lunes, 1 de septiembre de 2025

La conversación de Eiros y Charmion. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Te traeré el fuego.
Eurípides, Andrómaca


Eiros.-¿Por qué me llamas Eiros?

Charmion.-Así te llamarás desde ahora y para siempre. A tu vez, debes olvidar mi nombre terreno y llamarme Charmion.

Eiros.-¡Esto no es un sueño!

Charmion.-Ya no hay sueños entre nosotros; pero dejemos para después estos misterios. Me alegro de verte dueño de tu razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo de la sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada temas. Los días de sopor que te estaban asignados se han cumplido, y mañana te introduciré yo mismo en las alegrías y las maravillas de tu nueva existencia.

Eiros.-Es verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y la terrible oscuridad me han abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor, turbulento, horrible, semejante a «la voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis sentidos están perturbados por esta penetrante percepción de lo nuevo.

Charmion.-Eso cesará en pocos días, pero comprendo muy bien lo que sientes. Hace ya diez años terrestres que pasé por lo que pasas tú y, sin embargo, su recuerdo no me abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás en Aidenn.

Eiros.-¿En Aidenn?

Charmion.-En Aidenn.

Eiros.-¡Oh, Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento agobiado por la majestad de todas las cosas... de lo desconocido de pronto revelado... del Futuro, una conjetura fundida en el augusto y cierto Presente.

Charmion.-No te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de ello. Tu mente vacila, y encontrará alivio a su agitación en el ejercicio de los simples recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por conocer los detalles del prodigioso acontecer que te ha traído entre nosotros. Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en el viejo lenguaje familiar del mundo que tan espantosamente ha perecido.

Eiros.-¡Oh, sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!

Charmion.-No hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada?

Eiros.-¿Llorada, Charmion? ¡Oh, cuan llorada! Hasta aquella última hora cernióse sobre tu casa una nube de profunda pena y devota tristeza.

Charmion.-Y esa última hora... háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí de la catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad que os abrumó era por completo insospechada. Cierto es que poco conocía yo la filosofía especulativa de entonces.

Eiros.-Como has dicho, aquella calamidad era enteramente insospechada, pero desgracias análogas habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito decirte, amiga mía, que ya cuando nos dejaste los hombres coincidían en interpretar los pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la destrucción final de todas las cosas por el fuego, como referidos solamente al globo terráqueo. Las especulaciones, empero, sobre la causa inmediata del fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la ciencia astronómica había despojado a los cometas del terrible carácter incendiario que antes se les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa densidad de aquellos cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de Júpiter, sin que produjeran ninguna alteración sensible en las masas o las órbitas de aquellos planetas secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos errabundos como creaciones vaporosas de inconcebible tenuidad, incapaces de dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un choque directo. No sentíamos temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los cometas eran perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las conjeturas y las extravagantes fantasías abundaban singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo asaltaba a unos pocos ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa formulado por los astrónomos fue recibido con no sé qué agitación y desconfianza generales.

Los elementos del extraño astro fueron inmediatamente calculados, y todos los observadores coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra. Dos o tres astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos días no quisieron creer en una afirmación que su inteligencia, tanto tiempo aplicada a consideraciones mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un hecho de importancia vital se abre paso en el entendimiento del más estólido. Los hombres comprendieron finalmente que los astrónomos no mentían, y esperaron el cometa. Al principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su aspecto. Era de un rojo oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante siete u ocho días no advertimos ningún aumento en su diámetro aparente, y su color cambió muy poco. Entretanto los negocios ordinarios de la humanidad habían sido suspendidos y todos los intereses se concentraban en las discusiones científicas referentes a la naturaleza del cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y los sabios consagraron entonces su intelecto, su alma, no ya a aliviar los temores o a sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían en procura del conocimiento perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de su excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron y adoraron.

La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de resultas del temible contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era dado ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de un visitante similar entre los satélites de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente, capaz de calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en la profecía bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás se había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría por intervención del fuego; así lo enseñaban con un brío que imponía convicción por doquier; y el que los cometas no fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en gran medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que los prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a las guerras -errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa- eran ahora completamente desconocidos.

Como naciendo de un súbito movimiento convulsivo, la razón había destronado de golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.

Los daños menores que pudieran resultar del contacto con el cometa eran tema de minuciosas discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de probables alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a posibles influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que los efectos no serían visibles ni apreciables. Y mientras las discusiones proseguían, su objeto se aproximaba gradualmente, aumentaba su diámetro y más brillante se volvía su color. La humanidad palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades humanas estaban suspendidas.

La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación cuando el cometa hubo alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las últimas esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron la certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de los más valientes de nuestra raza latía precipitadamente en su pecho. Y sin embargo bastaron pocos días para que aun esos sentimientos se fundieran en otros todavía más insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus atributos históricos habían desaparecido. Nos oprimía con una emoción espantosamente nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un íncubo sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con inconcebible rapidez había tomado la apariencia de un gigantesco manto de llamas muy tenues extendido de un horizonte al otro.

Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos hallábamos bajo la influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta sentimos una insólita agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror era ya aparente, pues todos los cuerpos celestes se percibían a través de él. Entretanto nuestra vegetación se había alterado sensiblemente y, como ello nos había sido pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de los sabios. Un follaje lujurioso, completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los vegetales.

Pasó otro día más... y la calamidad no nos había dominado todavía. Era evidente que el núcleo del cometa chocaría con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los hombres, y la primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones y el espanto. Aquella primera sensación de dolor consistía en una rigurosa constricción del pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra atmósfera estaba radicalmente afectada; su composición y las posibles modificaciones a que podía verse sujeta constituían ahora el tema de discusión. El resultado del examen produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el corazón universal del hombre.

Se sabía desde hacía mucho que el aire que nos circundaba era un compuesto de oxígeno y nitrógeno, en proporción respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El oxígeno, principio de la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para la vida animal, y constituía el agente más poderoso y enérgico en la naturaleza. El nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la combustión. Un exceso anómalo de oxígeno produciría, según estaba probado, una exaltación de los espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos días. Lo que provocaba el espanto era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total del nitrógeno? Una combustión irresistible, devoradora, todopoderosa, inmediata: el cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes y aterradoras anunciaciones de las profecías del Santo Libro.

¿Necesito pintarte, Charmion, el desencadenado frenesí de la humanidad? Aquella tenuidad del cometa que nos había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente de la más amarga desesperación. En su impalpable, gaseosa naturaleza percibíamos claramente la consumación del Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la última sombra de la Esperanza. Jadeábamos en aquel aire rápidamente modificado. La sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos canales. Un delirio furioso se había posesionado de todos los hombres y, con los brazos rígidamente tendidos hacia los cielos amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del destructor llegaba ya a nosotros; aun aquí, en el Aidenn, me estremezco al hablar. Déjame ser breve... breve como la destrucción que nos asoló. Durante un momento vimos una terrible, cárdena luz que penetraba en todas las cosas. Entonces... ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime majestad de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara de Su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual existíamos, reventó instantáneamente en algo como una intensa llama roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor no tienen nombre, ni siquiera entre los ángeles del alto cielo del conocimiento puro. Así acabó todo.


La confesión de Charles Linkworth. E.F. Benson (1867-1940)

El doctor Teesdale había tenido oportunidad de atender al condenado en una o dos ocasiones a lo largo de la semana previa a su ejecución, y le encontró, como suele darse el caso, una vez que se han evaporado las últimas esperanzas de seguir viviendo, perfectamente resignado ante su destino y sin demostrar ningún temor hacia la mañana que a cada hora que pasaba se encontraba más y más cerca. La amargura ante la muerte parecía no afectarle: su relación con ella había terminado cuando le dijeron que su apelación había sido rechazada. Pero durante los días en los que la esperanza todavía no le había abandonado completamente, el desdichado había bebido de la muerte a diario. En toda su carrera el doctor nunca había visto un hombre tan exuberante y apasionadamente apegado a la vida, ni alguien tan fuertemente aferrado a este mundo material por la pura sed animal de vivir. Después, se le transmitieron las noticias de que ya no podía seguir manteniendo más esperanzas, y su espíritu dejó de ser presa de la agonía, de la tortura y de la intriga, y aceptó lo inevitable con indiferencia. Sin embargo, el cambio fue tan extraordinario que al doctor le pareció que la noticia le había nublado completamente los sentidos, y que bajo aquella superficie adormecida seguía apegado al mundo material con tanta fuerza como siempre. Cuando le comunicaron el veredicto se desmayó, y el doctor Teesdale había sido llamado para atenderle, pero el ataque fue momentáneo y recuperó el sentido plenamente consciente de lo que acababa de suceder.

El asesinato había sido particularmente horrible, y en la mente del público no había ni pizca de simpatía hacia el perpetrador. Charles Linkworth, que ahora estaba condenado a la pena capital, llevaba un pequeño negocio de útiles de escritura en Sheffield, donde vivía con su esposa y su madre. Esta última fue la víctima de su atroz crimen siendo el motivo la posesión de quinientas libras que se hallaban en poder de la mujer. Linkworth, tal y como se reveló en el juicio, estaba endeudado por la cantidad de cien libras en aquel momento, y aprovechando la ausencia de su esposa, que estaba de visita en casa de unos parientes, estranguló a su madre, enterrando el cuerpo durante la noche en el pequeño jardín que tenía en el patio trasero de su casa. Cuando su mujer regresó, tenía una historia lo suficientemente plausible como para justificar la desaparición de la vieja señora Linkworth, ya que ambos se habían enzarzado en continuas disputas y riñas durante los últimos dos años, y ella había amenazado en más de una ocasión con marcharse y retirar los ocho chelines semanales que aportaba para la manutención de la casa, destinándolos a una renta vitalicia. También era cierto que durante la ausencia de la joven señora Linkworth, madre e hijo habían tenido una violenta disputa surgida a partir de alguna diferencia trivial sobre la manera de llevar los asuntos de la casa, y que a consecuencia de esto ella había llegado a retirar su dinero del banco con la intención de abandonar Sheffield al día siguiente e instalarse en Londres, donde tenía amigos. Aquella tarde se lo comunicó a su hijo, y éste la asesinó durante la noche.

Su siguiente paso, antes del regreso de su esposa, fue lógico y razonable. Recogió todas las pertenencias de su madre y las llevó a la estación, desde donde las despachó en un tren de pasajeros, y por la noche invitó a varios amigos a cenar, comunicándoles la marcha de su madre. No se lamentó por ello (lógicamente y confirmándoles lo que ya era probable que supieran); más bien al contrario, comentó que nunca se habían llevado bien y que su marcha le había procurado paz y tranquilidad. Cuando su esposa regresó, le contó esta misma historia, idéntica hasta en el más mínimo detalle, añadiendo, en todo caso, que la discusión había sido violenta y que su madre ni siquiera se había dignado a dejarle su futura dirección. Esta declaración, de nuevo, había sido completamente meditada con anterioridad, ya que evitaría que su mujer pretendiera escribir a la vieja. Ella pareció aceptar su historia completamente. De hecho, nada sospechoso o extraño había en ella.

Durante una temporada se comportó con la compostura y la astucia que la mayoría de los criminales poseen hasta cierto punto, a partir del cual suelen perder ambas cualidades, siendo ésta la causa de su detención. Por ejemplo: no pagó inmediatamente sus deudas, sino que alojó un huésped en su casa, le alquiló la habitación de su madre, y despidió a su ayudante en la tienda, quedando él solo al frente de la misma. De este modo dio la impresión de que estaba ahorrando, al mismo tiempo que comentaba abiertamente la gran mejoría que había experimentado su negocio. Por otra parte, no hizo efectivos los billetes bancarios que había encontrado en un cajón cerrado en la habitación de su madre hasta que hubo pasado un mes. Entonces cambió dos billetes de cincuenta libras y pagó a sus acreedores.

