¿Cómo la cadena de seres creados se acabaría en el Hombre? Platónicos del s. XII
En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades, —hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño— se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales. Es la hora en la que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos —«clases de Buenas Maneras»— suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos.
Pero, cada día, a esta hora vespertina, en una de esas pequeñas ciudades, y en la avenida más desierta del paseo, se encuentran habitualmente dos paseantes, habitantes bastante antiguos ya de la localidad. Ambos deben, sin duda, haber superado la cincuentena: su atuendo rebuscado, su fina camisa de encajes, lo anticuado de sus largas chaquetas, el brillo de los sombreros de ala ancha, su forma de vestir aún despierta, sus maneras a veces extrañamente conquistadoras, todo, hasta las hebillas de sus zapatos demasiado elegantes, denuncian no se sabe qué verts-galants empedernidos. ¿Qué sentido tienen esos aires triunfantes, en medio de un conjunto de seres negativos, de una bisexualidad cualquiera, en la mente de los cuales no podría brotar la exclamación: ¡Qué hacer!? Con un bastón de puño dorado en la mano, el primer llegado entra bajo los árboles solitarios donde pronto aparece su amigo. Uno tras otro, caminando misteriosamente de puntillas, se aproximan; luego acercándose al oído del otro, y protegiendo con la mano el cuchicheo de sus palabras, susurra frases sorprendentes análogas, por ejemplo, a éstas (salvo en los nombres):
—¡Ah! amigo mío, ¡la Pompadour estuvo encantadora anoche!
—¿Debo felicitarlo? —replica, no sin una sonrisa bastante ufana, el interlocutor.
—¡Puf!... Si hay que decirlo todo, yo prefiero a la deliciosa Du Deffand... En cuanto a Ninon... (El resto de la frase se pronuncia en voz baja, y tras haber pasado el brazo por debajo del del confidente)
—¡De acuerdo! —prosigue entonces éste, con los ojos dirigidos al cielo—, ¡pero la Sévigné querido!... ¡ah! ¡la Sévigné!... (caminan juntos, bajo las viejas sombras; la noche va a teñirse de azul y a iluminarse).
—Hoy mismo debo esperarla hacia las nueve, lo mismo que a la Parabère, pese a que ese diablo de regente...
—Le felicito, mi querido amigo. Sí, no salgamos del gran siglo. En mi libro de memoria no cuento más que a tres adoradas del tiempo antiguo: primero, Eloísa...
—¡Chut!
—Luego, Margarita de Borgoña.
—¡Brrr!
—Y finalmente, María Estuardo.
—¡Ay!
—Pues bien, he reconocido que el encanto de esas damas de antaño era inferior al de las damas de ahora. —Dicho esto, el sorprendente hastiado de todo gira sobre sus talones que tiñe de púrpura o rubifica a veces, a través de los ramajes quejumbrosos, el último rayo de sol.
-Permanezcamos a partir de ahora en los Watteau —concluye con aire entendido, conocedor y perentorio.
—O en los Boucher, que es superior.
Continuando con voz discreta, se introducen por las avenidas laterales. En las casas, allá lejos, los visillos blancos de las ventanas se inundan, aquí y allá, de resplandores claros e intensos; y, en la oscuridad de las calles palpitan las repentinas farolas. Tras nuestros dos conversadores se alargan sus propias sombras, que parecen reforzadas por todas aquellas de las que hablan. Pronto, después de un ceremonioso y cordial apretón de manos, el duo de aquellos más que extraños celadones se separa y cada cual se dirige a su casa. ¿Quiénes son? ¡Oh! simplemente dos ex vividores de lo más amable, incluso de bastante buena compañía, uno viudo y otro soltero. El destino los había conducido e internado, casi al mismo tiempo, en esta pequeña ciudad. ¿Sus medios de vida? Apenas unas inalienables rentas, escapadas del naufragio que no permiten nada superfluo. Aquí, en un primer momento, intentaron frecuentar «la buena sociedad» pero, tras las primeras visitas, se retiraron horrorizados a sus modestas viviendas. Sin recibir a nadie más que a su cotidiana asistenta, se han recluido en una perfecta soledad. Todo antes que relacionarse con los honorables habitantes del lugar. Para escapar al momificante tedio que destila la atmósfera, intentaron leer. Luego, asqueados por los libros cogidos al azar en el horrible gabinete de lectura, en el momento de renunciar a la lectura y limitar sus esperanzas a monótonas charlas (interrumpidas a veces por desenfrenadas partidas de cartas) entre ellos dos, he aquí que cayeron en sus manos fantasmagóricas obras que trataban de fenómenos llamados de espiritismo.
