sábado, 2 de agosto de 2025

Parker Adderson, filósofo. Ambrose Bierce (1842-1914)

—Prisionero, ¿cuál es su nombre?
—Como debo perderlo mañana al amanecer, no creo que valga la pena ocultarlo: Parker Adderson.
—¿Su grado?
—Más bien humilde. La vida de los oficiales de carrera es demasiado preciosa para que se la exponga en el peligroso oficio de espía. Soy sargento.
—¿De qué regimiento?
—Le ruego que me disculpe. Si le contesto, entiendo que podría darle una idea de los efectivos que tienen al frente. Me he introducido en las filas de ustedes para obtener y no para comunicar esa clase de informes.
—Veo que no le falta chispa.
—Si tiene la paciencia de aguardar, le pareceré bastante apagado mañana.
—¿Cómo sabe que debe morir mañana por la mañana?
—Así se acostumbra con los espías capturados en la noche. Es una de las bonitas reglas del oficio.

El general, olvidando la dignidad que convenía a un oficial confederado de alto rango y de vasto renombre, se permitió sonreír. Pero ninguno de aquellos que habían caído en su desfavor, estando bajo sus órdenes, habría augurado nada bueno de ese signo exterior y visible de aquiescencia. No era benévolo ni contagioso; no se comunicaba con los hombres allí presentes: el espía capturado que lo provocó y el centinela armado que condujo a éste a la tienda y que ahora se mantenía a cierta distancia, vigilando al prisionero a la luz amarilla de una vela. Sonreír no formaba parte del deber de aquel guerrero: muy otras eran sus tareas. Continuó la conversación; era, en realidad, el proceso de un delito que merecía la pena capital.

—¿Usted admite, entonces, que es un espía que se ha introducido en mi campamento, disfrazado con el uniforme de un soldado confederado, para obtener secretamente informes sobre el número y la disposición de mis tropas?
—Sobre el número, especialmente. La disposición ya la conocía. Es más bien tétrica.

El general sonrió de nuevo. El centinela, con un sentido más severo de su responsabilidad, acentuó la austeridad de su expresión y se mantuvo un poco más erguido que antes. Haciendo girar sobre el índice su sombrero de fieltro gris, el espía miraba cómodamente a su alrededor. Era un lugar modesto. La tienda era la típica tienda de campaña, de ocho por diez, iluminada por una vela de sebo hundida en el cubo de una bayoneta encajada en una mesa de pino a la cual estaba sentado el general, quien ahora escribía laboriosamente sin prestar atención a su forzado huésped. Una vieja alfombra en el piso de tierra, un baúl de fibra todavía más viejo, una segunda silla y un rollo de mantas: la tienda no contenía otra cosa. Bajo las órdenes del general Clavering, la simplicidad y la falta absoluta de "pompa y circunstancia" del ejército confederado había alcanzado su máximo. De un grueso clavo hundido en el mástil de la tienda, a la entrada, colgaba un cinturón de un largo sable, una pistola en su cartuchera y, cosa bastante absurda, un cuchillo de monte. Cuando hablaba de esta arma de ningún modo militar, el general solía decir que era un recuerdo de sus pacíficos días de civil.

La noche era tormentosa. Una lluvia torrencial caía como una cascada sobre la lona con ese ruido monótono, semejante al redoble de un tambor, tan familiar a los oídos de quienes viven bajo una tienda. Sometidos a los embates de las ráfagas atronadoras, el frágil edificio temblaba y vacilaba y tiraba de las cuerdas y estacas que lo fijaban al suelo.Cuando hubo terminado de escribir, el general dobló la hoja de papel y le dijo al centinela:

—Oiga, Tassman, llévele esto al ayudante mayor y vuelva.
—¿Y el prisionero, mi general? —preguntó el soldado después de saludar y echar una mirada en dirección al espía.
—Haga lo que le digo —dijo el general.

El soldado tomó la nota y salió de la tienda bajando bruscamente la cabeza. El general Clavering volvió hacia el espía federal su hermoso rostro, de rasgos nítidos, lo miró en los ojos, no sin dulzura, y le dijo:

—Es una mala noche, muchacho.
—Para mí, no cabe duda.
—¿Adivina lo que acabo de escribir?
—Algo digno de leerse, espero. Y me atrevo a decir, quizá sea vanidad de mi parte, que yo figuro en ese papel.
—Sí, es el memorándum de una orden acerca de su ejecución para ser leída a las tropas no bien suene la diana. Y también hay unas líneas que conciernen al capitán preboste para que arregle los detalles de la ceremonia.
—Espero, mi general, que el espectáculo será inteligentemente preparado, porque yo asistiré en persona.
—¿No desea tomar algunas disposiciones? ¿Ver a un capellán, por ejemplo?
—No querría procurarme un descanso tan largo privándolo del suyo, aunque fuera por poco rato.
—¡Dios mío, muchacho! ¿Tiene usted intenciones de ir a la muerte sin otra cosa que bromas en los labios? ¿No sabe usted que es un asunto serio?
—¿Cómo podría saberlo? Nunca he estado muerto en mi vida. He oído decir que la muerte es un asunto serio, pero nunca por aquellos que hicieron la experiencia.

El general quedó un momento silencioso. Aquel individuo le interesaba, le divertía, quizá. Era un tipo de hombre que no había encontrado antes.

—Por lo menos —dijo—, la muerte es una pérdida. La pérdida de la relativa felicidad que gozamos, y de otras ocasiones de ser felices.
—Una pérdida de la que nunca tendremos conciencia puede soportarse con calma y aguardarse sin aprensión. Habrá observado, mi general, que de todos los hombres muertos que usted ha tenido el heroico placer de sembrar en su camino, ninguno le ha dado señales de pesar.
—Si estar muerto no causa pesar, el. paso de la vida a la muerte, morir, en suma, da la impresión de ser muy desagradable a quien no ha perdido la facultad de sentir.
—El sufrimiento es desagradable, sin duda. Siempre me causa un malestar más o menos grande. Pero mientras vivimos, más expuestos estamos al sufrimiento. Lo que usted llama morir es, sencillamente, el último sufrimiento. Morir, en realidad, es algo que no existe. Suponga, por ejemplo, que yo trato de escaparme. Usted levanta el revólver que disimula con tanta cortesía sobre sus rodillas y...

El general se ruborizó como una muchacha, luego rió suavemente mostrando sus dientes brillantes, inclinó su hermosa cabeza y nada dijo. El espía continuó:

—Usted dispara, y yo tengo en mi estómago algo que no he tragado. Caigo, pero no estoy muerto. Después de media hora de agonía, estoy muerto. Pero en cualquier instante dado de esa media hora, yo estaba vivo o muerto. No hay período de transición.

"Mañana por la mañana, cuando me ahorquen, ocurrirá exactamente lo mismo. Mientras esté consciente, viviré. Una vez muerto, estaré inconsciente. La naturaleza parece haber arreglado las cosas de acuerdo con mis intereses... Como yo mismo las habría arreglado... —Es tan simple —agregó con una sonrisa— que se diría que apenas importa que a uno lo cuelguen."

Hubo un largo silencio después de estas palabras. El general, impasible, miraba al hombre bien de frente. Al parecer, no le prestaba atención. Como si sus ojos montaran guardia junto al prisionero mientras otros pensamientos ocupaban su espíritu. En seguida respiró largamente, profundamente, se estremeció como recién despierto de una atroz pesadilla, y exclamó con voz apenas audible: "¡La muerte es horrible!"

—Era horrible para nuestros salvajes antepasados —dijo el espía con gravedad— porque no tenían la inteligencia suficiente para disociar la noción de conciencia de la noción de formas físicas en las cuales se manifiesta la muerte. De igual manera, una inteligencia todavía más primitiva, la del mono, por ejemplo, es incapaz de imaginar una casa sin moradores, y a la vista de una cabaña en ruinas se representa a su ocupante herido. Para nosotros la muerte es horrible porque hemos heredado la tendencia a considerarla horrible, y nos explicamos esta idea por especulaciones quiméricas sobre el otro mundo; de igual modo, los nombres de los lugares dan nacimiento a las leyendas que los explican, y una conducta irrazonable hace surgir las teorías filosóficas que la justifican. Usted puede ahorcarme, mi general, pero allí se detiene su poder de hacerme daño. Usted no puede condenarme al cielo.

El general parecía no haber oído. Las palabras del espía llevaron sus pensamientos por un sendero poco familiar, y una vez allí marcharon a su antojo hacia conclusiones propias. La tormenta había cesado, y algo del carácter solemne de la noche se comunicó a sus reflexiones dándoles el tinte sombrío de un temor sobrenatural. En él entraba, quizá, un elemento de presciencia. "No quisiera morir —dijo—. Esta noche, no." Fue interrumpido —si es que tenía la intención de seguir hablando— por la entrada de un oficial de su estado mayor. Era el capitán Hasterlick, el preboste. El general volvió en sí. Desapareció su aire ausente.

—Capitán dijo, devolviendo el saludo del oficial—, este hombre es un espía yanqui que ha sido capturado en nuestras filas. Llevaba encima los papeles que demuestran su culpabilidad. Lo ha confesado todo. ¿Qué tiempo hace?
—Ha pasado la tormenta, mi general, y brilla la luna.
—Bueno. Busque un pelotón de hombres, condúzcalo ahora mismo al lugar de las maniobras y hágalo fusilar.

El espía lanzó un grito. Se echó hacia adelante, el cuello tenso, los ojos fuera de las órbitas los puños cerrados.

—¡Dios mío! —exclamó con voz ronca, articulando apenas las palabras—. ¡Usted no habla en serio! ¡Usted olvida que no debo morir hasta mañana!
—No he dicho nada de mañana —replicó fríamente el general—. Eso fue por su cuenta. Va a morir ahora.
—Pero general, le pido... le suplico que recuerde... ¡Yo debo ser ahorcado! Se necesita cierto tiempo para levantar el patíbulo. Dos horas... una hora... A los espías se los cuelga. La ley militar me concede ese derecho. Por el amor de Dios, mi general, considere qué poco...
—Capitán, haga lo que le ordeno.

El oficial sacó su espada y después, sin decir una palabra, le señaló al espía la abertura de la tienda. El espía vaciló, pálido como un cadáver. El oficial lo tomó por el cuello y lo empujó suavemente hacia delante. Como se acercara al mástil que sostenía la tienda, el espía dio un salto, se apoderó del cuchillo de monte con la agilidad de un gato, arrancó el arma de su vaina, empujó al capitán y, lanzándose sobre el general con la furia de un demente, lo hizo caer de espaldas y se le echó encima. La mesa se vino al suelo, se apagó la vela y los dos hombres lucharon ciegamente en las tinieblas. El capitán se precipitó en auxilio de su oficial superior; muy pronto rodaba también sobre las dos formas que se debatían. Maldiciones y gritos inarticulados de rabia y de dolor ascendían de ese tumulto de brazos y piernas. La tienda se abatió de pronto, y la lucha continuó debajo de los pliegues confusos y envolventes de la lona. El soldado Tassman, que regresaba de dar su mensaje, conjeturó vagamente la situación: arrojó su fusil y asiendo al azar la ondulante lona intentó separarla, inútilmente, de los hombres que cubría. El centinela que iba y venía frente a la tienda, no atreviéndose a abandonar su puesto aunque el cielo se desplomara, hizo un disparo al aire. La detonación alertó al campamento. El redoble de los tambores y las notas agudas de los clarines llamaron a la tropa. Entonces surgió una multitud presurosa de soldados semidesnudos que se vestían a la disparada, bajo el claro de luna, no dejando de correr para ponerse en las filas mientras obedecían a las breves órdenes de sus oficiales. Todo era como es debido: una vez en las filas, los hombres estaban bajo vigilancia. Así permanecieron mientras el estado mayor del general y los soldados de su escolta ponían orden en el caos alzando la tienda caída y separando a los actores de aquella extraña pelea, heridos y sin aliento.

En realidad, uno había sin aliento: había muerto el capitán. Por su garganta asomaba el cabo del cuchillo de monte, tan profundamente hundido debajo del mentón que su extremo estaba acuñado en el ángulo de la mandíbula. La mano que le asestó la cuchillada no había podido retirar el arma. El cadáver aferraba la espada con una energía que desafiaba las fuerza de los vivos. La hoja estaba manchada de rojo hasta la empuñadura. El general se puso de pie, pero en seguida lanzó un gemido y se desvaneció. Aparte de las magulladuras, tenía dos profundas heridas de espada: una le había atravesado la cadera; la otra, el hombro. El espía no había salido demasiado maltrecho. Con excepción el brazo derecho roto, hubiera podido sufrir todas sus heridas en un combate común con armas comunes. Pero estaba ofuscado y no parecía comprender lo que acababa de ocurrir. Se apartó de aquellos que le atendían, se acurrucó en el suelo y empezó a murmurar palabras ininteligibles. Su cara, hinchada por los golpes y chorreando sangre, estaba sin embargo muy blanca bajo el pelo en desorden, tan blanca como la de un cadáver.

—Este hombre no es un loco —dijo el cirujano respondiendo a una pregunta—. Está enfermo de miedo. ¿Quién es y qué hace aquí?

El soldado Tassman empezó a explicar. Era la oportunidad e su vida. No dejó nada por decir que de una u otra manera pudiese acentuar su importancia en los acontecimientos de aquella noche. Cuando terminó su historia y estaba listo para repetirla de nuevo, nadie le prestó atención. El general acababa de volver en sí. Se apoyó en el codo, miró su alrededor, vio al espía custodiado junto a una fogata del campamento.

—Que lleven a este hombre al lugar de las maniobras y lo fusilen —dijo sencillamente.
—El general delira —dijo un oficial que estaba cerca de el.
—No delira —dijo el ayudante mayor—. Repite lo que ha escrito en un memorándum que tengo en mi poder. Le había dado esa misma orden a Hasterlick —señaló con un ademán el cadáver del preboste— y ¡Dios de Dios! es una orden que será cumplida.

Diez minutos después, el sargento Paker Adderson, del ejército federal, filósofo y hombre de ingenio, arrodillado bajo el claro de luna y suplicando en términos incoherentes que le perdonaran la vida, era fusilado por veinte hombres. En el momento en que resonó la salva en el aire vivo de aquella media noche, el general Clavering, que yacía pálido e inmóvil a la luz rojiza del fuego del campamento, abrió sus grandes ojos azules, miró afablemente a los que le rodeaban y murmuró:

—¡Qué silencio hay en todo!

El cirujano miró al ayudante mayor con aire grave y significativo. El enfermo cerró lentamente los ojos y permaneció en esa actitud durante algunos minutos. Después, con el rostro iluminado por una sonrisa inefablemente dulce, dijo con voz débil:

—Supongo que ha llegado la muerte.

Y expiró.


La pirámide brillante. Arthur Machen (1863-1947)

El mensaje cuneiforme:

—¿Obsesionado, dice usted?
—Sí, obsesionado. Cuando nos conocimos, hace tres años, me habló usted de la región donde vivía, con sus antiguos bosques, sus agrestes y majestuosas colinas, y sus ásperas tierras. El cuadro que usted me describió quedó grabado en mi mente, y lo recuerdo siempre, de un modo especial cuando estoy sentado en mi escritorio y oigo el intenso rumor del tránsito de las calles de Londres. Pero, ¿cuándo ha llegado usted?
—La verdad, Dyron, es que he venido directamente desde la estación. He salido esta mañana temprano para tomar el tren de las 10,45.
—Bueno, me alegro mucho de que haya venido a verme. ¿Qué ha sido de su vida desde la última vez que nos vimos? Supongo que no existe ninguna Mrs. Vaughan...
—No —dijo Vaughan—, continúo siendo un eremita, como usted. No he hecho más que vagabundear de un lado para otro.

