miércoles, 10 de julio de 2024

Cuatro en punto. Sonia Greene (1883-1972)

Aproximadamente a las dos de la madrugada supe que iba a suceder. Los inmensos y negros silencios de la profundidad de la noche me lo dijeron y un grillo monstruoso que chirriaba con insistencia demasiado espantosa para carecer de significado me lo confirmó. Iba a ser a las cuatro en punto: a las cuatro de la madrugada, antes del alba, tal como él dijo que sería. No me lo había creído del todo, porque las profecías de los locos con ansias de venganza raramente suelen ser tomadas en serio. Además, no me sentía exactamente culpable de lo que le había ocurrido a las cuatro en punto de aquella otra madrugada; aquella terrible madrugada cuyo recuerdo no me abandonará jamás. Y cuando, al cabo, estuvo muerto y enterrado en el viejo cementerio al otro lado de la carretera que puedo ver desde las ventanas de la parte oriental de mi casa, tuve la seguridad de que su maldición no iba a cumplirse. ¿No había visto su arcilla sin vida sepultada por descomunales paletadas de tierra mohosa? ¿Podía no sentir la seguridad de que sus desmenuzados huesos no contaban con la fuerza suficiente para volcar sobre mí la condenación cierto día a una hora estipulada con tanta precisión? Tales, ciertamente, habían sido mis pensamientos hasta esta perturbadora noche: noche de caos increíble, quebrantadoras certezas y portentos sin nombre.

Me había retirado pronto con la fatua esperanza de poder entregar unas cuantas horas al sueño a pesar de la profecía que pesaba sobre mi cabeza. Y ya que la hora estaba al caer, hallaba más y más difícil deshacerme de los vagos presentimientos que habían permanecido siempre agazapados en los rincones de mi cerebro. Mientras las frías sábanas proporcionaban tibieza a mi cuerpo enfebrecido, no podía encontrar nada que pudiera acallar la irritante temperatura de mi mente; pero permanecía atenta e intranquilamente en vela, probando ora esta posición ora aquélla, en un esfuerzo desesperado por erradicar tajantemente aquella noción tan roedoramente pertinaz, sucederá a las cuatro en punto.

¿Se debía mi desasosegada agitación a lo que me rodeaba; a la fatídica localidad en la que permanecía desde hacía tantos años? ¿Por qué, me preguntaba con amargura, había permitido que tal circunstancia cerniera su filo sobre mí, especialmente esta noche destacada entre todas las restantes, en esta casa tan llena de recuerdos y esta habitación saturada de reminiscencias, cuyas ventanas dan a la solitaria carretera y al viejo cementerio municipal? Para los ojos de mi memoria, todos los detalles de aquella necrópolis alejada de la inmodestia se alzaba ante mí: su blanca tapia, sus fustes de granito semejantes a espectros y los miasmas que exhalaban aquellos sobre los que se cebaban los gusanos. Por último, la fuerza de la imagen concebida condujo mi visión a profundidades más remotas y más prohibidas y vi bajo la hierba descuidada las silentes formas que exhalaban las miasmas: los calmos durmientes, las cosas podridas, las cosas que se retorcían frenéticamente dentro de los ataúdes antes de la venida del sueño y apacibles huesos en todos los estados de la corrupción, desde el esqueleto completo y coherente hasta el pestilente puñado de polvo. Lo que más envidiaba era el polvo. De pronto, un nuevo terror me atenazó cuando la fantasía me llevó a su sepulcro. No me atrevía a traspasar el umbral de aquella tumba y habría gritado de no haber existido un algo que sedujera el poder maligno que arrastraba mi visión imaginaria. Aquel algo fue una repentina ráfaga de viento, brotado de ninguna parte en mitad de la tranquila noche, que sacudió el postigo de la ventana que tenía más cerca, lo lanzó hacia atrás con enérgico envión y descubrió a mi nictalopía anímica el antiguo cementerio que descollaba espectralmente bajo una luna mañanera.

