miércoles, 16 de julio de 2025

La ventana sellada. Ambrose Bierce (1842-1914)

En 1830, a pocas millas de lo que hoy es la gran ciudad de Cincinnati, había un gran bosque casi virgen. La región entera estaba poco poblada y quienes allí vivían eran gentes de la frontera, espíritus pioneros que después de alzar cabañas bastante confortables en la tierra conquistada al bosque, y después de alcanzar una prosperidad que hoy no nos parecía tal, sino pura indigencia, abandonaban todo, empujados por una cierta inquietud, por algo misterioso aunque probablemente debido a su afán de aventura, para dirigirse al oeste y hacer frente a nuevos peligros y a mayores privaciones, hasta conquistar esas escasas comodidades que habían abandonado.

Muchas de aquellas gentes ya se habían marchado hacia tierras remotas, pero permanecía en la región uno de los primeros hombres en llegar. Vivía solo en una cabaña hecha de troncos y rodeada no ya de bosque sino de selva, podría decirse... La cabaña de aquel hombre parecía formar parte del bosque, de tan silenciosa y oscura; y él mismo.

Nadie le había visto jamás esbozar una sonrisa y nadie le había oído decir nunca una palabra de más, ni mucho menos una lisonja. Satisfacía sus pocas necesidades mediante el trueque o la venta de pieles de los animales que cazaba, una actividad a la que se dedicaba, pues nada cultivaba en aquella tierra que, por derecho, podría haber llamado suya sin que ninguna autoridad pudiera reclamársela. El hombre, en cualquier caso, no era un tipo de esos que se abandonan; había hecho mejoras tales, alrededor de su casa, como despejar un espacio de bosque mediante la sencilla aunque dura tarea de tirar con su hacha algunos árboles, de manera que los troncos y las raíces ya podridas de aquéllos se vieron cubiertas de maleza con el paso de los meses. Era conocido que aquel hombre no es que no se preocupara de la agricultura, sino que mostraba cierto desdén hacia los agricultores.

Su cabaña, en la que tenía una buena estufa de leña para calentarse en invierno, una cabaña de techo de tablones sostenidos por vigas transversales, y con los troncos de las paredes recubiertos de barro agrietado con el paso del tiempo, tenía sólo una puerta y una ventana. La ventana, sin embargo, quedó tapiada muy pronto, por decisión del huraño habitante de la cabaña, a tal punto que nadie recordaba haberla visto abierta alguna vez; en realidad casi nadie recordaba haber visto allí una ventana. Y no es que a aquel hombre le disgustasen la luz diurna o el aire puro y vivificante; en las pocas ocasiones en que cualquier otro cazador de la región se adentraba por aquel lugar en lo más profundo del bosque, había visto al huraño tomando el sol a la puerta de su casa, con el rifle descansando sobre sus piernas. Supongo que son pocos los que conocen el secreto de aquella ventana. Yo sí. Hablaré de ello.

Decían que se llamaba Murlock. Aparentaba unos sesenta años, aunque sólo tenía cincuenta. Algo que no eran precisamente los años había contribuido a hacer que el tiempo se le echara encima, envejeciéndolo. Tenía largos el cabello y la barba, muy grises; sus ojos, de un azul grisáceo y muy apagados, parecían hundidos en sus cuencas; su rostro, completamente surcado por arrugas muy profundas que parecían pertenecer a sendos sistemas convergentes, en cualquier caso, era el que mejor se hubiera podido imaginar para su delgadez y su gran estatura. Tenía los hombros caídos, como los hombres que se han desempeñado mucho tiempo cargando y descargando en los muelles.

Yo nunca lo vi, debo decírselo antes que nada; todo lo que sé de él me lo contó mi abuelo, gracias al cual supe también su historia. Mi abuelo incluso lo tuvo por vecino un tiempo, antes de que el huraño decidiera levantar su cabaña en lo más apartado del bosque.

Un día encontraron a Murlock muerto en su cabaña. No era un tiempo en el que abundaran los periódicos, ni mucho menos los forenses, por lo que supongo que todo el mundo pensó que había muerto por causas naturales. De no ser así, me lo habrían dicho y supongo que aún lo recordaría, tengo buena memoria... Sólo sé que, gracias a lo que probablemente era simple sentido común, su cuerpo recibió sepultura cerca de la cabaña que había habitado, donde él, a su vez, había enterrado tiempo atrás a la que fuera su esposa; tanto tiempo atrás que apenas le recordaba ya nadie cuando murió Murlock. Con su muerte, pues, se cierra el capítulo final de su historia. Aunque años después, acompañado por un alma igualmente audaz, entré en el bosque y me aproximé lo suficiente a la cabaña abandonada y casi a punto de irse al suelo, para tirar una piedra y alejarme a toda prisa, como hacen los niños bien informados acerca de la existencia de fantasmas en las casas abandonadas.

Hablemos, sin embargo, de algo más importante, de aquel capítulo referido a Murlock que me contó mi abuelo.

Cuando el hombre levantó la choza y empezó a emplearse con el hacha enérgicamente para hacer un claro, cosa a la que se dedicaba cuando dejaba descansar el rifle que le daba de comer, era joven, fuerte; incluso albergaba ciertas esperanzas, como cualquier aventurero en tierras extrañas e inhóspitas. En la región del este de la que provenía se había casado, como era costumbre en aquel tiempo, con una joven digna, desde luego, de la mayor de sus devociones. Aquella mujer compartía con él peligros y privaciones, siempre con el mejor espíritu y el corazón alegre, henchido también de esperanzas. No sabemos cuál fue su nombre. La tradición, por lo demás, guarda silencio a propósito de sus encantos físicos, por lo que cada cual es libre de creer o no que los tenía.

Pero no permita Dios que yo comparta esas dudas. De su alegría, probable consecuencia de su belleza, hay testimonios suficientes por lo que sabemos de la vida de Murlock una vez quedó viudo. Sólo el magnetismo de un recuerdo imborrable pudo haber encadenado su espíritu siempre aventurero a aquel lugar, una vez que ella su hubo ido.

Un día regresó Murlock de cazar en algún lugar distante de su cabaña, y encontró a su esposa enferma, delirando por culpa de la fiebre. No había un sólo médico en muchas millas a la redonda; tampoco tenían vecinos. No estaba ella en un estado que permitiese dejarla sola para ir en busca de ayuda, por lo que Murlock se dio a prestarle los cuidados debidos. Al tercer día, empero, la mujer perdió el conocimiento y falleció poco después sin volver a recuperarlo.

Gracias a lo que sabemos de un carácter como el de aquel hombre, podemos atrevernos a interpolar algunos detalles en el esbozo del cuadro hecho por mi abuelo.

Cuando comprobó que estaba irremisiblemente muerta, Murlock conservó la calma necesaria, a pesar de su dolor, para recordar que los muertos deben tener entierro, y no sólo eso, sino que deben ser preparados para recibir sepultura. Pero al tratar de llevar a cabo un deber tan sagrado, se equivocó repetidamente; hizo unas cuantas cosas mal, y las que hizo bien, simplemente, las repitió. Sus fracasos en cosas sencillas y comunes no dejaban de sorprenderle, como el borracho que se asombra ante la aparente suspensión de las leyes naturales conocidos, como la del equilibrio. Se sorprendió igualmente de no haber llorado una sola lágrima al verla muerta, a pesar del gran dolor de corazón que sentía, una sorpresa en la que había mucho de vergüenza, pues al fin y al cabo puede que no resulte un detalle, una demostración de cariño.

—Mañana —dijo Murlock en voz alta, como si quisiera convencerse— tendré que hacerle una caja y cavar la tumba; entonces la extrañaré más, cuando ya no pueda verla. Ahora está muerta, pero ha dejado de sufrir. La situación no puede ser tan terrible, por ello, como parece.

De pie junto al cuerpo de su esposa, en la luz que se desvanecía, la peinó mecánicamente, con un cuidado desprovisto de voluntad. Mientras lo hacía corría por su conciencia, como un torrente subterráneo, la convicción de que las cosas sucedían de la manera más natural, de que todo iba según debía, de que el hecho de tenerla a su lado, aunque muerta, explicaba su aparente tranquilidad. En realidad, no sabía cuán fuertemente le había golpeado la pérdida de la esposa. Esa noción, esa conciencia de su dolor, le llegaría después para no abandonarlo ya nunca.

La pena es que un artista que maneja poderes tan diversos como los instrumentos de los que se vale para ejecutar la marcha fúnebre, evocando en algunos seres las notas más brillantes y agudas y en otros los más suaves y graves, esas que vibran de manera recurrente, como el ritmo que marcan los tambores. Algunos espíritus, en un trance doloroso se sobresaltan; otros quedan estupefactos, sin capacidad de reacción. A algunos un trance doloroso como el de Murlock les llega cual si la herida de una flecha se tratase, una herida que irrita y alerta toda su sensibilidad, agudizándosela; a otros, como un mazazo que al aplastar insensibiliza. Podemos suponer que Murlock se vio afectado de esta manera, ya que —y en esto tenemos certezas, no hacemos conjeturas— apenas hubo terminado su piadoso trabajo, se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cabaña, donde había puesto el cuerpo de su mujer, y notando cuán blanco parecía su perfil en la espesura de las sombras de la tarde, puso los brazos sobre el borde de la mesa y se dejó caer entre ellos, con los ojos sin derramar aún una lágrima, pero completamente exhausto. Entonces llegó a través de la ventana abierta un sonido largo y sollozante como el grito de un niño perdido en lo más hondo del bosque... Aquel bosque que empezaba a sumirse en la oscuridad. Mas el hombre no se movió. Otra vez, más cerca que antes, se dejó sentir aquel grito ultraterreno. Quizá fuese una bestia del bosque. Quizá fuese un sueño. Murlock agotado, se había quedado dormido.

Horas después, como se llegó a saber posteriormente, el que velaba el cadáver de manera tan descuidada despertó, y levantando la cabeza de entre sus brazos escuchó con atención, sin saber por qué lo hacía... En la negra oscuridad que se hacía alrededor de la muerta, recordando cuanto había pasado, aunque sin sobresaltarse por esa constatación, esforzó sus ojos para ver no sabía bien qué... Tenía los sentidos alerta, la respiración entrecortada; la sangre, detenida en su circulación, parecía ahondar el silencio... ¿Quién se le había aparecido? ¿Qué le había despertado? ¿Dónde estaba?

Repentinamente, la mesa tembló bajo sus brazos; justo en ese momento escuchó, o creyó oírlo, un paso suave y otro y otro... Los pasos de unos pies descalzos.

Aterrorizado e impotente para gritar entonces, o para moverse siquiera, tuvo que esperar y así lo hizo, en la más completa oscuridad ya, a lo largo de un tiempo que fue como siglos de terror. Intentó decir en vano, alargar las manos para tocarla, para comprobar si seguía allí. Creía haberse vuelto mudo. Sus brazos y sus manos parecían de plomo.

Lo que sucedió fue realmente espantoso. Algo sumamente pesado pareció caer sobre la mesa, de forma tal que ésta, estrellándose contra su peso, a punto estuvo de tirarlo al suelo de espaldas; mientras, se oyó y sintió la caída de algo al suelo, con un golpe tan violento que toda la casa pareció sacudida por el impacto. Sucedió a todo aquello algo parecido a un forcejeo y una confusión de sonidos difíciles de describir. Murlock consiguió ponerse de pie. El pánico se había apoderado por completo de sus fuerzas. Haciendo un esfuerzo en verdad denodado, consiguió poner las manos sobre la mesa. Y comprobó que estaba vacía.

Hay un extremo en el que el terror puede llevar a la locura; y la locura incita a la acción. Sin un propósito firme, sin otro motivo que no fuese el desorientado impulso de un loco, Murlock se lanzó contra la pared, con alguna dificultad logró hacerse con su rifle y lo disparó repetidamente a un lado y a otro, sin preocuparse de hacia dónde apuntaba. A la luz de los fogonazos que salían de la bocacha del arma con cada tiro vio un felino salvaje y enorme que arrastraba a la muerta hacia la ventana, con los colmillos clavados en su garganta. Después, la oscuridad más negra que antes; y el silencio aún más hondo.

Cuando volvió en sí el sol estaba alto y el bosque resonaba con los cantos de los pájaros.

El cadáver de la esposa yacía cerca de la ventana, donde lo había dejado aquella bestia cuando huyó asustada por los disparos del rifle de Murlock. La muerta tenía desordenadas las ropas y completamente despeinado el cabello. Mostraba un desmadejamiento absoluto, había manado sangre hasta hacer un charco. Sus dientes sostenían aún un pedazo de oreja de la fiera.


La voz en la noche. William Hope Hodgson (1877-1918)

Era un noche oscura y sin estrellas. La falta de viento nos tenía detenidos en el Pacífico norte. No sé cuál era nuestra posición exacta, pues durante un semana fatigosa y jadeante el sol había permanecido oculto detrás de un tenue neblina que parecía flotar sobre nosotros, aunque a veces descendía para envolver el mar que nos rodeaba.