Vaughan había encendido su pipa y estaba sentado en el brazo del sillón, mirando a su alrededor con una mezcla de asombro y de intranquilidad. Dyson había hecho correr su silla cuando entró su visitante, y tenía un brazo apoyado en su escritorio, lleno de papeles y de libros en desorden.

—Y usted, ¿sigue ocupado en la antigua tarea? —inquirió Vaughan, señalando el montón de papeles y de abultadas carpetas.
—Sí, el sueño de la literatura es tan vano y tan absorbente como el de la alquimia. Bueno, supongo que se quedará algún tiempo en la ciudad. ¿Qué haremos esta noche?
—En realidad, me gustaría convencerle para que viniera a pasar unos días en el oeste. Estoy persuadido de que le sentarían estupendamente.
—Es usted muy amable, Vaughan, pero resulta difícil abandonar Londres en septiembre. Doré no podía haber dibujado nada más maravilloso y místico que la Oxford Street, tal como la vi hace un par de días, al atardecer; el reflejo del sol poniente, la calina azul, transformaban la calle en un sendero que conducía «a la ciudad espiritual».
—A pesar de todo, me gustaría que viniera. Disfrutaría usted paseando por nuestras colinas. Estoy asombrado: me pregunto cómo puede trabajar en medio de este ruido. Creo que gozaría de veras con la tranquilidad de mi viejo hogar entre los bosques.

Vaughan volvió a encender su pipa y miró ansiosamente a Dyson, para comprobar si sus palabras habían producido algún efecto, pero su amigo sacudió la cabeza, sonriendo, y en lo íntimo de su corazón hizo un voto de fidelidad a las calles ciudadanas.

—No puede usted tentarme —dijo.
—Bien, quizá tenga usted razón. Después de todo, tal vez estaba equivocado al hablar de la tranquilidad del campo. Allí, cuando se produce una tragedia, es como una piedra arrojada en una charca; los círculos que forma el agua se van ensanchando, y parece que no hayan de terminar nunca de agrandarse.
—¿Han tenido ustedes alguna tragedia allí?
—Bueno, no me atrevo a calificarla de tal. Pero, hace cosa de un mes, me preocupó mucho algo que ocurrió; puede o no puede haber sido una tragedia, en el sentido corriente de la palabra.
—¿Qué fue lo que sucedió?
—Verá, el hecho es que desapareció una muchacha de un modo bastante misterioso. Sus padres, que responden al nombre de Trevor, son unos granjeros acomodados, y su hija mayor, Annie, era una especie de belleza local; en realidad, era muy guapa. Una tarde, decidió ir a visitar a su tía, una viuda que cultiva sus propias tierras, y como las dos casas se encuentran solamente separadas por una distancia de cinco o seis millas, Annie les dijo a sus padres que iría por el atajo que pasa por las colinas. No llegó a casa de su tía, ni ha vuelto a ser vista. Se lo cuento a grandes rasgos, desde luego.
—¡Qué cosa más rara! Supongo que en las colinas no habrá minas abandonadas... ¿Cree usted que pudo caerse por algún precipicio?
—No. El camino que tenía que tomar no discurre junto a ningún barranco; no es más que un sendero abierto en plena colina, apartado, incluso, de cualquier camino secundario. Pueden recorrerse millas enteras sin encontrar un alma, pero es absolutamente seguro.
—¿Y qué dice la gente acerca de ello?
—¡Oh! Tonterías... No tiene usted idea de lo supersticiosa que es la gente del campo. Donde yo vivo, son más supersticiosos que los irlandeses, que ya es decir.
—Pero, ¿qué es lo que dicen?
—¡Oh! Suponen que la pobre muchacha «se marchó con las hadas», o fue «raptada por las hadas». ¡Si el caso no fuera tan trágico, habría para echarse a reír!
Dyson pareció algo interesado.
—Sí —dijo—, la palabra «hadas» suena algo rara al oído en la época actual. Pero, ¿qué dice la policía? Supongo que no aceptará la hipótesis del cuento de hadas...
—No. Pero tengo la impresión de que anda completamente despistada. Lo que temo es que Annie Trevor tropezara con algunos facinerosos en su camino. Castletown, como ya sabe, es un importante puerto de mar, y algunos de los peores marinos extranjeros desertan de cuando en cuando de sus barcos y se dedican al bandolerismo. No hace muchos años, un marinero español llamado García asesinó a toda una familia por un botín que no valía seis peniques. Algunos de esos tipos apenas son humanos, y mucho me temo que la pobre muchacha haya tenido un final espantoso.
—¿Vieron merodear por allí a algún marinero extranjero?
—No. Y la gente del campo se fija inmediatamente en cualquiera que tenga un aspecto o vista de un modo «anormal». A pesar de todo, parece como si mi teoría fuese la única explicación posible.
—¿No hay ningún dato que pueda servir de punto de partida? —inquirió Dyson pensativamente—. ¿Un asunto amoroso, o algo por el estilo?
—¡Oh, no! Ni pensarlo. Estoy seguro de que si Annie estuviera viva, se lo hubiera hecho saber a su madre.
—Desde luego, desde luego. Pero existe la posibilidad de que esté viva, y no pueda comunicarse con sus amigos. Todo esto debe haberle producido muchas preocupaciones.
—En efecto. Aborrezco los misterios, especialmente los que pueden ser el velo del horror. Pero, francamente, Dyson, prefiero no recordarlo; no he venido aquí para hablarle de esto.
—Naturalmente —dijo Dyson, un poco sorprendido por la actitud de Vaughan—. Ha venido para conversar de temás más alegres.
—No, eso tampoco. Lo que acabo de contarle ocurrió hace cosa de un mes, pero en estos últimos días ha sucedido algo que me afecta de un modo más personal, y, para ser absolutamente sincero, he venido a verle con la idea de que podía ayudarme. ¿Recuerda el extraño caso de que me habló cuando nos vimos por última vez? Algo acerca de un fabricante de gafas...
—¡Oh, sí, lo recuerdo perfectamente! En aquella época estaba muy orgulloso de mi perspicacia; incluso ahora, la policía no tiene la menor idea del motivo de que fueran deseadas aquellas extrañas gafas amarillas. Pero, tiene usted un aspecto realmente preocupado, Vaughan. Espero que no será nada grave.
—No; creo que he estado exagerando, y quiero que usted me tranquilice. Pero lo que ha sucedido es muy raro.
—¿Y qué ha sucedido?
—Estoy convencido de que se reirá de mí, pero ésta es la historia. Como usted ya sabe, hay un camino, un derecho de paso, que cruza mis tierras y, para ser exacto, discurre junto al muro de la huerta. No es utilizado por muchas personas; algún leñador, de cuando en cuando, y cinco o seis chiquillos que van a la escuela del pueblo y pasan por allí dos veces al día. Hace unos días, decidí dar un paseo antes de desayunar, y me detuve a llenar mi pipa al lado mismo de las grandes puertas del muro de la huerta. El bosque se extiende hasta muy cerca del muro, y el camino de que le he hablado discurre a la sombra de los árboles. Soplaba un vientecillo fresco, y aproveché la protección de la pared para encender la pipa. Al hacerlo, incliné la mirada al suelo y vi una cosa que me llamó la atención. Debajo mismo del muro, sobre la corta hierba, había unas piedrecitas que formaban un dibujo; algo así...

Y Mr. Vaughan cogió un lápiz y un trozo de papel y trazó unas cuantas rayas.

—Como puede ver —continuó—, las piedrecitas eran doce, y estaban simétricamente espaciadas. Las piedras eran puntiagudas, y todas las puntas estaban dirigidas en la misma dirección.
—Sí —dijo Dyson, sin mucho interés—, no cabe duda de que los chiquillos que usted ha mencionado estuvieron jugando cuando regresaban de la escuela. Los niños son muy aficionados a entretenerse haciendo dibujos con piedras, flores, conchas, o cualquier otra cosa que encuentren.
—Eso fue lo que yo pensé; vi aquellas piedras que formaban una especie de dibujo, y me marché. Pero, a la mañana siguiente, volví a pasar por allí, y vi otra vez las piedrecitas, en el mismo lugar. El dibujo, sin embargo, era distinto: las piedras estaban dispuestas como los rayos de una rueda, uniéndose todas en un centro común, y este centro estaba formado por otro dibujo que parecía una copa; todo, desde luego, a base de piedrecitas.
—Sí, la cosa resulta curiosa —dijo Dyson—. Aunque lo más probable es que los responsables de esas fantasías en piedra sean los chiquillos que van a la escuela.
—Intrigado, decidí hacer una prueba. Los niños regresan de la escuela a las cinco y media de la tarde, y fui a aquel lugar a las seis: encontré el dibujo tal como lo había dejado por la mañana. Al día siguiente, repetí la visita a las siete menos cuarto de la mañana, y descubrí que el dibujo había cambiado. Ahora formaba una pirámide. Vi pasar a los chiquillos hora y media más tarde, y no se detuvieron para nada allí. Por la tarde les vi regresar, y tampoco se detuvieron. Y esta mañana, a las seis, el dibujo formaba una especie de media luna.
—De modo que la serie de dibujos es la siguiente: primero, líneas simétricas; luego, los radios y la copa; después la pirámide, y finalmente, esta mañana, la media luna. Ese es el orden, ¿no es cierto?
—Sí, en efecto. Pero, ¿sabe usted lo que me ha hecho sentirme intranquilo? Supongo que va a parecerle absurdo, pero no puedo evitar la idea de que alguien los utiliza para comunicarse con otros..., o para amenazarme.
—¿Amenazarle? ¿Acaso tiene usted enemigos?
—No. Pero tengo algunas piezas de plata, muy antiguas y valiosas.
—Entonces, ¿piensa usted en los ladrones? —inquirió Dyson, cuyo interés parecía haber aumentado considerablemente—. Conoce usted a todos sus vecinos. ¿Hay algún personaje sospechoso?
—Que yo sepa, no. Pero recuerde lo que he dicho de los marineros.
—¿Puede usted confiar en sus criados?
—Desde luego. La plata se encuentra en una habitación a prueba de ladrones; el único que sabe dónde está la llave es el mayordomo, un hombre que lleva muchos años al servicio de la familia. Por ese lado no hay problema. Sin embargo, todo el mundo sabe que tengo un montón de plata antigua, y la gente del campo es muy aficionada al comadreo, de modo que la información puede haber llegado a oídos de algún indeseable.
—Es probable, aunque confieso que la teoría de los ladrones me parece algo insatisfactoria. ¿Quién se comunica con quién? Me resisto a aceptar esa explicación. ¿Qué fue lo que le hizo relacionar la plata con aquellos dibujos?
—La figura de la copa —dijo Vaughan—. Da la casualidad de que poseo una ponchera muy grande y muy valiosa de la época de Carlos II. El cincelado es realmente exquisito, y la pieza vale un montón de dinero. El dibujo que le describí a usted, tenía la misma forma de mi ponchera.
—Una extraña cuincidencia, desde luegu. Pero, ¿y los otros dibujos? ¿Tiene usted algo en forma de pirámide?
—¡Ah! Eso es lo más raro de todo. La ponchera en cuestión, juntamente con un juego de cucharas antiguas, está guardada en un pequeño arcón de caoba, de forma piramidal.
—Confieso que todo esto me interesa muchísimo —dijo Dyson—. Continúe. ¿Qué me dice de los otros dibujos? El Ejército, como podríamos llamar al primero, y la Media Luna...
—No he podido relacionarlos con nada. Sin embargo, creo que admitirá usted que mi curiosidad y mi preocupación están justificadas. Me disgustaría mucho perder alguna de las piezas antiguas de plata; casi todas ellas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que algunos facinerosos tratan de hacerme víctima de un robo, y se comunican unos con otros todas las noches por medio de esos dibujos.
—Sinceramente —dijo Dyson—, no sé qué decirle; estoy tan a oscuras como usted. Su teoría parece la única explicación posible, y, sin embargo, las dificultades que existen son enormes.

Se reclinó hacia atrás en su asiento, y los dos hombres se miraron, con el ceño fruncido, perplejos ante un problema tan raro.

—A propósito —dijo Dyson, después de una larga pausa—, ¿qué formación geológica tienen ustedes allí?

Mr. Vaughan levantó la mirada, muy sorprendido por la pregunta.

—Arenisca y caliza roja, creo —respondió—. Nos encontramos un poco más allá de las capas que contienen carbón mineral.
—Pero, ni en la arenisca ni en la caliza hay piedras, ¿verdad?
—No, nunca he visto piedras en los campos. Y confieso que el hecho me había llamado la atención.
—¡Lo que yo suponía! Es un detalle muy importante. A propósito, ¿qué tamaño tenían las piedras utilizadas en aquellos dibujos?
—Da la casualidad de que me he traído una; la cogí esta mañana.
—¿De la Media Luna?
—Exactamente. Aquí está.

Sacó de uno de sus bolsillos una piedra de forma alargada y terminada en punta, de unas tres pulgadas de longitud. El rostro de Dyson brilló de excitación al cogerla de manos de Vaughan.

—Desde luego —dijo, después de un breve silencio—, tiene usted unos vecinos muy raros. Me cuesta trabajo creer que puedan albergar algún propósito acerca de su ponchera. ¿Sabe usted que esto es una piedra cuneiforme antiquísima, y que además tiene forma única? He visto ejemplares que procedían de todas las partes del mundo, pero ninguno como éste, que posee unas características muy especiales.

Dejó su pipa sobre el escritorio y sacó un libro de uno de los cajones.

—Tenemos el tiempo justo para tomar el tren que sale a las 5,45 para Castletown —dijo.

II. Los ojos en el muro.
Mr. Dyson aspiró profundamente el aire puro de las colinas y sintió todo el encanto del escenario que le rodeaba. Era por la mañana, temprano, y se encontraba en la terraza de la parte delantera de la casa. Los antepasados de Vaughan la habían construido en la falda de una alta colina, al amparo de un antiguo y tupido bosque que rodeaba el edificio por tres de sus puntos cardinales; por el cuarto, al sudoeste, el terreno descendía suavemente hasta hundirse en el valle, por cuyo fondo discurría un rumoroso riachuelo. En la terraza, perfectamente resguardada, no corría ni un soplo de viento, y los árboles permanecían inmóviles. Un solo rumor turbaba el silencio: el murmullo cantarín del agua al deslizarse entre las rocas. Debajo mismo de la casa, el riachuelo estaba cruzado por un puente de piedras grises, que se remontaba a la Edad Media, y más allá del puente se alzaban de nuevo las colinas, anchas y redondeadas como baluartes, cubiertas aquí y allá de oscuros bosques, aunque las alturas estaban desnudas de árboles. Dyson miró al norte y al sur, y sólo vio la pared de las colinas, y los antiguos bosques, y el riachuelo regateando entre ellos; todo gris y difuso con la niebla matinal, bajo el cielo plomizo. La voz de Mr. Vaughan rompió el silencio.

—Pensé que estaría usted demasiado cansado para levantarse tan temprano —dijo—.Veo que está admirando el paisaje. Es hermoso, ¿verdad? Aunque supongo que el viejo Meyrick Vaughan no pensó mucho en el escenario cuando edificó la casa. Un hogar antiguo y extraño, ¿no es cierto?
—Sí, pero encaja perfectamente con los alrededores; sus piedras son tan grises como las del puente y como las colinas.
—Temo haberle traído aquí para nada, Dyson —dijo Vaughan—. Esta mañana he estado allí, y no he visto rastro de ningún dibujo.