Hablo de la ráfaga como de algo misericordioso, pese a saber ahora que se trataba sólo de una circunstancia pasajera y burlona. Pues no bien mis ojos se habían acostumbrado al espectáculo y a la iluminación cuando me vi poseído por un presentimiento abrupto, demasiado inconfundible esta vez para considerarlo un fantasma vacuo, agüero que se levantó de entre las resplandecientes tumbas al otro lado de la carretera. Tras haber mirado con aprensión instintiva hacia el lugar donde él yacía convertido en polvo –imagen separada de mis ojos por el marco de la ventana-, percibí con agitación la proximidad de un algo que fluía amenazante de aquella dirección inequívoca; vaga, vaporosa, informe masa de sustancia blanquigris, sustancia de espíritu empero, apagada y tenue y sin embargo creando y aumentando en todo momento una potencialidad espantosa y cataclísmica. Hice lo que pude por alejarlo como un fenómeno meteorológico natural, pero mientras lo hacía su hórrido, portentoso y deliberado carácter hizo crecer en mí con redoblada fuerza nuevos escalofríos de horror y aprensión; tanto que apenas me preparé para la culminación definida, malévola y cargada de intenciones que no tardó en ocurrir. Aquella culminación, trayendo consigo una nauseabunda y simbólica anticipación del final, fue igualmente sencilla e insidiosa. El vapor se densificaba y acumulaba por momentos, acabando por adoptar un aspecto semitangible; mientras, la superficie delantera se iba convirtiendo gradualmente en algo de contorno circular y notoriamente cóncavo; y entonces cesó su avance y quedó espectralmente inmóvil al final de la carretera. Mientras esto ocurría, temblando desmayadamente en el húmedo aire de la noche bajo aquella luna ultraterrena, vi que el aspecto de aquello no era ni más ni menos que el de la pulida y gigantesca esfera de un deforme reloj.

Nefandos sucesos transcurrieron con orden demoníaco. En la parte inferior derecha de la vaporosa esfera tomó forma una negra y formidable criatura, informe y sólo vista a medias, no obstante poseer cuatro dedos prominentes que bailoteaban glotonamente hacia mí: zarpas que hedían a nociva fatalidad por su contorno y ubicación exactos, puesto que conformaban demasiado a las claras los odiados rasgos y llenaban demasiado inconfundiblemente la posición precisa del numeral IV sobre el trémulo y maldito dial. En aquel momento, la monstruosidad salió o se desgajó de la cóncava superficie del dial y comenzó a acercarse por algún inexplicable medio de locomoción. Las cuatro garras, largas, delgadas, tiesas, eran tan visibles que se perfilaba en sus extremos la existencia de tentáculos desagradables y de aspecto amenazador, todos poseídos de una inteligencia vil que ganaba poco a poco una velocidad que aumentaba hasta el punto de poder percibir desde mi puesto de observación el hiriente vértigo de su movimiento. Y con horror superlativo comenzaron a llegar hasta mis oídos los sonidos crípticos y sutiles que taladraron el intenso silencio de la noche; ampliados un millar de veces y con una voz que me recordaba la abominable hora de las cuatro. En vano intenté cubrirme con la colcha para apagarlos; en vano intenté cubrirlos con mis alaridos. Estaba mudo y paralizado, y no obstante agonizantemente consciente de todos los colores y sonidos antinaturales que habitaban la devastadora quietud maldecida por la luna. En cierto momento quise hundir mi cabeza bajo la frazada -momento en que el chirrido del grillo que afirmaba las cuatro en punto pareció reventar mi cerebro-, pero no conseguí sino agravar el terror haciendo que los bramidos de la detestable criatura me zarandearan como impactos de un titánico acotillo.

