miércoles, 27 de agosto de 2025

La casa vacía. Algernon Blackwood (1869-1951)

Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las arreglan para revelar en seguida su carácter maligno. En el caso de las segundas, no hace falta que las delate ningún rasgo especial: pueden mostrar un rostro franco y una sonrisa ingenua; y no obstante, unos momentos en su compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay algo radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin querer o no, parecen difundir una atmósfera de secretos y malignos pensamientos que hace que los de su entorno inmediato se retraigan como ante un enfermo.

Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el aroma de las malas acciones perpetradas bajo un determinado techo —mucho después de haber desaparecido quienes las cometieron— pone la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión original del malhechor, y del horror experimentado por su víctima, llega al corazón del desprevenido visitante, que nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le eriza el pelo y se le hiela la sangre. Se sobrecoge sin una causa aparente.

Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los rumores sobre el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se hallaba arrinconada en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus vecinas: con el mismo número de ventanas, idéntico balcón dominando los jardines, e idéntica escalinata blanca hasta la oscura y pesada puerta de la entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de césped con bordes de boj, que iba de la tapia de separación de una de las casas adyacentes a la de la otra. Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de chimeneas, y la misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual de altas que las demás.  Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta, espantosamente distinta.

Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede atribuirse enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de lo ocurrido, visitaron unos momentos su interior habían declarado después que algunas de sus habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver a entrar en ellas, y que el ambiente del edificio les producía auténtico pavor; entretanto, los sucesivos inquilinos que habían intentado habitarla y tuvieron que abandonarla a toda prisa provocaron poco menos que un escándalo en el pueblo.

Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la casita que ésta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró rebosante de misterio y excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa misma mañana, y había emprendido el viaje convencido de que iba a ser un aburrimiento; pero en el instante en que le cogió la mano y besó su mejilla de manzana arrugada percibió el primer indicio de su estado electrizado. Su impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que le había telegrafiado por un motivo muy especial.

Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja solterona, con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y fuerza de voluntad, y, de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente para llevar a término sus propósitos.

Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él, por el paseo marítimo, en el crepúsculo.

—Tengo las llaves —anunció con voz embargada aunque medio sobrecogida—. ¡Me las han dejado hasta el lunes!

—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la mirada del mar al pueblo.

Nada la hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez.

—No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.

Shorthouse sintió que le recorría la espalda un levísimo temblor. Abandonó su tonillo burlón. Algo en la voz y actitud de su tía le produjo un estremecimiento. Hablaba en serio.

—Pero no puedes ir sola… —empezó.

—Por eso te he telegrafiado —dijo con decisión.

Se volvió a mirarla. Su rostro, feo, arrugado, enigmático, rebosaba de excitación. El rubor del sincero entusiasmo producía una especie de halo a su alrededor. Le brillaban los ojos. Notó en ella otra oleada de emoción acompañada de un segundo estremecimiento, esta vez más acusado.

—Gracias, tía Julia —dijo cortésmente—. Te lo agradezco muchísimo.

—No sería capaz de ir sola —prosiguió, alzando la voz—; pero contigo disfrutaré lo indecible. Tú no te asustas de nada, lo sé.

—Muchas gracias, de verdad —repitió él—. ¿Es que… es que puede pasar algo?

—Ha pasado, y mucho —susurró ella—; aunque han sabido silenciarlo con mucha habilidad. En los últimos meses ha habido tres que la han querido alquilar y se han tenido que ir; y dicen que no podrán ocuparla nunca más.

A pesar de sí mismo, Shorthouse se sintió interesado. Su tía hablaba muy seria.

—La casa es muy vieja, desde luego —continuó ella—; y la historia, de lo más desagradable, data de hace mucho tiempo. Se trata de un asesinato que cometió por celos un mozo de cuadra que tenía un lío con una criada de la casa. Una noche se escondió en la bodega, y cuando estaban todos dormidos, subió sigilosamente a los aposentos de la servidumbre, sacó a la muchacha al rellano y, antes de que nadie pudiese ayudarla, la arrojó por encima de la barandilla, al recibimiento.

—¿Y el mozo…?

—Le detuvieron, creo, y le ahorcaron por asesino; pero todo eso ocurrió hace un siglo, y no he podido saber más detalles del suceso.

A Shorthouse se le había despertado del todo el interés. Pero, aunque no se inquietaba especialmente por lo que a él se refería, vacilaba un poco por su tía.

—Con una condición —dijo por fin.

—Nada me va a impedir que vaya —dijo ella con firmeza—; pero no tengo inconveniente en escuchar tu condición.

—Que me garantices que podrías conservar la serenidad, si ocurriese algo realmente horrible. O sea… que me asegures que no te vas a asustar demasiado.

—Jim —dijo ella con desdén—, sabes que no soy joven, ni lo son mis nervios; ¡pero contigo no le tendría miedo a nada en el mundo!

Esto, como es natural, zanjó la cuestión, porque Shorthouse no tenía otras aspiraciones que las de ser un joven normal y corriente; y cuando apelaban a su vanidad no era capaz de resistirse. Accedió a ir. Instintivamente, a modo de preparación subconsciente, mantuvo en forma sus fuerzas y a sí mismo toda la tarde, obligándose a hacer acopio de autocontrol mediante un indefinible proceso interior por el que fue vaciando gradualmente todas sus emociones abriendo el grifo de cada una… proceso difícil de describir, pero asombrosamente eficaz, como sabe todo el que ha sufrido las rigurosas pruebas del hombre encerrado en sí mismo. Más tarde, le fue de mucha utilidad.

Pero hasta las diez y media, en que se detuvieron en el recibimiento a la luz de las lámparas acogedoras y envueltos aún por los tranquilizadores influjos humanos, no necesitó echar mano de esta reserva de fuerzas acumuladas. Porque, una vez que cerraron la puerta, y vio la calle desierta y silenciosa que se extendía ante ellos, blanca a la luz de la luna, se dio cuenta claramente de que la verdadera prueba de esta noche sería hacer frente a dos miedos en vez de uno. Tendría que soportar el miedo de su tía y el suyo. Y al observar su semblante de esfinge, y comprender que no tendría una expresión agradable en un acceso de verdadero terror, pensó que sólo una cosa le consolaba en toda esta aventura: su confianza en que su propia voluntad y fuerza resistirían cualquier sobresalto.

Recorrieron lentamente las calles vacías del pueblo; la luna brillante del otoño plateaba los tejados, proyectando densas sombras; no se movía el más leve soplo de brisa, y los árboles del parque solemne del paseo marítimo les observaron en silencio al pasar.

Shorthouse no contestaba a los comentarios que su tía hacía de vez en cuando: se daba cuenta de que la anciana se estaba rodeando simplemente de parachoques mentales: hablaba de cosas ordinarias para evitar pensar en cosas extraordinarias. Veían alguna ventana con luz, y de alguna que otra chimenea salía humo o chispas. Shorthouse había empezado ya a fijarse en todo, incluso en los más pequeños detalles. Poco después se detuvieron en la esquina y miraron el nombre de la calle en el lado donde daba la luna; y de común acuerdo, pero sin decir nada, entraron en la plaza en dirección a la parte que quedaba en la sombra.

—La casa es el trece —oyó Shorthouse; ni uno ni otro hicieron el menor comentario sobre las evidentes connotaciones: cruzaron la ancha franja de luz lunar y echaron a andar por el enlosado en silencio.

A mitad de la plaza notó Shorthouse que un brazo se deslizaba discreta pero significativamente por debajo del suyo; comprendió entonces que la aventura había empezado de verdad, y que su compañera estaba ya cediendo terreno, de manera imperceptible, a los influjos contrarios. Necesitaba apoyo.

Minutos después se detuvieron ante una casa alta y estrecha que se alzaba ante ellos en la oscuridad, fea de forma y pintada de un blanco sucio. Unas ventanas sin postigo ni persiana les miraron desde arriba, brillando aquí y allá con el reflejo de la luna. La lluvia y el tiempo habían dejado rayas y grietas en la pared y la pintura, y el balcón sobresalía un poco anormalmente del primer piso. Pero salvo este aspecto general de abandono, propio de una casa deshabitada, nada había a primera vista que delatase el carácter maligno que esta mansión había adquirido.

Tras mirar por encima del hombro para cerciorarse de que nadie les había seguido, subieron la escalinata y se detuvieron ante la enorme puerta negra que les cerraba el paso, imponente. Pero
ahora les invadió la primera oleada de nerviosismo, y Shorthouse hurgó largo rato con la llave antes de conseguir meterla en la cerradura. Por un instante, a decir verdad, los dos abrigaron la esperanza de que no se abriese, presa ambos de diversas emociones desagradables, allí de pie, en el umbral de su espectral aventura. Shorthouse, que manipulaba la llave estorbado por el peso firme sobre su brazo, se daba cuenta de la solemnidad del momento.

Era como si el mundo entero —porque en ese instante parecía como si toda la experiencia se concentrase en su propia conciencia— escuchara el arañar de esta llave. Un extraviado soplo de aire bajó por la calle desierta, despertando un rumor efímero en los árboles, detrás de ellos; por lo demás, el ruido de la llave era lo único que se oía; y finalmente giró en la cerradura, se abrió pesadamente la puerta, y reveló el abismo de tinieblas del interior.

Tras una última mirada a la plaza iluminada por la luna, entraron deprisa, y la puerta se cerró tras ellos con un golpe que resonó prodigiosamente en los pasillos y habitaciones vacías. Pero con los ecos se hizo audible otro ruido, y tía Julia se agarró súbitamente a él con tal fuerza que tuvo que dar un paso atrás para no caerse.

Un hombre había tosido a su lado; tan cerca que parecía que había sido junto a él, en la oscuridad.

Pensando que podía tratarse de alguna broma, Shorthouse hizo girar su pesado bastón en dirección al ruido; pero no tropezó con nada más sólido que el aire. Oyó a su tía proferir una pequeña exclamación.

—Aquí hay alguien —susurró—; le he oído.

—Tranquilízate —dijo él con resolución—. Sólo ha sido el ruido de la puerta de la calle.

—¡Oh!, enciende una luz… pronto —añadió ella, mientras su sobrino, manipulando la caja de cerillas, la abría del revés, y se le caían todas en el piso de piedra con leve repiqueteo.

El ruido, sin embargo, no se repitió; ni hubo indicio de pasos retirándose. Un minuto después tenían una vela encendida, utilizando una boquilla de cigarro vacía como palmatoria; cuando disminuyó la llama inicial, Shorthouse alzó la improvisada lámpara e inspeccionó su entorno. Y lo encontró bastante lúgubre, a decir verdad; porque no hay morada humana más desolada que la que está vacía de muebles, oscura, muda, abandonada, y ocupada no obstante por un rumor sobre sucesos malvados y violentos.

Se encontraban en un amplio vestíbulo; a la izquierda había una puerta abierta que daba a un espacioso comedor; enfrente, el recibimiento se prolongaba, estrechándose, en un pasillo largo y oscuro que conducía, al parecer, a la escalera que bajaba a la cocina. Una ancha escalera desnuda ascendía ante ellos describiendo una curva; estaba toda en sombras salvo un único rodal, en mitad, donde daba la luna que se filtraba por una ventana, creando una mancha luminosa sobre la madera. Este haz de luz difundía una tenue luminiscencia arriba y abajo, dotando a los objetos cercanos de una silueta brumosa infinitamente más sugerente y espectral que la completa oscuridad.

La luz filtrada de la luna parece pintar siempre rostros en la penumbra que la rodea; y al asomarse Shorthouse al pozo de tinieblas y pensar en las innumerables habitaciones vacías y pasillos de la parte superior del viejo edificio, sintió deseos de encontrarse otra vez en la plaza, o en el confortable cuartito de estar que habían dejado hacía una hora. Comprendiendo que estos pensamientos eran peligrosos, los rechazó otra vez e hizo acopio de toda su energía para concentrarse en el momento presente.

—Tía Julia —dijo en voz alta, con gravedad—; vamos a recorrer la casa de punta a cabo, y a hacer una inspección exhaustiva.

Los ecos de su voz se apagaron lentamente en todo el edificio; y en el intenso silencio que siguió, se volvió a mirarla. A la luz de la vela, notó que tenía ya el rostro mortalmente pálido; pero ella se soltó de su brazo un momento, y dijo en un susurro, colocándose frente a él:

—De acuerdo. Tenemos que asegurarnos de que no hay nadie escondido. Eso es lo primero.

Habló con evidente esfuerzo; su sobrino le dirigió una mirada de admiración.

—¿Estás completamente decidida? Aún no es demasiado tarde…

—Sí —susurró ella, desviando los ojos nerviosamente hacia las sombras de atrás—. Completamente decidida; sólo una cosa…

—¿Qué?

—No tienes que dejarme sola ni un instante.

—Pero ten presente que debemos investigar en seguida cualquier ruido o aparición; porque dudar significaría aceptar el miedo. Sería fatal.

—De acuerdo —dijo ella, algo temblorosa, tras un momento de vacilación—. Procuraré…

Tomados del brazo, Shorthouse con la vela goteante y el bastón, y su tía con la capa sobre los hombros, perfectos personajes de comedia para cualquiera menos para ellos, iniciaron una inspección sistemática.

Con sigilo, andando de puntillas y cubriendo la vela para no delatar su presencia a través de las ventanas sin postigo, entraron primero en el comedor. No vieron un solo mueble. Unas paredes desnudas, unas chimeneas feas y vacías les miraron. Todas las cosas parecieron ofenderse ante esta intrusión, y les observaron con ojos velados, por así decir; les seguían ciertos susurros; las sombras revoloteaban en silencio a derecha e izquierda; parecía que tenían siempre a alguien detrás, vigilando, esperando la ocasión para atacarles.

Tenían la irreprimible sensación de que habían quedado momentáneamente en suspenso, hasta que volvieran a irse, actividades que habían estado desarrollándose en la habitación vacía. Todo el oscuro interior del viejo edificio pareció convertirse en una Presencia maligna que se alzaba para advertirles que desistieran y no se metiesen donde nadie les llamaba; la tensión de los nervios aumentaba por momentos.

Salieron del oscuro comedor por dos grandes puertas plegables y pasaron a una especie de biblioteca o salón de fumar, igualmente envuelto en silencio, polvo y oscuridad; de él regresaron al vestíbulo, cerca del remate de la escalera de atrás. Aquí se abrió ante ellos un túnel de negrura que conducía a las regiones inferiores, y —hay que confesarlo— vacilaron. Pero fue sólo un momento. Dado que lo peor de la noche estaba por venir, era esencial no retroceder ante nada. Tía Julia tropezó en el peldaño que iniciaba el oscuro descenso, mal iluminado por la vela parpadeante, y al propio Shorthouse casi le dieron ganas de salir corriendo.

—¡Vamos! —dijo en tono perentorio; y su voz se propagó y se perdió en los espacios vacíos y oscuros de abajo.

—Ya voy —balbuceó ella, agarrándose a su, brazo con fuerza innecesaria.

Bajaron un poco inseguros por la escalera de piedra; un aire húmedo, frío, estancado y maloliente les dio en la cara. La cocina, a la que conducía la escalera a través de un estrecho pasillo, era amplia, de techo alto. Tenía varias puertas: unas eran de alacenas con jarras vacías todavía en los estantes, otras daban acceso a dependencias horribles y espectrales, todas ellas más frías y menos acogedoras que la propia cocina. Las cucarachas se escabulleron por el suelo; una de las veces, al tropezar con una mesa de madera que había en un rincón, algo del tamaño de un gato saltó al suelo, cruzó veloz el piso de piedra, y desapareció en la oscuridad. Todos los lugares producían la sensación de haber sido ocupados recientemente, una impresión de tristeza y melancolía.

Abandonaron la cocina, y se dirigieron a la trascocina. La puerta estaba entornada, la empujaron y la abrieron del todo. Tía Julia profirió un grito penetrante, que en seguida intentó sofocar llevándose la mano a la boca.

Durante un segundo, Shorthouse se quedó petrificado, con el aliento contenido. Notó como si le vaciasen de pronto la espina dorsal y se la llenasen de hielo picado. Ante ellos, entre las jambas de la puerta, se alzaba la figura de una mujer.

Tenía el pelo desgreñado, la mirada fija y demente, y un rostro aterrado y mortalmente pálido.

Estuvo allí, inmóvil, por espacio de un segundo. Luego parpadeó la vela, y la mujer desapareció —absolutamente—, y la puerta no enmarcó otra cosa que una oscuridad vacía.

—Sólo ha sido esta condenada llama saltarina —dijo él con rapidez, con una voz que sonó como de otra persona, y dominada sólo a medias—. Vamos, tía. Ahí no hay nada.

Tiró de ella. Con gran ruido de pisadas y aparente ademán de decisión, siguieron adelante; pero a Shorthouse le picaba el cuerpo como si lo tuviese cubierto de hormigas, y se daba cuenta, por el peso que notaba en el brazo, de que hacía fuerza para andar por los dos.

