Piermont fue más visitado que nunca en el verano de 18... De día en día iba en aumento la llegada de ricos y nobles extranjeros, lo que hacía rivalizar a toda clase de especuladores. Así, pues, los banqueros del faro tuvieron buen cuidado en amontonar gran cantidad de oro reluciente, con el fin de atraer a la caza más noble que, como diestros cazadores, pensaban hacer suya. ¿Quién no sabe que en la temporada de baños en los balnearios, en que nadie sigue sus antiguas costumbres, todos se entregan, sin premeditación, a una gran ociosidad, a una holganza placentera, a la que resulta irresistible el atractivo y el encanto del juego? Vense, entonces, personas que jamás tocaron una carta acercarse a la banca como jugadores acérrimos, y sobre todo, por lo menos en el mundo elegante, es de buen tono encontrarse todas las noches en la mesa de juego y jugarse algún dinero.
Un joven barón alemán, a quien llamaremos Sigfredo, era el único que parecía no hacer caso de este encanto irresistible. Cuando todos se apresuraban hacia la mesa de juego, privándole de la posibilidad de entretenerse con la conversación, que tanto le gustaba, se dedicaba a dar paseos solitarios, siguiendo el curso de su fantasía, o permanecía en su aposento con un libro en la mano, o bien ejercitándose en algún ensayo literario y poético.
Sigfredo era joven, independiente, rico, de noble figura y modales elegantes, de tal modo que todos le querían y lisonjeaban, y gozaba de éxito entre las mujeres. Añádase a esto que en todo lo que emprendía parecía favorecerle una estrella singular. Contábanse toda suerte de aventuras amorosas, que para otro cualquiera hubieran tenido consecuencias funestas, y que para él tuvieron un desenlace feliz y de facilidad increíble. Los ancianos que conocían al barón tenían la costumbre de hacer mención de su buena suerte y solían contar la historia de un reloj, historia que le había sucedido en sus años juveniles.
Sucedió, según decían, que Sigfredo, siendo menor de edad, hizo un viaje, y encontrándose en apuros económicos para poder seguir, tuvo que vender su reloj de oro, ricamente guarnecido de brillantes. Se vio obligado a vender, por muy poco dinero, este valioso reloj; como diese la casualidad que en el mismo hotel se alojase un joven príncipe que, precisamente, buscaba una joya semejante, obtuvo un precio mayor de lo que valía. Había transcurrido un año y ya Sigfredo se había transformado en un hombre dueño de sí mismo, cuando en otro lugar leyó en el periódico que se rifaba un reloj. Compró una papeleta, que apenas si costaba nada, y... ganó el reloj guarnecido de brillantes que había vendido. Poco después lo cambió por una sortija de gran valor. Durante algún tiempo entró al servicio del príncipe G., que a su partida le regaló como recuerdo, en prueba de su aprecio, el mismo reloj de oro guarnecido de brillantes y una rica cadena.
Esta historia dio lugar a que volviese a hablarse de la antipatía de Sigfredo por las cartas y su total negativa a tocarlas, aunque su manifiesta buena suerte podía predisponerle hacia ellas, y todos estuvieron de acuerdo en que el barón, no obstante sus buenas cualidades, era un avaro, muy medroso y cobarde para exponerse a la menor pérdida. Aunque la conducta del barón desmentía estas sospechas de avaricia, no lo tuvieron en consideración, y como siempre suele acontecer que la mayoría de la gente se obstina en añadir un pero a la reputación de un hombre de mérito, y este pero siempre puede encontrarse, aunque sólo sea en su imaginación, todos quedaron muy satisfechos con la explicación de la antipatía de Sigfredo por el juego.
Pronto supo Sigfredo lo que de él afirmaban, y como era de condición liberal y magnánimo, y nada odiaba y despreciaba más que la tacañería, decidió, para confundir a sus calumniadores, aunque su aversión al juego era mucha, librarse de aquella molesta sospecha, perdiendo dos o más cientos de luises de oro. Con esta intención se acercó a la mesa de juego, dispuesto a perder una gran suma de dinero; pero también en el juego le favorecía la fortuna, como acostumbraba en todas sus empresas. En todas las cartas que elegía, ganaba. Los cálculos cabalísticos de los más consumados jugadores fallaban ante la buena suerte del barón. Bien cambiase las cartas, bien conservase las mismas, siempre salía ganando. El barón ofrecía el espectáculo de un jugador despechado, porque le eran favorables las cartas, y por más sencilla que fuese la explicación de su conducta, todos se miraban asombrados y pensativos, dando a entender que, dada la inclinación del barón por lo insólito, se había vuelto loco, pues en verdad era una locura lamentarse de su propia suerte.
