El pueblecito costero en el que pido al lector que se sitúe se llama Seaburgh. No es muy distinto hoy de como lo recuerdo cuando era niño: al sur marismas cortadas por diques que evocan los primeros capítulos de Grandes esperanzas; al norte campos llanos que se prolongan en una extensión de matorrales, abetos y sobre todo aulaga hacia el interior. Tiene un largo paseo marítimo y una calle; detrás, una amplia iglesia de piedra con una sólida torre occidental en la que repican seis campanas. ¡Cómo recuerdo su tañido un domingo de agosto, mientras nuestro grupo subía despacio por el camino blanco y polvoriento que conducía a ellas! Porque la iglesia se alza en la cima de una pequeña y empinada elevación. En los días de calor sonaban con una especie de golpe seco y apagado, pero cuando el aire era más suave, los tañidos se volvían más blandos también. La vía del tren discurría hacia su pequeña estación terminal al otro lado del camino. Un poco antes de llegar a la estación había un molino de viento blanco y alegre, otro cerca de la playa de guijarros, en el extremo sur del pueblo, y algunos más en terreno más alto, al norte. Había casas de campo de ladrillo rojo con tejado de pizarra...
Pero ¿por qué os aburro con estos detalles triviales? La verdad es que se agolpan en la punta del lápiz al empezar a escribir sobre Seaburgh. Quisiera estar seguro de haber escogido los correctos para trasladarlos al papel. Pero un momento: aún no he terminado la descripción. Alejaos del mar y del pueblo, dejad atrás la estación y torced a la derecha. Es un camino arenoso, paralelo a la vía del tren. Si lo seguís, veréis que asciende a un terreno algo más elevado. A la izquierda (ahora vais en dirección norte) la tierra es un extenso brezal, a la derecha (el lado del mar) hay una franja de viejos abetos azotados por el viento, de copa espesa, y con la inclinación que suelen tener los árboles viejos junto al mar; vistos en el horizonte desde el tren os dicen instantáneamente, si no lo sabíais, que os estáis acercando a una costa ventosa. Bien, pues en la cima de mi pequeña elevación destaca y corre hacia el mar una línea de estos abetos sobre una loma que baja en ese sentido; loma que termina en un pequeño cerro bastante definido que domina los campos llanos de tosca hierba y está coronado por una maraña de abetos. Aquí podéis sentaros un día cálido de primavera y deleitaros contemplando el mar azul, los molinos blancos, las casas rojas, la hierba verde y brillante, la torre de la iglesia y el torreón a lo lejos, al sur.
Como digo, conocí Seaburgh de niño. Pero de ese primer contacto al más reciente medía un intervalo de muchos años. No obstante, sigue ocupando un sitio en mi corazón, y cualquier historia relacionada con él tiene interés para mí. Una de esas historias es la que sigue; me llegó estando muy lejos de Seaburgh —y de manera totalmente casual—, de un hombre al que le había hecho un favor... lo bastante grande, en su opinión, como para hacerme su confidente hasta este extremo.
—Conozco toda esa región bastante bien —dijo—. Iba a Seaburgh a menudo a jugar al golf en primavera. Por lo general me alojaba en el "Oso" con un amigo, Henry Long; puede que le haya conocido.
—Superficialmente —dije.
—Solíamos alquilar también un cuarto de estar y nos sentíamos muy instalados.
Desde que él murió no he vuelto por allí. De todos modos, no sé si me apetecería, después de lo que nos pasó en nuestra última estancia. Fue en abril de 19...; nos encontrábamos allí, y éramos casi los únicos clientes que había en el hotel, por lo que los salones de uso común estaban prácticamente desiertos. Así que nos quedamos de lo más sorprendidos cuando, después de cenar, se abrió la puerta de nuestro cuarto de estar y asomó la cabeza un joven. Le habíamos visto ya. Era un individuo anémico, nervioso (de pelo y ojos claros), aunque no desagradable. De modo que cuando dijo: «Perdonen, ¿es privada esta sala?», no le soltamos un bufido, sino que dije: «Sí, lo es»; pero Long (o yo, da igual) dijo: «Entre, por favor». «¡Ah!, ¿de veras puedo?», dijo él; y pareció aliviado. Era evidente que deseaba compañía; y como se le veía una persona discreta (no de ésos que te encasquetan la historia de su familia a las primeras de cambio), le insistimos en que se sentase y se pusiese cómodo. «Tal vez encuentre las otras salas desangeladas», dije. Sí, así era; pero éramos realmente muy amables, etc. Terminados todos estos preámbulos, hizo como que se enfrascaba en un libro. Long hacía solitarios, yo seguí escribiendo. A los pocos minutos se me hizo evidente que nuestro invitado era un ser inquieto o estaba sumamente nervioso; el caso es que me contagió su desasosiego; de manera que dejé lo que estaba haciendo y me dispuse a darle conversación.
