Muerte vergonzoza.
Éramos cuatro en torno al lecho,
El sacerdote se arrodilló junto a él
Su madre de pie en la cabecera,
Frente a sus pies aguardaba la novia;
Estábamos seguros de que había muerto,
Aunque sus ojos permanecían abiertos.
No murió durante la noche,
No murió durante el día,
Pero en la luz del crepúsculo
Su espíritu falleció,
Cuando ni el sol ni la luna brillaban
Y en los árboles sólo flotaba un ámbar gris.
No fue muerto por la espada,
Tampoco por la lanza o el hacha,
Aunque nunca pronunció una palabra
Desde que aquí regresó;
Yo corté el delicado cordón
Del cuello de mi hermano querido.
Él no azotó su golpe
Y la cobardía viene detrás,
En un lugar donde tiemblan los cuernos,
Un sendero difícil de encontrar,
Pues los cuernos oscilan en los arcos
Y el crepúsculo ciega los corazones.
Ellos iluminaron una gran antorcha,
Donde rápidos se agitaron los brazos,
Sir John, el Caballero del pantano,
Sir Guy, del doloroso golpe altivo,
Con tres veces veinte caballeros más diez,
Colgaron al bravo Lord Hugh al final.
Yo soy tres veces veinte más diez,
Y mi cabello se ha tornado gris,
He conocido a Sir John del Pantano,
Hace mucho, en un lejano día de verano,
Y me alegra pensar en aquel momento
En el que arranqué su vida con mis manos.
Yo soy tres veces veinte más diez,
Y mi fuerza quedó en el pasado,
Pero hace mucho yo y mis hombres,
Cuando el cielo estaba nublado,
Y la bruma se arrastraba por las cañas del pantano,
Matamos a Sir Guy, el del doloroso golpe altivo.
Y ahora todos ustedes, caballeros,
Ruego que oren por Sir Hugh,
Un hombre duro y honesto,
Y por Alice, esposa de un guerrero.
Un jardín junto al mar.
Conozco un pequeño jardín de cerca,
Exuberante con el lirio y la rosa roja,
Donde yo vagaba, si me permite decirlo,
Desde la mañana a la noche húmeda de rocío,
Teniendo conmigo a un compañero errante.
Y aunque en su interior no hay pájaros que canten,
Y aunque allí no hay casas con pilares,
Y aunque las ramas de los manzanos están desnudas
De frutos y flores, ojalá
Sus pies vuelvan a pisar sobre la hierba verde,
Y yo pueda verlos como los ví antes.
Llega un suave murmullo desde la costa,
Y en la cercanía corren dos arroyos juntos,
En la distancia se ven las colinas púrpura,
Descendiendo hacia el mar inquieto:
Oscuras colinas cuyas flores no conocen a las abejas,
Oscura costa que no ha visto nave alguna
Atormentada por el verde oleaje.
Desde allí llega el murmullo incesante
Hasta el lugar por el que lloro,
Pues me lamento día y noche
Convirtiéndome inmune al deleite,
Volviéndome ciego y sordo,
Indiferente a la victoria, inepto para encontrar,
Y hábil para extraviar lo que todos desean hallar.
Sin embargo, tambaleante y débil como soy,
Aún me resta un poco de aliento
Para buscar dentro de las fauces de la muerte
Una entrada a ese lugar feliz,
Para buscar el rostro inolvidable,
Una vez visto, una vez besado, una vez extraviado
En el inquieto murmullo del mar.
Amor completo.
¿Has anhelado, a través de los cansados días,
La visión fugaz del rostro amado?
¿Has clamado por un instante de paz
En medio del dolor de las penosas horas?
¿Has rogado por el sueño y la muerte,
Cuando el dulce e inesperado consuelo
Fue sólo sombras y aliento?
Hace mucho, demasiado, que el miedo no disminuye
Sobre estas ilusorias y reptantes flores.
Ahora descansa: pues aún en el reposo
Podrás conservar todos tus anhelos.
Debes descansar y no temer
Al acechante y sordo despertar
De una vida que transcurre a ciegas;
Llena de desperdicios y penas.
Debes despertar y pensar en lo dulce
Que es tu amor, en su íntimo ardor.
Será más dulce para los labios que conocerás,
Más dulce de lo que tu corazón intenta ocultar:
Anhelos absolutos e insatisfechos.
La respuesta a todas las esperanzas
Se cierran sobre tí, muy cerca.
Recordarás los antiguos besos,
Y aún el frío dolor que crecía.
Recordarás aquella poderosa dicha,
Y aún los ojos y las manos perdidas.
Recordarás todo el remordimiento
Por lo escasos que fueron sus besos,
El sueño perdido de cómo se conocieron
Es el sabor a miseria en tus labios marchitos.
Entonces parecía Amor, pero nacido para morir,
El Hoy es inquietud, dolor:
La bendición es el olvido, el silencio;
Mi Amor es solitario, más nunca será un secreto.
La defensa de Ginebra.
Pero, sabiendo que querrían escucharla,
echó hacia atrás sus húmedos cabellos.
La mano en su boca, rozando apenas su mejilla,
como si hubiera recibido allí un golpe vergonzoso.
Avergonzada de no sentir otra cosa que no fuera vergüenza
en su corazón, y sin embargo, sintiendo que sus mejillas ardían tanto.
Que debía tocarlas; y como un rengo
se alejó de Gawain, con su cabeza
aún erguida; y en sus mejillas ardientes.
Las lágrimas se secaron pronto; finalmente se detuvo y dijo:
Oh, Caballeros y Señores, parece tal vez tonto
hablar de cosas conocidas hoy pasadas y muertas.
¡Dios, que puedo decir, he actuado mal,
y ruego a todos el perdón de corazón!
Ya que vosotros debéis tener razón, tan grandes Señores, así y todo...
Oid, suponed que ha llegado la hora de vuestra muerte,
y estuvieráis muy solos y muy débiles;
y estaríais muriendo mientras...
El viento está agitando la alameda, está agitando
la corriente del río que atraviesa bien vuestras amplias tierras:
Imaginad que hubiera un silencio, y que entonces alguien hablaría.
Una de las telas es el cielo, y la otra el infierno,
elige para siempre un color, cualquiera de los dos,
yo no te lo diré, tú de algún modo tienes que decirlo.
¡Tú debes darte cuenta por tu propia fuerza y por tu propio poderío!
Sí, sí, mi señor, y al abrir los ojos,
al pie de tu cama familiar verías...
Un gran ángel de Dios de pie, y con tales matices,
desconocidos en la tierra, en sus grandes alas, y manos
extendidos en dos direcciones, y la luz de los cielos ulteriores.
Mostrándolo bien, y haciendo que sus órdenes
parezcan además las órdenes de Dios,
sosteniendo con las manos las telas en dos varas;
Y una de esas extrañas telas era azul,
larga y ondulada, y la otra breve y roja;
ningún hombre podría decir cuál era la mejor de las dos.
Luego de una trémula media hora dirías
¡Dios me salve! el color del cielo es azul. Y el ángel dice: Infierno.
Entonces tu te debatirías tal vez sobre tu lecho.
Y dirías a todos los buenos hombres que te quisieron:
¡Ah Cristo! Si sólo hubiese sabido, sabido, sabido;
Lancelot se alejó, entonces pude entender,
Como los más sabios de los hombres, como serían las cosas, y lamentar,
y revolcarme y lastimarme, y desear la muerte,
y temerle al mismo tiempo, por lo que habíamos sembrado.
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