Joel Locke regresó al atardecer de la universidad donde daba cátedra de psiconámica. Entró silenciosamente en la casa por una puerta lateral y se quedó escuchando. Era un cuarentón alto, de labios delgados, con una sonrisa ligeramente sardónica y ojos grises y distantes. Oía el zumbido del precipitrón. Eso significaba que Abigail Schuler, el ama de llaves, se ocupaba de sus tareas. Locke sonrió ligeramente y se volvió hacia un panel de la pared, que se abrió cuando él se acercó. El pequeño ascensor lo llevó calladamente arriba. Allí se movió con extraño sigilo. Fue directamente hacia una puerta en el fondo del vestíbulo y se detuvo, la cabeza gacha, los ojos extraviados. No oía nada. Luego abrió la puerta y entró en la habitación. Instantáneamente la sensación de inseguridad le asaltó de nuevo. Le paralizó. No hizo ningún gesto, aunque la boca se le frunció. Se obligó a quedarse quieto mientras miraba en tomo.
Podía haber sido la habitación de cualquier muchacho de veinte años, no de un niño de ocho. Había raquetas de tenis arrumbadas contra una pila desordenada de libros grabados. El tiaminizador estaba encendido, y Locke empleó el modo mecánico de encender la luz. Se volvió abruptamente. El televisor estaba apagado, pero él habría jurado que unos ojos le estaban observado desde la pantalla. No era la primera vez que le ocurría. Al rato Locke se volvió de nuevo y se acuclilló para examinar los carretes. Eligió uno can la etiqueta LA LÓGICA ENTROPICA SEGÚN BRIAFF y frunció el ceño mientras jugueteaba con el cilindro. Después lo guardó y salió del cuarto, pero no antes de haberle echado una última y pensativa mirada al televisor. Abajo, Abigail Schuler tecleaba el panel de la Limpiadora Maestra. Tenía la boca menuda tan rígida como el severo mechón de cabello entrecano que le tapaba la nuca.
—Buenas noches —dijo Locke—. ¿Dónde está Absalón?
—Afuera, hermano Locke. Está jugando —dijo el ama de llaves con tono formal—. Llega usted temprano. Aún no he limpiado la sala.
—Bien, conecte los iones y ellos se encargarán —dijo Locke—. No tardará mucho. De todos modos, tengo que corregir algunos exámenes.
Se iba a marchar, pero Abigail carraspeó de un modo significativo.
—¿Bien?
—Se le ve bastante desmejorado.
—Entonces lo que necesita es jugar al aire libre —dijo Locke concisamente—. Lo enviaré a un campamento de verano.
—Hermano Locke —dijo Abigail—, no entiendo por qué no lo deja ir a Baja California. Se muere por ir. Usted le dejó estudiar antes todas las materias difíciles que él quería. Ahora se lo prohibe. Sé que no me concierne, pero le noto ansiedad.
—La ansiedad sería peor si yo le dijera que sí. Tengo mis razones para no permitirle estudiar lógica entrópica. ¿Sabe usted lo que implica eso?
—No sé... Usted sabe que no sé. No soy una mujer instruida, hermano Locke. Pero Absalón es brillante como un botón.
Locke gesticuló con impaciencia.
—Tiene usted ocurrencias geniales —dijo—. ¡Brillante como un botón!
Encogiéndose de hombros, se dirigió a la ventana y observó el patio de abajo, donde su hijo de ocho años jugaba al handbaü. Absalón no levantó los ojos. Parecía absorto en el juego. Pero Locke no pudo evitar que una sensación de terror frío y sigiloso le invadiera la mente, y se apretó las manos con fuerza detrás de la espalda. Un niño que aparentaba diez años, con un nivel de madurez de veinte, pero que seguía siendo un niño de ocho. No era fácil de gobernar. Había muchos padres con el mismo problema. La curva del diagrama que registraba el porcentaje de niños prodigio nacidos en tiempos recientes se estaba alterando. Algo había empezado a agitarse perezosamente en los cerebros de las últimas generaciones y una nueva especie, por así decirlo, estaba naciendo lentamente. Locke lo sabía bien. En su época él también había sido un niño prodigio. Quizás otros padres encararan el problema de otro modo, pensaba tercamente. No él. El sabía qué era lo mejor para Absalón. Otros padres quizás enviaran a sus hijos-prodigio a esos institutos donde podían desarrollarse entre los de su misma especie. No Locke.
