miércoles, 22 de mayo de 2024

Poemas. John Keats (1795-1821)

Versos a Fanny Brawne.


Esta mano viviente, ahora tibia
Y capaz de estrechar fervorosamente,
De tal modo, si estuviese ya fría
Y en el glacial silencio del sepulcro,
Obsesionaría tus días
Y helaría los sueños de tus noches,
Que llegarías a desear
Tu propio corazón exhausto de sangre
Con tal de que en mis venas
La purpúrea vida fluyese de nuevo,
Y tu conciencia pudiese recobrar la calma...
Aquí está, mira... hacia ti la tiendo.





Sobre la muerte.


I.
¿Puede la Muerte estar dormida, cuando la vida no es más que un sueño,
Y las escenas de dicha pasan como un fantasma?
Los efímeros placeres a visiones se asemejan,
Y aun creemos que el más grande dolor es morir.

II.
Cuán extraño es que el hombre sobre la tierra deba errar,
Y llevar una vida de tristeza, pero no abandone
Su escabroso sendero, ni se atreva a contemplar solo
Su destino funesto, que no es sino despertar.





Oda a Maia.


¡Madre de Hermes! Y siempre joven Maia,
¡Me será permitido cantarte como en aquellos días
En que te saludaban los himnos en las costas de Baia?
¿O habré de convocarte en antiguo siciliano?
¿O buscaré tus sonrisas, como buscaron antaño
En las islas de Grecia, los bardos que felices morían
Sobre la hierba florecida,
dejando grandes versos a un pueblo pequeño?
¡Ah, dame su antigua fuerza, el arco de los cielos
Y unos cuantos oídos;
Por ti perfeccionado mi canto moriría contento,
Como el de aquellos,
Colmados por la simple adoración de un día!





Oda a la melancolía.


No, no, no acudas al Leteo, ni exprimas
El jugo venenoso del acónito o de las raíces;
Ni permitas que tu pálida frente sea besada
Por la dulcamara, la uva Rubí de Proserpina;
No armes tu rosario con las bayas del tejo,
Ni permitas que el escarabajo o la mariposa
Se conviertan en tu Psiquis luctuosa, o que el búho
De suaves plumas comparta los misterios de tu tristeza,
Pues sombra a sombra el sueño se tornará profundo,
Y terminará ahogando la vigilante angustia del alma.

Pero cuando la Melancolía descienda súbitamente
Desde el cielo, como una nube deshecha en llanto,
Sobre las flores de tallos marchitos alentando,
Escondiendo la verde colina en un sudario de Abril,
Vacía entonces tu pena sobre una rosa matinal,
O en el arco iris de la ola sobre la playa,
O en el resplandor de las multicolores peonías;
O, si tu amada da muestras de femenina ira,
Envuelve entre las tuyas su mano deliciosa,
Y déjala delirar, sumérgete hondo, muy hondo,
En sus ojos incomparables.

Ella vive con la Belleza (la Belleza condenada a morir),
Y con la Alegría, cuya mano siempre se posa sobre sus labios,
Dando el último, definitivo adiós;
Cerca también del doloroso placer, que la boca
Ávida no ha dejado de saborear, aún cuando sea veneno.
Si, en el mismo templo del Deleite
Tiene la Melancolía su castillo soberano,
Aunque invisible para muchos ojos,
Excepto para aquel cuya lengua temeraria es capaz
De exprimir contra su paladar el fruto de la Alegría,
Y cuya alma, tras beber la tristeza de su poderío,
Será colgada entre sus vastos trofeos sombríos.





Lamia.


