—¡Ahí viene! —gritaron los chicos por la calle—. ¡Ahí viene el hombre con una serpiente en su pecho!
Herkimer se detuvo en el momento en que iba a cruzar la puerta de hierro de la mansión Elliston cuando ese grito llegó a sus oídos. No sin un estremecimiento se dio cuenta de que había estado a punto de encontrarse con su antiguo amigo, al que había conocido en la gloria de la juventud, y al que ahora, tras un intervalo de cinco años, encontraría víctima de una imaginación enferma o de un horrible infortunio físico.
—¡Una serpiente en su pecho! —repitió para sí el joven escultor—. Debe ser él. Ningún otro hombre en la tierra tendría tal amigo íntimo. ¡Y ahora, mi pobre Rosina, el cielo me concede sabiduría para abandonar correctamente mi misión! La fe de la mujer debe ser realmente fuerte, puesto que la tuya todavía no te ha fallado.
Musitando esas cosas, ocupó su posición a la entrada de la puerta y aguardó hasta que hiciera su aparición el personaje que tan singularmente había sido anunciado. Unos momentos después contempló la figura de un hombre delgado, de aspecto enfermizo, ojos brillantes y largos cabellos negros que parecían imitar el movimiento de una serpiente; pues en lugar de avanzar erguido con la parte frontal abierta, ondulaba por el pavimento en una línea curva. Puede resultar caprichoso decir que algo, en su aspecto material o moral, sugería la idea de que se había producido el milagro de transformar a una serpiente en un hombre, pero tan imperfectamente que la naturaleza de la serpiente se hallaba todavía oculta, apenas oculta, bajo el simple disfraz exterior de la humanidad. Herkimer observó que su tez tenía un tono verduzco sobre el blanco enfermizo, recordándole una especie de mármol con el que una vez había esculpido una cabeza de la Envidia, con sus bucles serpentinos.
El infortunado ser se aproximó a la puerta, pero en lugar de entrar se detuvo y fijó el resplandor de sus ojos sobre el semblante compasivo pero serio del escultor.
—¡Me roe! ¡Me roe! —exclamó.
Se escuchó entonces un silbido, pero podría discutirse si procedía de los labios del lunático o era el silbido real de una serpiente. En todo caso, hizo que el corazón de Herkimer se estremeciera.
—¿Me conoce, George Herkimer? —preguntó el poseído por la serpiente.
Herkimer le conocía; pero necesitó de todo el conocimiento íntimo y práctico del rostro humano que había adquirido modelando parecidos en arcilla para reconocer los rasgos de Roderick Elliston en el rostro que había ahora delante de la mirada del escultor. Y sin embargo era él. No aumentaba la sorpresa el hecho de pensar que ese joven en otro tiempo brillante había sufrido ese cambio odioso y temible sólo en los cinco años que hacía desde que Herkimer vivió en Florencia. Concedida la posibilidad de dicha transformación, era tan fácil pensar que se produjera en un momento como en un siglo. Aunque se vio sorprendido y sobresaltado más allá de lo que es posible expresar, lo más doloroso para Herkimer fue recordar que el destino de su prima Rosina, el ideal de la feminidad amable, estaba indisolublemente entrelazado con ese ser al que la providencia parecía haber deshumanizado.
—¡Elliston! ¡Roderick! —gritó—. Había oído esto, pero mi idea se que daba muy lejos de la verdad. ¿Qué le ha sucedido? ¿Por qué le encuentro así?
—¡Oh, no es nada! ¡Una serpiente! ¡Una serpiente! La cosa más común del mundo. Una serpiente en el pecho... eso es todo —respondió Roderick Elliston—. ¿Pero cómo está su pecho? —siguió diciendo mientras miraba al escultor a los ojos con la mirada más aguda y penetrante que había encontrado—. ¿Puro y sano? ¿Sin reptiles? ¡Por mi fe y mi conciencia, y por el diablo que llevo dentro, eso sí que es una maravilla! ¡Un hombre sin una serpiente en su pecho!