La misma circunstancia de haber ganado una considerable cantidad obligó al barón a seguir jugando, pues con toda probabilidad a su ganancia seguirían las pérdidas, conforme a su propósito inicial. Pero tampoco se realizó esta suposición suya, y continuó inmutable la suerte del barón. Casi sin darse cuenta, cada vez más, fue apoderándose del barón el fatal placer del juego del faro, que era de extrema sencillez. Ya no se enojaba contra su fortuna, el juego ocupaba toda su atención, y pasaba noches enteras dedicado a él. El barón se vio obligado a reconocer lo que le habían dicho sus amigos acerca de la seducción del juego, ya que no era la ganancia lo que le atraía, sino el juego en sí mismo.
Una noche, cuando el banquero acababa una talla, levantó Sigfredo la vista y vio a un anciano frente a él, que le miraba fijamente con aire triste y serio. Cada vez que el barón levantaba la vista de los naipes, se encontraba con la mirada sombría del desconocido, así que no podía evitar sentir una impresión penosa, que le angustiaba. Tan pronto como el juego terminó, el desconocido salió de la sala. A la noche siguiente, de nuevo volvió a colocarse frente al barón, mirándole fijamente con mirada sombría y siniestra. El barón permaneció sin inmutarse; pero cuando a la noche siguiente volvió a encontrarse el barón con la mirada del desconocido, que despedía fuego, no pudo contenerse y le dijo:
—Caballero, le ruego que cambie de lugar, aquí estorba usted mi juego.
El desconocido se inclinó, sonriendo dolorosamente, y sin decir palabra alguna abandonó la mesa de juego y la sala.
A la noche siguiente, de nuevo volvió a colocarse el desconocido frente al barón, nuevamente clavando en él su mirada ardiente.
Esta vez el barón, más furioso que la noche anterior, le dijo:
—Caballero, si le divierte a usted mirarme, le ruego que escoja usted otro sitio y otra ocasión, pero en este momento...
Un ademán señalando la puerta sustituyó las duras palabras que el barón estaba a punto de pronunciar. Y como en la noche anterior, el desconocido, con idéntica sonrisa dolorosa, abandonó la sala. La agitación del juego, junto a la del vino que había bebido, incluso la escena con el desconocido, impidieron dormir a Sigfredo. Ya empezaba a amanecer cuando volvió a aparecérsele la figura del desconocido. Veía de nuevo el rostro con sus facciones contraídas por el pesar, la profunda mirada de sus ojos sombríos, que le miraban fijamente, y a pesar de su pobre traje no podía dejar de reparar en su noble aspecto, que demostraba su rango distinguido. Al mismo tiempo consideró la dolorosa resignación con que el desconocido acogió sus duras palabras, de tal modo que se reprochó a sí mismo, con amargura, la violencia con que le había expulsado de la sala.
—¡No —exclamó Sigfredo—, he sido injusto, muy injusto con él! ¿Tengo yo, acaso, los modales de un grosero para ofender a un ser sin el menor motivo?
El barón llegó a persuadirse de que aquel hombre al mirarle de aquel modo sólo cedía a la sensación horriblemente penosa del contraste chocante que suponía ver al barón amontonando oro en su juego insolente, mientras él luchaba con la más amarga necesidad. Decidió, pues, dirigirse al desconocido al día siguiente, y darle una explicación. La casualidad quiso que precisamente la primera persona con que se encontró en el paseo fuese el desconocido. El barón se dirigió a él, disculpando con insistencia su conducta de la noche anterior, y concluyó pidiendo perdón al desconocido. Éste dijo que no tenía nada que perdonarle, pues hay que considerar la condición del jugador cuando está en pleno juego, y que, por lo demás, él mismo se culpaba de haber permanecido obstinado en el mismo lugar, que estorbaba el juego del barón, provocando sus duras palabras.
