Al abuelo, que enseñaba sin enseñar.
El abuelo tiene cáncer. No sé bien qué quiera decir eso, pero debe ser algo terrible. Algo que no debía tener dentro y le crece cada vez más, sin que puedan contenerlo, pero no pueden. Lo único que sé es que el abuelo está enfermo.
Sólo está acostado. No hace nada más. Ya no pesca. Ya no cuida su jardín. Ya no arregla cosas en la cochera.
A veces, cuando vengo a visitar a mis abuelos, él ni siquiera sonríe. (El abuelo siempre sonríe.) Y no me escucha. Sólo está acostado.
Ése no es el abuelo, estoy segura. El abuelo me escucha. Me sonríe. Me abraza. Me hace cosquillas. Me carga a caballito. Me lleva a pescar y pone la carnada en mi anzuelo. Me lleva de cacería por el barrio o vamos hasta el lago.
El abuelo me llevaba a muchas cacerías. No buscábamos leones, ni rinocerontes, sólo cosas… cosas especiales. Hojas gigantes, hongos chiquitos con sombreros rojos, dientes de león (siempre les soplábamos las cositas) y piedras.
Al abuelo y a mí nos gustaban las piedras. Las chiquitas, rugosas o lisas, opacas o brillantes, de colores claros o marrón oscuro. A veces él encontraba cosas que yo no veía. “¡Mira!”, me decía. Él siempre veía cosas en las que nadie se fijaba, y de repente se convertían en ALGO. Yo siempre sentía como algo tibio por dentro sólo de caminar tomada de su mano, al oírlo silbar, y al tratar de silbar yo también, y al buscar tesoros.
Cuando acababa la cacería, se acostaba en medio de la sala. Se ponía un periódico sobre la cara y dormía una siesta, sin que el ruido lo molestara; a veces me asomaba por debajo del periódico y él me agarraba y decía: “¡BUU!”
Yo gritaba. Luego me reía. Con mi abuelo me sentía segura hasta cuando me asustaba.
Cuando Isabel nació, lo único que hacía llorar, comer, dormir y ensuciar los pañales; a todos les parecía maravillosa y le traían muchos regalitos. A mí me daban una palmadita en la cabeza (si tenía suerte). Creí que me había vuelto invisible. Pero no para el abuelo. Siempre supe que él aún me veía, como a esa piedra tan especial en nuestra cacería. Me gustaría que pudiéramos salir de cacería como antes. Ahora apenas puede bajar de la cama.
Ahora, el abuelo parece un extraño. Actúa de otro modo. Sólo está acostado. A veces duerme. A veces sólo mira al vacío, como si viera una televisión que nadie más ve. Y se queja. Cada vez que se mueve, se queja. Menos cuando sabe que lo estoy viendo; entonces aprieta los dientes. Es horrible, y todos fingen para que yo no me preocupe. Estoy preocupada. Es horrible. El abuelo está flaco. Menos su cara, que está toda hinchada. (Si algo le crece dentro, entonces, ¿por qué está tan flaco?) Está muy pálido, y ya se le cayó todo el pelo, menos unos ricitos grises. Mamá y papá dicen que es la medicina que le dieron los doctores para matar el cáncer. En parte se come el cáncer, lo que está bien, pero también se lo come a él, lo que está mal. ¡Medicina tonta! ¿Por qué no distingue entre el cáncer y mi abuelo?
El abuelo está otra vez en el hospital. Entra y sale todo el tiempo. Tiene conectados todos esos tubos y frascos y bolsas. Siempre creí que, si la medicina tenía un sabor horrible, por lo menos me aliviaba. Pero mi abuelo no se alivia. No quiero estar aquí.
No me reconoce. No me ve. Ve peces. Mueve el brazo como si lanzara su caña de pescar, y enredara otra vez el hilo. Pero no hay peces ni lago en su cuarto del hospital.
Mamá y papá me dijeron que si quería preguntarles algo. Dije que no. Quiero hacer muchas preguntas, pero no creo que me gusten las respuestas.
