sábado, 31 de mayo de 2025

El último encantamiento. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Malygris el mago se hallaba sentado en la cámara superior de su torre, que había sido erigida encima de una montaña cónica sobre el corazón de Susran, capital de Poseidonis. Forjada de una oscura piedra extraída de lo profundo de la tierra, perdurable y sólida como el mítico adamante, dicha torre descollaba por encima de todas las otras, y arrojaba lejos su sombra sobre los tejados y cúpulas de la ciudad, de igual forma que el siniestro poder de Malygris tendía su oscuridad sobre las mentes de los hombres.

Ya Malygris era anciano, y toda la funesta fuerza de sus encantamientos, todos los horribles o curiosos demonios bajo su control, todo el temor que había forjado en los corazones de reyes y prelados, ya no bastaban para aliviar el ominoso tedio de sus días. En su asiento formado a partir del marfil de mastodontes, engastado de terribles y crípticas runas de roja turmalina y azur cristal, miraba melancólico a través de la ventana de fulvo cristal con forma de losange. Sus blancas cejas se hallaban contraídas en una sola línea sobre el oscuro ocre pergamino de su rostro, y bajo ellas sus ojos eran fríos y verdes como el hielo de antiguos témpanos; su barba, mitad blanca, mitad de un negro con glaucos reflejos, caía casi hasta sus rodillas y ocultaba muchos de los retorcidos y serpentinos símbolos grabados en plata tejida a través de la pechera de su manto violeta. En torno a él se hallaban dispersos todos los accesorios de su arte: los cráneos de hombres y monstruos; redomas llenas de negros o ambarinos líquidos, cuyo sacrílego uso no era conocido de nadie sino él; pequeños tambores de pellejo de buitre, y crótalos hechos de huesos y dientes de crocodilo, empleados como acompañamiento para ciertos conjuros. El suelo de mosaico estaba en parte cubierto por las pieles de enormes simios negros y plateados; y sobre la puerta colgaba la cabeza de un unicornio en la cual moraba el demonio familiar de Malygris, bajo la forma de una víbora coral de vientre verde pálido y cenicientas manchas. Los libros se apilaban por todas partes: antiguos volúmenes encuadernados en piel de sierpe, con broches comidos por el verdín, que contenían los aterradores saberes de la Atlántida , pentáculos que tenían poder sobre los demonios de la tierra y la luna, hechizos que transmutan o desintegran los elementos; y runas en una lengua perdida de Hiperbórea, las cuales, al ser proferidas en alto, eran más mortales que el veneno o más potentes que cualquier filtro.

Mas, aunque estas cosas y el poder que albergaban o simbolizaban constituían el terror de las gentes y la envidia de todos los magos rivales, los pensamientos de Malygris se veían ensombrecidos de inmitigable melancolía, y el abatimiento llenaba su corazón como las cenizas llenan el hogar donde un gran fuego se ha extinguido. Inmóvil se sentaba, implacable meditaba, mientras el sol de la tarde, declinando sobre la ciudad y sobre el mar que se hallaba más allá de la misma, hería con otoñales rayos a través de la ventana de vidrio amarillo verdoso, y tocaba sus apergaminadas manos con su fantasmal oro, encendiendo los morados balajes de sus anillos hasta hacerlos arder como demoniacos ojos. Mas en sus meditaciones no había luz ni fuego, y volviéndose desde la grisura del presente, desde la oscuridad que parecía ir acercándose de forma inminente al futuro, tanteó entre las sombras de la memoria, tal como un hombre ciego que ha perdido el sol y lo busca por doquier en vano. Y todas las vistas del tiempo que habían estado tan llenas de oro y esplendor, los días de triunfo coloridos como una ascendente llama, el carmesí y púrpura de los brillantes años imperiales de su apogeo, todo ello era frío y confuso y extrañamente desvaído en ese momento, y el recuerdo de aquello ya no era más que el atizar de extinguidas ascuas. Entonces Malygris se retrotrajo a los años de su juventud, a los brumosos, remotos, increíbles años en los que, como una extraña estrella, un recuerdo todavía ardía con inagotable brillo: el recuerdo de la muchacha Nylissa a la que había amado en otro tiempo antes de que el ansia de vedado conocimiento y nigromántico dominio hubiese siquiera entrado en su alma. La había casi olvidado durante décadas, con la miríada de preocupaciones de una vida tan extrañamente diversificada, tan repleta de ocultos sucesos y poderes, de sobrenaturales victorias y peligros; mas en aquel instante, con sólo pensar en aquella esbelta e inocente muchacha, que le había amado tanto cuando él también era joven y delgado y cándido, y que había muerto de una repentina y misteriosa fiebre la misma víspera del día de su desposorio, el momiesco ocre oscuro de sus mejillas adoptó un fantasmal rubor, y en lo más hondo de sus gélidos orbes apareció un destello cual resplandor de cirios mortuorios. En su imaginación se elevaron los irrecuperables soles de la juventud, y vio el valle sombreado de mirtos de Meros, y el arroyo Zemander, junto a cuyo siempre verdeante margen había caminado al atardecer con Nylissa, contemplando el nacimiento de estivales estrellas en los cielos, el riachuelo, y los ojos de su amada.

Entonces, dirigiéndose a la víbora demonio que moraba en la cabeza del unicornio, Malygris habló, con la baja y monótona entonación del que piensa en voz alta:

—Víbora, en los años anteriores a que vinieras a vivir conmigo y establecieras tu morada en la cabeza del unicornio, conocí a una muchacha que era adorable y frágil como las orquídeas de la jungla, y que murió como las orquídeas mueren... Víbora, ¿no soy acaso Malygris, en quien se concentra la maestría de toda tradición oculta, toda dominación prohibida, con potestad sobre los espíritus de tierra y mar y aire, sobre los demonios solares y lunares, sobre los vivos y los muertos? Si así lo deseo, acaso no puedo convocar a la muchacha Nylissa, con la misma apariencia de toda su juventud y belleza, y traerla de las inmutables sombras de la críptica tumba, para que se alce ante mí en esta cámara, bajo los vespertinos rayos de este otoñal sol?
—Sí, amo —contestó la víbora, con un bajo pero singularmente penetrante siseo--, tú eres Malygris, y todo el poder hechiceresco o nigromántico es tuyo, todos los conjuros y hechizos y pentáculos son conocidos por ti. Es posible, si así lo deseas, invocar a la muchacha Nylissa desde su morada entre los muertos, y contemplarla otra vez como era antes de que su hermosura hubiese conocido el rapaz beso del gusano.
—Vibora, ¿es bueno, es conveniente, que la invoque de tal manera?... ¿No habrá nada que perder, nada que lamentar?
La víbora pareció dudar. Luego, con un siseo más lento y mesurado, respondió:
—Es conveniente para Malygris que haga lo que desee. ¿Quién, salvo Malygris, puede decidir si algo está bien o mal?
—En otras palabras, ¿no me aconsejarás? —La cuestión era tanto una afirmación como una pregunta, y la víbora no se dignó decir nada más. Malygris caviló por algún tiempo, con el mentón sobre las nudosas manos. Luego se levantó, con una luengo tiempo inusitada celeridad y seguridad de movimientos que desmentía sus arrugas, y reunió, a partir de diferentes esquinas de la cámara, de anaqueles de ébano, de féretros con cerraduras de oro, azófar o succino, los diversos accesorios que eran necesarios para su magia. Trazó sobre el suelo los círculos precisos, y de pie en el centro encendió los turíbulos que contenían el prescrito incienso, y leyó en voz alta de un largo y estrecho pergamino de vitela gris las runas púrpuras y bermellones del ritual que invoca a los difuntos. Los humos de los incensarios, azules, blancos y violetas, se alzaron en espesas nubes y rápidamente llenaron la estancia de remolineantes volutas en constante amalgama, entre las cuales la luz solar desaparecía dejando paso a un pálido y extraterreno fulgor, lívido como la luz de lunas que asciende del Leteo. Con preternatural lentitud, con inhumana solemnidad, la voz del nigromante siguió entonando un sacerdotesco cántico hasta que hubo terminado el pergamino y los postreros ecos se apagaron extinguiéndose en forma de cavernosas y sepulcrales vibraciones. Luego los polícromos vapores se disiparon, como los pliegues de un telón que hubiera sido retirado. Mas el desvaído y sobrenatural brillo todavía llenaba la cámara, y entre Malygris y la puerta donde colgaba la cabeza de unicornio se alzaba la aparición de Nylissa, tal como lo había hecho en años expirados, inclinándose un poco como una flor llevada por el viento, y sonriendo con la descuidada viveza de la juventud. Frágil, pálida y vestida de forma sencilla, con flores de anémona en su negro cabello, con ojos que poseían el renacido azul celeste de cielos vernales, era todo lo que Malygris había recordado, y su indolente corazón se aceleró con una antigua y deleitosa fiebre al mirarla. --¿Eres Nylissa? —preguntó—. ¿La Nylissa a quien amé en el valle sombreado de mirtos de Meros, en los áureos días que se han ido con todos los muertos eones al abismo intemporal?

—Sí, soy Nylissa —Su voz era el sencillo murmullo de plata que había resonado tanto tiempo en su recuerdo... Pero de algún modo, mientras contemplaba y escuchaba, creció una minúscula duda... una duda no menos absurda que intolerable, pero con todo insistente: ¿era ésta por entero la misma Nylissa que había conocido? ¿Acaso no había un inaprensible cambio, demasiado sutil para ser mentado o definido, no se habían llevado algo el tiempo y la fosa... un innominable algo que su magia no había restituido enteramente? ¿Eran los ojos tan tiernos, era el negro cabello tan lustroso, la figura tan esbelta y cimbreña, como los de la muchacha que él recordaba? No podía estar seguro, y la creciente duda fue seguida de una apesadumbrada consternación, de un torvo desaliento que sofocó su corazón como con cenizas. Su escrutinio se torno penetrante, exigente y cruel, y por momentos el fantasma dejaba cada vez más de ser el perfecto retrato de Nylissa, por momentos los labios y la frente se volvían menos adorables, menos delicados en sus curvas; la esbelta figura se hizo enjuta, la cabellera tomó un negro vulgar y el cuello una mediocre palidez. El alma de Malygris se abismó de nuevo en la vejez y desesperación con la muerte de su evanescente sueño. No podía creer ya en el amor, la juventud o la belleza, e incluso el recuerdo de tales cosas era un dubitable espejismo, algo que podía o no haber sido. No restaba nada sino sombra, grisura y polvo, nada sino las vacuas oscuridad y frialdad, y el oprimente peso de un insufrible abatimiento, una incurable angustia.

Con un acento que era tenue y trémulo, como el espectro de su anterior voz, pronunció el conjuro que sirve para despedir a un fantasma invocado. La forma de Nylissa se disolvió en el aire como humo y el lunar brillo que la había rodeado fue reemplazado por los postremos rayos del sol. Malygris se volvió hacia la víbora y habló en un tono de melancólico reproche:

-¿Por qué no me advertiste?
-¿Habría servido la advertencia? —fue la contrapregunta—. Todo el conocimiento era tuyo, Malygris, excepto esta sola cosa; y de ninguna otra forma podrías haberla aprendido.
-¿Qué cosa? —quiso saber el mago—. No he aprendido nada salvo la vanidad de la sabiduría, la impotencia de la magia, la nulidad del amor y el engaño de la memoria... Dime, ¿por qué no he podido hacer volver a la vida a la misma Nylissa a quien yo conocía, o creía conocer?
-Era ciertamente Nylissa a quien has invocado y visto —respondió la víbora—. Tu necromancia era lo bastante poderosa para ello; mas ningún nigromántico hechizo podría volver a traerte tu propia juventud perdida ni el ferviente e ingenuo corazón que amó a Nylissa, ni los apasionados ojos que la contemplaban entonces. Esto, mi amo, era lo que tenías que aprender.


El último hombre. Seabury Quinn (1889-1969)

Una copa por éste que acaba de morir. Brindemos por el próximo muerto.
La algazara, Bartolomé Dowling

Mycroft se detuvo, dubitativo, ante la pequena placa de bronce, en la que estaba grabada simplemente el nombre de «TOUSSAINT», sin atreverse a pulsar el botón del timbre de aquella gran mansión de piedra rojiza, situada en la calle 136 East. Se sentía extremadamente tímido,como un hombre disfrazado en una fiesta de máscaras de chiquillos, o como un improvisado orador que nunca ha hablado en público. Las personas -las personas de su clase- no acostumbran a asumir este tipo de actitudes. Finalmente. resolvió sus dudas. «¿Qué puedo perder después de todo?», y con decisión pulsó el botón del timbre. Un mayordomo negro, correcto como un funcionario de la Saint John's Wood vestido con un traje de botones de plata y un chaleco de rayas negras, le abrió la puerta.

-¿Está en casa míster... monsieur Toussaint? -le preguntó Mycroff, un poco nervioso.
-¿Quién pregunta por el señor? -le contestó el negro con acento seco y tajante.
-Pues... míster Smith... no, míster Jones -respondió Mycroft, mientras una sonrisa escéptica se esbozaba en la comisura de los labios del joven negro.
-Un momento, por favor -respondió el mayordomo.
El negro se volvió, entró en el salón y cerró la puerta tras de él. Instantes después regresó, abrió la puerta de par en par y le dijo:
-Por favor, pase usted.

