miércoles, 13 de agosto de 2025

La caída de la Casa Usher. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Son coeur est un luth suspendu:
Sitôt qu’on le touche il resonne.
(Su corazón es un laúd suspendido,
No bien lo tocan, resuena)
Pierre Jean De Béranger.

Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que las nubes se cernían opresoras en los cielos, había cruzado solo, a caballo, a través de una extensión monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera vista del edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu. Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la desolación o del terror.

Contemplaba yo la escena ante mí -la simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos- con una completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo. Era una sensación glacial, un abatimiento, una náusea, una irremediable tristeza de pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello -me detuve a pensar-, qué era aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher? Era un misterio del todo insoluble; no podía luchar contra las sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre consideraciones en que perderíamos pie. Era posible, pensé, que una simple diferencia en la disposición de los detalles de la decoración, de los pormenores del cuadro, sea suficiente para modificar, para aniquilar quizá, esa capacidad de impresión dolorosa. Obrando conforme a esa idea, guié mi caballo hacia la orilla escarpada de un negro y lúgubre estanque que se extendía con tranquilo brillo ante la casa, y miré con fijeza hacia abajo —pero con un estremecimiento más aterrador aún que antes— las imágenes recompuestas e invertidas de los juncos grisáceos de los lívidos troncos y de las ventanas parecidas a ojos vacíos.

Sin embargo, en aquella mansión lóbrega me proponía residir unas semanas. Su propietario, Roderick Usher, fue uno de mis joviales compañeros de infancia; pero habían transcurrido muchos años desde nuestro último encuentro. Una carta, empero, habíame llegado recientemente a una alejada parte de la comarca -una carta de él-, cuyo carácter de vehemente apremio no admitía otra respuesta que mi presencia. La letra mostraba una evidente agitación nerviosa. El autor de la carta me hablaba de una dolencia física aguda -de un trastorno mental que le oprimía- y de un ardiente deseo de verme, como a su mejor y en realidad su único amigo, pensando hallar en el gozo de mi compañía algún alivio a su mal. Era la manera como decía todas estas cosas y muchas más, era la forma suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permitía vacilación y, por tanto, obedecí desde luego, lo que consideraba yo, pese a todo, como un requerimiento muy extraño.

Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos, bien mirado, sabía yo muy poco de mi amigo. Su reserva fue siempre excesiva y habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía a una familia muy antañona que se había distinguido desde tiempo inmemorial por una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a través de los siglos en muchas obras de un arte elevado, y que se manifestaba desde antiguo en actos repetidos de una generosa aunque recatada caridad, así como por una apasionada devoción a las dificultades, quizá más bien que a las bellezas ortodoxas y sin esfuerzo reconocibles de la ciencia musical. Tuve también noticia del hecho muy notable de que del tronco de la estirpe de los Usher, por gloriosamente antiguo que fuese, no había brotado nunca, en ninguna época, rama duradera; en otras palabras: que la familia entera se había perpetuado siempre en línea directa, salvo muy insignificantes y pasajeras excepciones. Semejante deficiencia, pensé -mientras revisaba en mi imaginación la perfecta concordancia de aquellas aserciones con el carácter proverbial de la raza, y mientras reflexionaba en la posible influencia que una de ellas podía haber ejercido, en una larga serie de siglos, sobre la otra-, era acaso aquella ausencia de rama colateral y de consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio del nombre, lo que había, a la larga, identificado tan bien a los dos, uniendo el título originario de la posesión a la arcaica y equívoca denominación de "Casa de Usher", denominación empleada por los lugareños, y que parecía juntar en su espíritu la familia y la casa solariega.

Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto pueril -contemplar abajo el estanque- fue hacer más profunda aquella primera impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi acrecida superstición -¿por qué no definirla así?- sirvió para acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo sabía desde larga fecha, la paradójica ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y aquélla fue tal vez la única razón que hizo, cuando mis ojos desde la imagen del estanque se alzaron hacia la casa misma, que brotase en mi mente una extraña visión, una visión tan ridícula, en verdad, que si hago mención de ella es para demostrar la viva fuerza de las sensaciones que me oprimían.
Mi imaginación había trabajado tanto, que creía realmente que en torno a la casa y la posesión entera flotaba una atmósfera peculiar, así como en las cercanías más inmediatas; una atmósfera que no tenía afinidad con el aire del cielo, sino que emanaba de los enfermizos árboles, de los muros grisáceos y del estanque silencioso; un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas discernible, de tono plomizo.

Sacudí de mi espíritu lo que no podía ser más que un sueño, y examiné más minuciosamente el aspecto real del edificio. Su principal característica parecía ser la de una excesiva antigüedad. La decoloración ocasionada por los siglos era grande.

Menudos hongos se esparcían por toda la fachada, tapizándola con la fina trama de un tejido, desde los tejados. Por cierto que todo aquello no implicaba ningún deterioro extraordinario. No se había desprendido ningún trozo de la mampostería, y parecía existir una violenta contradicción entre aquella todavía perfecta adaptación de las partes y el estado especial de las piedras desmenuzadas. Aquello me recordaba mucho la espaciosa integridad de esas viejas maderas labradas que han dejado pudrir durante largos años en alguna olvidada cueva, sin contacto con el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina extensiva, el edificio no presentaba el menor síntoma de inestabilidad. Acaso la mirada de un observador minucioso hubiera descubierto una grieta apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado de la fachada, se abría paso, bajando en zigzag por el muro, e iba a perderse en las tétricas aguas del estanque.

Observando estas cosas, seguí a caballo un corto terraplén hacia la casa. Un lacayo que esperaba cogió mi caballo, y entré por el arco gótico del vestíbulo. Un criado de furtivo andar me condujo desde allí, en silencio, a través de muchos corredores oscuros e intrincados, hacia el estudio de su amo. Muchas de las cosas que encontré en mi camino contribuyeron, no sé por qué, a exaltar esas vagas sensaciones de que he hablado antes. Los objetos que me rodeaban -las molduras de los techos, los sombríos tapices de las paredes, la negrura de ébano de los pisos y los fantasmagóricos trofeos de armas que tintineaban con mis zancadas- eran cosas muy conocidas para mí, a las que estaba acostumbrado desde mi infancia, y aunque no vacilase en reconocerlas todas como familiares, me sorprendió lo insólitas que eran las visiones que aquellas imágenes ordinarias despertaban en mí. En una de las escaleras me encontré al médico de la familia. Su semblante, pensé, mostraba una expresión mezcla de baja astucia y de perplejidad. Me saludó con azaramiento, y pasó. El criado abrió entonces una puerta y me condujo a presencia de su señor.

La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las ventanas, largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del negro piso de roble, que eran en absoluto inaccesibles desde dentro. Débiles rayos de una luz roja abríanse paso a través de los cristales enrejados, dejando lo bastante en claro los principales objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en vano por alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del techo abovedado y con artesones. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y deslucido.

Numerosos libros e instrumentos de música yacían esparcidos en torno, pero no bastaban a dar vitalidad alguna a la escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera penosa. Un aire de severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y lo penetraba todo.

A mi entrada, Usher se levantó de un sofá sobre el cual estaba tendido por completo, y me saludó con una calurosa viveza que se asemejaba mucho, tal vez fue mi primer pensamiento, a una exagerada cordialidad, al obligado esfuerzo de un hombre de mundo ennuyé40. Con todo, la ojeada que lancé sobre su cara me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y durante unos momentos, mientras él callaba, le miré con un sentimiento mitad de piedad y mitad de pavor. ¡De seguro, jamás hombre alguno había cambiado de tan terrible modo y en tan breve tiempo como Roderick Usher! A duras penas podía yo mismo persuadirme a admitir la identidad del que estaba frente a mí con el compañero de mis primeros años. Aun así el carácter de su fisonomía había sido siempre notable.

Un cutis cadavérico, unos ojos grandes, líquidos y luminosos sobre toda comparación; unos labios algo finos y muy pálidos, pero de una curva incomparablemente bella; una nariz de un delicado tipo hebraico, pero de una anchura desacostumbrada en semejante forma; una barbilla moldeada con finura, en la que la falta de prominencia revelaba una falta de energía; el cabello, que por su tenuidad suave parecía tela de araña; estos rasgos, unidos a un desarrollo frontal excesivo, componían en conjunto una fisonomía que no era fácil olvidar. Y al presente, en la simple exageración del carácter predominante de aquellas facciones, y en la expresión que mostraban, se notaba un cambio tal, que dudaba yo del hombre a quien hablaba. La espectral palidez de la piel y el brillo ahora milagroso de los ojos me sobrecogían sobre toda ponderación, y hasta me aterraban. Además, había él dejado crecer su sedoso cabello sin preocuparse, y como aquel tejido arácneo flotaba más que caía en torno a la cara, no podía yo, ni haciendo un esfuerzo, relacionar a aquella expresión arabesca con idea alguna de simple humanidad.

Me chocó lo primero cierta incoherencia, una contradicción en las maneras de mi amigo, y pronto descubrí que aquello procedía de una serie de pequeños y fútiles esfuerzos por vencer un azaramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa.

Estaba ya preparado para algo de ese género, no sólo por su carta, sino por los recuerdos de ciertos rasgos de su infancia, y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y de su temperamento. Sus actos eran tan pronto vivos como indolentes. Su voz variaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando su ardor parecía caer en completa inacción) a esa especie de concisión enérgica, a esa enunciación abrupta, pesada, lenta -una enunciación hueca-, a ese habla gutural, plúmbea, muy bien modulada y equilibrada, que puede observarse en el borracho perdido o en el incorregible comedor de opio, durante los períodos de su más intensa excitación.

Así, pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente deseo de verme, y de la alegría que esperaba de mí. Se extendió bastante rato sobre lo que pensaba acerca del carácter de su dolencia. Era, dijo, un mal constitucional, de familia, para el cual desesperaba de encontrar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió acto seguido, que, sin duda, desaparecía pronto. Se manifestaba en una multitud desensaciones extranaturales... Algunas, mientras me las detallaba, me interesaron y confundieron, aunque quizá los términos y gestos de su relato influyeron bastante en ello. Sufría él mucho de una agudeza morbosa de los sentidos; sólo toleraba los alimentos más insípidos; podía usar no más que prendas de cierto tejido; los aromas de todas las flores le sofocaban, una luz, incluso débil, atormentaba sus ojos, y exclusivamente algunos sonidos peculiares, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.

Vi que era el esclavo forzado de una especie de terror anómalo.

-Moriré -dijo-, debo morir de esta lamentable locura. Así, así y no de otra manera, debo morir. Temo los acontecimientos futuros, no en sí mismos, sino en sus consecuencias. Tiemblo al pensamiento de cualquier cosa, del más trivial incidente que pueden actuar sobre esta intolerable agitación de mi alma. Siento verdadera aversión al peligro, excepto en su efecto absoluto: el terror. En tal estado de excitación, en tal estado lamentable, presiento que antes o después llegará un momento en que han de abandonarme a la vez la vida y la razón, en alguna lucha con el horrendo fantasma, con el miedo.

Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otra particularidad de su estado mental. Estaba él encadenado por ciertas impresiones supersticiosas, relativas a la mansión donde habitaba, de la que no se había atrevido a salir desde hacía muchos años, relativas a una influencia cuya supuesta fuerza expresaba en términos demasiado sombríos para ser repetidos aquí, una influencia que algunas particularidades en la simple forma y materia de su casa solariega habían, a costa de un largo sufrimiento, decía él, logrado sobre su espíritu un efecto que lo físico de los muros y de las torres grises, y del oscuro estanque en que todo se reflejaba, había al final creado sobre lo moral de su existencia.

Admitía él, no obstante, aunque con vacilación, que gran parte de la especial tristeza que le afligía podía atribuirse a un origen más natural y mucho más palpable, a la cruel y ya antigua dolencia, a la muerte —sin duda cercana— de una hermana tiernamente amada, su sola compañera durante largos años, su última y única parienta en la tierra.

-Su fallecimiento -dijo él con una amargura que no podré nunca olvidar- me dejará (a mí, el desesperanzado, el débil) como el último de la antigua raza de los Usher.