Quiero otra vez al abuelo de antes.
Hoy murió el abuelo.
Mi papá me lo acaba de decir. No lo puedo creer, pero eso me dijo.
De veras que no entiendo nada. Se murió porque el cáncer estaba creciendo; supongo que ahora el cáncer también se murió. ¿Por qué no se murió el cáncer y nos dejó al abuelo?
Papá me abrazo y me dijo que no importaba si quería llorar. Entonces los dos lloramos, luego cesamos y luego lloramos otra vez. Sí importa. Quiero que regrese el abuelo.
Fui al funeral del abuelo. Mamá y papá dijeron que no tenía que ir. Dije que no quería ir, pero luego dije sí fui. Tenía que ir.
Había mucha gente. Cantaban, rezaban y hablaban de él.
La abuela lloró. Mamá y papá lloraron. Mis primos, tías y tíos lloraron. Yo lloré.
Y ahí estaba el abuelo, tendido en esa cosa que llaman ataúd. Yo estaba muy asustada. Se parecía al abuelo otra vez, no al extraño. Ya no se le veía enfermo. ¿Cómo le hicieron? Sólo que el abuelo casi no usaba traje, siempre andaba con ropa de pescar.
Estaba muy pálido y tenía los ojos cerrados. Estuve esperando a ver si los abría. Tal vez sólo estaba durmiendo una siesta. Pero sus ojos no se abrieron. Luego lo toqué. Tal vez despertaría. Pero su piel estaba fría y dura como cera. Me dieron escalofríos.
Luego bajaron la tapa del ataúd y lo encerraron ahí… solito.
Todo el mundo volvió a llorar.
El abuelo ha muerto. Ni siquiera sé lo que eso quiere decir. Lo único que sé es que se fue y no lo encuentro. Cuando vamos a casa de los abuelos todo está en silencio. Entro en su cuarto y espero encontrarlo en su sillón favorito, viendo la televisión y pelando nueces y sonriendo y levantándose para abrazarme. Pero no está. Entonces me asomo a la cochera, a ver si está reparando algo o si trabaja en su bote, como siempre lo hacía. Mi abuelo podía reparar cualquier cosa. Pero ahora la cochera está muy cerrada.
Antes, cuando me caía del columpio y me raspaba las rodillas y empezaba a llorar, el abuelo me decía: “¡Oye, qué buen truco! ¿Puedes hacerlo otra vez?” Entonces yo me reía, y ya no me dolía tanto. ¡Ese sí era un buen truco!
Pero esto aún me duele. Mi abuelo hizo un truco que no me gusta. No le di permiso de irse, y se fue. No sé a dónde se fue. Mamá y papá dicen que se fue al cielo y que algún día volveremos a verlo. Pero yo lo quiero ver ahora mismo.
El abuelo ya no está aquí, tendré que acordarme de él. Una vez le di un cuaderno para que me escribiera sobre su vida. (Mi abuelo casi nunca hablaba de sí mismo.) Después de que él murió, mi abuela me devolvió el cuaderno. En una página decía: “Yo colecciono… nietos y hieleras”. Siempre juntaba hieleras de plástico y ahí sembraba semillas para su jardín. El patio estaba lleno de hieleras viejas con plantas. Parecía descuidado, pero el abuelo no le importaba. Cuando veo hieleras me acuerdo de él.
Me acordaré del abuelo, pero no acostado y pálido. Lo recordaré con su sombrero y su caña de pescar. Recordaré el estruendo jovial de su risa. Recordaré que hacía los mejores bocadillos del mundo.
Isabel es demasiado pequeña para acordarse de él, así que tendré que hablarle. De los jardines de hieleras. De la pesca. De los paseos a caballito. De las cacerías. Especialmente de las cacerías. La enseñaré a ver las cosas en las que sólo él se fijaba. Entonces, ella conocerá al abuelo como yo lo conozco, aunque se haya ido.
Tal vez ése sea el mejor truco del abuelo.
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