Tras hacer algunos comentarios (que he olvidado), se mostró confidencial: «Habrán juzgado raro mi comportamiento —empezó más o menos—, pero es que he sufrido una fuerte impresión». Le recomendé una copa de algo tonificante, y la pedimos. La entrada del camarero supuso una interrupción (y por cómo reaccionó nuestro joven al abrirse la puerta pensé que era muy asustadizo); pero unos momentos después reanudó sus lamentaciones. No conocía a nadie allí, y casualmente sabía quiénes éramos nosotros (resultó que teníamos amistades comunes en la capital), y realmente necesitaba pedirnos consejo, si no nos importaba. Como es natural, los dos contestamos que «no faltaba más» o «por supuesto que no». Y Long dejó a un lado las cartas, y nos dispusimos a escuchar cuál era su problema.
—Empezó hace más de una semana —dijo—, cuando fui en bicicleta a Froston, a sólo unas cinco o seis millas de aquí, con idea de visitar la iglesia. Me interesa muchísimo la arquitectura, y tiene un pórtico precioso con hornacinas y escudos. La fotografié, y un viejo que estaba limpiando las lápidas se acercó a preguntarme si quería ver el interior. Le dije que sí; sacó una llave y me abrió. No había mucho que ver, pero me dijo que era una iglesita preciosa, y que la mantenía muy cuidada. «Aunque —dijo — lo mejor que tiene es el pórtico». Acabábamos de salir en ese momento; y dijo: «¡Ah, sí, es una preciosidad de pórtico! Pues ¿a que no sabe qué significa ese escudo de ahí?
Era ése que tiene tres coronas; de modo que, aunque no soy experto en heráldica, pude decir que sí, que creía que era el viejo escudo del reino de Anglia Oriental.
—Muy cierto, señor —dijo—; ¿y sabe el significado de esas tres coronas?
Le dije que estaba seguro de que se conocía, aunque no recordaba haberlo oído.
—¿Ve usted? —dijo—; con todo lo entendido que es, yo le puedo explicar algo que no sabe: son las tres sagradas coronas que fueron enterradas cerca de la costa para impedirles desembarcar a los germanos... ¡Ah!, veo que no se lo cree. Pues le aseguro que si no llega a ser porque una de las santas coronas aún sigue en su lugar, aquí habrían desembarcado los germanos una y otra vez. Habrían llegado con sus barcos y habrían pasado a cuchillo a hombres, mujeres y niños sin darles tiempo a saltar de la cama. Esto que le digo no es ni más ni menos que la verdad. Y si no me cree pregúntele al señor rector. Ahí viene; ande, pregúntele.
Me volví, y allí estaba el rector, un hombre de aspecto simpático y venerable que venía por el sendero. Y antes de que pudiese empezar a asegurarle a mi informante (que se estaba excitando por momentos) que le creía, terció el rector y dijo:
—¿Qué ocurre, John? Buenos días, señor. ¿Ha visitado ya nuestra pequeña iglesia?
Siguió entonces una breve charla que permitió al viejo sosegarse, y seguidamente el rector volvió a preguntar qué ocurría.
—Nada, nada —dijo el viejo—; sólo le estaba diciendo a este caballero que le preguntase a usted lo de las santas coronas.
—Ah, sí; muy bien —dijo el rector—. Es curioso, ¿verdad? Pero no sé si al señor le interesan nuestras historias...
—¡Claro que le interesan! —dijo el viejo—; creerá todo lo que usted le cuente, señor. Bueno, usted conoció a William Ager; al padre y al hijo.
Entonces intervine yo para manifestar lo mucho que me gustaría oír esa historia de principio a fin; unos minutos después recorría la calle del pueblo con el rector, que tenía que dejar algún recado a sus feligreses, y luego nos dirigimos a la rectoría, donde me hizo pasar a su despacho. Se había dado cuenta en el trayecto de que yo era sinceramente capaz de sentir un interés intelectual por ese fragmento de folclore, y de que no era el típico turista; de modo que estaba dispuesto a hablar. Y me sorprende que esta leyenda no haya aparecido hasta hoy en letra impresa. Su versión fue ésta: "La creencia en las tres santas coronas ha estado siempre presente en esta comarca. Los más viejos dicen que fueron enterradas en diferentes puntos, cerca de la costa, para mantener alejados a los daneses, los francos y los germanos. Y dicen que una de ellas la desenterraron hace tiempo, otra desapareció a causa del avance del mar, y que la que queda sigue aún cumpliendo su misión de ahuyentar a los invasores. Bueno, pues si ha leído usted las guías normales y las historias de este condado, quizá recuerde que en 1687 una corona, dicen que la de Redwald, rey de Anglia Oriental, fue desenterrada en Rendlesham y (¡lamentable!, ¡lamentable!) fundida antes de que nadie la dibujase o la describiese siquiera. Rendlesham no está en la costa, pero tampoco muy tierra adentro; y se halla en una importante línea de acceso. Y creo que es a la que se refiere la gente cuando dice que hay una que desenterraron. Después, en el sur, no hace falta que le diga dónde, hubo un palacio sajón, hoy bajo el mar, ¿verdad? Pues ahí estaba la segunda corona, tengo entendido. Y más arriba de estas dos, dicen, está la tercera".
—¿Se sabe el lugar?
—Sí, desde luego —dijo—; pero no se dice.