Mycroft no estaba completamente seguro de lo que iba a encontrar allí dentro, pero de lo que estaba convencido era de que se trataba de un asunto bastante complicado. Se imaginó que la mansión estaría perfumada con incienso, con los muros cubiertos de extraños tapices o piezas exóticas, y una bola de cristal sobre una mesa guarnecida con un raro mantel de color verde esmeralda. Por este motivo quedó pasmado al verse introducido en un salón que se destacaba por su sobria magnificencia y refinado mobiliario. El suelo se hallaba cubierto con sobrias y bellas alfombras persas de Samarkanda, los muebles eran indudabemente de estilo francés, en madera opaca barnizada de pintura de oro, y de las paredes colgaban auténticos cuadros de Renoir y Picasso, o de lo contrario eran imitaciones lo suficientemente buenas como para engañar a un experto en cuadros famosos. Encima de la chimenea, donde ardían hermosos troncos de abeto gigante, colgaba un bello tapiz ricamente bordado en negro y verde, y la cenefa de la primera imitaba perfectamente una serpiente. Estaba mucho más en consonancia con aquella extraña estancia un enorme gato persa acostado, junto al ruego, sobre un fino tapete de terciopelo de Bokara, con las garras abiertas, el rabo enroscado y los ojos sulfurosos.

-Buenos días, míster Mycroft, ¿deseaba verme?

Al oír estas palabras, Mycroft se sobresaltó como si hubiera sido picado por una cobra. No se había dado cuenta de la entrada en el salón de aquel individuo que le había saludado y, sobre todo, no esperaba ciertamente ser llamado por su verdadero nombre. El propietario de aquella hermosa mansión se encontraba de pie a la puerta del salón, sonriendo correctamente a su inesperado visitante. Era un hombre de elevada estatura y de indefinida edad, vestido pulcramente con un elegante y bien confeccionado traje de noche. Los botones de su blanca camisa inmaculada eran de zafiros que imitaban pequeñas estrellitas, lo mismo que sus gemelos y el broche que sujetaba la cinta de la Légion d'Honneur. Era un hombre extremadamente negro. No obstante, y a pesar de esta llamativa apariencia, su aspecto no tenía nada de cómico, ni de extravagante. Lucía su elegante traje de corte inglés como alguien que está acostumbrado a ello desde siempre, y había una distinción y una nobleza, tan patente y marcada en su aspecto exterior, que Mycroft creyó estar delante de un antiguo emperador romano, o quizá de un estadista de la Época Dorada de la República, tallados en piedra basáltica.

Mycroft habla planeado presentarse ante él adoptando un aire humorístico, jocoso, pero al verse frente a aquel hombre cuya gravedad imponía demasiado respeto, casi se asustó.

-Yo..., yo he oído hablar de usted -balbució Mycroft-, míster... monsieur Toussaint. Unos amigos míos me dijeron que usted...
-Continúe, señor -intervino monsieur Toussaint al comprobar la turbación de su visitante-. ¿Qué es lo que usted desea de mí?
-He oído decfr que es capaz de realizar cosas maravillosas -respondió Mycroft, e hizo una nueva interrupción, que irritó a su interlocutor.
-¿Es cierto esto que me dice, míster Mycroft?
-He oído decir que usted tiene poder para invocar a los espíritus -continuó Mycroft, algo tembloroso-. Me han informado que puede comunicarse con los espíritus de las personas muertas.

Una vez más, Mycroft se detuvo, irritado consigo mismo por el miedo que sentía y que le resecaba la garganta, dificultándole el hablar.

-¿Es posible hacer esto? Quiero decir; ¿puede usted hacerlo, monsieur Toussaint?
-Naturalmente que sí -respondió éste con el mismo acento que si le hubieran preguntado si podría proporcionar unos músicos para una fiesta familiar-. ¿Qué espíritu es el que usted quiere invocar? ¿Cuándo y cómo murió la persona a la que usted se refiere?

Ahora Mycroft se sentía afirmado a un terreno más seguro. Ahora se daba cuenta que no era un engaño lo que le habían contado sobre monsieur Toussaint, que no era un vulgar charlatán. Era simplemente un hombre de negocios hablando de negocios.

-Bueno, pues verá usted, monsieur Toussaint -continuó Mycroft-, no se trata de una persona, sino de varias..., veinticinco o veintiséis. Murieron... de diferentes maneras. Bueno, sirvieron conmigo en...
-Muy bien, míster Mycroft -respondió Toussaint-. Venga aquí pasado mañana por la noche, exactamente a las doce menos diez. Todo debe ser llevado a cabo con exactitud, y no debe retrasarse ni un solo minuto. Déjele a mi mayordomo su dirección y teléfono por si acaso necesitara ponerme en contacto con usted.
-¿Cuánto me cobrará usted?
-Quinientos dólares pagaderos después de la sesión espiritista, siempre que usted quede satisfecho de ella. De lo contrario, no le cobraré nada. Buenas tardes, míster Mycroft.

Esta determinación la había tomado aquella tarde mientras se paseaba por el Park de camino a su club en la calle East 86. La primavera había llegado a Nueva York como una bailarina de ballet danzando sur les pointes, adornando los árboles con terciopelo verde y enjoyando las plantas con doradas y polícromas flores. Sin embargo, Mycroft no sintió ningún gozo ante este despertar de la Naturaleza. ni ninguna alegría en la dulce suavidad del aire. Aquella mañana, mientras hojeaba el periódico en el Metro, camino a la ciudad, se había enterado de la muerte de Roy Hardy. Éste hacía el número veintiséis. Era el último hombre. Cincuenta años antes habían desfilado por la Gran Avenida, orgullosos, con el rostro risueño, luciendo sus brillantes uniformes, aclamados por la multitud en las aceras. Marchaban a Cuba, a luchar por la Libertad, a cumplir con su deber de patriotas, de hombres. Aún le parecía oír la música de la banda de su regimiento mientras cantaban aquello de:

Cuando oigas las campanas repicar alegremente,
y estemos todos juntos, con dulzura cantaremos.
Cuando oigas las campanas repicar alegremente
en nuestro pueblecito una noche cálida tendremos.

A decir verdad, no se parecían mucho a auténticos soldados; en su mayoría, eran contables, oficinistas y agentes de cambio. Los corresponsales de los periódicos ingleses y franceses se sonreían con tolerancia ante sus esfuerzos por aparentar ser auténticos militares; los alemanes se rieron descaradamente ante ellos, y los veteranos españoles, armados y entrenados por los alemanes, los despreciaron. Pero después de las batallas de El Caney y de la Colina de San Juan se modificó la situación. Confusos y desmoralizados, los españoles se rindieron en bandadas, los extranjeros empezaron a mostrarse corteses con nosotros, los cubanos acogieron calurosamente en sus corazones a los valientes americanos, y ninguno fue más hospitalario que don José Rosales y Montalvo, cuya casa, en la calle O'Brien, se transformó en el cuartel general extra oficial para los jefes y soldados de nuestro regimiento.

La mesa de don José estaba tan extraordinariamente provista de los más exquisitos manjares, que muchos de los jóvenes soldados neoyorquinos nunca habían visto u oído hablar siquiera de ellos, y los vinos de sus bodegas parecían inagotables. Aquellos chicos que sólo habían bebido cerveza en su vida, o en escasas ocasiones whisky o ginebra, quedaron pasmados al probar vinos extraordinarios como St. Estephe, Nuits St. Georges, Madeira y Mallorca, que corrían como el agua, igual que el champaña. Pero mucho más excitante que estos ricos caldos era doña Juanita María, la hija de don José. Era una española rubia, de finos y lustrosos cabellos, tan dorados como la crucecita de oro que lucía en su cuello de cisne. Pequeñita, más bien delgada, caminaba con la gracia de una gacela, y su voz era tan dulce como esas que sólo se pueden encontrar entre las mujeres de los países meridionales. Cuando tocaba la guitarra y cantaba, ponía tanto calor y pasión en su voz que cortaba la respiración a los que la oían.

Todos los de mi regimiento estaban enamorados de ella, y raro era el que no había aprendido ya la frase española «Te amo, Juanita». Y pocos eran los que no recibían una dulce sonrisa como compensación a esta galantería, y los más afortunados, un casto beso en la mejilla. La víspera de la marcha de nuestros soldados, don José dio una gran fiesta de despedida. El patio de la casa estaba tan claro como con la luz del día, dada la hermosa noche de luna que hacía, y de los arcos sarracenos entre las columnas pendían hermosos farolillos chinos, que desparramaban sus delicados rayos amarillos por todos los rincones. Una larga mesa, cubierta con un exquisito mantel bordado de Madeira, brillantes cubiertos de plata y valiosas copas de cristal de Bohemia, había sido colocada en el centro del patio, y en medio de la misma, un gran jarrón de rosas rojas como la sangre. Cerca de la mesa había un gran barril de vino. «Este vino es el famoso "Pedro Jiménez" -nos dijo don José-, y tiene una solera de más de cien años. Lo tengo reservado para las grandes ocasiones, como la presente. ¿A qué honor más grande podía aspirar que el ser paladeado por los valientes soldados que han venido a liberar mi patria, en víspera de su marcha?

Después de la comida se brindó por «Cuba libre», por don José y por doña Juanita. A ruegos de todos, la bella hija del propietario de la casa consintió en cantarles una hermosa canción de despedida:

Pregúntale a las estrellas,
si de noche no me ven llorar.
Pregúntale si no busco,
para adorarte, la soledad...

Todos desenvainaron sus sables, y gritaron:
-¡Viva Juanita! ¡Viva Juanita' Todos te queremos.
-Y yo os quiero a codos, queridos amigos -respondió ella alegremente-. Os quiero tanto a cada uno de vosotros que no quiero darle mi corazón a ninguno para no herir a los demás. De modo que voy a deciros lo único que voy a daros -continuó; la voz era más dulce que una caricia-. Seré del último de ustedes. Quiero decir que ciertamente uno de ustedes sobrevivirá a todos los demás, y a ése le daré mi corazón. Lo juro.

Acto seguido llevó sus delicadas manos a su boca y les dio un beso colectivo.
Como todos eran muy jóvenes y estaban muy borrachos y también muy enamorados de la linda cubanita, decidieron fundar en aquel mismo instante el Club del Último Hombre. Y todos los años, en el aniversario de aquella famosa noche, acostumbraban a reunirse, charlaban, bebían más de la cuenta y se despedían prometiéndose volver a ver el próximo año. Los años transcurrieron como las aguas de un plácido río. Y durante este tiempo a todos les fueron bien las cosas. Algunos llegaron a triunfar en el campo de las finanzas, y otros se destacaron por su oratoria en los tribunales de justicia como famosos abogados. La Primera Guerra Mundial cubrió de honor y gloria a algunos; otros consiguieron fundar grandes fábricas cuyos productos ostentaban sus nombres. Pero el dios Cronos también cobra sus tributos. Cada vez que se reunían había más sillas vacantes y los que iban quedando vivos mostraban ya sus sienes plateadas por las canas o una calvicie bien avanzada. Durante la reunión del último año sólo quedaban ya tres: Mycroft, Rice y Hardy. Dos meses después, Hardy y Mycroft asistieron al entierro de Rice, y ahora Hardy había fallecido.

Le costaba trabajo comprender cuál era el motivo que le habla impulsado a consultar a Toussaint. El día anterior se había encontrado con su amigo Dick Prior en el Club India, y después de cenar, sin saber cómo, la conversación había girado sobre el espiritismo y los médiums.

-A mi juicio, todos estos espiritistas no son más que una banda de pillos y engañabobos -dijo Mycroft.
-Algunos de ellos probablemente lo son -respondió su amigo-, pero existen ciertas cosas, querido Roger, difíciles de explicar. Por ejemplo, ahí tienes el caso de ese famoso negro llamado Toussaint. Es posible que sea un engañabobos como tú afirmas, pero...
-¿Pero qué? ¿Quién es ese Toussaint?
-Pues parece ser que es haitiano; existe una leyenda que asegura que es descendiente de Cristóbal, el Emperador Negro. Yo no me atrevería a asegurar si esto es cierto o no, cómo tampoco eso de que ha sido un papaloi, ya sabes, un sacerdote brujo, pero lo que sí puedo garantizarte es que se trata de un hombre muy culto, graduado en Lima y en la Sorbona, muy correcto y educado. Aparte de esto...
-¿Qué milagros ha hecho? -le preguntó Mycroft, interrumpiéndole-. Te digo esto porque acabas de decirme que ha hecho cosas maravillosas.
-En efecto, las ha hecho. ¿Te acuerdas del viejo Meson, de Noble Meson y del sistema que utilizó su primera esposa para solventar la cuestión de la herencia?
-No me acuerdo muy bien -respondió Mycroft-. Creo que hubo un lío con el testamento.
-Yo no lo creo; lo aseguro -afirmó Dick-. El viejo Meson, cuando ya tenía sesenta años, se hizo mujeriego. Esa debilidad tenía un nombre: Suzanne Langdon. El sistema que esta mujer utilizó para apartarlo de su esposa fue nada menos que un puro ladronicio. No duró mucho después de haberse divorciado de Dorothy y casarse con Suzanne. Esto suele ocurrirles casi siempre a los hombres viejos que se casan con mujeres jóvenes. El viejo Meson se las ingenió para eliminar a cualquier persona con derecho a heredarle, con el objeto de que su segunda esposa fuese su única heredera. Cuando Meson murió y Suzanne se disponía ya a recoger la herencia, he aquí que la primera esposa, Dorothy, se presentó con un nuevo y posterior testamento, firmado, sellado, publicado y declarado, amén de inapelable, en Gibraltar. Parece ser que el viejo Meson sintió remordimientos de conciencia cuando vio llegar la hora de su muerte e hizo un nuevo testamento que anulaba al anterior, desheredando por consiguiente a Suzanne y dejando toda su fortuna a su primera esposa.

Dicho testamento lo hallaron en el bolsillo de un abrigo suyo en su chalet de la isla, y también encontraron a las personas que habían servido de testigos, un pescador de Long Island y el mecánico de un garaje de Smithtown.

