, no prometen la eterna juventud a los consumidores de BOS, ni han atribuido todavía a sus estimables productos la facultad de resucitar a los muertos. ¿Por qué esta austera reser va, me pregunto? Pero creo que ni con eso llegarían a convencerme. Si alguna forma de de gradación mental estoy sufriendo (como huma no que soy), no es en cualquier caso la popular. Yo no soy crédulo.
Mucho me he esforzado en hacer esta acla ración acerca de mi persona en vistas a la his toria que sigue a continuación. He comprobado los hechos en la medida de lo posible. He con sultado los archivos de los periódicos fran ceses y también hablé con el oficial que está al mando de la guardia militar de la Ile Royale cuando en el curso de mis viajes visité Cayena. Creo que la historia es cierta en líneas genera les. Es una de esas historias que ningún hom bre, creo yo, inventaría jamás sobre sí mismo, ya que no es ni grandiosa ni lisonjera, ni siquie ra lo suficientemente divertida como para hala gar a una vanidad pervertida.
La historia atañe al mecánico del vapor per teneciente a la hacienda ganadera que en Marañón tiene la BOS, S.A. Esta hacienda es también una isla, una isla tan grande como una pequeña provincia, situada en el estuario de un gran río de Sudamérica. Es agreste, aunque no hermosa, y la hierba que crece en sus llanuras es al pare cer de un excepcional poder nutritivo y propor ciona a la carne un gusto exquisito. En el aire resuena el mugido de innumerables manadas, un sonido profundo y lastimero bajo el cielo despejado, que se eleva como una monstruosa pro testa de prisioneros condenados a muerte. En tierra firme, separada por veinte millas de aguas descoloridas y turbias, hay una ciudad cuyo nombre, digamos, es Horta.
Pero la característica más interesante de esta isla (que parece una especie de establecimiento penitenciario para ganado condenado) consiste en que es el único habitat conocido de una es pléndida mariposa, sumamente rara. Esta espe cie es aún más rara que bella, lo que ya es decir. Ya aludí antes a mis viajes. En aquella época yo vivía entregado a los viajes, pero estricta mente por placer y con una moderación desco nocida en nuestros días de viajes alrededor del mundo. Incluso viajaba con un propósito deter minado. En honor a la verdad, soy «¡Ja, ja, ja! un furioso asesino de mariposas. ¡Ja, ja, ja!.
Ese era el tono en que míster Harry Gee, ge rente de la explotación ganadera, aludía a mis aficiones. Parecía considerarme la cosa más ab surda del mundo. Por otra parte, la BOS, S.A. representaba para él la cima de las realizaciones del siglo XIX. Creo que dormía con las polainas y las espuelas puestas. Pasaba los días sobre su silla de montar, galopando por las llanuras, se guido de un tropel de jinetes semisalvajes que le llamaban don Enrique y no tenían una idea clara de lo que era la BOS, S.A. que pagaba sus salarios. Era un magnífico gerente, pero, no sé por qué, cuando nos encontrábamos a la hora de comer, me daba una palmada en la espal da mientras inquiría ruidosa y burlonamente: «¿Cómo se le ha dado hoy el mortal deporte? ¿Sigue con sus mariposas? ¡Ja, ja, ja! sobre todo teniendo en cuenta que me cobraba dos dólares diarios por hospedarme en la BOS, S.A. (capital de 1.500.000 £ totalmente desembolsa do), dinero incluido sin ninguna duda en el ba lance de aquel año. «No creo que pueda hacer nada menos justo con mi compañía», observó con gran gravedad, mientras conveníamos las condiciones de mi estancia en la isla.
Su zumba habría resultado bastante inofen siva si la intimidad de nuestro trato, careciendo de todo sentimiento amistoso, no hubiera sido algo detestable de por sí. Y más aún, sus chistes no eran muy graciosos. Consistían en la aburri da repetición de frases descriptivas aplicadas a la gente mientras se carcajeaba. «Furioso asesi no de mariposas. ¡Ja, ja, ja!» era una muestra de ese ingenio peculiar que a él tanta gracia le hacía. Y esa misma vena de humor exquisito hizo que llamara mi atención sobre el mecánico del vapor, cierto día, mientras paseábamos por el sendero que bordeaba la ensenada.
La cabeza y los hombros del mecánico sur gieron por encima de la cubierta, sobre la que estaban esparcidas varias de sus herramientas de trabajo y unas pocas piezas de maquinaria. Estaba reparando las máquinas. Ante el ruido de nuestras pisadas levantó ansiosamente su cara tiznada de barbilla puntiaguda y con un pequeño bigote rubio. Cuanto podía verse de sus delicados rasgos bajo el tizne negro me pareció estar consumido y lívido, en medio de la sombra verdosa del enorme árbol que extendía su folla je sobre el barco amarrado cerca de la orilla. Ante mi gran sorpresa, Harry Gee se dirigió a él llamándole Cocodrilo, en tono medio bur lón y fanfarrón característico de su deleitable autosatisfacción:
–¿Cómo va el trabajo, Cocodrilo? Hubieran tenido que avisarme con anteriori dad de que el amable Harry había aprendido en alguna parte –en cualquier colonia– un extraño francés que pronunciaba con una precisión forza da y desagradable aun cuando quisiera darle una expresión burlona a cuanto decía. El hombre del barco le contestó rápidamente con voz agradable. Sus ojos tenían una dulzura líquida y sus dien tes, de una deslumbrante blancura, centelleaban entre sus finos labios caídos. El gerente se vol vió hacia mí, jovial y chillón, para explicarme: –Le llamo Cocodrilo porque vive indistinta mente dentro y fuera de la ensenada. Como un anfibio, ¿comprende? En la isla no hay otros anfibios que los cocodrilos; así es que debe per tenecer a esa especie, ¿eh? Pero en realidad es nada menos que un citoyen anarchiste de Barcelone.