Y su actitud no me animó a hacerle la lógica pregunta. En vez de eso, esperé un momento, y pregunté:
—¿A qué se refería el viejo con eso de que usted conoció a William Ager? ¿Tiene eso algo que ver con las coronas?
—Desde luego —dijo—; ésa es otra historia curiosa. De estos Ager (es un apellido muy antiguo en la región, pero no he encontrado que fueran nunca gente de título o grandes propietarios), de estos Ager dicen, o decían, que su rama familiar era guardiana de la última corona. Yo al más antiguo que conocí fue a un tal Nathaniel Ager. Yo he nacido y me he criado cerca de aquí... Este hombre, creo, estuvo acampado en su puesto durante toda la guerra de 1870. Sé que su hijo William hizo lo mismo durante la guerra de Sudáfrica. Y el hijo de éste, el joven William, que ha muerto hace poco, estuvo viviendo en la casa más cercana al lugar, cosa que precipitó su final, estoy seguro, porque estaba tísico, al exponerse a la intemperie vigilando por las noches. Era el último de esa rama. Le producía una angustia espantosa pensar que era el último miembro, pero no podía hacer nada: sus únicos parientes cercanos estaban en las colonias. Yo mismo le escribí cartas para ellos suplicándoles que viniesen a fin de hacer frente a un asunto de vital importancia para la familia, pero no recibió respuesta. De manera que la última de las coronas, si está, carece hoy de guardián.
Esto es lo que el rector me contó, y pueden imaginar el interés que me despertó. Mi único pensamiento al despedirme de él era cómo averiguar el sitio donde se suponía que estaba la corona. Ojalá la hubiera dejado en paz.
Pero en esto hubo una especie de fatalidad; porque volvía de un paseo en bicicleta cuando, al pasar por delante del cementerio, me llamó la atención una lápida relativamente nueva con el nombre de William Ager. Como es natural, bajé de la bicicleta y me acerqué a leerla. Ponía: "De esta parroquia. Muerto en Seaburgh en 19..., a la edad de 28 años". Así que ahí estaba. No tenía más que hacer unas preguntas discretas en el sitio indicado, y localizaría la casa más cercana al lugar. Sólo que no sabía cuál era el sitio indicado para iniciar mis pesquisas. Y otra vez intervino el destino, llevándome a la tienda de antigüedades que había en esa calle. Allí estuve hojeando libros viejos; y encontré un Libro de Oraciones de mil setecientos cuarenta y pico, con una encuadernación bastante elegante... Voy a traerlo; lo tengo en mi habitación.
Se fue, dejándonos un poco perplejos; pero apenas habíamos tenido tiempo de intercambiar algún comentario cuando regresó jadeante, y nos tendió el libro abierto por las guardas, donde tenía escrito con letra desordenada:
Nathaniel Ager es mi nombre, Inglaterra mi nación,
Seabourgh mi morada, y Cristo mi salvación;
Cuando me encuentre en la tumba, y sea todo pudrición,
Y me hayan olvidado, espero Señor que tengas de mí recordación.
Este poema estaba fechado en 1754; pero había muchas anotaciones más de sucesivos Anger: de Nathaniel, de Frederick, de William, etc., terminando con las de William, en 19...
—Como comprenderán —dijo—, cualquiera habría considerado esto tener una suerte milagrosa. Así me lo pareció a mí, pero no ahora. Naturalmente pregunté al librero si sabía algo de William Ager, y naturalmente dio la casualidad de que recordaba que había vivido en una casa que había en el Campo Norte, donde murió.
Esto me señaló el camino. Sabía qué casa podía ser: sólo había una un poco grande por aquellos alrededores. El siguiente paso era hacer alguna amistad con la gente, así que me puse inmediatamente manos a la obra. Un perro me facilitó las cosas: me atacó con tanta furia que tuvieron que salir a sujetarlo; después, como no podía ser menos, me pidieron disculpas y trabamos conversación. No tuve más que citar el nombre de Ager y fingir que le conocía, o me parecía conocerle, y la mujer exclamó que era una pena que hubiera muerto tan joven, y que estaba convencida de que había sido por pasar las noches fuera en tiempo frío. Entonces tuve que preguntar: «¿Salía al mar por las noches?», y contestó: «¡Ah, no; se estaba allí, en aquel altozano cubierto de árboles!». Y allí me dirigí.
No se me da mal excavar en esas lomas; lo he hecho en muchas cercanas al mar, aunque siempre a plena luz del día y con permiso del dueño y la ayuda de unos cuantos hombres. Aquí tuve que calcular con todo cuidado antes de hincar la pala: no podía ponerme a abrir zanjas por toda la elevación; y dado que había abetos, sabía que tropezaría a cada paso con sus raíces. Sin embargo, la tierra era suelta y arenosa y fácil de cavar; y había una madriguera o algo parecido que podría agrandar en una especie de túnel. La parte más embarazosa sería salir del hotel y regresar a horas extrañas. Una vez que hube decidido cómo iba a llevar a cabo la excavación dije que estaría ausente esa noche, y la pasé allí. Hice el túnel: no quiero aburrirles con detalles sobre cómo lo apuntalé, y lo rellené una vez terminado todo; el hecho es que encontré la corona.