Mientras hablaba, lady Madeline (así se llamaba) pasó por la parte más distante de la habitación, y sin fijarse en mi presencia, desapareció. La miré con un enorme asombro no desprovisto de terror, y, sin embargo, me pareció imposible darme cuenta de tales sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía conforme mis ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando al fin se cerró una puerta tras ella, mi mirada buscó instintivamente la cara de su hermano, pero él había hundido el rostro en sus manos, y sólo pude observar que una palidez mayor que la habitual se había extendido sobre los descarnados dedos, a través de los cuales goteaban abundantes lágrimas apasionadas.

La enfermedad de lady Madeline había desconcertado largo tiempo la ciencias de sus médicos. Una apatía constante, un agotamiento gradual de su persona, y frecuentes, aunque pasajeros ataques de carácter cataléptico parcial, eran el singular diagnóstico.

Hasta entonces había ella soportado con firmeza la carga de su enfermedad, sin resignarse, por fin, a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por la noche con una inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe de la mirada que yo le había dirigido sería, probablemente, la última. Que no vería ya nunca más a aquella dama, viva al menos.

En varios días consecutivos no fue mencionado su nombre ni por Usher ni por mí, y durante ese período hice esfuerzos ardosos para aliviar la melancolía de mi amigo.

Pintamos y leímos juntos, o si no, escuchaba yo, como un sueño, sus fogosas improvisaciones en su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me admitía con mayor franqueza en las reconditeces de su alma, percibía yo más amargamente la inutilidad de todo esfuerzo para alegrar un espíritu cuya negrura, como una cualidad positiva que le fuese inherente, derramaba sobre todos los objetos del universo moral u físico una irradiación incesante de tristeza.

Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que pasé solo con el dueño de la Casa de Usher. A pesar de todo, intentaría en balde expresar el carácter exacto de los estudios o de las ocupaciones en que me complicaba o cuyo camino me mostraba. Una idealidad ardiente, elevada, enfermiza, arrojaba su luz sulfúrea por doquiera. Sus largas improvisaciones fúnebres resonarán siempre en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo dolorosamente cierta singular perversión, amplificada, del aria impetuosa del último vals de Weber. En cuanto a las pinturas que incubaba su laboriosa fantasía —que llegaba, trazo a trazo, a una vaguedad que me hacía estremecer con mayor conmoción, pues temblaba sin saber por qué—, en cuanto a aquellas pinturas (de imágenes tan vivas, que las tengo aún ante mí), en vano intentaría yo extraer de ellas la más pequeña parte que pudiese estar contenida en el ámbito de las simples palabras escritas. Por la completa sencillez, por la desnudez de sus dibujos, inmovilizaba y sobrecogía la atención. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las circunstancias que me rodeaban, de las puras abstracciones que el hipocondríaco se ingeniaba en lanzar sobre su lienzo, se alzaba un terror intenso, intolerable, cuya sombra no he sentido nunca en la contemplación de los sueños, sin duda, refulgentes, aunque demasiado concretos, de Fuseli.

Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en que el espíritu de abstracción no participaba con tanta rigidez, puede ser esbozada, aunque apenas, con palabras. Era un cuadrito que representaba el interior de una cueva o túnel intensamente largo y rectagular, de muros bajos, lisos, blancos y sin interrupción ni adorno. Ciertos detalles accesorios del dibujo servían para hacer comprender la idea de que aquella excavación estaba a una profundidad excesiva bajo la superficie de la tierra.

No se veía ninguna salida a lo largo de su vasta extensión, ni se divisaba antorcha u otra fuente artificial de luz, y, sin embargo, una oleada de rayos intensos rodaba de parte a parte, bañándolo todo en un lívido e inadecuado esplendor.

Acabo de hablar de ese estado morboso del nervio auditivo que hacía toda música intolerable para el paciente, excepto ciertos efectos de los instrumentos de cuerda. Eran, quizá, los límites estrechos en los cuales se había confinado él mismo al tocar la guitarra los que habían dado en gran parte aquel carácter fantástico a sus interpretaciones. Pero en cuanto a la férvida facilidad de sus impromptus, no podía uno darse cuenta así. Tenían que ser, y lo eran, en las notas lo mismo que en las palabras de sus fogosas fantasías (pues él las acompañaba a menudo con improvisaciones verbales rimadas), el resultado de ese intenso recogimiento, de esa concentración mental a los que he aludido antes, y que se observan sólo en los momentos especiales de la más alta excitación artificial.

Recuerdo bien las palabras de una de aquellas rapsodias. Me impresionó acaso más fuertemente cuando él me la dio, porque bajo su sentido interior o místico me pareció percibir por primera vez que Usher tenía plena conciencia de su estado, que sentía cómo su sublime razón se tambaleaba sobre su trono. Aquellos versos, titulados El palacio hechizado, eran, poco más o menos, si no al pie de la letra, los siguientes:

I.
En el más verde de nuestros valles,
habitado por los ángeles buenos,
antaño un bello y majestuoso palacio
-un radiante palacio- alzaba su frente.
En los dominios del rey Pensamiento,
¡allí se elevaba!
Jamás un serafín desplegó el ala
sobre un edificio la mitad de bello.

II.
Banderas amarillas, gloriosas doradas
sobre su remate flotaban y ondeaban
(esto, todo esto, sucedía hace mucho,
muchísimo tiempo);
y a cada suave brisa que retozaba
en aquellos gratos días,
a lo largo de los muros pálidos y empenachados
se elevaba un aroma alado.

III.
Los que vagaban por ese alegre valle,
a través de dos ventanas iluminadas, veían
espíritus moviéndose musicalmente
a los sones de un laúd bien templado,
en torno a un trono donde, sentado (¡porfirogénito!)
con un fausto digno de su gloria,
aparecía el señor del reino.

IV.
Y refulgente de perlas y rubíes
era la puerta del bello palacio
por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas
y centelleaba sin cesar,
una turba de Ecos cuya grata misión
era sólo cantar,
con voces de magnífica belleza,
el talento y el saber de su rey.

V.
Pero seres malvados, con ropajes de luto,
asaltaron la elevada posición del monarca;
(¡ah, lloremos, pues nunca el alba
despuntará sobre él, el desolado!)
Y en torno a su mansión, la gloria
que rojeaba y florecía
es sólo una historia oscuramente recordada
de las viejas edades sepultadas.

VI.
Y ahora los viajeros, en ese valle,
a través de las ventanas rojizas, ven
amplias formas moviéndose fantásticamente
en una desacorde melodía;
mientras, cual un rápido y horrible río,
a través de la pálida puerta
una horrenda turba se precipita eternamente,
riendo, mas sin sonreír nunca más.

Recuerdo muy bien que las sugestiones suscitadas por esta balada nos sumieron en una serie de pensamientos en la que se manifestó una opinión de Usher que menciono aquí, no tanto en razón de su novedad (pues otros hombres han pensado lo mismo), sino a causa de la tenacidad con que él la mantuvo. Esta opinión, en su forma general, era la de la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su trastornada imaginación la idea había asumido un carácter más atrevido aún, e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino inorgánico. Me faltan palabras para expresar toda la extensión o el serio abandono de su convencimiento. Esta creencia, empero, se relacionaba (como ya antes he sugerido) con las piedras grises de la mansión de sus antepasados. Aquí las condiciones de la sensibilidad estaban cumplidas, según él imaginaba, por el método de colocación de aquellas piedras, por su disposición, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los árboles enfermizos que se alzaban alrededor, pero sobre todo por la inmutabilidad de aquella disposición y por su desdoblamiento en las quietas aguas del estanque. La prueba —la prueba de aquella sensibilidad— estaba, decía él (y yo le oía hablar, sobresaltado), en la gradual, pero evidente condensación, por encima de las aguas y alrededor de los muros, de una atmósfera que les era propia. El resultado se descubría, añadía él, en aquella influencia muda, aunque importuna y terrible, que desde hacía siglos había moldeado los destinos de su familia, y que le hacía a él tal como le veía yo ahora, tal como era. Semejantes opiniones no necesitan comentarios, y no los haré.

Nuestros libros -los libros que desde hacía años formaban una parte no pequeña de la existencia espiritual del enfermo- estaban, como puede suponerse, de estricto acuerdo con aquel carácter fantasmal. Estudiábamos minuciosamente obras como el Vertvert et Chartreuse, de Gresset; el Belphegor, de Maquiavelo; El cielo y el infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo, de Nicolás Klimm de Holberg; la Quiromancia, de Roberto Flaud, de Jean d'Indaginé y de De la Chambre; el Viaje por el espacio azul, de Tieck, y la Ciudad del Sol, de Campanella. Uno de sus volúmenes favoritos era una pequeña edición in octavo del Directorium Inquisitorium, por el dominico Eymeric de Gironne; y había pasajes, en Pomponius Mela, acerca de los antiguos sátiros africanos o egipanes, sobre los cuales Usher soñaba durante horas enteras. Su principal delicia, con todo, la encontraba en la lectura atenta de un raro y curioso libro gótico in-quarto —el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliae Mortuorum Secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.

Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro, y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una noche, habiéndome informado bruscamente de que lady Madeline ya no existía anunció su intención de conservar el cuerpo durante una quincena (antes de su enterramiento final) en una de las numerosas criptas situadas bajo los gruesos muros del edificio. La razón profana que daba sobre aquella singular manera de proceder era de esas que no me sentía yo con libertad para discutir. Como hermano, había adoptado aquella resolución (me dijo él) en consideración al carácter insólito de la enfermedad de la difunta, a cierta curiosidad importuna e indiscreta por parte de los hombres de ciencia, y a la alejada y expuesta situación del panteón familiar.

Confieso que, cuando recordé el siniestro semblante del hombre con quien me había encontrado en la escalera el día de mi llegada a la casa, no sentí deseo de oponerme a lo que consideraba todo lo más como una precaución inocente, pero muy natural.

A ruegos de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de aquel entierro temporal. Pusimos el cuerpo en el féretro, y entre los dos lo transportamos a su lugar de reposo. La cripta en la que lo dejamos (y que estaba cerrada hacía tanto tiempo, que nuestras antorchas, semiacabadas en aquella atmósfera sofocante, no nos permitían ninguna investigación) era pequeña, húmeda y no dejaba penetrar la luz; estaba situada a una gran profundidad, justo debajo de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio. Había sido utilizada, al parecer, en los lejanos tiempos feudales, como mazmorra, y en días posteriores, como depósito de pólvora o de alguna otra materia inflamable, pues una parte del suelo y todo el interior de una larga bóveda que cruzamos para llegar hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, estaba también protegida de igual modo. Cuando aquel inmenso peso giraba sobre sus goznes producía un ruido singular, agudo y chirriante.

Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en aquella región de horror, apartamos un poco la tapa del féretro, que no estaba aún atornillada, y miramos la cara del cadáver. Un parecido chocante entre el hermano y la hermana atrajo en seguida mi atención, y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró unas palabras, por las cuales supe que la difunta y él eran gemelos, y que habían existido siempre entre ellos unas simpatías de naturaleza casi inexplicables. Nuestras miradas, entre tanto, no permanecieron fijas mucho tiempo sobre la muerta, pues no podíamos contemplarla sin espanto. El mal que había llevado a la tumba a lady Madeline en la plenitud de su juventud había dejado, como suele suceder en las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico, la burla de una débil coloración sobre el seno y el rostro, y en los labios, esa sonrisa equívoca y morosa que es tan terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y después de haber asegurado la puerta de hierro, emprendimos de nuevo nuestro camino hacia las habitaciones superiores de la casa, que no eran menos tristes.

Y entonces, después de un lapso de varios días de amarga pena, tuvo lugar un cambio visible en los síntomas de la enfermedad mental de mi amigo. Sus maneras corrientes desaparecieron. Sus ocupaciones ordinarias eran descuidadas u olvidadas.

