Algo yace en el campo, en algún sitio,
confiada a la tierra ciega y olvidadiza,
algo que estimuló en un poeta la profecía,
un poco de polvo invisible y abandonado.
El polvo de la alondra que escuchó Shelley
y que inmortalizó desde entonces,
aunque sólo vivió como los otros pájaros
sin saber que sería inmortal;
vivió su mansa vida y un día cayó,
una pequeña bola de plumas y huesos:
y cómo murió, cómo cantó cuando se despedía,
nadie lo sabe
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