Donde el poeta comparte su lecho por vez primera.
Guardo la primavera
bajo mi blanca sábana.
Toco sus manos niñas,
su cintura perfecta,
sus senos como claras
palomas asustándose,
rozo sus hombros tersos,
redondos como frutos
y pronuncio en su boca
mi beso más liviano.
Guardo la primavera:
tengo el amor crecido,
tengo el amor creciendo
como luna en mi cuarto.
Decid, los amadores,
si cuando abril se cuelga
de las acacias vírgenes
hubiera algo más bello
que poseer sus brazos.
Pues yo los tengo ahora
conmigo, floreciéndose,
poblándose de pájaros
pequeños y piantes.
Decid, los amadores...
Mas no digáis, callad.
Callad, que hoy tengo el sueño
ligero y compartido
y no me atrevo ni
a despertar, no vaya
a ser que sólo sea
un sueño tanta dicha.
Afuera queda el mundo,
las estrellas rodando,
y el viento azul y leve
con que Dios se corona.
Pero la primavera
la tengo aquí, conmigo.
Callad. No levantéis
rumor. que yo, por vez
primera, en esta noche
con una rosa duermo.
Donde el poeta compone, de otras muchas, una oración por la amada
y el hijo que esperan.
Dios te salve, ternura, que ahora me llevas a la
derecha de mi vida; adonde ella me crece,
ala mía derecha, ala de lo que tuve
o bien pude tener de ángel celeste o niño.
Dios te salve, muchacha que ya tengo por mía,
que en esto que me suena del lado izquierdo -¿ala
segunda, roja, fuerte, poderosa?- me anidas.
Dios te salve, Dios mismo, y Dios me salve el verso,
la oración que de escombros de oraciones levanto:
Padre nuestro que estás en los suelos del hombre.
hoy te pido por ella, porque es niña y no puede;
dulce Santa María, madre de Dios y nuestra,
hoy te pido por ella, porque es niña y no sabe;
vírgenes que por vírgenes alcanzasteis lo eterno.
bendecid este fruto primero de su vientre;
mártires cuya carne el amor desgarrara,
conservadme la suya de gacela temblando;
ángeles, serafines, levísimos arcángeles;
prestadle vuestro peso para que no se venga.
En el nombre del hijo que alberga, preservadla;
el nombre del hijo derramad la alegría.
Y si algo pudo haceros que merezca castigo
-y perdonad si dudo que tan niña pudiera-,
en el nombre del padre descargad vuestra furia,
en el nombre del padre -ya sabéis cuál es: Carlos
descargad vuestro justo latigazo de ira.
Donde el poeta habla a la amada por vez primera de sus dos hijas.
Llegaron juntas a la pena mía
como desde tu vientre hasta la cuna.
Te quise mucho en el dolor. Alguna
vez te podré decir lo que sentía.
Llegaron juntas hasta mi alegría
cuando crecía en soledad la luna
y otoño vareaba la aceituna
en los olivos de mi Andalucía.
Hubo una vez en ti tres corazones.
Mas como me los distes, no dispones
más que del mío en sombra y no te vale.
O sí te vale. Mírale la llama.
Bendita sea, Dios, la doble rama
que al tronco del amor más puro sale.
Donde el poeta juega ajedrez con su amada y cuenta cómo pierde la partida.
Las blancas para ti -luego tú sales-
y para mí las negras. Lo sabía.
Palabra, amor, palabra que tenía
negras la consonantes y vocales.
Hay un poco de luna en los cristales
y otro poco de luna en mi alegría...
Volveré al juego amor... Me distraía
y no sentí tus tiros verticales.
Alfil que ataca, torre que se entrega.
Caballo blanco... ( ¿Whisky? ) ¡No te digo
que no está mi horno, amor, para el combate!
Reina que avanza, Rey que se doblega...
Y de pronto me miras -dudo, ¿sigo?-
recto hacia el corazón... Y jaque mate.
Donde el poeta pide a la amada que no se ruborice por el motivo de su soneto.
Aquí palomas pares y gemelas
una mañana se posaron. Mira
cómo mi mano torpe se retira
cuando con tu desdén las arcangelas.
Dije palomas. Pero no: gacelas
debí decir. ¡Qué bosque de mentira
crece ante mi mirada que delira
viendo que de mi mano ni recelas!
¿Gacelas? Pues acaso no acertara.
Mejor claras colinas donde asomas
la total granazón de tus veranos.
Quemaran y en su fuego me quemara.
Mátame amor, mas vengan tus palomas,
gacelas o colinas a mis manos.
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