Naturalmente los dos proferimos una exclamación de sorpresa e interés. En primer lugar, yo hacía tiempo que sabía del hallazgo de la corona de Rendlesham y había lamentado muchas veces su destino. Nadie ha visto nunca una corona anglosajona; o nunca la había visto, al menos. Pero nuestro hombre nos miró con ojos abatidos.
—Sí —dijo—; y lo peor es que no sé cómo dejarla donde estaba.
—¿Dejarla donde estaba? —exclamamos—. Pero mi querido señor, ha hecho uno de los descubrimiento más emocionantes que se han llevado a cabo en este país. Por supuesto, su sitio está en la Cámara del Tesoro de la Torre. ¿Cuál es la dificultad? Si está pensando en el dueño del terreno, el derecho sobre el hallazgo y demás, desde luego le podemos ayudar. Nadie va a meterse en tecnicismos legales en un caso como éste.
Probablemente dijimos mucho más; pero él se limitó a apoyar la cara entre las manos y murmurar:
—No sé cómo dejarla donde estaba.
Finalmente dijo Long:
—Perdone si parezco impertinente, pero ¿está totalmente seguro de que la tiene?
Yo estaba deseando hacerle la misma pregunta también; porque desde luego la historia parecía la quimera de un lunático si se pensaba bien; pero no me había atrevido a decir nada que pudiera herir los sentimientos del pobre muchacho. Sin embargo, acogió la pregunta con toda calma; con la calma de la desesperación, podríamos decir.
Se levantó y dijo:
—Sí; de eso no hay duda. La tengo aquí en mi habitación, guardada en la maleta. Si quieren pueden venir a verla; no quisiera traerla aquí.
No íbamos a dejar escapar semejante oportunidad. Fuimos con él; su habitación estaba a unas puertas de la nuestra nada más. El botones andaba en ese momento recogiendo los zapatos del pasillo. O eso nos pareció: después no estábamos seguros. Nuestro visitante —se llamaba Paxton— se hallaba en un estado de nervios peor que antes. Entramos apresuradamente en su habitación; él nos miró por encima del hombro, encendió la luz y cerró la puerta precavidamente. Entonces abrió su maleta y sacó un envoltorio hecho con pañuelos limpios; lo puso sobre la cama y lo deshizo. Ahora puedo decir que he visto una auténtica corona anglosajona. Era de plata —como siempre se ha dicho que era la de Rendlesham—: tenía engastadas piedras preciosas, la mayoría antiguos camafeos y gemas talladas, de ejecución sencilla, casi tosca. En realidad era como las que se representan en las monedas y los manuscritos. No vi ningún detalle que hiciera pensar que fuera posterior al siglo IX. Yo estaba fascinado, claro, y quise darle vueltas en mis manos; pero Paxton me lo impidió.
—No la toque —dijo—. Yo lo haré.
Y con un suspiro que sonó espantosamente, debo confesar, la cogió y fue girándola para que pudiésemos verla por todos los lados
—¿La han visto bien? —dijo finalmente; y asentimos.
La envolvió, la guardó en su bolsa, y se nos quedó mirando en silencio.
—Volvamos a nuestra habitación —dijo Long—; y cuéntenos cuál es el problema.
Nos dio las gracias y dijo:
—¿Quieren salir antes a ver si... está despejada la costa?
No comprendimos; porque nuestra actitud no había podido llamar la atención y el hotel, como digo, estaba prácticamente vacío. Sin embargo, empezábamos a sospechar... no sabíamos qué. De todos modos, los nervios son contagiosos. Así que salimos, asomándonos antes a mirar, e imaginando (me di cuenta de que los dos tuvimos esa impresión) que una sombra, o algo más que una sombra —pero no hizo ruido alguno—se apartó a un lado al trasponer nosotros la puerta. «Todo va bien», susurramos a Paxton (parecía que convenía hablar en voz baja); y nos dirigimos a nuestro cuarto de estar con él en medio de los dos. Cuando llegamos me disponía a expresar mi entusiasmo ante la extraordinaria pieza que acababa de tener ante los ojos, pero miré a Paxton y comprendí que era terriblemente inoportuno, así que dejé que hablara él.
—¿Qué podemos hacer? —empezó. Long juzgó conveniente (como me explicó más tarde) hacerse el tonto, y dijo:
—¿Por qué no averiguamos quién es el dueño del terreno y le informamos...?
—¡Ah, no, ni hablar! —le interrumpió Paxton con impaciencia—. Les ruego que me perdonen. Son ustedes muy amables, pero no han comprendido: hay que devolverla. Yo no me atrevo a ir allí de noche, y de día es imposible. Aunque quizá no lo entiendan, lo cierto es que desde que la toqué no me he sentido solo en ningún momento.
Fui a decir alguna estupidez, pero Long me lanzó una mirada, y me callé. Y dijo él:
—Creo que comprendo; pero sería un... alivio... que nos aclarara un poco más la situación.