-¿Cómo? -preguntó Mycroft-. Quiero decir ¿cómo consiguieron adivinar dónde estaba el testamento y dónde vivían esos dos testigos?
-Pues gracias al famoso Toussaint. Dorothy había oído hablar de él y fue a Harlem a consultarle. Ella le contó todo esto a mi tía Matilde. Parece ser que Toussaint se puso en contacto con el espíritu de Meson, éste le dijo dónde estaba el testamento y dónde vivían los testigos. Toussaint le cobró unos honorarios muy elevados por su «trabajo», pero Dorothy quedó satisfecha y los pagó muy a gusto, ya que era muy grande la herencia que había dejado el viejo Meson.

Al día siguiente, Mycroft se había olvidado ya de aquella historia, pero cuando leyó en el periódico la noticia del fallecimiento de su amigo, entonces se decidió a consultar a Toussaint. Aquella noche, cuando atravesaba el Park, tomó esa decisión. Desde luego, seguía pensando que todo aquello era una idea descabellada, sin sentido ni lógica, pero la historia que la víspera le contara su amigo Prior se le había aferrado a la mente como una garrapata a 1a piel de un perro. Oh, desde luego que iría a ver a ese famoso Toussaint. Si no adivinaba lo que él pretendía saber, al menos pasaría un buen rato divirtiéndose con todos aquellos trucos que utilizan los engañabobos.

Los muebles y las alfombras hablan sido retirados del salón cuando Mycroft llegó a la casa de Toussaint diez minutos antes de la medianoche, dos días después. Delante de la vacía y fría chimenea habla ahora una especie de altar, una mesa alta cubierta con un paño blanco y sobre ella una cruz de plata, como cualquier capilla de un santuario. Pero también había otras cosas. Delante de la cruz había una serpiente negra enroscada, tallada o esculpida en madera negra también, y a cada lado de dicha serpiente habían situado un espeluznante cráneo humano. Altos cirios adornaban ambos lados del altar y prupurcionaban la única luz que iluminaba la habitación.
Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella semioscuridad, Mycroft observó que en el suelo había sido dibujada, con una tiza roja, una figura hexagonal, y en cada uno de los seis ángulos de dicha figura habían sido colocados seis pequeños platos llenos de una especie de polvo negro. Delante del altar, exactamente en el mismo centro del hexágono, había un sillón plegable como esos que se utilizan en la sala mortuoria de las pompas fúnebres en Estados Unidos.

Impresionado, Mycroft se puso a mirar por todos los rincones de aquel vasto salón tratando de buscar a Toussaint, y, cuando el gran reloj de pared dio la primera de las doce campanadas de la medianoche, oyó unos pasos junto a la puerta. Toussaint penetró en la estancia seguido de dos «asistentes». Los tres portaban casacas de brillante escarlata, y, sobre éstas, llevaban colocadas unas extrañas capas blancas. Por añadidura, los tres llevaban un gorro puntiagudo de color rojo, cual una mitra sobre sus cabezas

-Tome asiento -le dijo Toussaint indicándole el sillón situado en el centro del hexágono, delante del altar, pero todo esto dicho en un tono como si fuera una cosa urgente, necesariamente apremiante-. Y ahora, escúcheme bien: pase lo que pase, vea lo que vea, oiga lo que oiga, no saque ni un solo dedo de los límites del hexágono. Silo hace, será peor que un hombre muerto: estará usted perdido. ¿Me ha comprendido?

Mycroft afirmó con un movimiento de cabeza, y Toussaint se acercó al altar seguido de sus dos «acólitos». No se arrodillaron ante el mismo, limitándose simplemente a hacer una profunda inclinación. Luego, Toussaint cogió dos cirios. los encendió y se los entregó a sus asistentes. Casi corriendo de uno a otro punto del hexágono, los acólitos empezaron a prenderle fuego a los polvos negros depositados en aquellos platillos metálicos, utilizando los cirios. A continuación se unieron a Toussaint, que se había situado ante el altar. Cuando el gran reloj de pared dio la última campanada de las doce de la noche, Toussaint gritó con voz estridente:

-Papa Legba, guardián de la puerta, abre para nosotros.
Igual que en una congregación religiosa, los acólitos repitieron las palabras de su maestro de ceremonias:
-Papa Legba, guardián de la puerta, abre para nosotros.
-Papa Legba, abre completamente la puerta para que ellos puedan pasar -entonó Toussaint, y una vez más los asistentes repitieron sus palabras.

Parecía como ese ruido que produce el Metro, o uno de esos ruidos extraños que suelen oírse por la noche en cualquier ciudad populosa, pero Mycroft se habría atrevido a jurar que acababa de oír el estruendo de un trueno lejano. Una y otra vez, Toussaint volvió a repetir que se abriera «la puerta», mientras los acólitos hacían eco de su invocación. Aquello empezaba ya a ser aburrido. Mycroft cambió de postura en su incómodo sillón y miró por encima de su hombro. Su corazón se contrajo bruscamente y la sangre se le revolvió en sus oídos. Alrededor del hexágono marcado con tiza le pareció ver, a través del humo que se desprendía de los platillos metálicos, unas confusas e indefinidas formas, que no parecían humanas, pero eran muy semejantes. No se movieron, no se disiparon al igual que la neblina cuando sopla el viento, sino que permanecieron verticales, inmóviles en aquella apacible atmósfera.

-Papa Legba, abre completamente la puerta para que este hombre tenga la posibilidad de hablar con quien pueda venir a través de ella.

Las anteriores palabras fueron pronunciadas por Toussaint. Inmediatamente las silenciosas formas parecieron transformarse en una especie de sustancia. Mycroft pudo entonces distinguir algunos rostros: Willis Dykes, el herrero; Freddie Pyle, el barbero; Curtis, Sacket, Ernue Proust; todos sus antiguos camaradas, uno tras otro. Mycroft los veía dentro del círculo silencioso al igual que un hombre ve unas imágenes a través de un negativo fotográfico al exponerlo a la luz. En aquel instante la forma de hablar de Toussaint había cambiado. Ahora había dejado de ser una reiterada letanía para convertirse en gritos de victoria:

-¡Damballa Oueddo, Maestro de los Cielos! ¡Estás aquí, oh Damballa! Abre completamente la boca de los muertos, Damballa Oueddo. Dales el suficiente aliento para que puedan hablar y responder a unas preguntas; otorga a este hombre aquí presente el ardiente deseo que anida en su corazón.
Luego, volviéndose de espaldas al altar, Toussaint le dijo a Mycroft:
-Vamos, de prisa, diga rápidamente lo que tenga que decir. Este misterioso poder no durará mucho tiempo.

Mycroft sacudió su cuerpo como un perro mojado al salir del agua. Durante un instante le pareció ver en su mente el patio de la mansión de don José, los rostros de sus camaradas, la hermosa figura de Juanita bañada por los rayos de la luna, encantadora como un hada, mientras les sonreía, prometiendo...

-Juanita, ¿dónde está Juanita? -preguntó suavemente-. Ella prometió que entregaría su corazón al último hombre...
-Estoy aquí, querido,
Hacía cincuenta años, o quizá más, que no oía la voz de Juanita, pero la reconoció como si hubiera sido ayer, o sólo diez minutos antes.
-Juanita -murmuró tenuemente, y el aliento se le quebró en la garganta al pronunciar su rombre.

Juanita avanzó hacia él, rápidamente, pasando a través de aquellas filas de formas difusas, como una persona que camina a través de temblorosas espirales de argéntea neblina. Sus manos avanzaron hacia él. Iba toda vestida de blanco desde la gran peineta de marfil blanco en sus cabellos de oro hasta las pequeñas y blancas sandalias que cubrian sus hermosos pies. Su blanca mantilla, coquetamente le cubría el rostro, pero el temblor de aquélla por su jadeante respirar revelaba su impaciencia.

-Roger -dijo pronunciando su nombre sílaba por sílaba-. Rog-ger, mi amado, mi bienamado.

Mycroft se levantó del sillón, dirigió sus brazos hacia Juanita, e intentó coger sus enguantados dedos, sin darse cuenta de que había transgredido los límites del hexágono marcado con tiza roja.

-Juanita, Juanita, he esperado tanto..., tanto...

La mantilla le cayó hacia atrás apenas le tocó los dedos. Había algo extraño en su rostro. Esta no era la imagen que él había llevado en su corazón durante más de cincuenta años. Debajo de aquella corona de cabellos de oro, entre los pliegues de aquella blanca mantilla, un cráneo descarnado, sin cabellera amarillento, le miraba. Las cuencas de sus ojos vacías, le miraban fijamente, y unos dientes sin labios gesticulaban una mueca siniestra, sonriéndole diabólicamente. Mycroft se desplomó como si le hubieran dado con un mazo, y cayó tan pesadamente al suelo, que las llamas de los cirios titilaron.

-Maître -dijo uno de los acólitos tirando de la blanca sobrepelliza de Toussaint-, Maître. este hombre está muerto.


El Uhu. Jean Ray (1887-1964)

Mis compañeros estaban ligeramente borrachos.

–Quisiera saber...—comencé a decir.

Seis cabezas se alzaron, desafiantes.
La gente del mar y de la costa no gusta que se la interrogue, ni siquiera después de tener las tripas lavadas con (whisky gratuito como el agua que envía del cielo el buen Dios). Sobre todo, cuando schoonen sospechosos rondan por las brumas desgarradas de llamadas misteriosas, la desconfianza reina como dueña y señora.

—Quisiera que me contarais...

Seis gruñidos de bestia acorralada; seis miradas de odio y de temor.
Un decorado de vetusta miseria rodeaba su desconfianza y mi vana curiosidad: una posada-taberna, en donde se sacaba el whisky del mismo tonel embreado con una inmensa caja de madera gue servía de mostrador y repleta de jarros de hierro, una mesa y taburetes polvorientos, un tabernero de una fealdad de museo: enano, jorobado, tripudo y negro como una locomotora, con mirada de loco... y todo esto bajo la luz de sangre y d6 crimen de una gigantesca lámpara de cobre, espléndida, con una llama redonda y gruesa como manzana de un huerto infernal.

-Si, me gustaría mucho saber...

Doloridos y furiosos por haber sido cogidos en la trampa de bebidas generosamente ofrecidas, no tocaban ya el whisky, negro como salmuera. La piojosa posada-taberna se alzaba en el centro de una inmensa landa desierta, de ciénagas feroces, que no devolvían jamás la presa caída en sus fétidos fangos. donde la selva gris de las aliagas estaba poblada por todas las aves ladinas y maléficas de las aguas estancadas: chorlitos, que chillan a la muerte y apuñalan a las sombras con su? picos de pesadilla; fúlicas mecánicas; agachadizas chillonas; cercetas atormentadas; palos silbadores, ebrios de podredumbre; tadornas acechadoras; negretas brutales; caballeros melancólicos: somormujos misteriosos; alcaravanes tristes: chorlitos reales llorones; pollas de agua malolientes y con feas garras; avefrías dóciles y rascones fangosos.

Por el Norte corría la línea de tinta pálida del mar; hacia el Oeste, tres o cuatro tejados de paja humeaban mezquinamente sobre el borde de las turberas; más allá estaba el horizonte vacío, en donde surgía, a veces, el vuelo solemne de las zancudas migratorias.

—Pues bien —dije—, yo quisiera saber... Me gustaría que me hablaran del Uhu.
—¡Maldición!

Seis bocas torcidas por el estupor y la rabia gritaron el juramento: los pequeños cristales de las ventanas, negros y brillantes de noche, se estremecieron. Agaché la cabeza.

—No sabía... —empecé a decir.
—Hay que saber —dijo uno.
—Usted se ha atrevido... —dijo otro.
—Es usted un loco y un malvado.
—Si nos sucede algo esta noche, le mataremos.
—Sí, le mataremos.
—Pero... —protesté débilmente, con el corazón traspasado por la angustia.
—¡Hablar de eso esta noche!
—¡Esta noche precisamente!

Oí, entonces, las bofetadas del viento contra la argamasa de las paredes, y voces en el exterior se burlaron extrañamente de nuestro terror.

—Tadornas —dijo uno de los hombres.
—No. La tempestad que arrecia —dijo otro.
—Tadornas, también —dijeron, por último, tranquilizados.
—Sírvanse whisky —dije entonces.
—Ahora sería mejor que rezáramos—respondió uno de los hombres.

Un zumbido de abejas cansadas llenó la sala y subió, en un crescendo doloroso, para terminar en un amén seco y claro como un golpe de mandíbulas. Pasó sobre nosotros una ola de silencio, más espantosa que un huracán de cóleras y de rabias..., y vi que todas las caras se habían vuelto hacia la pez brillante de la ventana. Una ventana en la noche es un espanto. He conocido personas que se volvieron locas nada más que por haber esperado al ser de pesadilla, surgido de las tinieblas, que pegaría su cara mortal a los cristales. Pero la oscuridad, tras los cristales, era tan negra que enviaba reflejos oscuros dentro de la sala como si quisiera robar nuestra luz y nuestro calor.

De repente, un grito de terror surgió de nuestras gargantas. Corrían por la landa.

—¡Dios!... ¡Dios mío!... Esos pasos... —sopló uno de los hombres.
—¡Son pasos humanos! —dijo otra voz.
—¡Esta noche. Señor!
—¡Esta noche precisamente!

Contra la puerta pegaron una patada desesperada. Se oyeron gritos, lloros, furiosos rezos entre sollozos.

—¡No se puede abrir! —dijeron los hombres.
—¡Piedad, por amor de Dios!—clamó una voz de mujer al otro lado de la puerta.
—¡Es una mujer! —dije—. Abran...
—No —respondieron todos. Y sus ojos se hicieron duros y malvados—. ¡ Ha sido culpa de usted! Hablar esta noche de...

Pero yo había descorrido ya el pesado cerrojo. En medio de un aluvión de juramentos aterrorizados, abrí la puerta y la mujer rodó al interior de la sala como al impulso de un empujón invisible.

—¡Cielo! —exclamó uno—. ¡Es Margaret!
—Desgraciada, ¿qué hacías...?