—El lugar de Absalón es éste —dijo en voz alta—. Aquí. Donde yo puedo... —notó que el ama de llaves lo estaba mirando y se encogió nuevamente de hombros, irritado, retomando la conversación que antes había interrumpido—. Claro que es brillante. Pero todavía no lo suficiente para ir a Baja California y estudiar lógica entrópica. ¡Lógica entrópica! Es demasiado para el chico. Hasta usted tendría que darse cuenta. No es como darle una golosina tras asegurarse de que hay aceite de castor en el botiquín de la sala de baño. Absalón es inmaduro. Podría ser realmente peligroso enviarlo a la Universidad de Baja California con hombres tres veces mayores. Lo sometería a esfuerzos mentales para los que aún no está preparado. No quiero que se transforme en psicópata.
Abigail frunció hurañamente la boca menuda.
—Usted le permitió aprender álgebra.
—Oh, déjeme en paz —Locke observó de nuevo al niño que jugaba en el patio, y agregó lentamente—. Creo que es hora de un nuevo contacto con Absalón.
El ama de llaves lo miró con severidad, entreabrió ¡os labios finos y luego los cerró con un chasquido reprobatorio casi audible. Claro que ella no comprendía del todo cómo funcionaba un contacto o para qué servía. Pero sabía que en estos días había maneras de imponer la hipnosis, de forzar una mente para hurgar los pensamientos ocultos. Meneó la cabeza y apretó los labios.
—No trate de interferir en cosas que no entiende —dijo Locke—. Le digo que yo sé qué es mejor para Absalón. Está en la misma situación que yo hace treinta y tantos años. ¿Quién puede comprenderlo mejor? Llámelo adentro, por favor. Estaré en mi estudio. Abigail lo observó alejarse y arrugó el entrecejo. Era difícil saber qué era mejor. Las costumbres actuales exigían una conducta rígida, pero a veces costaba decidir qué era lo correcto. En los viejos tiempos, después de las guerras atómicas, cuando se vivía licenciosamente y cualquiera podía actuar a su antojo, la vida debía de haber sido más fácil. Ahora, en esta vuelta brusca a una cultura puritana, había que pensar dos veces y escudriñarse el alma antes de cometer un acto dudoso.
Bien, Abigail no tenía elección esta vez. Abrió el micrófono de la pared y habló.
—¿Absalón?
—Sí, hermana Schuler.
—Entra, tu padre quiere verte.
En su estudio, Locke permaneció callado un instante, reflexionando. Luego tomó el micrófono de la casa.
—Hermana Schuler, estoy usando el televisor. Dígale a Absalón que espere.
Se sentó ante el visor privado. Movió las manos diestramente.
—Deme con el doctor Ryan, del Instituto de Niños Anómalos de Wyoming. Le habla Joel Locke.
Mientras esperaba tendió la mano para sacar un viejo volumen encuadernado en tela de un anaquel de libros curiosos y antiguos. Leyó:
Mas Absalón envió espías a todas las tribus de Israel, y les advirtió: "Cuando oigáis el sonido de la trompeta, entonces diréis: Absalón reina en Hebrón..."
—¿Hermano Locke? —preguntó el televisor.
En la pantalla apareció el rostro de un hombre de cabellos blancos y facciones agradables. Locke guardó el libro y levantó la mano para saludar.
—Doctor Ryan, lamento seguir importunándole.
—No tiene importancia —dijo Ryan—. Me sobra tiempo. Se supone que soy supervisor del Instituto, pero los chicos lo dirigen a gusto de ellos —rió—, ¿Cómo está Absalón?
—Hay un límite —dijo amargamente Locke—. Le he dado todos los gustos a! chico. Le permití hacer carrera y ahora quiere estudiar lógica entrópica. Hay solamente dos universidades con esa especialidad, la más cercana está en Baja California...
