No estoy loco.
Ya sé que lo he dicho un millón de veces. A los doctores. A mis papás. A mis amigos. Pero lo tengo que seguir diciendo hasta que se me acabe la esperanza de que alguien me ayude.
En estos momentos me encuentro en una celda de paredes acolchonadas. Todo es del mismo color verde claro: la cama y sus sábanas, la puerta. No hay más muebles. Para ir al baño tengo que llamar a la enfermera. Muy por encima de mi cabeza hay una ventanita por la que entra la luz del sol y algunos ruidos de la calle. Fuera de eso, estoy solo. Muy solo.
Mis papás vienen a verme cada vez menos. Igual mis amigos.
Escribo esto con un lápiz que olvidó el doctor García una vez y que pude esconder debajo de la almohada. Me ha tomado también varios días hacerme de seis servilletas para tener papel en el cual relatarte mi historia. En cuanto termine, arrojaré mis escritos por la ventana. Tú, quien quiera que seas, amigo de la calle, los recogerás del suelo, los ordenarás, los llevarás a tu casa, los leerás con cuidado y, si decides creerme, me ayudarás. Tendrás la gentileza de venir al hospital, hablar con los doctores y decirles que no he inventado nada, que el juego existe y que debo terminarlo o en pocos días van a tener que sacar de aquí mi cuerpo exánime y retorcido.
Todo comenzó la tarde en que mi amigo Humberto consiguió el CD de un juego llamado Abbadon I. ¿Cómo lo consiguió? Todavía es un misterio para mí. Dice que venía entre unos DVD piratas que compró su hermana, aunque el disco del juego era original. Lo único cierto es que, en cuanto lo jugué por primera vez, mi vida cambió para siempre.
- Gerardo, tienes que venir a ver esto - dijo la voz de Humberto al teléfono.
- ¿Qué es?
- Un juego nuevo. Está… está… no te lo puedo ni explicar.
- Estoy haciendo la tarea de geografía. O me dices de qué se trata o no voy.
- Pues no vengas.
Ojalá le hubiera hecho caso. Ojalá hubiera preferido terminar mi tarea. Después de varios minutos de intentar concentrarme, acabé por rendirme. Agarré una chamarra y salí para su casa cruzando la calle.
- ¿De qué se trata? - le pregunté en cuanto me senté frente a la computadora a su lado.
No necesitó ni siquiera darme explicaciones. Lo que vi me puso los cabellos de punta.
FIN DE LA PRIMERA SERVILLETA
En el monitor de su computadora estaba nuestra calle, toda en llamas. La reproducción de las casas, los coches, los jardines, era exacta. Cientos de demonios negros volaban por encima de la destrucción. Había varios muertos sobre el pavimento; incluso pude reconocer algunos vecinos nuestros entre ellos.
- ¡Pero…! ¿Cómo lo…? - intenté preguntar.
- Ni yo sé qué onda.
Humberto se esforzaba por acabar con los demonios utilizando la barra espaciadora. Movía su rifle a la izquierda y a la derecha, avanzaba con las flechitas del teclado, disparaba rayos azules. Los demonios caían, sí, pero muchos otros seguían apareciendo en el cielo. Eran como gárgolas furiosas. Seguí a Humberto a través de la realidad virtual hasta que abandonó nuestra calle. Siguió matando demonios frente a la esquina. Entonces se abrieron las nubes y apareció un nuevo diablo, uno rojo y enorme.
- ¡Este es el mero malo de este nivel! - me dijo- . Está bien difícil echárselo.
Vi a Humberto pelear con él hasta que se le acabaron las vidas y apareció el letrerito: “Game Over”.
- No sé. Nada más puse mi nombre y mi fecha de nacimiento.
Me cedió el teclado. Llevé el puntero del mouse hasta el botón que decía “Juego nuevo”. Entonces, efectivamente, aparecieron tres casillas: Nombre, Apellido Paterno, Apellido Materno. Puse todo en mayúsculas y luego apreté el botón “Siguiente”. Me preguntó entonces mi fecha de nacimiento. La ingresé y se puso a pensar un rato. Luego, apareció la barrita de “Loading” y por fin salió, sobre una hoja que pretendía ser como de pergamino, una descripción en letra garigoleada:
Gerardo Medina Palacios, Mexicano, Colonia Narvarte.
Libra con ascendente en Piscis 4698-131
- ¡Guau! - exclamé- ¡De pelos!
- No, y espérate. Dale ENTER.
Apareció el típico rollo de la licencia. Que si uno acepta que no va a copiar el programa y todo eso.
- Apriétale que sí aceptas - me urgió Humberto.
Y así lo hace. Al instante dio inicio el juego. Lo increíble es que la figura de acción estaba parada justo enfrente de la puerta de mi casa.
- De veras que está de pelos.