Pero todos se callaron. Los ojos de la mujer se abrieron... Ojos inverosímiles. Ojos que habían visto el Espanto. Un estremecimiento recorrió su cuerpo; sus dientes castañetearon... Luego, murmuró con extraña voz de quimera:

—El Uhu...
—¡Maldición! —repitieron los hombres.

Margaret se desplomó, se hizo un ovillo y permaneció sin moverse. Entonces, de la lejanía de la landa, surgió un ruido, insensato, imposible.

—Señor, en tus manos nos confiamos —gimieron los hombres.
—¡Señor, estamos perdidos! —repitió la locomotora humana.
—El Uhu —gimió Margaret.
—¡Silencio, bribona, carroña, ave del mal! —rugieron todos.
—¡Evocar eso esta noche! —se lamentó una voz.

El ruido sobre la landa se acercó, más aterrador, más formidablemente horrible, porque escapaba a todas las definiciones de la memoria y de la inteligencia. Era el ritmo de un paso, pero de un paso de una monstruosidad sin igual: la marcha de un ser extraño, cuya cabeza debía de rozar las estrellas.

—Imposible —dije.

Y, de pronto, la landa entera gritó su terrible miedo. Un concierto infernal de gritos, de silbidos, de lloros y de batir de alas rodeó la cabana como tempestad frenética. Un cristal se rajó como la piel de un tambor; luego, otro... Y una gaviota se retorció, sangrando y destrozada, en el suelo.

—¡Apaguen la luz! —gritó la mujer—. ¡Ella los atrae! Vienen...

No hubo tiempo de obedecer: un ejército de monstruos blancos surgía de la oscuridad hacia la llama enloquecida. Un grito desgarró esta máscara de locura, y tuve la impresión, mejor dicho, la rápida visión de un inmenso chorlito clavando de un golpe furioso su horrible pico en el ojo del enano. Un largo chorro oscuro saltó, y surgió la oscuridad, el tintineo acre de las botellas rotas, una corta cabellera de llama azul corriendo al techo..., y luego, lamentos, lamentos, lamentos... Una vida transformada, de pronto, en miedosa desde que todo estaba a oscuras, hormigueaba alrededor de nosotros.

Voluptuosamente retorcía cuellos suaves, arrancaba plumas, rompía patas menudas. A través del tibio escudo de las plumas, mis uñas buscaban carnes y entrañas. Experimenté una alegría de maldito haciendo morir las aves que, aquella noche, no eran otra cosa que nuestras hermanas en el miedo. Pero la mujer gritó de nuevo:

—Ahí está...

Las alas monstruosas subían y bajaban cerca de nosotros; el aire, producido por sus gigantescos movimientos, batía la choza como ráfagas de huracán. De repente surgió el trueno definitivo de un aplastamiento: crujidos secos, roturas estrepitosas, salpicaduras atroces, y mis miembros se estrujaron contra el suelo como si quisieran hundirse en la tierra azotada. A mi alrededor, comenzaron, monótonas en las tinieblas, las agonías. Durante horas aparté escombros de madera, fango y piedras. Rechacé abyectas cosas tibias y pegajosas. Luego vi, a través de grotescos revoltijos, deslizarse la claridad opaca y débil de la aurora. Sentía ya la brisa del aire libre, el yodo del mar lejano y la podredumbre de las simas próximas, cuando los pasos sonaron de nuevo, lejos..., lejos, amortiguados por la distancia. Pero sonaron.

Cerré los ojos. Luego me atreví... Me atreví a mirar.

¡Oh Dios! Espero que esto no sea verdad, porque fue más breve, más rápido, que el guiño de un ojo. Quiero creer que fue una nube, un humo, una niebla, un último jirón de tinieblas. A lo lejos, se hundía en el horizonte, que ocupaba por completo, una máscara formidable. Dos ojos fijos miraban a ras de la landa, como un vagabundo de pesadilla espía por encima de la línea divisoria de una tapia...

No, no...

Fueron dos normes agujeros glaucos en el Este, en la oscuridad de la noche que desaparecía... Fue eso y nada más. Frecuentemente, las nubes, en el cielo, se prestan a las más abominables fantasmagorías... Lo repetiré siempre: fue eso y nada más. Porque presiento que un Ser semejante no permitiría que ninguna criatura humana pusiera sus ojos en él. Si no, durante las horas de guardia, en medio de los mares solitarios y lívidos, vendría a espiar a ras del horizonte, a las hormigas que nosotros somos, y su paso resonaría en el fondo de los abismos marinos como en la landa lejana...

No.

¡No lo he visto!

¡No quiero haber visto al Uhu!...


El último silfo. Catulle Mendés (1841-1909)

En la cama de mi querida, una noche que yo no dormía allí – ¡eh! ¡qué indicación temporal tan poco clara! pues dormir en esa adorable cama, lo que se dice dormir, nunca me sucede,– se vio mi espíritu transportado (mi querida, un poco cansada, tenía los ojos cerrados), hacia el bosque de Broceliande y las islas de Avalon. Pensar en el país que habitaron las hadas, o en las mismas pequeñas hadas que bailan en corrillo sobre los céspedes de los linderos, a la luz de la luna o a la rojiza luz del alba, me resulta un sueño recurrente.

Soy, entre los hombres, uno de los últimos que se preocupan por Oriana, Viviana y por la misericordiosas Abunda! Mi almohada no ignora cuanto me gusta contar en las noches de insomnio las hermosas historias en las que las Buenas-Damas vienen en ayuda de las princesas cautivas en crueles torreones, donde los jinetes, seductores flores, están prisioneras de lianas vivas: y si logran evadirse, yo los compadezco. Ahora bien, esa noche yo pensaba en vosotras, Holda, Urganda, Urgele, Melusina, con una emoción muy particular, más tierna que de costumbre; tal vez era porque mi muy querida, antes de estar cansada y para merecer estarlo, me había engañado como nunca antes lo había hecho, con encantamientos y perfumes mágicos.

Con los párpados a medio cerrar, yo os veía entre el quimérico decorado que creaba la aproximación incompleta de las pestañas, hermosas como lo fuisteis, como lo sois, dejando arrastrar vuestros vestidos por las flores; incluso podía distinguir a vuestro alrededor la lenta danza y el estremecimiento semejante a una bufanda formada por mil revoloteantes pequeños silfos que golpeaban el claro de luna en ligeros golpes de alas transparentes; se hubiese dicho un aire rosa dentro de un aire azul.

Entonces, en un instante despertado del sueño, me invadió una amarga tristeza. Desde luego sabía que las exquisitas hadas no han dejado de existir, a pesar del ferrocarril que atraviesa el Bosque cerca de Atenas: algunas veces las he encontrado, tanto ésta, como aquella, tanto vestidas de diamantes y aurora como de harapos que se pronto se transforman en reales trajes deslumbrantes de oro y pedrerías. Si no fuese el más discreto de los amantes, podría decir que dos o tres veces me fue concedido retrasarme en el misterioso fondo de las grutas en compañía de Morgana que posee unos cabellos un poco rojos porque a menudo tiene la fantasía de teñirlos con el rocío de rosas rojas, o de Alcina que tiene los ojos verdes porque es prima de una sirena.

Pero debo confesar que nunca había encontrado silfos, en la vida real al menos; no, nunca, en ningún lugar, en ninguna circunstancia, ni en los senderos estrellados de luciérnagas, ni el las fiestas a las que fui convidado por la confianza de gnomos y otros duendes. Me entristecía y decía: «¿Es que ya no existen los silfos? ¿no duermen ya en las rosas, sus más queridas alcobas? ¿La noche ha dejado de poblarse por sus furtivos estremecimientos, apenas posados sobre los follajes o las cabelleras como presentimientos de vagos besos? ¿Quién entonces, habiendo desaparecido ellos, golpea a media noche con una punta emplumada, el cristal de las muchachitas enamoradas? » Y me entristecía cada vez más, cuando una voz excesivamente débil y dulce, tan débil y tan dulce que se podría haber tomado por el misterioso canto del aliento de tus labios dormidos, ¡oh, querida mía!, me respondió en la mortecina claridad de la alcoba: «¡Ah! ¡puedes llorar por nosotros, en efecto, poeta lleno de ternura por las gracias difuntas! pues ahora existimos tan poco que se podría decir que no existimos ya del todo. Antaño más numerosos que los perfumes fecundadores transportados por el viento de palmera en palmera, de melocotonero en melocotonero; presentes antes en un tumulto de diáfanas mariposas en las fiestas que se celebraban en los senderos y los claros por el himeneo de las gavanzas, los silfos han desaparecido para no regresar, derribados, espantados, destrozados, ¡a causa de las violentas máquinas que atraviesan con silbidos y humaredas el silencia y la bruma de los bosques!

La ciencia, asesina de sueños, ha matado a los silfos, sueños también: y, de todos mis hermanos yo soy el único que queda, dispuesto a morir y anhelando la muerte ». Yo escuchaba, pero ya no veía. «¡Oh, último de los silfos, dije, ¿estás tan próximo al desfallecimiento que ya posees la invisibilidad de las almas inmateriales?» Él replicó: «Todavía se me puede discernir.» En efecto, esforzando la vista no tardé en distinguir, revoloteando y zumbando sobre el sueño de mi querida, un mosquito! Sí, ¡un mosquito! He aquí en lo que se había convertido, a saber tras cuantas travesías, el superviviente de todos los silfos. De las alas que tuvo a las que tenía, ¡qué decadencia! Mi primer pensamiento fue atraparlo y aplastarlo entre dos uñas, pues, ¿el muy cruel no iba a picar la pálida carne rosada de un seno que, debido a su camisa deslizada y los brazos abiertos, mi amiga dormida ofrecía inocentemente al próximo despertar de mi deseo?

Él adivinó mi intención. «¡Oh! gracias, puesto que mi última hora está próxima, y ya destronado de las antiguas glorias y bonitos vuelos sobre las rosas matinales, deseo el dulce tránsito al otro lado que una oscura vida de insecto de alas grises; ¡pero al menos dejadme morir con la muerte que prefiera, y permitidme elegir mi tumba!» ¿Qué querría decir con eso? Yo lo observaba, asombrado y conmovido, sin embargo un tanto inquieto. El continuaba revoloteando, – apenas con un zumbido– sobre el querido cuerpo de la joven mujer adormilada: amenazaba sus ojos, se aproximaba a sus labios, a punto estuvo de posarse sobre una de las puntas floridas del pecho oscilante. ¡Si se hubiese posado allí, lo habría matado sin piedad en mi furioso ataque de celos!, pero continuaba en el aire, dudando; y yo lo vigilaba.

De pronto, –como en una elección definitiva– se precipitó bajo el hombro de mi amiga hacia el misterio frondoso de los rizos pelirrojos de la axila, que se retorcían. Tal vez picada, pero sin despertarse, mi muy querida tendió su brazo a lo largo de su busto: y el bichejo había quedado aplastado en la olorosa prisión. ¡Desde luego yo hice un movimiento provocado por la cólera! pero me invadió la piedad y no tuve el valor de guardar rencor al último de los silfos, nostálgico de los cálices, que había querido morir –al día siguiente encontré su cadáver entre las gasas– en la más perfumada de las rosas rubias.


El Twonky. Henry Kuttner (1915-1958) Catherine L. Moore (1911-1987)

El reemplazo de personal de la Electrónica del Medioeste era tal que Mike Lloyd no podía seguirle la pista a sus hombres. Los empleados continuaban yéndose a trabajar a otro lado, con mayores salarios. Por esa razón, cuando volvió a distinguir al hombrecillo cabezón vagabundeando inciertamente ante la puerta de un depósito, Lloyd echó una mirada al overoll marrón que llevaba puesto (provisto por la Compañía) y dijo suavemente:

—El silbato sonó hace ya más de media hora. Vuelva inmediatamente al trabajo.
—¿Tra-ba-j-jo? —El hombrecillo parecía tener serios inconvenientes con la palabra.

¿Estaría borracho? Lloyd, desde su posición de capataz, no podía bajo ningún concepto permitir una cosa semejante. Arrojó su cigarrillo, y acercándose más al hombrecillo, lo olió: no, no era licor. Miró rápidamente la placa sujeta al overoll, y leyó:

—Dos-cuatro. M-mm... ¿Eres nuevo aquí?
—Nuevo... ¿Uh? —repitió el hombre, frotándose un creciente chichón en su frente. Era un sujeto pequeño y de extraña apariencia, calvo como un tubo de vacío, y con un pálido rostro contraído, que mostraba unos diminutos ojos abiertos en un
admirado gesto de asombro.
—¡Vamos Joe, despiértate! —Lloyd estaba comenzando a impacientarse—. Tú trabajas aquí, ¿verdad?
—Joe —repitió el hombrecillo, pensativamente—. Trabajar. Sí, yo trabajo. Yo los hago. —Sus palabras brotaban extrañamente de su boca, como si tuviera el paladar hendido.
Echando una nueva mirada a su placa, Lloyd aferró el brazo de Joe, y lo arrastró hasta el cuarto de montaje.
—Aquí está tu puesto. Quédate en él. ¿Sabes lo que tienes que hacer?
El otro irguió su esmirriado cuerpo.
—Soy un... experto —aseguró—. Puedo hacerlos mucho mejor que Ponthwank.
—Perfectamente —dijo Lloyd—. Entonces comienza a hacerlos.

El hombre llamado Joe dudó, acariciando el chichón de su frente. Los overoll atrajeron entonces su atención, y los examinó con asombro. ¿Dónde...? ah, sí. Los había hallado colgando en el cuarto donde había emergido la primera vez. Sus propias ropas, naturalmente se habían disipado durante el viaje... ¿qué viaje? Amnesia, pensó. Se había caído desde... algún lado... cuando algo había aminorado su marcha hasta detenerse. ¡Qué extraño resultaba aquel almacén, atiborrado de máquinas de todo tipo! No llegaba a provocar en él ningún recuerdo anterior. Amnesia, eso era lo que le sucedía. El era un operario. Hacía cosas. Sin embargo, teniendo en cuenta los objetos poco familiares que lo rodeaban, eso no significaba nada. Aún se sentía aturdido. No obstante, las nubes de su mente se retirarían pronto. En realidad, ya habían comenzado a desaparecer. Trabajar. Joe efectuó una rápida recorrida alrededor del cuarto, tratando de aguijonear su defectuosa memoria. Pudo ver varios operarios en overoll, construyendo diversas cosas. ¡Pero qué infantiles... qué elementales! Quizás aquello era un jardín de infantes.

