martes, 25 de junio de 2024

La otra noche de Tlatelolco. Bernardo Esquinca.

Su cerebro se encendió como un televisor. Era de noche, llovía y hacía frío, pero en su nueva condición esos detalles resultaban irrelevantes. Daría lo mismo que estuviera en el desierto, bajo un sol infernal, a cuarenta grados. Sombras y bultos se movían a su alrededor. Poco a poco, sus ojos se adaptaron, hasta que fueron capaces de enfocar y distinguir contornos. En realidad, no veía como una persona normal; si tuviera noción de la vida que acababa de dejar atrás, pensaría que las cosas tenían un aspecto de fotografía en blanco y negro. Sin embargo, había un color que podía ver, y que destacaba intensamente: el rojo. Además, podía olerlo. Le provocaba algo que en el pasado hubiera definido como morirse de hambre. Y en el lugar donde se encontraba había una alfombra de sangre. Intentó moverse, pero sus ondas cerebrales aún no conectaban con sus engarrotados músculos. La sangre llamaba su atención, pero también el movimiento. Las cosas que iban y venían dentro de su campo de visión, pero también el suyo propio. Ese que aún no conseguía gobernar. Porque era un recién nacido de dieciocho años. Tan fuerte y tan torpe a la vez. Él no se daba cuenta de ello, por supuesto. No había pensamientos dentro de su cabeza; sólo una energía, tan oscura y antigua como la primera noche de la Tierra. Una energía hecha de hielo y de viento. La misma que ahora reanimaba su cuerpo, venciendo un letargo que se suponía debía ser eterno. Justo antes de que sus articulaciones lograran coordinarse, permitiéndole alzarse como un autómata de carne y vísceras, algo ocurrió. Una imagen salida de lo más profundo de su antigua consciencia apareció dentro de su cabeza, y agitó su tieso corazón. A partir de ese momento, la tendría sobrepuesta en todas las cosas que sus ojos contemplaran, proporcionándole un objetivo distinto al de alimentarse. Aquella imagen que se tatuó en su mente era un rostro. Uno al que no podía darle nombre, ni dirigirle la palabra, ni siquiera reconocerlo. Sin embargo, ahora todos sus impulsos estaban enfocados hacia ese poderoso imán.
Al amparo de la noche y las ruinas prehispánicas, el autómata se escurrió hasta una calle lateral y abandonó el lugar de la masacre.
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Atención: General Marcelino García Barragán
Secretario de la Defensa Nacional
Clasificación del informe: CONFIDENCIAL
Eran cerca de las once de la noche, y la situación en la Plaza de las Tres Culturas parecía bajo control; sin embargo, se escuchaban disparos esporádicos cerca del edificio Chihuahua. Como se le informó a usted previamente, aún se retenían a varias personas –entre ellas algunos miembros de la prensa internacional– a un costado de la iglesia de Santiago Tlatelolco, en espera del momento adecuado para liberarlas. Se les mantenía contra la pared, y con las manos en la nuca, para evitar que observaran lo que ocurría a su alrededor. En la zona de los vestigios arqueológicos, yacían los cadáveres de trece estudiantes que aún no habían sido retirados por los equipos de limpieza. Los custodiaban un grupo de soldados comandados por Jesús Bautista González, integrante del Cuarto Batallón de Infantería. Y entonces sucedió lo inexplicable. En palabras de Bautista, todo ocurrió “como en una película en cámara lenta”. Ante la incredulidad de los soldados, los estudiantes que daban por muertos comenzaron a levantarse, “sangrando por la boca, y mostrando los dientes con la evidente intención de atacarnos”. Los elementos del ejército reaccionaron y acribillaron a los agresores; sin embargo, un soldado fue mordido en un brazo. Se le atendió ahí mismo, y continuó con sus labores, pues la herida no era de consideración. Tras el incidente, Bautista tomó precauciones y se encargó personalmente de rematar a los agresores con un tiro en la cabeza. “Todos apestaban como si llevaran horas muertos”, explicó. “Pero eso no podía ser. Sentí que estábamos confundidos y exhaustos, así que saqué un paquete de cigarros y todos nos pusimos a fumar”.