—Podría viajar en helicóptero, ¿verdad? —preguntó Ryan, pero Locke gruñó reprobatoriamente.
—Demasiado tiempo. Además, uno de los requisitos es alojarse en la universidad bajo un régimen estricto. Se supone que la disciplina, mental y física, es necesaria para dominar la lógica entrópica. Que es dura de pelar. Tengo los rudimentos en casa, pero tuve que usar el tri-disney para llegar a visualizarlos.
Ryan rió. Los chicos de aquí se interesan en ella. Ejem..., ¿está usted seguro de que la ha comprendido? Lo suficiente, sí. Lo suficiente para entender que no es algo que un chico pueda estudiar mientras no se le hayan ampliado los horizontes.
—Los de aquí no tienen problemas —dijo el doctor—. No olvide que Absalón es un genio, no es un niño común.
—No lo olvido. Tampoco olvido mi responsabilidad. Absalón necesita un medio doméstico normal para no perder la seguridad en sí mismo... Y por ese motivo no quiero que se mude ahora a Baja California. Quiero estar cerca para protegerlo.
—Hemos diferido en ese aspecto anteriormente. Todos los anómalos saben arreglárselas por cuenta propia, Locke.
—Absalón es un genio, y un niño. Por lo tanto, carece del sentido de la proporción. Tiene más peligros que sortear. Creo que es un grave error darles todos los gustos a los anómalos. Rehusé enviar a Absalón a un instituto por una razón excelente. Juntan a todos los niños prodigio en un montón y los dejan actuar a sus anchas. Un medio ambiente totalmente artificial.
—No discutiré. Es cosa de usted —dijo Ryan—. Aparentemente no quiere admitir que hay una sinusoide de genios actualmente. Un aumento constante. En otra generación...
—Yo mismo he sido un niño prodigio, pero logré sobreponerme —graznó Locke—. Ya tuve bastantes problemas con mi padre. Era un déspota, y si yo no hubiese tenido suerte él habría hecho lo posible para deformarme psicológicamente. Lo he superado, pero tuve problemas. No quiero que Absalón pase por lo mismo. Por eso estoy empleando psiconámica... Es una valiosa catarsis mental, como usted sabrá.
—¿Narcosíntesis? ¿Hipnotismo forzado?
—No es forzado —replicó Locke—. Bajo hipnosis, él me cuenta todo lo que tiene en la mente, y yo puedo ayudarle.
—No sabía que estaba empleando eso —dijo lentamente Ryan—. No estoy seguro de que sea un procedimiento atinado.
—Yo no le indico a usted cómo dirigir el Instituto.
—Oh, no. Lo hacen los propios chicos. Muchos de ellos son más listos que yo.
—La inteligencia inmadura es peligrosa. Un chico se larga a patinar sin probar primero e! espesor de la capa de hielo. No piense que quiero retener a Absalón. Simplemente hago las pruebas de antemano, para asegurarme de que la capa de hielo es firme. Yo puedo entender la lógica entrópica, pero él todavía no. Así que tendrá que esperar.
—¿Bien? Locke titubeó.
—Eh... ¿Sabe usted si sus muchachos se han estado comunicando con Absalón?
—No sé —dijo Ryan—. No interfiero en sus vidas.
—De acuerdo, yo no quiero que ellos interfieran en la mía ni en la de Absalón. Quisiera que me informe si están en contacto con él.
Hubo una pausa prolongada.
—Lo intentaré —dijo por fin Ryan—. Pero si yo fuera usted, hermano Locke, dejaría que Absalón vaya a Baja California, si lo desea.
—Sé lo que hago —dijo Locke, y cortó la comunicación. Se volvió nuevamente hacia la Biblia.