–¿Un ciudadano anarquista de Barcelona? –repetí, estúpidamente, mirando a aquel hombre. Había vuelto a su trabajo en la máquina del barco y nos daba la espalda. En esta actitud, le oí protestar claramente:
–Ni siquiera sé español.
–¿Eh? ¿Qué dice? ¿Se atreve a negar que viene de allí? –dijo el gerente encarándosele cruelmente.
Ante esto el hombre se enderezó, dejando caer la llave que había estado usando, y nos miró; pero un temblor recorría todo su cuerpo.
–¡No niego nada, nada, absolutamente nada! –dijo con gran excitación.
Recogió la llave y prosiguió trabajando sin prestarnos más atención. Tras observarle duran te uno o dos minutos, nos marchamos.
–¿Es realmente un anarquista? –le pregun té, cuando era imposible ya que nos oyera.
–Me importa un bledo lo que sea –contestó el chistoso funcionario de la BOS, S.A.– Le llamo así porque me conviene darle ese nombre. Es bueno para la compañía.
–¡Para la compañía! –exclamé deteniéndo me de sopetón.
–¡Aja! –dijo triunfante ladeando su cara de perro barbilampiño, plantado sobre sus largas y delgadas piernas–. Le sorprende, ¿no? Estoy obli gado a hacer lo mejor por mi compañía. Tiene unos gastos enormes. Nuestro agente en Horta me ha dicho que gasta cincuenta mil libras al año en publicidad en todo el mundo. No se puede hacer economías durante las exhibiciones. Pues bien, escuche. Cuando me hice cargo de la ha cienda, no teníamos el vapor. Pedí uno, una y otra vez, en cada carta, hasta que lo conseguí; pero el hombre que mandaron con él se largó al cabo de dos meses, dejando la lancha atracada en el pontón de Horta. Consiguió un trabajo mejor en una serrería, río arriba, ¡maldito sea! Y a partir de entonces siempre pasaba lo mismo. Cualquier vagabundo escocés o yanqui que se dice mecánico cobra dieciocho libras al mes y la siguiente cosa de la que uno se entera es que se ha largado, tras causar quizás algún destrozo. Le doy mi palabra de que algunos de los tipos que he tenido como maquinistas no sabían distinguir la caldera de la chimenea. Pero éste conoce su oficio y no creo que quiera largarse. ¿Entiende? Y me golpeó ligeramente en el pecho para dar mayor énfasis a sus palabras. Pasando por alto sus peculiares modales, quise saber qué tenía que ver todo eso con que el hombre fuera un anar quista.
–¡Mire! –se burló el gerente–. Si usted vie ra, de pronto, a un hombre descalzo, despeinado, escondiéndose entre los matorrales de las orillas de la costa de la isla y, al mismo tiempo, obser vara a menos de una milla de la playa una pe queña goleta llena de negros virando de repente, no iría a creer que el hombre había caído del cielo, ¿verdad? Y no podía provenir más que de allí o de Cayena. Conservé la calma. En cuan to vi ese curioso juego, me dije: «Presidiario fugitivo.» Estaba tan seguro de eso como de que está usted aquí ahora mismo. De modo que ca balgué directamente hacia él. Permaneció de pie durante un instante sobre un montículo de arena, gritando: «Monsieur! Monsieur! Arrétez!» Luego, en el último momento, cambió de opinión y salió corriendo. Yo me dije: «Te domaré antes de en tendérmelas contigo.» Así que, sin decir una pa labra, le seguí, cortándole el paso en todas di recciones. Le alcancé en la playa y, por fin, le acorralé en una punta, con el agua a los tobillos y con sólo el mar y el cielo a su espalda, mien tras mi caballo piafaba en la arena y sacudía la cabeza a una yarda de él.
«Cruzó los brazos sobre el pecho y alzó la barbilla en una especie de gesto de desespera ción; pero yo no me dejé impresionar por la actitud de aquel bribón.
«–Eres un convicto fugitivo –le dije.
«Cuando me oyó hablar en francés, bajó su barbilla y mudó la expresión de su rostro.
»–No niego nada –me dijo, jadeando, por que le había hecho correr delante de mi caballo durante un buen rato. Le pregunté qué hacía allí. En ese momento ya había recobrado el alien to y me explicó que pretendía dirigirse hacia una granja que, según había oído (a la gente de la goleta, supongo), se encontraba por allí cerca. Ante eso me eché a reír estrepitosamente y él se inquietó ¿Le habían engañado? ¿No había una granja cerca de allí?
»Me reí aún más ruidosamente. Iba a pie y, sin duda, la primera manada de ganado que se hubiera cruzado le habría hecho trizas bajo sus pezuñas. Un hombre a pie atrapado en los pastizales no tiene ni la más remota posibilidad de escapar.
»–El que llegara yo le ha salvado ciertamen te la vida –le dije. Él comentó que quizá fuera cierto; pero que él había pensado que quería aplastarle bajo los cascos de mi caballo.
»Le aseguré que nada hubiera sido más fácil para mí de haberlo querido. Y entonces llega mos a una especie de punto muerto. A fe mía que no había nada que hacer con ese presidiario, a no ser arrojarlo al mar. Se me ocurrió pre guntarle qué le había llevado hasta allí. Movió la cabeza.
»–¿Qué fue? –le dije–. ¿Hurto, asesinato, violación, o qué?
«Quería oír de sus propios labios lo que tu viera que decir, aunque, por supuesto, esperaba que fuera alguna mentira. Pero todo cuanto dijo fue:
»–Haga lo que quiera. No niego nada. No es bueno negar.
»Le miré detenidamente y entonces me asaltó un pensamiento.
»–Han mandado anarquistas allí también –le dije–. Quizá eres uno de ellos.
»–No niego nada de nada, monsieur –re pitió.
»Esta respuesta me hizo pensar que quizá no fuese un anarquista. Creo que esos condenados lunáticos están más bien orgullosos de sí mis mos. Si hubiera sido uno de ellos, probablemen te lo habría confesado abiertamente.