Minutos después, cuando el equipo de limpieza finalmente pasó a recoger los cadáveres para trasladarlos al Servicio Médico Forense, se detectó otra anomalía. “Conté los cuerpos en las camillas y eran doce”, afirmó Bautista. (Cabe aclarar que su declaración fue tomada en las instalaciones del Hospital Central Militar, donde se le atendía de un shock postraumático. Sufría fuertes temblores, su piel estaba pálida, y miraba hacia la nada con pupilas dilatadas.) Después agregó: “Juro por mi madre que antes del ataque eran trece cadáveres. Y si uno de ellos pudo volver a levantarse y escapar, eso sólo significa una cosa: que hay un puto muerto viviente suelto en las calles de la ciudad”.
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Julia no durmió. Las escenas de las últimas horas se agolpaban en su cabeza como una pesadilla. Encontrarse en la seguridad de su cama sólo empeoraba su estado de ánimo. Quería salir y buscar a Germán, pero sus padres no se lo permitían. Le dijeron que por el momento no era conveniente involucrarse. Que debía quedarse en casa y no llamar la atención. Ya recibiría noticias de su novio… Julia apretó los párpados, pero fue inútil: las lágrimas continuaron brotando. ¿Cómo demonios había ocurrido aquello? Ese día cumplían seis meses juntos; decidieron celebrarlo asistiendo al mitin en la Plaza de las Tres Culturas para repartir propaganda en apoyo al movimiento estudiantil. Y en un segundo, el mundo se desintegró con la fuerza de las balas. En la mente de Julia todo era confusión. Recordaba las bengalas en el cielo, los helicópteros volando al ras del suelo, los disparos que comenzaron a sonar muy cerca de donde ellos se encontraban, pero a partir de ahí no podía reconstruir una secuencia de hechos. Tenía imágenes aisladas, como escenas tomadas de una película de terror. Sólo una cosa estaba clara: cuando el caos se desató, Germán la tomó de la mano, y le gritó “no te sueltes”, pero ante los embates de la multitud que corría despavorida, terminaron separándose. Julia se quedó sola entre miles de personas que gritaban o caían con la cabeza reventada por una bala. En el momento en que se desprendió de Germán, ella sintió como si le hubieran arrancado el brazo, aunque estaba ilesa. Había sido un dolor interno, un desgarro en el corazón. Entonces se detuvo en medio de la plaza y comenzó a gritar su nombre, pero era como si se encontrara dentro de un sueño, porque por más que alzara la voz ni ella misma podía escucharse. Julia se hubiera quedado ahí gritando hasta que la bayoneta de un soldado la partiera en dos, pero unas amigas la arrastraron hasta la avenida, donde se metieron dentro de un coche que iba pasando. Un Volkswagen, eso Julia lo recordaba muy bien. De lo que no tenía idea era cómo le habían hecho para caber todas en ese coche tan pequeño. Días después, cuando hablara con otros compañeros de clase, se enteraría que muchos estudiantes fueron ayudados por automovilistas que se solidarizaron con ellos mientras huían de la matanza…
Ahora, envuelta en la penumbra de su habitación, hasta el silencio parecía una amenaza. Las gotas de lluvia se arrastraban por la ventana como si tuvieran vida propia. Y el bulto de su ropa tirada en el suelo semejaba un animal agazapado esperando el momento de saltar sobre su presa.
Julia apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas, intentando que ese dolor ahogara al que sentía cuerpo adentro.
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Un edificio de ladrillo rojo. El autómata era incapaz de pensar, pero seguía impulsos. Sus pies se habían movido hasta llevarlo ahí. Él no se dio cuenta, pero su aspecto no llamó de manera particular la atención porque en ese momento muchos estudiantes caminaban por las calles con las ropas ensangrentadas. La imagen tatuada en su mente producía un pulso, una vibración que lo conectaba con su antiguo yo. Y era justo frente al edificio de ladrillo rojo donde lo sentía con mayor potencia. El problema –que por supuesto él no detectaba- era que se había parado en medio de la calle. Un coche se acercó y se detuvo a su lado. El conductor bajó la ventanilla y le preguntó: “Joven, ¿está usted bien? ¿Quiere que lo lleve a algún lado?” Atraído por el sonido de la voz, el autómata giró la cabeza. El hombre al volante profirió un grito, y arrancó a toda velocidad. En la esquina, un grupo de indigentes observaba la escena. Habían improvisado un refugio bajo el zaguán de un local abandonado. Tenían un par de sillones desvencijados y un carrito del supermercado con sus pertenencias. Bebían alcohol del 96 e inhalaban pegamento. Uno de ellos se aproximó al autómata, lo jaló del brazo y lo llevó hasta el refugio. Le ofreció la botella, y con una sonrisa chimuela le dijo: “Vente para acá. Eres uno de los nuestros”.