¡Lógica entrópica! Una vez que el muchacho haya llegado a la madurez sus síntomas somáticos y fisiológicos se orientarían a la normalidad, pero entretanto el péndulo seguía oscilando peligrosamente. Absalón necesitaba un control estricto, por su propio bien. Y últimamente el muchacho por alguna razón estaba eludiendo los contactos hipnóticos. Algo pasaba. Pensamientos caóticos se arremolinaban en la mente de Locke. Olvidó que Absalón le esperaba. Sólo se acordó al oír la voz de Abigail anunciar que la cena estaba, servida. Durante la cena Abigail Schuler se sentó entre padre e hijo como Átropos, dispuesta a cortar la conversación si no le gustaba. Locke sintió que su largamente reprimida irritación contra Abigail, que se creía obligada a proteger a Absalón del padre, empezaba a aflorar. Tal vez por eso sacó finalmente el tema de Baja California.
—Parece que has estado estudiando la tesis de la lógica entrópica... ¿Aún no te has convencido de que es demasiado para ti?
—No, papá —dijo Absalón. sin demostrar ninguna sorpresa—. No me he convencido.
—Los rudimentos del álgebra pueden ser fáciles para un niño. Pero una vez internado en la especialidad... He leído algo sobre lógica entrópica, hijo. Leí el libro entero, y a mí me costó bastante. Y tengo una mente madura.
—Sé que la tienes. Y sé que yo todavía no la tengo. Pero sigo pensando que podría estudiar esa materia.
—El problema es el siguiente —dijo Locke—; podrías desarrollar síntomas psicóticos si estudiaras esa cosa, y quizá no los reconocerías a tiempo. Si pudiéramos tener un contacto todas las noches, o noche de por medio, mientras estudias...
—¡Pero es en Baja California!
—Ese es el inconveniente. Si esperas mi licencia, podré acompañarte. O quizás alguna universidad más cercana inicie cursos. No quisiera parecer poco razonable. La lógica debería indicarte mis motivos.
—En efecto —dijo Absalón—. Esa parte la entiendo. La única dificultad es un imponderable, ¿verdad? Es decir, tú crees que mi mente no podría asimilar la lógica entrópica sin alteraciones, y yo estoy convencido de lo contrario.
—Exacto —dijo Locke—. Tú tienes la ventaja de conocerte a ti mismo mejor de lo que podría conocerte yo. Tu desventaja es la inmadurez, la falta de un sentido de la proporción. Y yo cuento con la ventaja de una mayor experiencia.
—Pero es la tuya, papá. ¿Puedes aplicarme los mismos valores?
—Deja que sea yo quien lo juzgue, hijo.
—Tal vez —dijo Absalón—. Pero preferiría haber ido a un instituto de anómalos.
—¿Acaso no eres feliz aquí? —preguntó Abigail, lastimada, ante lo cual el niño le dirigió una cálida mirada de afecto.
—Claro que sí, Abbie. Tú sabes que sí.
—Sería mucho menos feliz con dementia praecox —dijo sardónicamente Locke—. La lógica entrópica, por ejemplo, presupone una captación de las variaciones temporales que se encaran en problemas relacionados con la relatividad.
—Oh, eso me da dolor de cabeza —dijo Abigail—. Y si a usted le preocupa tanto que Absalón exagere su actividad mental, no tendría que hablarle de esa manera —apretó botones y deslizó los platos metálicos esmaltados en el compartimiento—. Café, hermano Locke... Leche, Absalón... Y yo tomaré té.
Locke le guiñó el ojo a su hijo, que conservó una actitud solemne. Abigail se levantó con la taza de té y se dirigió al hogar. Tomó la escobilla, barrió unas pocas cenizas, se acomodó entre los almohadones y se entibió los tobillos huesudos al fuego. Locke emitió un bostezo.
—Hasta que lleguemos a una decisión, hijo, las cosas quedarán como están. No vuelvas a tocar ese libro de lógica entrópica ni nada más relacionado con el tema. ¿Correcto?
No hubo respuesta.
—¿Correcto? —insistió Locke.
—No estoy seguro —dijo Absalón tras una pausa—. En realidad, ese libro ya me ha sugerido ciertas ideas...
Mirando por encima de la mesa, Locke se sorprendió ante la incongruencia de esa mente increíblemente desarrollada en el cuerpo infantil.
—Todavía eres joven —dijo—. Unos días de diferencia no importarán. No olvides que legalmente ejerzo control sobre ti, aunque nunca lo haré sin que tú apruebes mis decisiones como justas.