»–¿Qué eras antes de convertirte en un pre sidiario?
–Ouvrier –dijo–. Y un buen obrero ade más.
»Ante estas palabras, comencé a pensar que debía ser un anarquista, después de todo. Esta es la clase de la que provienen casi todos, ¿no? Odio a esos salvajes que arrojan bombas cobar demente. Casi pensé en dar media vuelta a mi caballo y dejarle morir de hambre o ahogarse allí mismo como él quisiera. Si pretendía cruzar la isla para molestarme de nuevo, el ganado daría buena cuenta de él. No sé qué me indujo a preguntarle:
»–¿Qué clase de obrero?
»No me importaba gran cosa que contestara o no. Pero cuando, inmediatamente, dijo "Mécanicien, monsieur", casi salté de la silla de exci tación. La lancha había permanecido estropeada y ociosa en la ensenada durante tres semanas. Mi deber hacia la compañía estaba claro. El también notó mi sobresalto y durante un mi nuto o dos permanecimos mirándonos de hito en hito como hechizados.
«–Monta a la grupa de mi caballo –le dije–. Pondrás mi barco en condiciones.
En estos términos el digno gerente de la hacienda del Marañón me relató la llegada del supuesto anarquista. Pretendía que se quedara allí –movido de un sentimiento del deber hacia la compañía– y el nombre que le había dado le impediría conseguir ningún empleo en Horta. Los vaqueros de la hacienda, cuando fueran allí de permiso, lo difundirían por toda la ciudad. No sabían qué era un anarquista, ni lo que sig nificaba Barcelona. Le llamaban Anarquisto de Barcelona, como si fuera su nombre y apellido. Pero la gente de la ciudad leía en los periódicos noticias de los anarquistas europeos y estaba muy impresionada. En cuanto a la jocosa cole tilla «de Barcelona», míster Harry Gee se reía con inmensa satisfacción. «Los de esa raza son especialmente sanguinarios, ¿no? Eso hace que la gente de la serrería se sienta aterrorizada ante la idea de tener algo que ver con él, ¿compren de? –se regocijaba cándidamente–. Con este nombre le tengo más sujeto que si tuviera una pierna encadenada a la cubierta del barco.»
–Y observe –añadió, tras una pausa– que no lo niega. En cualquier caso, no cometo con él ninguna injusticia. Es un presidiario, de todos modos.
–Pero supongo que le pagará un salario, ¿no? –le pregunté.
–¡Un salario! ¿Para qué quiere dinero aquí? Consigue comida en mi cocina y ropa en el alma cén. Por supuesto, le daré algo al final del año, pero ¿no pensará usted que voy a dar trabajo a un presidiario y a pagarle lo mismo que le daría a un hombre honrado? Yo miro ante todo por los intereses de mi compañía.
Admití que una compañía que gastaba cincuen ta mil libras al año en publicidad necesitaba obviamente la más estricta economía. El gerente de la estancia de Marañón emitió un gruñido de aprobación.
–Y le diré –continuó– que si estuviera se guro de que es un anarquista y tuviera la cara dura de pedirme dinero, le daría un buen pun tapié. Sin embargo, le concedo el beneficio de la duda. Estoy totalmente dispuesto a creer que no ha hecho nada peor que clavarle un cuchillo a alguien –en circunstancias atenuantes– al estilo francés, ya sabe. Pero esa estupidez sub versiva y sanguinaria de suprimir la ley y el orden en el mundo hace que me hierva la sangre. Con eso no hacen sino darle la razón a las per sonas decentes, respetables y trabajadoras. Le diré que la gente que tiene conciencia, como usted y como yo, debe estar protegida de alguna forma; si no, el más despreciable de los picaros que andará suelto por ahí sería en todos los aspectos tan bueno como yo. ¿No es cierto? ¡Y eso es absurdo!
Me miró. Sacudí ligeramente la cabeza y mur muré que sin duda había muchas verdades suti les en su punto de vista. La principal verdad perceptible en el punto de vista de Paul, el mecánico, era que cosas muy pequeñas pueden labrar la ruina de un hombre.
–Il ne faut pas beaucoup pour perdre un homme –me dijo, pensativo, una tarde.
Cito esta reflexión en francés porque el hom bre era de París, y no de Barcelona. En Mar anón vivía lejos de la casa, en un pequeño cobertizo de techo metálico y paredes de paja al que él llamaba mon atelier. Tenía allí un banco de tra bajo. Le habían dado varias mantas de caballo y una silla, no porque tuviera jamás ocasión de cabalgar, sino porque los peones, que eran todos vaqueros, no usaban otro lecho. Y sobre estos arneses, como un hijo de las praderas, solía dormir entre los instrumentos propios de su oficio, en una litera de hierro roñoso, con una fragua portátil sobre su cabeza, bajo el banco de trabajo que sostenía su mugriento mosqui tero.
De vez en cuando le llevaba unos pocos cabos de vela procedentes de las escasas provisiones de la casa del gerente. Me estaba muy agrade cido por ello. No le gustaba permanecer despier to en la obscuridad, me confesó. Se quejaba de que el sueño le huía. «Le sommeil me fuit», declaraba, con su habitual aire de manso estoicis mo, que le hacía simpático y conmovedor. Le hice saber que no prestaba excesiva importancia al hecho de que hubiera sido un presidiario. Así fue como una tarde se sintió inclinado a hablar de sí mismo. Uno de los cabos de vela colocado en una esquina del banco estaba a punto de apagarse, y se apresuró a encender otro.
Había hecho el servicio militar en una guar nición de provincias y luego regresó a París para seguir trabajando en su oficio. Estaba bien pa gado. Me contó con orgullo que durante un breve tiempo estuvo ganando por los menos diez francos diarios. Pensaba establecerse por su cuenta poco después y casarse. Al llegar a este punto suspiró profundamente e hizo una pausa. Luego recobró su aire estoico:
–Parece ser que no me conocía lo suficiente.