Vagaba de estancia en estancia con un paso precipitado, desigual y sin objeto. La palidez de su fisonomía había adquirido si es posible, un color más lívido; pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. No oía ya aquel tono de voz áspero que tenía antes en ocasiones, y un temblor que se hubiera dicho causado por un terror sumo, caracterizaba de ordinario su habla. Me ocurría a veces, en realidad, pensar que su mente, agitada sin tregua, estaba torturada por algún secreto opresor, cuya divulgación no tenía el valor para efectuar. Otras veces me veía yo obligado a pensar, en suma, que se trataba de rarezas inexplicables de la demencia, pues le veía mirando al vacío durante largas horas en una actitud de profunda atención, como si escuchase un ruido imaginario. No es de extrañar que su estado me aterrase, que incluso sufriese yo su contagio. Sentía deslizarse dentro de mí, en una gradación lenta, pero segura, la violenta influencia de sus fantásticas, aunque impresionantes supersticiones.

Fue en especial una noche, la séptima o la octava desde que depositamos a lady Madeline en la mazmorra, antes de retirarnos a nuestros lechos, cuando experimenté toda la potencia de tales sensaciones. El sueño no quería acercarse a mi lecho, mientras pasaban y pasaban las horas. Intenté buscar un motivo al nerviosismo que me dominaba. Me esforcé por persuadirme de que lo que sentía era debido, en parte al menos, a la influencia trastornadora del mobiliario opresor de la habitación, a los sombríos tapices desgarrados que, atormentados por las ráfagas de una tormenta que se iniciaba, vacilaban de un lado a otro sobre los muros y crujían penosamente en torno a los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos fueron inútiles. Un irreprimible temblor invadió poco a poco mi ánimo, y a la larga una verdadera pesadilla vino a apoderarse por completo de mi corazón. Respiré con violencia, hice un esfuerzo, logré sacudirla, e incorporándome sobre las almohadas y clavando una ardiente mirada en la densa oscuridad de la habitación, presté oído —no sabría decir por que me impulsó una fuerza instintiva— a ciertos ruidos vagos, apagados e indefinidos que llegaban hasta mí a través de las pausas de la tormenta. Dominado por una intensa sensación de horror, inexplicable e insufrible me vestí de prisa (pues sentía que no iba a serme posible dormir en toda la noche) y procuré, andando a grandes pasos por la habitación, salir del estado lamentable en que estaba sumido.

Apenas había dado así unas vueltas, cuando un paso ligero por una escalera cercana atrajo mi atención. Reconocí muy pronto que era el paso de Usher. Un instante después llamó suavemente en mi puerta y entró, llevando una lámpara. Su cara era, como de costumbre, de una palidez cadavérica; pero había, además, en sus ojos una especie de loca hilaridad, y en todo su porte, una histeria evidentemente contenida. Su aspecto me aterró; pero todo era preferible a la soledad que había yo soportado tanto tiempo, y acogí su presencia como un alivio.

-¿Y usted no ha visto esto? -dijo él bruscamente, después de permanecer algunos momentos en silencio mirándome—. ¿No ha visto usted esto? ¡Pues espere! Lo verá.

Mientras hablaba así, y habiendo resguardado cuidadosamente su lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.

La impetuosa furia de la ráfaga nos levantó casi del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa; pero espantosamente bella, de una rareza singular en su terror y en su belleza. Un remolino había concentrado su fuerza en nuestra proximidad, pues había cambios frecuentes y violentos en la dirección del viento, y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas, que pasaban sobre las tordillas de la casa) no nos impedía apreciar la viva velocidad con la cual acudían unas contra otras desde todos los puntos, en vez de perderse a distancia. Digo que su excesiva densidad no nos impedía percibir aquello, y aun así, no divisábamos ni la luna ni las estrellas, ni relámpago alguno proyectaba su resplandor. Pero las superficies inferiores de aquellas vastas masas de agitado vapor, lo mismo que todos los objetos terrestres muy cerca alrededor nuestro, reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación gaseosa que se cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja luminosa y bien visible.

—¡No debe usted, no contemplará usted esto! —dije, temblando, a Usher, y le llevé con suave violencia desde la ventana a una silla—. Esas apariciones que le trastornan son simples fenómenos eléctricos, nada raros, o puede que tengan su horrible origen en los fétidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana; el aire es helado y peligroso para su organismo. Aquí tiene usted una de sus novelas favoritas. Leeré, y usted escuchará: y así pasaremos esta terrible noche, juntos.

El antiguo volumen que había yo cogido era el Mad Trist, de sir Launcelot Canning; pero lo había llamado el libro favorito de Usher por triste chanza, pues, en verdad, con su tosca y pobre prolijidad, poco atractivo podía ofrecer para la elevada y espiritual idealidad de mi amigo. Era, sin embargo, el único libro que tenía inmediatamente a mano, y me entregué a la vaga esperanza de que la excitación que agitaba al hipocondríaco podría hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) hasta en la exageración de las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el gesto de predominante y ardiente interés con que escuchaba o aparentaba escuchar las frases de la narración, hubiese podido congratularme del éxito de mi propósito.

Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que Ethelredo, el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar pacíficamente en la morada del ermitaño, se decide a entrar por la fuerza. Aquí, como se recordará, dice lo siguiente la narración: "Y Ethelredo que era por naturaleza de valeroso corazón, y que ahora sentíase, además, muy fuerte, gracias a la potencia del vino que había bebido no esperó más tiempo para hablar con el ermitaño quien tenía de veras el ánimo propenso a la obstinación y a la malicia; pero, sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el desencadenamiento de la tempestad, levantó su maza, y con unos golpe abrió pronto un camino, a través de las tablas de la puerta, a su mano enguantada de hierro; y entonces tirando con ella vigorosamente hacia sí, hizo crujir, hundirse y saltar todo en pedazos, de tal modo, que el ruido de la madera seca y sonando a hueco repercutió de una parte a otra de la selva."

Al final de esta frase me estremecí e hice un pausa, pues me había parecido (aunque pensé e seguida que mi excitada imaginación me engañaba) que de una parte muy alejada de la mansión llegaba confuso a mis oídos un ruido que se hubiera dicho, a causa de su exacta semejanza de tono, el eco (pero sofocado y sordo, ciertamente de aquel ruido real de crujido y de arrancamiento descrito con tanto detalle por sir Launcelot. Era sin duda, la única coincidencia lo que había atraído tan sólo mi atención, pues entre el golpeteo de las hojas de las ventanas y los ruidos mezclados de la tempestad creciente, el sonido en sí mismo no tenía, de seguro, nada que pudiera intrigarme o turbarme.

Continué la narración:

Pero el buen campeón Ethelredo, franqueando entonces la puerta, se sintió dolorosamente furioso y asombrado al no percibir rastro alguno del malicioso ermitaño, sino, en su lugar, un dragón de una apariencia fenomenal y escamosa, con una lengua de fuego, y que estaba de centinela ante un palacio de oro, con el suelo de plata, y sobre el muro aparecía colgado un escudo brillante de bronce, con esta leyenda encima:

El que entre aquí, vencedor será;
el que mate al dragón, el escudo ganará.

Ethelredo levantó su maza y golpeó sobre la cabeza del dragón, que cayó ante él y exhaló su aliento pestilente con un ruido tan horrendo, áspero y penetrante a la vez, que Ethelredo tuvo que taparse los oídos con las manos para resistir aquel terrible estruendo como no lo había él oído nunca antes.

Aquí hice de súbito una nueva pausa, y ahora con una sensación de violento asombro, pues no cabía duda de que había yo oído esta vez (érame imposible decir de qué dirección venía) un ruido débil y como lejano, pero áspero, prolongado, singularmente agudo y chirriante, la contrapartida exacta del rito sobrenatural del dragón descrito por el novelista y tal cual mi imaginación se lo había ya figurado.

Oprimido como lo estaba, sin duda, por aquella segunda y muy extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, entre las cuales predominaban un asombro y un terror extremos, conservé, empero, la suficiente presencia de ánimo para tener cuidado de no excitar con una observación cualquiera la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba seguro en absoluto de que él hubiera notado los ruidos en cuestión, siquiera, a no dudar, una extraña alteración habíase manifestado, desde hacía unos minutos, en su actitud. De su posición primera enfrente de mí había él hecho girar gradualmente su silla de modo a encontrarse sentado con la cara vuelta hacia la puerta de la habitación; así, sólo podía yo ver parte de sus rasgos, aunque noté que sus labios temblaban como si dejasen escapar un murmullo inaudible. Su cabeza estaba caída sobre su pecho, y, no obstante, yo sabía que no estaba dormido, pues el ojo que entreveía de perfil permanecía abierto y fijo. Además, el movimiento de su cuerpo contradecía también aquella idea, pues se balanceaba con suave, pero constante y uniforme oscilación. Noté, desde luego, todo eso, y reanudé el relato de sir Launcelot, que continuaba así:

Y ahora el campeón, habiendo escapado de la terrible furia del dragón, y recordando el escudo de bronce, y que el encantamiento que sobre él pesaba estaba roto, apartó la masa muerta de delante de su camino y avanzó valientemente por el suelo de plata del castillo hacia el sitio del muro de donde colgaba el escudo; el cual, en verdad, no esperó a que estuviese él muy cerca, sino que cayó a sus pies sobre el pavimento de plata, con un pesado y terrible ruido.

Apenas habían pasado entre mis labios estas últimas sílabas, y como si en realidad hubiera caído en aquel momento un escudo de bronce pesadamente sobre un suelo de plata, oí el eco claro, profundo, metálico, resonante, si bien sordo en apariencia. Excitado a más no poder, salté sobre mis pies, en tanto que Usher no había interrumpido su balanceo acompasado.

Sus ojos estaban fijos ante sí, y toda su fisonomía, contraída por una pétrea rigidez. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió toda su ser, una débil sonrisa tembló sobre sus labios, y vi que hablaba con un murmullo apagado, rápido y balbuciente, como si no se diera cuenta de mi presencia. Inclinándome sobre él, absorbí al fin el horrendo significado de sus palabras.

—¿No oye usted? Sí, yo oigo, y he oído. Durante mucho, mucho tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oído; pero no me atrevía. ¡Oh, piedad para mí, mísero desdichado que soy! ¡No me atrevía, no me atrevía a hablar! ¡La hemos metido viva en la tumba! ¿No le he dicho que mis sentidos están agudizados? Le digo ahora que he oído sus primeros débiles movimientos dentro del ataúd. Los he oído hace muchos, muchos días, y, sin embargo, ¡no me atreví a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelredo, ¡ja, ja! ¡La puerta del ermitaño rota, el grito de muerte del dragón y el estruendo del escudo, diga usted mejor el arrancamiento de su féretro, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y su lucha dentro de la bóveda de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huir? ¿No estará ella aquí en seguida? ¿No va a aparecer para reprocharme mi precipitación? ¿No he oído su paso en la escalera? ¿No percibo el pesado y horrible latir de su corazón? ¡Insensato! —y en ese momento se alzó furiosamente de puntillas y aulló sus sílabas como si en aquel esfuerzo exhalase su alma—: Insensato. ¡Le digo a usted que ella está ahora detrás de la puerta!

En el mismo instante, como si la energía sobrehumana de sus palabras hubiese adquirido la potencia de un hechizo, las grandes y antiguas hojas que él señalaba entreabrieron pausadamente sus pesadas mandíbulas de ébano. Era aquello obra de una furiosa ráfaga, pero en el marco de aquella puerta estaba entonces la alta y amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre sobre su blanco ropaje, y toda su demacrada persona mostraba las señales evidentes de una enconada lucha. Durante un momento permaneció trémula y vacilante sobre el umbral; luego, con un grito apagado y quejumbroso, cayó a plomo hacia adelante sobre su hermano, y en su violenta y ahora definitiva agonía le arrastró al suelo, ya cadáver y víctima de sus terrores anticipados.

Huí de aquella habitación y de aquella mansión, horrorizado. La tempestad se desencadenaba aún en toda su furia cuando franqueé la vieja calzada. De pronto una luz intensa se proyectó sobre el camino y me volví para ver dónde podía brotar claridad tan singular, pues sólo tenía a mi espalda la vasta mansión y sus sombras. La irradiación provenía de la luna llena, que se ponía entre un rojo de sangre, y que ahora brillaba con viveza a través de aquella grieta antes apenas visible, y que, como ya he dicho al principio, se extendía, zigzagueando, desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la examinaba, aquella grieta se ensanchó con rapidez; hubo de nuevo una impetuosa ráfaga, un remolino; el disco entero del satélite estalló de repente ante mi vista; mi cerebro se alteró cuando vi los pesados muros desplomarse, partidos en dos; resonó un largo y tumultuoso estruendo, como la voz de mil cataratas, y el estanque profundo y fétido, situado a mis pies, se cerró tétrica y silenciosamente sobre los restos de la Casa de Usher.