Fue en este punto cuando la compostura y la astucia le fallaron. En vez de ser paciente e ir aumentando libra a libra su saldo en la caja de ahorros, abrió una cuenta en un banco local con otros cuatro billetes de cincuenta, y además empezó a sentirse inquieto sobre aquello que había enterrado en el jardín trasero. Pensando asegurarse más a este respecto, encargó una carretada de escoria y fragmentos de piedra y, con la ayuda de su huésped, empleó las tardes veraniegas en construir un gran macetero sobre aquel lugar. Fue entonces cuando intervino el azar descomponiendo todo su plan. Hubo un incendio en la oficina de objetos perdidos de la estación de King Cross (en la cual debería haber reclamado las posesiones de su madre), y algunas maletas habían quedado parcialmente dañadas. La compañía ferroviaria estaba obligada a ofrecer una compensación, y el nombre de su madre cosido sobre su ropa y una carta con la dirección de Sheffield condujeron al envío de una nota puramente formal y oficial, en la que la compañía se declaraba dispuesta a cargar con los daños ocasionados. Estaba dirigida a la señora Linkworth, y por lo tanto fue la esposa de Charles Linkworth quien la recibió y leyó.

Parecía un documento completamente inofensivo, pero con él llegaba su pena de muerte. Y es que no pudo dar ninguna explicación de por qué los baúles seguían estando en la estación de King Cross, aparte de sugerir que quizá su madre hubiera sufrido algún accidente. Evidentemente, tenía que poner el asunto en manos de la policía para que llevara a cabo un seguimiento de sus pasos, y en caso de probarse su defunción, reclamar sus bienes, ya que los había sacado del banco y se los había llevado consigo. Éste fue, al menos, el procedimiento a seguir aconsejado tanto por su mujer como por su huésped, en cuya presencia fue leído el comunicado de los representantes del ferrocarril, y al cual resultó imposible negarse. A continuación, la silenciosa y engrasada maquinaria de la justicia, característica de Inglaterra, se puso en marcha. Hombres discretos se dejaron caer por la calle Smith, visitaron bancos, observaron la supuesta mejoría del negocio y, desde una casa cercana, examinaron el jardín, en cuyo macetero de piedra ya estaban creciendo los helechos. Después llegaron el arresto y el juicio, que no duró demasiado, y cierto sábado llegó el veredicto. Inteligentes mujeres tocadas con enormes sombreros dieron colorido a la sala, y en todo el gentío no hubo ni una sola persona que sintiese simpatía por aquel joven de apariencia atlética que estaba siendo condenado. La mayoría de la audiencia estaba formada por señoras mayores y madres respetables, y siendo el crimen un ultraje a la maternidad, escucharon la lectura del veredicto con gran satisfacción. Llegaron a emocionarse cuando el juez se tocó con su horrible y absurdo gorro negro y leyó la sentencia impuesta por Dios.

Linkworth fue declarado culpable por el atroz suceso, sin que nadie que hubiera escuchado las pruebas pudiera dudar en lo más mínimo que lo había llevado a cabo con la misma indiferencia que posteriormente demostró en cuanto supo que su apelación había sido rechazada. El capellán de la prisión que le atendió había hecho lo posible por conseguir que se confesase, pero sus esfuerzos fueron completamente inútiles y hasta el último momento el condenado mantuvo, aunque sin aspavientos, su inocencia. Se hizo justicia una brillante mañana de septiembre, mientras el sol brillaba cálidamente sobre la pequeña procesión que atravesó el patio de la prisión hasta el cobertizo en el que se encontraba el aparato de la muerte. El doctor Teestlale quedó satisfecho al comprobar que la muerte fue prácticamente inmediata. Había estado presente en el cadalso, había visto la presión sobre la palanca y había visto la figura rígida y encapuchada caer al vacío. Había oído la tensión y el crujido de la cuerda al recibir el peso y, mirando hacia abajo, había visto también los crispados espasmos del ahorcado. No habían durado más de un segundo o dos; la ejecución había resultado perfectamente satisfactoria.

Una hora más tarde realizó la autopsia al cadáver y descubrió que su apreciación había sido completamente correcta: las vértebras de la espina dorsal se habían roto a la altura del cuello y la muerte debía de haber sido instantánea. Apenas hubiera hecho falta realizar la pequeña disección necesaria para comprobarlo, pero por seguir el proceso acostumbrado así lo hizo. Y en aquel momento tuvo una curiosa y muy vívida sensación: que el espíritu del fallecido se encontraba detrás de él, como si aún residiera en su quebrado cuerpo. Pero no había duda alguna de que el cuerpo estaba muerto: había muerto hacía una hora. A esto le siguió una pequeña circunstancia que, aunque en un principio pareció insignificante, no por ello resultó menos curiosa. Uno de los guardias entró y preguntó si la cuerda que había sido usada hacía una hora, y que era pertenencia del verdugo, había sido por error llevada junto al cuerpo hasta el depósito de cadáveres. Sin embargo, allí no había ni rastro de ella. Pese a tratarse de un objeto de lo más peculiar y poco susceptible de desaparecer, lo cierto es que parecía haberse desvanecido completamente; no estaba allí y no estaba en el patíbulo. Ni siquiera hubo manera de determinar el momento de su desaparición, y ésta resultó del todo inexplicable.

El doctor Teesdale era soltero y económicamente autosuficiente, y vivía en una cómoda casa de altas ventanas situada en Bedford Square, en la que una cocinera de excelencia superable cuidaba de su estómago, mientras su marido hacía lo propio con su persona. No tenía necesidad en absoluto de practicar su profesión, y si lo hacía en la prisión era por la oportunidad de estudiar la mente criminal. La mayoría de los crímenes (es decir, todas aquellas transgresiones de las reglas de conducta que la humanidad se había autoimpuesto para asegurar su propia preservación), los consideraba o bien el resultado de una anomalía cerebral o bien producto del hambre. Los delitos de latrocinio, por ejemplo, no los atribuía en ningún caso a la mente racional; es cierto que a menudo eran consecuencia de una necesidad real, pero resultaba más habitual que estuviesen dictados por alguna oscura enfermedad cerebral. En casos concretos, era calificada de cleptomanía, pero él estaba convencido de que había muchas otras variaciones que no tenían por qué resultar directamente fruto de una necesidad física. Sobre todo cuando el crimen en cuestión venía acompañado de manifestaciones violentas, y en este apartado emplazaba mentalmente, mientras se dirigía a su casa aquella tarde, al criminal cuyos últimos momentos había presenciado por la mañana. El crimen había sido abominable y la necesidad de dinero no demasiado apremiante. Las características detestables y antinaturales del asesinato le habían llevado a considerar al asesino más como un lunático que como un criminal. Había sido, hasta donde él sabía, un hombre tranquilo y de disposición afable, un buen marido y un vecino sociable. Pero entonces había cometido un crimen, uno sólo, que le había situado más allá de lo aceptable. Un hecho tan monstruoso, ya hubiera sido perpetrado por un hombre cuerdo como por un loco, resultaba intolerable; no podía haber lugar en el mundo para el culpable. Pero de alguna manera el doctor sentía que se habría sentido más a gusto con la ejecución si el difunto hubiera confesado. Existía la certeza moral de que era culpable, pero al menos habría deseado que, al ver desvanecidas sus esperanzas, hubiera confirmado el veredicto con su propia voz.

Aquella noche cenó solo, y tras la cena se refugió en su estudio, que estaba adjunto al comedor, sin sentirse particularmente inclinado a la lectura, por lo que se sentó frente al fuego en su gran sillón rojo y dejó que su mente vagara libremente. Casi de inmediato empezó a reflexionar sobre la curiosa sensación que había experimentado aquella mañana, la impresión de que el espíritu de Linkworth estaba presente en el depósito de cadáveres, aunque su vida se hubiera extinguido hacía ya una hora. No era la primera vez, especialmente en casos de muerte súbita, que había experimentado aquella misma convicción, aunque quizá nunca de una manera tan inequívoca como aquel día. Aun así, aquel sentimiento se debía probablemente, a su parecer, a una verdad natural y física. El espíritu (debería remarcarse que el doctor creía en la doctrina de la vida futura y en la pervivencia del alma pese a la extinción del cuerpo) era con toda probabilidad incapaz de abandonar de inmediato su cáscara terrestre y además se mostraba reticente a ello. Era más probable que permaneciera allí, a nivel terrenal, durante un rato. En sus horas de ocio, el doctor Teesdale era un gran estudioso de lo oculto, ya que como los médicos más avanzados y expertos, reconocía claramente lo estrecha que era la frontera entre el cuerpo y el alma, la tremenda influencia de lo intangible sobre el mundo material, y no presentaba para él ninguna dificultad asumir que un espíritu incorpóreo pudiera ser capaz de comunicarse con aquellos que aún estaban ligados a lo finito y lo material.

Sus meditaciones, que empezaban a agruparse en torno a una idea concreta, quedaron interrumpidos en aquel momento. Sobre su cercano escritorio estaba sonando el teléfono, no con su habitual insistencia metálica sino muy débilmente, como si hubiese un problema con el mecanismo o con la línea. En todo caso, no había duda de que estaba sonando, por lo que se levantó y descolgó el auricular.

—¿Sí? ¿Sí? —dijo—. ¿Quién es?
Como respuesta llegó un susurro casi inaudible, y prácticamente ininteligible.
—No puedo oírle —dijo Teesdale.

El susurro sonó de nuevo, pero sin mayor claridad. Después, cesó del todo. Siguió escuchando durante aproximadamente medio minuto, esperando que se reanudara, pero aparte de los habituales parásitos en la línea, que por lo menos demostraban que estaba en comunicación con otro aparato, sólo le llegó silencio. Entonces colgó, llamó a la central de la Compañía Telefónica y dio su número.

—¿Podría decirme desde que número acaban de llamarme? —solicitó.
Hubo una breve pausa, después se lo comunicaron. Era el número de la prisión en la que él ejercía.
—Póngame con ellos, por favor—dijo.
Así se hizo.
—Me acaban de llamar ustedes ahora mismo —dijo a través del teléfono—. Sí, soy el doctor Teesdale. ¿Cómo? No he oído lo que me ha dicho.
La voz le respondió clara e inteligible.
—Debe de tratarse de un error, señor —dijo—. No le hemos llamado.
—Pero la operadora me ha dicho que habían sido ustedes.
—Habrá sido un error de la operadora, señor —respondió la voz.
—Qué extraño. Bueno, buenas noches. Es usted el carcelero Draycott ¿no es así?
—Sí, señor. Buenas noches, señor.

El doctor Teesdale regresó a su gran sillón, menos predispuesto aún a la lectura. Dejó que sus pensamientos vagasen durante un rato, sin otorgarles una dirección definida, pero una y otra vez su mente volvía a centrarse en el extraño suceso del teléfono. Muy a menudo le habían llamado por error, y muy a menudo también la operadora le había puesto en contacto con un número equivocado, pero había algo en aquellos timbrazos tan tenues y en los ininteligibles murmullos procedentes del otro extremo de la línea que cautivaba su imaginación, y pronto se encontró recorriendo a grandes zancadas la habitación, cebando sus pensamientos en un pasto de lo más inusual.

—¡Pero es imposible! —exclamó en voz alta.
A la mañana siguiente se dirigió, como acostumbraba, a la prisión, y una vez más le asaltó la extraña sensación de que allí había una presencia invisible. Ya había tenido con anterioridad algunas curiosas experiencias físicas, y sabía que era «sensible» (es decir, una persona capaz, en según qué circunstancias, de recibir impresiones paranormales y de vislumbrar ocasionalmente el mundo invisible que yace bajo nosotros). Y aquella mañana la presencia de la que fue consciente era la de aquel hombre que había sido ejecutado la mañana anterior. Estaba localizada, y la sintió con mucha más fuerza en el pequeño patio de la prisión y, sobre todo, cuando pasó frente a la puerta de la celda del condenado. Tan fuerte era allí que no le hubiera sorprendido si su figura hubiese sido visible, y cuando atravesó la puerta que había al final del pasillo se volvió convencido de que realmente iba a verlo. Durante todo el tiempo, además, fue consciente de que un profundo terror atenazaba su corazón; aquella presencia invisible le perturbaba. Y sintió que la pobre alma quería que se hiciese algo por ella. Ni por un momento dudó que aquella impresión suya fuera completamente objetiva, y no un fantasma creado por su propia imaginación. El espíritu de Charles Linkworth estaba allí.

Pasó a la enfermería y durante un par de horas se mantuvo ocupado con el trabajo. Pero durante todo el tiempo percibió aquella misma presencia invisible cerca de él, aunque su fuerza era allí claramente menor que en aquellos lugares con los que el hombre había estado más íntimamente asociado. Finalmente, antes de marcharse, y con la intención de comprobar su teoría, miró en el cobertizo de las ejecuciones. Un instante después salía con la cara completamente pálida y cerrando la puerta apresuradamente a sus espaldas. Sobre el último escalón de la horca se erguía una figura, encapuchada y rígida, borrosa, con los contornos mal definidos y apenas visible. Pero visible al fin y al cabo, sobre eso no había duda posible. El doctor Teesdale era un hombre de buen temple, y recobró casi inmediatamente la compostura, completamente avergonzado de su pánico inicial. El terror que había blanqueado su cara había sido fruto de unos nervios alterados, no de un corazón aterrorizado, pero por muy interesado que estuviera en los fenómenos físicos, no pudo obligarse a volver a entrar allí. Aunque sería más correcto decir que lo intentó, pero sus músculos se negaron a aceptar el mensaje. Si aquel pobre espíritu atado a la tierra tenía que comunicarle algo, realmente prefería que lo hiciera a cierta distancia. Según lo entendía, su campo de acción estaba circunscrito. Abarcaba el patio de la prisión, la celda del condenado y el pabellón de las ejecuciones, y se sentía de una manera más débil en la enfermería. Después, una nueva idea se le ocurrió, y volvió a su habitación e hizo llamar al carcelero Draycott, que le había respondido al teléfono la noche anterior.

—¿Está usted seguro —preguntó— de que nadie me llamó anoche, justo antes de que hablara con usted?
—No veo cómo hubiera sido posible, señor—dijo él—. Estuve sentado cerca del teléfono la hora y media previa, y también con anterioridad. Debería haber visto a quienquiera que se hubiera acercado al aparato.
—¿Y no vio a nadie? —dijo el doctor con un ligero énfasis.
—No, señor. No vi a nadie —respondió Draycott con el mismo énfasis.
El doctor Teesdale desvió la mirada.
—¿Y no tuvo, quizá, la impresión de que acaso hubiera alguien allí? —preguntó, sin darle importancia, como si se tratara de un asunto sin interés.
Evidentemente, el carcelero Draycott estaba pensando en algo de lo que le resultaba difícil hablar.
—Bueno, señor, si me lo pone así... —empezó—, pero usted me podría decir que si estaba medio dormido, o que si algo de lo que había cenado me había sentado mal.
El doctor dejó de lado su actitud casual.
—No haría nada semejante —dijo—, de igual modo que tampoco me diría usted a mí que yo estaba durmiendo anoche cuando oí sonar el teléfono. Tenga en cuenta, Draycott, que no sonaba como siempre, apenas sí pude oírlo, pese a que se hallaba justo a mi lado. Y cuando pegué la oreja al auricular sólo fui capaz de distinguir un susurro. Sin embargo, cuando hablé con usted le oí perfectamente. Creo que había algo... o alguien... a ese lado del teléfono. Usted estaba allí, y aunque no vio a nadie, también usted notó que había alguien a su lado. ¿No es así?
El hombre asintió.
—No soy un hombre asustadizo, señor —dijo—, y tampoco tengo una gran imaginación. Pero allí había algo. Se paseó alrededor del aparato y no era el viento, porque apenas se movía la más leve brisa y la noche era cálida. Además cerré la ventana para asegurarme. Pero se paseó por la habitación, señor, se paseó durante una hora o más. Movió las páginas del listín telefónico, y todo el pelo se me erizó cuando noté que se acercaba. Y estaba helado, señor.
El doctor le miró directamente a la cara.
—¿Se acordó usted de lo que había estado haciendo por la mañana? —preguntó repentinamente.
De nuevo, el hombre dudó.
—Sí, señor —dijo al final—. Pensé en el convicto Charles Linkworth.
El doctor Teesdale asintió reafirmándose.
—Eso es —dijo—. ¿Está usted de turno esta noche?
—Sí, señor. Ojalá no lo estuviera.
—Sé cómo se siente, yo me siento exactamente igual. Ahora bien, lo que quiera que sea, parece querer comunicarse conmigo. Por cierto, ¿hubo algún tipo de disturbio anoche en la prisión?
—Sí, señor, por lo menos una docena de hombres tuvieron pesadillas. Gritaban y chillaban, y eso que no suelen ser hombres problemáticos. A veces sucede, tras una ejecución. Lo he visto en otras ocasiones, pero nunca como anoche.
—Ya veo. Bueno, si esa... esa cosa que no puede usted ver quiere volver a coger el teléfono esta noche, dele todas las facilidades que pueda. Probablemente llegará a la misma hora. No puedo decirle por qué, pero es lo que suele ocurrir. De modo que a menos que se vea obligado, no entre en la habitación en la que está el teléfono, al menos durante una hora, para darle el suficiente tiempo, entre las nueve y media y las diez y media. Yo le estaré esperando al otro extremo de la línea. Suponiendo que me llame, cuando haya terminado yo mismo le llamaré a usted para asegurarme de que no me han telefoneado... de la manera habitual.
—¿Y no hay nada de lo que asustarse, señor? —preguntó el hombre.
El doctor Teesdale recordó el momento de terror que le había acometido aquella mañana, pero habló con sinceridad.
—Estoy seguro de que no hay nada que temer —dijo con firmeza.

El doctor Teesdale tenía un compromiso para cenar, pero lo anuló, y a las nueve y media estaba sentado a solas en su estudio. Dada la presente ignorancia sobre las leyes que gobiernan los movimientos de los espíritus separados del cuerpo, no podía explicarle al carcelero por qué razón sus visitas acostumbran a ser periódicas y puntuales respecto a nuestro esquema horario, pero mediante las escenas registradas de apariciones de almas en pena, especialmente si el alma está desesperadamente necesitada de ayuda, había descubierto que solían presentarse a la misma hora, del día o de la noche. Otra regla general era que su poder de hacerse visibles o audibles iba aumentando durante cierto tiempo después de la muerte, para posteriormente debilitarse paulatinamente a medida que perdían contacto con la tierra, o a menudo cesando del todo tras ese momento inicial, de modo que aquella noche estaba preparado para recibir una impresión menos difusa. Aparentemente, durante las primeras horas, el espíritu incorpóreo es débil, y... de repente sonó el teléfono, no tan débilmente como la noche anterior, pero sin que alcanzara aún su tono imperativo habitual.

El doctor Teesdale se levantó inmediatamente y tomó el auricular. Lo que oyó fue un sollozo descorazonador y unos espasmos tan fuertes que parecían desgarrar a quien fuese que lloraba. Tardó un poco en hablar, aterido por un miedo innombrable, pero a la vez deseoso de ayudar si le era posible.

—Sí, sí —dijo finalmente, oyendo cómo temblaba su propia voz—. Soy el doctor Teesdale. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿y quién es usted? —añadió, aunque sintió que la pregunta era innecesaria.
Lentamente cesaron los sollozos, sustituidos por un susurro roto ocasionalmente por el llanto.
—Quiero contárselo, señor... Quiero contárselo... Debo contárselo.
—Sí, cuénteme. ¿De qué se trata? —dijo el doctor.
—No, no a usted... A otro caballero, que solía venir a verme. ¿Le transmitirá usted lo que yo le diga? No consigo hacer que me oiga ni me vea.
—¿Quién es usted? —preguntó el doctor Teesdale súbitamente.
—Soy Charles Linkworth. Suponía que ya lo sabía. Me siento muy desgraciado. No puedo abandonar la prisión... y hace tanto frío. ¿Enviará usted a alguien para que traiga al otro caballero?
—¿Se refiere al capellán? —preguntó el doctor Teesdale.
—Sí, el capellán. Leyó el servicio cuando atravesé el patio. Ayer. No me sentiré tan desgraciado cuando se lo haya contado.

El doctor dudó. Era una historia demasiado extraña como para contársela al señor Dawkins, el capellán de la prisión, aquella de que al otro lado del teléfono se hallaba el espíritu de un hombre ejecutado el día anterior. Y sin embargo, creía ciegamente que así era, que aquel infeliz espíritu se sentía desgraciado y que quería «contarlo». Qué era lo que quería contar, no hacía falta preguntarlo.

—Sí, le pediré que venga aquí —dijo finalmente.
—Gracias, señor, un millar de gracias. ¿Le hará venir, verdad?
La voz se debilitaba.
—Deberá ser mañana por la noche —dijo—. Ahora no puedo seguir hablando. Tengo que ir a ver... oh, Dios mío, Dios mío.
Se reanudaron los sollozos, cada vez más débiles. En un frenesí de curiosidad aterrorizada, el doctor Teesdale gritó:
—¿A ver qué? ¡Dígame qué está haciendo, qué es lo que le está pasando!
—No puedo decírselo; no podría decírselo —dijo la voz, muy débilmente—. Forma parte de... —y desapareció del todo.

El doctor Teesdale esperó un rato, pero ya no se escuchaba ningún otro sonido aparte de los crujidos del aparato. Volvió a colgar el auricular, y entonces se dio cuenta por primera vez de que su frente estaba cubierta por un sudor helado, fruto del terror. Sus orejas palpitaban, su corazón latía rápida y débilmente, y tuvo que sentarse. En una o dos ocasiones se preguntó si era posible que alguien estuviera gastándole una horrenda broma, pero sabía que no podía ser así; sentía perfectamente que había estado hablando con un alma que sufría el tormento de la contrición por el terrible e irremediable acto que había cometido. Tampoco se trataba de un engaño de sus sentidos; allí, en aquella confortable habitación suya de Bedford Square, con Londres rugiendo alegremente a su alrededor, había hablado con el espíritu de Charles Linkworth. Pero no tenía tiempo (ni de hecho la predisposición, ya que de algún modo su alma se había echado a temblar en su interior) para permitirse seguir meditando. En primer lugar, llamó a la prisión.

—¿Carcelero Draycott? —preguntó.
Hubo un perceptible temblor en la voz del hombre mientras respondía:
—Sí, señor. ¿Es usted el doctor Teesdale?
—Sí. ¿Ha sucedido algo ahí?
Dos veces pareció que el hombre intentaba hablar y no podía. Al tercer intento, brotaron sus palabras.
—Sí, señor. Ha estado aquí. Le vi entrar en la habitación en la que está el teléfono.
—¡Ah! ¿Habló usted con él?
—No, señor. Sudé y recé. Y media docena de hombres han vuelto a gritar mientras dormían. Pero ya vuelve a estar todo tranquilo. Creo que ha regresado al pabellón de las ejecuciones.
—Sí. Bueno, creo que ya no habrá más alboroto por ahora. Por cierto, déme por favor la dirección del señor Dawkins.

Tras serle proporcionada, el doctor Teesdale procedió a escribirle una nota al capellán, solicitándole que cenara con él a la noche siguiente. Pero de repente se dio cuenta de que no podía redactarla en su escritorio, con el teléfono tan cerca de él, y subió las escaleras, hasta una sala de estar que apenas utilizaba salvo para reunirse con los amigos. Allí recobró la serenidad y pudo controlar su mano. La nota, simplemente transmitía al señor Dawkins su solicitud de que cenara con él a la noche siguiente, ya que deseaba contarle una historia muy extraña y pedir su ayuda. «Incluso si tiene usted otro compromiso», concluyó, «le solicito con toda seriedad que lo anule. Esta noche yo hice lo mismo. Me habría arrepentido amargamente de no haberlo hecho.» A la noche siguiente, los dos cenaban sentados en el comedor del doctor, y cuando les dejaron con sus cigarrillos y el café, el doctor habló.

—No debe juzgarme loco, querido Dawkins —dijo—, cuando oiga lo que tengo que contarle.
El señor Dawkins se rió.
—Le prometo sinceramente que no lo haré —dijo.
—Bien. Anoche y la noche anterior, un poco más tarde de lo que ahora es, hablé a través del teléfono con el espíritu del hombre al que vimos cómo ejecutaban hace dos días: Charles Linkworth.
El capellán no se rió. Hizo retroceder su silla aparentemente molesto.
—Teesdale —dijo—, es para contarme este... no quiero ser grosero pero... este cuento de hadas... por lo que me ha hecho venir esta noche?
—Sí. Y aún no ha oído ni la mitad. Anoche me pidió que le trajera. Quiere contarle algo. Creo que podemos suponer lo que es.
Dawkins se levantó.
—Por favor, permítame que no siga escuchando —dijo—. Los muertos no regresan. En qué estado o bajo qué condición existen no se nos ha revelado. Pero han acabado su relación con el mundo material.
—¡Pero debo contarle más! —dijo el doctor—. Hace dos noches, me telefonearon, pero muy débilmente. Apenas pude oír unos susurros. Al instante pregunté desde dónde había sido efectuada la llamada, y se me comunicó que desde la prisión. Llamé a la prisión y el carcelero Draycott me dijo que nadie me había llamado desde allí. También él fue consciente de una presencia.
—Creo que ese hombre bebe —dijo Dawkins, agudamente.
El doctor hizo una pausa momentánea.
—Mi querido amigo, no debería decir esas cosas —dijo—. Es uno de los hombres más equilibrados con los que contamos. Y si él bebe, ¿por qué no yo?
El capellán volvió a sentarse.
—Deberá perdonarme —dijo—, pero no puedo implicarme en esto. Son asuntos demasiado peligrosos como para verse mezclado en ellos. Además, ¿cómo sabe que no se trata de un truco?
—¿Un truco de quién? —preguntó el doctor.
De repente sonó el teléfono. Fue perfectamente audible para el doctor.
—¿No lo oye?
—¿Oír qué?
—La campanilla del teléfono.
—No oigo nada —dijo el capellán bastante enfadado—. No suena ningún teléfono.
El doctor no respondió, se dirigió a su estudio y encendió las luces. Después agarró el auricular.
—¿Sí? —dijo con voz temblorosa—. ¿Quién es? Sí, el señor Dawkins está aquí. Intentaré que hable con usted.
Regresó a la otra habitación.
—Dawkins —dijo—, he aquí un alma en agonía. Le ruego que la escuche. Por el amor de Dios, venga y escuche.
El capellán dudó un momento.
—Como desee —dijo.
Tomó el auricular y se lo acercó a la oreja.
—Soy Dawkins —dijo.
Esperó.
—No puedo oír nada de nada —dijo al final—. ¡Ah! Ahora he oído algo, como un susurro.
—¡Ah, intente escuchar, intente escuchar! —dijo el doctor.
De nuevo el capellán escuchó. De repente soltó el aparato frunciendo el ceño.
—Algo... Alguien ha dicho: «Yo la maté, lo confieso. Quiero ser perdonado». Se trata de un truco, mi querido Teesdale. Alguien, conociendo sus inclinaciones espirituales, le está gastando una broma de muy mal gusto. No puedo creerlo.
El doctor Teesdale tomó el auricular.
—Soy el doctor Teesdale —dijo—. ¿Puede demostrarle de alguna manera al señor Dawkins que efectivamente se trata de usted?
Después volvió a dejarlo.
—Dice que cree que puede —dijo—. Debemos esperar.

La noche volvía a ser muy calurosa, y la ventana que daba al patio pavimentado que había en la parte trasera de la casa estaba abierta. Durante cinco minutos los dos hombres esperaron en silencio, sin que nada ocurriera. Después, el capellán habló.

—Creo que es una prueba lo suficientemente conclusiva.
Mientras hablaba, una corriente de aire extremadamente fría se introdujo en la habitación, alborotando los papeles que había sobre el escritorio. El doctor Teesdale se acercó a la ventana y la cerró.

—¿Ha notado eso? —preguntó.
—Sí, una corriente de aire. Bastante fría.
Una vez más, en el interior de la habitación cerrada, se levantó el viento.
—¿Y ha notado eso? —preguntó el doctor.
El capellán asintió. De repente notaba los palpitos de su corazón golpeando violentamente contra su garganta.
—Defiéndenos de todo peligro que pueda acecharnos esta noche —exclamó.
—Algo se acerca —dijo el doctor.

Y mientras hablaba llegó. En el centro de la habitación, apenas a tres metros de ellos, se hallaba la figura de un hombre, con la cabeza completamente doblada sobre el hombro, de manera que la cara no era visible. Entonces, agarró su cabeza con ambas manos y la enderezó, mirándoles fijamente. Los ojos y la lengua le sobresalían, y alrededor del cuello se notaba una marca lívida. Después se oyó un seco castañeteo sobre las tablas del suelo y la figura desapareció. En el suelo había una soga. Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. El sudor manaba del rostro del doctor, y los blanquecinos labios del capellán murmuraban plegarias. Después, haciendo un tremendo esfuerzo, el doctor recuperó la compostura. Señaló la soga.

—Había desaparecido justo después de la ejecución —dijo.
Entonces el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, el capellán no necesitó ninguna motivación. Se aproximó de inmediato y el campanilleo cesó. Durante un rato, escuchó en silencio.
—Charles Linkworth —dijo al fin—. Ante los ojos de Dios, en cuya presencia te encuentras: ¿te arrepientes sinceramente de tu pecado?
Llegó una respuesta inaudible para el doctor, y el capellán cerró los ojos. Y el doctor Teesdale se arrodilló mientras escuchaba las palabras de la Absolución.
Finalmente, regresó el silencio.
—Ya no oigo nada —dijo el capellán, colgando el teléfono.
En ese momento, el criado del doctor entró con unas botellas de licor y sifón. El doctor Teesdale señaló sin mirar hacia el lugar en el que se había manifestado la aparición.
—Recoja esa soga y quémela, Parker —dijo.
Por un momento reinó el silencio.
—Ahí no hay ninguna soga, señor —respondió Parker.


La coronación de Thomas Shap. Lord Dunsany (1878-1957)

La ocupación del señor Thomas Shap consistía en persuadir a los clientes de que la mercancía era genuina y de excelente calidad, y que en cuanto al precio su voluntad tácita sería consultada. Para llevar a cabo esta ocupación todas las mañanas iba muy temprano en tren a unas pocas millas de la City desde el suburbio en donde pasaba la noche. Así era como empleaba su vida. Desde el momento en que por vez primera se dio cuenta (no como se lee un libro, sino como las verdades son reveladas al instinto) de la bestialidad propia de su ocupación, y de la casa en la que pasaba la noche -su aspecto, forma y pretensiones-, e incluso de la ropa que llevaba puesta, desde aquel mismo momento dejó de cifrar en ellos sus sueños, sus ilusiones, sus ambiciones; se olvidó de todo excepto de aquel laborioso señor Shap vestido con levita que adquiría billetes de tren, manejaba dinero y a su vez podía ser manejado por las estadísticas. Ni el sacerdote que había en es señor Shap, ni el poeta, tomaron jamás el primer tren para la City.

Al principio solía hacer pequeños recorridos en su imaginación, fijándose en su ensueño en los campos y ríos tendidos al sol, en los que éste sorprendía al mundo con mayor brillantez cuanto más hacia el sur. Luego empezó a imaginar mariposas; después de eso, gente vestida de seda y templos que construían a sus dioses. Se advertía que el señor Shap era más bien callado, e incluso a veces distraído; mas no se criticaba su comportamiento con los clientes, para los cuales seguía siendo tan convincente como antaño. Por tanto, soñó durante un año más y, según soñaba, su fantasía se reforzaba. Leía todavía en el tren publicaciones baratas, seguía discutiendo los efímeros tópicos de la vida cotidiana y todavía votaba en las elecciones, aunque ya no lo hacía con todo su ser: su alma ya no intervenía. Había tenido un año agradable, aunque su imaginación era completamente nueva para él, y a menudo le había descubierto cosas hermosas lejos de donde estaban disponibles, al sudeste del limbo crepuscular. Como tenía una mente lógica y prosaica, a veces decía: "¿Por qué he de pagar dos peniques en el teatro eléctrico cuando bastante fácilmente puedo ver gratis todo tipo de cosas?" Cualquier cosa que hiciera era ante todo lógica, y los que le conocían hablaban siempre de Shap como de "un hombre bueno, sensato y juicioso".

El día más importante de su vida, con mucho, fue a la ciudad como de costumbre en el primer tren a vender artículos plausibles a sus clientes, mientras su parte espiritual vagaba por tierras imaginarias. Según venía de la estación, lleno de sueños pero completamente despierto, descubrió repentinamente que el verdadero Shap no era el que iba al Comercio con fea ropa negra, sino el que vagaba a lo largo del borde de la jungla cerca de las murallas de una antigua ciudad oriental que surgía de la arena y que el desierto lamía con su eterna ondulación. Solía imaginar que el nombre de esa ciudad era Larkar. "Después de todo, la ilusión es tan real como el mismo cuerpo", decía con perfecta lógica. Era una teoría peligrosa.

Al igual que en el Comercio, se daba perfecta cuenta de la importancia y el valor del método para aquella otra vida que llevaba. No dejaba que su fantasía vagara demasiado lejos hasta conocer perfectamente sus principales aledaños. En particular evitaba la jungla: no es que temiera encontrar allí un tigre (después de todo, no era real), mas sí que pudieran agazaparse extrañas criaturas. Creó Larkar lentamente: muralla a muralla, torres para los arqueros, puerta de latón, y todo lo demás. Y entonces, un día se persuadió, y con toda razón, de que toda aquella gente vestida de seda que recorría sus calles, sus camellos, sus mercancías procedentes de Inkustahn, la misma ciudad, eran producto de su voluntad, por lo que él mismo se hizo Rey. Después sonreía cuando la gente no se quitaba el sombrero a su paso por las calles, mientras caminaba de la estación al Comercio; mas era lo suficientemente práctico como para reconocer que era preferible no comentar esas cosas con los que únicamente le conocían como señor Shap.

Ahora que era Rey de la ciudad de Larkar y de todo el desierto que se extiende hacia el este y el norte, dejó vagar más lejos su fantasía. Se llevó los regimientos de camelleros y abandonó Larkar entre tintineos producidos por las campanillas de plata que llevaban los camellos debajo de la barbilla, y llegó a otras remotas ciudades del desierto que se alzaban al sol con sus blancas murallas y torres. Atravesó las puertas de estas ciudades con sus tres regimientos vestidos de seda: el regimiento azul pálido estaba a su derecha, el regimiento verde cabalgaba a su izquierda y el regimiento lila iba delante. Cuando hubo atravesado las calles de cada una de las ciudades, y observado los modales de sus gentes, y contemplado la forma en que el sol daba en sus torres, se proclamó Rey allí mismo y a continuación siguió adelante con su fantasía. De esa manera pasó de ciudad en ciudad y de país en país. Aunque el señor Shap era perspicaz, creo que pasó por alto el ansia de engrandecimiento del que tan a menudo son víctimas los reyes. De manera que, cuando las primeras ciudades abrieron sus relucientes puertas y vio que la gente se postraba ante su camello, y que los lanceros le aclamaban a lo largo de innumerables balcones, y que los sacerdotes salían a hacerle reverencias, él, que nunca había tenido siquiera la más modesta autoridad en su mundo familiar, se volvió insensatamente insaciable. Apenas fue Rey dejó que su fantasía vagase a velocidades desmesuradas, renunció al método, y ansió ampliar sus fronteras; de manera que se internó cada vez más en terrenos completamente desconocidos para él. La concentración que mostró en sus desmesurados avances a través de países que la historia desconoce y de ciudades de tan fantásticos baluartes que, aunque sus habitantes eran humanos, sin embargo el enemigo al que temían no lo parecía tanto; el asombro con que percibió puertas y torres desconocidas incluso para el arte, y gente furtiva afluyendo por intrincados caminos para aclamarle como su soberano; todas esas cosas comenzaron a afectar su capacidad para el Comercio. Sabía como cualquiera que su imaginación no podía gobernar aquellas hermosas tierras a menos que el otro Shap, por insignificante que fuera, estuviera bien amparado y alimentado: y el amparo y el alimento significan dinero, y el dinero Comercio. Su error se parecía más al de un jugador astuto que ignorara la codicia humana. Un día su imaginación, vagando de buena mañana, llegó a una ciudad espléndida como el alba, en cuyas opalescentes murallas había puertas de oro, tan enormes que entre sus barrotes fluía un río en el que, cuando aquéllas se abrían, flotaban grandes galeones con las velas alzadas. De ellas salió danzando un grupo instrumental que ejecutó una melodía alrededor de la muralla. Aquella mañana el señor Shap, el Shap corporal de Londres, se olvidó del tren que le conducía a la ciudad.

Hasta hacía un año nunca había imaginado nada; no hay por qué extrañarse de que todas aquellas cosas recientemente imaginadas por su fantasía le jugaran al principio una mala pasada a la memoria de un hombre tan cuerdo. Dejó por completo de leer los periódicos, perdió todo su interés por la política, y cada vez le importaban menos las cosas que pasaban a su alrededor. Incluso volvió a ocurrirle aquella desgraciada pérdida del tren de la mañana y la empresa le reprendió severamente por ello. Mas él se consoló. ¿Acaso no le pertenecían Aráthrion y Argun Zeerith y todo el litoral de Oora? E incluso cuando la empresa le criticó, contempló en su imaginación a los yaks en viajes agotadores, lentas partículas sobre los campos nevados, portando sus ofrendas; y vio los ojos verdes de los montañeses que le habían mirado de una manera extraña en la ciudad de Nith cuando entró por la puerta del desierto. No obstante, su lógica no le abandonó del todo; sabía que sus extraños súbditos no existían, y estaba más orgulloso de haberlos creado en su mente que de poder gobernarlos únicamente. Así que, en su orgullo, se consideraba más importante que un Rey, sin atreverse a pensar exactamente qué. Entró en el templo de la ciudad de Zorra y permaneció allí algún tiempo solo: todos los sacerdotes se arrodillaron ante él cuando salió.

Cada vez le importaban menos las cosas que a nosotros nos preocupan, los asuntos propios de Shap, el comerciante de Londres. Comenzó a despreciarle con soberano desdén. Un día, hallándose en Sowla, la ciudad de los thuls, sentado en el trono de amatista, decidió, y al momento fue proclamado con trompetas de plata por todo el país, que sería coronado Rey de todo el País de las Maravillas. Delante de aquel viejo templo donde año tras año, durante más de mil, fueron venerados los thuls, instalaron pabellones al aire libre. Los árboles que allí florecían despedían radiantes fragancias, desconocidas en todos los países incluidos en los mapas; las estrellas brillaban intensamente por aquel excelente motivo. Una fuente lanzaba incesantemente hacia arriba con gran estrépito brazada tras brazada de diamantes; un profundo silencio aguardaba a las trompetas doradas: se acercaba la noche de la coronación. En lo alto de aquellos viejos y gastados escalones, que bajaban no se sabe adónde, se encontraba el Rey con su manto de color esmeralda y amatista, la antigua vestidura de los thuls; a su lado estaba la Esfinge que en las pasadas semanas le había aconsejado en sus asuntos.

Lentamente, subieron hacia él, de no se sabe dónde, ciento veinte arzobispos, veinte ángeles y dos arcángeles, llevando la fabulosa corona, la diadema de los thuls. Mientras ascendían hasta él, sabían que a todos ellos les esperaba un ascenso por su labor aquella noche. Silencioso, majestuoso, el Rey les aguardaba. Los doctores de abajo fueron sentándose a cenar, los vigilantes pasaron lentamente de una habitación a otra, y cuando, en aquel confortable dormitorio de Hanwell, vieron al Rey todavía erguido y regio, resuelto, subieron hasta él y le dijeron: "Váyase a la cama... a la linda cama". Así es que se acostó y pronto se quedó dormido: el gran día había terminado.


La condesa Valeria. Gore Vidal (1925-2000)

Salió de Viena a primera hora de la mañana. Una costra dura se había formado sobre la nieve durante la noche. Despuntaba el día, deslumbrando con la luz de invierno reflejada en la nieve: resplandores rojos, amarillos y violetas destellaban en la blancura. El cielo era de un azul profundo, y al sol no se sentía el frío. Se aflojé la capa, la brisa fresca lo acaricié. Detrás de esa frescura, el sol quemaba. La gente caminaba por las calles; todos parecían alegres, reflejando, como suele ocurrir, el estado del tiempo. Los carros traqueteaban, y grupos de jinetes armados cabalgaban en las calles alfombradas de nieve rumbo a las fronteras de Austria, hacia rebeliones y batallas desconocidas.

Ahora volvía a cabalgar, en una montura adquirida con el premio del emperador; estaba satisfecho con el éxito obtenido la noche anterior y también con el dinero, pues el oro le duraría por lo menos hasta encontrar a Ricardo. Canturreando feliz, se interné en la carretera de Lintz.

Un campo ondulante, resplandeciente y blanco, circundaba la ciudad y bordeaba el ancho río: campos como pedazos de blancura y bosquecillos de árboles como dedos de viejo arañando la luz, negros y retorcidos. Estaba solo en la carretera y cabalgaba con placer, respirando gozosamente, concentrado en sus movimientos, disfrutando el día transparente, la súbita claridad. No había nubes en el cielo: todo era azul, diáfano, con una luminosidad que encandilaba y hacía lagrimear, con el color de los zafiros y de los ojos de un rey. Ningún viento perturbaba el aire mientras él cabalgaba a través de la blancura.

Pasaron los días.

El tiempo se desplazaba hacia un misterio desconocido y los días, los paréntesis de luz y de tinieblas, transcurrían mientras él se desplazaba, como el tiempo, hacia un misterio que no podía designar, un lugar más allá de la ilusión, más vasto que el instante, ensanchado por la muerte. No tenía idea del futuro; vagamente comprendía que debía ir hacia Ricardo pero no pensaba en el después, y hasta Ricardo, a veces, le parecía casi inexistente. Se movía y eso era todo. Atravesaba aldeas y veía el trabajo de los labriegos. Los oía hablar entre sí y sabia que cada uno tenía una historia conocida por los demás, mientras que, entre ellos, sólo él era diferente, sin una historia o una realidad en esos pueblos: nunca despertaba afecto, sólo curiosidad, un hombre de tez clara, joven aún, que pagaba un techo bajo el cual dormir y la comida.

Él era el extraño.

Los niños eran los más recelosos y los más interesados; solían formar corro cerca de él, señalándolo y observándolo con temor. Durante mucho tiempo les había sonreído, pero ahora comprendía que así los asustaba, de modo que finalmente aprendió a mirar a la gente sin expresión alguna, como si no reconociera la existencia de los demás, como si también ellos fueran espectros. Y en realidad, él se diferenciaba de ellos por el solo hecho de estar en movimiento: rara vez abandonaban sus aldeas, pues temían a los gigantes y dragones, los hombres-lobo y los vampiros, y ante todo a los otros hombres. Pero los que carecen de futuro y de historia pueden deambular de un lado al otro sin temor, pues están protegidos por el presente; no reconocen los limites impuestos por el tiempo; jamás atraviesan una frontera: se desplazan por el mundo en un presente ininterrumpido y sólo unos pocos, como Blondel, advierten, si bien con vaguedad, que deben encontrar a un rey; aunque la búsqueda en si misma es ya una razón para olvidar la propia historia, una causa suficiente para destruir la presencia del futuro, que en el mejor de los casos es un sueño y una abstracción.

El viajero, el extraño, el apartado: desplazándose de ninguna parte a ninguna parte, a veces evocando a un rey prisionero; eso era Blondel mientras atravesaba las colinas nevadas y encharcadas de Austria, tiritando, como todos los viajeros, cuando soplaba el viento frío.

—¿Así que acabas de llegar de Palestina? Yo estuve allí; estuve en Acre.

Todo el mundo, pensé Blondel, cada caballero de Europa había estado en Acre.

—Yo también estuve —dijo Blondel.

—¿Ah, si? Creo que ninguno de nosotros olvidará jamás esos días. Ojalá podamos contárselo a nuestros nietos. Sé que nunca olvidaré la noche anterior a la batalla definitiva; cabalgué con el duque Leopoldo por nuestro campamento y él habló a sus hombres y les dijo que se encontraban en medio de la guerra más grande e importante en la historia del mundo. ¿Puedes imaginarlo?

Blondel dijo que sí, que podía imaginarlo. El joven caballero se sirvió más vino. Era alto y corpulento, tenía los brazos fuertes y velludos. Era moreno y de pómulos altos; daba la impresión de tener algo de sangre oriental en las venas. Sus cejas se unían formando una franja de pelo negro que infundía a su rostro una expresión siniestra.

—¿Con qué ejército estuviste en Acre? —preguntó, tomándose un largo trago de vino; Blondel pudo oír el gorgoteo en su garganta y su estómago.

—Con el de Felipe Augusto; yo era uno de sus trovadores.

—¿Eres trovador? Qué bien. Siempre he pensado que me hubiera gustado ese oficio. Tengo una voz bastante buena, ¿sabes?, pero no tengo buena memoria para las canciones y estoy seguro de que no podría escribir ninguna. Traté de componer una para mi dama, la que va a ser mi esposa, creo; pero no llegué muy lejos. Nos casaremos el mes que viene, o en cuanto lo decida su padre. Viven en las afueras de Lintz; ahora voy hacia allá. Él quiere casarla con un señor realmente importante, pero ella quiere casarse conmigo, y como no hay ningún señor importante a la vista, pudo elegir mucho peor. —Flexioné los músculos de los brazos con complacencia—. Pero ¿no estábamos hablando de Acre? Al día siguiente peleamos intensamente y los franceses no hicieron demasiado; si no te molesta que lo diga.

—¿Y el ejército de Ricardo?

El joven frunció el ceño.

—Hizo casi tan poco como los franceses, pero fue mucho más ruidoso, gritando y maldiciendo. Luego, una vez que tomamos la mayor parte de las fortificaciones, él se adelanté a tomar posesión, todo porque era rey. –También derribó vuestros estandartes, si mal no recuerdo. ¿No es así?

Asintió de mala gana. No, ni siquiera las cejas podían hacerlo parecer realmente siniestro; ni siquiera inteligente, pensó Blondel.

—No pudimos hacer demasiado una vez que ese demonio tomó posesión del campo. Tenía más problemas que nosotros, ¿sabes? Nuestro duque ni siquiera se molesté en protestar; era demasiado tarde. Todos saben que Ricardo es muy codicioso. Supongo que le perdonaría ese defecto, pero esas historias que ha hecho circular acerca de su bravura: eso es lo que realmente me fastidia. Tiene un grupo de trovadores que no hacen sino dedicarle canciones y llamarlo Corazón de León, cuando en verdad es como todos los generales: cuida muy bien de su persona.

—Siempre tuve entendido —dijo Blondel con lentitud, estudiando la maltrecha mesa de madera que era realmente valeroso.

—¡Valeroso! Te enteraste de cómo asesinó a Conrado de Montferrat, ¿no? No creo que ésa fuera una demostración de valor. ¿Quieres más vino?

Blondel tomó un poco más de vino. Ya era tarde y eran los únicos que permanecían despiertos en la posada. El resplandor del fuego teñía de rojo las ahumadas paredes del cuarto. Dos viajeros dormían en el suelo frente al hogar.

Blondel había conocido al caballero en las calles de Lintz, y el joven había sugerido que pernoctaran en la posada en vez de en el castillo, pues había oído que estaba lleno de visitantes envueltos en alguna intriga, ya que horas antes había intentado ver al señor del castillo y, pese a ser conocido, los guardias le habían cerrado el paso.

A la mañana siguiente, Blondel y su amigo descubrieron por qué no les habían permitido entrar. El castillo estaba lleno de soldados del emperador desde hacía una semana. Habían apresado a Ricardo pese al duque Leopoldo y una noche (nadie sabia exactamente cuándo) lo habían trasladado al castillo del emperador en Durenstein.

Blondel se enteró de todo esto esa mañana, por boca de soldados del duque y de un monje que había estado en el castillo y había visto personalmente a Ricardo: «un hombre robusto y de carácter violento; se rió cuando los hombres del emperador vinieron para llevárselo de Austria».

De pronto Blondel sintió una gran fatiga y, por primera vez, desaliento. De nuevo tendría que recorrer muchas millas para llegar a otro castillo, cruzar más fronteras, soportar más días de frío, para luego llegar a descubrir, muy probablemente, que habían vuelto a trasladar al rey y que debía reanudar este viaje interminable.

Apenas prestó atención al joven caballero, quien comentó excitado la novedad. Nunca se le había pasado por la imaginación que Ricardo pudiera caer en manos de Leopoldo; esta noticia era tan buena de por si que no le importaba lo que viniera después.

En Lintz, Blondel preguntó discretamente dónde se encontraba Durenstein, y luego, más o menos seguro de la dirección, salió de Lintz en compañía del joven caballero.

Durante un tiempo hablaron acerca de diversas armas; luego hablaron acerca de razas de caballos: luego hablaron de Acre y al cabo, agotada la conversación del joven, volvieron a hablar de las armas que preferían hasta que al fin, como no se les ocurría ningún otro tema, cabalgaron en silencio a través del bosque.

Los árboles eran más altos que los que crecían alrededor de Viena y el viento silbaba en las ramas más altas. La madera chocaba con la madera entre chasquidos y suspiros, las ramas crujían y ante todo se oía un extraño suspiro semejante al resuello de los moribundos. Pese a todo, pensó, era agradable volver a cabalgar acompañado: oír a otro hombre, a otro ser humano moviéndose y respirando al lado de uno, golpear ocasionalmente, con un sonido metálico, el metal de los estribos del otro.

Era extraño que no le molestara la soledad cuando viajaba y que al mismo tiempo deseara tener a alguien cerca, aun cuando fuera un caballero joven y obtuso que sabia de armas, caballos, la batalla de Acre y, lamentablemente, nada más.

Habían tratado de hablar de política y el joven había dicho que admiraba a Leopoldo, respetaba al emperador, reverenciaba al papa, adoraba al padre de su dama, desconfiaba de Felipe Augusto, despreciaba a Ricardo y odiaba a Saladino, que era el demonio en la tierra o, en caso de no ser el mismo demonio, al menos había recibido instrucciones de ese príncipe tenebroso para matar a jóvenes caballeros austriacos, y si era posible, robar sus almas. No estaba muy seguro de cuál era el procedimiento empleado para esto último, pero obviamente debía de existir un modo, pues de lo contrario, ¿para qué iba a actuar el diablo a través de Saladino? Sí, era lógico, convino Blondel.

—¡Pero ella es tan hermosa! —Y aquí el caballero demostró al fin cierta coherencia—. Sus ojos son grises, ¿sabes?, del color de esas espadas que compras en Palestina, de ese color. Su melena es oscura pero no tanto como la mía, y creo que tiene algún tinte rojizo; pero lo más maravilloso es su sonrisa. Tiene una especie de hoyuelo, y nada menos que en la barbilla, ¿no te parece extraordinario? A mi sí. Eso fue lo primero que me llamó la atención. Ahora tiene dieciocho años, la edad ideal para casarse. Yo tengo veinte, así que nos parecemos bastante, salvo que yo tengo más experiencia, y así deben ser las cosas. Nunca me ha gustado la idea de que un viejo se case con una muchacha joven.

»Además es muy inteligente, para ser una mujer. Y no habla demasiado, a Dios gracias. Odio a esas mujeres que se pasan el tiempo hablando, y eso es precisamente lo que hacen las de Viena. Estuviste en la corte, ¿no? Bueno, son realmente terribles; casi tan insoportables como se dice que son las francesas, con tu perdón. No creo que las mujeres deban hablar mucho, porque en general no saben demasiado.

Blondel, al oír esta última observación, asintió, sonrió y pensó lo mismo respecto a los jóvenes caballeros.

A veces escuchaba al muchacho, pero más a menudo dejaba que esa voz áspera, aún adolescente, siguiera zumbando: un trasfondo para sus propios pensamientos. Ocasionalmente prestaba atención a una que otra palabra, pero por regla general no; al muchacho le gustaba hablar y con eso le bastaba. Blondel descubrió que él, por su parte, había perdido el hábito de hablar, y además el alemán todavía le resultaba difícil.

Así cabalgaban, uno junto al otro, y los arneses crujían, los estribos chocaban de cuando en cuando y el caballero recitaba interminables historias acerca de si mismo.

La primera noche que pasaron juntos en el bosque encendieron una fogata junto a un arroyo. Poco después de medianoche fueron atacados por hombres-lobo. Los gritos del joven caballero despertaron a Blondel; tres hombres con túnica gris, de piel de lobo, lo mantenían contra el suelo y otros dos se disponían a hacer lo mismo con Blondel. Él se apresuró a incorporarse y antes de que lo apresaran extrajo el pentagrama de plata y se lo mostró. Los dos hombres se detuvieron y miraron fijamente el medallón.

—¿Quién te ha dado esto? —preguntó uno de ellos, un hombre de aspecto aterrador al que le faltaba una oreja.

—Stefan, cerca de Tiernstein —dijo Blondel sin vacilar.

—¿Lo conoces?

—Si. Soy trovador; canté para él.

—A Stefan le gusta la música —dijo uno de los hombres a modo de explicación.

El hombre de una sola oreja parecía irritado.

—Claro, debemos respetar la insignia —dijo—, pero creo que tendríais que darnos un presente; la cuarta parte de lo que lleváis, digamos.

El joven caballero empezó a bramar en el suelo: pelearía con dos de ellos si lo dejaban levantarse; ya les daría una lección… Uno de los hombres lo pateó y el joven dejó de hablar.

—Desde luego —convino Blondel—, pero tendrás que dejarnos circular libremente por tu bosque; no queremos que vengan más de los tuyos en busca de presentes; nosotros también somos gente pobre.

—No seréis molestados —dijo el ladrón, y contó cuidadosamente la cuarta parte del oro del caballero, y luego, con igual escrúpulo, la cuarta parte del de Blondel.

Al fin, ya resuelto este delicado problema, agitó la mano y dijo:

—No seréis molestados por esta noche, y mañana al atardecer estaréis fuera del bosque. —Los hombres desaparecieron con tanta rapidez que, por un momento, Blondel se preguntó (como ya una vez se lo había preguntado) si después de todo no habría realmente criaturas mágicas en el mundo que podían convertirse en lobos a voluntad o desaparecer cuando lo deseaban, evaporarse en el aire.

—Debimos luchar contra ellos. No debiste entregarles el oro sin resistencia. Preferiría morir antes que permitir que esos ladrones me despojen de ese modo. —Se frotó el lugar donde lo habían pateado.

—Me ha parecido que no podíamos hacer otra cosa —dijo Blondel con irritación—. Estaban sentados encima de ti y yo estaba desarmado; además, creo que tenemos suerte de habernos librado de ellos con tanta facilidad.

—Me gustaría volver a encontrarme con ese demonio de una sola oreja. Le enseñaría a… —Durante cerca de una hora el joven caballero explicó lo que haría si volvía a ver al hombre de una sola oreja. Aullaron los lobos. Al cabo de un rato se durmieron.

Blondel fue invitado a permanecer en Wenschloss, el castillo de la dama de su compañero. Sólo recibió esa invitación después de explicar larga y detalladamente cómo había obtenido el medallón de plata de los hombres-lobo.

Wenschloss era un castillo sórdido y pequeño, instalado en un desnudo peñasco color pizarra que daba a un desfiladero donde un río bullía en un angosto cauce de piedra, entre riberas rocosas: un hilo de agua torcido por la roca.

La torre del castillo era de sólida mampostería, pero casi todos los edificios y parte de la muralla exterior eran de madera. Había una aldea al pie del peñasco donde se erguía el castillo; campos cultivados se extendían entre el río y el linde del bosque. Al norte del castillo había un puente de madera, y más allá una carretera que conducía, según le informaron, a Durenstein.

La familia de Wenschloss había asumido, como a veces ocurre, las características de sus propiedades. Eran oscuros como sus bosques, y tenían mandíbulas macizas y cuadradas como las rocas del río; los ojos eran tan grises, claros y fríos como sus aguas. Recibieron a Blondel cortésmente y escucharon de labios del caballero la descripción del ataque de los hombres-lobo. La familia de Wenschloss era gente de pocas palabras y hasta el amigo de Blondel, a punto de sumarse a la parentela, finalmente dejó de hablar. Hicieron preguntas acerca de la situación política en general; al margen de eso, no les interesaba la vida en Viena ni en Lintz.

Cuando terminó la cena en el salón, una estancia sombría y llena de corrientes de aire, con un número de antorchas ridículamente reducido considerando la vastedad de los bosques de Wenschloss, todos permanecieron sentados alrededor del fuego en sillas que parecían tronos, sin pronunciar palabra. Para gran asombro de Blondel no le pidieron que cantara. Sentados, estudiaban el fuego y, ocasionalmente, a los presentes; esa atmósfera afectó incluso al amigo de Blondel, quien callaba y miraba con insistencia a su prometida.

Era una muchacha bonita, demasiado rolliza para el gusto de Blondel, con esa clase de cuerpo que en pocos años sería absolutamente redondo. A los alemanes, sin embargo, les gustaba ese tipo. Era extraño que los gustos variaran tanto de país en país. Todo se limitaba a un hábito, en realidad, una cuestión de costumbres. Parecía una muchacha simpática y obviamente adoraba a su caballero, pues lo miraba con solemnidad y agrandando los ojos, casi como una ardilla fascinada, las manos menudas y regordetas entrelazadas al azar en el regazo. Blondel trató de imaginarlos juntos.

Su padre era un patriarca guerrero; el pelo y la barba como corteza de árbol y la cara como madera torpemente tallada. Casi nunca hablaba.

Permanecieron mirándose durante una hora y luego, finalmente, cuando el fuego se extinguió y el humo impregnó la sala y los hizo lagrimear, la familia de Wenschloss, sin una palabra, se levantó y se retiró. Los criados condujeron a Blondel y al joven caballero a sus aposentos.

Esa noche durmió bien, y a la mañana siguiente, cuando aún no había clareado del todo, pidió su caballo al palafrenero y, a imitación de sus anfitriones, se marchó sin decir una palabra.

Cruzó el río y se internó en otro bosque; aquí los árboles eran nudosos y retorcidos como si los hubiera atacado un viento terrible.

Al cabo de un día y una noche se había acostumbrado nuevamente a viajar solo. Todas las noches un viento feroz azotaba el bosque, un viento negro que oscurecía las estrellas como un pesado manto extendido entre los árboles y el cielo. Blondel pasó varias noches así en este bosque, y cada noche ese viento amargo soplaba y apagaba las estrellas.

Ningún lobo aullaba y no se oían ruidos; se preguntó si estaba en un bosque encantado, como el del dragón.

A veces creía en la magia. Los hechizos y los conjuros le inspiraban escepticismo; sólo se utilizaban, por supuesto, para amedrentar a los ignorantes. Pero los encantamientos más grandes –la metamorfosis de ciudades enteras, la destrucción de bosques, la maldición de montañas le resultaban fáciles de aceptar, y le habían hablado de brujas que podían desatar rayos y tormentas. Todo esto era posible. Además, en cuanto a los gigantes y los dragones, había visto personalmente a dichas criaturas. Su gigante no era tan alto, en realidad, al menos no tanto como solía decirse que eran los gigantes, pero sin duda era muy peculiar. El dragón era lo más inusitado: Blondel nunca había visto otro animal semejante, pero así y todo no se parecía a esos monstruos legendarios con aliento de fuego de los que había oído hablar. Los hombres-lobo constituían, en cierto sentido, su mayor decepción. Toda la vida había oído historias de aldea acerca de hombres que las noches de luna llena se transformaban en lobos y durante una noche cazaban con la manada; a la mañana siguiente volvían a convertirse en hombres, con las ropas manchadas de sangre, y no recordaban sus actos. Tal vez en alguna parte existían realmente esas criaturas, aunque ahora parecía improbable: eran meras bandas de salteadores ocultas en los bosques de Europa, hasta cierto punto unidas por los símbolos del lobo y por sus actividades delictivas.

Aunque en verdad la metamorfosis no parecía imposible. Había oído demasiadas historias de casos reales para ser excesivamente escéptico. Cuando era niño había cerca de Artois un hechicero, un hombre maligno que además de preparar todas las pociones ordinarias podía convertir a la gente en piedra. Blondel siempre lo había temido demasiado para atreverse a visitarlo.

Habían pasado varios días desde Wenschloss, ya una imagen borrosa en su memoria, cuando el extraño bosque terminó abruptamente y se encontró frente a una planicie parda y desolada. A lo lejos, unos cerros grisáceos limitaban la planicie, en cuyo centro, como una florescencia insólita pero natural enclavada en esa tierra lúgubre, había una aldea grande, con tejados puntiagudos, del color del polvo, con calles que desde lejos parecían negras. Detrás de la aldea se alzaba un castillo de piedra opaca, desgastada por la intemperie. Parecía muy antiguo y, a excepción de las modernas murallas, buena parte podía ser de construcción romana; aunque no podía explicarse con qué propósito Roma habría edificado una fortaleza en este páramo. Se preguntó de que vivirían los aldeanos, pues el suelo no parecía apto para el cultivo.

Como ya caía la tarde decidió pasar la noche allí, quizá en el castillo.

El frío sol del atardecer le daba en los ojos mientras cabalgaba por las calles; el cielo cobró un tinte violáceo y crepuscular, y a su espalda Blondel pudo oír el viento que se levantaba en el bosque. Se detuvo en la plaza de la aldea y en la fuente abrevó a su caballo. En la plaza había varias personas, que lo observaron con una sorprendente falta de curiosidad. Notó que eran gentes pálidas, de aspecto poco saludable. Pero quién podía ser saludable en semejante lugar. Entonces advirtió algo extraño; la iglesia, a un lado de la plaza, estaba en ruinas. Una puerta había sido arrancada y la otra colgaba de un gozne. Parte del techo había cedido y Blondel pudo ver cascotes amontonados en la nave. Era como si un rayo o un viento formidable hubiera aplastado sólo la iglesia, dejando intacto el resto del pueblo.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Blondel, dirigiéndose a un viejo, la persona que estaba más cerca. El viejo era sordo y Blondel repitió la pregunta; el viejo obviamente le oyó esta vez pero desvió la mirada.

—¿A quién pertenece ese castillo? —preguntó Blondel en voz alta, con irritación.

—A la condesa Valeria —dijo el viejo, y fijó en Blondel unos ojos amarillos—. Y a ella le gustarás, mi señor, mi buen señor. —Y el viejo se echó a reír pero calló de inmediato, como si alguien le hubiese tapado la boca con la mano.

Blondel montó y cabalgó hacia el castillo. Una condesa. Bueno, siempre se llevaba mejor con las mujeres que con los hombres. Esta condesa no tenía por qué ser una excepción. Se presentó al centinela de la puerta, un hombre pálido y enjuto que pareció sorprendido de verlo pero que lo dejó entrar sin hacer preguntas. Un sirviente le indicó una habitación y le dijo que la condesa lo recibiría a la hora de cenar.

Había algo resueltamente extraño, concluyó Blondel, en este castillo; ante todo, apenas se oían ruidos. En los castillos habitualmente se oían gritos y sonidos metálicos, el bullicio de los niños y los perros. Pero en este castillo imperaba el silencio. Los sirvientes atravesaban sigilosamente los corredores, y no se veían niños por ninguna parte. Con el transcurso de las lentas horas de la tarde, crecieron su temor y su inquietud.

El castillo no era muy grande, pero con tan poca gente y esa poca gente tan silenciosa parecía inmenso. Los corredores parecían túneles en una montaña de granito. El salón era frío y espacioso como la nave de una catedral. Las antorchas sólo alumbraban un extremo de la habitación, el extremo más alejado del hogar, y allí, sobre una tarima, sentada en una silla detrás de una mesa se encontraba el único otro comensal.

La condesa Valeria parecía alta; además era delgada, demasiado delgada. La cara era tan blanca como la leche recién ordeñada y los ojos se hundían en órbitas aureoladas de ojeras. No era joven, pero tampoco parecía vieja. Tenía arrugas alrededor de la boca, pero la cara tenía facciones jóvenes. La boca era de color rojo oscuro, ancha y de labios abultados, muy diferente del resto de la cara, delicada y enjuta. El pelo, terso y cobrizo, relucía opacamente a la luz. En la cabeza lucía una diadema de plata con una sola incrustación de un ojo de gato. Vestía a la antigua, una túnica blanca con bordados de oro. Cuando él se inclinó lo saludó con un gesto.

—Eres bienvenido a mi castillo —dijo, y su voz era baja, muy profunda para una mujer.

—Agradezco tu amabilidad, condesa. —Se presentó.

Ella le indicó que se sentara enfrente. Sin duda era extraño cenar con una sola persona en el salón de un castillo. Los sirvientes les trajeron comida y vino. Tres juglares estaban sentados en la oscuridad, fuera del círculo de luz, y tocaban lo que a Blondel le sonó como una música oriental, vibrante y aguda, una música dolorosa y gemebunda.

—¿Y continúa la cruzada? —preguntó la condesa.

—Bueno, no. No por el momento. Ricardo firmó una tregua de tres años con Saladino. Casi todos los cruzados están de vuelta, creo.

—¿Ricardo? ¿Ricardo qué?

—El rey Ricardo… de Inglaterra —dijo Blondel; ella bromeaba, desde luego.

—Creía que el rey de los ingleses era Enrique.

—No, Enrique falleció.

—Ya veo. ¿Sabes?, por aquí no suelen pasar muchos viajeros; rara vez recibimos noticias. Pasaron años antes de que nos enterásemos de la muerte del duque Guillermo. Era amigo de mi hermano; en realidad, mi hermano lo acompañaba cuando desembarcó en Inglaterra.

—Pero… —Blondel se interrumpió; la mujer, obviamente, estaba fuera de sus cabales. Eso explicaba todo. El castillo silencioso y tal vez, incluso, la hosquedad de los aldeanos y la iglesia en ruinas. Sí, estaba loca; habían transcurrido casi ciento cincuenta años desde que Guillermo invadiera Inglaterra. Le sonrió; trataría de caerle en gracia.

—Ésos fueron grandes días —dijo, y luego preguntó cortésmente—: ¿Dónde está ahora tu hermano?

—Muerto —suspiró la condesa, mirándose las manos blancas y alargadas, con uñas puntiagudas como las garras de un dragón de alabastro—. Toda mi familia ha muerto, excepto mi padre y yo; él vive en otra región de Austria, un paraje apartado como éste. A mi familia nunca le ha interesado la vida cortesana. Nos gusta la soledad —y rió suavemente, un susurro de hojas secas—. Pero háblame de las cortes. Siempre siento curiosidad por saber qué ocurre, y un día, pronto quizá, me iré de este castillo y volveré a viajar. Hace muchos años que no salgo de aquí. Creo que la última vez Federico era emperador. Pero estoy convencida de que en el mundo no se han producido grandes cambios: todo lo más, unas pocas guerras, nuevos reyes y esas ridículas cruzadas. No las apruebo, ¿sabes? Me parecen completamente inútiles. —Esta afirmación fue inesperadamente enfática; por primera vez levantaba la voz—. Pero bebe más vino —dijo, retomando su tono ordinario, inexpresivo. Blondel se sirvió vino de una jarra de plata, un vino rojo como el granate.

—¿Te gusta esta música? —preguntó ella.

—Sí…, es una música extraña, casi imposible de seguir con el canto, me parece.

—No, no sirve para cantar. Esa música viene de Asia; mis juglares también son de Asia. Pero me gusta ese sonido, ¿a ti no? Se parece al viento. —Y mientras ella hablaba, Blondel oyó el viento que empezaba a soplar en torno al castillo. Algunas ráfagas barrían el salón y las antorchas vacilaban y humeaban.

—Si, se parece al viento. —La miró y vio que sonreía y lo observaba. Ojalá pudiera verle los ojos, discernir realmente el color y la expresión, pero estaban ocultos en profundas sombras—. Tu bosque —dijo me ha parecido bastante raro.

—¿De veras? ¿En qué sentido?

—Era… demasiado tranquilo; todos los árboles estaban retorcidos, deformados…

—Pero a mí me gusta la tranquilidad. ¿A ti no?

—No ese tipo de tranquilidad. ¿El bosque está encantado?

—¿Qué significa encantado? Si te refieres a algún conjuro mágico, si. Pero hay muchas clases de encantamiento, y algunos son imperceptibles. La magia crea y la magia, sin duda, destruye o transforma. Algunos conjuros mágicos sólo pueden obrarse de noche, de acuerdo con el demonio; otros se realizan al mediodía. Algunos encantamientos sólo duran una luna llena mientras que otros persisten hasta que las piedras se reducen a polvo y los bosques mueren. —Miró a Blondel y Blondel no supo qué decir. No entendía nada de todo esto. Se preguntó si ella no estaría obrando ahora un encantamiento, pues su modo de hablar hacía pensar en un conjuro. Por debajo de su voz gemía la música asiática.

—¿Crees en los hechizos? —preguntó.

—En algunos, por supuesto. En otros no. Es sencillo, sin duda, encantar a alguien, hacer que nos obedezca, inducirlo al sueño. Mucha gente lo puede lograr: con palabras, con los ojos o con un destello de luz en una superficie de plata. Me han dicho que es posible hacer oro, pero eso nunca me ha interesado. Si uno tiene poder, ¿para qué hacer oro? Además, la magia de las pociones es simple; cualquier vieja campesina entendida en hierbas puede hacer pociones para los amantes o los asesinos. Existen muchos hechizos, muchas formas de la magia, pero sólo un gran hechizo, al fin y al cabo.

—¿Y cuál es…?

—El de la vida.

—¿La vida eterna? Eso nadie puede lograrlo.

Ella meneó la cabeza, sonriente.