El día que cumplió veintiocho años, dos de sus amigos del taller de reparaciones donde tra bajaba le propusieron invitarle a cenar. Se sintió enormemente conmovido por la atención.
–Era un hombre serio –observó–, pero no soy por eso menos sociable que otros.
El festejo se celebró en un pequeño café del Boulevard de la Chapelle. Con la cena tomaron un vino especial. Era excelente. Todo era exce lente; y el mundo –según sus propias pala bras– parecía un buen lugar para vivir. Tenía buenas perspectivas, algún dinero ahorrado, y el afecto de dos excelentes amigos. Se ofreció a pa gar todas las bebidas después de cenar, lo que era justo por su parte. Bebieron más vino; también licores, coñac, cerveza, y luego más licores y más coñac. Dos desconocidos que estaban sentados en la mesa de al lado le miraron, me dijo, con tanta cor dialidad, que les invitó a unirse a la fiesta. Nunca había bebido tanto en su vida. Su alegría era extremada y tan agradable que cuan do decaía se apresuraba a pedir más bebidas. –Me parecía –me dijo con su tono tranqui lo, mirando al suelo en el lóbrego cobertizo cu bierto de sombras– que estaba a punto de al canzar una felicidad grande y maravillosa. Otro trago, pensaba, y lo conseguiría. Los otros me acompañaban, vaso tras vaso.
Pero sucedió algo extraordinario. Algo que dijeron los desconocidos hizo que su alegría se disipara. Lóbregas ideas –des idees noires– se agolparon en su mente. Todo el mundo fuera del café le pareció un lugar obscuro y malo, donde una multitud de pobres desgraciados te nían que trabajar como esclavos con el solo fin de que unos pocos individuos pudieran pasear en coche y vivir desenfrenadamente en palacios. Se quedó avergonzado de su felicidad. La piedad por la suerte cruel de la humanidad inundó su corazón. Con una voz sofocada por el dolor trató de expresar estos sentimientos. Creo que lloraba y maldecía alternativamente.
Sus dos nuevos amigos se apresuraron a aplaudir su humana indignación. Sí. La mucha injusticia que había en el mundo era realmente escandalosa. Sólo había una forma de acabar con esta sociedad podrida. Demoler toda la sacrée boutique. Hacer saltar por los aires todo este inicuo espectáculo. Sus cabezas revoloteaban sobre la mesa. Le susurraban palabras elocuentes; no creo que ellos mismos esperaran el resultado. Estaba muy borracho, completamente borracho. Con un au llido de rabia saltó de pronto encima de la mesa. Dando puntapiés a las botellas y a los vasos, gritó: «Vive l'anarchie! ¡Muerte a los capitalis tas!» Lo gritó una y otra vez. A su alrededor caían vasos rotos, se blandían sillas en el aire, la gente se cogía por la garganta. La policía irrum pió en el café. Él golpeó, mordió, arañó y luchó, hasta que algo se estrelló contra su cabeza... Volvió en sí en una celda de la policía, encar celado bajo la acusación de asalto, gritos sedi ciosos y propaganda anarquista. Me miró fijamente con sus ojos líquidos y brillantes, que parecían muy grandes en la luz mortecina.
–Aquello estaba feo. Pero aun así, podría haberme librado, quizá –dijo lentamente.
Lo dudo. Pero toda posibilidad se esfumó a causa del joven abogado socialista que se ofreció a hacerse cargo de su defensa. En vano le aseguró que no era anarquista; que era un tranquilo y respetable mecánico deseoso de tra bajar diez horas al día en su oficio. Fue presen tado en el juicio como una víctima de la socie dad, y sus gritos de borracho como la expresión de su infinito sufrimiento. El joven abogado tenía que hacer carrera y este caso era justo lo que deseaba para empezar. El alegato de la defensa fue magnífico. El pobre hombre hizo una pausa, tragó sa liva y declaró:
–Fui condenado a la pena máxima aplicable a un primer delito.
Emití un murmullo apropiado a las circuns tancias. Él agachó la cabeza y se cruzó de brazos. –Cuando me soltaron –comenzó, suavemen te–, fui corriendo a mi antiguo taller, natural mente. Mi patrón sentía especial simpatía por mí antes; pero cuando me vio se puso lívido de terror y me mostró la puerta con mano tem blorosa.
Mientras permanecía en la calle, inquieto y desconcertado, fue abordado por un hombre de mediana edad, que se presentó como ajustador mecánico, también. «Sé quién eres –dijo–. Asis tí a tu juicio. Eres un buen camarada y tus ideas son firmes. Pero lo malo de esto es que no conseguirás trabajo en ninguna parte ahora. Estos burgueses se confabularán para que te mueras de hambre. Eso es lo que hacen siempre. No esperes clemencia del rico.» Estas amables palabras en la calle le reconfortaron mucho. Era al parecer de esa clase de gente que necesita apoyo y simpatía. La idea de no poder conseguir trabajo le había trastor nado completamente. Si su patrón, que le cono cía tan bien y sabía que era un obrero tran quilo, obediente y competente, no había querido saber nada de él, los demás tampoco lo harían. Era evidente. La policía, que no le quitaba el ojo de encima, se apresuraría a poner en ante cedentes a cualquier patrón tentado de darle una oportunidad. De pronto se sintió impotente, alarmado e inútil. Siguió al hombre de mediana edad hasta el estaminet de la esquina, donde se encontraron con otros buenos compañeros. Le aseguraron que no le dejarían morir de ham bre, con trabajo o sin él. Bebieron y brindaron por la derrota de todos los patronos y por la destrucción de la sociedad.
Se sentó mordisqueando su labio inferior.
–Así fue como me convertí en un compagnon, monsieur –dijo. La mano que se pasó por la frente temblaba– A pesar dé todo, hay algo que no marcha en un mundo donde un hombre puede perderse por un vaso más o menos.