—¡Cálmese, Elliston! —susurró George Herkimer poniendo una mano en el hombro del poseído por la serpiente—. He cruzado el océano para encontrarle.
¡Escuche! Hablemos en privado. Tengo un mensaje de Rosina... ¡De su esposa!
—¡Me roe! ¡Me roe! —murmuró Roderick.
Con esa exclamación, que era la que con mayor frecuencia salía de su boca, el desgraciado se aferró con ambas manos el pecho, como si una tortura o una picadura intolerable le impulsaran a abrirlo para dejar salir a ese ser malévolo y vivo, aunque saliera entrelazado con su propia vida. Se liberó entonces del apretón de Herkimer con un movimiento sutil, y deslizándose a través de la puerta se refugió en su antigua residencia familiar. El escultor no le persiguió. Vio que no era posible mantener una relación es ese momento, y antes de que se produjera otro encuentro deseaba investigar la naturaleza de la enfermedad de Roderick y las circunstancias que le habían reducido a tan lamentable condición. Logró obtener la información necesaria de un eminente caballero médico.
Poco después de que Elliston se separara de su esposa, de lo que hacía ya casi cuatro años, sus amigos habían observado que se extendía una singular tristeza sobre su vida diaria, como esas nieblas frías y grises que a veces tapan la luz del sol en una mañana de verano. Los síntomas les produjeron una enorme perplejidad. No sabían si la mala salud estaba privando la elasticidad de su espíritu, o si un cáncer de la mente se estaba comiendo gradualmente, tal como suelen hacer los cánceres, desde su sistema moral hasta la estructura física, que no es más que la sombra de aquél. Buscaron la raíz de este problema en los planes rotos de su vida doméstica —rotos voluntariamente por él mismo—, pero no creyeron que se encontrara allí. Pensaron algunos que su amigo, en otro tiempo brillante, se hallaba en una fase incipiente de locura, de la que quizás hubieran sido precursores sus impulsos apasionados; otros pronosticaron un desperfecto general con un declinar regular. Nada pudieron saber de los propios labios de Roderick. Es cierto que en más de una ocasión se le había oído decir, al tiempo que se agarraba convulsivamente el pecho con las manos: «¡Me roe! ¡Me roe!», pero los diferentes oyentes dieron una gran diversidad de explicaciones a esa siniestra expresión. ¿Qué podía ser lo que roía el pecho de Roderick Elliston? ¿Era la pena? ¿Eran simplemente los dientes de la enfermedad física? ¿O en su vida inquieta, a menudo al borde del libertinaje cuando no se fundía en sus profundidades, había sido culpable de algún hecho que había convertido su pecho en presa de los colmillos más mortales del remordimiento? Había razones creíbles para cada una de estas conjeturas; pero no debía ocultarse que más de un caballero anciano, víctima de hábitos alegres y perezosos, afirmó magistralmente que el secreto de todo estaba en la dispepsia.
Entretanto, Roderick debió darse cuenta de que se había convertido en sujeto de la curiosidad y la conjetura, y reaccionando con una repugnancia mórbida a esa noticia, o cualquier otra, se apartó de toda compañía. No sólo la vista del hombre significaba un horror para él; no sólo la luz del semblante de un amigo; sino incluso la bendita luz del sol, que en su beneficencia universal tipifica la radiación de la faz del Creador, expresando su amor por todas sus criaturas. El oscuro crepúsculo era ya demasiado transparente para Roderick Elliston; la media noche más negra era su hora preferida para salir; y si alguna vez era visto, era cuando el farol del vigilante iluminaba su figura que se deslizaba por la calle, con las manos sobre el pecho, murmurando: «¡Me roe! ¡Me roe!» ¿Qué podía ser lo que le roía?