—Lo que es justo para ti puede no serlo para mí —dijo Absalón, trazando dibujos con la uña en el mantel.
Locke se levantó y apoyó la mano en el hombro del muchacho.
—Lo volveremos a discutir, hasta llegar a un acuerdo. Ahora tengo que corregir exámenes. Salió.
—Lo hace por tu bien, Absalón —drjo Abigail.
—Claro que sí, Abbie —convino el niño, pero siguió pensativo.
Al día siguiente Locke dio sus clases con aire distraído y a mediodía llamó por televisor al doctor Ryan del Instituto de Wyoming. Ryan le atendió con cierta indiferencia. Dijo que había preguntado a los chicos si se habían comunicado con Absalón, y le habían dicho que no.
—Claro que mentirían por cualquier insignificancia, si lo creen conveniente —añadió Ryan, inexplicablemente divertido.
—¿Qué le causa gracia? —preguntó Locke.
—No sé —dijo Ryan—. El modo en que ellos me toleran. A veces les soy útil, pero... Originalmente se suponía que el supervisor era yo. Ahora ellos me supervisan a mí.
—¿Lo dice de veras? Ryan se puso serio.
—Siento un tremendo respeto por los niños anómalos. Y creo que usted comete un gravísimo error con su hijo. He estado en casa de usted, hace un año. Es la casa de usted. Sólo una habitación le pertenece a Absalón. No puede dejar ninguna de sus cosas en ninguna otra parte. Usted lo domina espantosamente.
—Trato de ayudarle.
—¿Está seguro de que es el modo correcto?
—Claro que sí —estalló Locke—. Aunque me equivoque, eso no significa que esté cometiendo fil..., filio...
—Ese detalle es interesante —dijo Ryan casualmente—. No le habría costado mucho nombrar el matricidio, el parricidio o el fratricidio. Pero matar al hijo es menos frecuente. La palabra no sale con la misma facilidad.
Locke clavó los ojos en la pantalla.
—¿Qué demonios está insinuando?
—Que tenga cuidado —dijo Ryan—. Creo en la teoría de los mutantes, después de dirigir este Instituto durante quince años.
—Yo mismo he sido un niño prodigio —repitió Locke.
—Aja —dijo Locke, mirándole con intensidad—. Y usted habrá de saber que se supone que la mutación es acumulativa..., ¿verdad? Tres generaciones atrás, los niños prodigio constituían el dos por ciento de la población. Y hace dos generaciones, el cinco por ciento. Hace una generación..., una sinusoide, hermano Locke. El CI aumenta proporcionalmente. ¿El padre de usted no fue también un niño prodigio?
—Lo fue —admitió Locke—. Pero inadaptado.
—Lo suponía. Las mutaciones llevan tiempo. La teoría es que en este momento estamos viviendo la transición del homo sapiens al homo superior.
—Lo sé. Es bastante lógico. Cada generación de mutaciones, al menos de esta mutación dominante, avanza un paso hacia el homo superior. ¿Cómo será...
—No creo que lo sepamos nunca —dijo serenamente Ryan—. Creo que no entenderíamos. Quién sabe cuánto tardará. ¿La próxima generación? Lo dudo. ¿Cinco generaciones más, o diez, o veinte? Y cada una avanzando un paso, explotando otra potencialidad sepultada en el hombre hasta llegar a la cúspide. El superhombre, Joel.
—Absalón no es un superhombre —dijo pragmáticamente Locke—. O un superniño, en este caso.
—¿Está seguro?
—¡Dios santo! ¿No le parece que conozco a mi propio hijo?
—No responderé a eso —dijo Ryan—. Estoy seguro de que no sabe todo lo que se puede saber sobre los chicos anómalos de mi Instituto. Beltram, el supervisor del Instituto de Denver, me dice lo mismo. Estos chicos son el próximo paso de la mutación. Usted y yo formamos parte de una especie moribunda, hermano Locke.