El barón añadió aún más: dijo que a menudo se presentaban situaciones en la vida que oprimían al hombre de la más noble condición, dando a entender que estaría dispuesto a entregarle el dinero que había ganado, y más si necesitaba, para favorecerle.
—Caballero —contestó el desconocido—, usted me cree necesitado y no lo estoy, y aunque soy más bien pobre que rico, poseo más de lo que exige mi sencillo modo de vida. Además, podéis comprender que yo, aunque creyeseis haberme ofendido, y por eso quisierais reparar vuestra falta ofreciéndome dinero, no podría aceptarlo como hombre de honor, incluso aunque no fuese noble.
—Creo comprenderle a usted —contestó el barón— y estoy dispuesto a daros la satisfacción que me exijáis.
—¡Oh, cielos! —repuso el desconocido—. ¡Qué desigual sería el desafío entre nosotros dos! Estoy convencido de que tanto usted como yo no consideramos el desafío como una pelea de niños, y menos creemos que un par de gotas de sangre, como las que gotean a veces de un pequeño rasguño de un dedo, puedan lavar la mancha del honor. Sin embargo, hay circunstancias que pueden hacer imposible la existencia simultánea en la tierra de los hombres, aunque uno viva en el Cáucaso y otro en el Tíber, pues apenas si hay distancia mientras se concibe la idea de la existencia del enemigo. Entonces sí que el desafío es una necesidad, pues decide quién de los dos debe ceder su lugar al otro en este mundo. Entre nosotros dos —como he dicho anteriormente— el desafío es innecesario, porque mi vida no se valora tan alto como la vuestra. Si yo le matase a usted, destruiría un mundo de las más bellas esperanzas; si fuese yo la víctima, en cambio, habríais dado fin a una de las más tristes y amargas existencias, llena de los más terribles remordimientos. Lo principal es que no me tengo absolutamente por ofendido. ¡Usted me rogó que me fuese... y me fui!
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por el desconocido con un tono que traslucía su íntima mortificación. Esto motivó que el barón volviese a disculparse, diciéndole que, sin saber por qué, la mirada le había impresionado tanto como si penetrase en su interior, tanto que apenas si la podía soportar.
—¡Ojalá fuese verdad —dijo el desconocido— que mi mirada penetrase en vuestro interior, y le diese a conocer a usted el inminente peligro en que se encuentra! Con el corazón alegre y con la confianza propia de vuestra juventud, estáis al borde del abismo, un paso más y caeríais sin posible salvación. En una palabra: está usted camino de ser un apasionado jugador y de arruinarse.
El barón aseguró al desconocido que se equivocaba totalmente. Luego le contó con todo pormenor cómo había llegado a la mesa de juego, y afirmó que carecía del espíritu del juego, que únicamente deseaba la pérdida de doscientos luises de oro, y que cuando esto sucediese, dejaría en el acto de apostar. Hasta ahora la suerte le había favorecido.
—¡Ah —exclamó el desconocido—, precisamente esta suerte es la más pérfida seducción y la más funesta tentación diabólica! ¡Justamente esta suerte que os acompaña, barón! La manera en que os habéis acercado al juego, vuestra conducta como jugador, todo delata el interés que poco a poco irá en aumento..., todo..., todo me recuerda vivamente el cruel destino de un desgraciado que, en muchos momentos, también empezó como usted.
¡Éste es el motivo por el que no puedo apartar la vista de usted, y por el que apenas si he podido retener las palabras que han dejado traslucir mis ojos! ¡Oh! ¿No ve usted cómo los demonios le tienden las garras para arrastrarle al Infierno? Hubiera querido gritar... Deseaba trabar amistad con usted, y por lo menos ya lo he logrado... Escuche usted la historia del infeliz del que le he hablado, y entonces se convencerá de que no es una fantasía mía el peligro de que le veo amenazado y del que le aviso.
Ambos, el desconocido y el barón, se sentaron en un banco solitario del paseo, y entonces el desconocido empezó su relato de este modo:
—Las mismas brillantes cualidades que usted posee, señor barón, poseía el caballero de Menars, por lo que era objeto de la admiración y el respeto de los hombres, así como el favorito de las damas. Por lo que respecta a la riqueza, la suerte no le favorecía tanto como a usted. Apenas poseía nada, y gracias a un género de vida muy económico podía aparecer en sociedad en las condiciones que exigía ser descendiente de una familia importante. Como la más mínima pérdida podía haberle sido fatal y haber trastornado su modo de vida, no se permitía el juego, bien es verdad que tampoco sentía inclinación por él, así es que al prescindir del juego no hacía ningún sacrificio. Por otra parte, todo lo que emprendía era coronado por el éxito, así es que se hizo frase proverbial la felicidad del caballero de Menars.