Echaron a andar a través del césped, hasta llegar a un sendero que pasaba por la parte posterior de la casa. Avanzaron por él, y súbitamente Vaughan se detuvo; estaban junto a la puerta del muro de la huerta.

—Mire, aquí era —dijo Vaughan, señalando el suelo—. La primera mañana que vi las piedras, estaba en el lugar en que usted se encuentra ahora.
—Ya. Aquella mañana fue el Ejército; luego la Taza, luego la Pirámide, y ayer la Media Luna. ¡Qué piedra más rara! —continuó Dyson, señalando un bloque de piedra caliza que sobresalía del suelo, debajo del mismo muro—. Parece una especie de columna enana, pero supongo que es natural.
—Sí, lo mismo creo yo. Imagino que la trajeron aquí para utilizarla en los cimientos de otro edificio más antiguo que el nuestro.
—Es muy probable.

Dyson miraba a su alrededor atentamente, tendiendo la vista desde el suelo al muro, y desde el muro al profundo bosque que casi colgaba sobre la huerta, oscureciendo el lugar incluso en plena mañana.

—Mire aquí —dijo Dyson, al cabo de un rato—. Desde luego, eso tiene que ser obra de los chiquillos. Mire...

Se había inclinado, y examinaba la roja superficie del muro, que había sido levantado con ladrillos blancos. Vaughan se acercó y miró fijamente el lugar señalado por el dedo de Dyson; apenas pudo distinguir una leve señal en la rojiza superficie.

—¿Qué es eso? —preguntó—. Apenas puedo distinguirlo.
—Mírelo más de cerca. ¿No le parece una tentativa de dibujar un ojo humano?
—¡Ah! Ahora lo veo. Mi vista no es muy aguda. Sí, han tratado de dibujar un ojo, como usted dice. Creí que a los chiquillos les enseñaban a dibujar en la escuela.
—Bueno, es un ojo bastante raro. Tiene una forma muy extraña; diríase que es el ojo de un chino.

Dyson contempló pensativamente la obra del artista en agraz, y, arrodillándose, examinó de nuevo el muro minuciosamente.

—Me gustaría mucho saber —dijo, finalmente— cómo es posible que un chiquillo de estos andurriales conozca la forma que tienen los ojos mongólicos. La mayoría de los niños tienen una impresión muy distinta dcl tema; dibujan un círculo, o algo parecido a un círculo, y ponen una manchita en el centro. No creo que ningún chiquillo imagine que el ojo está hecho realmente como ése. Quizá pueda derivar del rostro grabado en una lata de té... Pero no me parece probable.
—Pero, ¿por qué está tan seguro de que lo dibujó un chiquillo?
—Mire la altura. Esos ladrillos tienen unas dos pulgadas de espesor, aproximadamente; desde el suelo hasta el dibujo, hay veinte tongadas de ladrillos; esto nos da una altura de tres pies y medio. Ahora, imagine que va,a dibujar algo en ese muro. Exactamente; su lápiz, si tuviera uno, tocaría el muro al nivel aproximado de sus ojos, es decir, a una distancia de más de cinco pies del suelo. Por lo tanto, resulta fácil colegir que ese ojo fue dibujado por un niño de unos diez años.
—Sí, no se me había ocurrido. Desde luego, tiene que haberlo hecho uno de los chiquillos.
—Lo mismo creo yo. Sin embargo, como ya le he dicho, en esas dos lineas hay algo muy poco infantil, y el propio globo ocular tiene una forma casi ovalada. Tal y como yo lo veo, el dibujo tiene un aire antiguo y raro; y, en conjunto, resulta bastante desagradable. No puedo evitar la idea de que si pudiéramos ver toda una cara dibujada por la misma mano, no seria nada agradable. Pero, después de todo, esto es una tontería, que no nos hace avanzar en nuestras investigaciones. Es muy raro que la serie de dibujos a base de piedras haya tenido un final tan brusco.

Los dos hombres emprendieron el camino de regreso a la casa, y en el momento que entraban en el porche se abrió un claro en el cielo gris, y un rayo de sol bañó las grisáceas colinas delante de ellos. Durante todo el día, Dyson vagabundeó pensativamente por los campos y los bosques que rodeaban la casa. Estaba intrigado por las extrañas circunstancias que se proponía aclarar, y en un momento determinado sacó de su bolsillo la piedra cuneiforme y la examinó con profunda atención. Había algo en ella que la hacía completamente distinta de los ejemplares que había visto en museos y en colecciones particulares; la forma era de un tipo distinto, y alrededor del filo había una línea de puntitos, que tenía toda la apariencia de un adorno. ¿Quién, pensó Dyson, podía poseer tales cosas en un lugar tan apartado? ¿Y quién, poseyendo las piedras, podía haberles dado el fantástico uso de dibujar figuras incomprensibles bajo la tapia de la huerta de Vaughan? Lo absurdo de todo el asunto le molestaba indescriptiblemente; y a medida que su mente rechazaba una teoría tras otra, se sentía fuertemente tentado de tomar el primer tren y regresar a la ciudad. Había visto la plata antigua que poseía Vaughan, y había examinado la ponchera, la gema de la colección, con suma atención; y lo que vio, y su conversación con el mayordomo, le convencieron de que un complot para robar la ponchera tenía muy pocos visos de verosimilitud. El arcón donde estaba guardada la ponchera, una pesada pieza de caoba, que databa evidentemente de principios de siglo, recordaba ciertamente una pirámide, y Dyson se sintió inclinado, en el primer momento, a realizar un trabajo de detective; pero, una reflexión más detenida le convenció de la imposibilidad de la hipótesis del robo. Tenía que encontrar algo más satisfactorio. Le preguntó a Vaughan si había gitanos por aquellos alrededores, y Vaughan le respondió que no habían visto uno desde hacía años. Esto le desanimó bastante, ya que sabía que los gitanos tienen la costumbre de dejar extraños jeroglíficos a su paso, y había depositado ciertas esperanzas en aquella idea, cuando se le ocurrió. Al oír la respuesta de Vaughan, que significaba la destrucción de su teoría, se reclinó hacia atrás en su asiento, con expresión de disgusto.

—Es raro —dijo Vaughan—, pero los gitanos no nos han producido nunca molestias. De vez en cuando, los campesinos encuentran restos de fogatas en la parte más agreste de las colinas, pero nadie parece saber quién las enciende.
—Serán obra de los gitanos.
—¿En aquellos lugares tan apartados? No lo creo. Los gitanos y los vagabundos de todas clases suelen andar por las carreteras y caminos próximos a los lugares habitados.
—Bueno, no sé qué decirle. Esta tarde he visto a los chiquillos cuando regresaban de la escuela, y, como usted dijo, no se han detenido para nada junto al muro. De modo que no tendremos más ojos en la tapia, por lo menos.
—Uno de estos días me dedicaré a espiarles y descubriré quién es el artista.

A la mañana siguiente, cuando Vaughan salió a dar su acostumbrado paseo, encontró a Dyson, que le estaba esperando junto a la puerta de la huerta, y al parecer en un estado de intensa excitación, ya que le hizo señas para que se acercara, gesticulando violentamente.

—¿Qué sucede? —preguntó Vaughan—. ¿Otra vez las piedras?
—No; pero mire ahí, mire la tapia. ¿Lo ve?
—¡Hay otro ojo!
—Exactamente. Dibujado a muy poca distancia del primero, casi al mismo nivel, aunque ligeramente más abajo.
—¿Quién diablos será el autor? No pueden haber sido los chiquillos; anoche no estaban ahí, y los niños no pasarán hasta dentro de una hora. ¿Qué significado puede tener?
—Creo que en el fondo de todo esto se encuentra el propio diablo —dijo Dyson—.Desde luego, resulta difícil no llegar a la conclusión de que esos infernales ojos almendrados han sido dibujados por la misma mano que trazó los dibujos con las piedras cuneiformes; y a dónde puede llevarnos esa conclusión, es más de lo que puedo decir. Por mi parte, he tenido que echarle un freno a mi imaginación, pues de lo contrario se hubiera desbocado.

Los dos hombres permanecieron callados unos instantes. Luego, Dyson continuó:

—Vaughan, ¿se ha fijado usted en que existe un detalle, un detalle muy curioso, en común entre las figuras hechas con piedras y los ojos dibujados en el muro?
—¿A qué se refiere? —preguntó Vaughan, sobre cuyo rostro había caído una sombra de indefinido temor.
—A esto: sabemos que los dibujos del Ejército, la Copa, la Pirámide y la Media Luna tienen que haber sido hechos durante la noche. Probablemente, eso significa que estaban destinados a ser vistos también durante la noche. Bueno, el mismo razonamiento es aplicable a esos ojos del muro.
—No acabo de comprenderle, Dyson.
—Verá, las últimas noches han sido muy oscuras, ya que el cielo ha estado cubierto de nubes. Además, los árboles del bosque proyectan una intensa sombra sobre el muro, incluso en las noches más claras.
—¿Y bien?
—Lo que me sorprende es esto: quienquiera que sea el autor, debe tener una vista particularmente aguda para poder dibujar a oscuras.
—He leído que algunas personas encerradas en calabozos oscuros durante muchos años, han adquirido la facultad de ver perfectamente en la oscuridad.
—Sí —dijo Dyson—. El abate Faria, de El conde de Montecristo, por ejemplo. Pero es un detalle muy curioso.

III. La búsqueda de la Ponchera.
—¿Quién es el anciano que acaba de saludarle? —preguntó Dyson, cuando llegaban a la curva del sendero próxima a la casa.
—¡Oh! Es el viejo Trevor. Está muy decaído, el pobre.
—¿Quién es Trevor?
—¿No lo recuerda? Le conté la historia el día que fui a su casa..., acerca de una muchacha llamada Annie Trevor, que desapareció de un modo inexplicable hace cinco semanas. Ese anciano es su padre.
—Sí, sí, ahora lo recuerdo. A decir verdad, lo había olvidado por completo. ¿No se ha sabido nada de la muchacha?
—Absolutamente nada.
—Temo que no presté mucha atención a los detalles que usted me dio. ¿Qué camino seguía la muchacha?
—Un atajo que pasa por las colinas que hay encima de la casa. Se encuentra a unas dos millas de aquí.
—¿Está cerca de aquel caserío que vi ayer?
—¿Se refiere usted a Croesyceiliog? No, está más al norte.

Entraron en la casa, y Dyson se encerró en su habitación, debatiéndose aún en un mar de dudas, pero con la sombra de una sospecha creciendo en su interior, una sospecha vaga y fantástica, que se negaba a tomar una forma definida. Estaba sentado junto a la abierta ventana contemplando el valle, viendo como en un cuadro el intrincado regateo del riachuelo, el puente gris, y las enormes colinas que se erguían más allá; todo difuminado por una niebla blanquecina, que se levantaba del riachuelo. Empezó a oscurecer, y las enormes colinas parecieron más enormes y más vagas, y los oscuros bosques se hicieron más oscuros; y la sospecha que le había asaltado dejó de parecerle imposible. Pasó el resto de la velada sumido en una especie de ensueño, sin apenas oír lo que Vaughan decía; y cuando recogió su candelabro en el vestíbulo, se detuvo un momento antes de darle las buenas noches a su amigo.

—Necesito un buen descanso —dijo—. Mañana va a ser un día de trabajo para mí.
—¿Va a escribir algo, quizá?
—No. Voy a buscar la Ponchera.
—¿La Ponchera? Si se refiere usted a la mía, está segura en el arcón.
—No me refiero a ella. Puedo garantizarle que su plata no ha estado nunca amenazada. No, no voy a importunarle con suposiciones. Creo que no pasará mucho tiempo sin que tengamos algo más positivo que unas simples suposiciones. Buenas noches, Vaughan.

A la mañana siguiente, Dyson salió de la casa después de desayunar. Tomó el sendero que discurría junto al muro de la huerta, y observó que el número de ojos almendrados dibujados en la tapia ascendía ahora a ocho.

«Seis días más», se dijo a sí mismo. Pero, cuanto más pensaba en la teoría que había elaborado, más le hacía estremecer la posibilidad de que fuera cierta. Siguió andando a través de las densas sombras del bosque, hasta llegar al final de los árboles, y fue trepando cada vez más alto, manteniendo el rumbo norte y ateniéndose a las indicaciones que le había dado Vaughan. A medida que ascendía, le parecía elevarse más y más por encima del mundo de la vida humana y de las cosas acostumbradas; a su derecha, a lo lejos, una columna de humo azulado se erguía hacia el cielo; allí estaba la aldea donde los chiquillos iban a la escuela, y aquél era el único signo de vida, ya que el bosque ocultaba la antigua casa gris de Vaughan. Cuando llegó a lo que parecía ser la cumbre de la colina, se dio cuenta por primera vez de la desolada soledad que le rodeaba por todas partes; allí sólo había cielo gris y grisácea colina, o colina gris y cielo grisáceo, una elevada y amplia llanura que parecía extenderse interminablemente, y la vaga silueta del azulado pico de una montaña, muy lejos y al norte. Al final llegó al sendero, y por su posición y por lo que le había dicho Vaughan, supo que era el camino que había tomado Annie Trevor, la muchacha desaparecida. Dyson avanzó por él, observando las grandes rocas de piedra caliza que surgían del suelo, de un aspecto tan repulsivo como un ídolo de los mares del Sur. Y de repente se detuvo, asombrado, a pesar de que había encontrado lo que estaba buscando. Casi sin transición, el terreno se hundía súbitamente en todas direcciones, y Dyson pudo ver una especie de hoyo circular, que podía haber sido perfectamente un anfiteatro romano. Dyson dio una vuelta completa alrededor del hoyo, observó la posición de las piedras que formaban las paredes y emprendió el camino de regreso.

Esto —se dijo a sí mismo— es más que curioso. He descubierto la Ponchera, pero, ¿dónde está la Pirámide?

—Mi querido Vaughan —le dijo a su amigo, cuando llegó a la casa—, puedo decirle que he encontrado la Ponchera, y esto es lo único que le diré, de momento. Tenemos seis días de absoluta inactividad ante nosotros; no puede hacerse nada.

IV. El secreto de la Pirámide.
—He estado dando la vuelta por la huerta —dijo Vaughan una mañana—, he contado esos infernales ojos y he visto que había catorce. Por el amor de Dios, Dyson, dígame el significado de todo esto.
—Lamento no estar en condiciones de hacerlo. Puedo haber supuesto esto o aquello, pero siempre me he atenido al principio de guardar mis suposiciones para mí mismo. Además, no vale la pena adelantar los acontecimientos: recordará que le dije que teníamos seis días de inactividad ante nosotros. Bien, el de hoy es el sexto día, y el final de la ociosidad. Propongo que esta noche nos demos un paseo.
—¡Un paseo! ¿Es ésa toda la actividad que piensa usted desarrollar?
—Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy curiosas. Para ser sincero, deseo que esta noche, a las nueve, venga conmigo a las colinas. Tal vez tengamos que pasar toda la noche fuera, de modo que será mejor que se tape bien y que lleve un poco de aquel brandy...
—¿Es una broma? —dijo Vaughan, que estaba desconcertado por la sucesión de extraños acontecimientos.
—No, no creo que tenga nada de broma. A menos que esté muy equivocado, encontraremos una solución muy seria del rompecabezas. Vendrá conmigo, ¿verdad?
—Muy bien. ¿Qué dirección piensa usted seguir?
—La del sendero de que usted me habló; el atajo que se supone tomó Annie Trevor.
Vaughan palideció al oír el nombre de la muchacha.
—No creí que siguiera usted esa pista —dijo—. Pensaba que se estaba usted ocupando del asunto de los dibujos en el suelo y en el muro de la huerta. En fin, le acompañaré.