Hace tiempo, antes de que la estirpe de las hadas
Expulsara a Ninfas y Sátiros de los prósperos bosques,
Antes de que la resplandeciente diadema del rey Oberon,
Su cetro y su manto, tapizados de brillantes gemas,
Ahuyentasen a las Dríadas y los Faunos
De los verdes campos y prados de prímulas,
El siempre cautivante Hermes dejó vacío
Su trono dorado,
Del alto Olimpo secuestró la luz,
De este lado de las nubes de Júpiter, para escapar de la mirada
De este gran constructor, y huyó hacia
A un bosque en las costas de Creta.
Pues en algún lugar de esa isla sagrada habitaba
Una ninfa, ante la cual todos los Sátiros se arrodillaban,
Ante cuyos níveos pies los lánguidos Tritones echaban perlas,
Mientras en la tierra se marchitaban y adoraban.
Acosada por los manantiales donde solía bañarse,
y en aquellas planicies donde ocasionalmente deambularía,
había entregado deliciosos obsequios, desconocidos para cualquier Musa,
aunque el pequeño cofre de los caprichos estaba abierto para poder elegir,
Oh, qué mundo lleno de amor se encontraba a sus pies!
Y Hermes pensó, y un calor celestial
Subía desde sus talones alados hasta sus orejas,
Que de una blancura pálida como el lirio
Entre sus dorados cabellos se sonrojaron como las rosas,
Que caían en encantadores bucles sobre sus desnudos hombros.
De bosque en bosque voló,
Respirando sobre las flores su nueva pasión,
Y siguiendo serpenteantes ríos hasta su inicio,
Para encontrar donde esta dulce ninfa tejía su secreto lecho:
Inútil fue; pues la dulce ninfa no se hallaba en ningún sitio,
Entonces reposó sobre el solitario suelo,
Pensativo, y atormentado por dolorosos celos
De los dioses del bosque, y hasta de los mismos árboles.
Mientras allí se encontraba, escuchó una voz que lloraba,
Tal como una vez oyó, que en el noble corazón destruye,
Todo el dolor excepto la piedad: así hablaba la voz:

¡Cuándo me levantaré de esta tumba de flores,
Cuándo me moveré en ágil cuerpo apto para la vida,
Para el amor, el placer y la lucha vigorosa
De los corazones y los labios! ¡Oh, pobre de mi!

El dios de pies alados, se deslizó sigilosamente
Entre hojas y arbustos, peinando suavemente en su rápido avance,
Los altos pastos y las hierbas en flor,
Hasta que encontró una serpiente palpitante,
Brillante y enroscada sobre un negruzco helecho.

Era una figura gordiana de color radiante
Con manchas en bermellón, dorado, verde y azul
Rayada como una cebra, manchada como el tigre,
Sus ojos como los del pavo real, y todo ornado en carmesí;
Y llena de lunas plateadas que, cuando respiraba,
Se desvanecían o brillaban aún más o entretejían
Sus brillos en los tapices más umbríos,
Y del lado del arco iris, teñida de desdichas,
Parecía, al mismo tiempo, una sufriente dama élfica,
Una especie de amante del demonio, o el demonio mismo.
Sobre su cresta brillaba una tenue llama
Salpicada de estrellas como la diadema de Ariadna:
Su cabeza era de serpiente pero, ¡Oh, tan agridulce!
Tenía la boca de una mujer entera con sus perlas:
Y en cuanto a sus ojos: ¿qué podían hacer esos ojos
Excepto llorar y lamentar haber nacido tan bellos?
Así como Proserpina aún derrama lágrimas por su Sicilia
Su cuello era de serpiente, pero las palabras que emitía
brotaban como burbujeante miel, por amor al Amor,
Y así, Hermes se apoyaba en la punta de sus alas,
Como el halcón que se abate sobre su presa.

Dulce Hermes, coronado de plumas, que vuelas suavemente,
Anoche he tenido un maravilloso sueño:
Te veía sentado, en un trono de oro,
Entre los dioses, en el viejo Olimpo,
El único triste; pues no habías oído
Cantar a las suaves Musas de largos dedos,
Ni siquiera Apolo cuando cantaba solo,
Sordo a la amplia y rítmica lamentación de su temblorosa garganta.
Soñé que te veía arropado entre copos de púrpura,
Asomándote amoroso entre las nubes, así como nace el día,
Y velozmente, como un brillante dardo de Febo,
Te diriges a la isla cretense; ¡y aquí estás!
Gentil Hermes, ¿has encontrado a la doncella?