Una noche, en contra de su costumbre, se dejó persuadir y visitó una casa de juego. Los amigos con los que entró no tardaron en enfrascarse en él.
Absorto en sus pensamientos, sin participar en el juego, el caballero paseaba a lo largo de la sala, yendo de un lado a otro, tan pronto observando la mesa de juego como al banquero que amontonaba el oro que le llegaba de todas partes. De pronto, un viejo coronel reparó en el caballero de Menars y exclamó en voz alta:
—¡Por todos los diablos! Aquí tenéis al caballero de Menars, tan feliz como siempre, mientras nosotros no ganamos nada. ¡No está ni de parte del banquero ni de los jugadores! ¡Se acabó, ahora tiene que apostar por mí!
El caballero quiso excusarse de su escasa habilidad y de su absoluta ignorancia del juego, pero el coronel se empeñó y el caballero de Menars tuvo que sentarse a la mesa de juego. Allí le sucedió lo mismo que a usted, señor barón, todas las cartas le eran favorables, de tal modo que pronto hubo ganado una importante suma para el coronel, que no cabía en sí de contento por haber puesto a prueba la buena suerte del caballero de Menars.
Esta suerte, que sorprendió a todo el mundo, no hizo el menor efecto en el caballero; incluso no pudo comprender cómo con esto aumentó su aversión hacia el juego, tanto que al otro día, considerando los efectos del esfuerzo y de la fatiga de la noche pasada que se reflejaban sobre su cuerpo y su espíritu, decidió seriamente nunca más volver a poner los pies en una casa de juego. Se afianzó su decisión a causa de la conducta del coronel que, de nuevo con las cartas en la mano, atribuyó con insensatez su evidente mala suerte al caballero de Menars. Exigía, con insistencia, que el caballero apostase por él cuando jugase, o por lo menos que estuviese a su lado, y así con su presencia desterrase a los malos demonios que le arrebataban las cartas y la suerte de las manos.
Es bien sabido que en ningún sitio reinan mayores supersticiones como entre los jugadores. Finalmente, sólo con una solemne negativa, y declarando que antes preferiría batirse con él que jugar a su favor, pudo el caballero convencer al coronel, no muy amigo de duelos, de que dejara de importunarle. El caballero maldijo su anterior condescendencia ante aquel viejo loco. Como era de esperar, la historia del juego del caballero corrió de boca en boca y se tejieron toda clase de misteriosas y enigmáticas circunstancias en torno al suceso, que presentaban al caballero como a un hombre que estaba en relación con los poderes sobrenaturales. Pero como el caballero, a pesar de ser afortunado en el juego, seguía sin tocar una carta, aumentó la consideración acerca de la firmeza de su carácter y el aprecio de que gozaba.
Había ya transcurrido un año, cuando el caballero se encontró en la más penosa y apurada situación, debido al retraso del cobro de la pequeña suma de la que dependía su subsistencia. Se vio obligado a descubrirle su situación a su más fiel amigo que, sin pérdida de tiempo, le dio la cantidad que necesitaba, y al mismo tiempo le dijo que era el hombre más estrambótico que había conocido.
—Existen señales del destino que nos muestran el camino de buscar y encontrar nuestra salvación, pero sólo de nuestra indolencia depende que no atendamos ni escuchemos estas señales.
El supremo poder que regula nuestras vidas te ha dicho al oído muy claramente:
—Si quieres tener dinero y bienes, vete y juega, si no seguirás siendo pobre y necesitado, y siempre estarás en total dependencia.
Sólo entonces se dio cuenta de la extraordinaria suerte que le había favorecido en el juego del faro, y tanto despierto como en sueños se le aparecieron naipes y naipes, y oía las monótonas palabras del banquero: gagneperd, y el tin tin de las monedas de oro.
—Es verdad —se dijo en su interior—, una sola noche como aquélla me saca de la miseria, y me libra de la penosa circunstancia de ser gravoso a mis amigos; es mi deber escuchar y seguir las señales que me hace el destino.