Apareció un diablo volando por encima de mí y le disparé. Luego otro. Y otro. Lo mejor era sentir que eras verdaderamente tú el que tenía que matarlos a todos. Entonces en la pantalla apareció nuestra vecinita Lilí, por la calle, en su bicicleta. Un diablo se le echó encimo y yo lo maté. Pero luego fue otro y otro hasta que no pude con todos. Pobrecita Lilí, calcinada a media calle.
La verdad no duré mucho. Como en cinco minutos acabaron conmigo, pero el juego estaba buenísimo. Aparecieron los mejores puntajes del día: Humberto Gómez Fernández 4604-7 en los primeros lugares. Gerardo Medina Palacios 4698-131 hasta el final.
- ¿Qué son esos números que pone enfrente de nuestro nombre?
- No sé. Los ha de inventar.
- Yo creo que es como el Google Earth, que te deja ver tu casa desde el espacio, ¿no?
- Sí. Yo creo que utilizan ese mapa para hacer una copia de todas las calles del mundo. ¿A poco no está súper de pelos?
Las manos me sudaban. Era, por mucho, el mejor juego que había jugado en toda mi vida. Humberto se dio cuenta de lo que me pasaba por la cabeza.
- El examen de mate - dijo de pronto.
- ¿Qué?
- Que yate hice una copia. Pero te cuesta el examen de mate. Me vas a dejar copiarte.
- Es un trato.
Al salir de su casa, una sola cosa me llamó la atención. En la calle estaba Lilí sobre su bicicleta. Me hizo sentir escalofrío; estaba en el mismo lugar en el que, dentro del juego, la habían atacado los demonios y convertido en cenizas. Me dio gusto verla viva y jugando.
FIN DE LA SEGUNDA SERVILLETA
Inserté de inmediato el disco en mi computadora. Y aunque el juego me preguntó mis datos otra vez, no me salió el rollo de la licencia. De todos modos, no le di importancia a ese detalle. Estuve como hasta las doce de la noche jugando. Todavía no podía creer lo bueno que estaba. Me había pasado por todos los lugares de la colonia; incluso me metí a nuestra escuela y desde ahí disparé contra los diablos. Cuando aparecía el diablo rojo por entre las nubes lo enfrentaba, sí, pero siempre perdía.
- ¡Gerardo! ¡No me digas que sigues jugando! - fue el grito de mi mamá que consiguió que por fin apagara la máquina y me fuera a la cama.
Al otro día, después de clases, volví a jugar. Y así lo hice todos los días hasta el fin de semana. El problema era que no podía matar al diablo rojo con nada. Ni siquiera encerrándome todo el sábado y el domingo pude hacerlo. Por eso empecé a sospechar que el juego no tenía más que un nivel. Se lo dije a Humberto el siguiente lunes en la escuela.
- Ya no lo estoy jugando. Ya me aburrió - me dijo- . Además, me he estado sintiendo mal del estómago y me marea la computadora.
Me sentí decepcionado. No era un juego cualquiera y Humberto era mi único cómplice. Tendría que seguir por mi cuenta. No obstante, si le pedía ayuda en algo.
- Préstame el disco original.
- ¿Para qué? - dijo, apretándose el estómago y mirando hacia los lados con angustia. Parecía que algo en el ambiente le causaba temor.
- Quiero buscar información en Internet. Es que no logro vencer al diablo y ya me desesperé. Llevo una semana entera jugando y no avanzo.
En la tarde fui a su casa por el disco. Mi amigo estaba verdaderamente mal, tenía fiebre y la mirada extraviada.
- Deberías ir al doctor - le dije.
- Ya me llevó mi mamá. Pero el doctor dice que se me tiene que pasar pronto porque no tengo nada.
Me dio el disco y lo dejé solo.
La verdad es que no había mucho en qué fijarse. Decía “Abaddon I” hasta arriba; “Tenebrae” en la parte inferior; y una secuencia de letras y números en medio: “4qrtpp”. Ninguna empresa responsable ni nada. Comencé a sentir que algo había de malo en todo eso.
Primero busqué en Internet “Abaddon I”. Me salieron muchos resultados de un grupo de rock que así se llamaba, Abaddon. Luego, información de Abaddon, que es el jefe de los demonios de la séptima jerarquía, mejor conocido como “El exterminador”.
Pero el juego, nada.
Luego puse “Tenebrae” y sólo me enteré de que es algo que usan para hacer juegos de acción en “primera persona”, o sea, esos juegos en los que ves la pantalla como si fueras tú el que estás adentro.
Como última opción, puse las letras y números. Menos. El buscador no arrojó ninguna página.
Me fui a dormir, pensando que yo también acabaría por renunciar al tonto juego.