La cara de Locke cambió. Apagó el televisor sin una palabra. La campanilla anunció la próxima clase. Pero Locke permaneció inmóvil, las mejillas y la frente ligeramente húmedas. Luego la boca se le curvó en una sonrisa curiosamente desagradable. Cabeceó y se alejó del televisor. Llegó a casa a las cinco. Entró silenciosamente por la puerta lateral y tomó el ascensor. La puerta de Absalón estaba cerrada, pero se oían voces. Locke escuchó un rato. Luego golpeó violentamente el panel.
—Baja, Absalón. Quiero hablar contigo. En la sala le dijo a Abigail que saliera un momento. De espaldas a la chimenea, esperó a que llegara Absalón.
Los enemigos de mi señor el rey, y todos los que se alzan contra ti para tu daño, son como ese joven...
El niño entró sin demostrar embarazo. Avanzó y encaró al padre con una expresión calma y despreocupada. Era equilibrado, pensó Locke. De eso no cabía duda.
—Oí parte de esa conversación, Absalón —dijo Locke.
—De acuerdo —dijo fríamente Absalón—. Igual te lo habría contado esta noche. Tengo que hacer ese curso de lógica entrópica.
Locke ignoró la frase.
—¿Con quién te comunicabas?
—Un chico que conozco, Malcolm Roberts, del Instituto de Den ver.
—¿Discutiendo lógica entrópica con él, eh? ¿Después de lo que te dije?
—Recordarás que no estábamos de acuerdo... Locke se llevó las manos a!a espalda y entrelazó los dedos.
—Entonces también recordarás que mencioné que ejercía control legal sobre ti.
—Legal —dijo Absalón—. No moral.
—Esto no tiene nada que ver con la moral.
—Sin embargo, sí. Y con la ética. Muchos niños menores que yo están estudiando lógica entrópica en los institutos. No les causa daño. Tengo que ir a un instituto, o a Baja California. Es necesario.
Locke agachó la cabeza, pensativo.
—Espera un minuto —dijo—. Lo siento, hijo. Por un momento caí en la trampa de mis propias emociones. Volvamos al plano de la lógica pura.
—De acuerdo —dijo Absalón, con una distancia serena e imperceptible.
—Estoy convencido de que ese estudio en particular te podría resultar peligroso. No quiero que sufras ningún daño. Quiero que tengas todas las oportunidades posibles, especialmente las que yo no tuve nunca.
—No —dijo Absalón, con una curiosa nota de madurez en la voz atiplada—. No fue falta de oportunidad. Fue incapacidad.
—¿Qué?
—Nunca dejarías que te convenzan de que yo podría estudiar lógica entrópica sin peligro. Me he dado cuenta. He hablado con otros chicos anómalos.
—¿De problemas privados?
—Ellos son de mi raza —dijo Absalón—. Tú no. Y por favor, no hables de amor filial. Tú mismo quebraste esa ley hace mucho tiempo.
—Sigue hablando —dijo serenamente Locke, apretando los labios—. Pero cerciórate de ser lógico.
—Bien. Pensaba que no tendría necesidad de hacer esto durante mucho tiempo, pero ahora es necesario. Me estás impidiendo hacer lo que debo.
—La mutación gradual. Acumulativa. Entiendo.
El fuego daba demasiado calor. Locke se alejó un paso del hogar. Absalón pareció a punto de escabullirse. Locke le clavó los ojos.
—Es una mutación —dijo el niño—. No una mutación completa, pero abuelo fue uno de los primeros pasos. Tú también... Fuiste más lejos que él. Y yo iré más lejos que tú. Mis hijos estarán más cerca del paso definitivo. Los únicos expertos en psiconámica que valen la pena son los niños prodigio de tu generación.
—Gracias.
—Me tienes miedo —dijo Absalón—. Me tienes miedo y me tienes envidia.
Locke se echó a reír.
—¿Adonde has dejado la lógica? El niño tragó saliva.
—El lógico. Una vez convencido de que la mutación era acumulativa no puedes tolerar la idea de que yo llegaría a desplazarte. Es una distorsión psicológica básica en ti. Te pasó lo mismo con abuelo, en un sentido diferente. Por eso te dedicaste a la psiconámica, donde eras un pequeño dios que arrancaba secretos a las mentes de los alumnos y moldeaba los cerebros tal como se moldeó a Adán. Tienes miedo de que te supere, Y lo haré.