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Atención: Luis Echeverría Álvarez
Secretario de Gobernación
Clasificación del informe: CONFIDENCIAL
De acuerdo a su petición, diversos especialistas fueron consultados para esclarecer el incidente ocurrido en la Plaza de las Tres Culturas. Médicos, científicos y psiquiatras coincidieron en que una situación como la reportada por los soldados resulta imposible, y que su testimonio es producto de un episodio de histeria colectiva, dadas las circunstancias de estrés y violencia a la que estuvieron sometidos durante horas.
Sin embargo –y conforme a su indicación de no pasar por alto ningún detalle–, llama la atención lo declarado por Francisco González Rul, arqueólogo del Instituto Nacional de Antropología e Historia, quien hasta 1964 fue el encargado de las excavaciones en el recinto ceremonial de México-Tlatelolco. Puesto del que fue separado tras las presiones de los urbanistas que planeaban la construcción de un espejo de agua que circundaría la iglesia y el convento de Santiago. González Rul cayó en una profunda depresión tras su despido, y posteriormente fue ingresado en una clínica privada, donde permanece hasta el momento.
A continuación, se reproduce un fragmento de su testimonio:
“Sabía que algo terrible iba a ocurrir en ese lugar. Los huesos hablan, y yo vi las señales en ellos. Particularmente en el denominado Entierro 14. Guardo decenas de libretas con anotaciones al respecto. Los huesos tenían marcas, indicios de que las partes más carnosas de los músculos habían sido desprendidas. La prueba del canibalismo ritual azteca. Con un fémur en las manos, miré hacia la plaza y vi una ola de sangre que se abatía sobre los edificios. Tlatelolco fue el último bastión de los mexicas durante la conquista, y tiene perfecta lógica que su regreso parta de este epicentro. Cada tumba que se excava, cada fragmento de pirámide que sale a la luz, no hace sino confirmar que ellos nunca se fueron, que tan sólo han estado esperando el momento preciso para recuperar lo que les pertenece. Y para eso, se requería de un sacrificio monumental. El gobierno cree que reprendió a los estudiantes, pero lo único que consiguió fue marcar el principio del fin”.
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A la mañana siguiente, Julia evadió la vigilancia de sus padres, escapó de casa y con la ayuda de su amiga Ana se dedicó a buscar a Germán. Recorrieron delegaciones, hospitales y anfiteatros. La morgue de la Cruz Roja era la más impactante. Ahí vio muchos cadáveres traídos de Tlatelolco. Estudiantes en su mayoría, pero también madres y niños. Le llamó la atención que todos los cadáveres estaban descalzos. Entonces una imagen olvidada de lo ocurrido la tarde anterior regresó a su mente con la fuerza de las revelaciones. Mientras era conducida por sus amigas hacia la salvación, vio en el suelo de la plaza un extraño y contundente testimonio de aquel horror: Tlatelolco era un jardín en el que florecían los zapatos de los muertos…
Por la noche, Julia y Ana terminaron su peregrinaje, tan exhaustas como descorazonadas. Germán no estaba por ningún lado. Y más que sentir esperanza, interpretaron ese hecho como una terrible señal.
Cuando regresaban a casa a bordo del taxi colectivo, Julia observó las luces encendidas dentro de las casas. La gente cenaba o veía la televisión. ¿Cómo podían hacerlo después de lo sucedido? Para ella, nada volvería a ser igual. Sin embargo, comprendió que había algo peor: que la vida siguiera su curso normal. A pesar de lo que sentía, no se cambiaría por ninguna de las personas que se movían como fantasmas detrás de las ventanas.
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Memorándum de la Secretaría de la Defensa Nacional a la Secretaría de Salud
Clasificación: URGENTE / CONFIDENCIAL
El soldado que fue atacado durante el incidente en la Plaza de las Tres Culturas, y que responde al nombre de Ernesto Morales Soto, fue ingresado al Hospital Central Militar, debido a que su salud se deterioró de manera dramática de un día para otro. No hay un motivo claro para esta situación, ya que –según los testimonios de sus compañeros– sólo fue mordido por uno de los estudiantes. Morales Soto presenta los síntomas de un severo cuadro infeccioso, por lo que se solicita el envío de especialistas a este nosocomio. El médico que le atiende sospecha que se trata de un virus desconocido, y teme un posible brote. De momento no se ha podido aislar al paciente, pues las instalaciones del hospital están rebasadas ante la gran cantidad de heridos que ingresaron en las últimas horas.