Entonces Paxton lo soltó todo: miró por encima del hombro, nos hizo seña de que nos acercásemos más, y comenzó a hablar en voz baja: le escuchamos con la mayor atención, evidentemente, y comparamos notas después. Yo me encargué de redactar nuestra versión, de modo que estoy seguro de haber consignado casi palabra por palabra lo que nos contó. Dijo:
Empezó cuando me puse a explorar, interrumpiéndome una y otra vez. Siempre había alguien: un hombre de pie junto a un abeto. Eso durante el día. Nunca lo tenía delante. Siempre lo veía a la derecha o a la izquierda por el rabillo del ojo. Y cuando me volvía a mirar había desparecido. Me estaba un buen rato tumbado, vigilando, y asegurándome de que no había nadie alrededor; y cuando me levantaba y reanudaba mis exploraciones, allí estaba otra vez. Además, empezó a hacerme advertencias; porque pusiera donde pusiese ese Libro de Oraciones (a menos que lo guardase bajo llave, cosa que hice al final), cuando volvía a mi habitación lo encontraba siempre sobre la mesa, abierto por las guardas donde tiene los nombres, y con una de mis navajas de afeitar cruzada encima para que se mantuviese abierto. Estoy seguro de que no puede abrir mi bolsa de viaje, de lo contrario habría hecho algo más.
Es flaco y endeble; pero de todas formas no me atrevo a encararme con él. Bueno, pues cuando empecé a hacer el túnel, lógicamente la situación empeoró; y si no hubiera estado tan ansioso habría abandonado y habría echado a correr. Era como si tuviese a alguien rozándome la espalda sin parar: durante bastante tiempo pensé que era tierra que me caía encima; pero cuando me acerqué a... a la corona, la sensación fue inequívoca. Y al descubrirla, y meter los dedos por dentro del aro y tirar para sacarla, oí una especie de grito detrás de mí. ¡Ah, no puedo describir lo desolado que sonó! Y horriblemente amenazador también. Me arruinó toda la alegría del hallazgo... me la quitó en un instante. Y si no fuese el desdichado idiota que soy, la habría dejado y me habría ido. Pero no lo hice. Y desde ese momento ha sido espantoso. Aún faltaban horas para que pudiera volver decentemente al hotel. Primero me dediqué a rellenar el túnel y borrar mis huellas, con él allí tratando de estorbarme. Unas veces le veías y otras no, según le daba, creo. Está ahí, pero tiene algún poder sobre los ojos de uno. En fin, dejé el lugar no mucho antes de que saliera el sol, y después me dirigí a la estación de Seaburgh para coger un tren de regreso. Y aunque se hizo de día casi en seguida, no sé si mejoró mi situación. A cada paso había setos, o matas de aulaga, o cercas (algún tipo de obstáculos, quiero decir) a lo largo del camino, lo que hacía que no me sintiese tranquilo un solo momento. Además, cada vez que alguien se cruzaba conmigo camino del trabajo, se volvía a mirarme de manera muy extraña; quizá se sorprendían de ver a alguien tan temprano; aunque tenía la sensación de que no era sólo eso. No sé: era como si no me miraran a mí. En la estación, el mozo se comportó del mismo modo también. Y el jefe de tren mantuvo abierta la puerta después de subir yo, como si viniese alguien más. ¡Ah, pueden estar seguros de que no son imaginaciones mías! —dijo con una risa desmayada; y prosiguió—: Pero aun en el caso de que la devuelva, no me perdonará, lo sé. ¡Con lo feliz que era yo hace un par de semanas!» —se hundió en la silla, y creo que se echó a llorar.
No sabíamos qué decir, pero comprendimos que debíamos echarle una mano como fuera; así que le dijimos —en realidad parecía que era lo único que podíamos hacer— que si estaba decidido a devolver la corona a su sitio, le ayudaríamos. Añadiré que después de lo que habíamos escuchado nos parecía lo mejor. Si le había acarreado a este pobre hombre tan horribles consecuencias, ¿no habría también algo de verdad en la idea original de que la corona tenía un extraño poder para proteger la costa? Al menos ésa era mi opinión, y creo que la de Long también. Paxton agradeció efusivamente nuestro ofrecimiento. ¿Cuándo lo haríamos? Eran casi pasadas las diez. ¿Podíamos pretextar ante el personal del hotel que salíamos a dar un último paseo esa misma noche? Nos asomamos a la ventana; había una espléndida luna llena: la luna de Pascua.
Long se ocupó de propiciarse al botones. Debía decirle que estaríamos no mucho más de una hora, y si nos sentíamos tan a gusto que nos demorábamos algo, procuraríamos resarcirle por tenerle levantado. Bueno, éramos clientes bastante asiduos del hotel, no causábamos muchas molestias, y el servicio no nos tenía por personas tacañas en lo que se refería a propinas; y de esta forma nos ganamos al botones, que nos dejó salir a dar una vuelta por el paseo marítimo, y se quedó esperándonos, como nos enteramos después. Paxton salió con un abrigo doblado sobre el brazo, y con la corona envuelta debajo.
Salimos, pues, dispuestos a cumplir esta extraña misión sin pararnos a pensar en lo insólita que era. He querido ser breve adrede en esta parte para reflejar la prisa con que trazamos el plan y lo pusimos en práctica.