La trascocina estaba fría, desnuda, vacía: parecía más una gran celda de prisión que otra cosa. Dieron media vuelta; intentaron abrir la puerta que daba al patio y las ventanas, pero estaba todo firmemente cerrado. Su tía caminaba a su lado como sonámbula. Iba con los ojos cerrados, y parecía limitarse a seguir la presión del brazo de él. Shorthouse estaba asombrado de su valor. Al mismo tiempo, observó que su cara había experimentado un cambio especial que, de algún modo, escapaba a su poder de análisis.

—Aquí no hay nada, tía —repitió en voz alta, con viveza—. Subamos a echar una mirada al resto de la casa. Luego escogeremos una habitación donde esperar.

Tía Julia le siguió obediente, pegada a su lado, y cerraron tras ellos la puerta de la cocina. Fue un alivio subir otra vez. En el recibimiento había más luz que antes, ya que la luna había bajado un poco en la escalera. Cautelosamente, empezaron a subir hacia la bóveda oscura del edificio, con el enmaderado crujiendo bajo su peso.

En el primer piso descubrieron el gran salón doble, cuya inspección no reveló nada: tampoco aquí encontraron signo alguno de mobiliario o de reciente ocupación; no había más que polvo, abandono y sombras. Abrieron las grandes puertas plegables entre el salón de delante y el de atrás, salieron otra vez al rellano, y continuaron subiendo.

No habrían subido más de una docena de peldaños cuando se detuvieron los dos a la vez a escuchar, mirándose a los ojos con un nuevo temor por encima de la llama temblona de la vela. De la habitación que acababan de dejar hacía apenas diez segundos les llegó un ruido apagado de puertas al cerrarse. No cabía ninguna duda: habían oído la resonancia que producen unas puertas pesadas al cerrarse, seguida del golpecito seco al encajar el pestillo.

—Debemos volver, a ver qué ha sido —dijo Shorthouse con brevedad, en voz baja, dando media vuelta para bajar otra vez.

De algún modo, su tía se las arregló para seguirle, con el rostro lívido, pisándose el vestido. Cuando entraron en el salón delantero comprobaron que se habían cerrado las puertas plegables… medio minuto antes. Sin la menor vacilación, fue Shorthouse y las abrió. Casi esperaba descubrir a alguien ante él, en la habitación de detrás; pero sólo se enfrentó con la oscuridad y el aire frío.

Recorrieron las dos habitaciones, pero no descubrieron nada de particular. Probaron a hacer que las puertas se cerrasen solas, pero no había corrientes de aire ni siquiera para que oscilase la llama de la vela. Las puertas no se movían a menos que alguien las empujase con fuerza. Todo estaba en silencio como una tumba. Era innegable que las habitaciones se hallaban totalmente vacías, y la casa entera en absoluta quietud.

—Ya empieza —susurró una voz junto a su codo que apenas reconoció como la de su tía.

Shorthouse asintió con la cabeza, sacando su reloj para comprobar la hora. Eran las doce menos cuarto; anotó en su cuaderno exactamente lo ocurrido hasta aquí, dejando antes la vela en el suelo. Tardó unos momentos en colocarla de pie, apoyándola contra la pared. Tía Julia ha dicho siempre que en ese momento no miraba, ya que había vuelto la cabeza hacia la habitación donde creía haber oído moverse algo; en cualquier caso, los dos coinciden en que sonaron pasos precipitados, fuertes y muy rápidos… ¡y al instante siguiente se apagó la vela!

Pero para Shorthouse hubo más cosas; y siempre ha dado gracias a su buena estrella de que le acontecieran a él solo, y no a su tía también. Porque, al incorporarse tras dejar la vela, y antes de que se apagara, surgió un rostro y se acercó tanto al suyo que casi podía haberlo rozado con los labios. Era un rostro dominado por la pasión: un rostro de hombre, moreno, de facciones torpes y ojos furiosos y salvajes. Pertenecía a un hombre ordinario, y tenía una expresión vulgar; pero al verlo encendido de intensa, agresiva emoción, le pareció un semblante malvado y terrible.

No hubo el más leve movimiento de aire; nada, aparte del rumor precipitado de pies… enfundados en calcetines, o en algo que amortiguaba las pisadas; de la aparición de ese rostro; y del casi simultáneo apagón de la vela.

A pesar de sí mismo, Shorthouse profirió un grito breve, y estuvo a punto de perder el equilibrio al colgarse su tía de él con todo su peso, en un instante de auténtico, incontrolable terror. Ella no dijo nada, aunque se agarró a su sobrino con todas sus fuerzas. Por fortuna no había visto nada: sólo había oído el ruido de pasos.

Recobró el dominio de sí casi en seguida, y él se pudo soltar y encender una cerilla. Las sombras huyeron en todas direcciones ante la llamarada, y su tía se inclinó y recogió la boquilla con la preciosa vela. Descubrieron que no había sido apagada de un soplo: habían aplastado el pabilo. Lo habían hundido en la cera, que estaba aplanada como por un instrumento liso y pesado.

Shorthouse no comprende cómo su compañera logró sobreponerse tan pronto a su terror; pero así fue, y la admiración que le inspiraba su autodominio se multiplicó por diez, al tiempo que avivó la llama agonizante de su ánimo… por lo que se sintió agradecido. Igualmente inexplicable para él fue la demostración de fuerza física que acababan de comprobar.

Reprimió al punto el recuerdo de las historias que había oído sobre los médiums y sus peligrosas experiencias; porque si eran ciertas, y su tía o él eran médiums sin saberlo, significaba que estaban contribuyendo a que se concentrasen las fuerzas de la casa encantada, cargada ya hasta los topes. Era como andar con lámparas sin protección entre barriles de pólvora destapados. Así que, pensando lo menos posible, volvió a encender la vela y subieron al siguiente piso.

Es cierto que el brazo que agarraba el suyo estaba temblando, y que sus propios pasos eran a menudo vacilantes; pero prosiguieron con minuciosidad, y tras una inspección infructuosa subieron el último tramo de escalera, hasta el ático.

Aquí descubrieron un verdadero panal de habitaciones pertenecientes a la servidumbre, con muebles rotos, sillas de mimbre sucias, cómodas, espejos rajados, y armazones de cama desvencijados. Las habitaciones tenían el techo inclinado, con telarañas aquí y allá, ventanas pequeñas, y paredes mal enyesadas: una región lúgubre y deprimente que se alegraron de poder dejar atrás.

Daban las doce cuando entraron en un cuartito del tercer piso, casi al final de la escalera, y se acomodaron en él como pudieron para esperar el resto de la aventura. Estaba totalmente vacío, y se decía que era la habitación —utilizada como ropero en aquel entonces— donde el enfurecido mozo acorraló a su víctima y la atrapó finalmente. Fuera, al otro lado del pasillo, empezaba el tramo de escalera que subía a las dependencias de la servidumbre que acababan de inspeccionar.

A pesar del frío de la noche, algo en el ambiente de esta habitación pedía a gritos que abriesen una ventana. Pero había algo más. Shorthouse sólo puede describirlo diciendo que aquí se sentía menos dueño de sí que en ninguna otra parte del edificio. Era algo que influía directamente en los nervios, algo que mermaba la resolución y enervaba la voluntad. Tuvo conciencia de este efecto antes de que hubieran transcurrido cinco minutos: en el corto espacio de tiempo que llevaban allí, le había anulado todas las fuerzas vitales, lo que para él constituyó lo más horrible de toda la experiencia.

Dejaron la vela en el suelo, y entornaron un poco la puerta, de manera que el resplandor no les deslumbrase, ni proyectase sombras en las paredes o el techo. A continuación extendieron la capa en el suelo y se sentaron encima, con la espalda pegada a la pared. Shorthouse estaba a dos pies de la puerta que daba al rellano; desde su posición dominaba buena parte de la escalera principal que descendía a la oscuridad, así como de la que subía a las habitaciones de los criados; a su lado, al alcance de la mano, tenía el grueso bastón.

La luna se hallaba ahora sobre la casa. A través de la ventana abierta podían ver las estrellas alentadoras como ojos amables que observaban desde el cielo. Uno tras otro, los relojes del pueblo fueron dando las doce; y cuando se apagaron los tañidos, descendió otra vez sobre todas las cosas el profundo silencio de la noche sin brisas. Sólo el oleaje del mar, lúgubre y lejano, llenaba el aire de murmullos cavernosos.

Dentro de la casa, el silencio se hizo tremendo; tremendo, pensó él, porque en cualquier instante podía quebrarlo algún ruido ominoso. La tensión de la espera se iba apoderando cada vez más de sus nervios. Cuando hablaban lo hacían en susurros, ya que sus voces sonaban extrañas y anormales. Un frío no totalmente atribuible al aire de la noche invadió la habitación, y les hizo estremecerse. Los influjos adversos, cualesquiera que fuesen, les minaban la confianza en sí mismos y la capacidad para una acción decidida; sus fuerzas estaban cada vez más debilitadas, y la posibilidad de un miedo real adquirió un nuevo y terrible significado.

Shorthouse empezó a temer por la anciana que tenía a su lado, cuyo valor no podría mantenerla a salvo más allá de ciertos límites. Oía latir su sangre en las venas. A veces le parecía que lo hacía tan fuerte que le impedía escuchar con claridad otros ruidos que empezaban a hacerse vagamente audibles en las profundidades de la casa.

Cuando trataba de concentrar la atención en esos ruidos, cesaban instantáneamente. Desde luego, no se acercaban. Sin embargo, no podía por menos de pensar que había movimiento en alguna de las regiones inferiores de la casa. El piso donde estaba el salón, cuyas puertas se habían cerrado misteriosamente, parecía demasiado cercano; los ruidos provenían de más lejos. Pensó en la gran cocina, con las negras cucarachas escabullándose, y en la pequeña y lóbrega trascocina; aunque, en cierto modo, parecían no surgir de parte alguna. ¡Lo que sí era cierto es que no provenían de fuera de la casa!

Y entonces, de repente, comprendió la verdad, y durante un minuto le pareció como si hubiese dejado de circularle la sangre y se le hubiese convertido en hielo.

Los ruidos no venían de abajo ni mucho menos, sino de arriba, de alguno de aquellos horrorosos cuartitos de los criados, de muebles destrozados, techos inclinados y estrechas ventanas, donde había sido sorprendida la víctima, y de donde salió para morir.

Y desde el instante en que descubrió de dónde procedían, comenzó a oírlos más claramente. Era un rumor de pasos que avanzaban furtivos por el pasillo de arriba, entraban y salían de las habitaciones, y pasaban entre los muebles.

Se volvió vivamente hacia la figura inmóvil que tenía a su lado para ver si compartía su descubrimiento. La débil luz de la vela que entraba por la rendija de la puerta convertía el rostro fuertemente recortado de su tía en acusado relieve sobre el blanco de la pared. Pero fue otra cosa lo que le hizo aspirar profundamente y volverla a mirar. Algo extraordinario había asomado a su rostro, y parecía cubrirlo como una máscara; suavizaba sus profundas arrugas y le estiraba la piel hasta hacer desaparecer sus pliegues; daba a su semblante —con la sola excepción de sus ojos avejentados— un aspecto juvenil, casi infantil.

Se quedó mirándola con mudo asombro… con un asombro peligrosamente cercano al horror. Era, desde luego, el rostro de su tía. Pero era un rostro de hacía cuarenta años, el rostro inocente y vacío de una niña.

Shorthouse había oído contar historias sobre el extraño efecto del terror, que podía borrar de un semblante humano toda otra emoción, eliminando las expresiones anteriores; pero jamás se le había ocurrido que pudiera ser literalmente cierto, o que pudiese significar algo tan sencillamente horrible como lo que ahora veía. Porque era el sello espantoso del miedo irreprimible lo que reflejaba la total ausencia de este rostro infantil que tenía al lado; y cuando, al notar su mirada atenta, se volvió a mirarle, cerró los ojos con fuerza para conjurar la visión.

Sin embargo, al volverse, un minuto después, con los nervios a flor de piel, descubrió, para su inmenso alivio, otra expresión: su tía sonreía; y aunque tenía la cara mortalmente pálida, se había disipado el velo espantoso, y le estaba volviendo su aspecto normal.

—¿Ocurre algo? —fue todo lo que se le ocurrió decir en ese momento. Y la respuesta fue elocuente, viniendo de esta mujer:

—Tengo frío… y estoy un poco asustada —susurró.

Shorthouse propuso cerrar la ventana, pero ella le contuvo, y le pidió que no se apartase de su lado ni un instante.

—Es arriba, lo sé —susurró, medio riendo extrañamente—; pero no me siento capaz de subir.

Pero Shorthouse opinaba de otro modo: sabía que la mejor manera de conservar el dominio de sí estaba en la acción. Sacó un frasco de coñac y sirvió un vaso de licor lo bastante abundante como para resucitar a un muerto.

Ella se lo tragó con un ligero estremecimiento.

Ahora lo importante era salir de la casa antes de que su tía se derrumbase irremediablemente; pero no dejaba de ser arriesgado dar media vuelta y huir del enemigo. Ya no era posible permanecer inactivo: cada minuto que pasaba era menos dueño de sí, y se hacía imperioso adoptar, sin demora, desesperadas, enérgicas medidas.

Además, debían dirigir la acción hacia el enemigo, y no huir de él; el momento crítico, si se revelaba inevitable y fatal, había que afrontarlo con valor. Y eso podía hacerlo ahora; dentro de diez minutos, quizá no le quedasen fuerzas para actuar por sí mismo, ¡y mucho menos por los dos!

Arriba, entretanto, los ruidos sonaban más fuertes y cercanos, acompañados de algún que otro crujido del entarimado. Alguien andaba con sigilo, tropezando de vez en cuando contra los muebles.

Tras esperar unos instantes a que hiciese efecto la tremenda dosis de licor, y consciente de que duraría sólo unos momentos, Shorthouse se puso de pie en silencio, y dijo con voz decidida:

—Ahora, tía Julia, vamos a subir a averiguar qué es todo ese ruido. Tienes que venir también. Es lo acordado.

Tomó el bastón y fue al ropero por la vela. Una figura endeble, tambaleante, con la respiración agitada, se levantó a su lado; oyó que decía débilmente algo sobre que «estaba dispuesta». Le admiraba el ánimo de la anciana: era mucho más grande que el suyo; y mientras avanzaban, en alto la vela goteante, iba emanando de esta mujer temblorosa y de cara pálida que marchaba a su lado una fuerza sutil que era verdadera fuente de inspiración para él: tenía algo grande que le avergonzaba y le prestaba un apoyo sin el cual no se habría sentido en absoluto a la altura de las circunstancias.

Cruzaron el oscuro rellano, evitando mirar el espacio negro que se abría sobre la barandilla. A continuación empezaron a subir por la estrecha escalera, dispuestos a enfrentarse a los ruidos que se hacían más audibles y cercanos por momentos. A mitad de camino tropezó tía Julia, y Shorthouse se volvió para cogerla del brazo; y justo en ese instante se oyó un chasquido terrible en el corredor de los criados. Le siguió un intenso chillido agónico que fue grito de terror y grito de auxilio mezclados en uno solo.

Antes de que pudiesen apartarse, o retroceder siquiera un peldaño, alguien irrumpió en el pasillo, arriba, y echó a correr espantosamente con todas sus fuerzas, salvando los peldaños de tres en tres, hasta donde ellos se habían detenido. Las pisadas eran leves y vacilantes, pero tras ellas sonaron otras más pesadas que hacían estremecer la escalera.

Apenas habían tenido tiempo Shorthouse y su compañera de pegarse contra la pared, cuando oyeron junto a ellos el tumulto de pisadas, y dos personas, sin apenas distancia entre ambas, cruzaron a toda velocidad. Fue un completo torbellino de crujidos en medio del silencio nocturno del edificio vacío.
Habían cruzado ante ellos los dos corredores, perseguido y perseguidor, saltando con un golpe sordo, primero el uno y luego el otro, al rellano de abajo.

Sin embargo, ellos no habían visto nada: ni mano, ni brazo, ni cara, ni siquiera un jirón revoloteante de ropa.

Sobrevino una breve pausa. Luego, la primera persona, la más ligera de las dos —la perseguida evidentemente—, echó a correr con pasos inseguros hacia la pequeña habitación de la que Shorthouse y su tía acababan de salir. Le siguieron los pasos más pesados. Hubo ruido de pelea, jadeos y gritos desgarradores; poco después, salieron unos pasos al rellano… los de alguien que caminaba cargado.
Hubo un silencio mortal que duró el espacio de medio minuto, y luego se oyó el ruido de algo que se precipitaba en el aire. Le siguió un golpe sordo, tremendo, abajo en las profundidades de la casa, en el enlosado del recibimiento.

A continuación reinó un silencio total. Nada se movía. La llama de la vela se alzaba imperturbable. Así había permanecido todo este tiempo: ningún movimiento había agitado el aire.

Paralizada de terror, tía Julia, sin esperar a su compañero, comenzó a bajar a tientas, llorando débilmente como para sus adentros; y cuando su sobrino la rodeó con el brazo y casi la llevó en volandas, notó que temblaba como una hoja.