Aquella noche, a las nueve menos cuarto, los dos hombres salieron de la casa y tomaron el sendero que cruzaba el bosque, hacia la cumbre de la colina. Era una noche muy oscura. El cielo estaba encapotado, y el valle lleno de niebla; parecían andar en un mundo de sombras y de tristeza, sin apenas hablar, temerosos de romper el agobiante silencio. Andaron y andaron, hata que, finalmente, Dyson cogió a su compañero por el brazo.

—Nos detendremos aquí —dijo—. Creo que no hay nada todavía.
—Conozco el lugar —dijo Vaughan, al cabo de unos instantes—. He venido a menudo durante el día. Los campesinos temen venir aquí, según creo; suponen que es un castillo encantado, o algo por el estilo. Pero, ¿qué diablos hemos venido a hacer aquí?
—Hable un poco más bajo —dijo Dyson—. No nos favorecería en nada que nos oyeran hablar.
—¡Que nos oyeran hablar! No hay un alma viviente en tres millas a la redonda.
—Posiblemente, no; en realidad, debería decir que desde luego que no. Pero puede haber un cuerpo algo más cerca.
—No comprendo absolutamente nada —dijo Vaughan, bajando el tono de su voz por complacer a Dyson—. Pero, ¿por qué hemos venido aquí?
—Ese hoyo que hay ante nosotros es la Ponchera. Creo que será mejor que no hablemos, ni siquiera en voz baja.

Se tendieron sobre la hierba. De cuando en cuando, Dyson levantaba ligeramente la cabeza para echar una ojeada y retrocedía inmediatamente, no atreviéndose a mirar durante mucho rato. Volvía a aplicar el oído al suelo para escuchar, y las horas fueron pasando, y la oscuridad pareció hacerse más intensa, y el único sonido audible era el débil suspiro del viento. La impaciencia de Vaughan iba en aumento a medida que transcurría el tiempo; empezaba a encontrar absurda aquella inútil espera.

—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —le susurró a Dyson.

Y Dyson, que había estado conteniendo la respiración en la agonía de su vigilia, acercó su boca al oído de Vaughan y dijo, con pausas entre cada sílaba y en el tono de voz que el sacerdote emplea para pronunciar las terribles palabras:

—¿Quiere usted escuchar?

Vaughan pegó el oído al suelo, preguntándose qué era lo que tenía que oír. Al principio no oyó nada; luego, un leve ruido procedente de la Ponchera llegó hasta él, un ruido extraño, indescriptible, como si alguien apoyara la lengua contra el paladar y expeliera la respiración. Vaughan escuchó ávidamente, y de pronto el ruido se hizo más intenso, convirtiéndose en un estridente y horrible silbido, como si la tierra, debajo de él, hirviera de insoportable calor. Incapaz de soportar por más tiempo la tensión, Vaughan alzó la cabeza y miró en dirección a la Ponchera.

Al principio, se negó a dar crédito a sus ojos. La Ponchera hervía realmente como una caldera infernal. Pero hervía de formas vagas que se movían continuamente sin que se oyera el sonido de sus pasos, reuniéndose en grupos aquí y allí, y hablándose unas a otras con un horrible sonido sibilante, como el que emiten las serpientes. Vaughan no pudo apartar su rostro de allí, a pesar de que notó la presión de los dedos de Dyson advirtiéndole para que lo hiciera; por el contrario, aguzó la mirada y vio vagamente algo parecido a rostros y miembros humanos, aunque su corazón se estremeció con la seguridad de que ningún ser humano podía producir aquellos sibilantes y horribles sonidos. Miró y miró, conteniendo una exclamación de terror, y al final las espantosas formas se reunieron más espesas alrededor de algún vago objeto situado en el centro de la cavidad, y los sonidos sibilantes crecieron en intensidad, y Vaughan vio a la incierta claridad los abominables miembros, vagos y, sin embargo, demasiado perceptibles, y creyó oír, muy débilmente, un lamento humano a través del rumor de una charla que no era de hombres. La horrible parodia continuó, mientras el sudor empapaba las sienes de Vaughan y sus manos quedaban heladas.

Luego, la espantosa masa se precipitó hacia los costados de la Ponchera, y por un instante Vaughan vio agitarse unos brazos humanos en el centro de la cavidad. Pero debajo de ellos brilló una chispa, ardió un fuego, y mientras la voz de una mujer profería un alarido de angustia y de terror, una gran pirámide de llamas se elevó hacia el cielo, iluminando toda la montaña. En aquel instante, Vaughan vio lo que pululaba en la Ponchera; los seres que tenían forma de hombres, pero que eran como niños espantosamente deformes, los rostros de ojos almendrados ardiendo de diabólica concupiscencia, el fantasmal color amarillento de la masa de carne desnuda. Luego, como por arte de magia, el lugar quedó vacío, mientras el fuego rugía y crepitaba, y las llamas seguían iluminando la montaña.

—Ha visto usted la Pirámide —dijo Dyson a su oído—. La Pirámide de fuego.

V. Los enanos.
—Entonces, ¿lo reconoce usted?
—Desde luego. Es un broche que Annie Trevor solía ponerse los domingos: recuerdo el dibujo. Pero, ¿dónde lo encontró usted? No irá a decirme que ha descubierto a la muchacha...?
—Mi querido Vaughan, me maravilla que no sospeche usted dónde encontré el broche. ¿No habrá olvidado ya la pasada noche?
—Dyson —dijo Vaughan, hablando muy seriamente—, le he estado dando vueltas en mi cerebro esta mañana, mientras usted estaba fuera. He pensado en lo que vi, aunque tal vez debería decir en lo que creí ver, y la única conclusión a que he podido llegar es que mis sentidos sufrieron una aberración. He vivido siempre honradamente, en el santo temor de Dios, y lo único que puedo creer es que fui víctima de una monstruosa alucinación. Usted sabe que regresamos a casa en silencio, que no pronunciamos una sola palabra acerca de lo que imaginé haber visto. ¿No cree que es preferible seguir manteniendo silencio? Esta mañana, cuando he salido a dar mi acostumbrado paseo, he experimentado la sensación de que la tierra estaba llena de paz, y al pasar junto al muro he visto que no había más dibujos, y he borrado los que quedaban. El misterio ha terminado, y podemos volver a vivir en paz. Creo que durante las últimas semanas mi mente estuvo envenenada; he estado al borde de la locura, pero ahora vuelvo a estar cuerdo.

Mr. Vaughan había hablado apresuradamente; cuando terminó, se inclinó hacia adelante y miró a Dyson con expresión suplicante.

—Mi querido Vaughan —dijo Dyson, tras una breve pausa—, ¿qué ganaríamos con eso? Es demasiado tarde para esconder la cabeza debajo del ala; hemos llegado demasiado lejos. Además, usted sabe perfectamente que no ha existido ninguna alucinación; ojalá fuera así. No, debo contarle a usted toda la historia, hasta donde la conozco.
—Muy bien —suspiró Vaughan—. Adelante.
—Si no le importa —dijo Dyson—, empezaremos por el final. He encontrado el broche que usted acaba de identificar en el lugar al que dimos el nombre de la Ponchera.

En el centro de aquella cavidad había un montón de cenizas, como si hubiese ardido una fogata; en realidad, las cenizas estaban aún calientes, y este broche se hallaba en el suelo, en el borde mismo del círculo que debieron formar las llamas. Supongo que se desprendería accidentalmente del vestido de la persona que lo llevaba. No, no me interrumpa; ahora podemos pasar al principio; retrocedamos al día en que vino usted a verme a Londres. Por lo que recuerdo, poco después de su llegada mencionó usted un desgraciado y misterioso accidente que se había producido aquí; una muchacha llamada Annie Trevor había ido a ver a una tía suya, y había desaparecido. Confieso sinceramente que lo que usted dijo apenas me interesó; existen demasiados motivos que pueden hacer conveniente para un hombre, y más especialmente para una mujer, desvanecerse del círculo de sus parientes y amigos. Si fuéramos a consultar a la policía, descubriríamos que en Londres se produce una desaparición misteriosa una semana sí y otra también, y los oficiales se encogerían de hombros y nos dirían que, de acuerdo con la ley de los promedios, no puede menos de suceder. De modo que no presté demasiada atención a su historia; además, existía otro motivo para mi falta de interés: su historia era inexplicable.

Usted sólo pudo sugerir la intervención de un marinero desertor, pero yo rechacé inmediatamente la explicación. Por muchos motivos, pero principalmente porque un criminal ocasional, un aficionado que comete un crimen brutal, siempre es descubierto, especialmente si escoge el campo como escenario de sus operaciones. Recordará usted el caso de aquel García que mencionó; se dirigió a una estación de ferrocarril el día después del asesinato, con los pantalones manchados de sangre y su mezquino botín en un hatillo.

De modo que al rechazar su única sugerencia, la historia se convertía, como ya he dicho, en inexplicable y, en consecuencia, carente de interés. Sí, es una conclusión perfectamente válida. ¿Ha perdido usted nunca el tiempo dándole vueltas en su cerebro a problemas que sabía que eran insolubles? ¿Se ha devanado usted los sesos con el antiguo rompecabezas de Aquiles y la tortuga? Desde luego que no, porque sabía que era perder el tiempo. Por eso, cuando me contó usted la historia de una muchacha campesina que había desaparecido, me limité a clasificar el caso como insoluble, y no pensé más en el asunto.

Estaba equivocado, ahora lo sé; pero, si lo recuerda, inmediatamente pasó usted a otro asunto que le interesaba más profundamente, porque era de tipo personal. No necesito repetirle lo extraño que me pareció su relato acerca de los dibujos a base de piedras cuneiformes; al principio, creí que se trataba de un simple juego de chiquillos; pero cuando me enseñó usted aquella piedra, sentí que se despertaba mi interés. Allí había algo que se salía de lo corriente, un motivo de verdadera curiosidad; y en cuanto llegué aquí empecé a trabajar para encontrar la solución, repitiéndome a mí mismo una y otra vez los dibujos que usted me había descrito. En primer lugar, el dibujo al que dimos el nombre de Ejército; una serie de piedras simétricamente alineadas, apuntando todas en la misma dirección. Luego las lineas, como los radios de una rueda, todos convergiendo hacia la figura de una Ponchera, luego el triángulo de una Pirámide, y finalmente la Media Luna. Confieso que agoté todas las conjeturas en mis esfuerzos para desvelar el misterio, y como usted comprenderá era un problema doble, o más bien triple. Ya que no tenía que limitarme a preguntarme a mí mismo: «¿Qué significan esas figuras?», sino también:

¿Quién puede ser el responsable de ellas? Además, quedaba el problema de saber quién podía poseer unas piedras tan valiosas, y, conociendo su valor, utilizarlas para lo que parecía un pasatiempo y dejarlas abandonadas. Esto último me condujo a suponer que la persona o personas en cuestión desconocían el valor de aquellas piedras cuneiformes, aunque la conclusión no me permitió avanzar más, ya que incluso un hombre culto puede ignorar lo que es una piedra cuneiforme. Luego se presentó la complicación del ojo en el muro, y, como usted recordará, llegamos a la conclusión de que su autor o autores eran los mismos que habían hecho los dibujos con las piedras. La posición de los ojos en el muro me hizo investigar si había algún enano por estos alrededores, pero descubrí que no había ninguno, y sabía que los chiquillos que pasan por allí camino de la escuela no tenían nada que ver con el asunto. Sin embargo, estaba convencido de que la persona que dibujó los ojos no podía tener más de tres pies y medio de estatura, ya que, como le indiqué cuando lo encontramos, cualquiera que dibuje sobre una superficie perpendicular escoge instintivamente un lugar que quede al nivel de su rostro. Luego se presentó el problema de la forma de los ojos; aquel acusado carácter mongólico del cual un campesino inglés no podía tener noción, y, como remate, el hecho evidente de que el dibujante o dibujantes tenían que ser capaces de ver prácticamente en la oscuridad. Tal como usted observó, un hombre que ha estado encerrado durante muchos años en un oscuro calabozo puede adquirir aquella característica; pero, desde la época de Edmundo Dantés, ¿dónde podría encontrarse una cárcel así en Europa? Un marinero, que hubiera permanecido largo tiempo en una mazmorra china, parecía ser el individuo a localizar, y aunque ello parecía improbable, no era absolutamente imposible que un marinero, o, digamos, un hombre empleado en un barco, fuera un enano. Pero, ¿cómo explicar el hecho de que mi marinero estuviera en posesión de unas piedras cuneiformes prehistóricas? Y, aceptada la posesión, ¿cuál era el significado y objeto de aquellos misteriosos dibujos a base de piedras primero, en el muro después? Desde el primer momento me di cuenta de que su teoría acerca de un proyectado robo era insostenible. Y confieso que lo que me puso sobre la verdadera pista fue una simple casualidad. Cuando nos cruzamos con el viejo Trevor, y usted mencionó su nombre y la desaparición de su hija, recordé la historia que había olvidado. Aquí, me dije a mí mismo, hay otro problema, falto de interés, es cierto, por sí mismo; pero, ¿y si estuviera relacionado con los enigmas que me atormentan? Me encerré en mi habitación, aparté de mi mente toda clase de prejuicios, y repasé todo lo sucedido partiendo de la base de que la desaparición de Annie Trevor estaba relacionada con los dibujos de piedras y los ojos del muro. Esta suposición no me condujo muy lejos, y estaba a punto de renunciar definitivamente al asunto, cuando se me ocurrió un posible significado de la Ponchera.

Como usted sabe, en Surrey existe una «Ponchera del Diablo», y me di cuenta de que el símbolo podía referirse a alguna característica de la región. Entonces decidí buscar la Ponchera cerca del camino que había recorrido la muchacha cuando desapareció, y ya sabe usted que la encontré. Traducí los dibujos de acuerdo con lo que sabía, y leí el primero, el Ejército, así: «Habrá una reunión o asamblea..., en la Ponchera... dentro de quince días (cuarto creciente de la luna)..., para ver la Pirámide o para construir la Pirámide». Los ojos, dibujados uno a uno, día por día, señalaban evidentemente las fechas a transcurrir, y yo sabía que no habría más que catorce. No me preocupé preguntándome cuál sería la naturaleza de la asamblea, ni quién iba a reunirse en el paraje más solitario y más temido de esas agrestes colinas. En Irlanda, en China o en el Oeste americano, la pregunta hubiera tenido una fácil respuesta: rebeldes, miembros de una sociedad secreta, «vigilantes»... Pero en este tranquilo rincón de Inglaterra, habitado por gentes tranquilas, tales suposiciones no eran posibles. Pero yo sabía que tendría la oportunidad de presenciar aquella reunión, y no quise perder el tiempo en inútiles pesquisas. De pronto, recordé lo que la gente había comentado a raíz de la desaparición de Annie Trevor, diciendo que se la habían llevado «las hadas». Le aseguro, Vaughan, que soy un hombre tan cuerdo como usted, y que suelo controlar mi cerebro para que no se pierda en divagaciones ni en fantasías. Pero aquella alusión a las hadas me llevó a recordar a los «enanos» del bosque, una creencia que representa una tradición de los prehistóricos habitantes turanios de la región, que vivían en cuevas: y entonces me di cuenta de que estaba buscando a un ser de menos de cuatro pies de estatura, acostumbrado a vivir en la oscuridad, poseedor de instrumentos de piedra y familiarizado con los rasgos mongólicos... Confieso que me avergonzaría hablarle de una cosa tan fantástica, tan increíble, si no fuera por lo que usted vio con sus propios ojos anoche, y diría que puedo dudar de la evidencia de mis sentidos, si no estuvieran corroborados por los de usted. Pero usted y yo no podemos mirarnos a la cara y pretender que fue una alucinación; cuando usted estaba tendido en la hierba, a mi lado, noté que se estremecía, y vi sus ojos a la luz de las llamas. Y por eso puedo decirle sin avergonzarme lo que había en mi mente anoche, cuando cruzamos el bosque, trepamos a la colina y nos ocultamos junto a la Ponchera.