Al cabo de unos momentos de inspección, Joe se dirigió a un depósito, examinando algunos modelos terminados de combinados estereofónicos. Así que era eso. Le parecieron torpes e incómodos, pero aquella especialidad no le correspondía. No. Su trabajo consistía en construir Twonkies. ¿Twonkies? El nombre asaltó su memoria nuevamente. Por supuesto que sabía cómo construir Twonkies. Los había hecho durante toda su vida... había sido especialmente entrenado para esa tarea. Por lo visto, ahora usaban un modelo de Twonky diferente, pero, ¡qué demonios! ¡Aquello era un juego de niños para un operario hábil como él! Joe volvió al cuarto de montaje, y encontró un banco de trabajo vacío, donde comenzó de inmediato a construir su primer Twonky. De tanto en tanto, se deslizaba fuera del cuarto, y se apoderaba de los materiales que iba necesitando. Solo en una ocasión, en que no pudo localizar un trozo de tungsteno que le era imprescindible, construyó apresuradamente un pequeño dispositivo que pudiera proveérselo, a partir de los elementos de que disponía en cantidad.

Su banco de trabajo se encontraba ubicado en un rincón alejado de los demás, y escasamente iluminado, aunque parecía demasiado brillante a los ojos de Joe. Ninguno de los otros operarios reparó en la consola que rápidamente tomaba forma en aquel rincón; Joe trabajaba muy rápidamente. Ignoró el silbato del mediodía, y ya para la hora de salida, su trabajo estaba terminado. Quizás podría alegarse que necesitaba otra mano de pintura; en realidad carecía del tono resplandeciente de los Twonkies estándares, pero tampoco ninguno de los otros lo tenía. Joe suspiró, se agachó debajo de su banco de trabajo, buscando en vano su correspondiente colchón-relajador, y al no encontrarlo, se acostó directamente sobre el piso. Unas pocas horas más tarde, despertó. La fábrica estaba completamente vacía. ¡Qué extraño!; quizás los horarios de trabajo habían cambiado. Quizás... la mente de Joe se sentía extrañada. El sueño había despejado las últimas nubes de la amnesia, si es que eso era lo que le había sucedido, pero aún se sentía algo aturdido. Murmurando para sí, envió al Twonky al depósito contiguo y lo comparó con los otros. Superficialmente era idéntico a uno de los amplificadores estereofónicos de modelo más reciente. Siguiendo el esquema de los demás, Joe había camuflado y disimulado bajo aquella apariencia los distintos órganos y bobinas de reacción de su propio dispositivo.

Luego de almacenar su Twonky, se dirigió nuevamente al salón de ventas, y fue entonces cuando los últimos jirones de niebla se disiparon de su mente. Los hombros de Joe se estremecieron convulsivamente.

—¡Por todos los Dioses! —exclamó—. ¡Así que era eso! ¡He caído en una grieta temporal!
Con una asombrada mirada a su alrededor corrió de vuelta hacia el depósito en el que había emergido por primera vez. Allí se quitó rápidamente el overoll y lo devolvió a la percha donde lo había encontrado. Luego de ello, se dirigió hacia uno de los rincones del cuarto, tanteó el aire a su alrededor, asintiendo con satisfacción, y se sentó en el vacío, a un metro por sobre el suelo. Y a continuación, Joe se desvaneció en la nada.

—El tiempo —estaba diciendo Kerry Westerfield— es curvo. Eventualmente, y a plazos determinados, regresa al mismo lugar donde comenzó. —Colocó un pie en una apropiada saliente de las rocas de la chimenea, y se estiró voluptuosamente. Desde la cocina se oía el tintineo de los vasos y las botellas que Martha estaba manipulando.
—Ayer, a esta misma hora —seguía diciendo Kerry— tomé un Martini. La curva temporal indica que debería tomar otro ahora. ¿Me estas escuchando, ángel?
—Lo estoy sirviendo —contestó el ángel, distraídamente.
—Entonces has comprendido perfectamente mi argumento.
Aquí va otro: el tiempo describe una trayectoria en forma de espiral, y no circular como se cree. Si llamas 'A' al primer ciclo, el segundo será 'A más 1'... ¿comprendes? Todo eso significa un Martini doble esta noche.
—Ya sabía dónde terminaría tu conferencia —comentó Martha, entrando al amplio salón enchapado en roble. Era una pequeña mujer de pelo negro, con un rostro singularmente bonito, y una figura que hacía juego con él. El diminuto delantal de algodón que llevaba puesto se veía ligeramente absurdo en combinación con sus pantalones ajustados y la blusa de seda.
—Además, no se fabrica gin de graduación infinita. Aquí está tu Martini —dijo, sacudiendo la coctelera y preparando las copas.
—Revuélvelo despacio —le avisó Kerry—. Jamás lo sacudas.
Así esta bien. —Aceptó la copa que ella le tendía, y la contempló apreciativamente. Su cabello negro, salpicado de gris, brilló bajo la luz de la lámpara, cuando bebió un sorbo de su Martini—.Bueno, muy bueno.

Martha bebió lentamente de su copa, mientras contemplaba a su esposo. Realmente un tipo buen mozo, Kerry Westerfield. Andaba por los cuarenta-y-tantos años, agradablemente feo, con una boca ancha, y un ocasional brillo sardónico en sus ojos grises cuando contemplaba la vida. Llevaban ya doce años de casados, y ambos se hallaban contentos de ello. Desde el exterior, llegaba a través de los ventanales el tardío y tenue fulgor de la puesta del sol, reflejándose en el gabinete del equipo estéreo ubicado contra la pared, a un lado de la puerta. Kerry lo miró con un gesto de apreciación.

—Costó un ojo de la cara —comentó—. Aunque...
—¿Qué? Ah, sí. Los obreros tuvieron realmente un trabajo duro para subirlo por las escaleras. ¿Por qué no lo pruebas, Kerry?
—¿No lo has hecho tú, ya?
—No; ya bastante complicado era el anterior —explicó Martha con un gesto de desconcierto—. Dispositivos... me confunden. Yo fui educada con una radio Edison. Tú le dabas cuerda con una manivela, y unos sonidos extraños brotaban de una bocina. Eso era algo comprensible para mí. Pero ahora... aprietas un botón y suceden cosas extraordinarias. Ojos electrónicos, selectores de tono, discos que se tocan de ambos lados, con el acompañamiento de fantasmagóricos gruñidos y chasquidos provenientes del interior de la consola. Probablemente tú entiendas de esas cosas; yo ni siquiera lo intento. Cada vez que pongo un disco de Bing Crosby en un aparato colosal como ése, Bing parece avergonzado.
—Voy a poner un disco de Debussy —dijo Kerry, comiendo la aceituna de su Martini—. Hay un nuevo disco de Crosby allí para ti. El último.
Martha se contorsionó alegremente:
—¿Puedo ponerlo, Kerry, sí?
—Aja.
—Pero tendrás que enseñarme cómo.
—Es muy simple —dijo Kerry, dirigiéndose hacia la consola—.Estos pequeños son realmente buenos, ¿sabes? Pueden hacer cualquier cosa, excepto pensar.
—Me gustaría que también lavaran los platos —comentó Martha encaminándose hacia la cocina, luego de dejar su copa.

Kerry encendió una lámpara cercana, y se dirigió a examinar su nuevo equipo. El modelo más moderno de Electrónica del Medioeste, con todas sus últimas innovaciones. Cierto que había resultado caro, pero, después de todo, ¿qué demonios? Podía darse el gusto. Y además, le habían cotizado muy bien el anterior. Al acercarse, observó que el aparato no estaba enchufado, tampoco se veían conexiones por ningún lado... ni siquiera un cable a tierra. Quizá se trataba de una innovación más. La conexión a tierra y la antena incorporada, o algo así. Kerry se agachó, buscando un tomacorriente, e insertó en el la ficha del aparato. Una vez hecho esto, abrió las puertas del gabinete, y observó los diales con una amplia sonrisa de satisfacción. Un rayo de luz azulada brotó repentinamente del aparato, enfocándose en sus ojos. Al mismo tiempo se escuchaba un débil y cuidadoso chasquido, proveniente de las profundidades de la consola. El sonido cesó abruptamente, y Kerry parpadeó, manoseando nerviosamente los diales e interruptores, mientras se mordisqueaba una uña.

—Esquema psicológico probado y registrado... —anunció la radio, con una voz remota.
—¿Eh? ¿Qué es eso? —se preguntó Kerry, girando el sintonizador—. ¿Un radio-aficionado? No, no puede ser. Ellos no emplean esta frecuencia. Mm-m-m. —Se encogió de hombros, y fue a sentarse en una silla cercana a los estantes de los álbumes.

Su mirada pasó rápidamente por los títulos y los nombres de los compositores. ¿Dónde estaba El cisne de Tuonela? Ah, allí estaba, junto a Finlandia. Kerry bajó el álbum de su estante, abriéndolo sobre sus rodillas. Con su mano libre extrajo un cigarrillo del bolsillo, colocándolo entre sus labios, y tanteando sobre la mesa, en busca de la caja de fósforos. El primero que encendió, se apagó al instante. Lo arrojó a la chimenea, y estaba a punto de encender otro, cuando un débil sonido atrajo su atención. La radio estaba caminando a través del salón, acercándose a él. Un tentáculo similar a un látigo surgió de algún lugar, recogió un fósforo y lo raspó contra la tapa de la mesa (igual que lo había hecho Kerry), acercando la llama al cigarrillo del hombre. Los reflejos instintivos respondieron rápidamente. Kerry aspiró profundamente, y explotó en una tos humeante y atormentada, que lo obligó a doblarse en dos, jadeante y momentáneamente ciego. Cuando por fin pudo ver nuevamente, la radio estaba de nuevo en su lugar acostumbrado. Kerry se mordisqueó pensativamente el labio inferior, y luego llamó:

—Martha.
—La sopa está lista —contestó la voz de ella.

Kerry no contestó. Se levantó, dirigiéndose hacia el aparato, observándolo dubitativamente. El cable del enchufe había sido arrancado de su tomacorriente. Kerry lo repuso cautelosamente en su lugar. Luego se agachó para examinar las patas de la consola. Ante sus ojos, parecían construidas de madera, y finamente terminadas. Una mano exploratoria no pudo ampliar esta observación. Madera... dura y quebradiza. Cómo demonios...

—¡La cena está lista! —lo llamó Martha.
Kerry arrojó su cigarrillo a la chimenea, y salió lentamente de la habitación. Su esposa, colocando una salsera en la mesa, lo miró fijamente.
—¿Cuántos Martinis tomaste?
—Solo uno —contestó Kerry, vagamente—, me debo haber adormilado por un minuto. Sí, eso es lo que debe haber pasado.
—Bueno, ya puedes arrojarte sobre la comida —autorizó su esposa—. Después de todo, es la última oportunidad que tienes de comportarte como un cerdo mientras comes mis comidas; al menos por una semana.
Kerry buscó su billetera con un gesto ausente, sacó de ella un sobre y se lo tendió a su esposa:
—Aquí está tu boleto, ángel. No lo pierdas.
—¡Oh! ¡Parece que merezco un compartimiento para mí sola! —Martha colocó nuevamente la tarjeta en su sobre, y gorgoteó alegremente—. Eres realmente un buen muchacho. ¿Seguro que podrás arreglártelas sin mí?
—¿Eh? ¡Ah, sí!... creo que sí —dijo Kerry, agregándole sal a su palta. Se estremeció ligeramente, y pareció salir de un ligero aturdimiento—. Seguro que podré arreglármelas. Tú vete a Denver y ayuda a Carol a tener su bebé. Así todo quedará en familia.
—Bue-eno, es mi única hermana... —Martha sonrió al decir esto—. Tú sabes cómo son ella y Bill. Completamente chiflados. Necesitarán a alguien que los tranquilice justamente ahora.
No recibió contestación alguna. Kerry estaba meditando profundamente sobre un bocado de su palta. Ante su pregunta, musitó algo acerca del Venerable...
—¿Qué pasa con él?
—Hay una conferencia mañana. Por alguna extraña razón, todos los términos lectivos nos empantanamos en el Venerable Beda. En fin...
—¿Y tienes tu conferencia lista?
—Claro —asintió. Kerry. Había enseñado durante ocho años en la misma Universidad, y por cierto que sabía los programas para ese entonces.
Más tarde, luego de haber servido el café y encendido sendos cigarrillos, Martha echó una mirada a su reloj pulsera.
—Ya es casi la hora de tomar el tren. Es mejor que termine de empacar. Los platos...
—Yo los lavaré —afirmó Kerry, acompañando a su esposa al dormitorio, donde solo consiguió entorpecer su labor. Al cabo de un tiempo, volvió a bajar, acarreando las valijas hasta el auto.

Martha se le reunió, y juntos se encaminaron hacia la estación. El tren llegó en el horario previsto, y media hora después de haber salido, Kerry volvió a instalar el coche en el garaje, y se dirigió hacia la casa, bostezando profundamente. Se sentía cansado. Bien, entonces lavaría los platos, luego una cerveza, y se acostaría a leer un libro. Con una intrigada mirada a la radio, entró a la cocina y comenzó con los platos. Y ese fue el momento que eligió el teléfono del hall para comenzar a sonar. Kerry se secó las manos en una toalla, y se dirigió a. atenderlo. El que llamaba era Mike Fitzgerald, profesor de psicología en su misma Universidad.