La cámara secreta. Margaret Oliphant (1828-1897)

El Castillo Gowrie es uno de los más interesantes de Escocia. Es una bella casa, de grandeza feudal, con torres y muros que podrían contener a un ejército. Sus laberintos, sus escaleras ocultas, sus largos y misteriosos pasadizos -que parecen no conducir a ningún lado-. El frente, con su entrada flanqueada por dos torres, tiene una bella calzada, con doble fila de árboles, como una catedral; y los bosques que circundan estas torres son ricos en follaje pero no muy extensos, como los bosquecillos del sur.

Este aspecto es nuevo, es decir, nuevo para la época del relato, pero no para la historia del castillo, cuya parte más antigua se ha mantenido desde los días en que los sajones trajeron sus propias artes para regular el arte celta que se manifestaba en piedras sepulcrales y místicos nudos en sus cruces. Hay en Gowrie reliquias primitivas, como algunas runas en los muros antiguos, sólidos como roca y casi perpetuos. ¡Qué intervalo de siglos hay entre estas y las torretas de agraciado estilo francés! Pero estas poseen un historial lleno de crónicas, no siempre descifrables, a través de los diferentes estilos arquitectónicos. Los Condes de Gowrie han estado involucrados en cada conmoción que tuvo lugar en los Highlands por más generaciones de las que pudiera anotar. En rebeliones, venganzas, insurrecciones, conspiraciones o conquista que haya tenido lugar en Escocia, los Gowrie tuvieron participación; los anales de la casa son muy extensos y no carecen de mancilla. Han sido una raza valiente, con mucha maldad, pero también bondad; por supuesto, huelga decir que hoy en día son remarcables. Desde el ascenso del primer Estuardo, conocido en Escocia como el Quince, ellos no han hecho muchas cosas para recordar, sin embargo la historia familiar siempre fue del tipo inusual.

Los Randolph no pueden ser llamados excéntricos, por el contrario, cuando uno los conoce son una raza respetable y virtuosa. No obstante sus carreras públicas se han visto afectadas por extrañas vicisitudes, podría decirse que es una familia impulsiva y caprichosa que cae en la mediocridad por impulsos egoístas e interesados. Pero esto no traería una verdadera concepción de la familia; sus virtudes reales no eran imaginarias y sus rarezas eran un misterio hasta para los amigos. Estas mismas, no obstante, eran aquellas cosas que el mundo general más sabía de los Randolph. El último Conde había sido un representante del Reino de Escocia, lo cual fue un maravilloso comienzo, que por un año o dos pareció ponerlo en una eminente posición de los asuntos de Escocia; pero su ambición le hizo utilizar medios erróneos de conseguir influencia, y cayó en desgracia para siempre. Esta fue una circunstancia común en la familia. Un comienzo aparentemente brillante, un hallazgo de índole maligna utilizado para fines ambiciosos, una súbita calma y la curiosa conclusión al final de toda esta trama, en que este inescrupuloso especulador o político torpe, se revela como buen hombre, sin ambición, contento, bondadoso y benevolente.

Esta peculiaridad hizo que la historia de los Randolph fuera tan extraña y accidentada por raras interrupciones. No obstante, había otra circunstancia que les atraía más curiosidad del público. Aquellos que apreciaban el carácter recóndito de la familia, se interesaron en un secreto familiar, y la casa de los Randolph poseía uno perfecto. Era un misterio que incitaba la imaginación y atraía el interés del país. La historia era que en algún lugar entre los enormes muros y tortuosos pasadizos del Castillo Gowrie, había una cámara secreta. Todos sabían acerca de su existencia, pero salvo el Conde, su heredero, y alguna otra persona más, no de la familia sino a su servicio confidencial, ningún otro mortal conocía la ubicación de este lugar. Incontables habían sido las conjeturas. Cada visitante que ingresaba, y más aún, los eventuales viajeros que divisaban las torretas desde el camino, buscaban rastros de esta misteriosa cámara. Pero todas las conjeturas y búsquedas eran en vano.

Estaba por decir que no he escuchado otra historia de fantasmas que haya sido tan creída. Pero sería un error, nadie sabía bien si ciertamente había un fantasma conectado con esta historia. Una cámara secreta no era nada maravilloso en una casa antigua. No había duda que estas existían en viejos castillos, y que siempre eran objeto de curiosidad. Eran como extrañas reliquias, más emocionantes que cualquier historia, de un tiempo en que el hombre no estaba a salvo en su propia casa, y en que necesitaba estar en un refugio, seguro de espías y traidores. Tal refugio era una necesidad vital en la vida del noble medieval. La particularidad de esta casa, sin embargo, era un secreto relacionado con la misma existencia de la familia; no era únicamente el refugio secreto, sino que había algo que era mantenido oculto y de lo que la familia no estaba orgullosa. Es maravillosa la facilidad con que una familia se jacta ante cualquier posesión distintiva. Un fantasma es un signo de importancia, algo para nada menospreciable; un cuarto encantado vale tanto como una pequeña granja para la complacencia de la familia que lo posee. Y sin duda que las ramas jóvenes de la familia Gowrie -la parte menos pensante del clan- sentía de esa manera, y se enorgullecían de su insondable misterio, sintiendo un agradable temor cada vez que recordaban ese secreto que ellos no conocían de su propia casa.

Esa misma emoción corría entre los visitantes, niños y sirvientes, cada vez que el Conde prohibía una refacción o suspendía alguna exploración. Ellos se miraban unos a otros y se estremecían: -¿Escuchaste eso?- decían, -no dejará que Lady Gowrie haga su guardarropa donde lo desea, en ese sector del muro. Echó a los obreros antes que pudieran tocarlo, aunque el muro tiene veinte pies- decían los visitantes, y esta sugestión los excitaba hasta que les daba comezón en los dedos; pero ni a su esposa, afligida por el cómodo guardarropa que había intentado, el Conde podía ofrecer una explicación coherente. Para ella podía ser a causa de que la funesta cámara se hallaría cerca de su habitación. Y podía ser que esta sugestión trajera a sus venas alguna emoción o rareza, quizás muy vívida para ser disfrutada. Pero ella no estaba en el grupo de personas favorecido o desafortunado al que la verdad se le podía revelar.

No necesito decir que había diferentes teorías sobre el asunto. Algunos pensaron que hubo una masacre, y que la cámara secreta fue bloqueada por los esqueletos de los invitados asesinados. Esta traición sin duda cubrió de vergüenza a la familia en su época, pero con el transcurso de los años, le fue perdonada, tal como otras manchas. Los Randolph nunca se sintieron afectados por registros históricos. No eran tan mórbidamente sensibles. Otros dijeron que el Conde Robert, el Siniestro Robert, había sido encerrado como castigo en la cámara, jugándose el alma a los naipes con el Diablo. Pero habría sido un mérito bastante importante haber tenido al Diablo, o a alguno de sus ángeles caídos, ahí embotellados. ¡Qué cosa sería saber que donde uno duerme está el Príncipe de las Tinieblas!

Esta no fue una solución satisfactoria, y tampoco fue sugerida otra que fuera más convincente. El vulgo ya lo asignó; y aún cada uno que visita Gowrie, sea como invitado, como turista o simplemente como fisgón, se toma su momento de curiosidad, admiración y conjetura sobre la cámara secreta, la más preciada y misteriosa intriga que se ha mantenido indescifrable hasta nuestros tiempos.

Así es como estaba el asunto cuando John Randolph, Lord Lindores, cumplió su mayoría de edad. Era un joven de carácter, no el usual y violento de los Randolph, cuyo típico carácter, como se ha dicho, no obstante los incidentes comunes a ellos, era de gran honestidad y también ingenuidad. Pero el joven Lindores no era así. Era honesto, pero no tonto. Había asistido a un curso escolar y a la Universidad, no quizás la clase usual de escolaridad, pero suficiente como para atraer las miradas de sus compañeros a través de más de un gran discurso que había tenido ocasión de dar. Estaba lleno de ambiciones y vida, intentando toda clase de proezas y tratando de labrarse una posición en todo lo que fuera la vida pública. La existencia noble y la vida familiar no eran para él. La idea de continuar portando los honores de la familia, y convertirse en un Par del Reino, le llenaba de horror. Cada vez que rezaba, invertía todas las energías personales y filiales para que su padre viva, si no por siempre, más de lo que cualquier Lord Gowrie hubiera vivido por los últimos siglos. Estaba tan seguro de su deseo como nadie jamás de algo; y en el lapso se propuso viajar, ir a América, ir a donde nadie fue, buscando conocimiento y experiencia, tal y como cualquier joven con tendencias parlamentarias hoy en día.

En otros tiempos, hubiera ido a guerrear. Pero los días de Guerras y Cruzadas habían pasado, y Lindores seguía las modas de su época. Había realizado todos los preparativos para su viaje, al que su padre no se oponía. Por el contrario, Lord Gowrie alentaba esos planes con un aire de melancólica indulgencia que su hijo no podía entender. -Te hará bien,- decía, con un suspiro. -Sí, sí, mi hijo; es lo mejor para tí.- Esto, sin duda era bastante cierto, pero implicaba un sentimiento de que el joven necesitaba algo que le hiciera bien, como quisiera arrojarse al cambio de la gratificación de sus deseos, como uno puede hablar con una víctima. Ese tono confundía a Lindores, que pensaba que un viaje le serviría para adquirir información, y desdeñaba sin embargo la idea de hacerse tan bueno como es natural de cualquier estudiante de Oxford y triunfar en la Unión. Pero él reflexionaba que la escuela tenía sus normas y eso le satisfacía. Todo estaba listo para el viaje, antes vendrían la ceremonia de la mayoría de edad, la cena de los arrendatarios, los discursos, los agradecimientos, el banquete y el baile. Era verano, y todo el Condado estaba feliz con todas estas diversiones. Su amigo, que iba a acompañarlo, Almeric Farrington, un joven de similares aspiraciones, llegó a Escocia para tales festividades. Ambos tomaron el ferrocarril nocturno. En el intervalo entre dos siestas, tuvieron una charla sobre el festejo de su cumpleaños.

-Será aburrido, pero no durará mucho,- dijo Lindores. Ambos eran de la opinión que todo aquello que no produjera información o promoviera cultura, era aburrido.
-¿Pero no se te hará una revelación, entre otras muchas cosas? -preguntó Ffarrington- ¿No se te dirá lo de la Cámara Secreta?
-Ah, -dijo el heredero- había olvidado eso. Aún no se si me lo dirán. Todos los dogmas familiares están trastocados hoy en día.
-Deberías insistir, -dijo Farrington, suavemente- no hay muchos que puedan darse tal gusto, mejor que Daniel Home y todos los médiums, debes insistir en el asunto.
-No tengo razones para suponer que haya alguna conexión con Home o con los médiums, -dijo Lindores, ligeramente irritado. Un misterio en la familia no era un misterio vulgar, y le gustaba que fuera respetado.
-Oh, sin ofender. -dijo su compañero- Siempre pensé que un viaje en tren era una gran chance para los espíritus. Si uno se mostrara de repente en ese asiento vacío, a tu lado, ¡qué triunfante prueba de su existencia! Pero ellos no aprovechan tales oportunidades.

Lindores no podría decir qué fue lo que le hizo pensar en ese momento en un retrato que había visto en el castillo, del Viejo Conde Robert, el conde siniestro. Era un mal retrato, una copia realizada por un amateur del retrato genuino, el que, para horror del Conde Robert y su malvado legado, había sido retirado de la galería por algún Lord intermedio. Lindores jamás había visto el original, esa copia. Sin embargo, algo de su rostro se le venía a la mente, quizás por alguna asociación, mientras su amigo hablaba. Un leve temblor lo estremeció. Fue extraño. No le replicó a Farrington, pero se puso a pensar como pudo ser que esa presencia en su mente, se hiciera real ante la sugestión de su amigo, y el recuerdo del hechicero de la familia le viniera a la memoria. Esta frase está llena de palabras largas, pero, desafortunadamente estas son requeridas para describir la situación. El proceso fue, en cambio, muy simple. Fue un claro caso de pensamiento inconciente. Cerró sus ojos como para asegurar su privacidad mientras lo pensaba; y viéndose cansado, y no tan alarmado por su actividad inconciente, antes de poder abrirlos de nuevo, se quedó dormido.