Había una cosa, que hubiera tenido que ser la más evidente y que me intrigó hasta el último instante. Ya le he dicho a usted cómo leí el dibujo de Pirámide; la asamblea iba a ver una Pirámide, y el verdadero significado del símbolo se me escapó hasta el último momento. El antiguo derivado de ðõñ, fuego, me hubiera puesto sobre la pista, pero no se me ocurrió.

Creo que eso es todo lo que puedo decir. Usted sabe que estábamos completamente indefensos, aun en el caso de que hubiéramos previsto lo que iba a suceder. ¡Ah! ¿El lugar donde aparecieron los dibujos? Sí, es una pregunta muy curiosa. Pero esta casa, por lo que he podido observar, se encuentra en el centro exacto de las colinas; y, posiblemente, aquella extraña y antigua columna de piedra caliza que hay junto a su huerta era un lugar de reunión antes de que los celtas pusieran el pie en Inglaterra. Pero hay una cosa que debo añadir: no lamento nuestra incapacidad para rescatar a la muchacha. Usted vio la aparición de aquellos seres que pululaban en la Ponchera; puede estar seguro de que lo que había en medio de ellos no era ya apto para la tierra.

—De modo que... —empezó a decir Vaughan.
—De modo que ella se hundió en la Pirámide de Fuego —dijo Dyson—, y ellos volvieron a hundirse en el mundo subterráneo, en sus hogares situados debajo de las colinas.


La partida de ajedrez. Ambrose Bierce (1842-1914)

-¿Lo dice en serio? ¿De veras cree que una máquina puede pensar?

La respuesta tardó en llegar. Moxon concentraba su mirada en los fantásticos dibujos que proyectaban las llamas del hogar. Desde hace unos días que yo observaba en él una tendencia creciente a postergar la respuesta a la más anodina de las preguntas. Y no obstante, tenía un aspecto preocupado, más que de meditación; era como «si su cerebro sólo pudiera estar ocupado en una sola cosa».

-¿Qué es una máquina? -inquirió un poco después-. Esta palabra tiene diversas acepciones. Por ejemplo, tomemos la definición de un diccionario: «Todo instrumento u organización por el que se aplica y hace efectiva la energía, o produce un efecto deseado.» De ser así, ¿acaso el hombre no es una máquina? Y admitirá usted que el hombre piensa... o eso se imagina.
-Si no desea responder a lo que le pregunté -repliqué-, dígalo claramente. Usted se sale por la tangente, mi querido amigo. De sobra sabe que al referirnos a las máquinas, no hablamos de los hombres, sino de un objeto fabricado por él para su satisfacción.
-A veces no es así -objetó Moxon-. A veces es la máquina la que domina al hombre; a veces es la máquina la que se satisface.

Moxon se levantó y se aproximó al ventanal, en cuyos cristales tabaleaba la lluvia que hacía aún más oscura aquella noche de tormenta.

-Perdóneme -sonrió luego, volviéndose de nuevo hacia mí-. No intentaba salirme por la tangente. Puedo responder a su pregunta de manera directa: opino que las máquinas piensan en el trabajo que realizan.

Desde luego, era una respuesta directa. Y no muy grata, ya que casi confirmaba mi suposición respecto que la devoción de Moxon por el estudio, y el trabajo en su taller no le beneficiaban en absoluto. Por ejemplo, yo sabía que sufría de insomnio, dolencia que no es trivial en modo alguno. ¿Acaso esto estaba afectando a su cerebro? Su respuesta así parecía indicarlo. Tal vez hoy día no albergaría tal sospecha, pero en aquellos tiempos yo era muy joven, y la juventud, aunque lo niegue, siempre es ignorante.

-Bien, si carece de cerebro -proseguí la discusión-, ¿cómo piensa la máquina?
La respuesta, esta vez más rápida, adoptó la forma de una pregunta, hablando en términos legales.
-¿Cómo piensa una planta, que tampoco posee cerebro?
-Ah, de manera que también las plantas piensan... Vaya, me encantaría conocer varias de sus conclusiones al respecto, aunque puede guardarse para usted las premisas.
-Tal vez sea posible para algunas personas deducir las convicciones de los actos propios. Bien, no hablaré de los conocidos ejemplos de la sensible mimosa, de las flores insectívoras y de aquellas cuyos estambres se inclinan y sacuden su polen sobre la abeja para que ésta lo transporte a otras flores. En mi jardín planté en cierta ocasión una trepadora. Cuando la planta surgió a la superficie, clavé una estaca en la tierra a un metro de distancia de la plantita. La trepadora se alargó inmediatamente en aquella dirección, más al cabo de unos días, cuando estaba a punto de alcanzar la estaca, la arranqué y la clavé en dirección opuesta. Inmediatamente, la enredadera cambió de orientación, trazó un ángulo agudo y volvió a alargarse hacia la estaca. Repetí el experimento varias veces, siempre con idéntico resultado. Al fin, descorazonada la planta, se dirigió hacia un árbol y comenzó a trepar por su tronco.

Moxon hizo una pausa y reanudó sus explicaciones.

-Las raíces de los eucaliptos se prolongan de modo increíble en busca de humedad. Un agricultor relató que una raíz de eucalipto penetró en una tubería subterránea seca y la fue siguiendo hasta que llegó a un muro de piedra que obturaba dicha tubería. La raíz, entonces, salió de la tubería y recorrió la pared hasta hallar la abertura, por la que se introdujo, dando la vuelta en busca de la tubería por el otro lado del muro.
-¿Y bien...?
-¿No entiende lo que significa? Significa que las plantas tienen conciencia.
Demuestra que las plantas poseen raciocinio.
-De acuerdo, las plantas piensan. Mas no nos referíamos a plantas, sino a máquinas. Las máquinas pueden estar fabricadas, totalmente o en parte, de madera, que ha perdido su vitalidad, o ser metálicas en su conjunto. ¿Es que los minerales también piensan?
-Amigo mío, ¿qué otra explicación cabe darle al fenómeno de la cristalización?
-Nunca intenté explicarlo.
-En caso contrario tendría que admitir lo que no es posible negar, o sea la colaboración de manera inteligente entre los diversos elementos que constituyen los cristales. Cuando los soldados de un cuartel forman filas o cuadros, usted está seguro que ellos razonan. Cuando los patos silvestres, en sus emigraciones, forman una V, usted dice que es por instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral cualquiera, que se mueven libremente en una solución, adoptan formas matemáticas de asombrosa perfección, o unas partículas húmedas se agrupan para construir los copos de nieve, usted no puede decir nada. Ni siquiera se ha inventado una palabra que disimule su inmensa sinrazón.

Moxon peroraba con gran seriedad y animación. De pronto, cuando calló, oí en una estancia contigua un sonido raro, como el golpeteo de una mesa con la palma de la mano. Se trataba del taller de Moxon, lugar al que nadie tenía acceso, aparte del dueño de la casa. Moxon también oyó aquel ruido y, súbitamente excitado, se levantó y penetró en el taller. Me pareció extraño que hubiese alguien allí dentro, y la curiosidad me hizo escuchar con suma atención, aunque no incurrí en la descortesía de aplicar el oído a la puerta. Hubo unos rumores confusos, como de lucha, y el suelo retembló. Luego oí también una respiración jadeante y un susurro ronco:

-¡Maldito seas!
Todo volvió a quedar en silencio. Moxon reapareció y observé que trataba de sonreír sin conseguirlo.
-Perdone que le haya dejado solo. Tengo ahí dentro una máquina que a veces pierde los estribos.
Al ver su mejilla izquierda, donde había cuatro arañazos paralelos y ensangrentados, comenté:
-Por lo visto, esa máquina tiene las uñas largas.
No estaba la cosa para chistes. Moxon no intentó siquiera sonreír. Se sentó de nuevo y continuó con su monólogo como si nada hubiese ocurrido.
-Sí, naturalmente, usted no está de acuerdo con quienes aseguran que toda la materia es sensible, que cada átomo es un ser individual, vivo y consciente. Yo sí. La materia inerte, muerta, no existe; toda está viva; toda la materia posee fuerza, instinto, energía real y potencial. Toda la materia es sensible a las fuerzas que la rodean y puede asimilar las facultades que residen en organismos superiores con los que se pone en contacto, como por ejemplo las del hombre cuando transforma dicha materia en instrumentos. La materia absorbe en tal caso parte de la inteligencia y de las intenciones del ser humano que la modifica, haciéndolo en mayor grado cuanto más complicados sean el mecanismo y su trabajo a realizar.

Moxon se levantó para atizar las brasas del hogar y volvió a sentarse antes de continuar su discurso.

-¿Recuerda la definición de «vida» dada por Herbert Spencer? Yo la conozco desde hace unos treinta años. Y al cabo de tanto tiempo me parece perfecta en toda su extensión. Creo que no sólo es la mejor definición de la vida, sino la única posible.
Tosió para aclararse la garganta, y citó con cierta pedantería:
-La vida es una combinación definida de cambios heterogéneos, simultáneos y sucesivos, relacionados con coexistencias y secuencias externas.
-Si -asentí-, eso define el fenómeno, pero -objeté-, no aporta la menor clave para descubrir su causa.
-Claro, esto es cuanto puede hacer una definición -replicó Moxon-. Como dice Mills, lo único que sabemos de la causa es que se trata de un antecedente..., de igual forma ignoramos todo sobre el efecto, salvo que es una consecuencia. Sin embargo, nuestra percepción puede inducirnos a error; por ejemplo, quien haya visto a un conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.

...Ah, creo que me desvío de la cuestión principal -prosiguió Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto.

Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta.

Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.

Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.

-Moxon -indagué - ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.
-Nadie -repuso, serenándose-. El incidente que a usted lo inquieta fue provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras yo me entregaba a la imposible labor de iluminarle a usted sobre algunas verdades. ¿Sabe, por ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?
-Oh, ya vuelve a salirse por la tangente -le reproché, levantándome y poniéndome el abrigo-. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que usted dejó funcionando por equivocación, lleve guantes la próxima vez que intente usted pararla.

Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa. Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que correspondía precisamente a su taller. Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su destino.

Sí, casi me convencí que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última observación: «La Conciencia es hija del Ritmo». Y cada vez hallaba en ella un significado más profundo y una nueva sugerencia. Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa senda de la observación práctica?

Aquella fe era nueva para mi, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de pronto tuve la impresión que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina «la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico».

Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire. Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de Moxon.

Estaba empapado por la lluvia que caía sin cesar, mas no experimentaba ninguna molestia. Ni siquiera se me ocurrió golpear con el aldabón, sino que giré el pomo de la puerta; no tardé en estar de nuevo en la estancia que poco antes abandoné. Todo estaba a oscuras y en silencio, como suponía. Moxon, claro está, se hallaba en el taller. Tanteé la pared hasta hallar la puerta de comunicación y llamé varias veces sin obtener respuesta, lo que atribuí al estruendo de la tempestad que rugía fuera. Jamás fui invitado a entrar en el taller. En realidad, Moxon me prohibió entrar allí, como a todo el mundo, con una sola excepción: la de un hábil obrero metalúrgico, de quien nadie sabía nada, salvo que se llamaba Haley, muy callado por naturaleza. En mi excitación espiritual, olvidé toda discreción y abrí bruscamente la puerta. Lo que vi me arrancó al momento de mis especulaciones filosóficas.

Moxon estaba sentado frente a la puerta, ante una mesita sobre la que una vela proyectaba la única luz de la habitación. Delante de él, de espaldas a mí, había otra persona. Encima de la mesa, entre ambos, había un tablero de ajedrez; al ver pocas piezas encima del mismo intuí que la partida se hallaba muy avanzada. Moxon demostraba un enorme interés, aunque no tanto, al parecer, en el juego como en su contrincante, al que miraba de forma tan intensa y penetrante que, pese a estar directamente en su campo visual, no se fijó en mi presencia. Tenía el semblante muy pálido y sus pupilas relucían como carbunclos. A su adversario sólo le veía la espalda, pero aquello me bastó, pues creo que en mi interior no deseaba verle el rostro.

Por lo visto, sólo medía metro veinte de estatura, con unas proporciones semejantes a las de un gorila, muy ancho de hombros, cuello corto y recto, y una cabeza cuadrada con un fez colorado sobre una enmarañada mata de pelambre. Una túnica, también colorada, cubría la parte superior de su cuerpo, cayendo en pliegues sobre el asiento, que era una especie de cajón, en donde aquel extraño personaje se hallaba casi encaramado. Las piernas y los pies resultaban invisibles. Su antebrazo izquierdo se apoyaba sobre su regazo, al parecer; movía las piezas con la mano derecha, que era colosalmente larga y ancha. Me aparté ligeramente a un lado; de esta manera, si Moxon levantaba la vista sólo vería la puerta abierta. No sé qué me impedía entrar del todo o retirarme, pues tenía la sensación de estar ante una tragedia inminente, por lo que pensé que si me quedaba tal vez tendría ocasión de acudir en ayuda de mi amigo. Sin rebelarme contra lo indelicado de mi acción, me quedé. La partida se realizaba velozmente. Moxon apenas miraba el tablero antes de efectuar un movimiento, nervioso y rápido. Su contrincante, en cambio, movía las piezas lentamente, de manera uniforme, mecánica. Era un espectáculo imponente; y me estremecí. Claro que ello podía deberse al agua que empapaba mis ropas.

Tras mover una pieza, y por dos o tres veces, el extraño ser inclinó levemente la cabeza, y observé que en cada ocasión, Moxon movía su rey. De repente se me ocurrió que aquel hombre era mudo. Luego pensé que se trataba de una máquina. ¡Un jugador de ajedrez autómata! Recordé que, en cierta ocasión, Moxon me explicó que acababa de inventar un mecanismo de tal especie, aunque no creí que lo hubiese construido ya.

Lo que Moxon habló aquella misma noche respecto a la conciencia y la inteligencia de las máquinas, ¿era sólo un preludio a una exhibición de tal ingenio..., un simple truco para aumentar el efecto de su acción mecánica sobre mí, en la ignorancia de su secreto? ¡Precioso final para mis arrebatos intelectuales, para mi «infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico»!

Iba ya a retirarme muy enojado, cuando algo llamó mi atención. Observé que aquel ser encogía sus inmensos hombros, como con irritación, mas el movimiento era tan natural, tan totalmente humano, que me desconcertó. Aquello no fue todo, pues un instante más tarde golpeó la mesa con el puño. Ante aquel gesto, Moxon pareció incluso más desconcertado que yo. Como alarmado, echó su silla hacia atrás. Súbitamente, Moxon levantó una mano provista de una pieza de ajedrez, y la dejó caer, gritando:

-¡Jaque mate!
Se puso en pie velozmente y se situó detrás de la silla. El autómata continuó sentado, inmóvil, en plena concentración.