—Algunos, unos pocos, podemos hacerlo; unos pocos que ya han sobrevivido a su época, que viven en secreto, de noche. Debemos vivir de noche porque el sol nos hiere los ojos y nos aja la piel: la luna es más fría. Toma prestada la luz, y en eso se nos parece.

Sí, estaba totalmente loca. Sin embargo, asintió.

—He oído hablar de esa gente —dijo.

—Todo el mundo ha oído hablar de ella. —Apoyó las manos en la mesa; las uñas brillaron a la luz de las antorchas—. Todo el mundo nos conoce. Los niños nos temen cuando anochece y los perros aúllan cuando pasamos. El viento es nuestro aliado y hasta los amantes se estremecen cuando pasamos por la calle bajo sus ventanas. Comprendemos el tiempo, ¿ves? El transcurso de las horas nada significa para nosotros: los días y los meses son todos iguales y cada año nos parece un latido del corazón…

—Entonces ¿no podéis morir?

—Por medios ordinarios, jamás; no por enfermedad, al menos, ni por envejecimiento. El rayo podría matarnos, un incendio en el bosque,la explosión de una montaña o el desbordamiento de un río: sólo nos afectan esos elementos que están al margen de lo humano.

—Debes de sentirte sola —dijo Blondel, observando los dedos de largas uñas.

—¿Sola? ¿Los cerros se sienten solos? ¿El bosque se siente solo? ¿La luna se siente sola? Somos como las estrellas, singulares y distantes, destinados a durar para siempre. ¿De qué pueden servirnos los humanos?

—No sé —dijo Blondel—. No sé quiénes sois… ni cuáles son vuestras necesidades. Ella rió.

—Yo no tengo necesidades. Permaneceré aquí hasta que las piedras de este castillo sean arena; sólo entonces, tal vez, dispondré mi muerte.

—¿Te gustaría morir?

—A veces me gustaría dormir, me gustaría volver a las tinieblas sin consciencia, sin memoria, sin sueños, sólo rodeada por la tierra blanda, la tierra fresca y oscura. Sí, a veces me gustaría. Los días pueden resultar tediosos, aburridos pese a que el tiempo nada signifique, a que el transcurso del día nada signifique, ningún cambio, sólo otro período de luz al que sucederá otro período de tinieblas, otra luna y las estrellas familiares. Pero los siglos sí transcurren para la gente que se encuentra libre del hechizo, y es divertido observar a nuestros reyes peleando en nuevas guerras y luego verlos convertirse en meros recuerdos fragmentarios y hechos distorsionados, mientras los hijos reinan sólo para seguir a los padres. Y, al margen de todo, yo permanezco inalterable mientras los cambios se suceden en el mundo.

—¿Prefieres estar al margen del mundo?

El ojo de gato centelleó; la oscuridad crecía en la sala. Algo estaba ocurriendo. La música asiática gemía lánguidamente, como parte de ese viento de pesadilla.

—Todos estamos aislados —dijo la condesa, y su voz también sonó distante—. Cada uno está solo; yo simplemente soporto durante siglos lo que los mortales soportan durante años; de día me encierro en mi habitación de la torre. Las ventanas impiden el paso de la luz; sólo arde una antorcha; me encierro en mi habitación y recuerdo los años, los siglos que he vivido. Tengo tanto que recordar… Luego, por la noche, voy a la aldea y busco. O, a veces, voy al bosque para obrar conjuros. ¡Oh, las noches son hermosas en el bosque! Las ramas se retuercen y el viento chilla como un gran pájaro entre los árboles. La luna no puede brillar en el bosque, y tampoco las estrellas: forma parte del encantamiento, como has advertido. Sí, con frecuencia recorro el bosque por la noche.

El ojo de gato brillaba con más intensidad; de eso no cabía duda; la música calló. La voz de la condesa sonaba como la voz de un sueño. Blondel trató de moverse, de apartar la mirada, de esquivar ese ojo reluciente, pero la cabeza no le obedecía y tenía que mirarlo hasta cesar de existir, hasta que del mundo no quedara nada salvo un ojo brillante que lo rodeara.

Finalmente movió la cabeza. Le costó un gran esfuerzo pero al cabo lo logró. La luz giraba en círculos detrás de sus párpados, ojos de gato diminutos y centelleantes, cientos de ellos, todos lo observaban y refulgían.

Entonces abrió los ojos. Estaba en un cuarto grande. En la pared colgaban tapices; vigas labradas sustentaban el techo. Dos antorchas ardían a cada lado de una silla maciza y allí estaba sentada la condesa, sonriente, los ojos pálidos como el hielo de invierno. Y no llevaba la diadema con el ojo de gato.

Blondel trató de moverse, pero descubrió que tenía las manos atadas detrás de la espalda, sujetas a la cama baja donde estaba tendido. Se sentía mareado y exhausto.

—¿Has dormido bien? —preguntó ella.

—¿He dormido? —La voz de Blondel apenas resonó en sus propios oídos.

—Si, has dormido toda la noche y ahora es de día, casi a punto de volver a anochecer.

—Quisiera levantarme.

—Todavía no, todavía no. Debes reposar un poco más. Debes de estar cansado aún.

—Oh… —Esto era demasiado. Cerró los ojos; al menos no tendría que mirar a esa demente. Se preguntó por qué estaba tan cansado. Por supuesto: le habían administrado una droga. Irreflexivamente, empezó a palpar las sogas que lo maniataban. No estaban anudadas con fuerza. Con cuidado, empezó a aflojarlas aún más. En tanto no lo sacaran de esa cama tenía una posibilidad de liberarse. Abrió los ojos otra vez y echó una ojeada a la habitación; sus ropas estaban apiladas en un rincón, junto con la viola. Luego, fatigosamente, cerró los ojos y siguió aflojando las cuerdas.

—Sientes fatiga, ¿no es así? —observó la condesa.

—Sí. —Movió la cabeza para no verla. Cuando la movió sintió un repentino y agudo dolor en la base del cuello—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Qué me ha pasado en el cuello?

Ella respondió con una sonrisa y Blondel comprendió; su corazón casi dejó de latir cuando se dio cuenta de lo que le había hecho: la condesa había sorbido su sangre; lo estaba matando. Se estremeció.

—¿Volv… volverás a… hacerme esto?

Ella asintió.

—En un día o dos.

—¿Y moriré?

Ella volvió a asentir.

—En pocas semanas. Pero será tan paulatino que cuando llegue el momento te parecerá que duermes. Quizá vivas tres semanas, pues pareces fuerte.

Él cerró los ojos y siguió aflojando las cuerdas.

—¿Tienes hambre? —preguntó la condesa. Luego, sin esperar respuesta, tocó la campanilla y uno de los sirvientes silenciosos trajo una bandeja de comida; obviamente esto se había repetido muchas veces antes y el hombre ya esperaba la llamada. Alzó la cabeza de Blondel y empezó a introducirle alimentos en la boca. Blondel, hambriento, comió lo que le daban. Ella siguió hablándole sin interrupción.

—Cada vez me veo más necesitada de extraños como tú —dijo—. Mi aldea es vieja y los habitantes están demasiado emparentados entre sí, algo muy insatisfactorio, y por supuesto no puedo dejarlos morir; de modo que por la noche paso del uno al otro, secretamente, y nunca se enteran de mi visita hasta que por la mañana ven mi marca en su piel. Dicen que en la aldea me odian pero no se atreven a rebelarse por temor a la magia: muy sensato, sin duda. En realidad, son muy pocos los que mueren por mi causa. Sólo a los extraños los aprovecho por completo.

Blondel sintió un estremecimiento; hacía frío en el cuarto.

—¿Puedo al menos ponerme la capa? —preguntó. Ella meneó la cabeza.

—¿Para qué? Dentro de unos días no importará si tuviste frío o no.

El sirviente terminó de darle de comer y, ante un gesto de la condesa, desapareció. Entonces ella se levantó, alta y esbelta, una columna verde como agua de mar solidificada.

—Ahora te dejo. Mis escasas horas de ausencia no te parecerán largas. Este cuarto está fuera del tiempo, y volveré en un instante. —Se marchó de la habitación.

Pero el cuarto no estaba fuera del tiempo y Blondel sabía lo que había pasado y lo que sin duda le pasaría si permanecía allí mucho tiempo. La comida había renovado sus fuerzas; la fatiga se había disipado. Siguió manipulando las cuerdas con los dedos: ya estaban más flojas. Se preguntó si todo cuanto le había dicho la condesa era verdad. ¿De veras era una especie de hechicera, una inmortal? ¿Un vampiro? Ni muerta ni viva. Si no era lo que decía, entonces estaba loca: una asesina sedienta de sangre. El miedo agilizó su mente y fortaleció sus dedos; no iba a morir en ese lugar; no iba a morir de ese modo. Pensó en lo que le gustaría hacerle a la condesa. Imaginó torturas refinadas: el fuego, las tenazas y el potro, torturas de agua con variantes sarracenas; oh, claro que sabría como tratarla. Pero tal vez lo mejor sería estrangularía, asfixiarla. Sí, eso le gustaría más; asfixiarla hasta que el cuerpo se aflojara y le pesara en las manos. Casi deseó que ella regresara en cuanto lograse liberarse. El miedo se había transformado en furor y ahora se sentía fuerte.

Con un gran esfuerzo rompió las cuerdas; los brazos estaban libres. Se levantó y por un momento una nube verde empañó el cuarto; temió desmayarse. Agachó la cabeza hasta que volvió a ver con nitidez. Sentía los efectos de la pérdida de sangre. Luego se frotó las muñecas hasta que las marcas azules de las sogas desaparecieron y se calentó frente al hogar. Su piel le pareció blanca, cadavérica. Se dio un vigoroso masaje, hizo circular la sangre con más celeridad, y luego se apresuró a vestirse. Tanto la viola como el talego estaban intactos. Una vez listo, examinó el cuarto buscando una salida. Estaba la puerta principal, por donde había salido la condesa. Al lado, semioculta por un tapiz, había una más pequeña. Estaba a punto de intentar abrirla cuando vio un cofre en una mesa, junto a la silla de la condesa. Lo abrió y extrajo un puñado de joyas: rubíes y esmeraldas engarzados en piezas de plata y oro. Metió cuanto pudo en la bolsa y, sonriendo para sí mismo, con más audacia de la que jamás habría soñado, abrió la puerta secreta.

Una escalera en penumbra, empinada como un pozo: se paró en el primer escalón y cerró la puerta tras de sí. Permaneció allí un instante hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Luego, en cuanto pudo ver algo, descendió cuidadosa y sigilosamente.

Durante un buen rato bajó de escalón en escalón, sintiendo la piedra tosca e irregular bajo sus pies. No había ventanas ni siquiera troneras en los muros. La luz al fondo de la escalera, un jirón de luz grisácea, creció hasta proyectar su sombra contra el muro. Ahora veía con claridad; llegó a la base de la torre. Había una puerta abierta y a su lado una antorcha. Pudo ver la espalda del centinela a la izquierda de la puerta; enfrente estaba la plaza de la aldea. Ésta era, sin duda, la entrada privada de la condesa. De pronto se la imaginó con vividez, sonriente, los ojos brillantes como el hielo, bajando en silencio las escaleras de la torre hacia una aventura maligna y sangrienta.

Blondel desenvainó la daga. Todo fue muy fácil: la carne desgarrada, un profundo suspiro y un ruido metálico al caer el hombre. Blondel le pasó rápidamente por encima y salió a la plaza. El aire era frío y cortante. Habían salido las estrellas. Corrió por las calles seguido por el eco claro de sus pasos, el único sonido en la noche.

Corrió hasta que el bosque le rodeó, hasta que se sintió protegido por esos árboles inhumanos, y hasta el ruido del viento que siseaba y silbaba entre las ramas le pareció un sonido amigable. Esa noche durmió a salvo en el bosque, y soñó con jardines.