Al cabo de un tiempo se supo que Elliston habituaba a recurrir a todos los curanderos charlatanes famosos que infestaban la ciudad, o a quienes el dinero tentaba a acudir allí desde lejos. Una de estas personas, en la exultación de una supuesta cura, proclamó a lo largo y a lo ancho, mediante folletos y pequeños panfletos de papel deslucido, que un distinguido caballero, el señor Roderick Elliston, ¡había sido liberado de una SERPIENTE en el estómago! Así que ahí estaba el secreto monstruoso, sacado de su escondite a la vista pública, en toda su horrible deformidad. El misterio se había desvelado; pero no el de la serpiente en el pecho. Esta, si era algo más que un engaño, seguía todavía enroscada en su madriguera viva. La curación empírica había sido una impostura, consecuencia, se supuso, de alguna droga estupefaciente que estuvo más cerca de causar la muerte del paciente que la del odioso reptil que lo poseía. Cuando Roderick Elliston recuperó totalmente la sensibilidad fue para descubrir que su infortunio era la conversación de la ciudad entera —más de nueve días de maravillas y de horror—, mientras que en su pecho sentía el movimiento enfermizo de algo vivo, y el roer de esos colmillos infatigables que parecían satisfacer al mismo tiempo un apetito físico y un rencor diabólico.
Llamó a su viejo criado negro, que se había educado en la casa de su padre, y que era un hombre de mediana edad cuando Roderick estaba todavía en su cuna.
—¡Scipio! —gritó, y luego se detuvo con los brazos plegados sobre el corazón—.¿Qué dice la gente de mí, Scipio?
—¡Señor! ¡Mi pobre amo! Que tiene una serpiente en el pecho —respondió con cierta vacilación el criado.
—¿Y qué más? —preguntó Roderick mirando fantasmalmente al hombre.
—Nada más, querido amo —contestó Scipio—. Sólo que el doctor le dio unos polvos y que la serpiente saltó al suelo.
—¡No, no! —murmuró Roderick para sí mismo agitando la cabeza y apretando las manos con fuerza más convulsa sobre el pecho—. La siento todavía. ¡Me roe! ¡Me roe! Desde ese momento el miserable paciente dejó de evitar el mundo, y más bien solicitó y forzó la atención de conocidos y extraños. Fue en parte la consecuencia de la desesperación de descubrir que la caverna de su propio pecho no había resultado lo bastante profunda y oscura como para ocultar el secreto, aunque fuera una fortaleza tan segura para el repugnante diablo que se había deslizado en ella. Pero aún había más, pues ese ansia de notoriedad era un síntoma de la morbidez intensa que invadía ahora su naturaleza. Todos los enfermos crónicos son egoístas, ya sea la enfermedad de la mente o del cuerpo; ya sea pecado, pena o simplemente la calamidad más tolerable de algún dolor sin fin, o del mal entre las cuerdas de la vida mortal. Esos individuos son agudamente conscientes de un ser por la tortura que en ellos habita. Y así el ser crece hasta ser un objeto tan primordial en ellos que no pueden hacer otra cosa que presentarlo ante todo aquel que pase por casualidad junto a ellos. Hay un placer —quizás el mayor del que es capaz el paciente— en exhibir el miembro gastado o ulcerado, o el cáncer del pecho; y cuanto más horrible sea el crimen, más difícil le es al perpetrador impedir que saque su cabeza de serpiente para asustar al mundo; pues es ese cáncer, o ese crimen, lo que constituye su respectiva individualidad. Roderick Elliston, que un poco antes se había considerado desdeñosamente por encima del destino común de los hombres, prestaba ahora plena lealtad a esa ley humillante. La serpiente de su pecho parecía el símbolo de un egoísmo monstruoso que estaba relacionado con todo, y al que cuidaba noche y día con el sacrificio continuo y exclusivo de una veneración diabólica.