Se ruega su pronta respuesta a esta emergencia.
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Boletín de la Policía Judicial del Distrito
A todos los agentes:
Se identificó al alumno que participó en el incidente de la Plaza de las Tres Culturas, y que escapó a la vigilancia de los soldados. Responde al nombre de Germán Solís Enríquez, y es considerado altamente peligroso. Se requiere su detención, vivo o muerto.
Se anexa fotografía.
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Era la hora del descanso, y los alumnos de la Vocacional 1 se encontraban en el patio central. El autómata era ajeno a eso, pero sintió un aumento considerable en la energía que emanaba del edifico de ladrillo rojo. Abandonó el refugio de los indigentes, quienes en ese momento dormían profundamente, y avanzó hacia el origen del pulso. El vigilante de la entrada se quedó petrificado al verlo cruzar la puerta, y una vez que logró recuperarse, tomó su radio y se comunicó con la policía. El autómata entró al patio, provocando la desbandada de los alumnos, que corrían y gritaban, dejando caer sus refrescos y bolsas de papas. Algunos, sin embargo, permanecieron en los costados, y en el barandal del primer piso asomaron un montón de curiosos que querían fisgonear desde un lugar más seguro. Una sola persona permaneció al centro del patio, impávida mientras el autómata se aproximaba con pasos torpes. En el camino, el brazo derecho se le desprendió con un crujido, y cayó al suelo, provocando una nueva oleada de gritos.
La imagen tatuada en la mente del autómata concordaba con la del rostro que ahora tenía enfrente.
Julia se enjugó las lágrimas, y esbozó su mejor sonrisa.
–Te he estado buscando ­–dijo, con un tono de voz que mezclaba miedo y emoción.
El autómata ladeó la cabeza. La vibración estaba en su apogeo y producía en él un efecto que podría definirse como sedante. Julia vio el orificio de bala que tenía en el pecho, y le pasó amorosamente los dedos por la herida. Ella no lo sabía, pero era el disparo que le quitó la vida, tan sólo diez minutos después de que sus manos se soltaran en el caos de Tlatelolco. El otro agujero, que tenía a un lado de la ceja izquierda, era el tiro con el que Bautista lo remató, pero la mano temblorosa del soldado hizo que la trayectoria atravesara su cabeza sin tocar el cerebro.
–Tu camisa favorita se estropeó –fue lo único que atinó a decir Julia en ese momento–. ¿Te acuerdas cuando fuimos a comprarla a la Zona Rosa?
Los ojos del autómata centellearon un instante, y luego volvieron a ser una gelatina gris. En ese momento, un francotirador apareció en el techo. Julia pudo ver cómo se apoyaba en la cornisa y apuntaba con su rifle. Sus amigas le gritaron que se alejara. El director de la Vocacional, atrincherado en su oficina, utilizó los altavoces para pedírselo también. Pero ella escuchaba aquellas súplicas a lo lejos, como si aún no despertara y los ruidos se colaran débilmente en su sueño.
Y Julia tomó una decisión. Una que, sin sospecharlo, representó a todos los estudiantes que sobrevivieron a la masacre: si la vida iba a ser una pesadilla, entonces ella no quería despertar.
Acercó sus labios a los de Germán y lo besó.
El francotirador recibió la orden. Su disparo fue certero, y atravesó limpiamente las cabezas de ambos.
Segundos antes de que eso sucediera, y de que su muerte en vida se apagara definitivamente, el autómata respondió al impulso de Julia. No la besó, porque ya no recordaba qué era eso.
Lo que hizo fue morder sus labios.
***
Su cerebro se encendió como un televisor.
El soldado Ernesto Morales Soto acabada de ser declarado muerto. El médico que lo atendía lo cubrió con una sábana y le dio la espalda, exhausto. Por eso no pudo ver lo que sucedió a continuación. Lo último que pensó fue que nunca había vivido una jornada como aquella, y que probablemente nunca volvería a vivir otra igual.
No se equivocaba.
El autómata apartó la sábana y se incorporó. Tenía un hambre que los vivos eran incapaces de comprender, porque no se detenía nunca. Era primitiva, y su único objetivo consistía en crecer hasta llenar un cuerpo vacío.
Cuando no hay pensamientos, ni sentimientos, ni recuerdos, lo único que queda es eso.

HAMBRE.
El autómata abrió las mandíbulas, se abalanzó sobre el médico, y de un mordisco desató la epidemia.


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