A lo cual la estrella de Leteo no demoró
Su alegre elocuencia, e inquirió:

Tú, serpiente de suaves labios, ¡seguramente de gran inspiración!
Tú hermosa corona de flores, de ojos tristes,
Posees cualquier dicha en la que puedas pensar,
Con sólo decirme adónde ha huido mi ninfa,
¡Dónde respira!

Brillante planeta, así has hablado, respondió la serpiente,
¡pero haz un juramento, mi tierno dios!

¡Lo juro, dijo Hermes, por mi báculo de serpiente,
Y por tus ojos, y por tu corona tachonada de estrellas!

Rápidas volaron sus cándidas palabras, sopladas entre los pétalos.
Y una vez más la femenina brillantez:
¡Muy débil de corazón! pues esta pobre ninfa tuya,
Deambula libre como el aire, invisible,
En estas praderas sin espinas; sus placenteros días
Disfruta sin ser vista; invisibles son sus ligeros pies,
Dejan rastros sobre la hierba y las tiernas flores;
De los agotados zarcillos y las verdes ramas torcidas,
Invisible recoge los frutos, invisible se baña:
Y gracias a mis poderes su belleza se oculta
Para que no sea ultrajada, atacada
Por las miradas amorosas de los ojos poco amables
De los Sátiros, los Faunos, y los oscuros suspiros de Sileno.
Descolorida su inmortalidad, por su aflicción
Ante estos amantes se lamentaba
Entonces de ella tuve piedad,
Su cabello etéreo, que mantendrían
Oculto su encanto, pero libre
Para andar como desee, en libertad.
Tú la contemplarás, Hermes, sólo tú,
¡Si concedes, como has jurado, mi dádiva!

Y una vez más, el encantado dios lanzó
Su juramento, y a los oídos de la serpiente sonó
Cálido, tembloroso, ardiente, como un salmo.
Arrebatada, levantó su cabeza de Circe,
Ruborizada, casi morada, y en rápido balbuceo afirmó,

Yo era una mujer, déjame tener una vez más
La forma y el encanto de mujer que una vez tuve.
Amo a un joven de Corinto. ¡Oh, que felicidad!
Devuélveme mi silueta humana, y llévame con él
Inclínate, Hermes, déjame soplar sobre tu frente,
Y verás a tu dulce ninfa

El dios alado descendió sereno,
Ella exhaló sobre sus ojos, y pronto vio
A la ninfa apenas sonriendo sobre el verde.
No era un sueño; o digamos que era un sueño
Real, como los sueños de los dioses, y que delicadamente suceden
Sus placeres en un largo sueño inmortal.
Un instante cálido, intenso, puede desvanecerse
Ante la belleza de la ninfa del bosque, entonces creó
Un rayo sobre el sacro verdor, se volvió
Hacia la agonizante serpiente, y con trémulo brazo,
Delicadamente, puso a prueba su caduceo.
Hecho esto posó sus ojos sobre la ninfa,
Llenos de lágrimas de adoración,
Y hacia ella se dirigió: ella, como la luna menguante,
Se desvaneció ante él, encogiéndose, no pudo contener
Sus lágrimas de temor, doblándose como una flor
Que se recoge sobre sí misma al ocaso:
Pero al tomar el dios su helada mano,
Ella sintió el calor, sus párpados de abrieron,
Y como las jóvenes flores ante el zumbido matinal de las abejas,
Floreció y dio su miel hasta la última gota.
Hacia los verdes bosques huyeron;
Y no palidecieron como lo hacen los amantes mortales.