Ante la falta de viento, habíamos sujetado en posición firme la caña del timón y yo era el único hombre que se encontraba en cubierta. La tripulación, que consistía en dos marineros y un grumete, dormía en su camarote de proa, mientras Will —mi amigo y a la vez patrón de nuestra pequeña embarcación— se hallaba en su litera de popa, en el lado de babor. De pronto, surgió un llamada de entre las tinieblas que nos rodeaban:

-¡Ah de la goleta! -Fue tan inesperada, que la sorpresa me impidió contestar inmediatamente. Volvió a oírse la llamada; un voz curiosamente gutural e inhumana nos llamaba desde alguna parte del mar tenebroso, por el lado de babor.
-¡Ah de la goleta!
-¡Eh! -grité, después de reponerme un poco de mi sorpresa- ¿Qué sois? ¿Qué queréis?
-No temáis -contestó la voz extraña, que probablemente había captado cierto tono de confusión en la mía- No soy más que un hombre... anciano.

La pausa resultó extraña, pero hasta más adelante no le encontraría sentido.

-Si es así, ¿por qué no atracas a nuestro costado? —pregunté con cierta sequedad, pues no me gustaba la insinuación de que me había mostrado un tanto confundido.
-No... no puedo. Sería peligroso. Yo...
La voz enmudeció y todo volvió a quedar en silencio.
-¿Qué quieres decir? -pregunté, cada vez más asombrado- ¿Por qué sería peligroso? ¿Dónde estás?

Escuché durante un momento, pero no hubo respuesta. Y entonces, un sospecha súbita e indefinida, aunque no sabía de qué, se apoderó de mí. Me acerqué rápidamente a la bitácora y saqué la lámpara encendida. Al mismo tiempo golpeé la cubierta con el tacón para despertar a Will. Luego me aproximé de nuevo al costado y proyecté el haz de luz amarilla hacia la silenciosa inmensidad que había más allá de nuestra borda. Al hacerlo, oí un grito leve y sofocado y luego un chapoteo, como si alguien acabase de sumergir los remos precipitadamente. Pese a ello, no puedo decir que viera nada con certeza, excepto, me pareció, que el primer destello de luz había iluminado algo en el agua, allí donde ahora no había nada.

-¡Eh! -llamé- ¿Qué broma es ésta?

Pero lo único que oí fueron los confusos ruidos de un embarcación que se alejaba de nosotros y se internaba en la noche. Entonces oí la voz de Will que venía de popa.

-¿Qué pasa, George?
-¡Ven aquí, Will! -dije.
-¿De qué se trata? -preguntó, cruzando la cubierta. Le conté el raro incidente que acababa de producirse. Él me hizo varias preguntas; luego, tras un momento de silencio, hizo bocina con las manos y llamó: ¡Ah del barco!

Desde mucha distancia nos llegó débilmente un réplica y mi compañero repitió su llamada. Al poco, después de un breve silencio, el sonido apagado de unos remos fue acercándose a nosotros y, al oírlo, Will volvió a llamar. Esta vez hubo respuesta.

-Apagad la luz.
-Que me cuelguen si la apago -musité, pero Will me dijo que hiciera lo que ordenaba la voz, así que metí la luz debajo de las amuradas.
-Acercaros más -dijo Will. Siguieron oyéndose los remos. Luego, cuando parecían estar a un media docena de brazas, cesaron de nuevo.
-¡Atracad al costado! -exclamó Will- ¡A bordo no tenemos nada que deba daros miedo!
-Promete que no mostrarás la luz.
-¿Qué te pasa? -pregunté- ¿Por qué sientes ese temor infernal a la luz?
-Porque... -empezó a decir la voz y enmudeció de repente.
-Porque ¿qué? -pregunté en seguida. Will me puso un mano en el hombro.
-Cállate durante un minuto, viejo. -dijo- Ya me encargo yo de él.

Se inclinó más sobre la borda.

-Oiga usted, señor. -dijo- Todo esto es muy extraño..., acercarse a nosotros de esta manera, en medio del bendito Pacífico. ¿Cómo vamos a saber que no se trae algo raro entre manos? Dice que está solo. ¿Cómo podemos saberlo si no le vemos? ¿Cómo... eh? ¿Qué tiene contra la luz, si puede saberse? Cuando Will terminó de hablar, volví a oír el ruido de remos y luego la voz, pero ahora procedía de más lejos y su tono reflejaba una desesperanza y un patetismo tremendos.

-Lo siento... ¡Lo siento! No quería molestaros, pero es que tengo hambre..., y ella también.

La voz se apagó y hasta nosotros llegó el ruido de los remos sumergiéndose irregularmente.

-¡Alto! -gritó Will- No quiero ahuyentarte. ¡Vuelve! Esconderemos la luz, si a ti no te gusta.

Will se volvió hacia mí:

-Todo esto resulta muy extraño, pero creo que no hay nada que temer.

Había un interrogante en su tono y le contesté:

-Yo tampoco. El pobre diablo habrá naufragado por aquí cerca y se habrá vuelto loco.
El sonido de los remos iba acercándose.
-Vuelve a guardar la lámpara en la bitácora -dijo Will; luego se inclinó sobre la borda y aguzó el oído. Dejé la lámpara en su sitio y volví a su lado. El ruido de los remos cesó a un docena de metros aproximadamente.
-¿No quieres atracar de costado ahora? -preguntó Will con voz tranquila- He vuelto a meter la lámpara en la bitácora.
-No.... no puedo. -repuso la voz- No me atrevo a acercarme más. Ni siquiera me atrevo a pagar las... las provisiones.
-Eso no importa. -dijo Will, titubeando luego- Coge toda la comida que quieras...
Volvió a titubear.
-¡Eres muy bueno! -exclamó la voz- Que Dios, que todo lo comprende, te recompense por tu...

La voz se quebró roncamente.

-¿La.... la señora? -dijo de pronto Will- ¿Está...?
-La he dejado en la isla -dijo la voz.
-¿Qué isla? -tercié yo.
-No sé cómo se llama. -contestó la voz- Ojalá... -empezó a decir, pero se calló súbitamente.
-¿No podríamos enviar un barca en su busca? -pregunté a Will.
-¡No! -dijo la voz con un énfasis extraordinario- ¡Dios mío! ¡No! -Hubo un breve pausa; luego, en un tono que hacía pensar en un reproche merecido, añadió-: Me he aventurado a causa de nuestra necesidad... Porque su agonía me atormentaba.
-¡Soy un bruto despistado! -exclamó Will- Aguarda un minuto, seas quien seas, y en seguida te traigo algo. -Al cabo de un par de minutos volvió con los brazos cargados de los más variados comestibles. Se detuvo ante la borda.
-¿No puedes acercarte a recogerlo? -preguntó.
-No.... no me atrevo -replicó la voz. Me pareció detectar en ella un tono de anhelo sofocado... como si su dueño reprimiera algún deseo mortal. Y entonces se me ocurrió que aquella criatura vieja e infeliz sufría realmente necesidad de lo que Will tenía en los brazos y, pese a ello, debido a algún temor ininteligible, se abstenía de acercarse velozmente al costado de nuestra pequeña goleta y recogerlo. Y junto con este convencimiento relámpago, llegó el conocimiento de que el invisible no estaba loco, sino que afrontaba con cordura algún horror intolerable.

-¡Maldita sea, Will! -dije, lleno de muchos sentimientos, entre los que predominaba un solidaridad inmensa- Trae un caja. Meteremos la comida en ella y se la haremos llegar flotando.

Así lo hicimos, empujando la caja con un bichero hacia la oscuridad. Al cabo de un minuto llegó a nuestros oídos un leve exclamación del invisible y entonces supimos que tenía la caja en su poder. Poco después se despidió de nosotros y nos lanzó un bendición que, de ello estoy seguro, no nos vino nada mal. Luego, sin más, oímos que los remos se alejaban en la oscuridad.

-Mucha prisa en irse. -comentó Will, quizás un tanto ofendido.
-Espera. -repliqué- No sé por qué, pero me parece que volverá. Seguramente esos alimentos le hacían muchísima falta.
-Y a la dama también -dijo Will. Guardó silencio durante un momento, luego prosiguió-: Es lo más raro que me ha pasado desde que me dedico a la pesca.
-Sí -dije yo, y me puse a reflexionar. Y así fue pasando el tiempo: un hora, y otra, y Will seguía conmigo, pues la extraña aventura le había quitado todo deseo de dormir.
Habían transcurrido ya las tres cuartas partes de la tercera hora cuando nuevamente oímos ruido de remos en el silencio del océano.

-¡Escucha! -dijo Will, con un leve tono de excitación en la voz.
-Lo que me figuraba. Ya vuelve -musité.

El ruido de los remos al sumergirse era cada vez más cercano y me fijé en que los golpes de remo eran más firmes y duraban más. Era verdad que necesitaban los alimentos. El ruido cesó a poca distancia del costado de la goleta y la voz extraña llegó de nuevo a nosotros a través de las tinieblas:

-¡Ah de la goleta!
-¿Eres tú? -preguntó Will.
-Sí. -replicó la voz- Me he ido repentinamente, pero... es que la necesidad era grande. La... señora les está agradecida aquí en la tierra. Pero más lo estará pronto en..., en el cielo.

Will empezó a decir algo con voz desconcertada, pero sus palabras se hicieron confusas y optó por callarse. Yo no dije nada. Me sentía maravillado por aquellas pausas curiosas, y además de mi maravilla, me embargaba un gran solidaridad. La voz continuó:

-Nosotros... ella y yo, hemos hablado mientras compartíamos el fruto de la ternura de Dios y de vosotros...

Will le interrumpió, pero sin coherencia.

-Os suplico que no... que no menospreciéis vuestro acto de caridad cristiana de esta noche. -dijo la voz- Cercioraros de que no haya escapado a Su atención.
Se calló y durante un minuto entero reinó el silencio. Luego la voz volvió a oírse:
-Hemos hablado juntos de lo... de lo que ha caído sobre nosotros. Habíamos pensado salir, sin decírselo a nadie, del terror que ha entrado en nuestras... vidas. Ella, igual que yo, cree que los acontecimientos de esta noche obedecen a algún designio especial y que es deseo de Dios que os contemos todo lo que hemos sufrido desde... desde...
-¿Sí? -dijo Will quedamente.
-Desde el hundimiento del Albatross.
-¡Ah! -exclamé involuntariamente- Zarpó de Newcastle rumbo a Frisco hace unos seis meses y no ha vuelto a saberse de él.
-Sí. -contestó la voz- Pero unos grados al norte de la línea le sorprendió un terrible tempestad y quedó desarbolado. Al hacerse de día, se vio que el barco hacía agua por todas partes y, finalmente, cuando amainó el temporal, los marineros huyeron en los botes, dejando..., dejando a un joven dama... mi prometida..., y a mí mismo en los restos del naufragio.

...Nosotros estábamos bajo cubierta, reuniendo algunas de nuestras pertenencias, cuando ellos se fueron. A causa del miedo se comportaron de un modo muy cruel, y cuando subimos a cubierta eran ya unas formas pequeñas en el horizonte. Mas no desesperamos, sino que nos pusimos a construir un pequeña balsa. En ella colocamos lo poco que cabía, incluyendo un poco de agua y algunas galletas. Luego, como el barco estaba ya casi del todo sumergido, nos subimos a la balsa y nos alejamos de él.

...Fue más tarde cuando me dí cuenta de que parecíamos estar en medio de alguna marea o corriente que nos alejaba del barco, de tal modo que al cabo de tres horas, según mi reloj, dejamos de ver su casco, aunque los mástiles rotos siguieron siendo visibles durante un poco más. Luego, hacia el crepúsculo, se levantó un niebla que duró toda la noche. Al día siguiente continuábamos envueltos por la niebla, y el tiempo permanecía encalmado.

...Durante cuatro días navegamos a la deriva bajo esta extraña niebla hasta que, al anochecer del cuarto día, llegó a nuestros oídos el murmullo de unos lejanos rompientes. Poco a poco el ruido fue haciéndose más claro y, al poco de la medianoche, pareció que sonaba a ambos lados y en un espacio no muy grande. Las olas levantaron la balsa varias veces y luego nos encontramos en aguas tranquilas, con el ruido de los rompientes a nuestras espaldas.

...Al hacerse de día, vimos que nos encontrábamos en un especie de laguna grande; pero poco vimos de ella en ese momento, pues cerca de nosotros, por detrás, el casco de un gran velero asomó entre la niebla. Como si estuviéramos de común acuerdo, los dos nos postramos de rodillas y dimos gracias a Dios, pues creíamos que era el final de nuestras desventuras. Nos quedaba mucho por aprender.

...La balsa se acercó al barco y gritamos que nos subieran a bordo, mas nadie contestó. Al poco, la balsa rozó el costado del barco y, viendo que de él colgaba un soga, la así y empecé a subir. Pero me costó mucho subir por culpa de un especie de masa gris y viscosa que cubría la soga y que pintaba unas manchas lívidas en el costado del barco.

...Finalmente, llegué a la borda y salté a cubierta. Vi que estaba llena de manchas grises, algunas de las cuales formaban nódulos de varios palmos de altura, pero yo pensaba más en la posibilidad de que a bordo hubiera gente que en lo que veían mis ojos. Grité, pero nadie contestó. Entonces me acerqué a la puerta que había debajo de la cubierta de popa, la abrí y me asomé a su interior. Percibí un fuerte olor a aire enrarecido, por lo que adiviné al instante que allí dentro no había nada vivo y, sabiendo esto, me apresuré a cerrar la puerta, pues de repente me sentí solo.