—Supongo que por esa razón te he dejado estudiar todo lo que has querido —dijo Locke—. Con excepción de esto.
—Sí, por eso. Muchos niños prodigio trabajan tan duro que se consumen y pierden totalmente su capacidad mental. No habrías mencionado tanto el peligro si dadas las circunstancias, no hubiera sido lo que más te interesaba. Claro que me has dado los gustos. Y subconscientemente deseabas que me consumiera, así eliminarías a tu posible rival.
—Entiendo.
—Me dejaste estudiar matemáticas, geometría plana, álgebra, geometría noeuclidiana... Pero me seguías los pasos. Cuando no conocías el tema, ponías cuidado de actualizarte para estar seguro de que era algo que tú podías dominar. Te cercioraste de que yo no pudiera superarte, de que no obtuviera ningún conocimiento que tú no pudieras obtener. Y por eso no me dejas aprender lógica entrópica.
En la cara de Locke no había ninguna expresión.
—¿Por qué? —preguntó fríamente.
—Porque tú no podías comprenderla —dijo Absalón—. Lo intentaste, y no estaba a tu alcance. No eres flexible. Tu lógica no es flexible. Se fundamenta en el hecho de que un segundero registra sesenta segundos. Has perdido la capacidad de asombro. Has traducido demasiado de lo abstracto a lo concreto. Yo sí puedo entender esa lógica. ¡Puedo entenderla!
—Estas ideas se te han ocurrido la semana pasada —dijo Locke.
—No. Te refieres a la hipnosis. Hace mucho tiempo que aprendí a proteger una zona de mi mente de tus sondeos.
—¡Eso es imposible! —dijo Locke, perplejo.
—Lo es para ti. Soy un paso posterior de la mutación. Tengo muchísimos talentos de los que no sabes nada. Y algo más: no soy lo suficientemente avanzado para mi edad. Los niños de los institutos me llevan la delantera. Sus padres obedecieron leyes naturales pues la función de cualquier padre es proteger al hijo. Sólo los padres inmaduros actúan de otro modo...como tú.
Locke aún conservaba la impasibilidad.
—¿Yo soy inmaduro? ¿Y te odio? ¿Te envidio? ¿Estás muy seguro?
—¿Es verdad o no? Locke no respondió.
—Todavía eres mentalmente inferior a mí —dijo—, y lo seguirás siendo durante varios años. Digamos, si lo prefieres, que tu superioridad reside en tu...flexibilidad, y en tus talentos de homo superior, sean cuales fueren. En el otro platillo de la balanza pon el hecho de que soy un adulto físicamente maduro y tú pesas menos de la mitad que yo. Legalmente soy tu tutor. Y soy más fuerte que tú.
Absalón tragó saliva nuevamente, pero no dijo nada. Locke se irguió un poco más, y miró despectivamente al niño. Se llevó la mano a la cintura, pero sólo encontró una ligera cremallera. Caminó hacia la puerta. Se volvió.
—Te voy a demostrar que eres inferior a mí —dijo serena y fríamente—. Tendrás que admitirle.
Absalón no respondió. Locke fue arriba. Tocó el interruptor del escritorio, metió la mano en el cajón y saco un cinturón elástico de lucita. Palpó con los dedos la superficie fría y tersa. Luego bajó nuevamente. Ahora tenía los labios pálidos y exangües. En la nuera de la sala se detuvo, empuñando el cinturón. Absalón no se había movido, pero Abigail Schuler estaba de pie al lado del niño.
—Salga de aquí, hermana Schuler —dijo Locke.
—No azotará al niño —dijo Abigail, la cabeza erguida y los labios muy tensos.
—Váyase.
—No me iré. He oído cada palabra. Y todo es cierto.
—¡Largo de aquí, he dicho! —aulló Locke.