Allí abandonada, la serpiente empezó
A cambiar; su sangre mágica enloqueció,
Creció espuma en su boca, y sobre el pasto cayó,
Marchitándolo con un rocío tan dulce y venenoso;
Sus ojos fijos en la tortura, un lóbrego tormento,
Cálidos, espejados y abiertos, con las pestañas ardiendo,
Lanzaban luces y chispas, sin una lágrima refrescante.
Todos los colores encendidos en todo su cuerpo,
Se retorcían convulsos con un dolor escarlata:
Un profundo ambar volcánico ocupó el espacio
De toda la suave gracia lunar de su cuerpo;
Y, como la lava arrasa la pradera,
Arruinó su plateada cota de malla y dorado manto;
Oscureció todas sus pecas, sus manchas y rayas,
Eclipsó sus lunas, arrasó con sus estrellas:
Y en pocos momentos fue despojada
De todos sus zafiros, esmeraldas y amatistas,
Y brillantes rubíes: de todos ellos privada,
Todavía brillaba su corona; que se deshizo, también ella
Se derritió y desapareció repentinamente;
Y en el aire, su nueva voz sonando suave como un laúd,
Llamó, “¡Lucio, gentil Lucio!”...

Abandonada en lo alto
Con las brillantes nieblas
Entre la blancura de los montes
Estas palabras se deshicieron:
Los bosques de Creta no escucharon más.





La Belle Dame Sans Merci.


¡Oh! ¿Qué pena te acosa, caballero en armas, vagabundo pálido y solitario? Las flores del lago están marchitas; y los pájaros callan.

¡Oh! ¿Por qué sufres, caballero en armas, tan maliciento y dolorido? La ardilla ha llenado su granero y la mies ya fue guardada.

Un lirio veo en tu frente, bañada por la angustia y la lluvia de la fiebre, y en tus mejillas una rosa sufriente, también mustia antes de su tiempo.

Una dama encontré en la pradera, de belleza consumada, bella como una hija de las hadas; largos eran sus cabellos, su pie ligero, sus ojos hechiceros.

Tejí una corona para su cabeza, y brazaletes y un cinturón perfumado. Ella me miró como si me amase, y dejó oír un dulce plañido.

Yo la subí a mi dócil corcel, y nada fuera de ella vieron mis ojos aquel día; pues sentada en la silla cantaba una melodía de hadas.

Ella me reveló raíces de delicados sabores, y miel silvestre y rocío celestial, y sin duda en su lengua extraña me decía: Te amo.

Me llevó a su gruta encantada, y allí lloró y suspiró tristemente; allí cerré yo sus ojos hechiceros con mis labios.

Ella me hizo dormir con sus caricias y allí soñé (¡Ah, pobre de mí!) el último sueño que he soñado sobre la falda helada de la montaña.

Ví pálidos reyes, y también princesas, y blancos guerreros, blancos como la muerte; y todos ellos exclamaban: ¡La belle dame sans merci te ha hecho su esclavo!

Y ví en la sombra sus labios fríos abrirse en terrible anticipación; y he aquí que desperté, y me encontré en la falda helada de la montaña.

Esa es la causa por la que vago, errabundo, pálido y solitario; aunque las flores del lago estén marchitas, y los pájaros callen.





Esta mano viviente.


Esta mano viviente, ahora tibia y capaz
De agarrar firmemente, si estuviera fría
Y en el silencio helado de la tumba,
De tal modo hechizaría tus días y congelaría tus sueños
Que desearías tu propio corazón secar de sangre
Para que en mis venas roja vida corriera otra vez,
Y tú aquietar tu consciencia —la ves, aquí esta—
La sostengo frente a ti.





Escrito en rechazo a las supersticiones vulgares.