...Volví al costado por donde había subido a bordo. Mi..., mi amada seguía en la balsa, sentada tranquilamente. Al ver que la estaba mirando desde arriba, me preguntó si había alguien a bordo. Le contesté que el barco parecía abandonado desde hacía mucho tiempo, pero que, si quería aguardar un poquito, buscaría un escalera o algo que pudiera usar para subir a bordo. Luego, un vez juntos, registraríamos todo el barco. Unos momentos después, encontré un escalera de cuerda en el otro extremo del barco. Me la llevé al costado por donde había subido y, al cabo de un minuto, mi amada estaba junto a mí. Juntos exploramos las cabinas y camarotes en la parte de popa, mas en ninguna parte encontramos señales de vida. Aquí y allá, en el interior de las cabinas, encontramos manchas de aquella masa extraña, pero, como dijo mi amada, iba a resultar fácil limpiarlas.

...Al final, convencidos ya de que no había nadie en la popa, nos dirigimos a proa caminando por entre los repugnantes nódulos grises de aquella extraña sustancia. También registramos la parte de proa y averiguamos que, efectivamente, salvo nosotros no había nadie a bordo.

...Ya sin ninguna duda al respecto, volvimos a proa y procedimos a instalarnos tan cómodamente como nos fue posible. Entre los dos pusimos orden y limpiamos dos de las cabinas y después miré si en el barco había algo comestible. No tardé en comprobar que así era y mi corazón dio gracias a Dios por su bondad. Además, descubrí dónde estaba la bomba de agua dulce y, tras repasarla, comprobé que el agua era potable, aunque tenía un sabor desagradable.

...Durante varios días permanecimos a bordo del barco, sin tratar de llegar a la playa. Trabajábamos afanosamente para hacer de aquél un lugar habitable. Sin embargo, ya entonces empezábamos a darnos cuenta de que nuestra suerte era aún menos deseable de lo que hubiera cabido imaginar, pues, aunque, como primera medida, rascamos las manchas de aquella sustancia que había en el suelo y las paredes de los camarotes y el salón, en el plazo de veinticuatro horas recuperaban casi su tamaño original, lo cual no sólo nos desalentaba, sino que nos inspiraba un vaga sensación de inquietud.

...Con todo, no estábamos dispuestos a darnos por vencidos, así que volvíamos a poner manos a la obra y no sólo rascábamos la masa, sino que los sitios donde había estado los regábamos profusamente con ácido carbólico, pues en la despensa había encontrado una lata llena. Sin embargo, al final de la semana, la sustancia volvía a presentar toda su fuerza y, además, se había propagado a otros lugares, como si nosotros, al tocarla, hubiéramos permitido que los gérmenes se esparcieran.

...Al despertar en la mañana del séptimo día, mi amada se encontró con que un pequeña porción de la misteriosa sustancia crecía en su almohada, cerca de su cara. Al verlo, se vistió a toda prisa y vino a mí. En aquel momento me encontraba yo en la cocina, encendiendo el fuego para el desayuno.

...Ven conmigo, John, dijo, y me condujo a popa. Al ver lo que crecía en su almohada, me estremecí y en aquel mismo instante decidimos abandonar en seguida el barco y ver si podíamos instalarnos más cómodamente en tierra firme.

...Rápidamente recogimos nuestras escasas pertenencias y entonces vi que incluso entre ellas había aparecido la masa, pues en uno de los chales de mi amada, cerca del borde, había un poco. Tiré la prenda por la borda, sin decirle nada a ella. La balsa seguía en el costado del barco, pero como era demasiado difícil gobernarla, eché al agua un bote pequeño que colgaba de lado a lado de popa y a bordo del mismo nos dirigimos a la playa. Mas al acercarnos a ella, poco a poco me dí cuenta de que la vil masa que nos había hecho abandonar el barco empezaba a cubrir todo cuanto había en tierra. En algunos sitios formaba montículos horribles, fantásticos, que casi parecían moverse, como si albergaran algún tipo de vida silenciosa, cuando el viento pasaba sobre ellos. En otras partes tomaba la forma de dedos inmensos, mientras que en otras se limitaba a extenderse, lisa, viscosa y traicionera. En algunos sitios hacía pensar en árboles enanos y grotescos, llenos de nudos y pliegues extraordinarios... Y todo ello se movía a ratos, horriblemente.

...Al principio nos pareció que en toda la costa que había a nuestro alrededor no quedaba ni un solo lugar que no estuviera oculto bajo aquella horrible sustancia; pero más tarde pudimos comprobar que nos equivocábamos, pues al navegar siguiendo la costa, a cierta distancia, vimos un pequeña extensión de algo que parecía arena fina y allí desembarcamos. No era arena. Lo que era no lo sé. Lo único que he podido observar es que sobre ella no crece la masa, mientras que nada más que ésta aparece en todas partes, salvo allí donde esa tierra que parece arena dibuja extraños senderos entre la gris desolación, que es en verdad un espectáculo terrible de ver.

...Es difícil haceros comprender cómo nos animamos al encontrar un sitio que aparecía absolutamente libre de aquella sustancia. En él depositamos nuestras pertenencias. Luego volvimos al barco para recoger las cosas que parecía que íbamos a necesitar. Entre otras cosas, logré llevarme a tierra un de las velas del barco, con la que construí dos tiendas pequeñas, las cuales, pese a tener un forma muy irregular, cumplían su cometido. En ellas vivíamos y teníamos almacenadas las cosas que necesitábamos, y durante varias semanas todo fue bien, sin que sufriéramos ningún percance digno de señalar. A decir verdad, nos sentíamos muy felices... porque.... porque estábamos juntos.

...Fue en el pulgar de la mano derecha de mi amada donde apareció la primera porción de sustancia gris. No era más que un pequeña mancha circular, muy parecida a un lunar gris. ¡Dios mío! ¡Qué temor embargó mi corazón cuando ella me la enseñó! La lavamos entre los dos, rociándola con ácido carbólico y agua. Al día siguiente, por la mañana, volvió a enseñarme la mano. La mancha gris, parecida a un verruga, volvía a ser visible. Durante un rato estuvimos mirándonos en silencio. Luego, todavía sin mediar palabra, nos pusimos a eliminarla de nuevo. Estábamos a la mitad de la operación cuando de pronto mi amada dijo: ¿Qué es eso que tienes en la cara, amado mío? Su voz reflejaba inquietud.

Alcé la mano para tocarme la cara.

...¡Ahí! Debajo del cabello junto a la oreja. un poco hacia el frente. Mi dedo se posó en el lugar que me indicaba y entonces lo supe.

...Primero acabemos de curarte el pulgar, dije. Y ella se sometió sólo porque temía tocarme antes de que se lo hubiese limpiado. Terminé de lavarle y desinfectarle el pulgar y entonces ella hizo lo propio con mi cara. Al terminar, nos sentarnos y estuvimos hablando durante un rato; hablamos de muchas cosas, pues en nuestras vidas acababan de irrumpir pensamientos inesperados y terribles. De pronto, sentimos miedo de algo peor que la muerte. Hablamos de cargar el bote con provisiones y agua y hacernos a la mar; pero por diversas causas éramos impotentes y... la sustancia ya nos había atacado. Decidimos quedarnos y que Dios hiciera con nosotros su voluntad. Nosotros esperaríamos.

...Pasó un mes, dos meses, tres meses, y las manchas iban creciendo, a la vez que aparecían otras. Pero seguíamos esforzándonos por luchar contra el miedo, tanto es así que sus progresos eran lentos, relativamente hablando. De vez en cuando nos aventurábamos a volver al barco en busca de cosas que nos hacían falta. Allí comprobamos que la sustancia crecía de modo persistente. Uno de los nódulos de la cubierta principal no tardó en llegar a la altura de mi cabeza.

...Para entonces ya habíamos abandonado toda esperanza de salir de la isla. Nos dábamos cuenta de que, padeciendo de aquel mal, no nos permitirían volver con los demás seres humanos.

...Un vez hubimos llegado a tal conclusión, comprendimos que era necesario vigilar nuestras existencias de alimentos y agua, pues a la sazón no sabíamos cuánto tiempo pasaríamos allí, aunque era posible que fuesen muchos años.

...Esto me recuerda que ya os he dicho que soy un anciano. No es así si nos atenemos a mis años. Pero.... pero...

Se interrumpió, pero luego continuó hablando con cierta brusquedad:

-Como decía, sabíamos que teníamos que ir con cuidado con nuestros alimentos, pero ignorábamos que nos quedasen tan pocos. Fue un semana después cuando descubrí que todos los demás depósitos de pan..., que yo suponía llenos..., estaban vacíos, y que, aparte de algunas latas de verduras y carne y algunas otras cosas, no teníamos nada para comer excepto el pan del depósito que yo había abierto.

...Al descubrir esto, decidí hacer algo, lo que pudiese, y traté de pescar en la laguna, pero no lo conseguí. Entonces me sentí un tanto inclinado al desespero, hasta que se me ocurrió que podía probar suerte fuera de la laguna, en mar abierto. Aquí pescaba algún que otro pez, pero con tan poca frecuencia que apenas resultaba suficiente para protegernos del hambre que nos amenazaba. Empecé a pensar que nuestra muerte sobrevendría probablemente a causa del hambre y del crecimiento de la sustancia que se había apoderado de nuestros cuerpos.

...En ese estado se encontraban nuestros ánimos cuando el cuarto mes tocó a su fin. Entonces hice un descubrimiento en verdad horrible. Un mañana, poco antes del mediodía, regresé del barco con un pedazo de galleta que quedaba en él y vi que mi amada estaba sentada ante la entrada de la tienda, comiendo algo.

...¿Qué es, amada mía?, le pregunté en el momento de saltar a tierra. Mas, al oír mi voz, pareció un tanto confundida y, volviéndose, con gesto furtivo arrojó algo hacia el lindero del pequeño claro. Cayó más cerca de lo que ella deseaba y yo, que empezaba a sentir un vaga sospecha, me acerqué y lo recogí. Era un trozo de la sustancia gris.

...Al acercarme a ella con aquello en la mano, se puso pálida como un cadáver y luego se ruborizó. Yo me sentía extrañamente aturdido y asustado. ¡Querida mía! ¡Querida mía!, dije, incapaz de decir nada más. Pero, al oír mis palabras, no pudo resistirlo y rompió a llorar amargamente. Poco a poco, cuando se fue calmando, me confesó que lo había probado el día anterior y que... le había gustado. La obligué a arrodillarse y le hice prometer que no volvería a tocarlo, por grande que fuera nuestra hambre. Después de prometérmelo, me dijo que el deseo de comer de aquello le había sobrevenido de pronto y que, hasta el momento de sentir tal deseo, la sustancia no le había inspirado más que un repulsión infinita.

...Unas horas después, sintiéndome extrañamente desasosegado, y muy consternado por lo que había descubierto, eché a andar por uno de los senderos retorcidos que formaba aquella especie de tierra blanca que parecía arena y que cruzaba la sustancia gris. Ya me había aventurado por allí en otra ocasión, aunque sin llegar muy lejos. Esta vez, hallándome enfrascado en pensamientos que me llenaban de perplejidad, llegué mucho más lejos.

...Súbitamente salí de mi ensimismamiento al oír un ruido extraño y áspero a mi izquierda. Al volverme rápidamente vi que algo se movía entre la masa que había cerca de mí, y que presentaba unas formas extraordinarias. Se balanceaba de un modo precario, como si poseyera vida propia. De pronto, mientras mis fascinados ojos contemplaban aquello, pensé que se parecía de un modo grotesco a la figura de un ser humano deforme. Todavía estaba pensando en ello cuando se oyó un ruido desagradable, como si algo se estuviera rasgando, y vi que uno de los brazos, que más bien parecían ramas, se estaba despegando de las masas grises que lo rodeaban y acercándose a mí. La cabeza.... un especie de bola gris sin forma definida, se inclinó hacia mí. Me quedé allí parado como un estúpido y el brazo repugnante me rozó la cara. Proferí un grito de terror y retrocedí apresuradamente unos pasos. En mis labios notaba un sabor dulzón. Pasé la lengua por ellos y al instante sentí que me embargaba un deseo inhumano. Me volví y cogí un puñado de sustancia. Luego más Y... más. Mi deseo era insaciable. Mientras devoraba la sustancia, el recuerdo del descubrimiento de la mañana penetró en el laberinto de mi cerebro. Dios lo había enviado. Tiré al suelo el fragmento que tenía en la mano. Luego, totalmente abatido y sintiéndome horriblemente culpable, regresé al pequeño campamento.

...Creo que en cuanto puso sus ojos en mí, ella lo adivinó, merced a alguna intuición maravillosa que el amor debía de haberle dado. Su comprensión silenciosa hizo que me resultara más fácil confesarle mi repentina flaqueza, aunque omití decirle la cosa extraordinaria que había ocurrido antes. Deseaba ahorrarle todo terror innecesario.

...Mas lo que había descubierto resultaba intolerable y hacía nacer un terror incesante en mi cerebro, pues no me cabía la menor duda de que había presenciado el fin de uno de los hombres que habían llegado a la isla en el barco que estaba en la laguna. Y en aquel fin monstruoso había presenciado el nuestro propio.

...En lo sucesivo nos abstuvimos de aquel alimento abominable, aunque el deseo de comerlo se nos había metido en la sangre. Sin embargo, nuestro temible castigo era inminente, pues día a día, con un rapidez monstruosa, la sustancia fangosa iba apoderándose de nuestros pobres cuerpos. Materialmente no podíamos hacer nada para detenerla, y así. .., nosotros.... que habíamos sido humanos, nos convertimos en... Bueno, cada día importa menos. Sólo. .., sólo que habíamos sido hombre y doncella.