Se precipitó hacia adelante desplegando el cinturón. Los nervios de Absalón cedieron al fin. Jadeó de pánico y se escabulló, buscando a ciegas una salida inexistente. Locke lo persiguió. Abigail manoteó la escobilla y la arrojó a las piernas de Locke. El hombre soltó una exclamación y perdió el equilibrio. Cayó pesadamente, braceando con los brazos rígidos. La cabeza chocó contra el borde de un sillón. Quedó inmóvil. Abigail y Absalón cambiaron una mirada. De pronto la mujer cayó de rodillas y rompió a llorar.
—Lo he matado —sollozó—. ¡Lo he matado! ¡Pero no podía dejar que u azotara, Absalón! ¡No podía!
El niño se mordisqueó el labio inferior. Se acercó lentamente al padre.
—No está muerto.
Abigail soltó un suspiro largo y convulsivo.
—Sube, Abbie —dijo Absalón, con aire preocupado—. Yo lo atenderé. Sé cómo hacerlo.
—No puedo dejarte...
—Por favor, Abbie —insistió él—. Tal vez te desmayes. Descansa un rato. Todo irá bien, de veras.
Finalmente ella subió en el ascensor, Absalón, mirando de soslayo al padre, fue hasta el televisor. Llamó al Instituto de Denver. Expuso concisamente la situación.
—¿Qué conviene hacer, Malcolm?
—Espera un minuto.
Hubo una pausa, hasta que apareció en la pantalla la cara de otro niño.
—Haz como te digo —sugirió una voz firme y aguda que le dio una serie de instrucciones intrincadas—. ¿Has comprendido, Absalón?
—Sí. ¿No le causará daño?
—Vivirá. Ya tiene rasgos psicóticos irreversibles. Esto le dará una orientación diferente, más segura para ti. Es proyección. Externalizará todos sus deseos, sentimientos, etcétera. En ti. Obtendrá placer sólo con lo que tú hagas, pero no podrá controlarte. Tú conoces la clave psiconámica de su cerebro. Trabaja entonces principalmente con el lóbulo frontal. Ten cuidado con el área de Broca. No debes provocarle afasia. Bastará con que sea inofensivo para ti. Una muerte sería difícil de manejar. Además, supongo que no es lo que deseas...
—No —dijo Absalón—. E-es mi padre.
—De acuerdo —dijo la voz infantil—. Deja la pantalla encendida. Observaré y te ayudaré.
Absalón se volvió hacia la figura que yacía inconsciente. Durante mucho tiempo el mundo había sido borroso. Locke estaba acostumbrado. Aún podía cumplir con sus funciones ordinarias, de modo que no estaba loco en ningún sentido de la palabra. Tampoco podía revelarle la verdad a nadie. Le habían creado un bloqueo psíquico. Día tras día asistía a la universidad y enseñaba psiconámica y volvía a casa y comía y esperaba ansiosamente las llamadas televisivas de Absalón. Y cuando Absalón llamaba, a veces condescendía a hablarle de lo que hacía en Baja California. De sus logros. De sus triunfos. Pues esas cosas importaban ahora. Era lo único que importaba. La proyección era total. Absalón rara vez se olvidaba de él. Era un buen hijo. Llamaba todos los días, aunque a veces, si el trabajo apremiaba, tenía que apresurarse. Pero Joel Locke siempre hallaba ocupación en las inmensas carpetas dedicadas a Absalón, atiborradas de recortes y fotografías.
Además, estaba escribiendo la biografía de Absalón. El resto de su vida transcurría en un mundo de sombras y sólo existía de veras, realmente feliz, cuando el rostro de Absalón aparecía en la pantalla del televisor. Pero no había olvidado nada. Odiaba a Absalón y odiaba el vínculo espantoso e inquebrantable que lo encadenaría para siempre a su propia carne, una carne que en realidad no le pertenecía y que ascendería otro peldaño en la escalera de la nueva mutación.
Sentado en el crepúsculo de su irrealidad, rodeado de carpetas, con un televisor que sólo funcionaba para las llamadas de Absalón pero que él vigilaba incesantemente, Joel Locke alimentaba su odio y una satisfacción serena y secreta. Algún día Absalón tendría un hijo... Algún día. Algún día...
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