Siguió con la vista baja, aunque yo podía ver que cada vez se excitaba más en su abatimiento. Dio una palmada en el banco con la mano abierta.
–No –gritó–. ¡Era una existencia imposi ble! Vigilado por la policía, vigilado por los camaradas, yo ya no era dueño de mí mismo. ¡Ni siquiera podía sacar unos pocos francos de mis ahorros del banco sin que un camarada se aso mara a la puerta para comprobar que no me escapaba! Y la mayoría de ellos eran ni más ni menos que ladrones. Los inteligentes, quiero decir. Robaban al rico; no hacían más que re cuperar lo que era suyo, decían. Cuando había bebido, les creía. También había tontos y locos. Des exaltes, quoi! Cuando había bebido, les quería. Cuando aún estaba más bebido, me ponía furioso con el mundo. Eran los mejores momen tos. Encontraba refugio de la miseria en la rabia. Pero no se puede estar siempre borracho, n'est-ce pas, monsieur? Y cuando estaba sobrio, temía romper con ellos. Me habrían matado como a un cerdo.
Se cruzó otra vez de brazos y levantó su barbilla afilada con una sonrisa amarga.
–Pronto empezaron a decirme que ya era hora de que me pusiera a trabajar. El trabajo consistía en robar un banco. Luego lanzarían una bomba para destruir el lugar. Mi papel, como principiante, sería vigilar la calle de atrás y cuidar de un saco negro con la bomba dentro hasta que fuera preciso. Después de la reunión en que se decidió el asunto, un camarada de confianza me seguía a todas partes. No me atreví a protestar; temía que me mataran tranquila mente allí mismo; sólo una vez, mientras pa seábamos juntos, me pregunté si no sería mejor que me lanzara al Sena. Pero mientras daba vueltas a la idea, ya habíamos cruzado el puente y luego no tuve oportunidad de hacerlo.
A la luz de la vela, con sus rasgos afilados, su bigotillo esponjoso y su rostro ovalado, pa recía unas veces delicada y tiernamente joven, y otras parecía muy viejo, y decrépito, apesa dumbrado, apretando sus brazos cruzados contra el pecho. Como permanecía callado, me sentí obligado a preguntar:
–¡Bueno! ¿Y cómo acabó?
–Deportación a Cayena –contestó.
Parecía creer que alguien había denunciado el plan. Mientras permanecía vigilado en la calle de atrás, con el saco en la mano, fue atacado por la policía. «Esos imbéciles» le pusieron fuera de combate sin darse cuenta de lo que tenía en la mano. Se preguntaba cómo era que la bomba no había explotado al caer. Pero el caso es que no explotó.
–Traté de contar mi historia ante el tribu nal –continuó–. El presidente se divirtió mu cho. Hubo en la sala algunos idiotas que se rieron.
Le expresé la esperanza de que algunos de sus compañeros hubieran sido apresados tam bién. Se estremeció levemente antes de decirme que fueron dos: Simon, apodado Biscuit, el ajus tador de mediana edad que le habló en la calle, y un tipo llamado Mafile, uno de los simpáticos desconocidos que aplaudieron sus palabras y consolaron su dolor humanitario cuando se embo rrachó en el café.
–Sí –prosiguió con esfuerzo–, pude disfru tar de su compañía allí, en la isla de San José, entre otros ochenta o noventa presidiarios. Es tábamos todos clasificados como peligrosos.
»La isla de San José es la más bella de las Iles de Salut. Es rocosa y verde, con pequeños barrancos, matorrales, arbustos, bosquecillos de mangos y muchas palmeras de hojas como plu mas. Seis guardianes armados con revólveres y carabinas están encargados de los presidiarios allí encerrados. Una galera de ocho remos mantiene comu nicada durante el día a la He Royale, al otro lado de un canal de un cuarto de milla de an chura, donde hay un puesto militar. Hace el primer viaje a las seis de la mañana. A las cuatro de la tarde termina el servicio y entonces es atracada en un pequeño muelle de la He Royale, donde, junto a otros pequeños barcos, quedan bajo la vigilancia de un centinela. Desde ese mo mento y hasta la mañana siguiente, la isla de San José permanece incomunicada del resto del mundo, mientras los guardianes patrullan por turnos por el camino que va de su casa a las cabañas de los presidiarios y una multitud de tiburones patrulla por el agua. En estas circunstancias, los presidiarios pla nearon un motín. Esto era algo desconocido en la historia del penal. Pero su plan no dejaba de tener algunas posibilidades de éxito. Los guar dianes serían cogidos por sorpresa y asesinados durante la noche. Sus armas permitirían a los presidiarios disparar contra los tripulantes de la galera cuando repostara por la mañana. Una vez en posesión de la galera, capturarían otros barcos y todos ellos se alejarían remando de la costa.
»Al anochecer, los dos guardianes de servicio pasaron revista a los presidiarios, como de cos tumbre. Luego procedieron a inspeccionar las cabañas para asegurarse de que todo estaba en orden. En la segunda cabaña en la que entraron fueron abatidos y ahogados bajo la multitud de asaltantes. El crepúsculo se extinguió rápidamen te. Había luna nueva; y los pesados y negros nubarrones que se cernían sobre la costa aumen taban la profunda obscuridad de la noche. Los presidiarios se reunieron al aire libre, deliberan do sobre el próximo paso que darían y discutien do entre ellos en voz baja:
–¿Usted tomó parte en todo esto? –le pre gunté.