Luego, en tanto sacaba la cabeza de refugio tan inútil, descubrí que un aumentado diabolismo hostigaba mis ojos. Sobre la pared recién pintada de mi cuarto, como evocados por el monstruo tentacular de la tumba, una miríada de seres danzaban grotescamente ante mí, seres negros, grises, blancos, tales que sólo la fantasía de los marcados por Dios podría verlos. Algunos eran de pequeñez infinitesimal; otros cubrían vastas áreas. En sus menores detalles poseían una grotesca y horrible individualidad; en términos generales conformaban en conjunto el mismo espectáculo de pesadilla, a pesar de su tamaño considerablemente variado. Por segunda vez intenté apartar aquellas anormalidades de la noche y por segunda vez me vi ahocado al fracaso. Las cosas que bailaban en la pared crecían y menguaban en magnitud, avanzando y retrocediendo a medida que recorrían el tracto de su morbosa y amenazadora medida. Y el aspecto de todos era el de algún demonio con rostro de reloj con una hora eternamente señalada: la odiosa y sentenciadora hora de las cuatro.

Frustrado ante la tentativa de apartar aquel delirio cercador y perpetuamente móvil, miré una vez más hacia la ventana abierta y contemplé otra vez al monstruo que había venido de la tumba. Había sido horrible; indescriptible era ahora. La criatura, al principio de una sustancia indeterminada, estaba compuesto en aquel instante de un rojo y maligno fuego; y ondulaba repulsivamente sus cuatro garras tentaculares: lenguas sin palabras de llama viviente. Me miraba y remiraba instalado en la negrura; furtiva, burlonamente; ya avanzando, ya retirándose. Entonces, en el tenebroso silencio, las cuatro contorsionadas garras de fuego llamaron con ademán solícito a sus demoniacas y danzantes compañas de las paredes y parecieron marcar el tiempo rítmicamente a la aturdidora zarabanda hasta que el mundo se convirtió en vórtice rotatorio de trasgos que saltaban, hacían cabriolas, volaban, observaban con lujuria, insultaban, amenazaban eternos cuatro en punto.

De algún lugar, comenzando a retirarse y avanzar sobre el mar semejante a la esfinge y las febriles ciénagas, escuché sollozar el temprano viento de la mañana; suavemente al principio, luego más alto y más alto hasta que su carga incesante se abatió como un diluvio de horrísona y atropellante barahúnda que portaba siempre la nefanda amenaza "cuatro en punto, cuatro en punto, CUATRO EN PUNTO". Creció monótonamente, pasando del apagado susurro al estruendo ensordecedor, catarata gigantesca, para alcanzar por último un punto de culminación y un inmediato descenso. Mientras se amortiguaba en la distancia, dejó en mis oídos una vibración parecida a la que se escucha cuando pasa rápidamente un tren imponderable; esto y un terror absoluto cuya intensidad le prestaba algo de la tranquilidad de la resignación.

El final está cerca. Toda visión, todo sonido se habían convertido en un vasto y caótico remolino de amenaza letal y clamorosa confundido con todos los fantasmales e insoportables cuatro-en-punto que habían existido desde que los tiempos inmemoriales vieron sus orígenes y con todos los que existirían en las eternidades por venir. El monstruo llameante se acerca en este momento, rozando mi rostro sus tentáculos óseos mientras sus curvas garras rabiosas avanzan hacia mi cuello. Al menos puedo ver su cara a través de los agitados y fosforescentes vapores del miasmático cementerio y con un dolor agudo advierto que es en esencia una espantosa, colosal, gargolesca caricatura de su rostro: el rostro de aquel de cuya inquieta sepultura ha brotado esto. Sé ahora que el anatema que pesaba sobre mí se ha cumplido; que las estrambóticas amenazas del loco fueron verdaderamente las demoníacas maldiciones de un diablo poderoso y que mi inocencia no encontrará protección ninguna contra la maligna voluntad que está a punto de cumplir una venganza sin causa. Está resuelto a pagarme con interés lo que sufrió en aquella hora espectral; resuelto a arrancarme del mundo y arrastrarme a los reinos que sólo conocen el loco y el poseso.

Y mientras permanezco entre las llamas del infierno y el tumulto de las feroces garras que se acercan criminalmente a mi cuello, oigo procedente de la repisa de la chimenea el débil y zumbante sonido de un reloj; zumbido que me informa de que está a punto de sonar la hora cuya denominación fluye ahora sin cesar de la mortuoria y cavernosa garganta del monstruo graznador, burlón y traqueteante que tengo ante mí: la maldecida hora infernal de las cuatro en punto.


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