...Y cada día resulta más terrible la lucha por resistirse al hambre, al deseo lujurioso de comer esa horrible sustancia. Hace un semana terminamos la galleta, y desde entonces he pescado tres peces. Me encontraba pescando aquí esta noche cuando vuestra goleta surgió de entre la niebla y casi se me echó encima. Entonces os llamé. El resto ya lo conocéis. Y que Dios os bendiga por vuestra bondad para con un par de pobres almas proscritas.

Se oyó el ruido de un remo al sumergirse..., luego el de otro. Después..., la voz habló de nuevo y por última vez, atravesando la niebla que la envolvía, fantasmal y lúgubre:

-¡Que Dios os bendiga! ¡Adiós!
-¡Adiós! -gritamos al unísono con voz ronca y el corazón rebosante de emociones.

Miré a mi alrededor y noté que empezaba a amanecer. El sol lanzó un rayo aislado sobre el mar oculto; la luz mortecina perforó la niebla y con un fuego melancólico iluminó la barca que se alejaba. Aunque no muy claramente, vi algo que cabeceaba entre los remos. Me hizo pensar en un esponja..., un esponja grande y gris que movía la cabeza arriba y abajo... Los remos continuaron moviéndose. Eran grises... Igual que la barca... Y mis ojos buscaron inútilmente el lugar donde la mano se unía al remo. Mi mirada volvió rápidamente a la... cabeza.

Se inclinaba hacia delante cuando los remos se movían hacia atrás a causa del golpe. Luego los remos se hundieron, la barca salió de la zona iluminada y la..., la cosa se perdió de vista en medio de la niebla, sin dejar de cabecear.


La Venus de Ille. Prosper Merimée (1803-1870)

Bajaba yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se había puesto, aun podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la cual me encaminaba.

-¿Sabe usted -le dije al catalán que me servía de guía desde la víspera-, sabe usted, indudablemente, dónde vive el señor De Peyrehorade?

-¡Si lo sabré! -exclamó-. Conozco su casa tanto como la mía, y de no ser ahora tan oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de Ille. Tiene dinero, sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a su hijo, que éste será más rico aún que él.

-¿Se llevará a cabo pronto ese casamiento? -le pregunté.

-¿Pronto? Puede que ya estén encargados los violines para la boda. ¡Tal vez se celebre esta noche, mañana, pasado mañana, qué sé yo! Es en Puygarrig donde se realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a quien desposa el hijo. ¡Será algo espléndido, sí!

Yo iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De P... Me había dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de una gentileza a toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme todas las ruinas que había en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo tanto, contaba yo con él para visitar los alrededores de la ciudad, que sabía eran muy ricos en monumentos antiguos, principalmente de la Edad Media; pero este casamiento, del que oía hablar por vez primera, estropeaba todos mis planes.

«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero como se me esperaba en casa del anticuario, a quien ya me había anunciado el señor De P..., era necesario que me presentase.

- Apostemos, señor -me dijo el guía-, ya que estamos en la llanura, apostemos un cigarro a que adivino lo que va a hacer usted en casa del señor De Peyrehorade.

-Pero -contesté entregándole un cigarro- eso no es muy difícil de adivinar. Dada la hora que es, y después de haber hecho seis leguas en el Canigó, lo más importante es cenar.

-Sí, pero ¿mañana?... Escúcheme, jugaría a que viene usted a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné cuando lo vi copiar el retrato de los santos de Serrabona.

-¡El ídolo! ¿Qué ídolo?

Esa palabra había despertado mi curiosidad.

-¡Cómo! ¿No le han contado a usted, en Perpiñán, la forma en que el señor De Peyrehorade encontró un ídolo en la tierra?

-¿Quiere decir usted una estatua de tierra cocida, de arcilla?

-Nada de eso. Es de bronce, y con ella hay para hacer gran cantidad de gruesos sueldos. Pesa tanto como una campana de iglesia. La encontramos enterrada al pie de un olivo.

-Entonces ¿estaba usted presente en el momento del hallazgo?

-Sí, caballero. El señor De Peyrehorade nos dijo, hace quince días, a Juan Coll y a mí, que arrancásemos de raíz un viejo olivo que se heló el año pasado, año que, como usted sabe, fue muy malo; estábamos trabajando en eso, pues, cuando Juan Coll, que lo hacía de firme, da un azadonazo y se oyó un sonoro «bimmm»..., como si hubiese golpeado en una campana. «¿Qué es esto?» me pregunté. Seguimos cavando, y he aquí que descubrimos una mano negra, que parecía la mano de un muerto saliendo de la tierra. El miedo se apoderó de mí. Corrí a ver al señor y le dije: «¡Hay muertos, amo, al pie del olivo! Hay que llamar al cura». «¿De qué muertos hablas?» me dijo; vino conmigo hasta el árbol, y no había concluido de examinar la mano, cuando gritó: «¡Una antigüedad! ¡Una antigüedad!» Uno habría creído que acababa de encontrar un tesoro. Y en seguida se puso a cavar con la azada, con las manos mismas a veces, y tan entusiasmado estaba que casi hacía él solo tanto trabajo como Juan y yo.

-¿Qué encontraron por fin?

-Una mujer negra, de gran tamaño, vaciada en bronce, y algo más que vestida a medias, hablando con respeto, caballero. El señor De Peyrehorade nos ha dicho que se trataba de un ídolo del tiempo de los paganos... ¡Qué! Del tiempo de Carlomagno.

-Comprendo... debe ser alguna buena Virgen, un bronce de un templo destruido.

-¡Una buena Virgen! ¡Pues vaya! ... Si fuera una buena Virgen yo lo hubiese adivinado en seguida. Le digo a usted que es un ídolo. Bien se ve por su aspecto. Clava en uno de tal modo sus grandes ojos blancos... Se diría que lo mira de hito en hito. Hay que bajar los ojos, sí, al mirarla.

-¿Los ojos son blancos? Sin duda están incrustados en el bronce. Quizás se trate de alguna estatua romana.

-¡Eso es, romana! El señor De Peyrehorade dijo que es romana. ¡Ah! Ya veo que es usted un sabio como él.

-¿Está intacta la estatua, bien conservada?

-¡Oh, señor, no le falta nada! Y es más hermosa y de mejor factura que el busto de Luis Felipe, de yeso pintado, que se encuentra en la alcaldía. Ella trasunta maldad... y es realmente maligna.

-¡Mala! ¿Qué mal le ha hecho?

-No a mí precisamente, pero ya verá usted. Nos habíamos tomado a pechos el poner la estatua de pie, y hasta el señor De Peyrehorade nos ayudaba a tirar de la cuerda con que pretendíamos levantarla, a pesar de que esa digna persona no tiene más fuerza que un mosquito. Con muchísimo trabajo, por fin, lo conseguimos y mientras yo la calzaba con un poco de tierra ¡zas! el ídolo se desplomó de golpe y aunque atiné a gritar «¡cuidado!» el aviso no fue lo bastante rápido, pues Juan Coll no tuvo tiempo de apartar una pierna...

-¿Y lo lastimó?

-¡Su pobre pierna quedó rota como una estaca! ¡Diantre! Al ver aquello me enfurecí. Quise destrozar el ídolo con mi azada, pero el señor De Peyrehorade se opuso. Después entregó a Juan Coll algún dinero, y éste ya hace quince días que guarda cama, que no más han pasado desde que aquello sucedió. El médico dice que jamás marchará con esa pierna tan bien como con la sana. Es una lástima, ya que era nuestro mejor corredor y, después del hijo de mi amo, el más diestro jugador de pelota. El señor Alfonso de Peyrehorade está apesadumbrado, pues Coll era su compañero de juego. ¡Ah! qué hermoso espectáculo ver cómo ambos se devolvían las pelotas. ¡Paf! ¡Paf! Nunca las hacían tocar el suelo.

Platicando de tal suerte con el guía, entramos en Ille, y pronto me hallé en presencia del señor De Peyrehorade. Era éste un viejo pequeño, vigoroso aún y afable, de nariz colorada y espíritu jovial y chocarrero. Antes de haber abierto la carta del señor De P ... , me hizo sentar ante una mesa bien servida, y me presentó a su esposa y a su hijo, a éste como un arqueólogo ilustre que debía sacar al Rosellón del olvido en que lo dejaban la indiferencia de los sabios.

Mientras comía con buen apetito, ya que nada dispone mejor a ello que el tonificante aire de las montañas, examiné a mis huéspedes. Ya he dicho algunas palabras sobre el señor De Peyrehorade; debo añadir ahora que era la actividad en persona. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca, traía libros, me mostraba estampas, me servía de beber, y nunca estaba más de dos minutos en reposo. Su mujer, un poco gruesa, más bien corno la mayoría de las catalanas que han pasado los cuarenta años, me pareció una provinciana sencilla, que vivía entregada a los quehaceres de su casa. Aunque la cena era suficiente para seis personas por lo menos, la buena mujer corrió a la cocina, ordenó matar varios pollos, hacer unas fritadas y abrir no sé cuántos frascos de dulces. En un instante, la mesa estuvo sembrada de platos y de botellas, y seguramente hubiera muerto de indigestión con sólo haber probado de todo lo que se me ofrecía. No obstante, a cada plato que rehusaba, debía escuchar nuevas disculpas. Se temía que no me encontrase del todo bien en Ille, pues ¡hay tan pocos recursos en provincias y son tan exigentes los parisienses!

En medio de las idas y venidas de sus padres, el señor Alfonso de Peyrehorade no movió un solo dedo. Era un joven alto, de veintiséis años, de fisonomía guapa y regular, pero carente de expresión. Su altura y sus formas atléticas justificaban mucho la reputación de infatigable jugador de pelota de que gozaba en la comarca. Esa noche estaba vestido con elegancia, exactamente corno los figurines del último número del Journal des Modes. Pero me pareció que se encontraba incómodo dentro de sus ropas; estaba tieso como un palo con su cuello de terciopelo, y para mirar a un costado volvía todo el cuerpo. Sus manos, grandes y tostadas por el sol, lo mismo que sus uñas cortas, ofrecían un raro contraste con su ropa. Eran las manos de un trabajador que salían de las mangas de un elegante traje. Por otra parte, aunque me estudiaba de pies a cabeza con suma curiosidad, quizás por mi condición de parisiense, no me dirigió la palabra más que una sola vez en toda la velada, y fue para preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.

-Ahora, mi querido huésped -me dijo el señor De Peyrehorade a punto de terminar la comida- me pertenece usted, ya que se encuentra en mi casa. No lo dejaré en libertad hasta que haya visto todo lo que tenernos de curioso en nuestras montañas. Es necesario que aprenda a conocer el Rosellón y que le haga justicia. No dude en absoluto de todo lo que vamos a mostrarle. Monumentos fenicios, celtas, romanos, árabes, bizantinos; lo verá usted todo, de cabo a rabo. Lo llevaré a usted por todas partes y no le haré merced ni de un ladrillo.

Un acceso de tos lo obligó a callar. Aproveché entonces para decirle que lamentaba muchísimo molestarlo en una circunstancia tan trascendental para su familia, y que, si quería anticiparme sus excelentes consejos sobre las excursiones que proyectaba, yo las realizaría sin que él se tomase el trabajo de acompañarme...

-¡Ah! Usted quiere referirse al casamiento de este muchacho -exclamó interrumpiéndome-. ¡Vaya! Eso será pasado mañana. Asistirá usted a la boda con nosotros, en familia, pues la futura está de luto por una tía, de la cual hereda. De manera que nada de fiestas, nada de bailes... Y es una lástima... Hubiera visto usted danzar a nuestras catalanas... Son bonitas y tal vez la envidia le hubiese hecho imitar a mi Alfonso. Un casamiento, se dice, conduce a otros... El sábado, casados los jóvenes, quedo libre y nos pondremos en camino. Le pido perdón por fastidiarlo con el espectáculo de una boda provinciana. ¡Para un parisiense hastiado de fiestas... una boda sin baile siquiera! Sin embargo, verá usted a una casada... una casada... ya me dará su opinión... Pero usted es un hombre serio y no se fija en las mujeres. ¡Le haré ver otra cosa!... Le reservo una gran sorpresa para mañana.

-Por Dios -dije-, que es difícil guardar un tesoro en una casa sin que la gente se entere. Creo adivinar la sorpresa que me prepara usted. Pero si se trata de su estatua, le anticipo que la descripción que me hizo de ella el guía ha servido para excitar mi curiosidad y disponerme a la admiración.

-¡Ah! Le ha hablado del ídolo, pues es así como llaman a mi bella Venus Tur...; pero hoy no quiero decirle más. Mañana será el gran día. La verá usted y me dirá si tengo razón al considerarla una obra maestra. ¡Pardiez! ¡No pudo llegar usted más a propósito! Hay en ella inscripciones que yo, pobre ignorante, explico a mi manera... pero ¡un sabio de París!... Quizás se burle usted de mi interpretación... pues he redactado una memoria... yo, el que le está hablando... viejo anticuario de provincia, me he lanzado... Quiero hacer temblar la prensa... Si usted quisiera molestarse en leerla y corregirla, yo podría esperar... Por ejemplo, estoy interesado por saber cómo traduciría usted esta inscripción del pedestal: CAVE... ¡Pero no quiero preguntarle nada todavía! ¡Mañana, mañana! ¡Ni una palabra sobre la Venus hoy!