—Hola Fitz.
—Hola, ¿Martha se fue?
—Sí. Recién llego de acompañarla a la estación.
—¿Te sientes con ánimo como para conversar, entonces? Conseguí un escocés bastante pasable. ¿Por qué no te vienes y charlamos un rato?
—Me gustaría —contestó Kerry, bostezando nuevamente— pero estoy muerto. Mañana es un día pesado. ¿Quedamos comprometidos para mañana?
—Perfecto. Es que recién acababa de terminar de corregir mis papeles, y sentí la necesidad de aguzar mi mente. ¿Qué sucede?
—Nada; espera un momento —Kerry dejó el receptor, y miró por sobre su hombro frunciendo el ceño. Se oían extraños ruidos, procedentes de la cocina. ¡Qué demonios!...
Cruzó rápidamente el hall, y se detuvo en la puerta de la cocina, inmóvil y estupefacto. El aparato de radio estaba lavando los platos. Al cabo de un momento, retornó al teléfono, donde le oyó preguntar a Fitzgerald:
—¿Sucede algo?
—Es mi nuevo combinado —contestó Kerry cautelosamente—. Está lavando los platos.
Fitz permaneció silencioso por unos instantes. Cuando contestó lo hizo con una risita indecisa:
—¿Cómo?
—Te llamaré más tarde —dijo Kerry, colgando el receptor.

Permaneció allí parado, inmóvil por un momento, mordisqueando su labio inferior. Luego se encaminó de vuelta a la cocina, y se detuvo a observar. El aparato estaba parado frente a la pileta, volviéndole la espalda. Varios miembros similares a tentáculos manipuleaban los platos, sumergiéndolos expertamente en agua jabonosa caliente, frotándolos con la pequeña esponja, enjuagándolos concienzudamente y colocándolos luego prolijamente en el escurridor de alambre. Aquellos miembros semejantes a látigos eran su único signo de actividad fuera de lo común. Las piernas eran aparentemente sólidas.

—¡En! —exclamó Kerry.
No obtuvo respuesta alguna. Se deslizó entonces furtivamente dentro de la cocina, hasta que pudo examinar el combinado desde más cerca. Los tentáculos surgían desde un hueco debajo de uno de los diales, mientras que el cable del enchufe se balanceaba libremente. Entonces carecía de energía. Pero que... Kerry dio unos pasos hacia atrás, y extrajo un cigarrillo. Instantáneamente, el tocadiscos giró, tomó un fósforo de la caja colocada sobre la cocina, y se acercó a él. Kerry parpadeó, estudiando sus patas. Aquello no podía ser madera. Se doblaban mientras la... cosa se movía, elásticas y flexibles, como si fueran de goma. El aparato tenía un singular movimiento furtivo, que no se parecía a ninguna otra cosa sobre la Tierra. Encendió el cigarrillo de Kerry, e inmediatamente regresó a la pileta, donde recomenzó el interrumpido lavado. Kerry telefoneó nuevamente a Fitzgerald:

—No estaba bromeando. Tengo alucinaciones, o algo así. Ese maldito combinado acaba de encenderme un cigarrillo.
—Espera un momento —la voz de Fitzgerald sonaba indecisa —. Esto es una broma, ¿verdad?
—¡No! Y no creo que sea una alucinación, tampoco. Está dentro de tu campo. Puedes venir ahora, y ver cómo andan mis reflejos.
—Está bien —dijo Fitz—. Dame diez minutos. Y ten un trago preparado.

Cortó la comunicación, y Kerry, dejando el receptor de vuelta en la horquilla, pudo volverse a tiempo para ver a la radio salir caminando de la cocina, dirigiéndose a la sala de estar. Su perfil cuadrado, similar a una caja, resultaba sutilmente horripilante, como alguna versión bizarra de algún extraño espantapájaros. Kerry se estremeció, pero al fin siguió al combinado, encontrándolo en su lugar original, inmóvil e impasible. Se acercó a él y abrió las puertecillas del frente, observando cuidadosamente el plato, el brazo del pickup, y todos los otros botones y dispositivos. Aparentemente, no había nada fuera de lo normal. Tocó las patas una vez más; no eran de madera, después de todo. Era algún tipo de plástico, y parecía bastante duro. O... quizás fuera madera al fin y al cabo. Era muy difícil estar seguro, especialmente sin dañar la terminación del mueble. Y Kerry sentía repulsión ante la idea de utilizar un cuchillo contra su propio tocadiscos. Probó la radio, sintonizando sin ninguna dificultad varias de las emisoras locales. El tono era bueno... quizás desusadamente bueno, pensó. Y el tocadiscos... Tomó al azar el disco de Hasvorsen, La entrada de los Boyardos, y lo deslizó en su lugar, cerrando la cubierta. No pudo escuchar ningún sonido proveniente del aparato. Una investigación mas cuidadosa demostró, sin embargo, que la púa estaba moviéndose rítmicamente a lo largo del surco, pero sin ningún resultado audible. ¿Y entonces?

Kerry retiró el disco al escuchar la campanilla de la puerta de entrada. Era Fitzgerald, un hombre de apariencia taciturna, extremadamente delgado, con un rostro apergaminado, coronado por un enmarañado matorral de opacos cabellos grises. Al llegar, extendió hacia Kerry una larga y huesuda mano.

—¿Dónde está mi trago?
—Hola Fitz. Ven a la cocina. Lo prepararé. ¿Tomarás un Highball?
—Un Highball estará bien.
—Enseguida lo preparo —dijo Kerry, iniciando el camino hacia la cocina—. Sin embargo, no lo bebas demasiado pronto. Quiero mostrarte mi nuevo combinado.
—¿El que lava platos? —preguntó Fitzgerald—. ¿Qué otra cosa sabe hacer?
Kerry entregó al otro su copa:
—No toca discos.
—Bueno, ese es un problema menor, si va a hacer las tareas de la casa. Vamos a echarle una mirada —agregó, dirigiéndose hacia el salón. Allí seleccionó La siesta de un fauno y se acercó al combinado—. No está enchufado.
—Eso no hace ninguna diferencia —contestó Kerry violentamente.
—¿Tiene baterías? —preguntó Fitzgerald, mientras deslizaba el disco en su posición, y operaba los interruptores—. Veinticinco centímetros... ya está. Ahora veremos. —Se volvió triunfante hacia Kerry: —¿Y bien? Está sonando ahora.
Y lo estaba.
—Inténtalo con aquella pieza de Halvorsen. Tómala —al decir esto, alargó el disco hacia Fitzgerald, quien pulsó el interruptor de expulsión, y se quedó contemplando la elevación del brazo del pickup.
Pero esta vez el tocadiscos rehusó funcionar. Evidentemente no le agradaba La entrada de los Boyardos.
—Es curioso —gruñó Fitzgerald—. Probablemente el problema resida en el disco. Probemos otro.
No tuvieron problemas con Daphnis y Cloe, pero el aparato rechazó silenciosamente el Bolero, del mismo compositor. Kerry se sentó e invitó a Fitz con un ademán, a hacerlo en una silla vecina, comentando:
—Eso no prueba nada. Ven aquí y observa. No tomes nada aún. ¿Te sientes perfectamente, este... normal?
—Seguro. ¿Y bien?

Kerry sacó un cigarrillo. El combinado caminó a través del cuarto, recogiendo una caja de fósforos a su paso, y sostuvo gentilmente la llama. Una vez encendido el cigarrillo, regresó a su lugar junto a la puerta. Fitzgerald no efectuó comentario alguno. Al cabo de unos instantes, extrajo a su vez un cigarrillo de su bolsillo, y esperó. Nada sucedió esta vez.

—¿Entonces...? —preguntó Kerry.
—Un robot. Esa es la única respuesta posible. Por los huesos de Petrarca ¿dónde lo conseguiste?
—No pareces muy sorprendido.
—Sin embargo, lo estoy. Pero ya he visto robots anteriormente: La Westinghouse los probó, y tú lo sabes. Solo que este... —Fitzgerald comenzó a golpear suavemente sus dientes con la uña de su dedo índice—. ¿Quién lo hizo?
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? —preguntó Kerry, airado—. La gente de la fábrica de tocadiscos, supongo.
—Espera un minuto —interrumpió Fitzgerald, con los párpados entornados—. No entiendo muy bien...
—Es que no hay nada que entender. Compré este combinado hace pocos días. Entregué el viejo como parte de pago. Me lo enviaron esta misma tarde, y... —Kerry explicó todo lo que había sucedido.
—¿Quiere decir que no sabías que era un robot?
—Exactamente. Lo compré como una radio. ¡Y ahora esa... esa maldita cosa parece estar viva!
—No —Fitzgerald se levantó, sacudiendo la cabeza, e inspeccionó cuidadosamente la consola—. Es un nuevo tipo de robot. Al menos... ¿qué otra cosa queda por pensar? Sugiero que te pongas al habla con la gente de la Medioeste mañana mismo, y los consultes.
—Abramos el gabinete, y echemos una mirada al interior —sugirió Kerry.

Fitzgerald aceptó gustosamente, pero el experimento demostró ser imposible de llevar a cabo. Los paneles exteriores, presumiblemente de madera, no estaban, como era de prever, atornillados en su lugar, y no había aparentemente ninguna manera de abrir la caja del aparato. Kerry buscó un destornillador, y comenzó a utilizarlo, delicadamente al principio, y luego con reprimida furia. Aun así, sus esfuerzos fueron inútiles, no solo para abrir alguno de los paneles, sino que tampoco fueron capaces de rayar la oscura y pulida terminación del gabinete.

—¡Maldita sea! —dijo finalmente—. Bueno, tus suposiciones son tan buenas como las mías. Es un robot. Sólo que no estaba enterado de que pudieran construirlos tan avanzados. ¿Y por qué con forma de combinado?
—No me preguntes a mí —dijo Fitzgerald, encogiéndose de hombros—. Consúltalo mañana. Este es el primer paso.

Naturalmente, estoy un poco desconcertado. Si han conseguido inventar una nueva clase de robot especializado, ¿por qué ponerlo en un gabinete de tocadiscos? ¿Y qué es lo que hace que esas patas se muevan? No hay ningún tipo de ruedas en ellas.

—Yo también me estuve preguntando lo mismo.
—Cuando se mueve, las patas parecen... de goma; solo que no lo son. Son duras como... madera. O plástico.
—Estoy asustado de la cosa ésa —comentó Kerry.
—¿Quieres quedarte en casa esta noche?
—N-no, creo que no será necesario. El... robot no puede hacerme daño.
—No creo que lo desee. Hasta ahora te ha estado ayudando, ¿no es así?
—Sí —contestó Kerry, y salió para preparar otros tragos.

El resto de la conversación transcurrió en forma intrascendente. Varias horas más tarde, Fitzgerald partió para su casa, algo preocupado. En realidad, no había estado tan indiferente, sino que solo lo había aparentado, en consideración a los nervios de Kerry. El impacto de algo tan absolutamente inesperado dentro de la vida normal, era sutilmente aterrador. Y a pesar de todo, como él mismo había dicho, el robot no parecía amenazante. Kerry subió a su cuarto, llevando consigo una novela policial que aún no había comenzado a leer. El tocadiscos lo siguió al dormitorio, y delicadamente le quitó el libro de las manos. Kerry se aferró instintivamente a él.

—¡Eh! —exclamó—. Qué demonios...
El combinado salió nuevamente del dormitorio en dirección a la sala de estar, y Kerry lo siguió, justo a tiempo para verlo reponer el libro en su estante correspondiente. Al cabo de un momento, se retiró silenciosamente, cerrando su puerta con llave y durmió desasosegadamente hasta la mañana siguiente. Aún con sus pijamas y en pantuflas, bajó tambaleante para observar nuevamente el tocadiscos. Estaba de nuevo en su lugar original, y parecía como si jamás se hubiera movido: bastante pálido, comenzó a preparar su desayuno. Sin embargo, cuando fue a tomarlo, sólo le fue permitido una única taza de café. El tocadiscos apareció, retirándole reprobadoramente la segunda taza de la mano, y la vació en la pileta. Aquello fue más que suficiente para Kerry Westerfield. Buscó apresuradamente su sombrero y su sobretodo, y abandonó la casa casi corriendo. Había tenido el horrible presentimiento que el combinado podría seguirlo, pero éste se abstuvo de hacerlo, afortunadamente para su salud mental. Estaba comenzando a preocuparse seriamente por ella.

Durante la mañana encontró algo de tiempo para telefonear a la Electrónica del Medioeste, pero el vendedor no sabía nada al respecto. El equipo era un combinado de modelo estándar, el más moderno de ellos. Si no funcionaba satisfactoriamente, por supuesto estaría muy contento de...