Fuera, ya no rugía el viento, pero a intervalos se oía el estruendo sordo del trueno. Mezclado al mismo, se oía como un zumbido que parecía proceder del cuerpo del autómata, como si su mecanismo se hubiera descoyuntado. No tuve tiempo de reflexionar mucho, pues mi atención volvió a ser atraída por los extraños movimientos del autómata. Parecía haberse apoderado de su cuerpo una leve pero continua convulsión. Su cuerpo y su cabeza se estremecían como si fuera presa de un ataque de epilepsia, y el movimiento progresó hasta que todo aquel ser estuvo violentamente agitado. Se puso en pie con brusquedad, derribó la mesa al hacerlo, y extendió ambos brazos al frente, con la postura del nadador que está a punto de zambullirse en el agua. Moxon quiso retroceder, pero ya era tarde; vi las manos del extraño personaje cerrarse en torno a la garganta de un amigo, unos instantes antes que la vela, que cayó al suelo al volcarse la mesa, se apagara, dejando a oscuras la habitación.

No obstante esto, el rumor de la lucha era perfectamente audible, siendo lo más horrible los estertores de Moxon en sus desesperados esfuerzos por respirar. Guiado por aquel ruido, traté de acudir en ayuda de mi amigo, mas apenas había dado un paso cuando la estancia quedó inundada de claridad, una claridad casi cegadora que imprimió en mi cerebro, mi corazón y mi recuerdo, una visión lúcida de los combatientes caídos en tierra. Moxon se hallaba debajo, con la garganta apresada todavía por aquellas manazas de hierro, con los ojos desorbitados, la lengua fuera.

Y, ¡oh contraste espantoso!, en el pintado semblante de su asesino, se veía una expresión meditabunda y serena, como si estuviese ocupado en la solución de un problema de ajedrez. Un momento más tarde..., todo estuvo en tinieblas y en completo silencio. Recobré el conocimiento tres días más tarde en el hospital. Cuando recordé aquel trágico suceso, reconocí en el hombre que me atendía al obrero metalúrgico que había trabajado para Moxon. Si, era Haley. Respondiendo a mis miradas, se me aproximó con la sonrisa a flor de labios.

-Cuéntemelo todo -le supliqué débilmente-. Absolutamente todo.
-Claro -sonrió-. Le trajeron aquí inconsciente, desde una casa incendiada, la de Moxon. Nadie sabe por qué estaba usted allí. También sigue en misterio el origen del incendio. Mi opinión personal es que la casa fue alcanzada por un rayo.
-¿Y Moxon?
-Ayer lo enterraron. Bueno, lo que quedaba de él.
Por lo visto, aquel hombre tan silencioso en algunas ocasiones, sabía ser amable y comunicativo en otras. Transcurridos unos segundos, formulé otra pregunta.
-¿Quién me salvó?
-Pues si tanto le interesa saberlo..., yo.
Gracias, amigo Haley y que Dios lo bendiga. ¿Salvó también usted a aquel fascinante producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó a su creador?
El obrero permaneció largo rato en silencio, sin mirarme. Finalmente, se volvió hacia mí y preguntó:
-¿Está usted enterado de esto?
-Desde luego. Yo vi cómo estrangulaba a Moxon...

Todo esto sucedió muchos años atrás. Si hoy me lo preguntasen, mi respuesta sería mucho menos categórica.


La piedra negra. Robert E. Howard (1906-1936)

Dicen que los seres inmundos de los Viejos Tiempos acechan
en oscuros rincones olvidados de la Tierra,
y que aún se abren las Puertas que liberan, ciertas noches,
a unas formas prisioneras del Infierno.

Justin Geoffrey.


La primera vez que leí algo sobre esta cuestión fue en el extraño libro de Von Junzt, aquel extravagante alemán que vivió tan singularmente y murió en circunstancias misteriosas y terribles. Quiso la suerte que cayese en mis manos su obra Cultos sin nombre, llamada también el Libro Negro, en su edición original publicada en Dusseldorf en 1839, poco antes de que al autor le sorprendiese su terrible destino. Los bibliógrafos suelen conocer los Cultos sin nombre a través de la edición barata y mal traducida que publicó Bridewell en Londres, en el año 1845, o de la edición cuidadosamente expurgada que sacó a la luz la Golden Goblin Press de Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que yo me tropecé era uno de los ejemplares alemanes de la edición completa, encuadernado con pesadas cubiertas de piel y cierres de hierro herrumbroso. Dudo que haya más de media docena de estos ejemplares en todo el mundo hoy en día; primero, porque no se imprimieron muchos, y además, porque cuando corrió la voz de cómo había encontrado la muerte su autor, muchos de los que poseían el libro lo quemaron asustados.

Von Junzt (1795-1840) pasó toda su vida buceando en temas prohibidos. Viajó por todo el mundo, consiguió ingresar en innumerables sociedades secretas y llegó a leer un sinfín de libros y manuscritos esotéricos. En los densos capítulos del Libro Negro, que oscilan entre una sobrecogedora claridad de exposición y la oscuridad más ambigua, hay detalles y alusiones que helarían la sangre del hombre más equilibrado. Leer lo que Von Junzt se atrevió a poner en letra de molde, suscita conjeturas inquietantes sobre lo que no se atrevió a decir. ¿De qué tenebrosas cuestiones, por ejemplo, trataban aquellas páginas, escritas con apretada letra, del manuscrito en que trabajaba infatigablemente pocos meses antes de morir, y que se encontró destrozado y esparcido por el suelo de su habitación cerrada con llave, donde Von Junzt fue hallado muerto con señales de garras en el cuello? Eso nunca se sabrá, porque el amigo más allegado del autor, el francés Alexis Landeau, después de una noche de recomponer los fragmentos y leer el contenido, lo quemó y se cortó el cuello con una navaja de afeitar.

Pero el contenido del volumen publicado es ya suficientemente estremecedor, aun admitiendo la opinión general de que tan sólo representa una serie de desvaríos de un enajenado. Entre multitud de cosas extrañas encontré una alusión a la Piedra Negra, ese monolito siniestro que se cobija en las montañas de Hungría y en torno al cual giran tantas leyendas tenebrosas. Von Junzt no le dedicó mucho espacio. La mayor parte de su horrendo trabajo se refiere a los cultos y objetos de adoración satánica que, según él, existen todavía; y esa Piedra Negra representaría algún orden o algún ser perdido, olvidado hace ya cientos de años. No obstante, al mencionarla, se refiere a ella como a una de las claves. Esa expresión se repite muchas veces en su obra, en diversos pasajes, y constituye uno de los elementos oscuros de su trabajo. Insinúa brevemente haber visto escenas singulares en torno a un monolito, en la noche del 24 de junio. Cita la teoría de Otto Dostmann, según la cual este monolito sería un vestigio de la invasión de los hunos, erigido para conmemorar una victoria de Atila sobre los godos. Von Junzt rechaza esta hipótesis sin exponer ningún argumento para rebatirla; únicamente advierte que atribuir el origen de la Piedra Negra a los hunos es tan ilógico como suponer que Stonehenge fue erigido por Guillermo el Conquistador.

La enorme antigüedad que esto daba a entender excitó extraordinariamente mi interés y, tras haber salvado algunas dificultades, conseguí localizar un ejemplar, roído por las ratas, de Los restos arqueológicos de los Imperios Perdidos (Berlín, 1809; Ed. Der Drachenhaus), de Dostmann. Me decepcionó el comprobar que la referencia que hacía Dostmann sobre la Piedra Negra era más breve que la de Von Junzt, despachándola en pocas líneas como monumento relativamente moderno comparado con las ruinas grecorromanas de Asia Menor, que eran su tema favorito. Admitía, eso sí, su incapacidad para descifrar los deteriorados caracteres grabados en el monolito, pero declaraba que eran inequívocamente mongólicos. Sin embargo, entre los pocos datos de interés que suministraba Dostmann, figuraba su referencia al pueblo vecino a la Piedra Negra: Stregoicavar, nombre nefasto que significa algo así como Pueblo Embrujado. No logré más información, a pesar de la minuciosa revisión de guías y artículos de viajes que llevé a cabo. Stregoicavar, que no venía en ninguno de los mapas que cayó en mis manos, está situado en una región agreste, poco frecuentada, lejos de la ruta de cualquier viajero casual. En cambio, encontré motivo de meditación en las Tradiciones y costumbres populares de los magiares, de Dornly. En el capítulo que se refiere a «Mitos sobre los sueños» cita la Piedra Negra y cuenta extrañas supersticiones a este respecto. Una de ellas es la creencia de que, si alguien duerme en la proximidad del monolito, se verá perseguido para siempre por monstruosas pesadillas; y cita relatos de aldeanos que hablaban de gentes demasiado curiosas que se aventuraban a visitar la Piedra Negra en la noche del 24 de junio, y que morían en loco desvarío a causa de algo que habían visto allí.

Eso fue todo lo que saqué en claro de Dornly, pero mi interés había aumentado muchísimo al presentir que en torno a esa piedra había algo claramente siniestro. La idea de una antigüedad tenebrosa, las repetidas alusiones a acontecimientos monstruosos en la noche del 24 de junio, despertaron algún instinto dormido de mi ser, de la misma forma que se siente, más que se oye, la corriente de algún oscuro río subterráneo en la noche. Y de pronto me di cuenta de que existía una relación entre esta Piedra y cierto poema fantástico y terrible escrito por el poeta loco Justin Geoffrey: El pueblo del monolito. Las indagaciones que realicé me confirmaron que, en efecto, Geoffrey había escrito este poema durante un viaje a Hungría; por consiguiente, no cabía duda de que el monolito a que se refería en sus versos extraños era la misma Piedra Negra. Leyendo nuevamente sus estrofas sentí una vez más las extrañas y confusas agitaciones de los mandatos del subconsciente que había observado la primera vez que tuve conocimiento de la Piedra.

Había estado pensando qué sitio elegir para pasar unas cortas vacaciones, hasta que me decidí. Fui a Stregoicavar. Un tren anticuado me llevó a Temesvar hasta una distancia todavía respetable de mi punto de destino; luego, en tres días de viaje en un coche traqueteante, llegué al pueblecito, situado en un fértil valle encajonado entre montañas cubiertas de abetos. El viaje transcurrió sin incidencias. Durante el primer día, pasamos por el viejo campo de batalla de Schomvaal, donde un bravo caballero polaco-húngaro, el conde Boris Vladinoff, había presentado una valerosa e inútil resistencia frente a las victoriosas huestes de Solimán el Magnífico, cuando, en 1526, el Gran Turco se lanzó a la invasión de la Europa oriental. El cochero me señaló un gran túmulo de piedras desmoronadas en una colina próxima, bajo el cual descansaban, según dijo, los huesos del valeroso conde. Recordé entonces un pasaje de las Guerras turcas, de Larson: «Después de la escaramuza (en la que el conde había rechazado la vanguardia de los turcos con un reducido ejército), el conde permaneció al pie de la muralla del viejo castillo de la colina para disponer el orden de sus fuerzas. Un ayudante le trajo una cajita lacada que había encontrado en el cuerpo del famoso escriba e historiógrafo Selim Bahadur, caído en la refriega. El conde extrajo de ella un rollo de pergamino y comenzó a leer. No bien terminó las primeras líneas, palideció intensamente y, sin pronunciar una palabra, metió el documento en la caja y la ocultó bajo su capa. En ese preciso momento abría fuego un cañón turco, y los proyectiles dieron contra el viejo castillo ante el espanto de los húngaros, que vieron derrumbarse las murallas sobre el esforzado conde. Sin caudillo, el valeroso ejército se desbarató, y en los años de guerra asoladora que siguieron, no llegaron a recuperarse los restos mortales del noble caballero. Hoy, los naturales del país muestran un inmenso montón de ruinas cerca de Schomvaal, bajo las cuales, según dicen, todavía descansa lo que los siglos hayan respetado del conde Boris Vladinoff.»

Stregoicavar me dio la sensación de un pueblecito dormido que desmentía su nombre siniestro, un remanso de paz respetado por el progreso. Los singulares edificios, y los trajes y costumbres aún más extraños de sus gentes, pertenecían a otra época. Eran amables, algo curiosos, sin ser preguntones, a pesar de que los visitantes extranjeros eran sumamente escasos.

—Hace diez años, llegó otro americano. Estuvo pocos días en el pueblo —dijo el dueño de la taberna donde me había hospedado—. Era un muchacho bastante raro —murmuró para sí—; un poeta, me parece.
Comprendí que debía referirse a Justin Geoffrey.
—Sí, era poeta —contesté—; y escribió un poema sobre un paraje próximo a este mismo pueblo.
—¿De veras? —mi patrón se sintió interesado—. Entonces, si todos los grandes poetas son raros en su manera de hablar y de comportarse, él debe haber alcanzado gran fama, porque las cosas que hacía y sus conversaciones eran lo más extraño que he visto en ningún hombre.
—Eso les ocurre a casi todos los artistas —observé—. La mayor parte de su mérito se le ha reconocido después de muerto.
—¿Ha muerto, entonces?
—Murió gritando en un manicomio hace cinco años.
—Lástima, lástima —suspiró con simpatía—. Pobre muchacho... Miró demasiado la Piedra Negra.
Me dio un vuelco el corazón. No obstante, disimulé mi enorme interés y dije como por casualidad:
—He oído algo sobre esa Piedra Negra. Creo que está por aquí cerca, ¿no?
—Más cerca de lo que la gente cristiana desea —contestó—. ¡Mire!
Me condujo a una ventana enrejada y me señaló las laderas, pobladas de abetos, de las acogedoras montañas azules.
—Allá, al otro lado de la gran cara desnuda de ese risco tan saliente que ve usted, ahí se levanta esa piedra maldita. ¡Ojalá se convirtiese en polvo, y el polvo se lo llevara el Danubio hasta lo más profundo del océano! Una vez, los hombres quisieron destruirla, pero todo el que levantaba el pico o el martillo contra ella moría de una manera espantosa. Ahora la rehuyen.
—¿Qué maldición hay sobre ella? —pregunté interesado.
—El demonio, el demonio que la está rondando siempre —contestó con un estremecimiento—. En mi niñez conocí a un hombre que subió de allá abajo y se reía de nuestras tradiciones... Tuvo la temeridad de visitar la Piedra en la noche del 24 de junio, y al amanecer entró de nuevo en el pueblo como borracho, enajenado, sin habla. Algo le había destrozado el cerebro y le había sellado los labios, pues hasta el momento de su muerte, que ocurrió poco después, tan sólo abrió la boca para proferir blasfemias o babear una jerigonza incomprensible.

-Mi sobrino, de pequeñito, se perdió en las montañas y durmió en los bosques inmediatos a la Piedra, y ahora, en su madurez, se ve atormentado por sueños enloquecedores, de tal manera que a veces te hace pasar una noche espantosa con sus alaridos, y luego despierta empapado de sudor frío. Pero cambiemos de tema, Herr. Es mejor no insistir en estas cosas.

Yo hice un comentario sobre la manifiesta antigüedad de la taberna, y me dijo orgulloso:
—Los cimientos tienen más de cuatrocientos años. El edificio primitivo fue la única casa del pueblo que no destruyó el incendio, cuando los demonios de Solimán cruzaron las montañas. Aquí, en la casa que había sobre estos mismos cimientos, se dice que tenía el escriba Selim Bahadur su cuartel general durante la guerra que asoló toda esta comarca.