FIN DE LA TERCERA SERVILLETA
Al día siguiente la maestra nos dio la mala noticia. Casi todos los chavos lloraron; yo, en cambio, no podía creerlo. Había estado en su casa el día anterior Tenía muchas cosas que alguna vez me había prestado y que nunca le regresé de cuando éramos más chicos: su Max Steele, algunas cartas de Yugi-Oh!, su colección de tazos. Era imposible.
Saliendo de la escuela corrí a su casa, pero nadie me abrió. Después me dijo mi mamá que todos se habían ido al velorio. Me preguntó que, si quería ir, pero la verdad me sentía en “shock”. Preferí negarme y ella comprendió. Para distraerme me puse a jugar el juego que tanto habíamos disfrutado juntos, pero a la larga, fue peor. Seguía sin poder matar al diablo y me puse más triste.
Entonces, se me ocurrió poner en el buscador de Internet todo junto: Abbadon I Tenebrae 4qrtpp. Me arrojó un solo resultado: una página en Rumania (lo supe porque tenía al final “ru”) que contenía una sola línea blanca sobre fondo negro: una dirección de correo electrónico.
No pude más. Luego entré a mi correo y le escribí a esa persona. Lo hice en inglés por miedo a que, en español, no me entendiera. Fue muy corto mi correo “I want information of Abbadon I”.
En ese momento me asomé a la ventana. Los papás de Humberto volvían ya a su casa. Los dos estaban vestidos de negro y llorando. Me sentí horriblemente mal. Yo no sabía que un chavo de trece años se pudiera morir de un simple dolor de panza.
Cuando volví a la máquina, todavía no había respuesta del correo. Me puse a jugar otros juegos, uno de carreras y coches y el de Civilization.
A los tres días volví a jugar el Abaddon. Hasta entonces me di cuenta de un horrible detalle. Fue como a la cuarta vez que comencé el juego. En la ventana del cuarto de Humberto, en la casa de la realidad virtual de la computadora, se veía la cara de un muchacho. Un muchacho triste que no me quitaba la vista de encima. Estuve contemplando tan espantosa imagen hasta que uno de los diablos me atacó con su fuego y caí. En cuanto apareció el letrero de “Game Over” cerré el juego. El corazón me latía a mil por hora.
Entonces, al cerrarse la ventana de Abaddon, apareció detrás el mensajito de que tenía varios correos pendientes. Quise distraerme con mis nuevos mensajes, pero me fue imposible: entre dos correos de dos chavos de la escuela, estaba uno que venía de una cuenta de Rumania. Le di un clic con la mano temblorosa. Ya no se trataba sólo de entender el juego, de cómo vencer al diablo mayor y eso, ahora también debía comprender lo que había visto en la computadora y que me había dejado helado.
“La información está en el crucifijo”.
Eso era todo lo que decía el mensaje, en español.
No comprendí qué significaba. No había crucifijos en el juego. A menos que yo hubiera menospreciado el programa dese el principio y fuera, en realidad, uno tipo Adventure y no sólo de acción, Probablemente había que hacer más exploración, había que resolver algún acertijo, había que interactuar más con otros personajes.
Tomé la decisión de entrar de nuevo y hacer lo único que me parecía sensato correr hasta la iglesia de la colonia. Traté de no contraatacar a los demonios; preferí huir de ellos. Sin embargo, al acercarme a la iglesia, era constantemente rechazado por ella, como si un campo de fuerza la rodeara. Esperé a ser consumido por el fuego sin que se me ocurriera nada de nuevo.
Apagué la computadora y fui a la ventana de mi cuarto. Desde ahí observe la ventana de la habitación de Humberto, pasando la calle. Las cortinas estaban quietas. Su cama se veía todavía tendida.
Me fui a dormir. Pero durante toda esa semana tuve horribles pesadillas. Y cuando despertaba de ellas, no podía evitar correr a la ventana y mirar hacia el otro lado de la calle. Estaba seguro de que me iba a encontrar con los ojos de un muchacho triste con el que en otro tiempo jugaba al futbol y a las maquinitas.
FIN DE LA CUARTA SERVILLETA
A los pocos días mis papás se dieron cuenta de que yo no estaba bien.
- ¿Qué es eso de “Regnat Abaddon”? - me preguntó una noche mi mamá después de merendar.
- ¿Por qué? - le pregunté, temeroso. Ni yo sabía que significaba.
- Porque ya van varias veces que lo gritas en sueños, hijo. ¿Viste alguna película que te impresionó? ¿O es por lo de Humberto?
No supe ni qué contestarle. Pero sí me di cuenta de que no podía seguir así. Fui a mi cuarto y rompí el disco original. Luego, hice lo mismo con mi copia. Y cuando estaba a punto de desinstalar el juego de mi computadora, comprendí.