Para matar el tiempo y movidos también por una cierta curiosidad escéptica, se arriesgaron a grotescas y divertidas experiencias. Separándose del «mundo», se esforzaban por crearse relaciones con «el otro mundo». ¡Remedio heroico!, de acuerdo, pero bien considerado todo, jugar con las bellas difuntas (si era posible) les parecía mucho menos insípido que escuchar la conversación de las gentes del lugar. Por lo que, en sus sedosas salitas, una malva y otra azul claro, especie de gabinetes amueblados con un gusto tiernamente sugestivo que iluminaba apenas el resplandor —tamizado por la rica pantalla de cintas— de la lámpara bajada, se entregaron a anodinas y torpes evocaciones. ¡Ah! ¡qué fuente de agradables veladas, no obstante, si tarde o temprano lograban distinguir encantadores manes, exquisitas sombras sentadas sobre cojines de tonos apagados, que ellos preparaban a tal efecto! Por lo que, cuando después de varias tentativas pasablemente insignificantes sus respectivos veladores se pusieron —allí, de repente, ante sus pupilas a la larga hipnotizadas— a removerse, girar y hablar, fue una inmensa alegría para todo su ser. Un filón de oro surgía ante aquellos deliciosos contramaestres perdidos en una mina de insignificancia. Su nostalgia debía prestarse, rápida y de buena gana, a todo un conjunto de concesiones que, por otra parte, ciertos efectos reales pueden sugerir. Tomarle gusto hasta ilusionarse con emociones semificticias, ayudar al sortilegio con algo de buena voluntad, con el fin de VER —pese a todo y a todo precio— tramarse, sobre la transparencia y palidez de la penumbra ambiental, las formas de las bellas desaparecidas, adquirir, a fuerza de paciencia, una especie de paradógica credulidad con la que resultaba agradable engañar melancólicamente sus sentidos, y no resistieron más. De tal forma que, pronto, sus veladas transcurrieron en sutiles y tenebrosas conversaciones que, a veces, se hacían vagamente visionarias. Y, cuando la costumbre se afianzó, las sensaciones de presencias maravillosas, flotando a su alrededor, se les hicieron familiares. Ahora, ofrecen el té, cada tarde a aquellas visitantes. Les hacen la corte, y sus batas de seda, una marrón carmelita y otra gris mínimo, con adornos tabaco de España, huelen ligeramente a almizcle, por una cortesía de ultratumba que tal vez agradezcan. En medio de coloquios ideales, notan el perfume de acercamientos encantadores, de una tenuidad fugitiva, es cierto, pero con la que se contenta la sonriente melancolía de su rozagante senectud.
En esta pequeña ciudad, cuyo vecindario habían sabido anular, su madurez transcurre así, preferentemente, en mil vagas buenas fortunas, de favores retrospectivos, de los que deshojan las póstumas rosas; y, al día siguiente, se hacen mutuas confidencias, bajo la sombra de los altos ramajes que acarician las brisas del crepúsculo en «la clase de Buenas Maneras». En la confusión de los comienzos, dejaron desfilar por sus inquietantes salitas a todas las damas de la Historia; pero en el momento presente, ya no flirtean sino con los excitantes fantasmas del siglo XVIII. Sus veladores, con taraceas que ellos cubren con flores del tiempo, oscilan bajo sus manos galantes y, como bajo el peso de sombras graciosas, se balancean con ritmos que recuerdan con frecuencia determinados columpios enguirnaldados de Fragonard. (¡Oh! se suelen retirar hacia las diez y media, a no ser que, por casualidad, hayan venido reinas o emperatrices, entonces y por deferencia, permanecen hasta las once).
Por supuesto, con vulgares viejos verdes semejante pasatiempo podría conllevar graves peligros y de muchos tipos; pero afortunadamente, en lo más recóndito de su pensamiento, nuestros finos y dulces personajes no se engañan... ¿Cómo serían tan tontos de olvidar que la Muerte es algo decisivo e impenetrable?... Solamente, a la vista de los bailes alfabéticos esbozados por sus veladores, aquellos médianimisés —de un cristianismo algo somnoliento sin duda, pero inviolable en sus últimas reservas— han terminado por persuadirse de que tal vez en el aire haya diablillos juguetones, espíritus graciosos, dotados de travesura que, al aburrirse como los paseantes humanos, para matar el tiempo, aceptan prestarse a este inocente juego de Ilusión (bajo el velo de los fluidos y sobre todo con vivos amables), como los niños que se colocan alguna antigua bata estampada y se empolvan entre risas... y de que esos espíritus y esos vivos pueden entonces buscarse a tientas, aparecerse a veces, ayudándose con una sospecha de mutua credulidad, rozarse, cogerse incluyo de repente la mano... y luego desaparecer, por una parte y por otra, en el inmenso escondite del universo.
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