–No. Sabía, por supuesto, lo que iban a hacer. Pero ¿por qué iba a matar yo a esos guardianes? No tenía nada contra ellos. Y al mismo tiempo me aterrorizaban los demás. Pasara lo que pa sara, no podría escapar de ellos. Me senté, solo, en el tocón de un árbol, con la cabeza entre las manos, angustiado ante el pensamiento de una libertad que para mí no podía ser sino una burla. De pronto me asusté al percibir la figura de un hombre en el camino, cerca de donde yo me encontraba. Estaba de pie, inmóvil; luego su silueta se desvaneció en la noche. Debía de ser el jefe de los guardianes que iba a ver lo que les había ocurrido a sus hombres. Nadie reparó en él. Los presidiarios siguieron discu tiendo sus planes. Los cabecillas no conseguían ser obedecidos. El feroz cuchicheo de esa obscura masa de hombres era realmente horrible. Finalmente, se dividieron en dos grupos y se alejaron. Cuando hubieron pasado, me levanté, cansado e impotente. El camino hacia la casa de los guardianes estaba obscuro y silencioso, pero a ambos lados de los matorrales susurraban le vemente. Al poco rato, vi un débil rayo de luz ante mí. El jefe de los guardianes, seguido de tres de sus hombres, se acercaba cautelosamente. Pero no había cerrado bien su linterna. Los pre sidiarios vieron también el débil destello. Se oyó un grito terrible y salvaje, un tumulto en el obscuro camino, disparos, golpes, gemidos: y entre el ruido de los matorrales aplastados, las voces de los perseguidores y los gritos de los persegui dos, la caza del hombre, la caza del guardián, pasó junto a mí y se dirigió hacia el interior de la isla. Estaba solo. Y le aseguro, monsieur, que todo me era indiferente. Tras permanecer allí durante un rato, eché a andar a lo largo del camino hasta que tropecé con algo duro. Me detuve y recogí el revólver de un guardián. Comprobé con mis dedos que tenía cinco balas en la recámara. Entre las ráfagas de viento oí a los presidiarios llamándose allá lejos; luego el re tumbo de un trueno cubrió el murmullo de los árboles. De pronto, un fuerte resplandor se cruzó en mi camino, a lo largo del suelo. Pude ver una falda femenina y el borde de un delantal.
»Imaginé que la persona que los llevaba sería la mujer del jefe de los guardianes. Se habían olvidado de ella, al parecer. Sonó un disparo en el interior de la isla y ella ahogó un grito mien tras echaba a correr. La seguí y pronto la vi de nuevo. Estaba tirando de la cuerda de la gran campana que cuelga junto al embarcadero, con una mano, mientras que con la otra columpia ba la linterna de un lado a otro. Era la señal convenida para requerir la ayuda de la He Ro yale durante la noche. El viento se llevaba el sonido desde nuestra isla y la luz que colum piaba quedaba oculta por los pocos árboles que crecían junto a la casa de los guardianes. Me acerqué a ella por detrás. Seguía sin parar, sin mirar atrás, como si hubiese estado sola en la isla. Una mujer valiente, monsieur. Puse el revólver dentro de mi blusa azul y es peré. Un relámpago y un trueno apagaron la luz y el sonido de su señal durante un momento, pero ella no vaciló; siguió tirando de la cuerda y columpiando la linterna con la regularidad de una máquina. Era una mujer bien parecida, de no más de treinta años. Pensé para mí: "Esto no es bueno en una noche como ésta." Y me dije que si alguno de mis compañeros presidia rios bajaba al embarcadero –lo que sin duda sucedería pronto– le dispararía a ella un tiro en la cabeza antes de matarme. Conocía bien a los "camaradas". Esta idea me devolvió el in terés por la vida, monsieur; e inmediatamente, en lugar de permanecer estúpidamente en el muelle, me retiré a poca distancia de allí y me agaché detrás de un arbusto. No quería que sal taran sobre mí de improviso y me impidieran quizá prestar un servicio supremo al menos a un ser humano antes de morir a mi vez.
»Pero es de suponer que alguien vio la señal, porque la galera volvió de He Royale en un tiempo asombrosamente corto. La mujer perma neció de pie hasta que la luz de su linterna ilu minó al oficial en jefe y las bayonetas de los soldados que iban en el barco. Entonces se sentó en el suelo y comenzó a llorar. Ya no me necesitaba. No me moví de allí. Algunos soldados estaban en mangas de camisa, a otros les faltaban las botas, tal como la llama da a las armas les había cogido. Pasaron corrien do a paso ligero junto a mi arbusto. La galera había regresado en busca de refuerzos; la mujer seguía sentada, sola, llorando, al final del muelle, con la linterna a su lado en el suelo. Entonces, de pronto, vi gracias a su luz, al final del muelle, los pantalones rojos de otros dos hombres. Me quedé estupefacto. Ellos también salieron corriendo. Sus blusas desabrocha das revoloteaban a su alrededor y llevaban la cabeza descubierta. Uno de ellos dijo, jadeando, al otro:
»–¡Sigue, sigue!
»Me pregunté de dónde habrían salido. Len tamente me dirigí hacia el muelle. Vi la figura de la mujer, sacudida por los sollozos, y oí de forma cada vez más clara sus gemidos:
–¡Oh, mi hombre! ¡Mi pobre hombre! ¡Mi pobre hombre!
»Me fui de allí sin hacer ruido. Ella no podía ver ni oír nada. Se había cubierto la cabeza con el delantal y se mecía rítmicamente en su dolor. Pero de pronto observé que había un pequeño barco amarrado al final del muelle.
»Los dos hombres –parecían sous officiers– debían de haber venido en él, al no poder subir a tiempo a la galera, supongo. Es increíble que infringieran el reglamento por un sentido del deber. Y además era estúpido. No podía dar cré dito a mis ojos cuando salté dentro del barco. Me deslicé sigilosamente a lo largo de la orilla. Una nube negra se cernía sobre las Iles de Salut. Oí disparos, gritos. Había comenzado otra caza: la caza del presidiario. Los remos eran demasiado largos para manejarlos con co modidad. Los movía con dificultad, aunque el barco en sí era ligero. Pero cuando di la vuelta a la isla se desató un temporal de viento y lluvia. Era incapaz de luchar contra él. Dejé que el barco, a la deriva, se dirigiera hacia la orilla y lo amarré. Conocía el lugar. Había un viejo cobertizo destartalado cerca del agua. Acurrucado allí oí a través del ruido del viento y del aguacero que alguien se acercaba aplastando los matorrales. Estaba yo junto a la orilla. Quizá soldados. La violenta luz de un relámpago me permitió ver lo que me rodeaba. ¡Dos presidiarios!