-Haces bien, Peyrehorade -dijo su mujer- en dejar aparte a tu ídolo. Deberías darte cuenta de que no dejas comer al señor. De todos modos, él ha visto en París estatuas más hermosas que la tuya. En las Tullerías las hay por docenas y también de bronce.

-¡He aquí la ignorancia, la santa ignorancia de provincia! -dijo interrumpiéndola el señor De Peyrehorade-. ¡Comparar una admirable antigüedad con las chabacanas figuras de Coustou!

¡Cómo con irreverencia
Habla de los dioses mi ama de casa!

«Sepa usted que mi esposa quería que fundiese mi estatua para hacer una campana destinada a nuestra iglesia, de la que ella, naturalmente, hubiese sido la madrina. ¡Una obra maestra de Myron, caballero!

-¡Obra maestra! ¡Obra maestra! ¡Hermosa obra maestra que ha roto la pierna de un hombre!

-¿Ves, mujer? -dijo el señor De Peyrehorade con tono resuelto y extendiendo hacia ella su pierna derecha, envuelta en media de seda adamascada-. Si mi Venus me hubiera roto esta pierna, yo no lo sentiría.

-¡Dios mío! ¡Cómo puedes decir eso, Peyrehorade! Afortunadamente, el hombre va mejor... Pero yo todavía no he podido decidirme a contemplar una estatua que causa desgracias como ésa. ¡Pobre Juan Coll!

-Herido por Venus, caballero -me dijo el señor De Peyrehorade, con una risotada-. Herido por Venus, y el tunante se quejaba:

Veneris nec praemia noris.
¿Quién no ha sido herido por Venus?

El señor Alfonso, que comprendía mejor el francés que el latín, me guiñó un ojo con aire de inteligencia, y me miró después como preguntándome: «¿Y usted, parisiense, lo comprende también?»

La cena concluyó. Hacía una hora, mejor dicho, que yo había terminado de comer. Me encontraba fatigado y me era imposible reprimir los frecuentes bostezos que se me escapaban. La señora De Peyrehorade fue la primera en notarlos y observó que ya era hora de irse a dormir. Comenzaron entonces a darme mis huéspedes nuevas disculpas por la mala noche que iba a pasar. Que no estaría como en París. ¡Se está tan mal en provincias! Debía ser indulgente con los roselloneses... Juzgué oportuno dejar oír mis protestas, asegurando que después de un viaje por las montañas, un montón de paja hubiera sido para mí un delicioso lecho. No obstante, insistieron en que debía perdonarlos, como pobres campesinos que eran, si no me trataban todo lo bien que querían. Por fin pude dirigirme a la habitación que me había sido destinada, acompañado por el señor De Peyrehorade. Juntos subimos una escalera, y observé que los peldaños superiores de la misma eran de madera, y que desembocaba en medio de un corredor, al cual daban varias habitaciones.

-A la derecha -dijo mi huésped- está el departamento que destino a la futura señora de Alfonso. La habitación de usted se encuentra en el extremo opuesto del corredor. Comprende usted -agregó, haciendo un ademán que quería demostrar finura- que es necesario aislar a los recién casados. Usted se alojará en un extremo de la casa y ellos en el otro.

Entramos en una habitación bien amueblada, donde lo primero que atrajo mi mirada fue un gran lecho, de siete pies de largo, por seis de ancho, y tan alto que era necesario un banco para subir a él. Habiéndome indicado mi huésped la posición de la campanilla, y tras de comprobar por sí mismo que la dulcera estaba llena, los frascos de agua de Colonia debidamente colocados sobre el tocador, después de preguntar aun reiteradas veces si necesitaba algo, me deseó que pasara una buena noche y me dejó solo.

Las ventanas estaban cerradas. Antes de acostarme, abrí una para respirar el aire fresco de la noche, por cierto delicioso después de una copiosa cena. Enfrente se veía el Canigó, de admirable aspecto en todo momento, pero que aquella noche me pareció la montaña más hermosa del mundo, iluminada como lo estaba por una esplendorosa luna. Permanecí algunos minutos contemplando su imponente aspecto, y ya iba a cerrar mi ventana, cuando, bajando los ojos, vi la estatua sobre un pedestal, a unas veinte toesas de la casa. Estaba colocada en el ángulo formado por un seto vivo, el cual separaba un pequeño jardín de un vasto cuadrado liso; éste, como lo supe más tarde, era el juego de pelota de la ciudad. Aquel terreno, propiedad del señor De Peyrehorade, lo había cedido a la comuna, ante el pedido insistente de su hijo.

A la distancia en que me encontraba, no me era fácil distinguir la actitud de la estatua, por lo que no pude apreciar más que su altura, que me pareció de unos seis pies. En ese momento, dos pillastres de la ciudad cruzaron por el juego de pelota, bastante cerca del seto, silbando la bonita melodía del Rosellón: Montañas regaladas. Se detuvieron para mirar la estatua y uno de ellos llegó a apostrofarla en voz alta. Habló en catalán, pero como yo hacía bastante tiempo que estaba en el Rosellón pude comprender casi todo lo que dijo.

-¡Ahí estás, pues, bribona! (La palabra catalana era más enérgica). ¡Ahí estás! -dijo-. ¡De modo que has sido tú quien le ha roto la pierna a Juan Coll! Si fueras mía, ya te habría retorcido el pescuezo.

-¡Bah! ¿Con qué lo harías? -dijo el otro-. Es de cobre, y tan dura que Esteban ha roto en ella su lima al tratar de estropearla. Está hecha con el bronce de la época de los paganos; es más duro que no sé qué.

-Si tuviera mi cortafrío (debía ser aprendiz de cerrajero el que hablaba), muy pronto le haría saltar sus grandes ojos blancos, de igual manera que sacaría una almendra de su cáscara. Hay en ellos más de cien sueldos de plata.

Se alejaron algunos pasos.

-Es necesario que le dé las buenas noches al ídolo -dijo el más alto de los aprendices, deteniéndose de pronto.

Se agachó y probablemente tomó una piedra. Lo vi estirar el brazo, arrojar algo, y en seguida un golpe sonoro resonó en el bronce. En ese mismo instante, el aprendiz se llevó la mano a la cabeza, dando un grito de dolor.

-¡Me la ha devuelto! -exclamó.

Y mis dos pillastres emprendieron la fuga a todo correr. Era evidente que la piedra había dado en el metal, y al rebotar había castigado al pícaro por el ultraje hecho a la diosa.

Cerré la ventana, riéndome con ganas.

«Un vándalo más castigado por Venus -me dije-. ¡Ojalá que todos los destructores de nuestros antiguos monumentos fueran golpeados de la misma manera.»

Con este caritativo deseo me acosté y pronto me quedé dormido.

Ya era día claro cuando me desperté. Junto a mi lecho estaban, a un lado, el señor De Peyrehorade, de bata; al otro, un criado enviado por su esposa, con una taza de chocolate en la mano.

-¡Vamos, arriba, parisiense! ¡Aquí están mis perezosos de la capital! -dijo mi huésped, mientras yo me vestía a la disparada-. ¡Son las ocho y todavía en la cama! Yo estoy levantado desde las seis. Ya he subido aquí tres veces; me he acercado a su puerta en puntas de pie y nada, no oí la menor señal de vida. Le hará mal dormir tanto tiempo a su edad. Y a mi Venus todavía no la ha visto... Vamos, tómese de una vez esa taza de chocolate de Barcelona... producto legítimo, de contrabando... que no lo hay mejor ni en París. Fortalézcase, pues cuando esté delante de mi Venus, nadie podrá arrancarlo de su lado.

En cinco minutos estuve listo, es decir, afeitado a medias, mal arreglado el traje, y quemado por el chocolate que apuré hirviendo. Bajé entonces al jardín y me detuve ante una estatua admirable.

Era realmente una Venus de maravillosa belleza. Tenía desnudo la mitad superior del cuerpo, tal como los antiguos representaban generalmente a sus grandes divinidades; la mano derecha, levantada a la altura del pecho, estaba vuelta, con la palma para adentro, el pulgar y los dos primeros dedos extendidos, y los otros dos levemente doblados. La otra mano, cerca de la cadera, sostenía el manto que envolvía la parte inferior del cuerpo. La actitud de la estatua recordaba la del jugador de morra que se designa, no sé muy bien por qué, con el nombre de germánico. Quizás se hubiera querido representar a la diosa jugando a la morra.

Sea lo que fuere, era imposible imaginar algo más perfecto que el cuerpo de aquella Venus; nada más suave y voluptuoso que sus contornos; nada más elegante y noble que su manto. Esperaba encontrarme con alguna obra del Bajo Imperio y veía, en cambio, una obra maestra de los mejores tiempos de la estatuaria. Lo que me impresionó sobremanera fue el exquisito realismo de sus formas, que se las hubiera podido creer moldeadas por la naturaleza, si la naturaleza produjera formas tan perfectas.

Los cabellos, levantados sobre la frente, parecían haber sido dorados en otro tiempo. La cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, nunca podré llegar a definir su extraña expresión; su tipo no se parecía al de ninguna de las estatuas antiguas que yo recordaba. No tenía esa belleza serena y severa que creaban los escultores griegos, los cuales, por sistema, daban a todos los rasgos del semblante una majestuosa inmovilidad. En éste, por el contrario, observé con sorpresa la manifiesta intención del artista de mostrar la malicia llegando casi a la maldad. Todos los rasgos estaban levemente contraídos: los ojos eran algo oblicuos, la boca parecía un tanto levantada en los extremos y las narices un poco henchidas. Desdén, ironía, crueldad, todo esto sugería aquella cara, que, no obstante, era de increíble belleza. La verdad es que, cuanto más se contemplaba aquella admirable estatua, tanto más se experimentaba el penoso sentimiento de que una hermosura tan maravillosa pudiera aliarse con la ausencia de toda sensibilidad.

-¡Si la modelo existió alguna vez -dije al señor De Peyrehorade-, y dudo que el cielo haya producido alguna vez mujer parecida, compadezco a sus amantes! Ha debido complacerse en hacerlos morir de desesperación. Aunque su expresión es algo feroz, no he visto nada tan bello.

-¡Es Venus por entero a su presa aferrada! -exclamó el señor De Peyrehorade, satisfecho de mi entusiasmo.

Aquella expresión de infernal ironía se aumentaba quizás por el contraste de los ojos de la estatua, incrustados de plata y muy brillantes, con la pátina de verde negruzco que el tiempo había dado al bronce. Ese brillo daba a los ojos cierta ilusión de realidad, de vida. Me acordé entonces de las palabras de mi guía, cuando sostuvo que la estatua hacía bajar los ojos a todos los que la miraban. Esto casi era verdad, y no pude reprimir un movimiento de cólera contra mí mismo al sentirme algo inquieto delante de aquella figura de bronce.

-Puesto que ya ha admirado usted todos los detalles, querido colega en arqueología -dijo mi huésped-, demos por abierta, si no tiene inconveniente, una conferencia científica. ¿Qué me dice usted de esta inscripción, en la que no se ha fijado todavía? -agregó, señalándome el pedestal de la estatua, donde leí estas palabras:

CAVE AMANTEM

-Quid dicis, doctissime? -me preguntó el anticuario frotándose las manos-. ¡Veamos si estamos de acuerdo en cuanto al sentido de cave amantem!

-Por lo pronto -le contesté-, tiene dos sentidos. Se puede traducir: «Ten cuidado con quien te ama, desconfía de tus amantes»; pero en este sentido, no sé si cave amantem sería una buena expresión latina. Viendo el aspecto diabólico de la dama, creería más bien que el artista ha querido poner en guardia al espectador contra esta terrible belleza. Yo la traduciría así, pues: «Ten cuidado si ella te ama».

-¡Hum! -dijo el señor De Peyrehorade-. Sí, ése sentido es admisible; pero, no se moleste usted si prefiero la primera traducción, que es la que desarrollaré. ¿Sabe quién fue el amante de Venus?

-Tuvo varios.

-Sí, pero el primero fue Vulcano. ¿No se habrá querido decir: «A pesar de toda tu belleza, y de tu aire desdeñoso, tendrás por amante a un herrero, villano y cojo»? ¡Lección profunda, caballero, para las coquetas!

No pude menos de sonreír ante aquella explicación que me pareció tan traída por los cabellos.

-Es un idioma terrible el latín por su concisión -repuse con el fin de evitar contradecir seriamente a mi arqueólogo, y retrocedí algunos pasos para contemplar mejor la estatua.

-¡Un momento, colega! -dijo el señor De Peyrehorade, tomándome del brazo-. No ha terminado usted de verlo todo. Hay otra inscripción más. Suba al pedestal y mire en el brazo derecho.

Y hablando de tal suerte, me ayudó a subir.

Ya en el pedestal, aseguré una mano sin cumplimientos en el cuello de la Venus, con la cual comenzaba a familiarizarme. Hasta la miré un instante en sus mismas barbas, y la encontré aún más malévola y también más hermosa. Después examiné el brazo y vi grabados en él algunos caracteres de escritura cursiva antigua, según me pareció. Con el auxilio de unas gafas pude deletrear lo que sigue, mientras el señor De Peyrehorade repetía cada una de mis palabras, a medida que yo la pronunciaba, aprobando con el gesto y con la voz. Leí pues:

VENERI TVRBVL...
EVTYCHES MYRO
IMPERIO FECIT.