Pronto dio lo que la mayoría de la gente consideró pruebas indudables de locura. Aunque resulte extraño decirlo, en algunos de sus estados de ánimo se enorgullecía y glorificaba de estar marcado por algo que le alejaba de la experiencia ordinaria de la humanidad, por la posesión de una naturaleza doble y de una vida dentro de la vida. Parecía imaginar que la serpiente era una divinidad —no celestial, es cierto, si no oscuramente infernal—, y que de ella derivaba una eminencia y santidad, ciertamente horrible, pero más deseable que cualquier cosa a la que apunte la ambición. Así llevaba su desgracia como un manto regio, y miraba triunfalmente a aquellos cuya vida no alimentaba un monstruo mortal. Sin embargo con más frecuencia su naturaleza humana le dominaba adoptando la forma de un deseo de compañía. Fue acostumbrándose a pasar el día entero vagando por las calles sin objetivo, a menos que se considerara un objetivo el establecer una especie de hermandad entre él y el mundo. En su corrompida ingenuidad buscaba su propia enfermedad en todos los pechos. Estuviera o no loco, percibía con tal facilidad la fragilidad, el error y el vicio que muchas personas decían que estaba poseído no sólo por una serpiente, sino por un diablo real que le daba la facultad de reconocer lo más horrible que hubiera en el corazón del hombre.
Por ejemplo, se encontraba con una persona que durante treinta años había sentido odio contra su propio hermano. Roderick, entre la multitud que ocupaba la calle, ponía su mano sobre el pecho de ese hombre y mirándole fijamente al rostro severo le decía:
—¿Cómo está hoy la serpiente? —preguntaba con burlona expresión de simpatía.
—¿La serpiente? —exclamaba el que odiaba a su hermano—. ¿A qué se refiere?
—¡La serpiente! ¡La serpiente! ¿Le está royendo? —insistía Roderick—. ¿Le pidió consejo esta mañana cuando decía sus oraciones? ¿Le mordía cuando pensaba en la salud, la riqueza y la buena fama de su hermano? ¿Daba saltos de alegría cuando se acordaba usted del libertinaje del hijo único de su hermano? ¿Y tanto si le mordía como si retozaba, sentía usted su veneno en todo el cuerpo y el alma, convirtiéndolo todo en algo agrio y amargo? Así es como actúan esas serpientes. ¡En mí mismo he llegado a conocer toda su naturaleza!
—¿Dónde hay un policía? —gritaba el objeto de la persecución de Roderick agarrándose al mismo tiempo, instintivamente, el pecho—. ¿Por qué anda en libertad este lunático?
—¡Ja, ja! —se reía Roderick dejando de sujetar al hombre—. ¡Eso es que le ha mordido la serpiente del pecho!
El desafortunado joven se complacía a menudo en vejar a la gente con una sátira más ligera, aunque caracterizada también por una virulencia de serpiente. Un día se encontró con un estadista ambicioso y gravemente le preguntó por el bienestar de su boa constrictora; pues afirmaba Roderick que de esa especie tenía que ser la serpiente de caballero, pues su apetito era tan enorme como para devorar la constitución y el país entero. Otra vez detuvo a un viejo tacaño de gran riqueza, pero que acechaba por toda la ciudad disfrazado de espantapájaros, con su sobretodo azul cubierto de parches, sombrero marrón y botas miserables, arañando peniques y recogiendo clavos oxidados.
Simulando mirar seriamente el estómago de esa respetable persona, Roderick le aseguró que su serpiente tenía la cabeza de cobre, y había sido generada por las cantidades inmensas de ese metal bajo con las que se manchaba diariamente los dedos. Otra vez abordó a un hombre de rostro rubicundo y le dijo que pocas serpientes del pecho tenían más del diablo en ellas que las que se crían en las tinajas de una destilería. Después Roderick honró con su atención a un distinguido clérigo que acertaba a estar implicado en ese momento en una controversia teológica, en la que la cólera humana era más perceptible que la inspiración divina.
—Se ha tragado una serpiente dentro de una copa de vino sacramental —dijo.
—¡Granuja profano! —exclamó el teólogo; pero deslizó su mano hacia el pecho.
Se encontró con una persona de sensibilidad enfermiza que tras una primera decepción se había retirado del mundo y a partir de entonces no había mantenido relación alguna con sus prójimos, quedándose solo a meditar triste o apasionadamente sobre el pasado irrevocable. Si creemos a Roderick, el corazón mismo de ese hombre se había transformado en una serpiente que acabaría atormentándole hasta la muerte.
Observando a una pareja casada cuyos problemas domésticos eran notorios, se condolió de ambos por haber convertido mutuamente sus pechos en la casa de una víbora. A un autor envidioso que despreciaba obras que él nunca podría igualar le dijo que su serpiente era la más viscosa e inmunda de toda la tribu de reptiles, pero que por suerte no picaba. A un hombre de vida impura y rostro cínico que le preguntó a Roderick si llevaba una serpiente en su pecho, éste le dijo que estaba allí, y de la misma especie que había torturado a don Rodrigo el Godo. Tomó de la mano a una hermosa joven y mirándole tristemente a los ojos le advirtió que llevaba en su pecho una serpiente del tipo más mortal; el mundo descubrió la verdad de esas palabras siniestras cuando unos meses después la pobre joven murió de amor y vergüenza. Dos damas que eran rivales en los círculos de moda y se atormentaban la una a la otra con mil pequeñas picaduras de rencor femenino escucharon que el corazón de cada una de ellas era un nido de serpientes diminutas que causaban tanto mal como una grande.
Pero nada parecía complacer tanto a Roderick como enfrentarse a una persona infectada de envidia, que él representaba como un enorme reptil verde, con un cuerpo helado, y con la picadura más aguda de todas las serpientes salvo una.
—¿Y cuál es ésa? —preguntó uno que le estaba oyendo.
El que hizo la pregunta era un hombre de cejas oscuras; su mirada era evasiva y durante doce años no había mirado a ningún mortal directamente a los ojos. Había una ambigüedad en el carácter de esta persona —una mancha en su reputación—, pero nadie podía decir exactamente de qué naturaleza, aunque los murmuradores de la ciudad, tanto hombres como mujeres, susurraban las conjeturas más atroces. Hasta hacía muy poco tiempo había estado en el mar, y era el patrón al que en circunstancias singulares Georger Herkimer había encontrado en el archipiélago griego.
—¿Cuál es la serpiente que tiene la peor picadura? —repitió ese hombre; pero planteó la cuestión como por una desagradable necesidad, y palideció al pronunciarla.
—¿Por qué necesita preguntar? —contestó Roderick con una mirada de oscura inteligencia—. Mire en su propio pecho. ¡Ay! ¡Mi serpiente se agita! ¡Reconoce la presencia de un diablo superior!
Y entonces, tal como afirmaron más tarde quienes lo habían presenciado, se escuchó un silbido que parecía salir del pecho de Roderick Elliston. Se dijo también que un silbido de respuesta surgió del cuerpo del patrón marinero, como si realmente se ocultara allí una serpiente que hubiera despertado por la llamada de su reptil hermano. Si existió realmente ese sonido, pudo ser causado por un malicioso ejercicio de ventrílocuo del propio Roderick.
Y así, convirtiendo su serpiente real —si es que realmente había una serpiente en su pecho— en el tipo de error fatal de cada hombre, o pecado acumulado, o conciencia intranquila, y golpeando tan implacablemente allí donde más dolía, podemos imaginar que Roderick se convirtió en la peste de la ciudad. Nadie podía eludirle, pero nadie podía soportarlo. Asía la verdad más horrible que podía poner en su mano y obligaba a su adversario a hacer lo mismo. ¡Qué espectáculo tan extraño el de la vida humana, con el esfuerzo instintivo de todos y cada uno por ocultar esas tristes realidades y dejarlas inmóviles bajo un montón de temas superficiales que constituyen los materiales de la relación entre un hombre y otro! No iba a tolerarse que Roderick Elliston rompiera el pacto tácito por el que el mundo había hecho lo posible para asegurar su tranquilidad sin abandonar el mal. Las víctimas de sus maliciosas observaciones tenían ciertamente hermanos suficientes como para contener la risa; pues según la teoría de Roderick cada pecho mortal albergaba bien una camada de pequeñas serpientes o un monstruo ya crecido que había devorado a todas las demás. La ciudad no podía soportar a ese nuevo apóstol. Casi todos, pero particularmente los habitantes más respetables, exigieron que no se le permitiera ya a Roderick violar las normas del decoro poniendo a la vista del público la serpiente que llevaba en su pecho, y haciendo que salieran de donde se escondían las de las personas decentes.
En consecuencia, sus parientes intervinieron y lo metieron en un asilo privado para locos. Cuando la noticia fue conocida se observó que muchas personas caminaban por la calle con el semblante más liberado, y que ya no se cubrían tan cuidadosamente el pecho con las manos. Pero, aunque su confinamiento contribuyó no poco a la paz de la ciudad, actuó desfavorablemente sobre el propio Roderick. En soledad, su melancolía se volvió más negra y triste. Pasaba días enteros, pues en realidad era su única ocupación, comunicándose con la serpiente. Mantenían una conversación en la que parece ser que el monstruo oculto jugaba su papel, aunque los que había allí no podían oírla salvo en un ligerísimo silbido. Aunque pueda parecer singular, el paciente había contraído una especie de afecto por quien le atormentaba, aunque se mezclara con el horror y el desagrado más intensos. Y no es que esas emociones discordantes fueran incompatibles.
Por el contrario, cada una impartía fuerza e intensidad a su opuesta. El amor horrible, la antipatía horrible, se abrazaban el uno al otro en su pecho, y ambos se concentraban en un ser que se había deslizado en sus órganos vitales, o había engendrado allí, y que se alimentaba de su comida, y vivía de su vida, y era para él tan íntimo como su propio corazón, aunque fuera el más odioso de los seres creados. Era la suya una auténtica naturaleza mórbida. Algunas veces, en sus momentos de rabia y amargo odio contra la serpiente y contra sí mismo, Roderick decidía matarla aunque fuera a costa de su propia vida. En una ocasión intentó hacerla morir de hambre; pero cuando el infeliz estaba a punto de perecer, el monstruo pareció alimentarse de su corazón, prosperaba y se volvía juguetón, como si fuera aquella la dieta mejor y que más le convenía. Después tomó sin que nadie lo supiera una dosis de un veneno activo imaginando que no dejaría de matarle a él o al diablo que le poseía, o a ambos juntos. Nuevo error, pues si Roderick todavía no había sido destruido por su propio corazón envenenado ni por la serpiente que lo roía, poco tenía que temer del arsénico ni de un sublimado corrosivo. En realidad ese venenoso animal parecía actuar como un antídoto contra todos los demás venenos.
Los médicos trataron de ahogar al diablo con humo de tabaco. Lo respiraba tan a gusto como si se tratara de su atmósfera nativa. Drogaron al paciente con opio y le hicieron beber licores embriagadores, esperando que así la serpiente quedara reducida a un estado de estupor y quizás fuera lanzada al exterior desde el estómago. Consiguieron que Roderick quedara insensible; pero al colocar las manos sobre el pecho de éste, se sobrecogieron de horror al notar que la serpiente se movía, se entrelazaba y se lanzaba de aquí para allá dentro de sus estrechos límites, animada evidentemente por el opio o el alcohol, e incitada a una actividad inusual. Abandonaron por ello todo intento de cura o paliativo. El paciente condenado se sometió a su destino, recobró su antiguo y desagradable afecto por el diablo de su pecho y se dedicó a pasar sus desgraciados días delante de un espejo, con la boca bien abierta, tratando, mitad con esperanza y mitad horrorizado, de vislumbrar la cabeza de la serpiente garganta abajo. Se supone que lo consiguió, pues en una ocasión los ayudantes escucharon un grito frenético y cuando entraron corriendo en la habitación encontraron a Roderick inmóvil en el suelo.
Sólo un poco más de tiempo lo mantuvieron confinado. Tras una investigación detallada los directores médicos del asilo decidieron que su enfermedad mental no llegaba a ser locura, y no exigía su confinamiento, sobre todo porque la influencia que tenía sobre el espíritu de ellos era desfavorable y podía producir el mal que se trataba de remediar. Sus excentricidades eran sin duda grandes; habitualmente había violado muchas de las costumbres y prejuicios de la sociedad; pero el mundo no tenía derecho a tratarlo como un loco sin bases más seguras. Con esta decisión de la autoridad competente, Roderick fue liberado y regresó a su ciudad natal el día antes de su encuentro con Georger Herkimer.
Nada más enterarse de estos particulares, el escultor, junto con un compañero triste y tembloroso, buscó a Elliston en su propia casa. Era un edificio de madera grande y sombrío, con pilastras y un balcón, y estaba separado de una de las calles principales por una terraza con tres elevaciones que se subían mediante sucesivos tramos de escalones de piedra. Unos olmos de inmensa antigüedad ocultaban casi la fachada de la mansión. Esta residencia familiar, espaciosa y en otro tiempo magnífica, fue construida por un antepasado a principios del siglo anterior, en cuya época, como la tierra tenía un valor comparativamente pequeño, el jardín y otros terrenos habían formado un extenso dominio. Aunque se había perdido una parte de la herencia ancestral, seguía quedando un recinto sombrío en la parte posterior de la mansión, en el que un estudiante, o un soñador, o un hombre con el corazón roto podían pasar el día entero sobre la hierba, entre la soledad del murmullo de las ramas, olvidando que una ciudad había crecido a su alrededor.
Hasta ese retiro fueron conducidos el escultor y su compañero por Scipio, el viejo criado negro, cuyo rostro arrugado casi se llenó de gozo e inteligencia cuando presentó sus humildes respetos a uno de los dos visitantes.
—Permanezca junto al árbol —susurró el escultor a la figura que se apoyaba en su brazo—. Ya sabrá si ha de hacer su aparición, y cuándo.
—Que el señor me lo enseñe —respondió—. ¡Y que me sirva también de apoyo!
Roderick estaba apoyado en los bordes de una fuente que manaba bajo la moteada luz del sol con el mismo chorro claro y la misma voz de aérea quietud con que los árboles de crecimiento primigenio lanzan sus sombras sobre su fondo. ¡Qué extraña es la vida de una fuente! Nace a cada momento, pero es de una edad igual a la de las rocas, y que sobrepasa con mucho la antigüedad venerable de un bosque.
—¡Ha venido! Le esperaba —dijo Elliston cuando se dio cuenta de la presencia del escultor.
Sus maneras eran muy distintas de las del día anterior: tranquilas, corteses, y Herkimer pensó que le vigilaba a él y a su acompañante. Ese freno tan poco natural era casi el único rasgo que presagiaba que algo andaba mal. Acababa de dejar un libro sobre la hierba, donde quedó abierto y revelaba que era una historia natural de la tribu de las serpientes, ilustrada con placas que parecían vivas. Cerca había un enorme volumen, el Ductor dubitantium de Jeremy Taylor, lleno de casos de conciencia, en el que la mayoría de los hombres que poseyeran una conciencia podrían encontrar algo aplicable a sus fines.
—Ya ve —dijo Elliston señalando el libro de las serpientes con una sonrisa en los labios—. Estoy esforzándome por conocer mejor a mi amigo del pecho; pero no encuentro nada satisfactorio en este volumen. Si no me equivoco, demostrará ser sui generis, sin tener semejanza con ningún otro reptil de la creación.
—¿De dónde procede esta extraña calamidad? —preguntó el escultor.
—Mi negro amigo Scipio conoce la historia de una serpiente que habitaba en esta fuente, de aspecto puro e inocente, desde que fue conocida por los primeros pobladores —contestó Roderick—. Ese insinuante personaje se deslizó alguna vez en los órganos vitales de mi tatarabuelo y habitó allí muchos años, atormentando al anciano más allá de lo que puede soportar cualquier mortal. En resumen, es una peculiaridad familiar. Pero si quiere que diga la verdad, no creo en esta idea de que la serpiente es una herencia. Es mi propia serpiente, y la de nadie más.
—Pero ¿cuál fue su origen? —preguntó Herkimer.
—Hay suficiente veneno en el corazón de cualquier hombre como para generar una nidada de serpientes —contestó Elliston con una carcajada hueca—. Debería haber escuchado mis homilías a las buenas gentes de la ciudad. Realmente me considero afortunado de no haber criado más que una sola. En cambio usted no tiene ninguna en su pecho, y por tanto no puede simpatizar con el resto del mundo. ¡Me roe! ¡Me roe!
Tras esta exclamación Roderick perdió el control de sí mismo y se dejó caer sobre la hierba, dando a entender su dolor por las intrincadas sacudidas, en las que Herkimer no podía dejar de imaginar un parecido con los movimientos de una serpiente. Después escuchó también ese temible silbido que a menudo se introducía en la conversación del paciente, deslizándose entre las palabras y las sílabas sin interrumpir su sucesión.
—¡Qué terrible es todo esto! —exclamó el escultor—. Un castigo horrible, ya sea real o imaginario. Pero, dígame, Roderick Elliston, ¿existe algún remedio para este repugnante mal?
—Sí, pero imposible —murmuró Roderick, que se hallaba con la cara metida entre la hierba—. Si por un solo instante me olvidara de mí mismo, la serpiente ya no habitaría en mi interior. La enfermedad de pensar en mí mismo es la que la ha engendrado y alimentado.
—Olvídate entonces de ti mismo, esposo mío —dijo una suave voz por encima de él—. ¡Olvídate de ti mismo pensando en otra!
Rosina había aparecido desde detrás del árbol y se hallaba inclinada sobre él con la sombra de la angustia de éste reflejada en su semblante, aunque tan mezclada con esperanza y amor desinteresado que toda la angustia parecía que no era otra cosa que la sombra terrenal de un sueño. Tocó a Roderick con su mano. Un temblor recorrió el cuerpo de éste. En ese momento, si el informe es fidedigno, el escultor contempló un movimiento ondulante a través de la hierba, y escuchó un pequeño sonido, como si algo se hubiera sumergido en la fuente. Sea como sea, lo cierto es que Roderick Elliston se irguió y se sentó como un hombre renovado, habiendo recuperado su mente y rescatado del demonio que tan miserablemente se había apoderado de él en el campo de batalla de su propio pecho.
—¡Rosina! —gritó con tonos entrecortados y apasionados, pero sin ese gemido salvaje que durante tanto tiempo se había apoderado de su voz—. ¡Perdón! ¡Perdón!
Las lágrimas de felicidad humedecieron el rostro de Rosina.
—El castigo ha sido severo —observó el escultor—. Incluso la justicia puede perdonar. ¡Cuánto más lo hará la ternura de una mujer! Roderick Elliston, tanto si la serpiente fue un reptil físico, como si fue la morbidez de su naturaleza la que sugirió a su capricho ese símbolo, la consecuencia de la historia sigue siendo auténtica y poderosa. Un egoísmo tremendo, manifestado en su caso en la forma de celos, es un demonio tan temible como cualquier otro que se haya introducido en el corazón humano. Pero ¿puede estar purificado un pecho en el que ha habitado tanto tiempo?
—Oh, sí —contestó Rosina con una sonrisa celestial—. La serpiente sólo era una fantasía oscura, y lo que ejemplificaba era tan sombrío como ella misma. El pasado, por sombrío que pareciera, no causará tristeza en el futuro. Dándole su debida importancia, sólo debemos pensar en él como en una anécdota de nuestra Eternidad.
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