Las campanas tañen melancólicamente
reuniendo a los devotos a nuevas oraciones,
a nuevas lobregueces, a espantosas angustias,
a escuchar el horrible sonido del sermón.
Sin duda la mente del hombre está encerrada
en un oscuro hechizo, pues todos huyen
del gozo junto al fuego, de los aires de Lidia,
del elevado diálogo con los que en gloria reinan.
Aún, aún tañen, y sentiría un frío
y una humedad sepulcral si no fuera consciente
de que están extinguiéndose como una vela consumida,
de que son los gemidos que exhalan al perderse en el olvido.





Endimión. (Fragmento)


Una cosa bella es un goce eterno:
Su hermosura va creciendo
Y jamás caerá en la nada;
Antes conservará para nosotros
Un plácido retiro,
Un sueño lleno de dulces sueños,
La salud, un relajado alentar.
Así, cada mañana trenzamos una
Guirnalda de flores que nos ata a la tierra,
A pesar del desaliento, a la inhumana
Falta de naturalezas nobles,
A los días nublados,
A todos los caminos insanos y lóbregos
Abiertos a nuestra búsqueda:
Si, pese a todo, alguna bella forma
Alza el paño mortuorio
De nuestro espíritu ensombrecido.
Como el sol, la luna, los árboles ancianos y los nuevos
Tendiendo su sombra cálida sobre los rebaños;
Como también los narcisos
Y el universo verde en el que moran,
Y los claros arroyos que fluyendo
Frescos hacia el estío,
Y el claro en medio del bosque
Manchado de rosas silvestres;
Y así el sublime destino
Que imaginamos para los grandes muertos;
Todos los deliciosos cuentos que oímos o leímos:
Fuente eterna de una linfa inmortal
Que cae sobre nosotros desde la orilla del cielo.





¿Dónde está el poeta?


¿Dónde está el poeta? Nueve Musas,
reveládmelo, que Pueda conocerlo.
Es aquel hombre que ante cualquiera
como un igual se siente, aunque fuere el monarca
o el más pobre de toda la tropa de mendigos;
o es tal vez una cosa de maravilla: un hombre
entre el simio y Platón;
es quien, a una con el pájaro,
reyezuelo o águila, el camino descubre
que a todos sus instintos conduce; el que ha oído
el rugido del león, y nos diría
lo que expresa aquella áspera garganta;
y el bramido del tigre
le llega articulado y se le arraiga,
como lengua materna, en el oído.





Al sueño.


Suave embalsamador de la rígida medianoche,
que cierras con cuidadosos dedos
nuestros ojos que ansían ocultarse de la luz,
envueltos en la penumbra de un olvido celestial;
oh dulcísimo sueño, si así te place, cierra,
en medio de tu canto, mis ojos anhelantes,
o aguarda el 'Así sea', hasta que tu amapola
derrame sobre mi lecho los dones de tu arrullo.
Líbrame, pues, o el día que se fue volverá
a alumbrar mi almohada, engendrando aflicciones;
de la conciencia líbrame, que impone, inquisitiva,
su voluntad en lo oscuro, hurgando como un topo;
gira bien, con la llave, los cierres engrasados,
y sella así la urna silenciosa de mi espíritu.





A la soledad.


¡Oh, Soledad! Si contigo debo vivir,
Que no sea en el desordenado sufrir
De turbias y sombrías moradas,
Subamos juntos la escalera empinada;
Observatorio de la naturaleza,
Contemplando del valle su delicadeza,
Sus floridas laderas,
Su río cristalino corriendo;
Permitid que vigile, soñoliento,
Bajo el tejado de verdes ramas,
Donde los ciervos pasan como ráfajas,
Agitando a las abejas en sus campanas.
Pero, aunque con placer imagino
Estas dulces escenas contigo,
El suave conversar de una mente,
Cuyas palabras son imágenes inocentes,
Es el placer de mi alma; y sin duda debe ser
El mayor gozo de la humanidad,
Soñar que tu raza pueda sufrir
Por dos espíritus que juntos deciden huir.


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