—¡Oh, no! Está perfectamente —contestó Kerry—. ¿Pero quién lo construyó? Eso es lo que me interesaría saber.
—Un momento, por favor —y luego de una demora, la voz informó—. Proviene del Departamento del señor Lloyd. Uno de nuestros capataces.
—Comuníqueme con él, por favor.
Pero Lloyd no fue de mucha ayuda. Luego de mucho pensarlo, recordó que el combinado había sido colocado en el depósito sin número de serie y que hubo que agregárselo posteriormente.
—¿Pero ¿quién lo fabricó?
—En este momento no pudo decírselo con seguridad. Pero creo que puedo averiguárselo. ¿Qué le parece si lo llamo más tarde?
—No se olvide —pidió Kerry, y retornó a sus clases. La conferencia sobre el Venerable Beda no resultó demasiado exitosa ese año.
Durante el descanso del mediodía pudo ver a Fitzgerald, quien pareció aliviado cuando Kerry se acercó a su mesa.
—¿Encontraste algo más acerca de tu robot-mascota? —preguntó el profesor de psicología.
No había nadie dentro del radio de alcance de sus voces. Con un suspiro de cansancio, Kerry se dejó caer en una silla, y encendió un cigarrillo.
—Absolutamente nada. ¡Oh, es un placer poder hacer esto por mí mismo! —exclamó, expulsando el aire de sus pulmones—. Telefoneé a la Compañía.
—¿Y?
—No saben nada. Excepto que el combinado no tenía número de serie.
—Eso puede ser significativo —comentó Fitzgerald.
Kerry comentó con su amigo acerca de los incidentes con el libro y el café, y Fitzgerald desvió la mirada hacia su vaso de leche.
—Yo te he efectuado varios psicotests, y te dije que demasiada excitación era perjudicial para ti.
—¡Pero una novela de detectives! —Bueno, admito que es demasiado exagerado; pero puedo entender las razones por las que el robot actuó de esa manera. Aunque confieso que no sé cómo se las arregló para hacerlo. —Aquí dudó un instante—. Sin inteligencia quiero decir.
—¿Inteligencia? —Kerry pasó la lengua por sus labios—. Y o no estoy muy seguro que sea simplemente una máquina. Y yo no estoy loco.
—No, no lo estás. Pero tú dijiste que el robot estaba en la habitación del frente. ¿Cómo pudo saber qué era lo que estabas leyendo? —A menos que cuente con algún tipo de visión de rayos-X, escudriñadores superveloces y poderes asimilativos, no puedo siquiera imaginármelo. Quizás no quisiera que leyera nada.
—Eso tiene sentido —gruñó Fitzgerald—. ¿Sabes algo acerca de máquinas teóricas de ese tipo?
—¿Robots?
—Puramente teóricos. Tu cerebro es un coloide, tú lo sabes. Compacto, complicado... pero lento. Supón que llegas a desarrollar un dispositivo con varios trillones de unidades radioatómicas, alojadas en un material aislante. El resultado es un cerebro, Kerry. Un cerebro con una tremenda cantidad de unidades, interactuando a velocidades lumínicas. Una lámpara de radio ajusta el flujo de corriente cuando el dispositivo está operando a cuarenta millones de señales diferenciadas por segundo. Y, teóricamente al menos, un cerebro radioatómico del tipo que te he mencionado, puede incluir capacidades de percepción, reconocimiento, evaluación, reacción y ajuste, a razón de cien mil por segundo.
—Pero eso es pura teoría.
—Sí, yo también lo creía. Sin embargo, me gustaría saber de dónde proviene tu combinado.
Uno de los mozos comenzó a llamar en voz alta:
—¡Teléfono para el Sr. Westerfield!

Kerry se excusó y salió. Cuando regresó, podía apreciarse en su rostro una mirada preocupada, que unía las pobladas cejas. Fitzgerald se quedó mirándolo interrogativamente.

—Era un tipo llamado Lloyd, de la planta de la Medioeste. Había estado hablando con él acerca del tocadiscos.
—¿Tuviste suerte?
—No... Bueno, no mucha —contestó Kerry, sacudiendo la cabeza—. No pude averiguar quién pudo haber construido la cosa.
—Pero ¿fue construida en la planta?
—Sí. Hace más o menos dos semanas atrás... pero no existen registros sobre quién la hizo. Lloyd parece pensar que es muy, muy extraño. Si el combinado fue construido en la planta, ellos tendrían que saber quién lo hizo.
—¿Y entonces?
—Entonces, nada. Y cuando le pregunté como se abre el gabinete, me dijo que era muy sencillo: simplemente desatornillando el panel posterior.
—Es que no hay ningún tornillo allí —dijo Fitzgerald.
—Ya lo sé.
Se miraron mutuamente, hasta que Fitzgerald rompió el silencio:
—Daría cincuenta dólares por saber si ese robot fue construido realmente hace sólo dos semanas atrás.
—¿Por qué?
—Porque un cerebro radioatómico necesita cierto entrenamiento. Incluso para ciertas cosas simples cómo encender un cigarrillo.
—Es que me vio encender uno.
—Y siguió el ejemplo. Y en cuanto al lavado de platos... hm-mm. Inducción, supongo. Si ese dispositivo ha sido entrenado previamente, es un robot. De lo contrario... —Fitzgerald hizo una pausa.
Kerry parpadeó, y luego lo instó:
—¿De lo contrario qué?
—Entonces no sé qué demonios puede ser. En ese caso tendría la misma relación con un robot, que nosotros con el Eohippus... Sólo sé una cosa, Kerry: es muy probable que ningún científico de nuestros días posea los conocimientos necesarios como para diseñar una... una cosa como ésa.
—Estás argumentando en círculos —dijo Kerry—. Alguien tiene que haberlo hecho.
—Es verdad. Pero ¿Cómo... cuándo... y quién? Eso es lo que me tiene preocupado.
—Bueno, tengo una clase en cinco minutos. ¿Por qué no vienes a casa esta noche?
—No puedo. Tengo una conferencia en el Salón. Pero te llamaré cuando termine.

Kerry se despidió con un gesto, tratando de desechar los pensamientos sobre el tema, y consiguiéndolo regularmente bien. Sin embargo, aquella noche, mientras cenaba solo en un restaurant, comenzó a sentir una general falta de deseos de regresar a su casa. Sabía que había un espantapájaros esperándolo.

—Cognac —ordenó el camarero—. Que sea doble.
Dos horas más tarde, un taxi dejaba a Kerry en la puerta de su casa. Se encontraba notablemente borracho; los objetos se movían en forma imprecisa delante de sus ojos. Caminó inestablemente hacia la puerta, subiendo los escalones con exagerado cuidado, y entró en la casa. Encendió la luz. El combinado se acercó inmediatamente a él y unos delgados tentáculos, resistentes como el acero se arrollaron alrededor de su cuerpo, manteniéndolo inmóvil. Un aguda punzada de violento terror azotó a Kerry; luchó desesperadamente por liberarse, mientras trataba infructuosamente de gritar, pues su garganta estaba completamente seca. Del panel frontal de la radio surgió un relámpago de luz amarilla, que encegueció momentáneamente al hombre. Luego se deslizó en dirección a su pecho, deteniéndose allí por un instante. Repentinamente, un sabor insólito inundó la boca de Kerry. Al cabo de un minuto aproximadamente, el rayo se apagó, los tentáculos desaparecieron de la vista, y el combinado regresó a su rincón acostumbrado. Kerry se tambaleó débilmente hasta una silla, y se dejó caer en ella, tragando saliva espasmódicamente. Estaba completamente sobrio. Lo que era absolutamente imposible. Catorce cognacs debían haber infiltrado una considerable cantidad de alcohol dentro de su sistema circulatorio.

Y uno no puede agitar una varita mágica y alcanzar instantáneamente un estado de completa sobriedad. Sin embargo, eso era exactamente lo que había pasado. El... robot tratando de ser útil. Sólo que Kerry hubiera preferido permanecer borracho. Se levantó cautelosamente y se deslizó más allá del tocadiscos en dirección a la biblioteca. Con un ojo fijo en el combinado, tomó nuevamente la novela policial que había tratado de leer la noche precedente. Como había esperado, los tentáculos del aparato la retiraron de su mano, para reponerlo en su estante correspondiente. Kerry, recordando las palabras de Fitzgerald, echó una mirada a su reloj. Tiempo de reacción, cuatro segundos. Retiró de un estante contiguo un tomo de Chaucer, y la radio permaneció inmóvil. Sin embargo, cuando Kerry buscó un volumen de historia, este le fue quitado suavemente de sus manos. Tiempo de reacción, seis segundos. Kerry localizó un libro de historia dos veces más grueso que el anterior.

Tiempo de reacción, diez segundos. Oh, oh. Así que el robot realmente leía los libros. Aquello significaba algún tipo especial de rayos X y reacciones superveloces. ¡Por las barbas de Josafat! Kerry comenzó a intentar con nuevos títulos, preguntándose cuál era el criterio de juicio del combinado. Alicia en el País de las Maravillas fue arrebatado de sus manos; los poemas de Millay fueron aprobados. Kerry confeccionó una lista, a dos columnas, para futuras referencias. De acuerdo con todo lo que había sucedido, el robot no era un simple sirviente. Era un censor. Pero, ¿cuál era su patrón de comparación? Al cabo de un momento, recordó su conferencia del día siguiente, y comenzó a repasar sus apuntes; varios párrafos entre ellos necesitaban ser verificados. Con cierta indecisión localizó el libro que necesitaba como referencia... y el robot lo arrebató de su mano.

—Espera un momento —dijo Kerry—, ¡necesito ese libro!
Trató de arrancar el volumen del apretón de los tentáculos, pero infructuosamente; el aparato no le prestó atención, y remplazó calmosamente el libro en su correspondiente estante. Kerry permaneció donde estaba, mordisqueando su labio inferior. Esto era ya demasiado. El maldito robot era un monitor. Se deslizó furtivamente hacia el libro, lo atrapó rápidamente, y salió de la habitación antes que el robot pudiera moverse. La cosa lo estaba persiguiendo. Podía oír el suave roce de sus... sus pies. Kerry se escabulló dentro del dormitorio, y cerró la puerta con llave. Allí esperó, con su corazón palpitando aceleradamente, contemplando como el tocadiscos probaba suavemente el picaporte. Un tentáculo delgado como un cabello se deslizó a través de la juntura de la puerta, y comenzó a tantear torpemente la llave. Kerry saltó repentinamente hacia adelante, y corrió el cerrojo auxiliar. Sin embargo, eso tampoco ayudó. Las herramientas de precisión del robot —las antenas especializadas— lo descorrieron nuevamente; y entonces el combinado abrió la puerta, entrando al dormitorio, para dirigirse directamente hacia Kerry. Este se sintió dominado por el pánico. Con un respingo arrojó el libro en dirección a la cosa, y ésta lo atrapó hábilmente en el aire.

Aparentemente, eso había sido todo lo que deseaba, pues inmediatamente giró sobre sí misma y salió de la habitación, hamacándose torpemente sobre sus patas flexibles, llevándose el volumen requisado. Kerry maldijo suavemente. En ese momento, llamó el teléfono. Era Fitzgerald.

—Y bien... ¿Cómo van las cosas?
—¿Tienes un ejemplar de la Literatura social de las edades, de Cassens?
—No, no creo que lo tenga, ¿por qué?
—No importa: ya lo conseguiré mañana en la biblioteca de la Universidad —Kerry explicó lo que había sucedido, y Fitzgerald silbó suavemente.
—Con que interfiriendo, ¿eh? Hm-m-m... Me pregunto...
—Estoy asustado de esa cosa.
—No creo que intente hacerte ningún daño. ¿Dices que te puso sobrio?
—Sí. Con un rayo amarillo. Eso no es muy lógico.
—Podría serlo. El equivalente vibratorio del cloruro de tiamina.
—¿Luminoso?
—Existe una vitamina contenida en la luz del sol, tú sabes. Pero ese no es el punto más importante. Está censurando tus lecturas... y aparentemente puede leer los libros, con unas reacciones superrápidas. Ese dispositivo, sea lo que fuere, no es un robot.
—Y tú me lo dices a mí —observó Kerry—. ¡Es un Hitler!
Fitzgerald no rió ante la broma. En lugar de ello, sugirió sobriamente:
—¿Y si pasaras la noche en mi casa?
—No —contestó Kerry, con voz obcecada—. Ningún tocadiscos de tal-por-cual va a conseguir echarme de mi propia casa. Antes que eso, lo destrozo con un hacha.
—Bueno, supongo que sabes lo que estás haciendo. Llámame si... si sucede algo.
—Lo haré —afirmó Kerry, colgando el receptor. Se dirigió a la sala de estar, y contempló fríamente al combinado. ¿Qué demonios era aquello... y qué estaba tratando de hacer? Por supuesto que no era un simple robot. Asimismo, era igualmente cierto que no estaba vivo, al menos en el sentido en que está vivo un cerebro coloidal.

Con sus labios apretados, fue hacia el aparato, y comenzó a manipular sus diales e interruptores. Desde la consola llegó a sus oídos el ritmo palpitante y errático de una oscilación de banda, como respuesta a sus operaciones. Intentó la frecuencia correspondiente a la onda corta... nada inusual en ella. ¿Y entonces? Entonces nada. No había respuesta para todo aquello. Luego de unos momentos más de meditación, se fue a dormir. Durante el almuerzo del día siguiente, llevó el tomo de La literatura social de Cassens, para mostrárselo a Fitzgerald.

—¿Qué pasa con él? —preguntó su amigo.
—Mira aquí —dijo Kerry, pasando las páginas rápidamente, para indicarle un párrafo—. ¿Esto significa algo para ti?
—Sí —contestó Fitzgerald, luego de leerlo—. Sí. El punto central parece residir en que el individualismo es necesario para la producción literaria. ¿Estás de acuerdo?
—No lo sé —contestó Kerry, mirándolo.
—¿Cómo?
—Mi mente divaga.
Fitzgerald despeinó aún más su cabello gris, entrecerrando sus ojos, y observando intensamente al otro hombre:
—Empecemos otra vez. En realidad yo no quise...
Kerry lo interrumpió con mal reprimida impaciencia.
—Esta mañana fui a la biblioteca y consulté esta referencia. La leí cuidadosamente, pero no significa nada para mí. Solo un montón, de palabras. Tú sabes lo que sucede cuando estás fatigado por haber estado leyendo mucho. Llegas a una oración con demasiadas cláusulas subordinadas, y no llegas a captar su significado. Bueno, fue algo parecido a eso.
—Léela ahora —ordenó calmosamente Fitzgerald, empujando el libro a través de la mesa.
Kerry obedeció, levantando luego la vista con una sonrisa irónica:
—Nada.
—Léela en voz alta. Yo la seguiré contigo, paso por paso.
El intento fue en vano. Kerry parecía absolutamente incapaz de asimilar el sentido del párrafo.
—Puede ser un bloqueo semántico —manifestó Fitzgerald, rascándose una oreja—. ¿Es la primera vez que te sucede?
—Sí... estee... no. Bueno, no lo sé...
—¿Tienes alguna clase esta tarde? Bueno, entonces corramos a tu casa.
—Está bien —dijo Kerry, apartando su plato—. Después de todo, no tengo hambre. Cuando quieras...