Después de esa palabra Tvrbvl de la primera línea, me pareció que había algunas letras borradas; pero Tvrbvl era perfectamente legible.

-¿Eso quiere decir?... -me preguntó mi huésped radiante y sonriendo con malicia, pues pensaba que yo no sacaría fácilmente mucho de aquel Tvrbvl.

-Hay una palabra que todavía no me la explico -le dije-. Todo lo demás es fácil. Eutiquio Myron ha hecho esta ofrenda a Venus por orden de ella.

- Perfectamente. ¿Pero qué me dice usted de Tvrbvl? ¿Qué significa Tvrbvl?

-Tvrbvl me preocupa bastante. En vano trato de buscar algún epíteto de Venus que pueda ayudarme. Veamos. ¿Qué diría usted de Tvrbvlenta? Venus que inquieta, que agita... Verá usted que sigo preocupado por su maligna expresión. Tvrbulenta no es de ninguna manera un epíteto demasiado malo para Venus -añadí con tono modesto, pues yo mismo no estaba muy convencido de mi explicación.

-¡Venus turbulenta! ¡Venus la pendenciera! ¡Ah! ¿Cree usted, entonces, que mi Venus es una Venus de taberna? Nada de eso, caballero; es una Venus de buenas compañías. Pero voy a explicarle este Tvrbvl... Por lo menos, me prometerá usted no divulgar mi descubrimiento antes de la impresión de mi memoria. Es que, ya lo ve usted, me vanaglorio de este hallazgo... Es conveniente que ustedes también dejen espigar algo a nosotros, los pobres diablos de provincias. ¡Son tan ricos los señores sabios de París!

Desde lo alto del pedestal, donde estaba colgado, le prometí solemnemente que yo no cometería nunca la indignidad de robarle su descubrimiento.

-Tvrbvl... caballero -dijo acercándose a mí y bajando el tono de su voz como si temiese que otro pudiera escucharle-, es tvrbvlnerae.

-No comprendo mucho más.

-Escuche bien. A una legua de aquí, al pie de la montaña, hay una aldea que se llama Boulternère. Es una corrupción de la palabra latina tvrbvlnera. No hay nada más común que estas inversiones. Boulternère, caballero, ha sido una ciudad romana. Siempre lo había dudado, pero nunca tuve una prueba cierta de ello; ahora tengo esa prueba. Esta Venus era la divinidad típica de Boulternère, y esta palabra Boulternère, de la que acabo de demostrar su origen antiguo, prueba una cosa mucho más curiosa, y es que Boulternère, antes de ser ciudad romana, ¡fue una ciudad fenicia!

Se detuvo un momento para tomar aliento y disfrutar de mi sorpresa. Yo me esforcé por reprimir un fuerte impulso de echarme a reír.

-En efecto -prosiguió-, tvrbvlnera es fenicio puro. Tvr, pronúnciase tur... Tour y Sour, valen lo mismo ¿no es verdad? Sour es el nombre fenicio de Tyr, y no tengo necesidad de recordarle el sentido. Bvl es Baal, Bal, Bel, Bul, ligeras diferencias de pronunciación. Nera, en cambio, me da un poco de trabajo. Me inclino a creer, por no encontrar una palabra fenicia análoga, que viene del griego nerós, que significa húmedo, pantanoso. Sería, pues, un término híbrido. Para justificar lo de nerós, le enseñaré en Boulternère varios arroyos que nacen en las montañas y forman pantanos infectos. Por otra parte, la terminación Nera pudo haber sido agregada mucho más tarde, en honor de Nera Pivesuvia, mujer de Tétrico, quizás por haber hecho algo en favor de Turbul. Pero, a causa de los pantanos, prefiero la etimología de nerós.

Dicho esto, tomó un poco de tabaco con aire satisfecho, y prosiguió su disertación.

-Pero dejemos a los fenicios, y volvamos a la inscripción. Traduzco en consecuencia: «A Venus de Boulternère, Myron dedica por su orden esta estatua, obra suya».

Me guardé muy bien de criticar su etimología, pero quise a mi vez dar pruebas de penetración, y le dije:

-Alto ahí, caballero. Myron ha consagrado alguna cosa, pero no veo en ninguna forma que sea esta estatua.

-¡Cómo! -exclamó-. ¿No era Myron un famoso escultor griego? El talento se habría perpetuado en su familia. Es uno de sus descendientes quien habrá hecho esta estatua. No hay nada más seguro.

-Pero -repliqué- veo en ese brazo un pequeño agujero. Creo que ha servido para fijar en él alguna cosa, un brazalete, por ejemplo, que este Myron habrá dado a Venus como ofrenda expiatorio. Myron fue un amante infortunado. Venus estaba irritada contra él, y él la apaciguó consagrándole un brazalete de oro. Observe que fecit se toma con mucha frecuencia por consecravit. Estos términos son sinónimos. Le daría a usted más de un ejemplo si tuviera a mano a Gruter o a Orellio. Es natural que un enamorado vea en sueños a Venus y se imagine que le imponga la obligación de dar un brazalete de oro a su estatua. Myron le consagró un brazalete... Después los bárbaros o algún ladrón sacrílego...

-¡Ah! ¡Cómo se conoce que usted ha escrito novelas! -exclamó mi huésped dándome la mano para ayudarme a descender-. No, caballero, esta obra es de la escuela de Myron. Observe sólo el trabajo y se convencerá.

Habiéndome impuesto la norma de no contradecir de ningún modo a los arqueólogos obstinados, bajé la cabeza con aire convencido y me limité a decir:

-Es una pieza admirable.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó el señor De Peyrehorade-. ¡Otra muestra de vandalismo! ¡Han arrojado una piedra a mi estatua!

Acababa de observar el anticuario una marca blanca, poco más abajo del pecho de la Venus. Yo noté un trazo parecido sobre los dedos de la mano derecha; supuse entonces que habían sido rozados por la piedra, o que un fragmento desprendido de ella al rebotar en el metal había dado en la mano. Conté a mi huésped la ofensa de que había sido testigo y el pronto castigo que le siguió. Se rió bastante, y, comparando al aprendiz con Diomedes, le deseó que viera, como el héroe griego, convertidos a sus compañeros en pájaros blancos.

La campana del almuerzo interrumpió esta plática clásica, y, lo mismo que la víspera, fui obligado a comer por cuatro. Después vinieron varios colonos del señor De Peyrehorade, y, mientras éste los atendía, su hijo me llevó a ver una calesa que había comprado en Tolosa para su prometida, y que yo admiré, no es necesario repetirlo. Luego entré con él en la caballeriza, donde me tuvo una media hora elogiándome sus caballos, haciéndome conocer sus genealogías, y enumerándome los premios que habían ganado en las carreras del departamento. Por último, acabó hablándome de su futura, con motivo de haberme enseñado una yegua gris que le tenía destinada.

-La veremos hoy -dijo-. No sé si la encontrará bonita. No es fácil contentar a ustedes, los de París; pero todo el mundo, aquí y en Perpiñán, la encuentra encantadora. Lo mejor de todo es que es muy rica. Su tía de Prades le ha dejado todos sus bienes. ¡Oh, voy a ser muy feliz!

Me contrarió profundamente ver a un joven más impresionado por la dote que por los ojos hermosos de su futura.

-Usted que entiende de alhajas -prosiguió el señor Alfonso-, ¿qué le parece ésta? Es el anillo que le entregaré mañana.

Mientras hablaba de esta suerte, sacó de la primera falange de su dedo meñique una gruesa sortija enriquecida con diamantes, y formada por dos manos entrelazadas; la alusión me pareció infinitamente poética. El trabajo era antiguo, pero juzgué que había sido retocada para engarzar los diamantes. En el interior de la sortija se leían estas palabras, en letras góticas: Sempr' ab ti, es decir, siempre contigo.

-Es una sortija bonita -dije-. Pero el agregado de estos diamantes le ha hecho perder un poco de su valor intrínseco.

-¡Oh! Así queda mucho más hermosa -contestó sonriendo-. Hay en ella mil doscientos francos en diamantes. Mi madre me la dio; es una sortija de familia muy antigua..., de los tiempos de la caballería andante. La había usado mi abuela, quien la recibió de la suya. Dios sabe cuándo habrá sido hecha.

-Es costumbre en París -le dije- dar en estos casos un anillo muy sencillo, compuesto generalmente por dos metales, como el oro y el platino. Mire, esa otra sortija que usted lleva en ese dedo, sería más apropiada. Esta, con los diamantes y las manos en relieve, es tan gruesa que no se podría llevar usando guantes.

-¡Oh! Mi esposa se las arreglará como quiera. Creo que siempre se sentirá satisfecha de tenerla. Es muy agradable llevar en el dedo mil doscientos francos en diamantes. Esta pequeña sortija -agregó contemplando con aire satisfecho el otro anillo liso que llevaba en la mano- es de una mujer de París, que me la dio un día de carnaval. ¡Ah, cómo lo pasé en París, hace dos años! ¡Allí sí se divierte uno!... -Y suspiró de pena.

Teníamos que cenar aquel día en Puygarrig, en casa de los padres de la futura. Llegada la hora, nos ubicamos en la calesa y partimos para su castillo, distante de Ille no más de una legua y media. Fui presentado y acogido en él como amigo de la familia. No hablaré de la cena ni de la conversación que siguió a ella, y en la que tomé poca parte. El señor Alfonso, sentado junto a su novia, le deslizaba una palabra al oído cada cuarto de hora. Ella, por su parte, apenas si levantaba los ojos, y, cada vez que su pretendiente le hablaba, se ruborizaba con modestia, pero respondía sin turbarse.

La señorita de Puygarrig tenía dieciocho años, y su talle flexible y delicado contrastaba con las formas huesosas de su robusto prometido. Era no sólo bella, sino también seductora. Admiré la perfecta naturalidad de sus respuestas; y su expresión bondadosa, no exenta empero de un ligero tono de malicia, me recordó, a pesar mío, a la Venus de mi huésped. En esta comparación que hice mentalmente, me pregunté si la superioridad de belleza que había que concederle a la estatua no se debía, en gran parte, a su expresión de tigre; pues la energía, aun en las malas pasiones, despierta siempre en nosotros cierta sorpresa y una especie de involuntario admiración.

«¡Qué lástima -me dije al abandonar a Puygarrig- que una persona tan amable sea rica, y que su dote la exponga a ser galanteada por un hombre indigno de ella!»

Mientras regresábamos a Ille, no sabiendo muy bien de qué hablar a la señora De Peyrehorade, a quien creía conveniente dirigirle algunas veces la palabra, le dije:

-¡Son muy incrédulos en el Rosellón! ¡Cómo, señora, arreglan ustedes un casamiento para un día viernes! En París veríamos esto con cierta superstición. Nadie se atrevería a tomar esposa en tal día.

-¡Dios mío! No me hable de eso -respondió-. De haber dependido de mí hubiera elegido, naturalmente, otro día. Pero Peyrehorade lo ha querido así y hubo que ceder. Sin embargo, esto me apena. ¿Si sucediera alguna desgracia? Es de suponer que haya en ello alguna razón, pues, en fin, ¿por qué todo el mundo teme al día viernes?

-¡Viernes! -exclamó su marido-. ¡Es el día de Venus! ¡Excelente día para un casamiento! Ya lo ve usted, mi querido colega, no pienso más que en Venus. ¡Por mi honor! Por ella he elegido el viernes. Mañana, si usted quiere, antes de la boda, haremos un pequeño sacrificio, mataremos dos palomas, y, si supiese dónde conseguir incienso...

-¡Concluye de una vez, Peyrehorade! -le interrumpió su esposa, escandalizada al extremo-. ¡Inciensar a un ídolo! ¿Qué dirían de nosotros en la comarca?

-Por lo menos -dijo el señor De Peyrehorade- me permitirás colocarle en la cabeza una corona de rosas y de lirios:

Manibus date lilia plenis.

Ya lo ve usted, caballero, la constitución es una palabra inútil. ¡No tenemos libertad de cultos!

Los arreglos del día siguiente fueron ordenados de esta manera. Todo el mundo tenía que estar listo, correctamente vestido, a las diez en punto. Tomado el chocolate, se iría en carruaje a Puygarrig. El casamiento civil debía celebrarse en la alcaldía de la aldea, y la ceremonia religiosa en la capilla del castillo. A continuación se serviría el almuerzo, y después de almorzar se pasaría el tiempo como mejor se pudiera, hasta las siete de la tarde. A esta hora, se regresaría a Ille, a casa del señor De Peyrehorade, en donde cenarían las dos familias. El resto se supone, naturalmente. No habiendo baile, se había querido que todos comiesen a más y mejor.

Desde las ocho de la mañana estuve sentado ante la Venus, lápiz en mano, y por vigésima vez debí recomenzar un apunte de la cabeza de la estatua, sin que consiguiese interpretar la expresión de su rostro. El señor De Peyrehorade iba y venía en torno de mí, me daba consejos y me repetía sus etimologías fenicias; después colocó unas rosas de Bengala en el pedestal de la estatua, y con tono tragicómico hizo votos por la pareja que iba a vivir bajo su techo. A eso de las nueve entró en la casa para ocuparse de su tocado personal. A la sazón apareció el señor Alfonso, con una levita bien ceñida, guantes blancos, zapatos charolados, botones cincelados y una rosa en el ojal.