Y el cumpleaños, que fue al día siguiente de su arribo a Glen Lyon, fue ajetreado. No tuvo tiempo para pensar otra cosa. Agradecimientos, ofrendas, todas vertidas en él. Los Gowries eran muy populares, lo cual no era usual en la familia. Lady Gowrie era benevolente y generosa, con una generosidad de corazón y con una bondad suficiente como para impresionar el juicio popular. Lord Gowrie tenía, a su vez, poca de la equívoca reputación de sus ancestros. Siempre estaban espléndidos en las grandes ocasiones. Sería un aburrimiento, decía Lindores; pero ciertamente el joven no distinguía los honores de las adulaciones y las palabras sinceras de meros buenos deseos. Es muy dulce para un joven sentirse el centro. Y a él le parecía muy razonable, muy natural, que así fuera. Él prometió con la más sincera buena fe que no los defraudaría, que sentía tal interés en aquellos como un estímulo adicional. ¿Qué más natural que esos intereses y esas espectativas? Casi había solemnizado su propia posición; tan joven, en el centro de las miradas de tanta gente, tantas esperanzas en él; era lo más natural. Su padre estaba más solemnizado, lo cuál era muy extraño. Su semblante se ponía más grave a cada momento, hasta que al final parecía que estaba en desacuerdo con la popularidad de su hijo o bien que tuviera algún pensamiento en su cabeza. Estuvo ansioso por el final de la cena, y por deshacerse de sus invitados. Con el retiro del último se mostró igual de ansioso para que su hijo se retirara también.

-Hijo, ve a la cama, como un favor hacia mí, -dijo Lord Gowrie- Mañana tendrás un largo día.
-No necesitas temer tanto por mí, Señor- dijo Lindores, un poco afrentado; pero como estaba cansado, obedeció. No había pensado en el secreto que se le iba a revelar en ningún momento del día. Pero cuando despertó sobresaltado en el medio de la noche, viendo todas las luces de su recámara encendidas y a su padre a su lado, Lindores recordó el asunto; y en un momento pensó que el principal envento (el más importante de todos los que hasta ahora habían tenido lugar) estaba a punto de llevarse a cabo.

II.

Lord Gowrie estaba serio y pálido. Tenía su mano en el hombro de su hijo para despertarlo. La vista de sus atuendos dejó azorado al joven cuando se levantó. Pero luego pareció darse cuenta de todo. En cualquier otro lugar, un hombre se habría asustado de ser despertado súbitamente en la mitad de la noche. Pero Lindores no; no hizo ni una pregunta. Solo se levantó con los ojos fijos en su padre.

-Arriba, muchacho, -dijo Lord Gowrie-, y vístete rápido; es la hora señalada. He encendido todas las velas y tus cosas están listas. Ya has dormido bastante.

Siguió sin formular preguntas que, en otras circunstancias, hubiese hecho. Se levantó, con la nerviosa velocidad que solo la excitación puede provocar, y se vistió. Su padre le ayudó en silencio. Era una escena curiosa: el cuarto completamente iluminado, el silencio, la apresurada vestimenta, la profunda quietud de la noche. La casa, aún con los ecos de la festividad recién celebrada, estaba tan calma como si no hubiese ser viviente en ella. Lord Gowrie fue a la mesa cuando cumplieron el primer paso, y sirvió un vaso de vino. -Necesitarás todas tus fuerzas, -dijo- bebe esto antes de ir. Es el famoso Tokay Imperial; queda solo un poco pero te dará fuerzas.

Lindores tomó; nunca antes había bebido algo así. Los ojos de su padre se posaron en él como con simpatía y melancolía. -Estás por afrontar el desafío más grande de tu vida, -dijo; y tomando de la mano a su hijo, prosiguió- será rápido, pero también duro, y tu ya has dormido algo- Entonces hizo lo que hacen los ingleses para darse fuerza, besó a su hijo en la mejilla- ¡Dios te bendiga! -dijo, vacilando- Vamos, todo está listo, Lindores.

Tomó en su mano una lámpara y guió el camino. En ese momento Lindores comenzó a tomar conciencia de su superioridad y condiciones. El simple sentido de que era miembro de una familia con un misterio, y que había llegado el momento de su encuentro con ese poder lo había emocionado, pero ahora lo agobiaba. Seguía a su padre, y comenzaba a recordar que no era como otros hombres; que estaba en él arrojar algo de luz en este secreto cuidadosamente ocultado. ¿Qué misterio podría haber allí, algún secreto hereditario de fuerza psíquica o de confrontación mental, o alguna curiosa combinación de circunstancias más o menos potentes que estas? Aunó todas sus fuerzas recordó su instrucción, templó sus nervios, preparándolos para el horror. Se alistó para pasar la noche entre los esqueletos de una masacre olvidada por el tiempo, para arrepentirse de los pecados de sus ancestros, y para ser persuadido por alguna ilusión óptica creída hasta ahora por todas las generaciones, que sin duda tendría un carácter espantoso. Su corazón y espíritu se alzaron. Un joven raramente tenía oportunidad de demostrar valor. No tenía dudas que la experiencia sería exasperante para sus nervios. Por ello convocó sus fuerzas, y junto a este llamado, también tuvo un impulso de curiosidad: finalmente conocería la verdad acerca de la Cámara Secreta. Esto le pareció algo verdaderamente interesante. Se había dicho que debería haber emprendido una exploración, y que, en otras circunstancias, una cámara secreta con algún impensable objeto histórico, habría sido un muy fascinante descubrimiento. Trató de verse excitado por tal hecho; pero era curioso que no tenía interés real a pesar de los esfuerzos que hacía. El hecho era que la Cámara Secreta tenía una importancia secundaria. Su principal pensamiento era sobre sí mismo.

No debe suponerse, sin embargo, que padre e hijo habían tenido un largo camino como para dar lugar a estos pensamientos. Los pensamientos viajan a la velocidad de la luz, y había tenido abundante espacio para pensar en el tiempo en que salieron de la recámara de Lindores al pasillo y luego caminaron hasta la habitación de Lord Gowrie, naturalmente una de las más importantes de la casa. Frente a la misma había un pequeño y descuidado cuarto destinado a la leña. El motivo de porque ese nido de basura, polvo y telarañas estaba tan cercano al centro de la casa había sido tema de sorpresa para los invitados que lo notaban en sus exploraciones o para cada nuevo siervo, que planteó limpiarlo ante la negligencia de sus antecesores. Por supuesto, todas estas tentativas de ataque habían sido resistidas, nadie sabía porque y no valía la pena preguntar.

Lindores había utilizado el lugar desde niño para sus juegos y lo aceptaba como la cosa más natural. Había entrado y salido un centenar de veces, y había sido allí donde había visto el retrato del Conde Robert, que había venido a su mente durante el viaje. Lo primero que sintió cuando su padre abrió la puerta fue una mezcla de sorpresa y gracia. ¿Qué iba a buscar allí? ¿Algún viejo pentáculo, un amuleto o algún trozo de anticuada magia para usar como armadura contra el maligno? Pero Lord Gowrie, habiendo entrado y apoyado la lámpara en la mesa, se volvió hacia su hijo con una expresión de agitación y dolor que barrió con toda posible diversión. Lo tomó de la mano, estrujándola con la propia.

-Ahora, hijo mío, mi querido muchacho, -dijo, en un tono apenas audible. Su semblante desbordaba dolor, el dolor de un espectador, aquel que no correrá ningún peligro personal, pero que será testigo del mortal riesgo que correrá un tercero. Él era un hombre poderoso, y su gran humanidad se estremecía por la emoción. Una vieja espada con una empuñadura en cruz, yacía sobre una silla junto con otras reliquias llenas de polvo. -Tómala, -dijo, en el mismo inaudible tono; pero Lindores no podía discernir si la espada le serviría como un arma o como símbolo religioso. La tomó mecánicamente. Su padre empujó una puerta que a Lindores le pareció como que jamás la había visto antes, y se vio una cámara abovedada.

Aquí pareció que el don del habla abandonó a Lord Gowrie. Le indicó a su hijo otra puerta, en el extremo opuesto. A través de una seña, le dio a entender que tenía que golpear ahí y luego regresar al cuarto de la leña. La puerta quedó abierta y un débil resplandor de la lámpara iluminó parte de ese lugar intermedio. A pesar de sus ideas anteriores, Lindores comenzó a notar el latido de su corazón. Hizo una pausa y miró a su alrededor. Tenía la espada en la mano, sin saber lo que le esperaba. Entonces se adelantó y golpeó la puerta. Su golpe no fue muy fuerte, pero alcanzó para hacer eco en toda la casa. ¿Podría ser que alguien escuchara? Este capricho de la imaginación lo embargó, desalojando sus firmes convicciones, y la resuelta calma con la que quería resolver el misterio. ¿Levantaría a toda la casa antes que la puerta se abra? ¡Cómo tardaba su apertura! Volvió a tocar. Esta vez no hubo dilación. Repentinamente, como si fuera abierta desde el interior, la puerta se movió. Se abrió solo lo suficiente como para permitirle entrar, deteniéndose a la mitad de su camino, como si una mano invisible la contuviera. Lindores se paró en el umbral. ¿Qué estaba por ver? ¿Los esqueletos de las víctimas asesinadas? ¿Otra habitación llena de los rastros de un crimen? ¿Qué vería?

No vio nada, excepto lo que era posible por la débil iluminación: un cuarto anticuado, vieja tapicería, viejo diseño, colores desteñidos. Entre los pliegues había paneles de madera tallada de formas rústicas y rastros dorados, ya bastante raídos. Y una mesa, cubierta con extraños instrumentos, pergaminos, tubos químicos y curiosas maquinarias, de formas pintorescas y materiales que acusaban gran edad. Un tapete de terciopelo, pesado y grueso, cubría la mesa; frente a ella, sobre una pared, algo que parecía un viejo espejo veneciano, con el cristal tan oscurecido que a duras penas reflejaba algo; sobre el piso había una alfombra persa, de una vaga mezcla de todos los colores. Eso fue todo lo que vio. Su corazón se fue calmando. Todo estaba quieto, oscuro, vacío. No había lámparas ni fuego, y sin embargo había una extraña luminosidad que le hacía ver todo con claridad. Miró a su alrededor tratando de reir de sus terrores, de decirse a sí mismo que era el lugar más curioso que hubiera visitado jamás (tenía que mostrarle a Farrington esos tapices), hasta que se dio cuenta que se había cerrado la puerta por la que había entrado. Pero no más que cerrada, había sido, de manera no discernible, cubierta, tal y como el resto de las paredes, por esos extraños tapices. En ese punto su corazón reinició el golpeteo anterior. Volvió a mirar y, con un supremo susto vio un ser. ¿Habían sido sus ojos incapaces de percibirlo al entrar? ¿Vacía? ¿Quién estaba en la gran silla?

Lindores había creído ver a su ingreso en la cámara que la silla estaba vacía. Pero ahora, inconfundiblemente, encima de la silla había un hombre, que lo miró. El corazón del joven retumbaba, pero él era valiente bravo e hizo un esfuerzo para romper el hechizo. Intentó hablar pero la voz no llegó a su garganta, y sus labios no se abrieron para articular palabras. -Veo como es. -era lo que quería decir. Era el rostro del Conde Robert; y, asustado como estaba, apeló a su filosofía para soportar la situación. ¿Qué otra cosa podía ser aquello, más que una ilusión óptica, un pensamiento inconciente, una aprehensión oculta por la impresión de este semblante? Pero su estado convulsivo no le permitía emitir palabras y sus labios estaban secos.

La aparición sonrió, como si leyera sus pensamientos, no de manera perversa, sino con cierta gracia mezclada con desdén. En ese momento habló, y su voz se difundió por el cuarto. Su timbre era algo que Lindores jamás había escuchado antes, como el susurro del aire o el movimiento del mar.