Media hora más tarde, estaban observando el combinado. Parecía bastante inofensivo. Fitzgerald perdió algún tiempo tratando de quitar alguno de los paneles, pero al fin lo descartó como un esfuerzo inútil. En lugar de ello, buscó lápiz y papel, se sentó frente a frente con Kerry, y comenzó a hacerle preguntas. En una de ellas se detuvo y comentó:

—No me habías mencionado eso anteriormente.
—Supongo que me habré olvidado.
Fitzgerald se golpeó suavemente los dientes con el cabo de su lápiz:
—Hm-m-m. La primera vez que el combinado actuó...
—Me enfocó en los ojos con un rayo azul.
—No, eso no. Quiero saber lo que dijo.
—¿Qué dijo? —Kerry parpadeó, dudando—. «Esquema psicológico probado y registrado», o algo parecido. Yo pensé que había sintonizado alguna estación de radio, y que la frase formaba parte de algún programa de preguntas y respuestas, o algo así. ¿Quieres decir...?
—¿Las palabras eran fáciles de entender? ¿En un inglés correcto?
—Ahora que lo recuerdo, no —dijo Kerry, ceñudo—. Estaban bastante mal pronunciadas. Como si las vocales estuvieran acentuadas en exceso.
—Aja. Bueno, continuemos. —Y comenzaron un test de asociación de palabras.
Finalmente, Fitzgerald se echó hacia atrás, frunciendo el ceño:
—Quiero cotejar todo este material con los últimos tests que te tomé hace algunos meses. Me parece curioso... muy curioso. Me sentiría mucho mejor si supiera exactamente de qué tipo de memoria se trata. Hemos hecho un considerable trabajo acerca de la mnemotecnia... la memoria artificial. Sin embargo, podría no ser nada de eso en absoluto.
—¿Eh?
—Esa... máquina. O bien la han provisto de una memoria artificial, o la han entrenado minuciosamente, o ha sido ajustada para un medio ambiente y una cultura diferentes. Te ha afectado...
bastante.
—¿De qué manera? —preguntó Kerry, pasándose la lengua por los labios resecos.
—Implantando bloqueos en tu mente. No los he correlacionado todavía. Cuando lo haga, quizás podamos imaginarnos algún tipo de respuesta para todo esto. No, esa cosa no es un robot. Es mucho más que eso.

Kerry tomó un cigarrillo, y el combinado se dirigió rápidamente a encendérselo. Los dos hombres lo contemplaron con un débil estremecimiento de horror.

—Es mejor que te quedes en mi casa esta noche —sugirió Fitzgerald.
—No, gracias —contestó Kerry, estremeciéndose.
Al día siguiente, Fitzgerald buscó a Kerry durante el almuerzo, pero el joven no apareció. Al no encontrarlo, telefoneó a su casa, y Martha atendió el teléfono.
—¡Hola! ¿Cuándo regresaste?
—Hola, Fitz. Hace sólo una hora. Mi hermana se me adelantó y tuvo su bebé sin mí... así que decidí volverme. —Ella se detuvo, y Fitzgerald se sintió súbitamente alarmado por su tono.
—¿Dónde está Kerry?
—Está aquí. ¿Puedes venir enseguida, Fitz? Estoy muy preocupada.
—¿Qué le sucede?
—No... no lo sé. Ven inmediatamente, por favor.
—Está bien —contestó Fitzgerald, y colgó el receptor, mordiéndose nerviosamente los labios.

Cuando llamó a la puerta de los Westerfield, pocos minutos más tarde, descubrió que sus nervios estaban peligrosamente fuera de control. Sin embargo, la aparición de Martha consiguió tranquilizarlo. La siguió rápidamente hasta el living, donde la mirada de Fitzgerald se dirigió automáticamente hacia el tocadiscos, que permanecía exactamente igual, y luego a Kerry, sentado inmóvil junto a una de las ventanas. El rostro de este último mostraba una expresión vacía, desconcertada. Sus pupilas estaban ampliamente dilatadas, y apenas dio señales de reconocerlo, aunque muy lentamente.

—Hola, Fitz —saludó.
—¿Cómo te sientes?
—Fitz, ¿qué sucede? —interrumpió Martha—. ¿Está enfermo? ¿Llamo al médico?
Fitzgerald se sentó, mientras preguntaba:
—¿Has notado algo extraño acerca de esa radio?
—No, ¿por qué?
—Entonces, escucha. —Le relató toda la historia, viendo como la incredulidad luchaba contra una recelosa aceptación de los hechos, reflejada nítidamente en el rostro de Martha. A pesar de todo, intentó objetar.
—Pero no puedo creer...
—Si Kerry saca un cigarrillo, esa cosa tratará de encendérselo.
¿Quieres ver cómo lo hace?
—N-no. Es decir, sí; creo que sí —dudó Martha, con los ojos muy abiertos.
Fitzgerald ofreció un cigarrillo, y sucedió lo esperado. Martha permaneció silenciosa. Cuando el combinado hubo regresado a su sitio acostumbrado, se estremeció, dirigiéndose hacia Kerry. El la contempló vagamente.
—Necesita un médico, Fitz.
—Sí —comentó Fitz, sin mencionar que un doctor resultaría totalmente inútil.
—¿Qué es esa... cosa?
—Es algo más que un robot. Y ha estado tratando de «reajustar» a Kerry. Ya te he dicho lo que ha pasado. Cuando controlé los esquemas psicológicos de Kerry, encontré que habían sido alterados. Ha perdido la mayor parte de su iniciativa.
—Nadie en la Tierra podría haber hecho esa...
—Ya he pensado en eso —la interrumpió Fitzgerald, con el ceño fruncido—. Parece ser producto de una cultura bien desarrollada, bastante diferente de la nuestra. Quizás marciana.

Es algo tan especializado, que sólo encajaría naturalmente dentro de una cultura sumamente sofisticada. Pero no puedo entender por qué tiene la apariencia exacta de uno de los tocadiscos que produce la Electrónica del Medioeste. Martha posó su mano sobre la de Kerry.

—¿Quizás se trate de un camouflage?
—Pero..., ¿por qué? Tú fuiste una de mis mejores alumnas de Psicología, Martha. Contémplalo desde el punto de vista lógico. Imagina una civilización donde un dispositivo como éste tenga un lugar apropiado. Y entonces usa el método de razonamiento inductivo.
—Estoy tratando de hacerlo, pero no puedo pensar muy lógicamente. Fitz, estoy muy preocupada por Kerry.
—Yo estoy perfectamente bien —intervino Kerry.
Fitzgerald unió las yemas de sus dedos:
—No se trata tanto de un combinado como de un monitor. En la otra civilización de la cual proviene, quizás cada ser humano tiene uno, o tal vez sólo algunos pocos... los que los necesitan. Y el aparato los mantiene adaptados al medio ambiente.
—¿Destruyendo sus iniciativas?
—¡No lo sé! —contestó Fitzgerald, con un gesto de impotencia—. Funcionó así en el caso de Kerry. En otros casos... ¡no puedo saberlo!
Martha se levantó decididamente.
—No creo que sea necesario hablar más. Kerry necesita un doctor. Después de eso, podremos conversar con respecto a eso —dijo, señalando el combinado.
—Sería una lástima destruirlo —dijo Fitzgerald—, pero... —su mirada era significativa.

En ese momento, el tocadiscos se movió. Se desprendió de su rincón acostumbrado, con un paso furtivo y bamboleante, y se dirigió en dirección a Fitzgerald. Cuando éste intentó saltar fuera de su trayectoria, los tentáculos, similares a látigos, se dispararon para inmovilizarlo. Un pálido rayo iluminó por un instante los ojos del psicólogo. El resplandor se apagó casi al instante; los tentáculos aflojaron su tensión, y el aparato se retiró a su lugar de origen. Fitzgerald permaneció donde estaba, inmóvil. Martha había saltado sobre sus pies, llevando una mano a su boca.

—¡Fitz! —llamó, con voz estremecida.
—¿Sí? —contestó él, dudando—. ¿Qué sucede?
—¿Estás herido? ¿Qué te hizo?
—¿Eh? —preguntó él, frunciendo ligeramente el entrecejo—. ¿Herido? ¿Por qué habría de estarlo?
—El tocadiscos. ¿Qué te hizo?
La mirada de él se dirigió hacia la consola.
—¿Qué pasa con ella? Me temo que no entiendo mucho de electrónica, Martha.
—Fitz —ella se adelantó, aferrándose a su brazo—.Escúchame. —Las palabras se atropellaban para salir de su boca.

El combinado. Kerry. La discusión que habían tenido. Fitzgerald la miró sin expresión, como si no entendiera sus palabras.

—Creo que estoy un poco estúpido hoy, pero no puedo entender de qué estás hablando.
—El tocadiscos... ¡Tú sabes! Tú mismo dijiste que había alterado a Kerry... —Al llegar aquí, Martha hizo una pausa, observando atentamente al hombre.

Fitzgerald se sentía realmente intrigado. Martha estaba actuando de una forma extraña. Peculiar. El la había considerado siempre como una muchacha bastante inteligente, pero ahora se estaba comportando como si no lo fuera. Al menos, él no podía ni imaginar qué quería decirle. Simplemente, sus palabras no tenían sentido. ¿Y qué estaba diciendo con respecto al combinado? ¿Acaso no funcionaba bien? Kerry había dicho que se trataba de una buena adquisición, con un sonido magnífico, y los últimos adelantos de la electrónica. Por un fugaz instante, se preguntó si Martha habría enloquecido repentinamente. De cualquier forma, ya se había hecho tarde para su próxima clase. Cuando lo mencionó, Martha no trató de detenerlo, y él partió rumbo a la Universidad. El rostro de Martha estaba pálido como la tiza. Kerry extrajo un cigarrillo. El combinado se apresuró a alcanzarle un fósforo encendido.

—¡Kerry!
—¿Sí, Martha? —preguntó él, con voz átona.

Ella contempló fijamente al... combinado. ¿Marte? ¿Quizás otro mundo... otra civilización? ¿Qué era aquello? ¿Qué quería? ¿Qué estaba tratando de hacer? Martha salió de la casa, dirigiéndose rápidamente hacia el garaje. Cuando regresó, llevaba una pequeña hachuela firmemente apretada en su mano. Kerry observaba sus movimientos. Vio a Martha dirigirse directamente hacia el tocadiscos y levantar el hacha... y entonces un cegador relámpago surgió de la consola, y Martha se desvaneció en el aire. Unas pocas motas de polvo flotaron suavemente en la luz del crepúsculo.

—Destrucción de un ataque amenazante, proveniente de una forma de vida —comunicó el combinado, exagerando la pronunciación de las palabras.
El cerebro de Kerry se trastornó. Repentinamente se sintió enfermo... aturdido y absolutamente vacío.
—¡Martha...!

Su mente se rebeló. El instinto y las emociones lucharon contra algo que trataba de someterlos. Repentinamente, todas las represas cedieron, los bloqueos desaparecieron, y las barreras fueron bajadas. Kerry gritó ronca, inarticuladamente, y saltó sobre sus pies.

—¡Martha! —aulló nuevamente.
Ella había desaparecido. Kerry miró desesperadamente a su alrededor. ¿Dónde...?
¿Qué era lo que había pasado? No podía recordar...

Se dejó caer nuevamente sobre la silla, frotándose la frente. Su mano libre extrajo un cigarrillo, en una reacción instintiva que le procurara un instante de reposo. Instantáneamente, el tocadiscos avanzó hacia él, sosteniendo un fósforo encendido. Kerry emitió un sonido enfermizo, jadeante, y saltó de la silla. Ahora recordaba. Recogió el hacha del suelo, y se arrojó hacia la consola, los dientes desnudos en un rictus de desesperación. Una vez más brilló aquel relámpago cegador. Y Kerry se desvaneció. La hachuela golpeó con ruido sordo sobre la alfombra. El combinado se dirigió de vuelta a su lugar, y se detuvo allí una vez más, inmóvil. Un débil chasquido surgió de su cerebro radioatómico.

—Sujeto básicamente inapropiado —comunicó, luego de un momento—. La eliminación se consideró imprescindible. ¡Click! Preparación para nuevo sujeto completada! Click.
—Bueno, la tomaremos —dijo el muchacho.
—Puede estar seguro de no cometer un error —sonrió el agente inmobiliario—. Es una casa tranquila, aislada, y el precio es muy razonable.
—Bueno, no tan razonable —agregó la chica—. Pero es justo lo que estábamos buscando.
El agente se encogió de hombros:
—Por supuesto, una casa sin amueblar les saldría más barata, pero...
—No hemos estado casados el tiempo suficiente como para tener muebles —sonrió el muchacho, pasando un brazo sobre los hombros de ella—, ¿Te gusta, querida?
—Hm-m-m. ¿Quién vivió aquí anteriormente?
El vendedor se rascó una mejilla.
—A ver... déjenme ver. Fue un matrimonio llamado Westerfield, creo. Me la habían dado para alquilar hacía sólo una semana. Es un lugar agradable. Si no tuviera mi propia casa, me precipitaría yo mismo sobre ella.
—Hermoso tocadiscos —comentó el muchacho—. Ultimo modelo, ¿no es verdad? —agregó, adelantándose para examinar la consola.
—Ven acá —exigió la muchacha—. Vamos a ver nuevamente la cocina.
—Bueno, amor.

Salieron todos juntos de la habitación. Desde la sala llegó el sonido de la suave voz del agente, debilitándose a medida que se alejaban. La cálida luz del verano se filtraba a través de los grandes ventanales. Por unos momentos, todo fue silencio en la habitación, y entonces... ¡Click!