-¿Me hará usted el retrato de mi mujer? -dijo inclinándose sobre mi dibujo-. También ella es bonita.

En ese momento empezó en la cancha de pelota que he mencionado ya, un partido que al instante llamó la atención del señor Alfonso. Y yo fatigado, y perdiendo las esperanzas de conseguir reproducir aquella diabólica figura, abandoné muy pronto mi dibujo para mirar a los jugadores. Había entre ellos algunos muleteros españoles llegados el día anterior. Eran aragoneses y navarros, casi todos de una destreza maravillosa en el juego. En consecuencia, los illenses, aunque alentados por la presencia y los consejos del señor Alfonso, fueron derrotados bastante pronto por esos nuevos campeones. Los espectadores locales estaban consternados. El señor Alfonso miró su reloj. No eran todavía las nueve y media. Su madre no estaba peinada. Y no vaciló más: se sacó la levita, pidió una chaqueta, y desafió a los españoles. Yo lo miraba hacer, sonriendo y un poco sorprendido.

-Es preciso sostener el honor de la región -me dijo.

Entonces lo encontré verdaderamente gallardo. La pasión del juego lo poseyó a tal punto, que su tocado, que tanto le había preocupado hacía un instante, ya no significaba nada para él. Unos minutos antes hubiese temido volver la cabeza para no desarreglarse la corbata. Ahora no pensaba en sus cabellos rizados ni en su pechera tan bien plegada. ¿Y su prometida?... A fe mía, creo que, de haber sido necesario, habría postergado el casamiento. Lo vi calzarse con prisa un par de sandalias, subirse las mangas, y, muy seguro de sí mismo, ponerse a la cabeza del conjunto vencido, dando órdenes como César a sus soldados en Dirraquium. Salté el seto, y me coloqué cómodamente a la sombra de un almez, de manera que pudiera ver bien los dos campos.

Contra lo esperado por todos, el señor Alfonso falló en la primera pelota, que, a la verdad, no era fácil, pues vino rozando el suelo, enviada con sorprendente fuerza por un aragonés que parecía ser el jefe de los españoles.

Era éste un hombre de unos cuarenta años, seco y nervioso, de seis pies de altura, y su piel olivácea tenía un tinte casi tan oscuro como el del bronce de la Venus.

El señor Alfonso tiró con furor su paleta en el suelo.

-¡Esta maldita sortija -dijo- me aprieta el dedo y me ha hecho perder una pelota segura!

Y se sacó, no sin trabajo, la sortija de diamantes. Me acerqué para guardársela; pero me hizo a un lado, corrió hacia la Venus, le puso la sortija en el dedo anular y retornó a su puesto, a la cabeza de los illenses.

Lo vi pálido, pero tranquilo y decidido. Desde ese momento, no cometió una sola falta, y los españoles fueron derrotados completamente. Un hermoso espectáculo brindó el entusiasmo de los espectadores: unos lanzaban gritos de alegría, tirando al aire sus gorros; otros estrechaban las manos al señor Alfonso, llamándolo la gloria del país. Si hubiera rechazado una invasión, dudo que hubiese recibido felicitaciones más vivaces y sinceras. La amargura de los vencidos se añadía a la gloria de su victoria.

-Haremos otros partidos, amigo -dijo el señor Alfonso al aragonés con tono de superioridad-, pero tendré que darle ventaja.

Yo hubiera deseado que el señor Alfonso fuese más modesto, y casi me apené por la humillación de su rival.

El gigante español sintió en lo hondo esa ofensa; palideció su tostado rostro; miró con tristeza su paleta, apretando los dientes, y le oí murmurar con voz sofocada:

-Me lo pagarás.

La voz del señor De Peyrehorade turbó el triunfo de su hijo. Mi huésped se sorprendió al no encontrarlo dirigiendo el arreglo de la calesa nueva, y mucho más todavía al verlo bañado en sudor, con la paleta en la mano. El señor Alfonso corrió a la casa, se lavó la cara y las manos, volvió a ponerse la levita nueva y los zapatos charolados, y cinco minutos después todos nos dirigíamos rápidamente hacia Puygarrig. Los jugadores de pelota y gran número de espectadores nos siguieron dando gritos de alegría, y, durante un buen trecho, apenas si los vigorosos caballos que tiraban de nuestro coche podían mantener su ventaja sobre la marcha de estos intrépidos catalanes.

Por fin llegamos a Puygarrig. Cuando el cortejo iba a ponerse en marcha para ir a la alcaldía, el señor Alfonso, dándose una palmada en la frente, me dijo en voz baja:

-¡Qué torpeza! ¡Me he olvidado la sortija! ¡La dejé en el dedo de la Venus, que el diablo podría llevarse! No se lo diga a nadie, y menos aún a mi madre. Tal vez ella no se dé cuenta.

-Podría enviar usted a alguien a buscarla -dije.

-¡Bah! Mi criado se ha quedado en Ille, y de los que hay aquí no me fío mucho. ¡Mil doscientos francos en diamantes! Eso podría tentar a más de uno. Por otra parte, ¿qué pensarían de mi distracción? Se burlarían de mí, y me llamarían el marido de la estatua... ¡Con tal que no me roben el anillo! Por suerte, el ídolo les mete miedo a los pillastres y no se atreven a aproximarse mucho a ella. ¡Bah! No es nada, tengo otra sortija.

Las dos ceremonias, la civil y la religiosa, se realizaron con la pompa adecuada; y la señorita de Puygarrig recibió el anillo de una modista de París, sin sospechar que su prometido le hacía el sacrificio de una prenda de amor. Después hubo que sentarse a la mesa, en donde se bebió, se comió y hasta se cantó, todo lo cual se hizo con cierto exceso. La recién casada me inspiró bastante pena, a causa de la tosca alegría que se exteriorizaba en torno de ella; sin embargo, se comportó mejor de lo que yo hubiera esperado, y la turbación que mostraba en ese momento no provenía de torpeza ni de afectación. Y es que el valor, quizás se hace presente en las situaciones difíciles.

El almuerzo concluyó cuando Dios quiso. Eran ya las cuatro, y los hombres salieron a pasear un poco, unos por el parque, que era magnífico, y otros a contemplar cómo bailaban en el prado del castillo las campesinas de Puygarrig, que lucían sus vestidos de fiesta. En esta forma pasamos algunas horas. Mientras tanto, las mujeres del castillo rodeaban a la recién casada, que hacía admirar a unas y otras su canastilla de boda. Cuando volví a verla, noté que había cambiado de vestido, y que cubría sus hermosos cabellos con una redecilla y un sombrero de plumas, pues las jóvenes tienen prisa por ponerse, en cuanto pueden, los adornos que el uso les impide llevar cuando aun son doncellas.

Eran cerca de las ocho cuando se dispuso el regreso a Ille. En ese instante se produjo una escena patética. La tía de la señorita De Puygarrig, que hacía las veces de madre, mujer de mucha edad y muy devota, no debía ir con nosotros a la ciudad, y, llegada la hora de la salida, dio a su sobrina un sermón concerniente a sus deberes de esposa, del cual sermón resultó un torrente de lágrimas y de abrazos interminables. El señor De Peyrehorade comparó esta separación con el rapto de las sabinas. Partimos, no obstante, y, durante el viaje, todos se esforzaron por distraer a la recién casada y hacerla reír, pero fue en vano.

En Ille, nos esperaba la cena... y ¡qué cena! Si la tosca alegría del almuerzo me había chocado, más me chocaron aún los equívocos y las bromas de que fueron objeto el marido y sobre todo su esposa. El recién casado, que había salido un instante antes de sentarse a la mesa, estaba pálido y su seriedad era glacial. Bebía mucho, y del viejo vino de Collioure, que es casi tan fuerte como el aguardiente. Yo estaba sentado a su lado y me creí obligado a advertirle:

-¡Tenga cuidado! Se dice que el vino...

No sé qué tontería dije para ponerme a la altura de los convidados.

Me tocó con la rodilla, y me dijo en voz baja:

-Cuando se levanten de la mesa... trate de que pueda decirle dos palabras.

Me sorprendió su tono solemne. Lo miré con más atención, y entonces noté una extraña alteración en su semblante.

-¿Se encuentra usted indispuesto? -pregunté.

-No.

Y siguió bebiendo.

Mientras tanto, en medio de los gritos y de las palmadas, un niño de once años que se había deslizado bajo la mesa, mostraba a los asistentes una bonita cinta blanca y rosa que acababa de desprender del tobillo de la desposada. Se llamó a aquello su liga. En seguida fue cortada en pedazos y distribuida entre los jóvenes, que adornaron con ellos su ojal, siguiendo una antigua costumbre que se conserva todavía en algunas familias patriarcales. Para la recién casada aquélla fue una ocasión indicada para ruborizarse hasta la raíz de los cabellos... Pero su turbación llegó al máximo cuando el señor De Peyrehorade, después de haber reclamado silencio, declamó algunos versos catalanes, improvisados, según dijo. He aquí el sentido de los mismos, si es que los interpreté bien:

«¿Qué es esto, amigos míos? ¿Acaso el vino que he bebido me hace ver doble? Hay aquí dos Venus...»

El recién casado levantó bruscamente la cabeza con tal expresión de susto que hizo reír a todos.

«Sí» -prosiguió el señor De Peyrehorade- «hay dos Venus bajo mi techo. Una, la he encontrado en la tierra, como una trufa; la otra, ha bajado de los cielos y acaba de repartirnos su cinturón».

Quería decir su liga.

«Hijo mío, elige la Venus romana o la catalana, la que prefieras. El pillastre toma a la catalana, y su elección es la mejor. La romana es negra, la catalana es blanca. La romana es fría, la catalana inflama todo lo que se le acerca».

Este final arrancó tal alarido, aplausos tan ruidosos y risas tan sonoras, que creí que el techo iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. Alrededor de la mesa no había más que tres caras serias; las de los recién casados y la mía. Yo tenía un fuerte dolor de cabeza, y, además, no sé por qué, un casamiento siempre me entristece. Por otra parte, aquél me disgustaba un poco.

Las últimas coplas fueron cantadas por el teniente alcalde, y eran bastante liberales, debo decirlo. Después pasamos a la sala para presenciar la partida de la desposada, que debía ser conducida muy pronto a su habitación, pues ya era cerca de medianoche.

El señor Alfonso me arrastró junto al alféizar de una ventana, y sin atreverse a mirarme, me dijo:

-Usted se burlará de mí... Pero no sé que tengo... ¡Estoy hechizado! ¡El diablo me lleva!

El primer pensamiento que se me ocurrió fue el de que se creía amenazado de algún mal de aquellos de que hablan Montaigne y Madame de Sevigné: «Todo el imperio amoroso está lleno de historias trágicas, etc.»

«Creo que tal género de accidentes no suceden más que a personas inteligentes» -me dije.

Pero volviendo al recién casado, le contesté:

-Ha bebido usted demasiado vino de Collioure, mi querido señor Alfonso. Ya se lo había advertido.

-Sí, quizás. Pero se trata de algo más terrible.

Hablaba con voz entrecortada. Lo creí completamente ebrio.

-¿Se acuerda usted de mi anillo? -prosiguió después de un silencio.

-Sí. ¿Se lo han llevado?

-No.

-¿Lo tiene usted, entonces?

-No..., yo... yo no puedo sacarlo del dedo de esa maldita Venus.

-¡Bah! No habrá tirado de él lo bastante fuerte.

-Lo hice... pero la Venus... ha cerrado el dedo. Y me miró fijamente, con extraña expresión, apoyándose en la falleba de la ventana para no caerse.

-¡Qué cuento es éste! -dije-. Sin duda, usted ha metido muy adentro el anillo. Mañana lo sacará con las tenazas; pero tenga cuidado entonces de no estropear la estatua.

-Le digo a usted que no he hecho eso. El dedo de la Venus está encogido, replegado; la Venus ha cerrado la mano. ¿Me entiende ahora?... Es mi esposa, en apariencia, puesto que le he entregado mi anillo... y no quiere devolvérmelo.

Sentí correr de pronto por mi cuerpo un raro estremecimiento, y esta sensación me duró un instante. El joven lanzó un profundo suspiro, y al percibir su aliento vinoso, toda emoción desapareció en mí.

«Este miserable -pensé- está completamente borracho».

-Usted es anticuario, caballero -agregó con voz triste- y conoce esas estatuas... Tal vez haya en ella algún resorte, algún mecanismo oculto, que yo no conozco... Si usted fuera a ver...

-Con mucho gusto -dije-. Venga conmigo.

-No, prefiero que vaya usted solo.

Salí de la sala. El tiempo había cambiado durante el transcurso de la cena, y la lluvia comenzaba a caer con fuerza. Iba a pedir un paraguas, cuando una reflexión me detuvo.

«¡Sería un loco de remate -me dije- si fuera a cerciorarme de lo que me ha dicho un hombre ebrio! Quizás, por otra parte, me ha querido hacer objeto de alguna broma desagradable para hacer reír a estos buenos provincianos; y lo menos que puede ocurrirme es que me cale hasta los huesos y atrape un buen catarro.»

Desde la puerta eché una ojeada a la estatua por la que chorreaba el agua, y subí después a mi habitación, y no volví a entrar en la sala. Me acosté, pero el sueño tardó en llegar. Todas las escenas de la jornada se hacían presente en mi espíritu. Y pensé en aquella joven tan bella y tan pura abandonada a un borracho brutal.