—El camino más corto es subiendo la colina y cruzando el cementerio —dijo Paxton, cuando nos detuvimos un momento delante del hotel a mirar a un lado y a otro del paseo. No había nadie; nadie en absoluto. Fuera de temporada Seaburgh es un pueblo madrugador y tranquilo—. No podemos pasar por delante de la casa por el perro —dijo también Paxton cuando comenté que me parecía más corto ir por el paseo marítimo y cruzar dos campos; la razón que dio era de suficiente peso.
Echamos a andar cuesta arriba hacia la iglesia, y nos metimos por el cementerio. Confieso que pensé que algunos de los que allí yacían podían saber qué nos traíamos entre manos; pero si era así, sabían también que uno de los suyos, por así decir, nos tenía vigilados, por lo que no nos molestaron. Pero me sentía observado como no me he sentido en ningún otro momento de mi vida. Sobre todo cuando salimos del cementerio y cogimos un estrecho sendero flaqueado por dos setos altos, donde corrimos como corrió Christian por aquel valle, y salimos a campo abierto. Seguimos andando junto a nuevos setos, aunque yo hubiera preferido ir por terreno despejado donde pudiera comprobar que no venía nadie detrás de mí. Cruzamos un portillo o dos, torcimos a la izquierda a continuación, y subimos a la loma que terminaba en ese pequeño cerro.
Al acercarnos, Henry Long tuvo la sensación, y yo también, de que había esperándonos lo que sólo puedo llamar oscuras presencias, así como que nos acompañaba una bastante más definida. No puedo daros una idea fiel del nerviosismo de Paxton durante todo este tiempo: respiraba como un animal acosado, y ni Henry ni yo éramos capaces de mirarle a la cara. No nos habíamos parado a pensar qué haría cuando llegásemos al lugar. Se había mostrado tan seguro que nos pareció que no sería difícil. Y no lo fue. Jamás he visto nada como el ímpetu con que se abalanzó sobre un punto concreto del montículo y se puso a cavar, de manera que en pocos minutos casi todo su cuerpo había desaparecido de la vista. Nosotros nos quedamos de pie, sosteniendo el abrigo con el envoltorio de pañuelos debajo, sin parar de mirar a nuestro alrededor, muy asustados debo reconocer. No se veía a nadie: una fila de abetos oscuros formaba el horizonte detrás de nosotros; a la derecha teníamos más árboles y la torre de la iglesia; casas aisladas y un molino de viento a media milla, a la izquierda; el mar en completa calma, enfrente; los ladridos débiles de un perro en una casa sobre un dique reluciente, entre él y nosotros; la luna llena trazando ese camino que todos conocemos sobre el mar; el susurro eterno de los abetos encima de nosotros, y el del mar. Y en medio de toda esta quietud, muy cerca, la aguda, la intensa conciencia de una hostilidad contenida, como un perro sujeto con una correa que en cualquier momento se puede soltar.
Paxton emergió del agujero y tendió la mano.
—Dénmela —susurró—, desenvuelta.
Abrimos los pañuelos, y cogió la corona. La luna la iluminó justo en el instante en que la cogía. No llegamos a tocar el metal, y desde entonces he pensado que fue una suerte. Poco después estaba Paxton de nuevo fuera del agujero y cavaba afanoso con unas manos que ya le sangraban. Sin embargo, rechazó toda ayuda. Lo más trabajoso fue dejar el lugar de forma que pareciese intacto; no obstante —no sé cómo—, lo hizo maravillosamente bien. Y una vez que quedó definitivamente satisfecho, emprendimos el regreso.
Estábamos ya a unas doscientas yardas del montículo cuando dijo Long de repente:
—Un momento; se ha dejado el abrigo. No es prudente. ¿Lo ve allí?
Yo me volví y lo vi, en efecto: el abrigo largo, oscuro, tendido junto a la boca cegada del agujero. Pero Paxton no se había detenido; negó con la cabeza, y alzó el abrigo que llevaba en el brazo. Y cuando le alcanzamos dijo sin inmutarse, como si nada importase ya:
—Aquello no es mi abrigo.
Y en efecto, cuando volvimos a mirar la mancha oscura ya no estaba.
Bueno, salimos al camino, y apretamos el paso. Aún no eran las doce cuando llegamos, procurando poner buena cara, y diciendo —Long y yo— qué noche tan espléndida hacía para pasear. Al entrar en el hotel nos estaba esperando el botones, así que le dedicamos algún comentario de este estilo para su edificación. Él echó otra ojeada a uno y otro lado del paseo antes de cerrar la puerta, y dijo:
—Supongo que no se han encontrado con nadie, ¿verdad, señor?
—No, desde luego; no hemos visto un alma —dije; y recuerdo que al oírme Paxton me dirigió una mirada singular.
—Es que me ha parecido ver a alguien que subía camino de la estación, detrás de ustedes —dijo el botones—. Pero como iban los tres juntos, no me ha parecido que llevara malas intenciones.