Shorthouse entró en el cuartito, recogió la capa del suelo y, cogidos del brazo, empezaron a bajar muy despacio, sin pronunciar una sola palabra ni volverse a mirar hacia atrás, los tres tramos de escalera, hasta el recibimiento.

No vieron nada; aunque, mientras bajaban, tenían la sensación de que alguien les seguía paso a paso: cuando iban deprisa, se quedaba atrás; cuando tenían que ir despacio, les alcanzaba. Pero ni una sola vez se volvieron para mirar; y a cada vuelta, bajaban los ojos por temor al horror que podían sorprender en el tramo superior.

Shorthouse abrió la puerta de la calle con manos temblorosas; salieron a la luz de la luna, y aspiraron profundamente el aire fresco de la noche que venía del mar.


La colección de un virtuoso. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

El otro día, como disponía de una hora de ocio, entré en un museo nuevo que atrajo mi atención casualmente por un cartel pequeño y discreto: «VEA AQUÍ LA COLECCIÓN DE UN VIRTUOSO». Ése era el anuncio simple, aunque en absoluto poco prometedor, que durante un rato apartó mis pasos de la acera soleada de nuestra calle principal. Subí una escalera oscura, al llegar arriba abrí una puerta y me encontré frente a una persona que mencionó la moderada suma que me daría derecho a entrar.

—Tres chelines, en moneda de Massachusetts —me dijo—. Bueno, no, quería decir medio dólar, tal como lo llaman hoy.

Mientras buscaba la moneda en el bolsillo fijé la mirada en el portero, cuyo marcado carácter y aspecto individualizado me estimularon a esperar algo totalmente alejado de lo ordinario. Llevaba puesto un anticuado gabán, muy desteñido, que envolvía de manera tan completa su delgada figura que no podía verse el resto de su atuendo. Pero su rostro estaba notablemente enrojecido por el viento, quemado por el sol y gastado por la intemperie, y tenía una expresión de lo más inquieta, nerviosa y aprensiva. Era como si ese hombre estuviera viendo un objeto de importancia suprema, o tuviera que decidir alguna cuestión del más profundo interés, que planteara alguna pregunta trascendental, y no podía hacer otra cosa que esperar una respuesta. Sin embargo, como resultaba evidente que yo no tenía relación alguna con sus asuntos privados, pasé por la puerta abierta que me daba paso al amplio salón del museo. Delante justo de la puerta se encontraba la estatua de bronce de un joven de pies alados. Estaba representado en el acto de despegar volando del suelo, pero su mirada expresaba una invitación tan poderosa que me impresionó como si me estuviera llamando para que entrara en el salón.

—Es la estatua original de la Oportunidad, del antiguo escultor Lisipo —dijo un caballero que se acercó a mí en ese momento—. La he colocado a la entrada de mi museo porque no siempre puede ser uno admitido a ver esta colección.

Quien hablaba era una persona de mediana edad, y no resultaba sencillo determinar si había empleado su vida como estudioso o como hombre de acción; en realidad todas las peculiaridades exteriores y obvias se hallaban desgastadas por una relación extensa y promiscua con el mundo. No había en él señal alguna de una profesión, de hábitos individuales, apenas de nacionalidad. Aunque su tez oscura y rasgos elevados me hicieron conjeturar que era originario de algún país europeo de clima meridional. En todo caso, resultaba evidente que era el virtuoso en persona.

—Con su permiso, como no tenemos catálogo descriptivo le acompañaré por el museo señalándole lo que puede ser más digno de su atención —me dijo En primer lugar, aquí hay un grupo selecto de animales disecados.

Junto a la puerta aparecía la cabeza de un lobo, cierto que exquisitamente preparada, que mostraba una fiereza muy lobuna en los grandes ojos de cristal insertados en la cabeza salvaje y astuta. Y sin embargo se trataba simplemente de la piel de un lobo, sin que nada la distinguiera de otros ejemplares de esa poco atractiva raza.

—¿Cómo es que ese animal merece un lugar en su colección? —pregunté.
—Es el lobo que devoró a Caperucita Roja —respondió el virtuoso— y al lado, con una mirada más suave y maternal, como usted se dará cuenta, está la loba que dio de mamar a Rómulo y Remo.
—¡Ah, ciertamente! —exclamé—. ¿Y cuál es ese encantador cordero de vellón tan blanco como la nieve que parece de una textura tan delicada como la propia inocencia?
—Me temo que ha leído usted descuidadamente a Spenser —contestó mi guía—. Pues si no habría reconocido enseguida al «cordero blanco como la leche» que conducía Una. Pero ese cordero no me parece muy valioso. El ejemplar siguiente merece más nuestra atención.
—¿Cómo? —exclamé yo—. ¿Ese animal extraño con la cabeza negra de un buey sobre el cuerpo de un caballo blanco? Si fuera posible suponerlo diga que es el corcel de Alejandro, Bucéfalo.
—El mismo —contestó el virtuoso—. ¿Puede reconocer también al famoso caballo de guerra que está a su lado?

Junto al famoso Bucéfalo estaba el esqueleto puro de un caballo con los huesos blancos que sobresalían de su pellejo en malas condiciones; pero si mi corazón no hubiera sentido simpatía hacia esa lamentable anatomía, podría haber abandonado el museo enseguida. Sus rarezas no habían sido coleccionadas con dolor y arrancadas de las cuatro esquinas de la tierra, de las profundidades del mar y de los palacios y de los sepulcros de los tiempos para aquellos que no reconocieran a ese ilustre corcel.

—¡Es Rocinante! —exclamé entusiasmado.
Y así era. Mi admiración por ese caballo valeroso y noble hizo que contemplara con menos interés los otros animales, aunque muchos de ellos habrían merecido la atención del propio Cuvier. Allí estaba el burro al que Pedro Campan dio tan soberana paliza, y un hermano de la misma especie que sufrió un castigo similar del antiguo profeta Balaam. Sin embargo tuve algunas dudas respecto a la autenticidad de este último animal. Mi guía me señaló al venerable Argo, el fiel perro de Ulises, y también a otro perro (así lo parecía por la piel) que, aunque imperfectamente conservado, de inmediato daba la sensación de que había tenido tres cabezas. Era Cerbero. Me divirtió considerablemente detectar en una esquina oscura al zorro que tan famoso se hizo por perder la cola. Había varios gatos disecados que, como amaba yo tanto a esos agradables animales, atrajeron mi mirada afectuosa. Uno era el gato Hodge del doctor Johnson; y en la misma fila estaban los gatos favoritos de Mahoma, Gray y Walter Scott, junto con el Gato con Botas, y un gato de aspecto muy noble que en otro tiempo había sido una deidad del Antiguo Egipto. Venía después el oso domesticado de Byron. No debo olvidar mencionar el cerdo de Erimantea, la piel del dragón de San Jorge y la de la serpiente Pitón; y otra piel, de tonos hermosamente jaspeados, se supone que fue la prenda de la «astuta serpiente del espíritu» que tentó a Eva. De la pared colgaban los cuernos del ciervo que mató Shakespeare; y en el suelo estaba la pesada concha de la tortuga que cayó sobre la cabeza de Esquilo. En una fila, y tan natural como si estuviera vivo, se encontraba el toro sagrado Apis, «la vaca con el cuerno arrugado» y una novilla de aspecto muy salvaje que sospecho fue la vaca que saltó hasta la luna. Probablemente la mató la rapidez de su descenso. Al darme la vuelta, mi mirada se posó en un monstruo indescriptible que resultó ser un grifo.

—Estoy buscando en vano la piel de un animal que merecería el estudio más atento de un naturalista —comenté yo—: el caballo alado, Pegaso.
—Todavía no ha muerto —contestó el virtuoso—. Pero va tan duramente cargado con tantos caballeros jóvenes de estos tiempos que espero añadir pronto su piel y su esqueleto a mi colección.

Pasamos entonces al siguiente apartado de la sala, en el que había una multitud de aves disecadas. Estaban colocadas de manera muy hermosa, algunas sobre la rama de un árbol, otras empollando sobre el nido, y otras suspendidas con alambres tan artificialmente que parecían estar volando. Había entre ellas una paloma blanca con una rama marchita de hojas de olivo en la boca.

—¿No será ésta la paloma que llevó el mensaje de paz y esperanza a los pasajeros del Arca atrapados por la tormenta? —pregunté.
—Ciertamente —contestó mi compañero.
—Y supongo que ese cuervo es el mismo que alimentó a Elías en el desierto — volví a preguntar.
—¿El cuervo? No —contestó el virtuoso—. Es de una época moderna. Perteneció a un tal Barnaby Rudge; y muchas personas creían que el propio diablo se había disfrazado con su plumaje negro. Pero el pobre Grip había tirado su último corcho y al final se vio obligado a «decir muere». Este otro cuervo, no menos curioso, es aquél en el que el alma del rey Jorge I volvió a visitar a su amada la duquesa de Kendall.

Mi guía me señaló después el búho de Minerva y el buitre que se lanzó sobre el hígado de Prometen. Allí estaba también el Ibis sagrado de Egipto, y uno de los pájaros de Estinfalia que Hércules mató en su sexto trabajo. En la misma percha se hallaban colocadas la alondra de Shelley, la polla de agua de Bryant y una paloma del campanario de la Old South Church, conservada por N. P. Willis. No pude evitar un estremecimiento al contemplar el albatros de Coleridge, traspasado por una flecha de la ballesta del Antiguo Marinero. Junto a este ave de gran poesía había un ganso gris de aspecto muy ordinario.

—Un ganso disecado no es una rareza —comenté yo—. ¿Por qué conserva este ejemplar en su museo?
—Es uno de los que con sus cacareos salvaron el Capitolio Romano —respondió el virtuoso—. Muchos gansos han cacareado y siseado antes y después de aquello; pero ninguno, salvo ésos, se elevaron en su clamor hasta la inmortalidad.

En ese departamento del museo no parecía haber mucho más que mereciera mi atención, salvo quizás el loro de Robinson Crusoe, un fénix vivo, un ave del paraíso sin patas, y un espléndido pavo real, supongo que el mismo que contuvo en otro tiempo el alma de Pitágoras. Pasamos por tanto al departamento siguiente, cuyas repisas estaban cubiertas de una variada colección de curiosidades semejantes a las que suelen encontrarse en establecimientos similares. Una de las primeras cosas que llamó mi atención fue una gorra de extraño aspecto tejida con una sustancia que no parecía ser lana, algodón ni lino.

—¿Es un gorro mágico? —pregunté.
—No —contestó el virtuoso—. Es sólo la gorra de amianto del doctor Franklin. Pero aquí hay una que quizás le interese más. Es la gorra de los deseos de Fortunato. ¿Quiere probársela?
—De ningún modo —contesté apartándola con la mano—. El tiempo de los deseos desbocados ha pasado para mí. No deseo nada que no pueda encontrar en el curso ordinario de la providencia.
—Entonces probablemente no se sentirá tentado a frotar esta lámpara —respondió el virtuoso.
Mientras me decía eso cogió de la repisa una antigua lámpara de bronce trabajada curiosamente con figuras en relieve, pero tan cubierta de cardenillo que la parte esculpida casi había desaparecido.
—Han pasado ya mil años desde que el genio de esta lámpara construyó en una sola noche el palacio de Aladino —me dijo—. Pero todavía conserva su poder; y el hombre que frote la lámpara de Aladino sólo tiene que desear un palacio o una casa de campo.
—Preferiría una casa de campo —contesté—. Pero me gustaría que tuviera sus cimientos en la verdad segura y estable, no en los sueños y fantasías. He aprendido a buscar lo real y lo verdadero.

Mi guía me mostró entonces la varita mágica de Próspero, rota en tres fragmentos por la mano de su poderoso maestro. En la misma repisa estaba el anillo de oro del antiguo Giges, que concedía la invisibilidad a quien se lo ponía. Al otro lado había un espejo alto en un marco de ébano, pero tapado con una cortina de seda morada, por cuyas aberturas podía vislumbrarse el brillo del espejo.

—Es el espejo mágico de Cornelio Agripa —comentó el virtuoso—. Aparte la cortina, imagínese mentalmente cualquier forma humana y se verá reflejada en el espejo.
—Me basta con poder representármela dentro de mi mente —respondí yo—. ¿Para qué iba a desear verla repetida en el espejo? La verdad es que esos actos mágicos han llegado a aburrirme. Hay tantas y grandiosas maravillas en el mundo para los que mantienen los ojos abiertos y no permiten que la costumbre reduzca su visión, que todos los engaños de los viejos brujos parecen planos y rancios. A menos que pueda mostrarme algo realmente curioso, no creo que me interese seguir visitando su museo.
—Ah, muy bien —contestó sosegadamente el virtuoso—. Quizás considere que algunas de mis rarezas de anticuario merecen una mirada.

Señaló una máscara de hierro corroída ahora por el óxido, y mi corazón enfermó al ver esa terrible reliquia que había separado a un ser humano de la simpatía de los de su raza. No había nada ni la mitad de terrible en el hacha que decapitó al rey Carlos, ni en la daga que mató a Enrique de Navarra, ni en la flecha que traspasó el corazón de William Rufus, que me enseñó. Muchos de los artículos debían su interés a haber sido poseídos anteriormente por la realeza. Por ejemplo, allí estaba el manto de piel de oveja de Carlomagno, la peluca suelta de Luis XIV, el torno de hilar de Sardanápalo, y los famosos pantalones del rey Esteban, que le costaron una corona. El corazón de Bloody Mary, con la palabra «Calais» sobre su sustancia enferma, se conservaba en un frasco de alcohol; y cerca estaba la caja dorada en la que la reina de Gustavo Adolfo atesoraba ese corazón de héroe. Entre esas reliquias y herencias de reyes no debo olvidar las orejas largas y velludas de Midas, y un trozo de pan que se transformó en oro por el contacto con ese infortunado monarca. Y como la griega Elena era reina, debe mencionarse aquí que se me permitió tocar un rizo de sus cabellos dorados, y el cuenco que modeló un escultor con la curva de su pecho perfecto. Allí estaba también la túnica que envolvió a Agamenón, el arpa de Nerón, la botella de brandy del zar Pedro, la corona de Semiramis y el cetro de Canuto, que él extendió sobre el mar. Para que mi propio país no pueda considerarse olvidado, déjenme añadir que me permitió ver el cráneo del rey Felipe, el famoso jefe indio cuya cabeza los puritanos cortaron y exhibieron sobre un palo.

—Enséñeme algo más —le dije al virtuoso—. Los reyes se encuentran en una posición tan artificial que las gentes de la vida ordinaria no pueden interesarse por sus reliquias. Si pudiera enseñarme el sombrero de paja del pequeño Nell, lo preferiría a la corona de oro de un rey.
—Pues aquí está —contestó mi guía señalando descuidadamente con el bastón el sombrero de paja en cuestión—. Pero la verdad es que es usted difícil de complacer. Aquí están las botas de siete leguas. ¿Desea probárselas?
—Nuestro moderno ferrocarril ha dejado anticuado su uso —respondí—. Y en cuanto a botas de cuero de vaca, yo mismo podría enseñarle un par muy curioso en la comunidad trascendentalista de Roxbury.

Examinamos después una colección de espadas y otras armas pertenecientes a épocas distintas, pero reunidas sin que se hubiera esforzado mucho en ordenarlas.

Estaba la espada de Arturo, Excalibur, y la del Cid Campeador, y la que Bruto manchó con la sangre de César, y la del propio César, y la espada de Juana de Arco, y la de Horacio, y aquella con la que Virginio mató a su hija, y la que Dionisio suspendió sobre la cabeza de Damocles. Allí estaba asimismo la espada de Arria, que hundió en su propio pecho para probar la muerte antes que su marido. Atrajo después mi atención la hoja curva de la cimitarra de Saladino. No sé por qué azar, pero sucedió que la espada de uno de nuestros propios generales se hallaba colgada entre la lanza de Don Quijote y la hoja marrón de Hudibras. Mi corazón latió con fuerza al ver el casco de Miltiades y la lanza que rompió el pecho de Epaminondas. Reconocí el escudo de Aquiles por su semejanza con la admirable copia que poseía el profesor Felton. Nada de aquel departamento me interesó más que la pistola del comandante Pitcairn, con cuya descarga se inició en Lexington la Guerra de la Revolución, que reverberó atronadora por toda la tierra durante siete largos años. El arco de Ulises, aunque sin montar desde hacía muchísimo tiempo, estaba apoyado en la pared, junto con un haz de flechas de Robin Hood y el rifle de Daniel Boone.

—Basta de armas —dije finalmente—. Aunque me habría gustado ver el escudo sagrado que cayó de los cielos en la época de Numa. Y seguramente habrá conseguido usted la espada que desenvainó Washington en Cambridge. Pero la colección le da ya suficiente fama. Sigamos adelante.