Luego supe que los habitantes de Stregoicavar no son descendientes de los que vivieron allí antes de la invasión turca de 1526. Los victoriosos musulmanes no dejaron con vida a ningún ser humano —ni en el pueblo ni en sus contornos— cuando atravesaron el territorio. Los hombres, las mujeres y los niños fueron exterminados en un rojo holocausto, dejando una vasta extensión del país silenciosa y desierta. Los actuales habitantes de Stregoicavar descienden de los duros colonizadores que llegaron de las tierras bajas y reconstruyeron el pueblo en ruinas, una vez que los turcos fueron expulsados. Mi patrón no habló con ningún resentimiento de la matanza de los primitivos habitantes. Me enteré de que sus antecesores de las tierras bajas miraban a los montañeses incluso con más odio y aversión que a los propios turcos. Habló con vaguedad respecto a las causas de esta enemistad, pero dijo que los anteriores vecinos de Stregoicavar tenían la costumbre de hacer furtivas excursiones a las tierras bajas, robando muchachas y niños. Además, contó que no eran exactamente de la misma sangre que su pueblo; el vigoroso y original tronco eslavo-magiar se había mezclado, cruzándose con la degradada raza aborigen hasta fundirse en la descendencia y dar lugar a una infame amalgama. Él no tenía la más ligera idea de quiénes fueron esos aborígenes; únicamente sostenía que eran «paganos», y que habitaban en las montañas desde tiempo inmemorial, antes de la llegada de los pueblos conquistadores.

Di poca importancia a esta historia. En ella no veía más que una leyenda semejante a las que dieron origen la fusión de las tribus celtas y los aborígenes mediterráneos de las montañas de Escocia, y las razas mestizas resultantes que, como los pictos, tanta importancia tienen en las leyendas escocesas. El tiempo produce un curioso efecto de perspectiva en el folklore. Los relatos de los pictos se entremezclaron con ciertas leyendas sobre una raza mongólica anterior, hasta el punto de que, con el tiempo, se llegó a atribuir a los pictos los repulsivos caracteres del achaparrado hombre primitivo, cuya individualidad fue absorbida por las leyendas pictas, perdiéndose en ellas. Del mismo modo, pensaba yo, podría seguirse la pista de los supuestos rasgos inhumanos de los primeros pobladores de Stregoicavar hasta sus orígenes en los más viejos y gastados mitos de los pueblos invasores, los mongoles y los hunos. A la mañana siguiente de mi llegada pedí instrucciones a mi patrón —que por cierto me las dio de muy mala gana—, y me puse en camino, en busca de la Piedra Negra. Después de una caminata de varias horas cuesta arriba, por entre los abetos de las laderas, llegué a la cara abrupta de la escarpa que sobresalía poderosamente del costado de la montaña. De allí ascendía un estrecho sendero que la coronaba. Subí por él, y desde arriba contemplé el tranquilo valle de Stregoicavar, que parecía dormitar protegido a uno y otro lado por las grandes montañas azules. Entre la escarpa donde estaba yo y el pueblo no se veían cabañas ni signo alguno de vida humana. Había bastantes granjas diseminadas por el valle, pero todas estaban situadas al otro lado de Stregoicavar. El pueblo mismo parecía huir de los ásperos riscos que ocultaban la Piedra Negra.

La cima de las escarpas formaba una especie de meseta cubierta de denso bosque. Caminé por la espesura y en seguida llegué a un claro muy grande, y en el centro de ese claro se alzaba un descarnado monolito de piedra negra. Era de sección octogonal, y tendría unos cuatro o cinco metros de altura y medio metro aproximadamente de diámetro. Se veía bien que había sido perfectamente pulimentado en su tiempo, pero ahora la superficie de la piedra mostraba numerosas mellas, como si se hubiesen llevado a cabo salvajes esfuerzos por demolerla. Pero los picos apenas habían conseguido desconcharla y mutilar los caracteres que la ornaban en espiral hasta arriba, en torno al fuste. Hasta una altura de dos metros y medio o poco más, las inscripciones estaban casi totalmente destruidas, de tal manera que resultaba muy difícil averiguar sus características. Más arriba se veían mucho mejor conservadas, y yo me las arreglé para trepar por la columna y examinarlas de cerca. Todas estaban deterioradas en mayor o menor grado, pero era evidente que no pertenecían a ninguna lengua que yo pudiera recordar en ese momento sobre la faz de la Tierra. Lo que más llegaba a parecérseles, de todo cuanto había visto en mi vida, eran unos toscos garabatos trazados sobre cierta roca gigantesca, extrañamente simétrica, de un valle perdido del Yucatán. Recuerdo que, al señalarle aquellos trazos, a mi compañero, que era arqueólogo, él sostuvo que eran efecto natural de la erosión, o el inútil garabateo de un indio. Yo le expuse mi teoría de que la roca era realmente la base de una columna desaparecida, pero él se limitó a reír, y me dijo que reparase en las dimensiones que suponía; de haberse levantado allí una columna de acuerdo con las normas ordinarias de las proporciones arquitectónicas, habría tenido lo menos trescientos metros de altura. Pero no me dejó convencido.

No quiero decir que los caracteres grabados sobre la Piedra Negra fuesen semejantes a los de la descomunal roca del Yucatán, sino que me los sugerían. En cuanto a la materia del monolito, también me desconcertó. La piedra que habían empleado para tallarla era de un color negro y tenía un brillo mate; y su superficie, allí donde no había sido raspada o desconchada, producía un curioso efecto de semitransparencia. Pasé en aquel lugar la mayor parte de la mañana y regresé perplejo. La Piedra no me sugería ninguna relación con ningún otro monumento del mundo. Era como si el monolito hubiese sido erigido por manos extrañas en una edad remota y ajena a la humanidad. Regresé al pueblo. De ninguna manera había disminuido mi interés. Ahora que había visto aquella piedra tan singular, sentía mucho más apremiante el deseo de investigar el asunto con mayor amplitud e intentar descubrir por qué extrañas manos y con qué extraño propósito fue levantada la Piedra Negra, en lejanos tiempos. Busqué al sobrino del tabernero y le pregunté sobre sus sueños, pero estuvo muy confuso, aun cuando hizo lo posible por complacerme. No le importaba hablar de ellos, pero era incapaz de describirlos con la más mínima claridad. Aunque tenía siempre los mismos sueños, ya a pesar de que se le presentaban espantosamente vividos, no le dejaban huellas claras en la conciencia. Los recordaba como un caos de pesadilla en las que inmensos remolinos de fuego arrojaban tremendas llamaradas y retumbaba incesantemente un tambor. Sólo recordaba con claridad que una noche había visto en sueños la Piedra Negra, no en la falda de la montaña, sino rematando la cima de un castillo negro y gigantesco.

En cuanto al resto de los vecinos, observé que no les gustaba hablar de la Piedra, excepto al maestro, hombre de una instrucción sorprendente, que había pasado mucho más tiempo fuera que cualquier otro de sus convecinos. Se interesó muchísimo en lo que le conté sobre las observaciones de Von Junzt relativas a la Piedra Negra, y manifestó vivamente que estaba de acuerdo con el autor alemán en cuanto a la edad que atribuía al monolito. Estaba convencido de que alguna vez existió en las proximidades una sociedad satánica, y que posiblemente todos los antiguos vecinos habían sido miembros de ese culto a la fertilidad que amenazó con socavar la civilización europea y dio origen a tantas historias de brujería. Citó el mismo nombre del pueblo para probar su punto de vista. Originalmente no se llamaba Stregoicavar, dijo; de acuerdo con las leyendas, los que fundaron el pueblo lo llamaron Xuthltan, que era el primitivo nombre del lugar sobre el que asentaron sus casas, hace ya muchos siglos. Este hecho me produjo otra vez un indescriptible sentimiento de desazón. El nombre bárbaro no me sugería relación alguna con las razas escitas, eslavas o mongolas a las que deberían haber pertenecido los habitantes de estas montañas.

Los magiares y los eslavos de las tierras bajas creían sin duda que los primitivos habitantes del pueblo eran miembros de un culto maléfico como se demostraba, a juicio del maestro, por el nombre que dieron al pueblo y que se mantuvo aun después de ser aniquilados los antiguos pobladores por los turcos y haberlo reconstruido una raza más pura. No creía él que fueran los iniciados en ese culto quienes erigieron el monolito, aunque opinaba que lo emplearon como centro de sus actividades; y, basándose en vagas leyendas que se venían transmitiendo desde antes de la invasión turca, expuso una teoría según la cual los degenerados pobladores antiguos lo habían usado como una especie de altar sobre el cual ofrecieron sacrificios humanos, empleando como víctimas a las muchachas y a los niños robados a los propios antepasados de los actuales pobladores, que a la sazón vivían en las tierras bajas. Desestimaba el mito de los horripilantes sucesos de la noche del 24 de junio, así como la leyenda de una deidad extraña que el pueblo hechicero invocaba por medio de rituales cantos salvajes, de flagelaciones y de sadismo, como se decía. No había visitado la Piedra en la noche del 24 de junio, según confesó, pero no le daría miedo hacerlo; lo que había existido o lo que allí sucedió en otro tiempo, fuera lo que fuese, se había sumido en la niebla del tiempo y del olvido. La Piedra Negra había perdido su significado salvo el de ser el nexo de unión con un pasado muerto y polvoriento.

Hacía cosa de una semana que estaba yo en Stregoicavar cuando, una noche, al volver de una visita al maestro, me quedé impresionado de pronto al recordar que... ¡estábamos a 24 de junio! Era, pues, la noche en que, según las leyendas, sucedían cosas misteriosas en relación con la Piedra Negra. En vez de meterme en la taberna, crucé el pueblo a buen paso. Stregoicavar estaba en silencio; los vecinos solían retirarse temprano. No vi a nadie en mi camino. Me interné por entre los abetos que ocultaban las faldas de las montañas en una susurrante oscuridad. Una gran luna plateada parecía suspendida encima del valle, inundando los peñascos y pendientes con una luz inquietante y perfilando negras sombras en el suelo. No soplaba aire entre los abetos, y, no obstante, se oía elevarse un murmullo fantasmal y misterioso. Mi fantasía evocaba quimeras. Seguramente en una noche como ésta, hacía siglos, volaban por el valle las brujas desnudas, a horcajadas sobre sus escobas, perseguidas por sus burlescos demonios familiares. Encaminé mis pasos hacia las escarpas. Me sentía algo inquieto al notar que la engañosa luz de la luna les prestaba un aspecto artificioso que no había notado antes: bajo aquella luz fantástica, habían perdido su apariencia de escarpas naturales para convertirse en ruinas de gigantescas murallas que sobresalían de la ladera.

Esforzándome por apartar de mí esta ilusión extraña, subí hasta la meseta y dudé un momento antes de sumergirme en la tremenda oscuridad de los bosques. Una especie de tensión mortal se cernía sobre las sombras, como si un monstruo invisible contuviera su aliento para no ahuyentar a su presa. Deseché este sentimiento —perfectamente natural, considerando el carácter imponente del lugar y su infame reputación— y me abrí paso a través del bosque, experimentando la desagradable sensación de que me seguían. Tuve que detenerme una vez, seguro de que algo vacilante y pegajoso me había rozado la cara en la oscuridad. Salí al claro y vi el alto monolito alzando su silueta desnuda sobre la hierba. En la linde del bosque, en dirección a la escarpa, había una piedra que formaba como una especie de asiento natural. Me senté en ella, pensando que probablemente fue allí donde el poeta loco Justin Geoffrey había escrito su fantástico El pueblo del monolito. El tabernero pensaba que era la Piedra lo que había ocasionado la locura de Geoffrey, pero la semilla de la locura estaba sembrada en el cerebro del poeta mucho antes de haber visitado Stregoicavar.

Eché una mirada al reloj. Eran casi las doce. Me recosté en espera de cualquier manifestación espectral que pudiese aparecer. Comenzaba a levantarse una brisa suave entre las ramas de los abetos y su música me recordaba la de unas gaitas invisibles y lánguidas susurrando una melodía pavorosa y maligna. La monotonía del sonido y mi mirada invariablemente fija en el monolito me produjeron una especie de autohipnosis; me estaba quedando amodorrado. Luché contra esta sensación, pero el sueño pudo conmigo. El monolito parecía ladearse, danzar extrañamente, retorcerse. Entonces me dormí. Abrí los ojos y traté de levantarme, pero no me fue posible; parecía como si una mano helada me agarrara sin que yo pudiera hacer nada. Un frío terror se apoderó de mí. El claro del bosque ya no estaba desierto. Se veía atestado de una silenciosa multitud de gentes extrañas. Mis ojos dilatados repararon en los raros y bárbaros detalles de sus atuendos. Mi entendimiento me decía que eran remotísimos, olvidados incluso en esta tierra atrasada. «Seguramente —pensé—, son gentes del pueblo que han venido aquí para celebrar algún cónclave grotesco.» Pero otra mirada me hizo comprender que aquellas gentes no eran de Stregoicavar. Eran más bajos de estatura, más rechonchos, tenían la frente más deprimida, la cara más ancha y abotargada. Algunos poseían rasgos eslavos y magiares, pero dichos rasgos se veían degradados por la mezcla con alguna raza extranjera más baja que no me era posible clasificar. Muchos de ellos vestían con pieles de bestias feroces, y todo su aspecto, tanto el de los hombres como el de las mujeres, era de una brutal sensualidad. Aquellas gentes me horrorizaban y me repugnaban, aunque no me prestasen atención alguna. Habían formado un inmenso semicírculo delante del monolito. Empezaron una especie de cántico extendiendo los brazos al unísono y balanceando sus cuerpos rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos estaban fijos en la cúspide de la Piedra, a la que parecían estar invocando. Pero lo más extraño de todo era el tono apagado de sus voces; a menos de cincuenta metros de donde yo estaba, centenares de hombres y mujeres levantaban sus voces en una melodía salvaje y, sin embargo, aquellas voces me llegaban como un murmullo débil, confuso, como si viniera de muy lejos, a través del espacio... o del tiempo.

Delante del monolito había como un brasero, del que se elevaban vaharadas de un humo amarillo, repugnante, nauseabundo, que se enroscaba en torno al monumento formando una extraña espiral, como una serpiente inmensa y borrosa. A un lado de este brasero yacían dos figuras: una muchacha completamente desnuda, atada de pies y manos, y un niño que tendría tan sólo unos meses. Al otro lado, se acuclillaba una vieja hechicera con un extraño tambor en su regazo. Tocaba con las manos abiertas, con golpes pausados y leves; pero yo no la oía. El ritmo de los cuerpos balanceantes empezó a adquirir mayor rapidez. Entonces saltó una mujer desnuda al espacio que quedaba libre entre la multitud y el monolito; llameaban sus ojos, su larga cabellera flotaba alborotada mientras danzaba vertiginosamente sobre la punta de sus pies, dando vueltas por todo el espacio libre, hasta que cayó prosternada ante la Piedra y allí quedó inmóvil. Inmediatamente, la siguió una figura fantástica, un hombre vestido tan solo con una piel de macho cabrío colgando de la cintura, y cuyas facciones estaban ocultas por una máscara fabricada con una enorme cabeza de lobo, de tal manera que daba la impresión de un ser monstruoso, pesadillesco, mezcla horrible de elementos humanos y bestiales. Sostenía en la mano un haz de varas de abeto, atado por los extremos más gruesos. La luz de la luna brillaba en una pesada cadena de oro que llevaba enlazada en el cuello. Prendida a esta cadena, llevaba otra de cuyo extremo debería haber colgado algún objeto que, sin embargo, faltaba.