Inicié entonces el juego. No pude evitar mirar hacia la casa de mi amigo en la pantalla. Su rostro parecía querer decirme algo a la distancia, pero se veía que le resultaba imposible. Al instante, los diablos comenzaron su ataque. E hice lo único que sabía que nunca había hecho antes: abrir la puerta a mis espaldas y entrar a mi casa.
Me dio miedo. Todo en el interior de mi casa era idéntico a como era en la vida real. Incluso estaba oscuro. Así que caminé por el pasillo y subí por las escaleras. Pude ver de reojo, a través de la puerta de mi habitación, que alguien jugaba con la computadora. Como te imaginarás, preferí no entrar. Y yo, en la vida real, también preferí no mirar hacia la puerta.
Luego, dentro del juego, fui al único crucifijo que hay en la casa: uno que está en el cuarto de mis papás. Ahí, frente a él, se me develó el secreto. Letras azules brillantes flotaban frente a él.
“El primer número es la distancia de la oscuridad al día del contrato.”
“El segundo número es la distancia del día del contrato a la oscuridad.”
“Al vencer a Abbadon se vuelve a la prórroga inicial.”
Eso era todo lo que decía. Estuve viendo el mensaje por tanto tiempo, tratando de descifrar el significado, que casi ni vi el arco que se encontraba bajo la cruz. Un arco luminoso y azul con una sola saeta. Supe que con esa flecha podría vencer a Abaddon.
Miré el reloj de la computadora. Pasaban de las doce de la noche. ¿Cómo había transcurrido tanto tiempo? ¿A qué contrato se refería el juego? ¿Qué era eso de la oscuridad?
Abandoné la computadora y corrí a la recámara de mis padres. Dormían. Debajo del crucifijo no había nada, ni leyenda alguna flotando sobre éste. Comencé a llorar.
- Hijo, ¿estas bien? - me preguntó mi mamá, de pronto despierta.
- Sí, mi mamá. Es que tuve un sueño feo otra vez.
FIN DE LA QUINTA SERVILLETA
Volví a mi cuarto, pero alcancé a escuchar que mis padres conversaban preocupados. En la pantalla, uno de los diablos había entrado a la casa, había acabado conmigo y había aniquilado el arco luminoso. “Game Over”, titilaban las letras rojas sobre el fondo negro del monitor.
Al día siguiente no quise ir a la escuela, le dije a mi mamá que me sentía mal. Estuve todo el tiempo entrando al juego y volviendo al lugar del crucifijo. El arco ya no se veía por ningún lado. La cara de Humberto tampoco. Los diablos me atacaban por rutina. Yo me defendía sin ganas.
Desesperado, volví a escribir a la cuenta de correo en Rumania. Sólo obtuve respuesta hasta que puse, en mi petición, la firma que me asignaba el juego: Libra con ascendente en Piscis 4698-131.
-¿Tan joven eres, Libra? - dijo el destinatario en el primer correo.
-¿Cómo lo supo? Tengo casi catorce años - contesté.
-El primer número te separa de la primera oscuridad, es decir, los días de distancia que hay hasta tu nacimiento - dijo en un segundo correo.
Temblé. No me fue muy difícil suponer a lo que se refería el segundo número. A Humberto le había salido un 7. Se me salieron las lágrimas.
-¿A qué se refiere lo del contrato? - pregunté.
- A las cláusulas de inicio, cuando jugaste por primera vez. ¿Qué no las leíste? Entregabas tu prórroga inicial por la que Abbadon quisiera concederte.
- ¿Mi prórroga inicial?
- El día señalado de tu muerte. Abaddon escoge otro para darle interés al juego. Cuando vences al señor de la destrucción, él te devuelve tu día señalado. Y se acaba el juego. Tú tienes suerte, Libra. No a muchos les da 131 jornadas para vencerlo.
Entonces entró un diablo por la ventana. No me atacó con fuego, sólo me empezó a atormentar subiéndose en mi espalda, arañándome con sus garras y sus colmillos. Mis gritos hicieron entrar a mi madre al cuarto.
- ¡Gerardo! ¡Qué te pasa! ¡Qué tienes!
Al día siguiente me trajeron aquí, a este cuarto de hospital en el que, por lo menos, los diablos no me atormentan. Sólo vuelvan por el cielo sin perderme de vista. A veces, sólo a veces, se asoman por la ventana.
Se me termina el espacio. Si crees que vale la pena, amigo de la calle, haz lo posible porque me permitan volver al juego y acabar con Abaddon. Sé que en algún otro crucifijo debe estar el arco luminoso para terminar con él.
Tengo miedo.
Estoy cansado de sentirme tan solo.
FIN DE LA SEXTA SERVILLETA
Grupo de seis servilletas encontrado en los jardines del Hospital Psiquiátrico Infantil y entregados por el doctor Jorge García, médico de guardia, a los padres de Gerardo Medina Palacios a los pocos días de su deceso.
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