-Sabrás todo esta noche: este no es un fantasma de tu mente, soy yo.
-En el nombre de Dios, -gritó el joven en su alma; no sabía bien si había pronunciado tales palabras o si habían sonado en el aire, si es que había algún aire- En el nombre de Dios, ¿quién es usted?

La figura se irguió como si fuera a replicar, y Lindores rompió en una palabra, un grito provino de su boca (esta vez lo escuchó) y sintió el tormento hasta sus extremidades. Pero no se acobardó, se mantuvo de pie y concentró todas sus fuerzas, nunca había retrocedido. Vagamente surgió en su mente la creencia que esta era la experiencia más deseada en la tierra, el punto final de cientos de preguntas; pero sus facultades no podían distenderse mucho. Solo atinó a permanecer firme. Eso era todo.

Y la figura no se aproximó; luego de un momento se volvió a sentar, sin realizar el menor sonido. Tenía la forma de un hombre de mediana edad, el cabello blanco y la barba gris, sus rasgos como los del cuadro. Estaba ataviado con un largo manto oscuro, bordado con extrañas líneas y ángulos. No tenía nada terrible o pavoroso (excepto su ausencia total de sonidos, la absoluta calma, su quietud permanente. Su expresión estaba llena de dignidad y no era maligna o siniestra. Podía haber sido el buen patriarca de la casa, mirando sus fortunas desde el aislamiento. El pulso de Lindores se calmó. ¿Por qué había entrado en pánico? Se sintió ridículo, parado ahí como uno de esos absurdos héroes de romance anticuado, sosteniendo una espada polvorienta, inútil, seguramente, contra este viejo y noble hechicero.

-Estás en lo cierto. -dijo la voz, una vez más leyendo su mente- ¿Qué podrías hacerme con esa espada, joven Lindores? Enváinala. ¿Por qué mis chicos me tratan como a un enemigo? Eres mi carne y mi sangre. Dame tu mano.

Un frío recorrió la osamenta del joven. La mano que le había tendido era grande, bien formada y blanca, con una línea recta a través de la palma (una señal familiar de la que los Randolph se enorgullecían). El rostro sonrió tras esta amigable mano, fijando con esa calma unos profundos ojos azules.

-Ven. -dijo la voz. Él estaba calmado y sosegado. Espíritu o no espíritu, ¿por qué rechazar su cortesía? ¿Qué daño podía hacerle? La principal razón que lo retenía era la vieja espada, pesada e inútil, que él sostenía mecánicamente. Un sentimiento interno lo detenía de arrojarla. ¿Era por superstición?

-Sí, es superstición. -dijo su ancestro- Déjala y ven.
-Usted conoce mis pensamientos.
-Tu mente habla, y habla justamente. Deposita este emblema de fuerza bruta y superstición. Aquí hay una inteligencia que es superior. Ven.

Lindores se quedó dubitativo. Estaba calmo; el poder de la reflexión le había regresado. Si este benevolente y venerable patriarca era lo que aparentaba, ¿por qué el terror de su padre? ¿Cuál sería el secreto que ocultaba? Su propia mente, a pesar de estar calmada, no parecía estar actuando de manera normal. Los pensamientos parecían acudirle a través de un viento. Uno de estos le surgió de repente.

Como se veía en el rostro. Era un ángel bello y brillante. Pero lo sabía, era un monstruo.

Estas palabras no habían terminado cuando el Conde Robert replicó con impaciencia:

-Los monstruos vienen de la imaginación; como los ángeles y otras fantasías. Soy tu padre, y me conocés; y tú eres mío, Lindores. Tengo un poder que va más allá de tu comprensión. Pero necesito carne y sangre, para reinar y disfrutar. ¡Ven Lindores!

Le ofreció su otra mano. La acción, su aspecto, eran de benevolencia, el rostro era familiar y la voz era la de la estirpe. ¡Sobrenatural! ¿Era sobrenatural que este hombre viviera a través de generaciones encerrado? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Había explicación para aquello? El joven comenzó a devanarse el seso; él no podía saber que fuera real, si aquello que había dejado atrás, hacía ya tiempo, o esto. Trató de mirar a su alrededor, pero no pudo, sus ojos estaban atrapados por aquellos, que parecían dilatarse y profundizarse cada vez que los miraba más y más, y que le provocaban una extraña compulsión. Se sentía a sí mismo abandonado, lentamenta aproximándose hacia el extraño ser que lo invitaba. ¿Qué podía pasar si cedía? Y no se podía volver, no podía dejar de observar esos fascinadores ojos. Con un súbito y raro impulso, mitad desconsuelo y mitad azoramiento, echó adelante el mango en cruz de la vieja espada y la interpuso entre él y aquellas apelantes manos. -¡En el nombre de Dios!- dijo.

Lindores nunca supo si fue que él mismo se debilitó, y la negrura del desmayo le oscureció los ojos luego de su esfuerzo. La cuestión fue que hubo un cambio. Todo pareció deslizarse en ese momento y sufrió una ceguera momentánea, alcanzando a percibir nada más que el vago contorno de la cámara, vacía tal y como estaba al principio, cuando entró. Pero gradualmente regresó su conciencia, y se vio a sí mismo como en un sueño, fue reconociendo la misma figura, como emergiendo entre la niebla que había envuelto por un instante todo lo que le rodeaba. Pero ya no estaba en la misma actitud. Las manos que antes le había extendido amigablemente, ahora estaban sobre la mesa con algunos extraños instrumentos, ora en acción de escribir, ora en la de mover las teclas de algo parecido a un telégrafo. Lindores sintió que estaba confundido, pero él era un ser humano de su siglo. Pensó sobre un telégrafo con una sutil sensación de curiosidad, entre otras más vívidas. ¿Qué tipo de comunicación era aquella que se desarrollaba frente a sus ojos? El hechicero seguía trabajando. Había vuelto su cara hacia su víctima, pero sus manos continuaban moviéndose. Y Lindores, ya acostumbrado a su posición, comenzó a perder la paciencia, a sentirse como un actor abandonado en busca de público. La espera se le hacía intolerante y la impaciencia lo embargaba. ¿Qué circunstancias podían darse para que un ser humano no sintiera impaciencia? Hizo muchos esfuerzos para hablar, hasta que al final tuvo la idea que su cuerpo tenía más miedo que él mismo. Sus músculos estaban contraídos, su garganta cerrada, su lengua se negaba a cumplir con su oficio. Sin embargo, su mente no se veía afectada y permanecía lúcida. Al final logró articular sus pensamientos.

-¿Quién es usted, -preguntó- usted que vive aquí y oprime esta casa?...

La visión elevó su mirada, con una sonrisa burlona.

-¿No me recuerdas, -dijo- durante tu viaje hasta aquí?
-Eso fue una ilusión.
-Tanto como tú eres una ilusión. Tu has vivido tan solo veintiún años, y yo... por siglos.
-¿Cómo? Por siglos... ¿Por qué? Contésteme, ¿es usted hombre o demonio? -gritó Lindores, casi expulsando las palabras fueras de su garganta- ¿Está vivo o muerto?"

El hechicero lo miró con aquella intensa expresión de antes.

-Ven a mi lado y conocerás todo, Lindores. Quiero uno de mi propia estirpe. Otros han tenido en plenitud; pero te quiero a tí. ¡Un Randolph, un Randolph! ¡Muerto! ¿Parezco muerto? Tendrás más de lo que alguna vez soñaste, si vienes a mí lado.
-¿Podía él dar lo que no tenía? -Fue el pensamiento que cruzó la mente de Lindores. Pero no podía hablar. Algo le atenazaba y sofocaba la garganta.
-¿Puedo darte lo que no tengo? Yo tengo todo, poder, lo único que vale, y tu tendrás más que poder, ya que eres joven, ¡mi hijo Lindores!

Este argumento le dio fuerza para debatir. ¿Esto es vida, -dijo- aquí? ¿De qué vale su poder, aquí? ¿Para estar sentado por generaciones y hacer infeliz a una familia?

Una convulsión momentánea surcó el rostro inmóvil.

-Tú me menosprecias ya que no comprendes como muevo el mundo. ¡Poder! Es más de lo que fantasía puede comprender. ¡Y tu lo tendrás! -dijo el hechicero. Pareció aumentar de tamaño. Puso delante sus manos, y esta vez se acercaron tanto que parecía imposible escapar. Y una andanada de deseos parecieron surgir en la mente de Lindores. ¿Qué hay de malo con intentarlo? Intentar aquello, que tal vez no fuera más que una ilusión, vano espectáculo, no causaría ningún daño; o quizás sea el conocimiento de tener poder. ¡Intenta, intenta, intenta! El aire le zumbaba en su alrededor. El cuarto se llenó de estas voces que lo urgían . Su cuerpo se llenó de gran excitación; sus venas parecieron hincharse hasta casi explotar, sus labios se estaba posicionando para emitir un sí, pero él se estaba estremeciendo. El siseo de la s parecía entrar en su oído. Pero lo cambió por el nombre que funcionaba como contrahechizo, y gritó: -¡Ayúdame, Dios!- no sabiendo bien porque.

Hubo entonces otra pausa. Nuevamente todo se desvaneció a su lado, y no pudo reconocer en que lugar estaba. ¿Habría podido escapar? Fue la primera pregunta que surgió en su mente. Pero antes que pudiera pensarlo, estaba en el mismo punto, rodeado por los viejos tapices y los paneles tallados, pero ahora estaba solo. Sintió también que era capaz de moverse, pero la más extraña conciencia dual le siguió durante el resto de su prueba. Su cuerpo se sentía como un caballo asustado se sentiría de un viajero por la noche: una cosa separada de él, más asustado de lo que su mente estaba; sobresaltándose a cada paso, como percibiendo cosas que su cerebro no podía. Sus extremidades temblaban de terror, casi negándose a obedecer los mandatos de su voluntad. Su cabello estaba todo erizado, sus dedos tiritaban, sus labios y globos oculares se movían con nerviosa agitación. Pero su mente era fuerte, y se estimulaba con una desesperada calma. Cruzó la habitación y pasó por el mismo lugar en donde había estado el hechicero. Pero todo estaba vacío, en silencio. ¿Había vencido al enemigo? Este pensamiento surgió en su mente con una sensación de triunfo. La vieja fuerza de ánimo se vio restablecida. Quizás todo había sido producto de la imaginación o de la excitación, o fuera una mera ilusión.

Lindores miró repentinamente, por una súbita atracción que no pudo explicar, y la sangre se le heló en las venas, que antes habían estado tan candentes. Alguien lo estaba mirando desde el espejo en la pared. Era un rostro inhumano y vivo, como el del habitante del lugar, pero fantasmagórico y terrible, como el de un muerto; y mientras miraba, una multitud de rostros se amontonaron detrás suyo, arriba y abajo, todos con la vista fija en él, algunos con mirada triste, como de luto, otros con aspecto amenazante. El espejo no cambió, pero dentro de un pequeño y oscurecido espacio parecía haberse congregado una innumerable compañía, todos con la vista clavada en él. Sus labios se curvaron como en una expresión de horror. ¡Más y más y más! Él estaba parado cerca de la mesa cuando se produjo la llegada de la multitud. En ese momento, todos le tendieron una gélida mano. Retrocedió, pero a su lado, casi frotándolo con su manto, tomándolo del brazo, apareció el Conde Robert en su gran silla. Un alarido surgió de la boca del joven. Pareció escuchar su propio eco a notable distancia. El tacto frío le penetró el alma misma.

-¿Intentas encantamientos conmigo, Lindores? Eso es arma del pasado. Debes tener algo mejor para intentar. ¿Y estás seguro de quien vas a invocar? Si hay alguien, ¿por qué él iba a ayudarte, si tu nunca lo llamaste?"

Lindores no pudo decir si estas palabras fueron pronunciadas. ¡Fue una comunicación rápida como el pensamiento en su mente! Y se sintió como si algo respondiese por él. -¿Distingue Dios cuando alguien sufre un problema, si él lo ha invocado anteriormente? Yo lo invoco ahora-, y en ese momento sintió como propia la siguiente exclamación: -¡Fuera, espíritu maligno! ¡Fuera, muerto y maldito! ¡Fuera, en nombre de Dios!