El amigo que le había aconsejado que jugase le acompañó a la casa de juego, y además le prestó veinte luises de oro para que pudiese comenzar y apostar.
Si el caballero había sido afortunado apostando por el viejo coronel, esta vez la suerte le fue doblemente favorable. Escogía las cartas a ciegas, sin elegir, y las iba colocando, aunque en realidad no era él quien regía el juego, sino la mano invisible del poder sobrenatural, unida a la casualidad, que posiblemente era la casualidad misma. Cuando concluyó el juego, había ganado mil luises de oro.
Al día siguiente despertó el caballero como si estuviera atontado. Las monedas de oro que había ganado estaban dispersas cerca de él, sobre una mesa. En el primer momento le pareció estar soñando, se frotó los ojos, cogió la mesa y la acercó. Cuando, al fin, recordó lo que había sucedido y tocó las monedas de oro, cuando complacido las hubo contado una y otra vez, entonces sintió por primera vez todo su ser penetrado por el hálito fatal del placer del despreciable Mammon, que destruía la pureza de sus sentimientos, tanto tiempo intacta. Apenas pudo esperar que llegase la noche para acercarse de nuevo a la mesa de juego; tampoco entonces le faltó la fortuna, así es que en pocas sesiones, durante las cuales jugaba todas las noches, ganó una considerable suma de dinero.
Hay dos clases de jugadores. Para algunos el juego mismo, como juego, sin considerar las ganancias, es una fuente de un placer secreto e indescriptible. Los singulares encadenamientos del azar, que cambian a lo largo del extraño juego, dan lugar a que se muestre el dominio de un poder superior, y esto es precisamente lo que incita a nuestro espíritu a tocar sus alas, y a intentar penetrar en el oscuro reino y en el obrador fatal de ese poder, para contemplar cómo se gestan sus obras. Yo he conocido a un hombre que pasaba noches y días enteros haciendo la banca, solo en su habitación y apostando contra él mismo; a mi parecer, ése era un verdadero jugador.
Otros únicamente miran la ganancia y consideran el juego como un modo de enriquecerse rápidamente. A esta clase de jugadores pertenecía el caballero, y de esta suerte confirmó el aserto de que la verdadera pasión del juego es un sentimiento innato en cada individuo. Por eso mismo, pronto encontró el caballero que era muy estrecho el círculo en que se movía para apostar. Con la considerable suma que había ganado, estableció una banca, y como la suerte seguía favoreciéndole, en poco tiempo su banca fue la más rica del país. Como era de esperar, siendo el banquero más rico y afortunado, acudieron a él la mayoría de los jugadores. La desarreglada y licenciosa vida del jugador pronto corrompió las cualidades espirituales y corporales que tan apreciado y respetado habían hecho que fuera el caballero. Dejó de ser el amigo fiel, el compañero alegre y confiado, el caballeroso y galante adorador de las damas. Desapareció su amor a las artes y a las ciencias, y se extinguió su deseo de conocimiento y estudio. En su rostro pálido como la muerte, en sus ojos hundidos y brillantes, ardía el oscuro fuego que expresaba la desastrosa pasión que le tenía encadenado. ¡No era la pasión del juego, no, era un ansia desenfrenada de riqueza, que el propio Satanás había encendido en su corazón!... En una palabra: ¡era el banquero más perfecto que se había visto jamás!
Una noche, sin que la pérdida fuese grave, el caballero vio que la suerte le era menos favorable que antes. Acercóse a la mesa de juego un hombrecillo viejo, seco y pobremente vestido, incluso de mal aspecto, y con mano temblorosa cogió una carta y apostó una moneda de oro. Muchos de los jugadores miraron al viejo con profundo asombro y no disimularon su desprecio, pero el viejo ni se alteró lo más mínimo, ni pronunció una sola palabra. El viejo perdió..., perdió una apuesta tras la otra, y cuanto más perdía, más se regocijaban los demás jugadores. Pues bien, cuando el viejo, que cada vez doblaba sus apuestas, apostó de una vez quinientos luises de oro a una sola carta, y en el mismo instante los perdió, uno de los jugadores exclamó, riéndose:
—¡Suerte, signor Vertua, mucha suerte, no pierda los ánimos, continúe jugando, y ya veréis cómo al final haréis saltar la banca con una enorme ganancia!