En el siguiente departamento vimos el muslo dorado de Pitágoras, que tenía un significado divino; y por una de esas analogías extrañas a las que tan proclive parecía el virtuoso, ese antiguo emblema estaba en la misma repisa con la pata de madera de Peter Stuyvesant, que decía la fábula que era de plata. Había allí un resto del Vellocino de Oro, y una rama de hojas amarillas que parecía el follaje del olmo mordido por la helada, pero que estaba debidamente autentificado como parte de la rama dorada con la que Eneas logró ser admitido en el reino de Pluto. La manzana dorada de Atlanta y una de las manzanas de la discordia estaban envueltas en la servilleta de oro que Rampsinitus trajo del Hades; y todo estaba depositado en el jarrón dorado de Bias, con su inscripción: «AL MÁS SABIO».

—¿Y cómo obtuvo usted este jarrón? —pregunté al virtuoso.
—Me lo dieron hace mucho tiempo —contestó con una expresión de burla en la mirada—, porque había aprendido a despreciar todas las cosas.

No se me escapó que aunque el virtuoso era evidentemente un hombre muy cultivado, sin embargo parecía no tener simpatía por lo espiritual, lo sublime y lo sensible. Aparte del capricho que le había hecho dedicar tanto tiempo, esfuerzo y dinero a la colección de ese museo, me pareció uno de los hombres más duros y fríos que había encontrado en el mundo.

—¡Por despreciar todas las cosas! —repetí—. Ésa es, en el mejor de los casos, la sabiduría del entendimiento. Es el credo de un hombre cuya alma, la parte mejor y más divina, no ha despertado nunca, o ha muerto ya en él.
—No pensé que fuera usted todavía tan joven —contestó el virtuoso—. Si hubiera vivido tanto como yo, reconocería que el jarrón de Bias no fue mal concedido.

Sin analizar más esa cuestión, dirigió mi atención hacia otras curiosidades. Examiné el zapato de cristal de Cenicienta, y lo comparé con una de las sandalias de Diana, y con el zapato de Fanny Elssler, que testimoniaba el carácter musculoso de su pie ilustre. En la misma repisa estaban los zapatos de terciopelo verde de Thomas el Rimador, y el zapato soldado de Empédocles, que fue arrojado desde el Monte Etna. La copa de Anacreonte estaba situada en adecuada yuxtaposición con la copa de vino de Tom Moore y el cuenco mágico de Circe. Eran símbolos del lujo y el tumulto, pero junto a ellos estaba la copa con la que Sócrates bebió su cicuta, y la que Sir Philip Sidney apartó de sus labios mortalmente secos para que bebiera un soldado moribundo. Había luego un grupo de pipas, entre las que estaban la de Sir Walter Raleigh, la más antigua de todas ellas, la del doctor Parr, Charles Lamb, y el primer calumet de la paz que se fumó entre un europeo y un indio. Entre otros instrumentos musicales vi la lira de Orfeo, y las de Homero y Safo, el famoso silbato del doctor Franklin, la trompeta de Anthony Van Corlear, y la flauta que tocaba Goldsmith en sus paseos por las provincias francesas. El cayado de Pedro el Eremita estaba en una esquina con el del buen obispo Jewel, y con uno de marfil que había pertenecido a Papirio, el senador romano. También estaba cerca la pesada clava de Hércules. El virtuoso me mostró el cincel de Fidias, la paleta de Claude y el pincel de Apelles, comentando que pensaba regalar el primero a Greenough, Crawford o Powers, y los dos últimos a Washington Allston. Había un pequeño jarro de gas oracular de Delfos, que confío será enviado para su análisis científico al profesor Silliman. Me conmovió profundamente contemplar un frasquito con las lágrimas en las que se disolvió Niobe; y lo mismo al saber que un fragmento informe de sal era una reliquia de esa víctima del abatimiento y las lamentaciones pecaminosas: la esposa de Lot. Mi compañero parecía dar un gran valor a una oscuridad egipcia en un jugo negro. Varias de las repisas estaban llenas con una colección de monedas, de las que sin embargo no recuerdo más que el Chelín Espléndido, celebrado por Phillips, y una moneda de hierro de Licurgo del valor de un dólar, que pesaba unas cincuenta libras. Avanzando despreocupadamente, casi tropecé con un enorme atado, parecido a un paquete de buhonero, envuelto en paño de saco y sujeto con mucha firmeza con cuerdas y correas.

—Es la carga del pecado cristiano —comentó el virtuoso.
—¡Oh, le ruego que lo abramos! —exclamé—. Durante muchos años he deseado conocer su contenido.
—Busque en su propia conciencia y recuerdo —contestó el virtuoso—. Encontrará allí una lista de todo lo que contiene.

Como era una verdad innegable, lancé una mirada melancólica a esa carga, y seguí adelante. Merecía cierta atención una colección de vestidos antiguos colgados de clavos, especialmente la camisa de Neso, el manto de César, la capa de muchos colores de José, la sotana de vicario de Bray, el traje flor de pomelo de Goldsmith, un par de pantalones escarlata del presidente Jefferson, la camisa de caza de bayeta roja de John Randolph, los calzones cortos grises del Caballero Stout, y los andrajos del «hombre totalmente raídos y desgarrados». El sombrero de George Fox me impresionó por ser quizás un recuerdo del apóstol más auténtico que ha aparecido en la tierra durante estos mil ochocientos años. Atrajeron después mi mirada un par de viejas tijeras que debí tomar como el recuerdo de algún sastre famoso, pero que el virtuoso afirmó que eran las auténticas tijeras de Atropos. Me mostró también un reloj de arena roto que había sido arrojado por el Padre Tiempo, junto con una guedeja gris del anciano caballero, hermosamente trenzada en forma de broche. En el reloj había un puñado de arena cuyos granos habían numerado los años de la sibila de Cumas. Creo que fue en ese departamento donde vi el tintero que arrojó Lutero al diablo, y el anillo que Essex, estando sentenciado a muerte, envió a la Reina Isabel. Y allí estaba la pluma de acero manchada de sangre con la que Fausto firmó la cesión de su salvación.

El virtuoso abrió entonces una puerta de un armario y me enseñó una lámpara encendida, mientras otras tres estaban apagadas a su lado. Una de las tres era la lámpara de Diógenes, otra la de Guy Fawkes, y la tercera la que Hero envió con la brisa de la medianoche a la alta torre de Abidos.

—¡Fíjese! —exclamó el virtuoso soplando con toda su fuerza sobre la lámpara encendida.
La llama se estremeció y se apartó del aire, pero se aferró a la mecha y recuperó el brillo en cuanto la corriente de aire se agotó.
—Es la lámpara inmortal de la tumba de Carlomagno —comentó mi guía—. Esa llama fue encendida hace mil años.
—¡Que ridículo encender una luz no natural en las tumbas! —exclamé—. Deberíamos tratar de contemplar la muerte bajo la luz del cielo. ¿Y cuál es el significado de esa chofeta de carbones ardientes?
—Es el fuego original que robó Prometen del cielo —contestó el virtuoso—. Mírelo fijamente y contemplará otra curiosidad.

Fijé la vista en ese fuego —que simbólicamente era el origen de todo lo que hay de brillante y de glorioso en el alma del hombre— y en medio de él contemplé un pequeño reptil que disfrutaba evidentemente del fuerte calor. Era una salamandra.

—¡Qué sacrilegio! —grité con inexpresable desagrado—. ¿No pudo encontrar un uso mejor a este fuego etéreo que el de abrigar en él a un desagradable reptil? Aunque hay hombres que abusan del fuego sagrado de su propia alma con un propósito inmundo y culpable.
El virtuoso respondió con una risa seca y asegurándome que la salamandra era la misma que había visto Benvenuto Cellini en el fuego de la casa de su padre. Procedió entonces a enseñarme otras rarezas; pues ese reservado parecía el receptáculo de lo que él consideraba más valioso en su colección.
—Allí —dijo— está el Gran Carbunclo de la Montañas Blancas.

Miré con no poco interés esa poderosa gema, cuyo descubrimiento había sido uno de los fantasiosos proyectos de mi juventud. Probablemente en aquellos días debió parecerme más brillante que ahora; en todo caso, no brillaba tanto como para apartarme demasiado tiempo de los otros objetos del museo. El virtuoso me enseñó una piedra cristalina, pegada a la pared, que colgaba de una cadena de oro.

—La piedra filosofal —dijo.
—¿Y tiene usted el elixir de la vida que suele acompañarla? —pregunté.
—Por supuesto; esa urna está llena de él —contestó—. Un trago le refrescará. Aquí tiene la copa de Hebe. ¿Quiere beber de ella un poco de salud?

Mi corazón se conmocionó ante la idea de esa bebida recuperadora; pues temo que tuviera gran necesidad de ella tras haber viajado tanto por el camino polvoriento de la vida. Pero no sé si fue por una mirada peculiar en los ojos del virtuoso, o por la circunstancia de que ese preciosísimo líquido estuviera contenido en una antigua urna sepulcral, el caso es que me detuve. Después cruzaron mi mente muchos pensamientos con los que en las horas más tranquilas y mejores de la vida me había fortalecido para pensar que la muerte es el verdadero amigo al que, a su debido tiempo, hasta el mortal más feliz debería desear abrazar.

—No; no deseo una inmortalidad terrenal —dije—. Si el hombre viviera demasiado sobre la tierra, lo espiritual moriría en él. La chispa del fuego etéreo se ahogaría con lo material y lo sensual. Hay algo celestial dentro de nosotros que al cabo de un cierto tiempo necesita la atmósfera del cielo para evitar la decadencia y la ruina. No tomaré nada de ese líquido. Hace bien en guardarlo en una urna sepulcral; pues produciría la muerte en el momento de conceder la sombra de la vida.
—Todo eso que dice no puedo entenderlo —contestó mi guía con indiferencia—. La vida, la vida terrenal, es el único bien. ¿Pero se niega usted a beber? Muy bien, no es probable que se ofrezca dos veces en la experiencia de un hombre. Probablemente tenga usted penas que trate de olvidar con la muerte. Yo puedo permitirle que las olvide en vida. ¿Desea un trago de Leto?

Mientras hablaba, el virtuoso sacó de la repisa un jarro de cristal que contenía un licor negro que no reflejaba ninguna imagen de los objetos de alrededor.

—¡Por nada del mundo! —exclamé retrocediendo—. No quiero perder ninguno de mis recuerdos, ni siquiera los del error o la pena. Todos son conjuntamente el alimento de mi espíritu. Si los perdiera ahora sería como si nunca hubiera vivido.

Sin más parlamentos pasamos a la siguiente sala, cuyas repisas estaban cargadas de volúmenes antiguos y con los rollos de papiros en los que se atesoraba la sabiduría más antigua de la tierra. Quizás la obra más valiosa de la colección, para un bibliomaníaco, fuera el Libro de Hermes. Sin embargo yo habría dado un precio superior a los seis libros de la Sibila que Tarquín se negó a comprar, y que el virtuoso me dijo que había encontrado personalmente en la cueva de Trofonio. Sin duda, esos viejos volúmenes contenían profecías sobre el destino de Roma, tanto respecto al declinar y la caída de su imperio temporal como al surgimiento de su imperio espiritual. Tampoco carecía de valor la obra de Anaxágoras sobre la Naturaleza, que se consideraba irrecuperablemente perdida, y los tratados perdidos de Longino, de los que podría aprovecharse la critica moderna, y los libros de Livio que el estudioso clásico había lamentado durante tanto tiempo sin esperanza. Entre esos preciosos tomos vi el manuscrito original del Corán, y también el de la Biblia mormona con el autógrafo auténtico de Joe Smith. Estaba también allí el ejemplar de la Ilíada de Alejandro, guardado en el cofrecillo enjoyado de Darío, que olía todavía a los perfumes que guardaba en él el persa.

Al abrir un volumen con broche de hierro, encuadernado en cuero negro, descubrí que era el libro de magia de Cornelio Agripa; y todavía lo hacía más interesante el hecho de que entre sus páginas se hallaran apretadas muchas flores antiguas y modernas. Había una rosa del ramo de novia de Eva, y todas las rosas rojas y blancas recogidas en el jardín del Templo por los partidarios de York y Lancaster. Allí estaba la Rosa Silvestre de Alloway, perteneciente a Halleck. Cowper había contribuido con una Mimosa, y Wordsworth con una Eglantina, Burns con una Margarita de Montaña, y Kirke White con una Leche de Gallina, Longfellow con una Ramita de Hinojo, con sus flores amarillas. James Russell Lowell había dado una flor presionada, aunque todavía fragante, que había recogido a la sombra junto al Rin. Había también una ramita de Acebo perteneciente a Southey. Uno de los ejemplares más hermosos era una Genciana cairelada que había sido cogida y conservada para la inmortalidad por Bryant. De Jones Very, un poeta cuya voz apenas se oye entre nosotros por causa de su profundidad, había una Anémona y una Aguileña.

Cuando cerré el volumen de magia de Cornelio Agripa, cayó al suelo una carta vieja y enmohecida. Resultó ser autógrafa del Holandés Errante a su esposa. No pude quedarme más tiempo entre los libros, pues la tarde estaba terminando y quedaba todavía mucho por ver. Bastará simplemente con mencionar algunas curiosidades más. El cráneo inmenso de Polifemo era reconocible por el agujero cavernoso del centro de la frente, donde el gigante había tenido su único ojo. El tonel de Diógenes, el caldero de Medea y el jarrón de la belleza de Psique estaban colocados cada uno dentro del otro. A su lado estaba la caja de Pandora, sin la tapa, que contenía tan sólo el ceñidor de Venus, que había caído allí por descuido. Un manojo de varas de abedul que habían sido utilizadas por la maestra de Shenstone estaba atado con el ceñidor de la condesa de Salisbury. No sabía qué era más valioso, si un huevo de rocho tan grande como un tonel o la cáscara del huevo que Colón puso en su extremo. Posiblemente el artículo más delicado de todo el museo fuera el carro de la reina Mab, que estaba colocado bajo un vaso de cristal para protegerlo del contacto de los dedos entrometidos.

Había varias repisas ocupadas por ejemplares entomológicos. Como tenía muy poco interés por la ciencia, nada más observé el saltamontes de Anacreonte y un humilde abejorro que había dado el virtuoso Ralph Waldo Emerson. En la parte del salón a la que llegamos en ese momento vi una cortina que descendía desde el techo hasta el suelo en voluminosos pliegues, de una profundidad, riqueza y magnificencia como nunca había visto igual. No podía dudarse que ese velo espléndido, aunque oscuro y solemne, ocultaba una parte del museo todavía más rica en maravillas que la que ya había recorrido; pero cuando intenté coger el borde de la cortina para hacerla a un lado, resultó ser una imagen ilusoria.

—No se sonroje —comentó el virtuoso—, pues esa misma cortina engañó a Zeuxis. Es la famosa pintura de Parrasio.

En línea con la cortina había otros cuadros selectos de artistas de la antigüedad. Estaba allí el famoso racimo de uvas de Zeuxis, tan admirablemente representado que parecía que estuviera brotando de ellas el jugo maduro. En cuanto a la pintura de la anciana que había hecho el mismo ilustre pintor, y que era tan ridícula que él mismo murió de risa al contemplarla, no puedo decir que me moviera particularmente a risa. Parece ser que el humor antiguo tiene poco poder sobre los músculos modernos. Allí estaba también el caballo pintado por Apeles, ante el que relinchan los caballos de verdad; su primer retrato de Alejandro el Magno, y su última pintura, sin terminar, de Venus dormida. Cada una de esas obras de arte, junto con otras de Parrasio, Timantes, Polignoto, Apolodoro, Pausias y Pánfilo exigían más tiempo y estudio del que yo puedo conceder a la percepción adecuada de sus méritos. Los dejaré por tanto sin describir ni criticar, y no intentaré establecer la cuestión de la superioridad del arte antiguo o el moderno.

Por el mismo motivo pasaré ligeramente sobre las muestras de escultura antigua que ese infatigable y afortunado virtuoso había sacado de entre el polvo de los imperios caídos. Allí estaba la estatua de cedro de Esculapio que había hecho Aetion, en gran decadencia, y también la estatua de hierro de Hércules esculpida por Alcon, lamentablemente oxidada. Allí se encontraba la estatua de la Victoria, de casi dos metros de altura, que el Júpiter Olimpo de Fidias había tenido en su mano. Estaba también un dedo índice del Coloso de Rodas, de más de dos metros de longitud. Allí encontré la escultura de Venus Urania de Fidias, y otras imágenes masculinas y femeninas de belleza o grandeza, trabajadas por escultores que daba la impresión de que nunca hubieran rebajado su alma viendo formas inferiores a las de los dioses o los mortales divinos. Pero la simplicidad profunda de esas grandes obras no podía ser entendida por una mente excitada y turbada, como estaba la mía, por los diversos objetos que había contemplado recientemente.