La multitud agitaba los brazos con violencia y redoblaba sus gritos, mientras esa grotesca criatura galopaba por el espacio abierto dando saltos y cabriolas. Se acercó a la mujer que yacía al pie del monolito y comenzó a azotarla con las varas; entonces ella se levantó de un salto y se entregó a la danza más salvaje e increíble que había visto en mi vida. Su atormentador bailó con ella manteniendo el mismo ritmo, colocándose a su altura en cada giro y cada salto, al tiempo que descargaba despiadados golpes sobre su cuerpo desnudo. Y a cada golpe que le daba, gritaba una palabra extraña; y así una y otra vez, y toda la gente le coreaba. Podía verles mover los labios. Ahora el débil murmullo de sus voces se fundió y se hizo un solo grito, distante y lejano, repetido continuamente en un éxtasis frenético. Pero no logré entender lo que gritaban. Los danzantes giraban en vertiginosas vueltas, mientras los espectadores, de pie todavía en sus sitios, seguían el ritmo de la danza con el balanceo de sus cuerpos y los brazos entrelazados. La locura aumentaba en los ojos de la mujer que cumplía aquel rito violento, y se reflejaba en la mirada de los demás. Se hizo más salvaje y extravagante el frenético girar de aquella danza enloquecedora... Se convirtió en un cuadro bestial y obsceno, en tanto que la vieja hechicera aullaba y batía el tambor como una enajenada, y las varas componían una canción demoníaca.

La sangre corría por los miembros de la danzante, pero ella parecía no sentir la flagelación sino como un acicate para continuar el salvajismo de sus movimientos desenfrenados. Al saltar en medio del humo amarillento que empezaba a extender sus tenues tentáculos para abrazar a las dos figuras danzantes, se hundió en aquella niebla hedionda y desapareció de la vista. Volvió a surgir otra vez, seguida inmediatamente de aquel individuo bestial que la flagelaba, y prorrumpió en un indescriptible furor de movimientos enloquecedores hasta que, en el colmo del delirio, cayó de pronto sobre la yerba, temblando y jadeando, completamente vencida por el frenético esfuerzo. Siguió la flagelación con inalterable violencia, y ella comenzó a arrastrarse boca abajo hacia el monolito. El sacerdote —por llamarle así— continuó azotando su cuerpo indefenso con todas sus fuerzas, mientras ella se retorcía dejando un pegajoso rastro de sangre sobre la tierra pisoteada. Llegó por fin al monolito, y boqueando, sin resuello, le echó sus brazos en torno y cubrió la fría piedra de besos feroces, como en una adoración delirante y profana. El grotesco sacerdote saltaba en el aire; había arrojado las varas salpicadas de sangre. Los adoradores comenzaron a aullar y a echar espuma por la boca, y de pronto se volvieron unos contra otros y se atacaron con uñas y dientes, desgarrándose las vestiduras y la carne en una ciega pasión de bestialidad. El sacerdote se acercó al pequeñuelo que lloraba desconsolado, lo levantó con su largo brazo y, gritando una vez más ese Nombre, lo hizo girar en el aire y lo estrelló contra el monolito, en cuya superficie quedó una mancha espantosa. Muerto de terror, vi cómo abría en canal el cuerpecillo con sus dedos brutales y arrojaba sobre la columna la sangre que recogía en el hueco de sus manos. Luego tiró el cuerpo rojo y desgarrado al brasero, extinguiendo las llamas y el humo en una lluvia de chispas, en tanto que detrás los brutos enloquecidos aullaban una y otra vez ese Nombre. Después, de repente, todo el mundo cayó prosternado sin dejar de retorcerse, al tiempo que el sacerdote extendía sus manos con gesto amplio y triunfal. Abrí la boca y quise gritar horrorizado, pero únicamente pude articular un ruido seco. ¡Un animal enorme, monstruoso, como un sapo, se hallaba agazapado encima del monolito!

Contemplé la hinchada y repulsiva silueta recortada contra la luz de la luna, y en el sitio en que una criatura normal hubiera tenido el rostro, vi sus tremendos ojos parpadeantes, en los que se reflejaba toda la lujuria, toda la insondable concupiscencia, la obscena crueldad y la perversidad monstruosa que han atemorizado a los hijos de los hombres desde que sus antepasados se ocultaban, ciegos y sin pelo, en las copas de los árboles. En aquellos ojos espantosos se reflejaban todas las cosas sacrílegas y todos los malignos secretos que duermen en las ciudades sumergidas, que se ocultan de la luz en las tinieblas de las cavernas primordiales. Y así, aquella cosa repulsiva que el sacrílego ritual de crueldad, de sadismo y de sangre había despertado del silencio de los cerros, parpadeaba y miraba de soslayo a sus brutales adoradores, que se arrastraban ante él en una repugnante humillación. Ahora, el sacerdote disfrazado de bestia alzó a la débil muchacha maniatada y la mantuvo levantada con sus manos brutales ante el monolito. Y cuando aquella monstruosidad lujuriosa y babeante comenzó a succionar en su pecho, algo estalló en mi cerebro y me desvanecí.

Abrí los ojos sobre una claridad lechosa. Todos los acontecimientos de la noche me vinieron de golpe a la memoria y me levanté de un salto. Entonces miré a mi alrededor con asombro. El monolito se alzaba, descarnado y mudo, sobre la hierba ondulante, verde, intacta, bajo la brisa matinal. Atravesé el claro con paso rápido. Aquí habían saltado y brincado tantas veces que la hierba debería haber desaparecido; y aquí la mujer del ritual se arrastró en su doloroso camino hacia la Piedra, derramando su sangre sobre la tierra. Sin embargo, ni una sola gota de sangre se veía en el césped intacto. Miré, temblando de horror, la cara del monolito contra la que el brutal sacerdote estampó a la criatura robada..., pero no había ninguna mancha, nada. ¡Un sueño! Había sido una espantosa pesadilla... o qué sé yo... Me encogí de hombros. ¡Qué intensa claridad para ser un sueño! Regresé tranquilamente al pueblo y entré en la posada sin ser visto. Una vez allí, me senté a meditar sobre los acontecimientos de la noche. Cada vez me sentía más inclinado a descartar la teoría de un sueño. Era evidente que lo que había visto era una ilusión inconsistente. Pero estaba convencido de que aquello era la sombra, el reflejo de un acto espantoso perpetrado realmente en tiempos lejanos. Pero ¿cómo podía saberse? ¿Qué pruebas podrían confirmar que había sido una visión de una asamblea de espectros, más que una mera pesadilla forjada por mi propio cerebro?

Como una respuesta a este mar de dudas, me vino un nombre a la cabeza: ¡Selim Bahadur! Según la leyenda, este hombre que había sido tanto soldado como cronista, mandó el cuerpo de ejército de Solimán que había devastado Stregoicavar. Parecía lógico; y si era así, había marchado directamente de este lugar arrasado al sangriento campo de Schomvaal y a su destino final. No pude contener una exclamación de sorpresa: aquel manuscrito que encontraron en el cuerpo del turco y que hizo temblar al conde Boris... ¿no podría contener alguna indicación de lo que los conquistadores turcos habían encontrado en Stregoicavar? ¿Qué otra cosa pudo hacer temblar los nervios de hierro del poderoso guerrero? Y, puesto que los restos mortales del conde no fueron rescatados jamás, ¿qué duda cabía de que el estuche de laca y su misterioso contenido permanecían aún bajo las ruinas que cubrían a Boris Vladinoff? Me puse a recoger mis cosas con agitada precipitación. Tres días más tarde me encontraba en una aldea a pocos kilómetros del viejo campo de batalla. Cuando salió la luna, ya estaba yo trabajando febrilmente en el gran túmulo de piedras demoronadas que coronaba la colina. Fue un trabajo agotador... Pensándolo ahora, no comprendo cómo pude llevar a cabo esa tarea; y no obstante, trabajé sin descanso desde la salida de la luna hasta que empezó a clarear el día. Justamente estaba yo apartando las últimas piedras, cuando el sol asomó por el horizonte. Allí estaba todo lo que había quedado del conde Boris Vladinoff —unos pocos fragmentos de huesos—, y entre ellos, totalmente aplastado, el estuche cuya superficie de laca había preservado el contenido a través de los siglos.

Lo recogí con ansiedad y, después de apilar unas piedras sobre aquellos huesos, me marché precipitadamente. No deseaba que me descubriese ningún viajero suspicaz en aquella acción aparentemente profanadora. De nuevo en mi cuarto de la taberna, abrí el estuche y encontré el pergamino relativamente intacto. Y había algo más: un objeto pequeño y aplastado, envuelto en un trozo de seda. Estaba ansioso por descifrar los secretos de aquellas hojas amarillentas, pero no podía más de cansancio. Apenas había dormido desde que saliera de Stregoicavar, y los terribles esfuerzos de la noche anterior acabaron de vencerme. A pesar de mi excitación, no tuve más remedio que echarme un poco, pero ya no me desperté hasta que empezaba a anochecer. Cené rápidamente y después, a la luz de una vela, me senté a leer los limpios caracteres turcos que cubrían el pergamino. Representaba un trabajo penoso para mí, porque mis nociones de turco no son ni mucho menos profundas, y el estilo arcaico del texto me desorientaba. Pero luchando afanosamente, conseguí descifrar una palabra aquí, otra allá, encontrar sentido en alguna frase, y una vaga impresión de horror me oprimió el corazón. Me apliqué con todas mis fuerzas a la tarea de traducir, y cuando el relato se hizo claro y asequible, la sangre se me heló en las venas, se me pusieron los pelos de punta, y hasta la lengua se me endureció. Todas las cosas externas participaron de la espantosa locura de aquel manuscrito infernal; incluso los ruidos de los insectos nocturnos y de los animales del bosque adquirieron forma de murmullos horribles y pisadas furtivas de seres espantosos, y los quejidos del viento en la noche se tornaron en la risa obscena y perversa de las fuerzas del mal que dominan el espíritu de los hombres.

Al fin, cuando la claridad gris se filtraba ya entre las rejas de la ventana, dejé a un lado el manuscrito. La cosa envuelta en el trapo de seda estaba allí. Alargué la mano y la desenvolví. Me quedé petrificado, porque comprendí que, aun poniendo en duda la veracidad de lo que decía el manuscrito, aquello era la prueba de que todo había sido real. Volví a meter esos dos objetos repulsivos en el estuche, y no descansé ni probé bocado hasta que no lo arrojé, lastrándolo con una piedra, a lo más profundo de la corriente del Danubio, el cual —quiera Dios que así sea— se lo llevaría al Infierno, de donde debió salir lo que llevaba dentro. No fue un sueño lo que tuve la noche del 24 de junio en los montes de Stregoicavar. De haber presenciado el horrible ceremonial, Justin Geoffrey, que sólo estuvo allí a la luz del sol y después siguió su camino, habría enloquecido mucho antes. Por lo que a mí respecta, no sé cómo no llegué a perder el juicio. No... no fue un sueño... Yo había presenciado el rito inmundo de unos adoradores desaparecidos hace siglos, surgidos del Infierno para celebrar sus ceremonias como lo hicieran en otro tiempo; yo vi a unos espectros postrarse ante otro espectro. Porque hace tiempo que el Infierno reclamó a ese dios horrendo. Hace muchos, muchísimos años, habitó entre las montañas como reliquia viva de una edad ya extinguida; pero sus garras asquerosas ya no atrapan a los espíritus de los seres humanos de este mundo, y su reino es un reino muerto, poblado tan sólo por los fantasmas de aquellos que le sirvieron en vida.

Por qué alquimia perversa, por qué impío sortilegio se abren las Puertas del Infierno en esa noche pavorosa, no lo sé, pero mis propios ojos lo han visto. Yo sé que no vieron a ningún ser viviente aquella noche, pues en el manuscrito que redactó la cuidadosa mano de Selim Bahadur se explica detalladamente lo que él y sus compañeros de armas descubrieron en el valle de Stregoicavar. Y leí, descritas con todo detalle, las abominables obscenidades que la tortura arrancaba de los labios de los aullantes adoradores; y también leí lo que contaba sobre cierta caverna perdida, tenebrosa, en lo alto de las montañas, donde los turcos, horrorizados, habían encerrado a un ser monstruoso, hinchado, viscoso como un sapo, dándole muerte con el fuego y el acero antiguo, bendecido siglos antes por Mahoma, y mediante conjuros que ya eran viejos cuando Arabia era joven. Y aun así, la mano firme del anciano Selim temblaba al evocar el cataclismo, las sacudidas de tierra, los aullidos agónicos de aquella monstruosidad, que no murió sola, pues hizo perecer consigo —en forma que Selim no quiso o no pudo describir— a diez de los hombres encargados de darle muerte.

Y aquel ídolo achaparrado, fundido en oro y envuelto en seda, era la imagen de ese mismo ser, que Selim había arrancado de la cadena que rodeaba el cuello del cadáver del gran sacerdote-lobo. ¡Bien está que los turcos barrieran ese valle impuro con el fuego y con la espada! Visiones como las que han contemplado estas montañas desoladas deben pertenecer a las tinieblas y a los abismos de edades prohibidas. No, no hay que temer que esa especie de sapo me haga temblar de horror por la noche. Está encadenado en el Infierno, junto con su horda nauseabunda, y sólo es liberado con ellos una hora, en la noche más espantosa que he visto jamás. En cuanto a sus adoradores, ninguno queda ya en este mundo. Pero, al pensar que tales cosas dominaron una vez el espíritu de los hombres, me siento invadido por un sudor frío. Tengo miedo de leer las páginas abominables de Von Junzt, porque ahora comprendo lo que significa esa expresión que tanto repite: ¡Las llaves!... ¡Ah! Las llaves de las Puertas Exteriores, enlaces con un pasado aborrecible y, quién sabe, con aborrecibles esferas del presente. Y comprendo por qué las escarpas parecían murallas almenadas bajo la luz de la luna, y por qué el sobrino del tabernero, acosado por las pesadillas, vio en sueños la Piedra Negra surgiendo como remate de un castillo negro y gigantesco. Si los hombres excavaran entre esas montañas, puede que hallaran cosas increíbles bajo las laderas que las enmascaran. En cuanto a la caverna donde los turcos encerraron a aquella... bestia, no era propiamente una caverna. Me estremecí al imaginar el insondable abismo de tiempo que se abre entre el presente y aquella época en que la Tierra se estremeció, levantando como una ola aquellas montañas azules que cubrieron cosas inconcebibles. ¡Ojalá ningún hombre cave al pie de ese remate horrible que se llama Piedra Negra!

¡Una llave! ¡Ah, la Piedra es una Llave, símbolo de un horror olvidado! Ese horror se ha diluido en el limbo del que surgió como una pesadilla durante el nebuloso amanecer de la Tierra. Pero ¿qué hay de las otras posibilidades diabólicas que insinúa Von Junzt...? ¿De quién era esa mano monstruosa que estranguló su vida? Desde que leí el manuscrito de Selim Bahadur, ya no he albergado ninguna duda sobre la Piedra Negra. No ha sido siempre el hombre señor de la Tierra... Pero ¿lo es ahora?

Y obsesivamente, me vuelve un solo pensamiento: si un ser monstruoso como el Señor del Monolito había logrado sobrevivir de algún modo a su propia era incalculablemente lejana, ¿qué formas sin nombre podrían acechar aún en los lugares tenebrosos del mundo?