El viejo lanzó al burlón una mirada de basilisco y luego desapareció corriendo, para volver pasada una media hora con los bolsillos repletos de oro. Y sin embargo, el viejo no pudo intervenir en el último corte de naipes, por haber perdido todo el oro que había traído. El caballero que, a pesar de su desarreglada conducta, todavía conservaba cierto decoro, que pretendía hacer valer en los salones de su banca, sintió gran enojo, por la burla y el desprecio con que se había tratado al viejo. Por este motivo, cuando el anciano hubo salido, se dirigió seriamente al jugador que se había burlado y a otros dos jugadores más que se habían destacado por sus muestras de desprecio.
—Bien, caballero —exclamó uno de ellos—. Es que acaso no conoce usted al viejo Francesco Vertua. Pues si le conociera, lejos de quejarse usted de nuestra conducta, la aprobaría. Habrá usted de saber que este Vertua, napolitano de nacimiento, que vive desde hace quince años en París, es el más vil y sórdido avaro, y el más detestable usurero del mundo. Los sentimientos humanos le son ajenos, vería hasta a su mismo hermano retorcerse a sus pies en la agonía de la muerte, y aun cuando pudiese salvarle, no soltaría ni un solo luis de oro. Le abruman las maldiciones y las amenazas de una multitud de individuos, de familias enteras a las que ha hundido en la miseria, a causa de sus satánicas especulaciones. Todos los que le conocen, le odian, y cada uno de ellos desea que un espíritu vengativo le castigue y acabe con su vida, tan manchada de oprobio.
—Jamás ha jugado, al menos desde que está en París, y así no le debe extrañar a usted nuestro asombro, cuando vimos al avaro acercarse a la mesa de juego. Al mismo tiempo nos regocijamos por sus cuantiosas pérdidas, pues la verdad es que hubiera sido duro, muy duro, que la suerte hubiese favorecido a semejante malvado. ¡Lo que sí es cierto, caballero, es que la riqueza de su banca ha deslumbrado a ese viejo loco! Pensaba desplumarle a usted, pero ha sido al revés, él es el que ha salido desplumado. Lo que resulta incomprensible es lo que le ha llevado a Vertua, el espíritu de la avaricia, a apostar tan alto en el juego. ¡Bueno, el caso es que ya no volverá más y quedaremos libres de él!
Sin embargo, esta suposición no se realizó, pues a la noche siguiente ya estaba Vertua de vuelta, en la banca del caballero, donde apostó y perdió una suma mucho mayor que la del día anterior. Con todo, permaneció tranquilo y hasta sonreía a veces, con una amarga sonrisa irónica, como si estuviera seguro de que pronto todo cambiaría. Pero, como un enorme torrente, iban en aumento cada noche las pérdidas del anciano, al final de las cuales se calculó que había pagado al banquero treinta mil luises de oro. Pasado cierto tiempo, volvió de nuevo a la sala de juego, cuando éste ya estaba muy adelantado, se colocó a cierta distancia de la mesa, pálido, con la mirada fija en las cartas que iba tirando el caballero. Finalmente, cuando el caballero volvió a barajarlas, y presentó la baraja para cortar, el viejo exclamó con una voz tan estridente "¡Alto!" que todos se estremecieron y miraron hacia atrás. Entonces el viejo, abriéndose paso hasta el caballero, le dijo al oído, con voz sorda:
—¡Caballero!, mi casa de la calle de Saint Honoré con todos sus muebles, mi vajilla de plata y de oro, mis joyas tasadas en ochenta mil francos, ¿las acepta usted como apuesta?
—Bueno —respondió el caballero fríamente, sin volverse hacia el viejo, y empezó a cortar.
—La sota —dijo el viejo, y a la primera tirada había ya perdido la sota. El viejo vaciló y se apoyó en la pared, inmóvil y paralizado como una estatua. En adelante nadie se ocupó de él.
Terminado ya el juego, cuando los jugadores se dispersaban y el caballero con sus croupiers recogía en una caja el dinero ganado, el viejo Vertua, como un fantasma, salió de su rincón y acercándose al caballero le dijo con voz hueca y apagada:
—¡Una palabra aún, caballero, una sola palabra!