Me alejé por tanto tras una simple mirada pasajera decidiendo que en una ocasión futura meditaría sobre cada una de las estatuas y pinturas hasta que lo más interior de mi espíritu percibiera su excelencia. También en ese departamento observé la tendencia a las combinaciones caprichosas y las analogías ridículas que parecían influir en gran parte de la ordenación del museo. La estatua de madera conocida como el Paladio de Troya estaba situada en yuxtaposición con la cabeza de madera del General Jackson, que unos años antes había sido robada de la proa de la fragata Constitución. Habíamos completado el circuito del espacioso salón y volvíamos a encontrarnos junto a la puerta. Sintiéndome algo fatigado tras haber visto tantas novedades y antigüedades, me senté en el sofá de Cowper mientras el virtuoso se dejaba caer descuidadamente en el sillón de Rabelais. Fijando los ojos en la pared de enfrente me sorprendió ver la sombra de un hombre que temblaba inestablemente sobre el friso, y parecía como si lo agitara una brisa de aire que entraba por la puerta o las ventanas. No se veía ninguna figura que pudiera provocar esa sombra; y aunque hubiera existido, no había luz del sol que pudiera provocar el oscurecimiento en la pared.

—Es la sombra de Peter Schlemihl —comentó el virtuoso—. Y uno de los artículos más valiosos de mi colección.
—Una sombra me parece un conserje adecuado para este museo —dije—. Aunque lo cierto es que esa figura tiene algo de extraño y fantástico que resulta conveniente para muchas de las impresiones que aquí he recibido. ¿Quién es?

Mientras hablaba examiné más atentamente que antes la presencia anticuada de la persona que me había introducido, y que seguía sentada en su banco con el mismo aspecto intranquilo y una ansiedad oscura, confusa e inquisitiva que ya había observado al entrar. En ese momento miró hacia nosotros y levantándose a medias de su asiento se dirigió a mí.

—Amable señor, le suplico que tenga piedad del hombre más desgraciado del mundo —dijo con un tono melancólico y voz cascada—. ¡En nombre del cielo, respóndame a una sola pregunta! ¿Es ésta la ciudad de Boston?
—Ya lo habrá reconocido —intervino el virtuoso—. Es Peter Rugg, el hombre perdido. Acerté a encontrarme con él el otro día, cuando seguía buscando Boston, y le traje aquí; y como no consiguió encontrar a sus amigos, lo he tomado a mi servicio como conserje. Es muy dado a irse a pasear, pero en otros aspectos es un hombre íntegro y de confianza.
—Y me atrevería a preguntar —proseguí yo— con quién estoy en deuda por la gratificación de esta tarde.
Antes de contestar, el virtuoso posó la mano sobre un antiguo dardo o jabalina cuya cabeza de acero oxidado parecía haber perdido la punta, como si hubiera encontrado la resistencia de un escudo o peto templado.
—No le ha faltado distinción a mi nombre en el mundo durante un período más prolongado que la vida de cualquier hombre —respondió—. Y sin embargo, muchos dudan de mi existencia; quizás lo haga usted mañana. Este dardo que sostengo en la mano fue en otro tiempo el arma de la severa muerte. Le sirvió bien por espacio de cuatro mil años; pero perdió la punta, tal como ve, cuando la lanzó contra mi pecho.

Esas palabras fueron pronunciadas con la cortesía tranquila y fría que había caracterizado a este personaje singular durante toda nuestra entrevista. Es cierto que sospeché que había una amargura indefiniblemente mezclada con su tono, como la de alguien separado de las simpatías naturales y condenado a un destino que ningún otro ser humano ha sufrido, y como consecuencia del cual había dejado de ser humano. Pero además, sin embargo, parecía una de las consecuencias más terribles de ese destino el que la víctima no lo considerara ya como una calamidad, sino que hubiera acabado por aceptarlo como el mayor bien que le pudiera haber acaecido.

—¡Usted es el judío errante! —exclamé.

El virtuoso hizo una reverencia sin ningún tipo de emoción; pues por la costumbre de siglos casi había perdido la sensación de extrañeza de su destino, y sólo imperfectamente era consciente del asombro y el respeto que producía en los que son capaces de morir.

—¡Su destino es ciertamente temible! —exclamé, no pudiendo reprimir mis sentimientos con una franqueza que después me sorprendió—. Pero quizás el espíritu etéreo no se haya agotado totalmente bajo esa masa corrupta o congelada de vida terrenal. Quizás la chispa inmortal pueda ser reavivada todavía con un soplo celestial. Quizás se le permita morir antes de que sea demasiado tarde para vivir eternamente. Puede contar con mis oraciones para esa consumación. Adiós.
—Rezará usted en vano —replicó con una sonrisa fría de triunfo—. Mi destino está vinculado a las realidades de la tierra. Tiene usted derecho a sus visiones y sombras de un estado futuro; pero deme a mí lo que pueda ver, tocar y entender, y no pido nada más.

«Ciertamente es demasiado tarde», pensé. «En su interior el alma ha muerto.»
Luchando entre la piedad y el horror, extendí mi mano, que el virtuoso tomó entre las suyas, todavía con la cortesía habitual de un hombre de mundo, pero sin un corazón que latiera por la hermandad humana. Su tacto parecía como de hielo, aunque no sabía si moral o físico. Al despedirme me rogó que observara que la puerta interior del salón estaba construida con las hojas de marfil de la puerta a través de la cual Eneas y la Sibila habían sido expulsados del Hades.


La casa vacía. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

—Ya sabéis —comenzó a decir Teodoro— que pasé el último verano en ... Los numerosos amigos y conocidos que encontré allí, la vida amable y despreocupada, las numerosas manifestaciones artísticas y científicas, todo me retuvo. Nunca me sentía tan contento como cuando me entregaba por entero a mi pasión de vagabundear por las calles, deteniéndome para ver los grabados en cobre que se exhibían en las puertas, deleitarme con los letreros y observando a las personas que salían a mi encuentro, con idea de hacerles un horóscopo; pero no sólo me atraía irresistiblemente la riqueza de las obras de arte y el lujo, sino la contemplación de los magníficos y suntuosos edificios. La alameda ornada de construcciones semejantes, que conduce a la Puerta de ***, es el punto de reunión de un público dispuesto a gozar de la vida, ya que pertenece a la clase alta o acomodada.

En los pisos bajos de los grandes palacios exhibíanse la mayor parte de las veces mercancías lujosas, mientras que en los altos habitaba gente de las clases mencionadas. Las hosterías más elegantes estaban, por lo general, en esta calle y los representantes extranjeros vivían en ella; así podéis suponer que allí había una animación especial y mayor movimiento que en otro lugar de la ciudad, dando la sensación de hallarse más poblada de lo que realmente estaba. El interés por vivir en aquel sitio hacía que muchos se conformasen con una pequeña vivienda, menor de lo que les correspondía, de suerte que muchas familias habitaban en una misma casa, como si ésta fuera una colmena. Con frecuencia paseaba yo por tal avenida, cuando un día, de pronto, me fijé en un paraje que difería de los demás de extraña manera. Imaginaos una casita baja, con cuatro ventanas, en medio de dos bellos y elevados edificios, cuyo primer piso apenas si se elevaba más que los bajos de las casas vecinas, y cuyo techo, en mal estado de conservación, así como las ventanas, cubiertas en parte con papeles, y los muros descoloridos, daban muestra del total abandono en que la tenía su propietario. Suponed qué aspecto tendría aquella casa entre dos mansiones suntuosas y adornadas con lujosa profusión. Permanecía delante contemplándola y observé al aproximarme que todas las ventanas estaban cerradas, que delante de la ventana del piso bajo se levantaba un muro y que la acostumbrada campanilla de la puerta cochera, así como la de la puerta principal, no existían; ni tan siquiera había un aldabón o llamador. Con el tiempo llegué al convencimiento de que la casa estaba deshabitada, ya que nunca, pasase a la hora que fuera, veía la menor huella de un ser humano. ¡Una casa deshabitada en esa parte de la ciudad! Era algo muy raro, aunque posiblemente tendría una explicación natural: que su dueño estuviese haciendo un largo viaje o que viviese en posesiones muy lejanas, sin atreverse a alquilar o vender este inmueble, por si lo necesitaba en el caso de volver a ***. Eso pensaba yo, y, sin saber cómo, me encontraba siempre paseando por delante de la casa vacía, al tiempo que permanecía no tanto sumergido en extraños pensamientos, como enredado en ellos.

Bien sabéis todos, queridos compañeros de mi alegre juventud, que siempre me considerasteis un visionario, y que cuantas veces las extrañas apariencias de un mundo maravilloso entraban en mi vida, vosotros, con vuestra rígida razón, lo combatíais. ¡Pues bien! Ahora podéis poner las caras de desconfianza que queráis, pues he de confesaros que yo también a veces he sufrido engaños, y que con la casa vacía parecía ir a ocurrir algo semejante, pero... al final vendrá la moraleja que os dejará aniquilados. ¡Escuchad! ¡Vamos al asunto!

Un día, y precisamente a la hora en que el buen tono ordena pasear arriba y abajo por la alameda, estaba yo, como de costumbre, absorto en mis pensamientos, contemplando la casa vacía. De pronto, noté sin mirar que alguien se había colocado a mi lado y me observaba fijamente. Era el conde R, en muchos puntos tan afín a mí, y no me cabe la menor duda de que también estaba interesado en la casa misteriosa. Me sorprendió que, al comunicarle la extraña impresión que me había causado esa casa deshabitada en aquella parte tan frecuentada de la ciudad, sonriese irónicamente, si bien al punto me aclarase todo. El conde P. había ido mucho más lejos que yo. Después de múltiples observaciones y combinaciones, había dado con la explicación de por qué se encontraba la casa en aquel estado, y precisamente la explicación estaba relacionada con una extraña historia que sólo la más viva fantasía del poeta podía haber imaginado. Voy ahora a referiros la historia del conde, que recuerdo con entera claridad, y, por lo que respecta a lo que me sucedió luego, me siento tan excitado todavía, que os lo contaré después.

¡Qué sorpresa fue la del conde al enterarse de que la casa vacía sólo alojaba los hornos del confitero, cuyos lujosos escaparates atraían al viandante! Por eso las ventanas del bajo, donde estaban los hornos, permanecían tapiadas, y las habitaciones del primer piso, con las cortinas echadas para evitar el sol y los insectos, protegiendo así los artículos confitados. Cuando el conde me contó esto, sentí como si me hubieran arrojado un jarro de agua fría o como si demonios enemigos hicieran burla de mis sueños poéticos... Pese a aquella explicación prosaica, siempre que desde entonces pasaba ante ella no dejaba de mirar la casa deshabitada, y, siempre que la miraba, sentía ligeros estremecimientos al imaginar toda clase de escenas extrañas. No me acostumbraba a la idea de la confitería, de los mazapanes, de los bombones, de las tartas, de las frutas escarchadas, etc. Una extraña combinación de ideas hacía que todo me sonase a secretos simbolismos y que pareciese decirme: "¡No os asustéis, amigo mío! Somos dulces criaturas, pero de un momento a otro estallará un trueno".

Entonces yo volvía a pensar: "¿No eres acaso un loco, un iluso, que siempre tratas de convertir lo vulgar en algo maravilloso? ¿Tienen razón acaso tus amigos cuando te consideran un exaltado visionario?". La casa, no podía ser de otro modo, permanecía siempre igual. Llegó un momento en que, al habituarse mi vista a ella y a las ilusorias figuras que parecían reflejarse en las paredes, éstas poco a poco fueron desapareciendo. Sin embargo, una casualidad hizo que lo que parecía dormido volviese a despertar. El hecho de haber quedado todo, a pesar mío, reducido a algo prosaico, como podéis imaginar, no impedía que yo siguiese mirando la fabulosa casa conforme a mi manera de pensar, pues soy fiel caballero de lo maravilloso.

Sucedió, pues, que un día en que, como de costumbre, paseaba por la alameda a las doce, mi mirada se fue a detener en las ventanas cubiertas por cortinas de la casa vacía. Noté que la cortina de la última ventana, justamente junto a la tienda de la confitería, comenzaba a moverse. Dejáronse ver una mano y un brazo. Con mis gemelos de ópera pude observar claramente la bella mano femenina, de blancura resplandeciente, en cuyo dedo meñique refulgía con desusado destello un brillante, y desde cuyo brazo redondeado, de belleza exuberante, lanzaba sus destellos un rico brazalete. La mano colocó un frasco de cristal de extraña forma en el alféizar de la ventana y desapareció tras la cortina.

Me quedé inmóvil; una rara y agradable emoción recorrió mi interior, a la manera de un calor eléctrico. Fijamente permanecí mirando a la ventana fatal y de mi pecho se escapó un suspiro. Por último, sentí como si fuese a desmayarme, y poco rato después me encontré rodeado de gentes de todas clases, que me observaban con semblante de curiosidad. Esto me disgustó, pero en seguida me di cuenta de que toda aquella muchedumbre no cesaba de comentar admirada que había caído desde un sexto piso un gorro de dormir sin que se le hubiese desgarrado ni una sola malla. Me alejé lentamente, mientras el demonio prosaico me susurraba con toda claridad al oído que la mujer del confitero, alhajada como en día de fiesta, se había asomado para dejar en la ventana un frasco de agua de rosa vacío. ¡Qué extraña ocurrencia! Pero, de pronto, tuve un pensamiento audaz; regresé al instante a contemplar el escaparate de la confitería inmediato a la casa vacía y entré.

Mientras soplaba la espuma del hirviente chocolate que había pedido, comencé a decir:
—En realidad habéis ampliado mucho vuestro establecimiento...

El confitero echó con presteza un par de bombones de colores en el cucurucho de papel y, dándoselos a la encantadora joven que los solicitaba, apoyó sus brazos en el mostrador, mirándome sonriente. Volví a repetirle que había hecho muy bien en colocar el horno en la casa contigua, aunque resultaba extraña y triste la casa vacía en medio de la animada fila de edificios.

—¡Eh señor! —repuso el confitero—. ¿Quién le ha dicho que la casa de ahí al lado me pertenece? Han sido vanos todos mis intentos de adquirirla, aunque bien creo que esa casa posiblemente oculte un enigma.
Ya podéis suponeros, amigos míos, en qué estado de excitación me dejó esta respuesta y qué reiteradamente le supliqué que me dijese algo más de la casa.
—¡Pues, sí, señor mío! —díjome—. En realidad no sé nada raro de la casa; únicamente puedo aseguraros que pertenece a la condesa de S., que vive en sus posesiones, y desde hace muchos años no viene a ***. Como entonces no se habían construido los magníficos edificios que existen ahora, según me han contado, la casa está en el mismo estado que antaño y nadie sabe nada de la completa decadencia en que se encuentra ahora. Sólo dos seres vivientes la habitan: un ancianísimo administrador muy huraño y un perro gruñón, que a veces, en el patio de atrás, ladra a la Luna. El rumor popular dice que debe de haber fantasmas en la casa vacía. Realmente mi hermano (el dueño de la tienda) y yo hemos oído varias veces en el silencio de la noche, sobre todo en Nochebuena, cuando el negocio nos hace estar al pie del mostrador, ruidos extraños que parecen venir a través de la pared desde la casa vecina. Luego comienzan a oírse unos sonidos estridentes y un rumor que nos parece horrible. Aún no hace mucho que una noche se oyeron cánticos, tan raros que apenas si puedo describirlos. Parecía la voz de una mujer de edad, pero el tono era tan penetrante, las cadencias tan variadas y los gorgoritos tan agudos, que ni siquiera los he oído en Italia, en Francia o en Alemania a las muchas cantantes que he conocido. Me pareció como si cantase con palabras francesas, que, sin embargo, no podía distinguir bien, aunque llegó un momento en que no pude oír más aquel canto loco y fantasmal que me ponía los pelos de punta. A veces, cuando el bullicio de la calle cesaba un poco, oíamos detrás del cuarto trasero profundos suspiros y luego un reír sofocado que parecía venir del suelo; pero, con el oído pegado a la pared, podía percibirse que era en la casa vecina donde suspiraban y reían. Fíjese —dijo mientras me conducía a la habitación última y señalaba a través de la ventana—, fíjese usted en aquel tubo de metal que sale del muro. A menudo humea tanto, incluso en verano, cuando nadie necesita calefacción, que mi hermano muchas veces ha regañado con el inquilino por temor a un incendio. Pero éste se disculpa, diciendo que cocina su comida. Ahora bien, lo que coma, eso sólo Dios lo sabe, pues con frecuencia se propaga un olor muy especial, sobre todo cuando el tubo humea mucho.