Yo no supe qué decir; Long se limitó a murmurar: «Buenas noches». Nos dirigimos a la escalera, prometiendo apagar todas las luces y acostarnos en seguida. Una vez en nuestra habitación, hicimos lo posible por animar a Paxton.
—Bueno, ya está la corona otra vez en su sitio —dijimos—. Tal vez hubiera sido mejor no haberla tocado —Paxton asintió a esto con énfasis pero en realidad no se le ha causado ningún daño, y desde luego no le vamos a revelar esto a nadie capaz de cometer la locura de acercarse allí. Además, ¿no se siente ahora mejor? A mí no me importa confesar —dije— que cuando íbamos para allá me inclinaba a coincidir con usted en que... bueno, en que nos seguían; pero al volver ya no he tenido esa impresión —pero no dio resultado.
—Ustedes no tienen por qué preocuparse —dijo—. Pero a mí no se me ha perdonado. Yo aún tengo que pagar este atroz sacrilegio. Sé qué me van a decir: que puede ayudarme la Iglesia. Sí; pero es el cuerpo el que tiene que sufrir. Es cierto que ahora no tengo la sensación de que me espera ahí fuera. Pero...
Calló. Se volvió para darnos otra vez las gracias, y le despedimos en cuanto pudimos. Naturalmente, le insistimos en que utilizara nuestro cuarto de estar al día siguiente, y le dijimos que nos encantaría salir a pasear con él. ¿O tal vez jugaba al golf? Sí, así era; pero no creía que se sintiera con ánimos para jugar por la mañana. Bueno, le aconsejamos que se levantara tarde y se viniera a nuestra habitación mientras nosotros jugábamos, y por la tarde daríamos un paseo. Se mostró muy sumiso y maleable a todo lo que dijimos; y dispuesto a hacer lo que nosotros creyésemos mejor, aunque claramente convencido en su fuero interno de que no podría evitar ni atenuar lo que le iba a venir. Se preguntará usted por qué no le insistimos en acompañarle a su casa y dejarle a salvo con sus hermanos o con quien fuera. La verdad es que no tenía a nadie. Poseía un piso en la ciudad, pero últimamente había decidido irse a vivir un tiempo a Suecia, había desmantelado el piso, lo había facturado todo, y estaba pasando un par de semanas o tres antes de emprender el viaje. De todos modos, nos pareció que no podíamos hacer otra cosa, aparte de dormir —o tratar de dormir, como fue mi caso—, y esperar a ver cómo nos sentíamos por la mañana.
Nos sentimos muy distintos Long yo, esa mañana de abril, preciosa que no podía pedirse más; y Paxton parecía también muy distinto cuando le vimos en el desayuno. «Creo que es la primera noche algo decente que paso desde hace tiempo», fue lo que dijo. Pero haría lo que nosotros le habíamos dicho: quedarse en el hotel toda la mañana, y salir más tarde con nosotros. Nos fuimos al campo de golf; nos reunimos con otros aficionados, estuvimos jugando con ellos, y comimos allí más bien temprano, a fin de no regresar tarde. Sin embargo, las trampas de la muerte se abatieron sobre él. No sé si podía haberse evitado. Creo que, de una u otra manera, habría caído. Sea como sea, lo que ocurrió fue esto:
Subimos directamente a nuestro cuarto de estar. Allí encontramos a Paxton, leyendo plácidamente. «¿Dispuesto a salir —preguntó Long—, digamos dentro de media hora?»
—Por supuesto —contestó él.
Yo dije que antes teníamos que cambiarnos, quizá tomar un baño, y que pasaríamos a recogerle en media hora. Yo me bañé en seguida, me eché en la cama, y me quedé dormido; estuve durmiendo como unos diez minutos. Long y yo salimos de nuestras habitaciones al mismo tiempo y fuimos juntos al cuarto de estar. Paxton no estaba... Sólo estaba su libro. Tampoco le encontramos en su habitación, ni abajo. Dimos una voz, llamándole. Salió un camarero y dijo:
—Vaya, creía que habían salido ustedes ya como el otro señor. Les ha oído llamarle desde el camino y ha salido corriendo; le he visto desde la ventana de la cafetería, aunque no a ustedes. A él le he visto correr hacia la playa, en esa dirección. Sin una sola palabra, echamos a correr hacia allá: era la dirección opuesta a la de la expedición de la noche anterior. Aún no eran las cuatro, y hacía bueno, aunque no tanto como por la mañana, de modo que no había motivo para alarmarnos. Habiendo gente, sin duda no podía correr serio peligro.
Pero algo debió de leer en nuestra expresión el camarero cuando echamos a correr, porque salió a la escalinata, señaló y dijo:
—Sí, en esa dirección fue.
Seguimos corriendo hasta la playa de guijarros; allí nos detuvimos. Había que elegir entre dos direcciones: por delante de las casas que había en el paseo, o por la playa, que ahora que había bajamar era bastante ancha. Naturalmente, también podíamos seguir por la franja de guijarros que había entre uno y otro camino, y andar atentos a los dos, pero era bastante incómodo. Elegimos la arena, que era el paraje más solitario, y alguien podía perpetrar cualquier atropello sin que le viesen desde el camino público.
