Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
-Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
-Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra ventana?
-No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
-¿Quieres lavarte las manos?
-No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
-Tranquilízate.
-No puedo, huele a cebolla.
-Anda, procura dormir un poco.
-No podría, todo me huele a cebolla.
-Oye,¿ quieres un vaso de leche?
-No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
-No digas tonterías.
-¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
-¡Huele a cebolla!
-Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
-¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
-¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
-Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
-Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.
El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
-¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio. -¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
-Nada, que olía un poco a cebolla.
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