La puerta de cristal de la tienda resonó, y el confitero apresuróse, al tiempo que me lanzaba una mirada y me hacía una seña indicando a la persona que entraba, seña que comprendí perfectamente. ¿Quién podía ser aquel extraño personaje sino el administrador de la casa misteriosa? Imaginaos un hombrecillo delgado y seco, con semblante de momia, nariz aguda, labios contraídos, ojos chispeantes y verdes, de gato, sonrisa de loco, el pelo negro rizado a la antigua moda y empolvado, un tupé altísimo engomado y, colgando, una gran bolsa de piel llamada Postillon d'Amour. Usaba un viejo vestido de color café desvaído, aunque muy bien cepillado y limpio, y grandes zapatos desgastados, con hebillas. Imaginaos que esta personilla se dirigió, mejor dicho dirigió su enorme puño, de dedos largos y robustos, hacia el escaparate y, medio sonriendo y medio contemplando los dulces preservados por el cristal, dijo con voz gemebunda y desvaída:

—Un par de naranjas confitadas, un par de almendrados, un par de marrons glacés.
Decidme y juzgad si no había motivo para pensar algo raro. El confitero sirvió todo lo que el anciano pedía.
"¡Pesadlo, pesadlo, honorable señor vecino!", parecía susurrar aquel hombre extraño.
Luego sacó del bolsillo, mientras gemía y suspiraba, una pequeña bolsa de cuero y buscó trabajosamente el dinero. Noté que las monedas que iba contando sobre el mostrador estaban ya en desuso. Con voz quejumbrosa murmuró:
—Dulce..., dulce..., dulce debe ser todo... Por parte mía, todo dulce... Satanás unta el hocico de su novia con miel..., pura miel.
El confitero me miró riéndose, y luego dijo al viejo:
—Se diría que no os encontráis bien; la edad, debe de ser la edad; las fuerzas disminuyen.
Sin alterar su gesto, el viejo exclamó con voz aguda:
—¿Edad? ¿Edad? ¿Que disminuyen las fuerzas? ¿Débil yo, flojo? ¡Ja, ja, ja!
Y tras esto cerró los puños, haciendo crujir sus articulaciones, y dio tal salto en el aire, tras pisar con fuerza, que toda la tienda se estremeció y los cristales resonaron temblorosos. Pero en el mismo instante oyóse una algarabía espantosa: el viejo había pisado al perro negro, que se fue a meter entre sus piernas.
—¡Maldita bestia! ¡Maldito perro del infierno! —dijo en voz baja, mientras, abriendo el cucurucho, le ofrecía un almendrado grande. El perro, que se había puesto a llorar como si fuera una persona, se tranquilizó, sentóse sobre sus patas traseras y empezó a roer el almendrado como un hueso. Ambos terminaron a la vez: el perro con su almendrado y el viejo zampándose todo el cucurucho.
—Buenas noches, querido vecino —dijo alargando la mano al confitero y dándole tal apretón, que éste lanzó un grito de dolor—. El viejo y débil anciano os desea buenas noches, honorable señor confitero —repitió saliendo de la tienda y tras él su perro negro, relamiendo los restos del almendrado esparcidos por su hocico.
Me pareció que ni siquiera había reparado en que estaba yo allí, inmóvil y asombrado.
—Ahí le tenéis —comenzó a decir el confitero—, ahí le tenéis; así es como obra este viejo extraño, que aparece por aquí cuando menos dos o tres veces por semana, pero no hay forma de sacarle nada; sólo que es el mayordomo del conde de S., que ahora administra esta casa donde vive, y que espera todos los días, y así lleva muchos años, que la familia condal de S. retorne, y que por ese motivo no alquila la casa. Mi hermano un día fue a su encuentro y le preguntó qué era ese ruido tan extraño que hacía a medianoche, pero él, muy tranquilo, respondió:
—Si la gente dice que hay fantasmas en esta casa, no lo creáis, no es cierto.

A todo esto sonó la hora en que el buen tono ordena visitar las confiterías. La puerta se abrió, y una multitud elegante entró, de modo que ya no pude preguntar más. No cabía la menor duda de que las noticias del conde P. acerca de la propiedad y el empleo de la casa eran falsas, que el viejo administrador, no obstante su negativa, no vivía solo, y que allí se ocultaba un secreto. ¿Tenía alguna relación el extraño y espantoso cántico con el bello brazo que se mostró en la ventana? Aquel brazo no correspondía, no podía tener relación alguna, con el cuerpo de una mujer vieja. El cántico, sin embargo, conforme a la descripción del confitero, no provenía de la garganta de una muchacha. Además, recordé la humareda y el extraño olor de que me había hablado, así como el frasco de cristal visto por mí, y muy pronto se ofreció a mi mente la imagen de una criatura de bellos ojos, presa de poderes mágicos. Creí ver en el viejo un brujo fatal, un hechicero, que posiblemente no tenía relación alguna con la familia condal de S. y que, por cuenta propia, encontrábase en la casa abandonada haciendo de las suyas. Mi fantasía se puso a trabajar, y aquella misma noche, no sólo en sueños, sino en el delirio que precede al dormir, vi claramente la mano con el brillante refulgente en el dedo y el brazo ceñido por el rico brazalete. Un semblante bellísimo se me apareció entre la transparente niebla gris, semblante que tenía ojos azules, tristes y suplicantes, y luego la figura encantadora de una joven en la plenitud de su belleza. Muy pronto me di cuenta de que lo que tomaba por niebla era la humareda que se desprendía del frasco de cristal que tenía la figura entre sus manos, y que subía en rizadas volutas hacia lo alto.

"¡Oh mágica visión —exclamé extasiado—, oh mágica visión! ¿Dónde te encuentras, quién te ha encadenado? ¡Oh, cuánto amor y tristeza hay en tu mirada! Bien sé que la magia negra te tiene prisionera, que eres la desgraciada esclava de un demonio malicioso, vestido con ropas marrones que trastea por la confitería, da saltos capaces de destruir todo y pisa a perros infernales, que alimenta con almendrados, cuando, a fuerza de aullidos, han consumado sus evocaciones satánicas... ¡Oh, ya lo sé todo, bella y encantadora criatura! ¡El diamante es el reflejo de tu brillo interior! ¡ Ah!, si no le hubieses dado la sangre de tu corazón, ¿cómo iba a brillar así, con rayos tan multicolores y con tonos tan maravillosos que jamás ha podido ver un mortal? Sí, sé muy bien que el brazalete que ciñe tu brazo es una argolla de la cadena a que hacía referencia el hombre vestido de marrón, que es un eslabón magnético. ¡No le hagas caso, hermosa mía! Ya veo cómo se suelta y cae en la encendida retorta, desprendiendo llamas azuladas. ¡Yo lo he echado y ya estás libre! ¿Acaso no sé todo, acaso no sé todo, amada mía? Pero escúchame, encantadora, abre tus labios y dime..."

En el mismo instante un puño poderoso me empujó contra el frasco de cristal, que se rompió en mil pedazos, esparciéndose por el aire. Con un débil quejido de dolor, la encantadora figura desapareció en la oscura noche... ¡Ah! Veo por vuestra sonrisa que de nuevo me tomáis por un visionario. Pero os aseguro que todo el sueño, si es que no queréis prescindir de este nombre, tenía el perfecto carácter de una visión. Como veo que continuáis sonriéndoos y negándoos a creerme, de un modo prosaico, prefiero no decir nada, sino terminar de una vez.

Apenas amaneció, corrí muy intranquilo y lleno de deseos hacia la alameda y me aposté frente a la casa vacía. Además de las cortinas interiores, había rejas. La calle estaba totalmente vacía. Acerquéme a la ventana del piso bajo y me puse a escuchar atentamente. Pero no oí nada; todo estaba en un silencio sepulcral. Ya se hacía de día y comenzaba a animarse el comercio; debía irme de allí. Os cansaría si os contase cuántos días fui a la casa en momentos diversos, y todo en vano, sin poder descubrir nada, y cómo todas mis investigaciones y observaciones no me procuraron ninguna noticia. Así es que, finalmente, la bella imagen de la visión que había contemplado fue esfumándose. Mas he aquí que un día que volvía de dar un paseo por la tarde, al pasar por delante de la casa vacía noté que la puerta estaba medio abierta; entré. El hombre del traje marrón se asomó. Yo había tomado una resolución. Pregunté al viejo:

—¿ Vive aquí Binder, el consejero de Hacienda?
Al tiempo empujaba la puerta para entrar en un vestíbulo iluminado débilmente por la luz de una lámpara. El viejo me miró con su sonrisa permanente y dijo con voz lenta y gangosa:
—No, no vive aquí; nunca ha vivido aquí, nunca vivirá aquí y tampoco vive en toda la alameda. Pero la gente dice que en esta casa hay fantasmas. Sin embargo, puedo asegurarle que no es cierto; es una casa muy tranquila, muy bonita, y mañana vendrá la respetable condesa de S. ¡Buenas noches, mi querido amigo!

Apenas terminó de decir esto, el viejo se las ingenió para echarme de la casa y cerrar la puerta tras de mí. Oí cómo resonaban las llaves en su llavero, mientras subía las escaleras, carraspeando y tosiendo. Aquel escaso tiempo fue suficiente, sin embargo, para que viese que en el vestíbulo colgaban tapices antiguos de varios colores y que la sala estaba amueblada con sillones de damasco rojo, todo lo cual le daba un aspecto extraño. ¡Nuevamente volvieron a despertarse en mi interior la fantasía y la aventura tras de haber entrado en la casa misteriosa! Imaginaos..., imaginaos al día siguiente en qué estado volví a recorrer la alameda al mediodía. Al dirigir la mirada involuntariamente hacia la casa vacía, observé que algo brillaba en el piso alto. Al acercarme vi que la persiana estaba levantada y la cortina medio corrida. ¡Oh, cielos! Apoyado en su brazo, el bello semblante de aquella visión mía me miraba suplicante. ¿Era posible permanecer quieto en medio de la muchedumbre? En aquel momento me fijé en el banco destinado a los viandantes, colocado precisamente ante la casa vacía aunque de espaldas a la fachada. Con paso rápido caminé por la alameda y, apoyándome sobre el respaldo del banco, pude contemplar sin ser molestado la ventana fatal. ¡Sí!, era ella, la encantadora y bella criatura, los mismos rasgos... Sólo que su mirada incierta... no se dirigía a mí, según me pareció, sino más bien denotaba algo artificial, como muerto. Daba la engañosa impresión de pertenecer a un cuadro, impresión que hubiera sido completa de no haberse movido el brazo y la mano. Totalmente absorto en la contemplación del extraño ser que estaba asomado a la ventana, y que me causaba tan rara exaltación, no oí la voz temblona de un vendedor ambulante italiano que inútilmente me ofrecía su mercancía. Como me tocase el brazo, volvíme con presteza y le reñí furioso. No me dejaba un instante con sus súplicas pedigüeñas. En todo el día no había ganado nada; decía que le comprase un par de lápices o un paquete de mondadientes. Impaciente, para librarme a toda prisa de aquel pesado, metí la mano en el bolsillo en busca de mi bolsa mientras él me decía:

—Aún tengo cosas más bonitas.

Buscó en su caja y sacó un espejito, que estaba en el fondo con otros cristales, y me lo mostró de lejos. Volví a mirar la casa vacía, la ventana y los rasgos de aquel encantador y angelical semblante de la visión que se me había aparecido. Apresurado compré el espejito, que me permitió, sin necesidad de molestar al vecino, mirar hacia la ventana. Así es que, contemplando durante largo rato el rostro misterioso, me sucedió que experimenté un sentimiento rarísimo e indescriptible, como si estuviera soñando despierto. Tuve la sensación de que me paralizaba, pero más bien que los movimientos del cuerpo, la mirada, que no podía apartar del espejo. Confieso con rubor que recordé aquellos cuentos infantiles que me relataba en mi tierna niñez la criada al acostarme, cuando me divertía contemplándome en el gran espejo de la habitación de mi padre. Me dijo entonces que, cuando los niños se miran mucho por la noche al espejo, ven la cara horrible de un desconocido, y esto hacía que a veces permanecieran mirando fijamente. Aquello me parecía horroroso, pero aún sobrecogido por el espanto, no podía dejar de mirar a través del espejo, porque tenía una gran curiosidad de ver el semblante desconocido. Una vez parecióme ver un par de ojos brillantes, horribles, que despedían chispas desde el espejo; me puse a gritar y caí desvanecido. En aquella ocasión se me declaró una larga enfermedad, y todavía hoy tengo la sensación de que aquellos ojos me están mirando. En una palabra: todas aquellas boberías de mi infancia pasaron por mi imaginación; sentí que se me helaban las venas, y quise apartar de mi lado el espejo..., pero no pude. Los ojos celestiales de la encantadora criatura me contemplaban. Sí, su mirada penetraba directamente en mi corazón.

Luego aquel espanto que me sobrecogió repentinamente cesó y dio paso a un suave dolor y a una dulce nostalgia, semejante al efecto de una sacudida eléctrica.
—¡Tenéis un espejo envidiable! —dijo una voz junto a mí.
Desperté como de un sueño, y cuál no sería mi desconcierto cuando encontré a mi lado unos semblantes que sonreían de modo equívoco. Varias personas habíanse sentado en el mismo banco y era lo más probable que, por mi insistencia en mirar al espejo y quizá por los extraños gestos que debí de hacer en el estado de exaltación en que me encontraba, diese un espectáculo muy divertido.
—Tenéis un espejo envidiable —repitió la voz al ver que yo no respondía—. ¿Por qué miráis con tanta fijeza?

Un hombre ya de edad, vestido muy cuidadosamente, que en el tono de su conversación y en la mirada tenía algo de bondadoso e inspiraba confianza, era quien me hablaba. No tuve reparo en decirle que precisamente en el espejo veía a una joven maravillosa que estaba asomada a la ventana de la casa vacía. Fui más lejos aún: pregunté al viejo si veía él también aquel maravilloso semblante.

—¿Ahí, en aquella casa vieja..., en la última ventana? —me preguntó asombrado el viejo.
—Ciertamente, ciertamente —repuse.
El viejo se sonrió y comenzó a decir:
—Os habéis engañado de un modo extrañísimo... Doy gracias a que mis viejos ojos... ¡Dios bendiga mis viejos ojos! ¡Eh, eh, señor mío! En efecto, sí, yo también he visto con estos ojos bien abiertos el semblante maravilloso asomado a la ventana. Aunque realmente bien creo que se trata de un retrato al óleo.
Rápidamente me volví hacia la ventana: todo había desaparecido y la persiana se había bajado.
—Sí —continuó el viejo—; sí, señor mío, no es demasiado tarde para convencerse de que precisamente ahora el criado que vive ahí solo, como un castellano, en los cuarteles de la condesa de S., acaba de limpiar el polvo del cuadro, lo ha quitado de la ventana y bajó la persiana.
—¿Así que era un cuadro? —pregunté totalmente desconcertado.
—Confiad en mis ojos —repuso el viejo—. Al ver en el espejo sólo el reflejo del cuadro ha sido usted fácilmente engañado por la ilusión óptica. ¿Acaso yo, cuando tenía vuestra edad, gracias a mi fantasía, no era capaz de evocar la imagen de una bella joven y de darle vida?
—Pero la mano y el brazo se movían —insistí.
—Sí, sí; se movían, todo se movía —dijo el viejo sonriendo y dándome un golpecito en el hombro. Luego levantóse y después de hacerme una reverencia se despidió con estas palabras—: Tened cuidado con esos espejos de bolsillo, que mienten tan engañosamente. Téngame por su más obediente servidor.

Podéis imaginar cuál sería mi estado de ánimo cuando me vi tratado como si fuera un ser fantástico, necio y visionario. Quedé convencido de que el viejo tenía razón, de que toda aquella loca fantasmagoría había tenido lugar en mi interior, y que todo lo de la casa vacía, para vergüenza mía, sólo era una mixtificación repelente. De muy mal humor y muy disgustado abandoné el banco, decidido a librarme de una vez para siempre del misterio de la casa vacía o, por lo menos, dejar transcurrir unos días sin pasear por la alameda ni por aquel sitio. Seguí tal propósito al pie de la letra. Pasaba las horas ocupado en los negocios de mi bufete, y al atardecer pasaba el rato en un círculo de alegres amigos, de tal modo que no volvieron a atormentarme aquellos secretos. Únicamente me sucedía algunas noches que me despertaba como si alguien me tocase, y entonces tenía la clara sensación de que sólo el ser misterioso que se me había aparecido al mirar la ventana de la casa vacía era la causa de mis sobresaltos. Incluso cuando estaba en mi trabajo o en animada conversación con mis amigos me estremecía con este pensamiento, como si hubiese recibido una sacudida eléctrica. Pero esto sucedía en momentos fugaces. El pequeño espejo de bolsillo, que en otro tiempo tan mentirosamente había reflejado la imagen amable, ahora me servía para menesteres prosaicos: acostumbraba a hacerme el nudo de la corbata ante él. Pero sucedió un día que lo encontré opaco, y echándole el aliento lo froté para darle brillo. Se me detuvo el pulso y todo mi ser se estremeció al experimentar un sentimiento de terror no exento de cierto agrado. Sí..., ciertamente tengo que calificar de ese modo la sensación que me sobrecogió cuando eché el aliento al espejo, pues contemplé, en medio de una neblina azul, el bello rostro, que me miraba suplicante, con una mirada que traspasaba el corazón. ¿Os reís? Sí, estáis convencidos de que soy un visionario sin remedio. Mas decid lo que queráis, pensad lo que queráis; no me importa. La maravillosa mujer me miraba, en efecto, desde el espejo; pero en cuanto cesé de echarle aliento al espejo, desapareció su rostro de él... No quiero fatigaros más. Pues voy a referir todo lo que sucedió después. Sólo os diré que incansablemente yo repetía la experiencia del espejo y casi siempre lograba evocar la imagen, aunque algunas veces mis esfuerzos resultaban infructuosos. Entonces corría como loco hacia la casa vacía y me ponía a contemplar la ventana; pero ningún ser humano se asomaba... Vivía sólo pensando en ella; todo lo demás me parecía muerto, sin interés; abandoné mis amigos, mis estudios.