Fue arrojado violentamente contra el muro. Una débil risa, apagada, se convirtió en un gruñido que embargó el cuarto. Los viejos tapices se abrieron y se agitaron como por el viento. Lindores apoyó su espalda contra el muro, y todos sus sentidos regresaron. Sintió una gota de sangre en su cuello; y su cuerpo volvió a la normalidad. Por primera vez se sintió amo de sí mismo. A pesar que el hechicero seguía en su lugar, él no volvió a gritar. -¡Mentiroso!- le espetó, con un tono que hizo eco en toda la cámara. "Asiéndote a la vida como un gusano, como un reptil; prometiéndolo todo, no teniendo nada, más que este cuchitril, que desconoce la luz del día. ¿Es este tu poder, esta tu superioridad sobre los hombres que mueren? ¿Es por esto que oprimes a una familia, y haces infeliz su morada? ¡Voto, en nombre de Dios, que tu reinado ha expirado! Tú, y tu secreto ya no seguirán más.

No hubo réplica, pero Lindores sintió los ojos de su terrible ancestro imprimiendo una vez más su poder mesmérico sobre él, que casi se había impuesto sobre esos poderes. Debía retirar su vista, o perecer. Había experimentado el indecible horror de volverle la espalda; encararlo le había parecido la única seguridad; pero encararlo era vencerlo. Lentamente, con un tormento imposible de describir, logró separar violentamente esos ojos de su vista: pareció como que al quitar su mirada de aquellas cuencas, el corazón le saltaría de su pecho. Resueltamente, con la temeridad de la desesperación, se dio la vuelta hacia el lugar por donde se ingresó (el punto donde no se veía la puerta). Detrás escuchó un paso y sintió la mano que iría a sofocar y ahogar su exhausta vida, pero estaba muy desesperado para prestar atención a ello.

III.

¡Qué maravilloso es el crepúsculo del nuevo día antes de la salida del sol! Aún no estaba el cielo rosado, como la aurora de los griegos, que vendría luego con todo su encanto; pero sí se veía maravilloso y como en un ensueño, iluminado por la solemnidad de un nuevo nacimiento. Cuando los ansiosos espectadores ven el primer brillo iluminar el cielo nocturno, ¡qué mezcla de realce y miseria! ¡Significa otro largo día de faena y otra noche triste! Lord Gowrie, sentado sobre el polvo y la telaraña, con su lámpara ardiendo ociosamente entre las azuladas luces de la mañana, había oído la voz de su hijo y luego nada más; esperaba tenerlo de vuelta, tal y como le había sucedido a él mismo, habiendo quedado desmayado, casi muerto, fuera de la puerta mística. Así es como había venido sucediendo a cada heredero, uno tras otro, con el secreto siendo transmitido de padres a hijos. Uno o dos portadores del nombre de Lindores nunca se habían repuesto; la mayoría de ellos habían sido melancólicos de por vida. Él recordaba tristemente la lozanía de vida que nunca había vuelto a tener; las esperanzas nunca realizadas; la confianza que nunca había recobrado. Y ahora su hijo sería como él mismo, sus ambiciones, sus aspiraciones, zozobradas todas. Él no había sido tan dotado como su hijo. Había sido lisa y llanamente, un hombre honesto nada más; pero la vida y la experiencia le habían dado sabiduría, suficiente como para sonreir a veces, ante las coqueterías que Lindores consentía. ¿Se habían acabado todos esos fenómenos de joven inteligencia, aquellos entusiastas de espíritu? La maldición de la casa había caído; el magnetismo de esa extraña presencia, siempre viva, siempre alerta, presente en toda la historia familiar.

Su corazón estaba apenado por su hijo, y, junto con este sentimiento, había una especie de consuelo hacia él, porque a partir de ahora sería socio del secreto, alguien con quien podría hablar del tema, cosa que él no había podido hacer desde que falleciera su propio padre. Casi todas las pugnas mentales con Gowrie habían estado relacionadas con este misterio; y él se había visto obligado a cubrirlo dentro de su seno. Ahora tenía un camarada en este problema. Esto es lo que pensó a lo largo de toda la noche, sentado en el cuarto. ¡Cuán lentamente pasaban los momentos! No se percató de la llegada del nuevo día. Luego de un rato dejó de escuchar. ¿No era ya la hora? Se levantó y comenzó a pasear dentro del pequeño espacio, que no tenía más de dos pasos de extensión. En la pared había un aparador, en el que había algunos restaurativos (escencias picantes, agua fresca) que él mismo había traído. Todo estaba listo; dentro de poco el aterrorizado cuerpo de su hijo, medio muerto, sería puesto a su cuidado.

Pero no fue así como sucedió. Mientra esperaba atento, escuchó el ruido del cierre de una puerta, que se prodigó en apagados ecos a través de toda la casa. El cuerpo de Lindores, aterrorizado y medio muerto, apareció, pero caminando recta y firmemente, con los rasgos de su rostro estirados y los ojos desorbitados. Lord Gowrie pegó un grito. Estaba más alarmado por este inesperado regreso que por el desmayo que estaba esperando. Retrocedió ante su hijo como si este también fuera un espíritu. -¡Lindores!- gritó, ¿era Lindores o era otro en su lugar? El joven pareció no verle. Caminó derecho hasta donde estaba el agua y tomó un trago, luego se volvió a la puerta. -¡Lindores!- dijo su padre, con mísera ansiedad; -¿No me reconoces?- Recién entonces el joven miró a su padre, y le tendió una mano tan gélida como aquella que lo había tomado en la cámara secreta; una débil sonrisa se le dibujó en el rostro. -No estés aquí, -murmuró- ¡vamos, vamos!

Lord Gowrie tiró del brazo de su hijo, y sintió el terror a través de sus nervios encrispados. A duras penas lo pudo llevar consigo a lo largo del corredor hasta su habitación, tropezando como si estuviera ciego, aunque rápido como flecha. Una vez que ingresaron en el dormitorio, cerró y echó llave a la puerta. Luego de esto, el joven rió y se sentó en la cama. -¿Eso no saldrá de allí, verdad?- preguntó. -Lindores, -dijo su padre- esperaba hallarte inconciente. Estoy casi tan asustado como tú, por encontrarte así, no necesito preguntarte si lo viste...

-Oh, lo he visto. ¡El viejo mentiroso! ¡Padre, promete desenmascararlo... promete aclarar y limpiar ese maldito escondrijo! Es nuestra propia culpa. ¿Por qué tenemos que dejar que ese lugar quede cerrado a la luz del día? ¿No hay algo en la Biblia acerca de aquellos que odian la luz?
-¡Lindores! Tú no citas la Biblia a menudo.
-No, supongo que no; pero hay más verdades en... muchas cosas que pensamos.
-Recuéstate, -dijo el ansioso padre- Toma algo de este vino... trata de dormir.
-Llévatelo, no quiero más de ese trago infernal. Háblame, eso será mejor. ¿Tú atravesaste por lo mismo, pobre papá? ¡Tú eres cálido, eres honesto! ¿Y tú atravesaste por lo mismo?
-¡Mi muchacho! -gritó el padre, sintiéndose el corazón henchido y enardecido ante ese hijo que había estado tanto tiempo lejos del hogar y que había estado desarrollando su joven hombría y madurando el intelecto. Lord Gowrie pensaba que su hijo despreciaba su mentalidad simple y su imaginación torpe; pero ese aferrarse infantil lo venció, y las lágrimas también bañaron sus ojos. -Yo me desanimé, supongo. Nunca supe que pasó. Hicieron lo que quisieron de mí. Pero tú, mi bravo muchacho, tu volviste de pie.

Lindores se estremeció. -¡Yo hui!- dijo -No hay nada honorable en ello; no tuve el valor de enfrentarlo más. Te lo digo, pero quiero saber acerca de lo tuyo.

¡Qué tranquilidad era para el padre poder hablar! Durante años y años esto había estado silenciado en su corazón. Esto lo había convertido en un solitario entre sus mismos amigos.

-Gracias a Dios, -dijo- que puedo hablarlo contigo, Lindores. A menudo me he visto tentado a contarlo a tu madre. Pero, ¿por qué hacerle miserable la vida? Ella sabe que hay algo en la cámara secreta; sabe cuando lo vi, pero no sabe más que eso.
-¿Cuándo lo viste? -Lindores se irguió, regresando a su expresión de terror. Él levantó su puño cerrado, y sacudiendo el aire, exclamó- ¡Demonio vil, cobarde y engañoso!
-¡Oh, calma, calma, calma Lindores! ¡Dios nos ayude! ¡Qué problemas puedes traer!
-¡Y Dios me ayude, con cualquier clase de problema que traiga, -dijo el joven-. Lo desafié, padre. Un ser maldito como ese no puede ser más poderoso que nosotros, con Dios a nuestras espaldas. Solo quédate conmigo... quédate conmigo...
-¡Calma, Lindores! No pienses así. ¡Nunca dejarás de escuchar de él en toda tu vida! Él puede hacer que tú pagues por eso, quizás no ahora, pero sí después; cuando tú recuerdes, él está ahí; cualquier cosa que pase, ¡él lo sabe todo! Pero espero que no sea tan malo contigo, como fue conmigo, Dios te ayude si así lo fuera, ya que tu tienes más imaginación e inteligencia. Yo puedo olvidarlo, algunas veces cuando estoy ocupado, en el coto de caza, o en recorrer el campo. Pero tú no eres un cazador, mi pobre muchacho, -dijo Lord Gowrie, con una curiosa sensación de culpa. Entonces bajó su voz- Lindores, esto es lo que ha pasado desde el momento que le di la mano.
-Yo no le di la mano.
-¿No le diste la mano? ¡Dios te bendiga, mi muchacho! ¿Tú te mantuviste firme? -gritó, mientras las lágrimas le brotaban de sus ojos- y decían... dijeron... pero no se si hay alguna verdad en ello. -Lord Gowrie se levantó del lado de su hijo y caminó de un lado para otro con pasos excitados- ¡Si hubiera algo de verdad en ello! Muchos pensaron que era una fantasía. ¡Debería haber algo de cierto, Lindores!
-¿En qué, padre?
-Decían que si una vez resistido, su podre se rompe, solo si es rechazado. ¡Tú pudiste mantenerte firme contra él, tú! Perdóname, hijo, espero que Dios me perdone, por haber pensado tan poco de Su Mejor Regalo, -exclamó Lord Gowrie, regresando con ojos húmedos; y deteniéndose besó la mano de su hijo- Pensé que te sentirías más espantado por ser más inteligencia que fuerza, pensé que podía salvarte de la prueba, ¡y tú eres el vencedor!
-¿Soy el vencedor? Me siento como si tuviera todos los huesos rotos, padre, fuera de sus lugares, -dijo el joven, en un tono bajo- Creo que debería dormir.
-Sí, descansa hijo mío. Es lo mejor, -dijo el padre, aunque con un poco de desengaño.

Lindores se recostó sobre la almohada. Estaba tan pálido que por momentos el ansioso padre pensaba que en vez de dormido estaría muerto.