»Inmediatamente, una voz asombrada excla mó:
»–¡Es un milagro!
Era la voz de Simón, por otro nombre Bis cuit.
»Y otra voz refunfuñó:
–¿Qué es lo que es un milagro?
»–¡Hay un barco ahí!
»–¡Debes estar loco, Simon! Pero, espera, sí... ¡Es un barco!
«Parecían ensimismados, en completo silen cio. El otro hombre era Mafile. Habló de nuevo, cautelosamente.
»–Está amarrado. Debe de haber alguien ahí.
«Entonces me dirigí a ellos desde el cober tizo:
»–Soy yo.
«Entraron y pronto me dieron a entender que el bote era suyo, no mío.
»–Somos dos contra uno –dijo Mafile.
«Salí afuera para estar seguro de ellos, por miedo a recibir un golpe a traición en la cabeza. Pude haber disparado contra ellos allí mismo. Pero no dije nada. Contuve la risa, que subía a mis labios. Les pedí humildemente que me permitieran ir con ellos. Se consultaron en voz baja sobre mi suerte, mientras yo sujetaba con mi mano el revólver en la pechera de mi blusa. Sus vidas estaban en mi poder. Les dejé vivir. Quería que remaran. Les dije con abyecta humildad que conocía el manejo de un barco y que, siendo tres a remar, podríamos descansar por tumos. Esto les decidió finalmente. Ya era hora. Un poco más y habría estallado en sono ras carcajadas ante el cómico espectáculo.
Al llegar a este punto, su excitación creció. Saltó del banco, gesticulando. Las sombras alar gadas de sus brazos, lanzadas como flechas hacia el techo y las paredes, hacían que el cobertizo pareciera demasiado pequeño para contener su agitación.
–No niego nada –exclamó–. Estaba rego cijado, monsieur. Saboreaba una especie de feli cidad. Pero permanecí muy quieto. Me tocó remar toda la noche. Salimos a altar mar, con fiando en que pasara un barco. Era una acción descabellada. Les persuadí de ello. Cuando salió el sol, la inmensidad del agua estaba en calma y las Iles de Salut parecían pequeñas manchas en lo alto de las olas. En ese momento yo go bernaba el barco. Mafile, que estaba remando encorvado, dejó escapar un juramento y dijo: –Debemos descansar. Había llegado por fin la hora de reír. Y lo hice a gusto, puedo asegurárselo. Apretándome los costados, me retorcía en mi asiento, ante sus caras sorprendidas.
»–¿Qué le pasa a este idiota? –grita Mafile.
»Y Simon, que estaba más cerca de mí le dice por encima del hombro:
»–El diablo me lleve si no creo que se ha vuelto loco.
«Entonces les mostré el revólver. ¡Aja! En un momento su mirada se llenó de odio, como no puede usted imaginar. ¡Ja, ja, ja! Estaban ate rrados. Pero remaron. Oh, sí, remaron todo el día, a ratos con aire feroz y a ratos con aire desfa llecido. No perdí detalle, porque no les podía quitar los ojos de encima ni un momento o –¡zas!– se me echarían encima en una décima de segundo. Mantuve mi revólver sujeto sobre mis rodillas con una mano, mientras gobernaba el barco con la otra. Sus caras comenzaron a lle narse de ampollas. El cielo y el mar parecían de fuego a nuestro alrededor y el mar hervía al sol. El barco se deslizaba con un siseo sobre el agua. A veces Mafile echaba espuma por la boca y a veces gemía. Pero remaba. No se atrevía a de tenerse. Sus ojos se inyectaron de sangre y mor día su labio inferior como si quisiera hacerlo pe dazos. Simon estaba ronco como una corneja. »–Cantarada... –comienza. »–Aquí no hay camaradas. Soy vuestro patrón.
–Patrón, entonces –dice–, en nombre de la humanidad, permítenos descansar.
»Se lo permití. Había agua de lluvia en el fondo del barco. Les dejé que la bebieran en el hueco de la mano. Pero cuando di la orden "En route", les sorprendí intercambiando miradas significativas. ¡Pensaban que alguna vez tendría que dormir! ¡Aja! Pero yo no quería dormir. Es taba más despierto que nunca. Fueron ellos los que se durmieron mientras remaban, dejando caer bruscamente los remos uno tras otro. Les dejé acostarse. El cielo estaba cuajado de estre llas. El mundo se hallaba en calma. Salió el sol. Un nuevo día. Allez! En route! Remaban de mala gana. Sus ojos giraban de un lado a otro y sus lenguas colgaban de su boca. A media mañana, Mafile gruñó:
»–Vamos a atacarle, Simon. Prefiero recibir un tiro que morir de sed, hambre y fatiga re mando.
»Pero mientras hablaba seguía remando; y Si mon también remaba. Me sonrió. ¡Ah! Amaban la vida, esos dos, en este maldito mundo suyo, como la amaba yo también antes de que me la amargaran con sus frases. Les hice remar hasta el agotamiento y sólo entonces señalé las velas de un barco en el horizonte. ¡Ajá! Tendría que haberles visto revivir y afa narse en su trabajo. Porque les hice que siguieran remando en dirección al rumbo del barco. Habían cambiado. La especie de piedad que había sentido por ellos se desvaneció. Se parecían más a sí mismos por momentos. Me miraban con unos ojos que recordaba muy bien. Eran felices. Son reían.
»–Bien –dice Simon–, la energía dé este joven nos ha salvado la vida. Si no nos hubiera obligado, no habríamos remado jamás hasta el derrotero de los barcos. Camarada, te perdono. Te admiro.