En estas circunstancias muchas veces sentía un dolor suave y una nostalgia como soñadora. Parecía a veces como si la imagen perdiese fuerza y consistencia, aunque en otras ocasiones se agudizaba de tal modo que recuerdo algunos momentos con verdadero espanto. Encontrábame en un estado de ánimo tal, que hubiera estado a punto de ser mi perdición. Pero aunque os riáis y os burléis de mí, escuchad lo que voy a contaros. Como ya os dije, cuando aquella imagen palidecía, lo que sucedía muy a menudo, sentía un malestar muy grande. Entonces la figura hacía su aparición con una viveza tal, con un brillo tan grande, que me daba la sensación de poder tocarla. Aunque realmente también tenía la horrible impresión de ser yo mismo la figura envuelta por la niebla que se reflejaba en el espejo. Aquel estado penoso terminaba siempre con un agudo dolor en el pecho y luego con una gran apatía que me dejaba presa de un total agotamiento. En los momentos en que fracasaba en mi intento del espejo, notaba que me quedaba sin fuerzas; pero cuando volvía a aparecer la imagen en él, no he de negar que experimentaba un extraño placer físico. Esta continua tensión ejercía sobre mí un influjo maligno; con una palidez mortal y totalmente destrozado, andaba vacilante; mis amigos me consideraban enfermo y sus continuas advertencias me obligaron a meditar seriamente acerca de mi estado.

Fuera intencionadamente o de forma casual, unos amigos que estudiaban medicina, en una visita que me hicieron dejaron allí un libro de Reil sobre las enfermedades mentales. Comencé a leerlo. La obra me atrajo irresistiblemente, pero ¡cuál no sería mi asombro al ver que todo lo que se decía en torno a la locura obsesiva lo experimentaba yo! El profundo espanto que sentí, al imaginarme cercano al manicomio, me hizo reflexionar, y tomé una decisión, que ejecuté al momento. Guardé mi espejo de bolsillo y me dirigí rápidamente al doctor K., famoso por su tratamiento y curaciones de dementes, debidas al profundo conocimiento que tenía del principio psíquico, que a menudo es causa de enfermedades corporales, pero mediante el cual también pueden curarse. Le referí todo, no oculté ni el menor detalle, y juré que haría cuanto pudiera para salvarme del monstruoso destino en que veía una amenaza. Escuchóme atentamente, y luego noté cómo en su mirada se reflejaba un gran asombro.

—Aún no está el peligro cerca —me dijo—; no está tan cerca como creéis, y os afirmo con toda certeza que puedo alejarlo. No hay la menor duda de que padecéis un mal psíquico, pero el mismo reconocimiento del ataque de un principio maligno os permite tener a mano el arma con que defenderos. Dejadme el espejo, dedicaos a algún trabajo que ocupe todas vuestras fuerzas, evitad la alameda, trabajad desde muy temprano todo lo que podáis resistir. Después de un buen paseo, reuníos con vuestros amigos, que hace tanto que no veis. Comed alimentos saludables, bebed buen vino. Como veis, trato de fortalecer vuestro cuerpo y de dirigir vuestro espíritu hacia otras cosas, para alejar de vos la idea fija, es decir, la aparición que os ofusca, ese semblante en la ventana de la casa vacía que veis reflejada en vuestro espejo. ¡Seguid al pie de la letra mis prescripciones!

Me resultaba difícil separarme del espejo. El médico, que ya lo había cogido, pareció notarlo. Echó su aliento sobre él y me preguntó mientras lo retenía:
—¿Veis algo?
—Nada, ni la menor cosa —repuse, como realmente sucedía.
—Echad vos el aliento —dijo el médico, mientras me lo devolvía.
Así lo hice, y la imagen maravillosa apareció más claramente que nunca.
—¡Aquí está! —exclamé en voz alta.
El médico miró y dijo:
—No veo absolutamente nada, pero no he de ocultaros que, en el mismo instante en que miré en vuestro espejo, sentí un estremecimiento siniestro, que se me pasó en seguida. Bien sabéis que soy muy sincero, y por eso merezco vuestra confianza. Repetid la prueba.
Así lo hice; el médico me rodeó con sus brazos; sentí su mano en mi nuca. La imagen volvió. El médico, que miraba conmigo en el espejo, palideció; luego, quitándome el espejo de la mano, miró de nuevo, lo guardó en su pupitre y volvióse hacia mí, mientras se secaba el sudor de la frente.
—Seguid mi prescripción —comenzó a decir—. Seguid punto por punto mi prescripción. Tengo que reconocer que aquellos momentos en que vuestro yo interior siente un dolor físico me resultan muy misteriosos, aunque espero poder deciros pronto algo acerca de este asunto.

Seguí al pie de la letra los consejos del médico, por muy penoso que me resultara, y aunque pronto sentí la influencia beneficiosa de la dieta ordenada y de los diversos trabajos en que se ocupaba mi espíritu, sin embargo no pude verme totalmente libre de aquellos horribles accesos, que solían manifestarse al mediodía, y sobre todo a las doce de la noche. Incluso en medio de las más alegres reuniones, bebiendo y cantando, me sucedía como si atravesasen mi interior puñales incandescentes, y entonces eran inútiles todos los esfuerzos que hacía para resistir; tenía que alejarme, pudiendo solamente volver a casa cuando retornaba de mi desvanecimiento. Sucedió, pues, que un día, estando en una reunión nocturna en la que se hablaba de efectos e influencias, se trató también del oscuro y desconocido campo del magnetismo. Se hacía referencia preferentemente a la posible influencia de un lejanísimo principio psíquico, y se pusieron muchos ejemplos. Sobre todo, un joven médico, muy dado al magnetismo, demostró que, tanto él como otros muchos, mejor dicho, como todos los magnetizadores poderosos, podía obrar desde lejos mediante su pensamiento y voluntad sobre una sonámbula. Todo lo que habían dicho Kluge, Schubert, Bartels y otros podía demostrarse con pruebas.

—Me parece que lo más importante —terminó finalmente uno de los presentes, un conocido médico que estaba allí como atento observador—, lo más importante de todo es que el magnetismo parece encerrar muchos enigmas, que, por lo general, no se consideran secretos en la vida diaria, sino simples experiencias. Así pues, tenemos que andar con pies de plomo. ¿Cómo es posible que suceda que, aparentemente, sin motivo alguno externo o interno, y rompiendo la cadena de los pensamientos, una determinada persona o simplemente la imagen fiel y viva de algún acontecimiento se apodere de nosotros de manera que nos quedemos asombrados? Lo más notable es lo que a menudo experimentamos en sueños. Toda la imagen del sueño se hunde en un negro abismo, y he aquí que de nuevo, independientemente de la imagen de aquel sueño, surge otra con poderosa vida, imagen que nos transporta a lejanas regiones y de pronto nos pone en relación con personas aparentemente desconocidas, en las que hacía ya muchos años no pensábamos. Sí, y todavía más, a menudo contemplamos personas desconocidas o que conocimos hace muchos años. Como cuando decimos algunas veces: "¡Dios mío! Este hombre, esta mujer me resultan conocidos; me parece haberlos visto ya en alguna parte", es probable, aunque parezca mentira, que sea el recuerdo oscuro de un sueño. ¿Cómo podría explicarse esta súbita aparición de imágenes extrañas en medio de nuestras ideas, que suelen apoderarse de nosotros con una fuerza especial, si no fuese porque son motivadas por un principio psíquico? ¿Cómo sería posible ejercer influencia en un espíritu extraño en determinadas circunstancias, y sin preparación alguna, de forma que podamos obrar sobre él como si estuviera muerto?

—Un paso más —añadió otro riéndose— y estamos en los embrujamientos, la magia, los espejos y las necias fantasías y supersticiones de los tiempos antiguos.
—¡Eh! —interrumpió el médico al escéptico—. No hay ninguna época anticuada, y mucho menos puede considerarse necios a los tiempos pasados en que hubo hombres que pensaron, pues también tendríamos que considerar necia nuestra propia época. Hay algo, por mucho que nos esforcemos en negarlo, y que más de una vez se ha demostrado, y es que en el oscuro y misterioso reino, que es la patria de nuestro espíritu, arde una lamparita, perceptible por nuestra mirada, ya que la Naturaleza no ha podido negarnos el talento y la inclinación de los topos, pues, ciegos como somos, buscamos orientarnos a través de caminos de tinieblas. Y así como los ciegos de la tierra reconocen la proximidad del bosque por el rumor de las hojas de los árboles, por el murmullo y el sonido de las aguas, y se cobijan en sus sombras refrescantes, y el arroyo les calma su sed, de forma que su anhelo alcanza la meta deseada, del mismo modo presentimos nosotros, gracias al resonante batir de alas y al aliento espiritual de los seres, que nuestro peregrinaje nos conduce al manantial de la luz, ante la cual se abren nuestros ojos.
No pude resistir más tiempo, y, volviéndome hacia el médico, le dije:
—Considero, y no quiero entrar en más profundidades, considero posible no sólo esta influencia, sino también otras, y creo que en el estado magnético pueden realizarse operaciones gracias al principio psíquico. Asimismo —continué— creo que existen fuerzas demoníacas enemigas que pueden ejercer su poder maléfico sobre nosotros.
—Serán partículas malignas de espíritus caídos —repuso el médico riéndose—. No, no debemos admitir esto, y sobre todo les suplico que no tomen estas insinuaciones mías sino como simples sugerencias, a las que voy a añadir que no creo en un indiscutible dominio de un principio espiritual sobre otro, sino más bien tengo que admitir que todo sucede a causa de una debilidad de la voluntad, cambio o dependencia que permite este dominio.
—En fin —comenzó a decir un hombre de edad que había permanecido callado, aunque escuchando muy atentamente—, en fin, estoy de acuerdo con vuestras extrañas ideas acerca de los misterios impenetrables con los que tratamos de familiarizarnos. Si existen misteriosas riquezas activas, que se ciernen sobre nosotros amenazadoramente, tiene que existir alguna anormalidad en nuestro organismo espiritual que nos robe fuerza y valor para resistir victoriosamente. En una palabra: sólo la enfermedad del espíritu, los pecados, nos hacen siervos del principio demoníaco.

Es digno de notarse —prosiguió— que ya, desde los tiempos más remotos, las fuerzas demoníacas sólo actuaban sobre los hombres que sufrían grave trastorno espiritual. Me refiero, sobre todo, a encantos o hechicerías amorosas de que están llenas todas las crónicas. En los más disparatados procesos brujeriles aparecen siempre, e, incluso en los códigos de algunas naciones muy civilizadas, se habla de filtros amorosos, destinados a obrar psíquicamente, que no sólo despiertan el deseo amoroso, sino que irresistiblemente obran sobre una determinada persona. Ya que la conversación trata de estas cosas, recordaré un suceso trágico que sucedió en mi propia casa hace poco tiempo. Cuando Bonaparte invadió nuestro país con sus tropas, un coronel de la Guardia Noble italiana alojóse en mi casa. Era uno de los pocos oficiales de la llamada Grande Armée, que se había distinguido por su conducta digna y correcta. De semblante pálido, sus ojos hundidos daban señales de estar enfermo o presa de una profunda preocupación. Pocos días después de su llegada, estando conmigo, sucedió algo que manifestó la especie de enfermedad de que se veía atacado. Encontrábame yo precisamente en su habitación cuando, de pronto, comenzó a suspirar y se llevó una mano al pecho, o mejor dicho, a la altura del estómago, como si sintiese dolores mortales. Llegó un momento en que no pudo hablar, viéndose obligado a tumbarse en el sofá; luego, de pronto, perdió la visión y quedóse rígido, sin conocimiento, como un palo. Pero después se incorporó como si despertase de un sueño, aunque era tal su cansancio, que durante mucho tiempo no pudo moverse. Mi médico, a quien yo envié después de haber probado diversos métodos, comenzó a tratarle magnéticamente, y esto pareció ejercer algún efecto. Pero, en cuanto dejaba de magnetizarle, el enfermo experimentaba un sentimiento insoportable de malestar. Como el médico se había ganado la confianza del coronel, confesóle éste que en aquellos momentos veía la imagen de una joven que había conocido en Pisa; tenía entonces la sensación de que su mirada ardiente penetraba en su interior, y era cuando experimentaba aquellos dolores insoportables, hasta que caía inconsciente. Aquel estado le causaba tal dolor de cabeza y una tensión tal como si hubiera vivido un éxtasis amoroso.

Nada dijo de cuáles fueran las relaciones que hubiera tenido con aquella mujer. Las tropas estaban a punto de emprender la marcha; el coche del coronel hallábase a la puerta, éste estaba desayunando, y he aquí que, en el mismo momento de llevarse a los labios un vaso de vino de Madera, se desplomó, cayendo al suelo, al tiempo que profería un grito. Estaba muerto. Los médicos diagnosticaron un ataque nervioso fulminante. Unas semanas después, me entregaron una carta dirigida al coronel. Yo no tenía intención de abrirla, pues pensaba dársela a algún amigo de sus familiares, al tiempo de comunicarles la noticia de su repentina muerte. La carta provenía de Pisa, y supe que contenía las siguientes palabras: "¡Infeliz! Hoy, día 7, a las doce del mediodía, falleció Antonia, abrazando amorosamente tu imagen traicionera". Miré el calendario, en el que había señalado el día de la muerte del coronel, y vi que el fallecimiento de Antonia había sido a la misma hora que el suyo.

No quise escuchar el resto de la historia que refería aquel hombre, pues invadióme tal terror al reconocer mi propio estado en el del coronel italiano, que salí apresurado, rabiando de dolor, poseído por el loco anhelo de ver la imagen desconocida. Corrí hacia la casa fatal. Desde lejos me pareció ver brillar luces a través de las persianas bajadas; pero, a medida que me fui aproximando, se desvaneció el brillo. Furioso, ebrio de amor, me lancé hacia la puerta, que cedió a mi empuje. Encontréme en un vestíbulo débilmente iluminado. El corazón me saltaba del pecho, tal era la angustia y la impaciencia que sentía; oyóse un cántico caudaloso que parecía provenir de una garganta femenina cuyo tono agudo resonaba en toda la casa; en fin, no sé cómo sucedió que me encontré de pronto en una gran sala iluminada con muchas velas, amueblada a la manera antigua, con muebles dorados y muchos exóticos jarrones japoneses. Una nube de humo se elevaba, como una neblina azul.

—¡Bienvenido seas, seas bienvenido..., dulce desposado!... ¡Ha llegado la hora de la boda! —se oyó gritar a una voz de mujer.

Como todavía no sé cómo hice mi aparición en la sala, tampoco puedo decir de qué modo apareció de improviso resplandeciente, a través de la niebla, una bella figura juvenil, ataviada con ricos vestidos, que se dirigió hacia mí con los brazos abiertos mientras repetía: "¡Bienvenido seáis, dulce desposado!", al mismo tiempo que un semblante horriblemente deformado por la edad y la locura me miraba con fijeza a los ojos. Mi espanto fue tan grande que vacilé, como si estuviera fascinado por la mirada penetrante y vivaz de una serpiente de cascabel; no podía apartar los ojos de aquella vieja horrible ni tampoco podía dar un paso.

Acercóse a mí, y entonces tuve la sensación de que su espantoso rostro era sólo la máscara recubierta de un tenue velo, que mostró con apariencia más bella a través del espejo. Sentía ya el contacto de las manos de aquella mujer cuando, dando un agudo chillido, se tiró al suelo. Oyóse entonces una voz detrás de mí que decía:
—¡Vaya, vaya! Otra vez el diablo está de broma con Vuestra Excelencia. ¡A la cama, a la cama! ¡Si no habrá palos muy fuertes!

Volvíme rápidamente y vi al administrador en camisa, agitando un látigo sobre su cabeza. Trataba de descargar sus golpes sobre la vieja, que se revolcaba en el suelo dando alaridos. Le agarré el brazo y, tratando de evitarme, exclamó:
—¡Truenos y centellas, señor mío! Satanás hubiera estado a punto de matarla de no haber aparecido yo a tiempo. ¡Largo, largo de aquí!
Salí de la sala, y en vano traté de encontrar la puerta de la calle en la oscuridad. Desde allí escuché los latigazos y los gritos y gemidos de la vieja. Empecé a pedir auxilio a gritos, pero noté que el suelo se hundía bajo mis pies y caí escaleras abajo, yendo al fin a dar contra una puerta, de tal modo que ésta se abrió y fui rodando a parar a un cuartito. Cuando vi la cama, en la que había huellas de haber sido abandonada recientemente, y observé la levita color marrón que estaba colgada en una silla, reconocí al instante la casaca del viejo administrador. Pocos instantes después, se oyeron pasos por la escalera, y éste descendió y vino a ponerse a mis pies.