La luz del día había ingresado en la habitación, a través de los postigos y cortinas, escarneciendo a la lámpara, que aún ardía sobre la mesa. Parecía un emblema de los desórdenes, mental y material, de aquella extraña noche; y, como tal, afectó la imaginación de Lord Gowrie, que se levantó para apagarla, y cuya mente siguió recordando tal síntoma de conmoción. Una vez que Lindores estuvo profundamente dormido, él se levantó de su lado, y quitó el vino de la mesa, abriendo levemente la ventana como para que el aire fresco ingrese a la recinto. El parque se veía fresco ante los rayos del sol y el gorjeo de los pájaros. Nunca antes Lord Gowrie había mirado la belleza del mundo exterior que le rodeaba sin pensar en la extraña presencia que estaba tan cerca suyo, y que había rehuído por siglos de la luz solar. La Cámara Secreta había estado presente en cada cosa que veía. Nunca había podido verse libre de su embrujo. Se había sentido espiado, rodeado, vigilado, día a día, desde que tenía la edad de Lindores, y eso había sido hacía treinta años. Pero ahora, mientras su hijo dormía, sentía como que todo había terminado. Estaba en sus labios contárselo a su hijo, que ahora había comprendido la herencia de la familia. ¿Apreciaría escucharlo al despertar? Podría ser que no, tal como Lord Gowrie recordaba haber hecho a su vez, acometiendo tras la idea de que podía olvidar todo (hasta que el tiempo le mostró que no se le fue posible olvidar). Él recordaba que, en su momento, no había querido escuchar el relato de su padre. "Lo recuerdo," se dijo a sí mismo, "lo recuerdo," mientras le daba vueltas todo en la cabeza. ¡Si Lindores tan solo quisiera escuchar la historia al despertar! Pero recordar que él mismo, habiendo sido Lord Lindores, no lo quiso, y podía comprender a su hijo, y no podía culparlo. Pero sería decepcionante. Estaba pensando todo eso cuando escuchó la voz de Lindores que lo llamaba. Se reclinó de prisa en la cama. Era extraño verlo en sus ropas de noche con la cara tan cansada, en la fresca luz matinal que ingresaba por cada hendidura. "¿Sabe mi madre?" preguntó Lindores; "¿qué pensará?"

"Ella sabe algo; sabe que tu tendrías que afrontar cierta prueba. Es muy probable que haya estado rezando por ambos; esa es la manera que tienen las mujeres," dijo Lord Gowrie, con la ternura que le viene a la voz del hombre cuando habla acerca de una buena esposa. "Iré con ella para tranquilizarla, y decirle que todo está bien..."

"No, todavía no. Cuéntame antes," dijo el joven, poniendo su mano el brazo de su padre.

¡Qué tranquilidad era! "No fui tan bueno para mi padre," pensó para sí mismo, con súbita penitencia por la culpa tanto tiempo olvidada, y que nunca antes había sentido como culpa. Y contó a su hijo la historia de su vida, como nunca antes había podido sentarse solo sin sentir desde algún rincón de la casa, desde alguna cortina, aquellos ojos sobre sí mismo; y como, en las dificultades de su vida, aquel habitante secreto había estado presente: "Todas las veces que había algo que hacer, cuando había una incógnita entre dos soluciones, en un momento, lo veía conmigo. Sentía cuando venía, esto sin importar en qué lugar estaba, tan pronto había alguna decisión de asuntos familiares; y siempre me persuadía de obrar en modo erróneo, Lindores. Él hace que todo se vea claro; hace que lo equivocado se vea correcto. Si habré obrado mal en mis días..."

"No lo has hecho, padre."

"Sí, lo hice: estos pobres de los highland, que rechacé. No quería hacerlo, Lindores; pero él me demostró que sería mejor para la familia. Y mi pobre hermana que se casó con Tweedside y fue infeliz toda su vida. Esa fue cosa suya, ese matrimonio; él dijo que ella sería rica, y así fue, ¡pobrecita, pobrecita! Y murió así. Y el contrato del viejo MacAllister... ¡Lindores, Lindores! Cada asunto de negocios que había me ponía mal de ánimo. Porque sabía que vendría y que me aconsejaría mal, haciendo luego que me arrepintiera.

"Hay que decidir de antemano, para que, bien o mal, no tomes ninguno de sus consejos."

Lord Gowrie se estremeció. "No soy tan duro como tú, no puedo resistir. Algunas veces me arrepiento y no tomo sus consejos, ¡y luego! Pero por tu madre y por tí, fue que no he dicho adiós a mi vida."

"Padre," dijo Lindores, erguido en la cama. "Nosotros dos podemos hacer muchas cosas juntos. Dame tu palabra de terminar con esta guarida de maldad este mismo día."

"¡Lindores, calma, calma, por el amor de Dios!"

"¡No lo haré por el amor de Dios! Ábrelo, deja que todo aquel que quiera lo vea, pon fin al secreto, tira todo abajo, cortinas, paredes, ¿qué dices? ¿Rociar agua bendita? ¿Te estás riendo de mí?"

"Yo no hablé," dijo el Conde Gowrie, poniéndose muy pálido, y tomando entre sus dos manos el brazo de su hijo. "Calma, hijo, ¿crees que él no te escucha?"

Entonces se oyó una risa cercana a ellos, tan cerca que ambos que sobresaltaron, una risa menos audible que un suspiro.

"¿Tú reíste, padre?"


"No Lindores." Lord Gowrie tenía los ojos fijos. Estaba pálido como la muerte. Su mirada se relajó y se dejó caer débilmente en una silla.

"¿Lo ves?" dijo, "cualquier cosa que hagamos, será lo mismo; estamos bajo su poder."

Y entonces hubo una pausa, de esas en que los hombres desconcertados confrontan situaciones desesperanzadoras. Pero en ese momento, las primeras mociones de la casa (una puerta abierta, un movimiento de pies, unas voces) se hicieron audibles en la quietud de la mañana. Lord Gowrie se puso de pie. "No debemos ser encontrados aquí," dijo; "no debemos mostrar como pasamos la noche. ¡Gracias a Dios todo ha terminado! ¡Ah, mi muchacho, perdóname! Estoy agradecido que ya somos dos; eso alivia la carga, aunque debo pedirte disculpas por hablar así. Te habría salvado si hubiera podido, Lindores."

"No deseo ser salvado, y no cargaré con ese peso, sino que lo terminaré," dijo el joven con un juramento, a lo que su padre dijo: "calma, calma." Con una mirada de terror y dolor, le dejó; hubo un brillo de orgullo en su mente. ¡Qué muchacho bravío era! ¿Serviría para algo ese intento de resistencia, sabiendo que otros intentos anteriores no habían conducido a nada?

"Supongo que ahora sabés todo acerca de ello, Lindores," dijo su amigo Ffarrington, luego del desayuno; "afortunadamente para nosotros, que vamos a visitar la casa. ¡Qué viejo y glorioso lugar es este!"

"Creo qeu Lindores no disfruta el viejo y glorioso lugar esta mañana," dijo otro de los invitados. "¡Qué pálido se ve! Se ve como si no hubiera dormido."

"Les mostraré todos los rincones en los que he estado," dijo Lindores. Miró a su padre casi con imposición en sus ojos. "Todos ustedes, vengan conmigo. No tendremos más secretos en esta casa."

"¿Te has vuelto loco?" le dijo su padre al oído.

"No importa," gritó el joven. "Oh, confía en mí; procedo con juicio. ¿Están todos listos?" Había una excitación que se contagió rápidamente en el grupo. Todos se levantaron, ansiosos y dubitativos. Su madre se le acercó y le tomó del brazo.

"¡Lindores! No harás nada con vejar a tu padre; no lo hagas infeliz. No conozco sus secretos; pero mira que él ya tiene bastante peso encima."

"Quiero que conozcas nuestros secretos, madre. ¿Por qué tendríamos que tener secretos contigo?"

"¿Por qué, de veras?" dijo ella, con lágrimas en sus ojos. "Pero, Lindores, mi hijo querido, no se lo hagas peor para él."

"Te doy mi palabra, seré prudente," dijo; y ella lo dejó para ir al lado de su padre, quien seguía al grupo, con una mirada ansiosa en su rostro.

"¿Vendrás tu también?" preguntó él.

"¿Yo? No, no iré; pero confía en él, confía en el muchacho, John."

"No podrá hacer nada, no logrará hacer nada," dijo.

Y así los invitados rodearon al dúo (el hijo adelante, excitado y trémulo, y el padre detrás, ansioso y alerta). Comenzaron el paseo por los viejos salones y la galería de retratos de la manera usual; en breve lapso los invitados habían olvidado que habría algo inusual en la inspección. Cuando ya habían recorrido la mitad de la galería, Lindores se detuvo con un aire de curiosidad. "¿Lo has vuelto a colgar?" preguntó. Estaba parado en frente del espacio vacante en donde se suponía tenía que estar el retrato del Conde Robert. "¿Qué es esto?" gritaron todos juntos, amontonándose en torno al joven, listos para maravillarse. Pero no había nada que ver, y los visitantes se rieron entre sí. "Sí, no había nada sugestivo en un hueco vacío," dijo una dama que era parte del grupo. "¿Qué retrato tendría que estar ahí, Lord Lindores?"

Él miró a su padre, que hizo un suave gesto de asentimiento, luego sacudió la cabeza tristemente.

"¿Quién lo puso ahí?" preguntó Lindores, con un susurro.

"No está ahí, pero tú y yo podemos verlo," dijo Lord Gowrie, con un suspiro.

Los visitantes percibieron que algo se habían dicho padre e hijo, y, no obstante, su gran curiosidad, obedecieron los dictados de la cortesía, y se dispersaron en grupos, mirando otros retratos. Lindores apretó los dientes y cerró los puños. La furia crecía dentro de él, no el temor que llenaba la mente de su padre. "Dejaremos el resto para otra ocasión," gritó volviéndose hacia los demás. "Vengan, les mostraré algo más sorprendente ahora." No fingió más que iba a mostrar el resto de la casa sistemáticamente. Pegó la vuelta y comenzó a ir escaleras arriba, llegando al corredor.

"¿Vamos a ver los dormitorios?" preguntó uno. Lindores guió al grupo directo al cuarto de la leña, un extraño lugar para tal feliz partida. Las damas estiraron sus vestidos. No había espacio ni para la mitad de ellos. Aquellos que entraron comenzaron a tocar las extrañas cosas que había por ahí, tocándolas con delicadeza, exclamando lo polvorientas que estaban. La ventana estaba medio bloqueada por una vieja armadura y toscas armas; pero esto no impedía que la luz del sol ingrese al pequeño recinto. Lindores había entrado con fiera determinación en sus ojos. Fue derecho a la pared, como si creyera que podía atravesarla. Se detuvo con una mirada en blanco. "¿Dónde está la puerta?" dijo.

"Estás olvidándolo," dijo Lord Gowrie, hablando por encima de las cabezas de los demás. "¡Lindores! Lo sabes muy bien, nunca hubo ninguna puerta ahí; la pared es muy gruesa; lo puedes deducir por la profundidad de la ventana. No hay puerta allí."

El joven la palpó con su mano. La pared estaba bastante lisa y cubierta por el polvo de los años. Con un gruñido se retiró. En ese momento una risa contenida, grave y distintiva, sonó en sus oídos. "¿Tú reíste?" preguntó con vehemencia a Ffarrington, que estaba a su lado, poniéndole la mano en su hombro.

"¿Yo, reir? Nada de eso," dijo su amigo, quien se hallaba examinando algo que reposaba sobre una vieja silla tallada. "¡Miren esto! ¡Qué maravillosa espada, con empuñadura en cruz! ¿Es una Andrea? ¿Qué es, Lindores?"

Lindores tomó entre sus manos la inútil arma y se arrojó contra la pared con un juramento. Las otras personas en el cuarto se horrorizaron.

"¡Lindores!" dijo su padre, en tono de advertencia. El joven dejó caer la espada con un gruñido. "¡Entonces, que Dios nos asista!" dijo; "encontraré otro camino."

"Hay un muy interesante cuarto contiguo a este," dijo Lord Gowrie, apresuradamente. "¡Por aquí! Lindores pasó por aquí y algunos cambios fueron hechos sin su conocimiento," dijo, con mucha calma. "No deben hacerle caso. Está desconcertado. Quizás está muy acostumbrado a hacerse su propio camino."

Pero Lord Gowrie sabía que nadie le creía. Los llevó al cuarto siguiente y les contó una simple historia de una aparición que supuestamente encantaba el lugar. "¿Lo han visto alguna vez?" inquirió un invitado, pretendiendo cierto interés. "No yo, pero nosotros no creemos en fantasmas," respondió, con una sonrisa. Y así reanudaron la visita a la vieja y mística casa.

No puedo decir al lector que hizo el joven Lindores para llevar a cabo su promesa y redimir a su familia. Esto, tal vez, no llegue a ser conocido hasta la siguiente generación y no será mía la tarea de escribir ese concluyente capítulo. Pero, a la sazón del tiempo que fue narrado, nadie puede decir que el misterio del Castillo Gowrie haya sido un horror vulgar, a pesar que hay quienes están dispuestos a afirmar tal cosa.