»Y Mafile desde delante:
»–Tenemos una deuda de gratitud contigo, camarada. Tienes madera de jefe.
»¡Camarada, monsieur! ¡Ah, bonita palabra! Y ellos, esos dos hombres, la habían hecho odiosa para mí. Les miré. Recordé sus mentiras, sus promesas, sus amenazas y todos mis días de miseria. ¿Por qué no me dejaron en paz cuando salí de la prisión? Les miré y pensé que mientras vivieran jamás podría ser libre. Jamás. Ni yo ni otros como yo, de corazón ardiente y voluntad débil. Porque sé muy bien que mi voluntad no es fuerte, monsieur. La ira me invadió –la ira de una atroz borrachera–, pero no contra la injusticia de la sociedad. ¡Oh, no! »–¡Debo ser libre! –grité, furioso.
–Vive la liberté! –aúlla el rufián de Ma file–. Mort aux bourgeois que nos enviaron a Cayena! Pronto sabrán que somos libres.
»El cielo, el mar, todo el horizonte pareció volverse rojo, de un rojo de sangre, alrededor del barco. Mi pulso latía tan fuerte que me pregunté si no lo oirían. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que no lo entendieran?
»Oí a Simon preguntar:
»–¿No hemos remado suficiente ya?
»–Sí. Suficiente –dije. Lo sentía por él; a quien odiaba era al otro. Soltó el remo con un profundo suspiro y mientras levantaba la mano para enjugarse la frente con el aire de un hom bre que ha cumplido con su deber, apreté el gatillo de mi revólver y le disparé desde la cur va apuntando al corazón.
»Se desplomó sobre la borda, con la cabeza colgando. No le eché un segundo vistazo. El otro gritó desgarradoramente. Fue un chillido de ho rror. Luego todo quedó en silencio. Dejó caer el remo sobre su rodilla y levantó las manos apretadas ante su rostro en actitud de súplica.
«–¡Piedad! –murmuró desmayadamente–. ¡Ten piedad de mí, camarada!
»–¡Ah, camarada! –murmuré en voz baja–. Sí, camarada, por supuesto. Bien, grita, pues Vive l'anarchie.
«Levantó los brazos, la cara hacía el cielo y abrió la boca de par en par en un grito de des esperación:
»–Vive l'anarchie! Vive...!
»Se derrumbó en un ovillo, con una bala en la cabeza.
»Les arrojé a los dos por la borda. También tiré el revólver. Luego me senté en silencio.
¡Era libre, al fin! Al fin. Ni siquiera miré hacia el barco; no me importaba; en realidad creo que debí caer dormido, porque de repente oí gritos y vi el barco casi encima de mí. Me izaron a bordo y amarraron el bote a popa. Eran todos negros, excepto el capitán, que era un mulato. Sólo conocía unas palabras de francés. No pude averiguar a dónde iban ni quiénes eran. Me die ron algo de comer todos los días; pero no me gustaba la forma en que solían discutir acerca de mí en su lengua. Quizá estaban pensando en lanzarme por la borda para apoderarse del bote. ¿Cómo iba yo a saberlo? Cuando pasamos fren te a esta isla, pregunté si estaba habitada. Me pareció oírle decir al mulato que había una casa en ella. Una granja, imaginé qué quería decir. De modo que le pedí que me dejara desembarcar en la playa y que se quedara con el bote por las molestias. Esto es, supongo, lo que deseaban. El resto ya lo conoce.
Tras pronunciar estas palabras, perdió de re pente el dominio de sí mismo. Caminaba de un lado a otro rápidamente, hasta que echó a co rrer; sus brazos giraban como un molino de viento y sus exclamaciones se hicieron mucho más delirantes. Su estribillo era que «no negaba nada, nada». No podía hacer más que dejarle que siguiera así y apartarme de su camino, repi tiendo: «Calmez vous, calmez vous», a interva los, hasta que su agitación le dejó exhausto. Debo confesar, también, que permanecí a su lado mucho tiempo después de que se metiera bajo su mosquitero. Me había rogado que no le dejara; así pues, del mismo modo que uno per manece sentado junto a un niño nervioso, me senté junto a él –en nombre de la humanidad–basta que cayó dormido.
En general, mi opinión es que tenía más de anarquista de lo que me confesó o se confesaba a sí mismo; y que, dejando a un lado las carac terísticas especiales de su caso, era muy pareci do a muchos otros anarquistas. El corazón ardien te y la mente débil: ésa es la clave del enigma. Y es un hecho que las contradicciones más acu sadas y los conflictos más agudos del mundo se producen en todo pecho humano capaz de expe rimentar sentimientos y pasiones. Por una encuesta personal puedo garantizar que la historia del motín de los presidiarios fue, en todos sus detalles, tal como él me la contó.
Cuando volví a Horta desde Cayena y vi de nuevo al «anarquista», no tenía buen aspecto. Estaba aún más cansado, aún más débil y lívido de veras bajo los sucios tiznones de su oficio. Evidentemente, la comida del peonaje de la com pañía (en forma no concentrada) no le convenía en absoluto. Nos encontramos en el pontón de Horta. Yo traté de inducirle a que dejara la lancha anclada donde estaba y me siguiera a Europa. Habría sido delicioso pensar en la sorpresa y el disgus to del buen gerente ante la huida del pobre hombre. Pero se negó con invencible obstina ción.
–¡Pero no querrá vivir siempre aquí! –grité.
El movió la cabeza.
–Moriré aquí –dijo. Y luego añadió caviloso–: Lejos de ellos.
A veces pienso en él, tumbado con los ojos abiertos sobre el arnés de caballo en el pequeño cobertizo lleno de herramientas y pedazos de hierro, en el anarquista esclavo de la hacienda de Marañón, esperando con resignación ese sue ño que «huye» de él, como solía decir de esa forma inenarrable.
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