—¡Por todos los santos —suplicóme con las manos unidas—, por todos los santos, no sé quién sois y cómo la vieja bruja ha podido atraeros! Pero os ruego que calléis, que no digáis nada de lo que aquí ha sucedido; de lo contrario, me quedaré sin empleo y sin pan. Su excelencia, la loca, ya ha recibido su castigo y se encuentra atada a la cama. Dormid bien, honorable señor, con toda tranquilidad. ¡Sí, que podáis dormir bien! Es una noche de julio muy agradable y calurosa, y aunque no hay luna, el resplandor de las estrellas os alumbrará... Así es que, ¡muy buenas noches!

Apenas terminó su discurso, el viejo se levantó y, cogiendo una luz, me empujó fuera del subterráneo, y, haciéndome cruzar la puerta, la cerró. Me encaminé hacia mi casa completamente desconcertado y, ya podéis imaginar que, sin dejar de pensar en el horrible secreto, ni poder de momento establecer la menor relación entre aquellas cosas y lo sucedido el primer día. Sólo estaba seguro de algo: de que estaba ya libre del poder maligno que me había retenido durante tanto tiempo. Todo el doloroso anhelo que había sentido por causa de la encantadora imagen había desaparecido, pues súbitamente, con aquella visita había tenido la sensación de entrar en un manicomio. No me cabía la menor duda de que el administrador era el guardián tiránico de una mujer loca, de noble cuna, cuyo estado quizá quisiera ocultarse al mundo; pero lo que no se explicaba era el espejo..., aquel semblante encantador... En fin, ¡sigamos, sigamos!

Pasado algún tiempo asistía a una reunión muy concurrida del conde P., y éste, llevándome a un rincón, me dijo sonriendo:
—¿Sabéis que ya se empieza a descifrar el secreto de nuestra casa vacía?
Intenté escuchar lo que el conde trataba de referir, pero como en aquel momento se abrieron las puertas del comedor, nos encaminamos a la mesa. Totalmente ensimismado, pensando en los secretos que el conde iba a revelarme, ofrecí el brazo a una joven dama y mecánicamente seguí el rígido ceremonial de la fila. La conduje al puesto que nos ofrecían y, al contemplarla, vi los mismos rasgos que la imagen del espejo, y eran tan exactos que no cabía engaño. Ya podéis imaginaros que me estremecí, pero también puedo asegurar que no hubo entonces la menor resonancia de aquella loca y fatídica pasión que se apoderaba de mí cada vez que veía en el espejo la imagen de aquella mujer.

Mi sorpresa, aún más, mi espanto, debió reflejarse en mis ojos, pues la joven me miró asombrada, de tal modo que consideré necesario sobreponerme y, con toda la serenidad de que era capaz, la expliqué que tenía la sensación de haberla visto en alguna parte. La breve explicación que me dio era que esto no era posible, pues ayer por primera vez había venido a ***, lo que realmente me desconcertó. Enmudecí. Sólo la mirada angelical que me lanzaron los bellos ojos de la joven me reanimó. Bien sabéis cómo en estas ocasiones las antenas espirituales se tienden y palpan suave, suavemente, hasta que se vuelve a captar el tono. Así lo hice y muy pronto hallé que aquella encantadora criatura tenía cierta sensibilidad enfermiza. Cuando yo salpicaba la conversación con alguna palabra atrevida y rara, para darle sabor, noté que sonreía, aunque su sonrisa era dolorosa.

—No estáis alegre, amiga mía; quizá haya sido la visita de esta mañana.
Esto dijo un oficial, no lejos de nosotros, a mi dama; pero en el mismo instante su vecino le cogió del brazo y le dijo algo al oído, en tanto que una señora, al otro lado de la mesa, con las mejillas encendidas y la mirada refulgente, se puso a hablar en voz alta de la magnífica ópera que había visto representar en París y a compararla con las actuales. A mi vecina se le saltaron las lágrimas.
—Soy tonta —dijo volviéndose hacia mí.
Como antes habíase quejado de jaqueca, le dije:
—Esto es resultado de su dolor de cabeza y lo mejor para estar alegre es la espuma que rebosa esta bebida poética.

Al decir estas palabras serví champagne en su copa, que rehusó al principio, aunque luego probó, y con su mirada agradeció la alusión a sus lágrimas, que no podía ocultar. Pareció alegrarse un poco y todo hubiera ido bien si yo, inesperadamente, no hubiese tropezado en un vaso inglés, que resonó con un sonido estridente y agudísimo. Mi vecina palideció mortalmente e incluso a mí mismo me sobrecogió un espanto repentino, porque el sonido de la copa era igual a la voz de la vieja loca de la casa vacía. Cuando nos dirigíamos a tomar café tuve ocasión de acercarme al conde P.; él se dio cuenta en seguida del motivo.

—¿Sabéis que vuestra vecina es la condesa Edmunda de S.? ¿Sabéis que la hermana de su madre está encerrada en la casa vacía desde hace varios años como loca incurable? Hoy por la mañana, ambas, madre e hija, estuvieron a ver a la desdichada. El viejo administrador, el único que era capaz de dominar los tremendos ataques de la condesa, y que había tomado sobre sus hombros esta responsabilidad, ha fallecido, y se dice que la hermana, por fin, ha sido confiada en secreto al doctor K., que buscará remedios extremos, si no para curarla totalmente, al menos para librarla de los horribles ataques de locura furiosa que padece de vez en cuando. No sé más por ahora.

Como algunos se acercaran, interrumpió la conversación. El doctor K. era precisamente la única persona a la que yo había comunicado mi extraña situación; así es que podéis suponeros que, en cuanto pude, me apresuré a verle y a referirle punto por punto todo lo que me había sucedido desde la última vez que le vi. Le supliqué que, para tranquilidad mía, me contase todo lo que supiese acerca de la vieja loca y no tardó lo más mínimo, después que le prometí guardar el secreto, en confiarme lo siguiente:

—Angélica, condesa de Z. —así comenzó el doctor—, no obstante estar bordeando los treinta años, se encontraba en la plenitud de su singular belleza, cuando he aquí que el conde de S., más joven que ella, tuvo ocasión de verla en la corte de *** y quedó prendado de sus encantos. Pretendióla al punto e incluso, como la condesa aquel verano regresase a las posesiones de su padre, él la siguió con el fin de comunicarle al viejo marqués sus deseos, al parecer no sin esperanzas, según se deducía de la conducta de Angélica.

Pero apenas el conde S. llegó y vio a Gabriela, la hermana pequeña de Angélica, fue como si le hubieran hechizado. Angélica perecía marchita al lado de Gabriela, cuya belleza y bondad atrajeron irresistiblemente al conde S., de tal modo que, sin consideración a Angélica, pidió la mano de Gabriela, a lo que muy gustosamente accedió el viejo conde Z., ya que Gabriela también demostraba inclinación decidida por aquél. Angélica no exteriorizó el menor disgusto por la infidelidad del enamorado. "¡Creerá que me ha dejado! ¡Qué loco! ¡No se ha dado cuenta de que no era yo su juguete, sino él el mío, y que acabo ahora de tirarlo!" Así hablaba con orgullosa burla y en realidad todo su ser daba muestras de que era verdadero el desprecio que mostraba por el infiel. Bien es verdad que, mientras el lazo entre Gabriela y el conde de S. fue estrechándose, viose muy pocas veces con Angélica. Ésta no aparecía en la mesa y decíase que vagaba solitaria por los bosques próximos, que había escogido para sus paseos.

Un extraño suceso vino a interrumpir la monotonía que reinaba en el palacio. Sucedió que los cazadores del conde de Z., con ayuda de un grupo de campesinos, habían logrado, por fin, capturar a una banda de gitanos, a los que se culpaba de todos los incendios y robos que desde hacía poco asolaban la región. Trajeron a todos los hombres encadenados en una larga cadena y un carro lleno de mujeres y niños, y los dejaron en el patio del palacio. Algunos, de rostros obstinados y ojos de mirada salvaje y brillante, como la del tigre apresado, miraban con atrevimiento y denotaban quiénes eran los ladrones y los criminales. Sobre todo llamaba la atención una mujer muy delgada, con aspecto espantoso, cubierta con un chal encarnado de la cabeza a los pies, que, subida al carro, gritaba con voz de mando que la dejasen bajar, sucediese lo que sucediese.

El conde de Z. bajó al patio del palacio y ordenó que fuesen encarcelados individualmente en los calabozos de palacio. Pero he aquí que, mientras decía esto hizo su aparición la condesa Angélica, desmelenada, con el terror y el espanto reflejados en su semblante, y poniéndose de rodillas, gritó con voz estridente: "¡Deja libres a esta gente..., déjalos libres..., son inocentes, son inocentes!... Padre, ¡libértales! Si derramáis una sola gota de su sangre me clavaré este cuchillo en el pecho". No bien acabó de decir esto, la condesa blandió un cuchillo en el aire y cayó desmayada. "Muñequita mía, tesoro mío, ya sabía yo que no lo permitirías", dijo la vieja vestida de rojo. Luego se arrodilló junto a la condesa y cubrió su rostro de besos nauseabundos, en tanto que murmuraba: "¡Hijita linda, hijita linda, despierta, despierta, que viene el novio! ¡Eh, eh, que viene el lindo novio!".

Al mismo tiempo, la vieja sacó una redoma con un pececillo dorado, que se agitaba en una especie de alcohol plateado. Colocó la redoma sobre el corazón de la condesa y al instante ella se despertó; pero apenas vio a la gitana, se incorporó de un salto y, abrazándola con ardor, apresuróse a entrar en palacio en su compañía. El conde de Z., Gabriela y su novio, que habían contemplado la escena, permanecían inmóviles, como si se hubiera apoderado de ellos un terrible espanto. Los gitanos seguían indiferentes y tranquilos. Fueron soltados de la cadena y vueltos a encadenar individualmente para ser encerrados en los calabozos del palacio. A la mañana siguiente, el conde de Z. reunió al pueblo; trájose a su presencia a los gitanos y declaró que eran inocentes de todos los robos que habían acaecido en la comarca, de modo que, después de quitarles las cadenas, con asombro de todos, bien provistos de pases, fueron dejados en completa libertad. Se echó de menos a la mujer de rojo. Algunos decían que era la reina de los gitanos, que se distinguía de los demás por la cadena de oro que le colgaba del cuello y que el plumero rojo, que llevaba en su chambergo español, había estado por la noche en la habitación del conde. Poco tiempo después quedó aclarado que los gitanos no habían tenido la menor participación en los robos y en los crímenes de la comarca.

Estaba ya próxima la boda de Gabriela. Un día ésta vio con asombro que se preparaba una mudanza en varios carros que llevaban muebles, baúles con trajes, ropa; en una palabra, todo lo que denota un traslado. A la mañana siguiente se enteró de que Angélica, en compañía del ayuda de cámara del conde S. y de una mujer vestida de modo semejante a la gitana de rojo, había emprendido viaje aquella misma noche. El conde Z. descifró el enigma, aclarando que, por determinados motivos, veíase obligado a ceder a los deseos absurdos de Angélica, y no solamente le regalaba la casa amueblada en la alameda de ***, sino que le permitía que llevase allí una vida independiente. Incluso veíase obligado a admitir que nadie de la familia, ni siquiera él mismo, podría entrar en la casa sin un permiso especial. El conde de S. añadió que, por deseo insistente de Angélica, debía cederle su ayuda de cámara, que había emprendido el viaje a ***. Tuvo lugar la boda. El conde de S. fue con su esposa a *** y así pasó un año gozando de una alegría no turbada. Pero poco después comenzó a sentir una extraña enfermedad. Sucedía que un oculto dolor le robaba las fuerzas vitales y el goce de la vida, y eran vanos los esfuerzos de su esposa para descubrir el secreto que parecía destrozarle. Como, finalmente, los frecuentes desvanecimientos hicieran que su estado cada vez fuese más peligroso, cedió a los consejos de los médicos y encaminóse a Pisa. Gabriela no pudo acompañarle, ya que esperaba dar a luz en las próximas semanas.

—A partir de aquí —prosiguió el médico— lo que le sucedió a la condesa Gabriela es tan extraño que basta con que escuchéis lo que viene a continuación. En una palabra: su hija desapareció de la cuna de forma inexplicable y fueron inútiles todas sus pesquisas; su desconsuelo convirtióse en desesperación, ya que al mismo tiempo el conde de Z. le comunicó la horrible noticia de que su yerno, al que creía camino de Pisa, había sido encontrado muerto de un ataque fulminante precisamente en casa de Angélica, en ***; que Angélica se había vuelto loca, todo lo cual le resultaba insoportable al conde de Z. En cuanto Gabriela de S. se recuperó un poco, se apresuró a dirigirse a las posesiones de su padre; después de pasar una noche entera insomne, contemplando la imagen del esposo y de la niña perdidos, creyó oír un ligero rumor en la puerta de su alcoba; encendió el cirio del candelabro que le servía durante la noche, y salió. Y ¡santo Dios!, acurrucada en el suelo, envuelta en su chal rojo, permanecía la gitana, mirándola con ojos fijos e inmóviles, y en sus brazos tenía una criatura que lloraba tan angustiosamente que a la condesa le dio un vuelco el corazón: ¡Era su hija!... ¡La hija perdida! Arrancó la niña de los brazos de la gitana y apenas lo había hecho cuando ésta cayó retorciéndose y quedó como una muñeca inanimada. A los gritos de espanto de la condesa todos despertaron y acudieron presurosos, encontrando muerta a la gitana, que por medio ninguno pudo ser reanimada, y el conde hizo que la enterrasen. No pudo hacer otra cosa sino apresurarse a ir hacia la enloquecida Angélica, donde quizá pudieran descubrir el secreto de la niña. Pero encontró que todo había cambiado. La furia salvaje de Angélica había alejado a todas las criadas; sólo el ayuda de cámara permanecía con ella. Luego, Angélica volvió a tranquilizarse y a recobrar la razón.

Pero cuando el conde le refirió la historia de la niña de Gabriela, juntando las manos, dijo riéndose a carcajadas: "¿Ya ha venido la muñequita? ¿Ya ha venido?... ¿Enterrada, enterrada? ¡Jesús! ¡Qué elegante está el faisán dorado! ¿No sabéis nada del león verde con los ojos azules?". Con gran espanto diose cuenta el conde del retorno de la locura, mientras súbitamente el semblante de ella parecía adquirir los rasgos de la gitana. Decidió entonces llevársela a sus posesiones, aun cuando el ayuda de cámara aconsejara lo contrario.

En el mismo instante de empezar los preparativos para partir, se apoderó de nuevo de Angélica el ataque de rabia y de furor. En una pausa de lucidez, suplicó a su padre con ardientes lágrimas que la dejase morir en la casa, y éste, conmovido, accedió, aunque consideró que la confesión que se escapó de sus labios era sólo una prueba más de la locura que sufría. Angélica confesó que el conde S. había vuelto a sus brazos y que la niña que la gitana había llevado a casa del conde de Z. era el fruto de esta unión. En la ciudad todos creyeron que el conde de Z. había llevado a la infeliz a sus posesiones, aunque en realidad permanecía oculta en la casa vacía, al cuidado del ayuda de cámara. El conde Z. murió poco tiempo después y la condesa Gabriela de S. vino con Edmunda para arreglar los papeles familiares. No renunció entonces a ver a su infeliz hermana. En esta visita debió de haber sucedido algo raro, aunque la condesa no me confió nada; sólo habló, en general, de que se habían visto obligadas a librar a la infeliz loca de la tiranía del viejo ayuda de cámara. Ya en una ocasión éste trató de dominar los ataques de locura, castigándola cruelmente, pero se dejó embaucar al oír las alusiones de Angélica, que decía saber hacer oro, y junto con ella había emprendido toda clase de extrañas operaciones, al tiempo que le proporcionaba todo lo necesario para esta transformación.

—Sería superfluo —me dijo el médico poniendo así fin a su relato—, sería superfluo que os dijese precisamente a vos, que os fijasteis bien en la rara relación que tienen todas estas extrañas cosas. Estoy convencido de que sois quien desencadenó la catástrofe que debía ocasionar la inmediata curación o la muerte de la vieja. Por lo demás, no quiero ocultar que me he asustado no poco cuando entré en relación magnética con usted, lo cual ocurrió al mirar en el espejo. Sólo usted y yo sabemos que contemplamos la imagen de Edmunda.

Como el médico creyó oportuno no añadir ningún comentario más, yo también considero innecesario extenderme sobre el asunto y, sobre todo, acerca de las relaciones posibles entre Angélica, Edmunda, yo y el viejo ayuda de cámara, y no traté de averiguar nada tampoco sobre las místicas y recíprocas relaciones que desempeñaron su papel demoníaco. Únicamente añadiré que la impresión siniestra que estos sucesos me produjeron fueron causa de que tuviera que irme de la ciudad, y, aunque pasado algún tiempo olvidé todo, creo que en el mismo instante en que falleció la vieja loca experimenté un sentimiento de bienestar.

Así terminó Teodoro su relato. Mucho hablaron sus amigos de aquella aventura y todos estuvieron de acuerdo en que en ella se unía lo raro con lo maravilloso en extraña mezcla.