Long dijo que veía a Paxton a cierta distancia, corriendo y agitando el bastón como haciendo señas a alguien que iba delante. No estoy seguro: estaba subiendo deprisa una de esas brumas marinas que vienen del sur. Había alguien; eso es todo lo que puedo decir. Y había huellas en la arena como de alguien que corría con zapatos. Y había otras huellas anteriores —porque las de zapatos las pisaban— de alguien que corría descalzo. Bueno, naturalmente, sólo tiene mi palabra de que es verdad todo esto: Long ha muerto, no teníamos tiempo ni medios para tomar bocetos o sacar moldes, y la siguiente pleamar borró las huellas; lo único que podíamos hacer era observarlas mientras corríamos. Pero allí estaban repetidas una y otra vez, y se veía claramente que eran de unos pies desnudos, de unos pies en los que había más huesos que carne.
La imagen de Paxton corriendo detrás de un ser así, creyendo que iba en pos de sus amigos, nos resultaba verdaderamente espantosa. Puede imaginarse qué pensábamos: que el ser que perseguía podía detenerse de pronto y volverse hacia él, y la clase de rostro que revelaría, medio velado al principio por la bruma... cada vez más espesa. Por mi parte, mientras corría —preguntándome cómo el pobre desventurado podía confundir con nosotros a aquella criatura—, recordé sus palabras: «Tiene un poder especial sobre los ojos de uno». Me preguntaba cómo iba a terminar esto; porque ya no tenía esperanza de que pudiera evitarse el desenlace, y... bueno, no hace falta que cuente los pensamientos sombríos y horribles que me pasaron por la cabeza al sumergirnos en la niebla. Era extraño también que, aunque el sol estaba alto todavía, no se pudiera ver nada. Sólo sabíamos que habíamos dejado atrás las casas y habíamos llegado al descampado que hay entre ellas y el antiguo torreón. Pasado el torreón, no hay más que guijarros: ni una sola casa, ni un ser humano hasta esa punta de tierra, o más bien de piedras, con el río a la derecha y el mar a la izquierda.
Pero justo antes de eso, pegada al torreón, recordará que está la antigua batería, cerca del mar. Creo que ahora sólo quedan unos cuantos bloques de mortero, el resto lo ha destruido el mar; pero en aquel entonces quedaba mucho más, aunque todo eran prácticamente ruinas. Bien, pues cuando llegamos allí, subimos a lo alto lo más deprisa que pudimos para otear toda la franja de guijarros que había a nuestros pies, si la niebla nos dejaba ver algo. Pero teníamos que descansar un momento: habíamos corrido lo menos una milla. No se veía nada. Y nos disponíamos a bajar para seguir corriendo sin muchas esperanzas, cuando oímos lo que sólo puedo describir como una risa: una risa sin hálito, sin pulmones; no sé si comprende lo que quiero decir. Me temo que no.
Provenía de abajo; y se alejó flotando con la niebla. Fue suficiente. Nos asomamos por encima del muro. Abajo, al pie, estaba Paxton. No hace falta decir que estaba muerto. Sus huellas indicaban que había corrido junto al muro de la batería, había dado la vuelta a la esquina y sin duda se había dado de bruces con alguien que le estaba esperando. Tenía la boca llena de arena y guijarros, y las mandíbulas y los dientes destrozados. Sólo le miré una vez la cara. En ese momento, mientras bajábamos de la batería a recoger su cuerpo, oímos un grito, y vimos delante del torreón a un hombre que acudía corriendo por la playa. Era el vigilante: su mirada alerta había divisado a través de la niebla que ocurría algo. Había visto caer a Paxton, y nos había visto a nosotros correr un instante después... afortunadamente para nosotros, porque de lo contrario difícilmente nos habríamos librado de la sospecha de estar implicados en este asunto espantoso. Le preguntamos si había visto a alguien atacar a nuestro amigo. No estaba seguro.
Le mandamos en busca de ayuda, y nos quedamos junto al muerto hasta que llegaron con una camilla. Fue entonces cuando descubrimos el rastro en la franja de arena al pie de la muralla de la batería. El resto era de guijarros, y era completamente imposible saber en qué dirección había huido el otro.
¿Qué íbamos a decir en la encuesta? Consideramos un deber no revelar inmediatamente el secreto de la corona para que no saliese publicado en todos los periódicos. No sé hasta dónde habría contado usted; pero nosotros acordamos decir lo siguiente: que conocíamos a Paxton sólo del día anterior, y que nos había confesado que tenía miedo de un individuo llamado William Ager, que le había amenazado. También, que habíamos visto las huellas de Paxton y de otro cuando le seguimos por la playa. Pero ahora habían desaparecido de la arena.
Por suerte, nadie sabía de ningún William Ager que viviera en la comarca. El testimonio del hombre del torreón nos libró de toda sospecha. Lo único que pudo hacerse fue emitir un veredicto de homicidio intencionado, cometido por uno o varios desconocidos.
Paxton carecía de parientes, al extremo de que ninguna de las pesquisas efectuadas después condujo a nada positivo. Y desde entonces no he vuelto a estar en Seaburgh, ni a acercarme siquiera.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario