sábado, 15 de junio de 2024

Abuelita. Hans Christian Andersen (1805-1875)

Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos.
También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas y esto nadie lo duda, pues ya vivía mucho antes que papá y mamá, incluso antes que hubiera luz eléctrica.
Tiene un libro de cuentos con recias cantoneras de plata; lo lee con mucha frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su libro de cuentos? ¿No lo sabéis? Cada vez que las lágrimas de Abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y Abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de Abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso y apuesto. Huele la rosa y ella sonríe -¡pero ya no es la sonrisa de Abuelita!-, sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cuentos, y… Abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora Abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.
-Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y no daba miedo mirarla. Era siempre Abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cuentos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a Abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro de cuentos, colocado bajo la cabeza de Abuelita.
La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero Abuelita no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros y por eso no vuelven.
Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cuentos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, también se ha convertido en polvo. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y el órgano suena y sigue vivo el recuerdo de la vieja Abuelita, con los dulces y queridos ojos eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a Abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo...


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