—Y bien, ¿qué hay? —repuso el caballero, mientras sacaba la llave de la caja, mirando con desprecio al viejo de pies a cabeza.
—He perdido toda mi fortuna —continuó el viejo— en vuestra banca. Caballero, ya nada, nada me queda, ni siquiera sé dónde podré descansar mañana y dónde calmaré mi hambre. Caballero, a usted recurro. Présteme usted la décima parte de la cantidad que me ha ganado a fin de volver a empezar mis negocios y que pueda sobreponerme a esta horrible miseria.
—En qué está usted pensando —respondió el caballero—, en qué está usted pensando, signor Vertua, ¿no sabe usted que un banquero no debe jamás prestar dinero de sus ganancias? Esto iría contra la regla, de la que no me aparto lo más mínimo.
—Tiene usted razón, caballero —respondió Vertua—. Tiene usted razón, mi petición era absurda..., exagerada..., la décima parte. ¡No, présteme usted la vigésima parte!
—¡Le repito —dijo el caballero, enojado— que no presto absolutamente nada de lo que gano!
—Es cierto —dijo Vertua, mientras que su semblante palidecía cada vez más y fruncía el ceño con mirada sombría—. Yo tampoco lo hubiera hecho en otro tiempo..., pero ahora conceda usted una limosna al mendigo..., dadle cien luises de oro de la cantidad con que la ciega suerte le ha favorecido.
—¡Es verdad —dijo el caballero con gran enfado— que sabéis atormentar a la gente, signor Vertua! Ya le digo a usted que no obtendréis de mí ni ciento, ni cincuenta, ni veinte, ni siquiera un luis de oro. Tendría yo que estar loco para concederle el menor socorro, para que volviese a empezar su infame oficio. El destino le ha abatido a usted en el polvo, como a un gusano venenoso, y sería un crimen volver a levantarle. ¡Váyase usted y permanezca arruinado como se lo tiene merecido!
Cubierto el rostro con ambas manos, cayó al suelo el viejo Vertua dando un gran suspiro. El caballero ordenó a su criado que llevase la caja al coche, y luego dijo con voz enérgica:
—¿Cuándo me entregará usted su casa y todos los efectos, signor Vertua?
Al instante Vertua se levantó del suelo, y dijo con voz firme:
—¡Ahora mismo, en este mismo instante, caballero! ¡Venga usted conmigo!
—Bien —repuso el caballero—, podemos ir juntos en mi coche hasta su casa, que dejará usted mañana para siempre.
Durante todo el camino ni Vertua ni el caballero pronunciaron una sola palabra. Cuando llegaron ante la casa en la calle de Saint Honoré, Vertua tiró de la campanilla. Una mujer vieja salió a abrirle y exclamó al ver a Vertua:
—¡Oh, Dios Santo! ¡Por fin llegáis, signor Vertua! ¡Ángela estaba mortalmente inquieta por usted!
—¡Callad —repuso Vertua—, quiera el cielo que Ángela no haya oído esta malhadada campanilla! ¡No debe enterarse de que he llegado!
Y en diciendo esto, le quitó de las manos el candelabro con las velas encendidas y alumbró al caballero, yendo él delante hacia las habitaciones.
—Me he resignado a todo —dijo Vertua—. ¡Caballero, sé que me odiáis y que me despreciáis! Tanto usted como otros os complacéis con mi ruina, pero usted no me conoce. Habéis de saber que en otros tiempos fui un jugador como usted y que la fortuna me fue tan favorable como ahora a usted, que recorrí media Europa, deteniéndome donde hallaba más rico el juego, con la esperanza de una ganancia considerable, y que todo el oro afluía a mi banca incesantemente como lo hace hoy en día en la vuestra.
Yo tenía una esposa bella y fiel, a la que abandonaba, y ella se sentía desgraciada, a pesar de estar rodeada de lujo y de riqueza. Sucedió un día, en Génova, donde yo tenía establecida mi banca, que un joven romano perdió en mi banca todo su patrimonio. Lo mismo que yo os suplico hoy, él me suplicaba que le prestase dinero, por lo menos para poder regresar a Roma. Y se lo negué con una sonrisa sardónica, y entonces presa de rabia y de desesperación, se abalanzó sobre mí con un estilete que llevaba y me lo clavó en el pecho...
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