«¡Qué odioso asunto -me dije- es un matrimonio de conveniencia! ¡Un alcalde revestido con su faja tricolor, un cura con la estola, y no hace falta más para que una hija honesta sea entregada al Minotauro! Dos seres que no se aman ¿qué pueden decirse en esos instantes que dos enamorados comprarían al precio de su existencia? ¿Podrá amar siempre una mujer a un joven que ha sido un bruto con ella en determinada ocasión? Las primeras impresiones no se borran jamás, y estoy seguro de que el señor Alfonso merece ser odiado...»

Durante mi monólogo interior, que por cierto he abreviado, llegaba hasta mí el rumor de las idas y venidas de la gente por la casa, el ruido de abrir y cerrar de puertas, y el de los carruajes que partían. Además, también me pareció haber oído en la escalera los pasos ligeros de muchas mujeres que se dirigían por el corredor hacia el extremo opuesto al de mi habitación. Se trataba, probablemente, del cortejo de la desposada, que la conducía al lecho. Poco después, volvieron a bajar la escalera. La puerta de la señora De Peyrehorade se cerró.

«¡Qué incómoda y preocupada -me dije- debe estar esa pobre muchacha!»

Me di vuelta en mi cama con malhumor. Un soltero desempeña un papel tonto en una casa donde se celebra un matrimonio de esta suerte.

El silencio reinó durante un buen rato; súbitamente oí unos pasos pesados en la escalera; alguien subía. Los peldaños de madera crujieron con fuerza.

«¡Qué zopenco! -exclamé para mis adentros-. Apuesto a que va a caerse por la escalera.»

Pero todo volvió a quedar tranquilo. Tomé un libro y me dispuse a leer para cambiar el curso de mis ideas. Era una estadística del departamento, enriquecida con una memoria del señor De Peyrehorade sobre los monumentos druidas del distrito de Prades. Me adormecí en la tercera página.

Dormí mal y me desperté varias veces. A eso de las cinco de la mañana, cuando ya hacía unos veinte minutos que estaba despierto, oí cantar un gallo. Comenzaba a clarear el día. Escuché entonces, con toda claridad, los mismos pasos pesados y el mismo crujido de la escalera que había escuchado antes de dormirme. Aquello me pareció raro. Entre bostezo y bostezo traté de adivinar el motivo por el cual el señor Alfonso se levantaba tan temprano. No podía imaginarme la causa. Iba a volver a cerrar los ojos, cuando atrajo mi atención unos pataleos extraños, a los que se mezclaron en seguida el sonido de varias campanillas y un ruido como de puertas que se abrían con violencia; por último oí confusos gritos.

«¡Mi borracho habrá prendido fuego en alguna parte!» pensé, saltando de la cama.

Me vestí rápidamente y salí al pasillo. Del extremo opuesto llegaban gritos y lamentos; alguien, con voz que dominaba a todas las otras, clamaba con acento desgarrador:

-¡Hijo mío? ¡Hijo mío!

Era evidente que le había sucedido una desgracia al señor Alfonso. Corrí a la cámara nupcial: estaba llena de gente. Lo primero que llamó mi atención fue el espectáculo del joven a medio vestir, echado de través en el lecho, cuya armadura estaba rota. Estaba lívido e inmóvil. Su madre lloraba y gritaba a su lado. El señor De Peyrehorade, muy agitado, frotaba las sienes del joven con agua de Colonia, y a veces arrimaba el frasco de sales a su nariz. ¡Pobre! Hacía tiempo que su hijo se hallaba sin vida. Sobre un sofá, en el otro rincón del dormitorio, se encontraba la desposada, que, a su vez, era víctima de horribles convulsiones. Lanzaba gritos inarticulados y dos robustas criadas la contenían a duras penas.

-¡Dios mío! -dije-. ¿Qué ha sucedido?

Me acerqué a la cama y traté de levantar el cuerpo del infortunado joven: estaba rígido y frío. Sus dientes apretados y su rostro morado expresaban las más horrorosas angustias. Echábase de ver que su muerte había sido violenta y terrible su agonía. Sin embargo, no había en sus ropas ningún rastro de sangre. Aparté la camisa y vi sobre su pecho una marca lívida que se extendía por los costados hasta la espalda. Se hubiera dicho que había sido apretado en un círculo de hierro. Mi pie tocó de pronto un objeto duro que se encontraba sobre la alfombra, me agaché para reconocerlo y vi la sortija de diamantes.

Conduje entonces al señor De Peyrehorade y a su esposa hasta su habitación, y después hice que llevasen junto a ellos a la desposada.

-Les queda todavía una hija -dije a mis huéspedes- y ustedes deben cuidarla.

Y los dejé solos.

No me parecía dudoso que el señor Alfonso hubiese sido víctima de un asesinato cuyos autores habían encontrado la forma de introducirse durante la noche en la habitación de la desposada. Aquellas contusiones en el pecho y la dirección circular que seguían me intrigaban bastante, pues un bastón o una barra de hierro no podría haberlas causado. De pronto me acordé haber oído decir en Valencia que algunos facinerosos utilizan largos talegos de cuero rellenos de arena para moler a golpes a las personas por cuya muerte se les paga. En seguida recordé al muletero aragonés y su amenaza. No obstante, apenas me atrevía a pensar que éste hubiese realizado tan terrible venganza a causa de una ligera broma.

Recorrí toda la casa buscando rastros de violencia, pero no los encontré en ninguna parte. Bajé al jardín para ver si los asesinos podrían haber entrado por allí; pero no descubrí ningún indicio seguro. La lluvia de la víspera había ablandado tanto el suelo, que no era posible encontrar ninguna huella clara. Sin embargo, noté al fin algunas pisadas profundas en la tierra; estaban impresas en dos direcciones contrarias, pero en una misma línea, pues partían del ángulo del seto contiguo al juego de pelota y terminaban en la puerta de la casa . Serían quizás las de los pasos dados por el señor Alfonso cuando fue a retirar su anillo del dedo de la estatua. Por otra parte, el seto, en ese rincón, era menos tupido, y probablemente por ese punto lo habían saltado los asesinos. Pasando y repasando por delante de la estatua, me detuve un instante para mirarla. Confieso que en esa ocasión no sin estremecerme contemplé su expresión de irónica maldad; y, con la mente excitada por las horribles escenas de que acababa de ser testigo me pareció ver en ella una divinidad infernal aplaudiendo la desgracia que había caído sobre aquella casa.

Volví a mi habitación y permanecí en ella hasta mediodía. Salí entonces y pedí noticias a mis huéspedes, que se encontraban un poco más tranquilos. La señorita de Puygarrig, debería decir la viuda del señor Alfonso, había recobrado el conocimiento y pudo hablar con el procurador del rey, delegado en Perpiñán, que se encontraba por aquel entonces en jira por Ille; el magistrado recibió su declaración y después me pidió la mía. Le dije lo que sabía, y no le oculté mis sospechas con respecto al muletero aragonés. Ordenó en seguida que fuera detenido.

-¿Ha sabido usted algo importante por medio de la señora de Alfonso? -pregunté al procurador del rey, después de escrita y firmada mi declaración.

-Esa desgraciada joven se ha vuelto loca -dijo con triste sonrisa-. ¡Loca! Completamente loca! He aquí lo que cuenta: estaba acostada, según dice, hacía unos minutos, cuando se abrió la puerta de su habitación y alguien entró. En aquel momento, la señora de Alfonso se encontraba casi en el borde del lecho, que tenía las cortinas corridas, vuelta la cara hacia la pared. No hizo el menor movimiento, persuadida de que era su marido. Al cabo de un momento, el lecho crujió como si se hubiera desplomado sobre él un peso enorme. Sintió mucho miedo, pero no se atrevió a volver la cabeza. Cinco minutos, diez minutos quizás..., no pudo darse cuenta del tiempo que transcurrió, pasaron de tal manera. Hizo entonces un movimiento involuntario, o bien lo hizo la otra persona que estaba en el lecho, y sintió el contacto de alguna cosa fría como el hielo, según sus propias expresiones. Volvió a colocarse junto a la pared, temblando de pies a cabeza. Poco después, la puerta se abrió por segunda vez y alguien que entró, dijo: «Buenas noches, mujercita mía». Entonces se sucedieron con rapidez las cosas. La joven oyó un grito ahogado. La persona que estaba en la cama, a su lado, se enderezó y pareció extender sus brazos hacia delante. Ella entonces dio vuelta la cabeza... y vio, según dice, a su marido arrodillado junto al lecho, con la cabeza a la altura de la almohada, entre los brazos de una especie de gigante verdoso que lo estrechaba con fuerza. Me dijo, y lo repitió veinte veces... ¡pobre mujer! ... me dijo que reconoció... ¿lo adivinaría usted?, a la Venus de bronce, a la estatua del señor De Peyrehorade. Desde que está en la comarca, todo el mundo sueña con ella. Pero vuelvo al relato de la infortunada loca. Ante tal espectáculo perdió el conocimiento, y, probablemente, poco después, también la razón. No puede establecer de ninguna manera cuánto tiempo estuvo desvanecida. Vuelta en sí, vio otra vez al fantasma, o a la estatua, según ella lo dice continuamente, inmóvil, con la parte inferior del cuerpo dentro de la cama, el busto inclinado hacia delante, y estrechando entre sus brazos a su marido, que no hacía el menor movimiento. Cantó un gallo. Entonces la estatua abandonó el lecho, dejó caer el cadáver y salió. La señora de Alfonso se prendió del cordón de la campanilla, y usted ya sabe lo que sucedió después.

Se trajo al español. Se mostró tranquilo durante el interrogatorio y se defendió con mucha sangre fría y presencia de ánimo. Por lo demás, no negó el propósito que yo le oí expresar, pero lo explicó, insistiendo en que sólo quiso decir que al día siguiente, más descansado, le hubiera ganado un partido de pelota a su vencedor. Recuerdo que agregó:

-Un aragonés, cuando es ofendido, no espera el día siguiente para vengarse. De haber creído que el señor Alfonso se propuso insultarme, en el acto le hubiese hundido mi cuchillo en el vientre.

Se compararon sus zapatos con las huellas del jardín, pero resultaron mucho más grandes que éstas.

A su vez, el hotelero en cuya casa se había alojado, aseguró que aquel hombre había pasado la noche dando frotaciones y curando a uno de sus mulos que estaba enfermo.

Por otra parte, el aragonés era un hombre de buena fama, muy conocido en la comarca, a la que venía todos los años en razón de su comercio. Fue puesto en seguida en libertad y se le dieron las debidas excusas.

Me olvidaba consignar la declaración hecha por un criado, que fue el último en ver con vida al señor Alfonso. En el momento en que su amo iba a subir en busca de su mujer, éste lo llamó y le preguntó con cierta inquietud si sabía dónde me encontraba yo. El criado le contestó que no me había visto. El señor Alfonso lanzó un suspiro, permaneció en silencio más de un minuto, y dijo después: «¡Vamos! ¡También se lo habrá llevado el diablo!»

Pregunté a aquel hombre si el señor Alfonso llevaba la sortija de diamantes cuando le habló. El criado vaciló al contestar; pero dijo, por último, que no lo creía, aunque no había prestado en verdad mayor atención a ese detalle.

-Si hubiese tenido en el dedo esa sortija -agregó con más seguridad-, sin duda yo lo habría notado, pues creí que mi amo ya se la había entregado a su señora.

Mientras lo interrogaba, sentí que también prendía en mí algo del terror supersticioso que la declaración de la señora de Alfonso había difundido por toda la casa. El procurador del rey me miró sonriendo, y me guardé muy bien de insistir.

Varias horas después de los funerales del señor Alfonso, me dispuse a dejar a Ille, y se alistó el carruaje del señor De Peyrehorade para llevarme a Perpiñán. A pesar de su estado de debilidad, el pobre anciano quiso acompañarme hasta la puerta del jardín. Lo atravesamos en silencio y lentamente, pues él caminaba con dificultad, apoyado en mi brazo. En el momento de separarnos, miré por última vez a la Venus. Preveía yo que mi huésped, aunque no compartiera los terrores y los odios que inspiraba la estatua a una parte de su familia, querría deshacerse de un objeto que le recordaría siempre una horrible desgracia. Mi intención era rogarle, por tanto, que la enviara a un museo, y vacilaba sobre la manera de encarar el asunto, cuando el señor De Peyrehorade volvió maquinalmente la cabeza hacia el lado en que fijaba yo mi mirada. Vio la estatua y se echó a llorar. Lo abracé, y, sin atreverme a decirle una sola palabra, subí al carruaje.

Desde mi partida de Ille, no he tenido noticias de que algún hecho nuevo hubiera contribuido a aclarar aquella misteriosa catástrofe.

El señor De Peyrehorade falleció pocos meses después que su hijo. Por su testamento me ha legado sus manuscritos, que tal vez publicaré algún día. No pude encontrar la memoria relacionada con las inscripciones de la Venus.

P.D. -Mi amigo el señor De P..., acaba de escribirme desde Perpiñán comunicándome que la estatua ya no existe. Después de la muerte de su marido, el primer cuidado de la señora de Peyrehorade fue fundirla, para hacer una campana, y en esta nueva forma ha resultado útil el bronce para la iglesia de Ille. Pero, agrega el señor De P..., parece que la mala suerte persigue a quienes poseen dicho bronce. Desde que esa campana resuena en Ille, las viñas se han helado ya dos veces.