jueves, 31 de julio de 2025

Poemas. Andrea Luca.

No son las cosas... 


No son las cosas
lo que las cosas son:
el hombre fagocita
toda la materia
y la convierte en epidermis
de su culto. No hay hechos,
sino juicios, y todo es
y no es según el traje de la época.
Habituados al rebuzno,
con las riendas bien sujetas,
la vida es una espuela
que dirige el camino.
No hay tiempo de pensar
más que en el giro o pirueta
que haga sobrevivir al estómago.
No son las cosas
lo que las cosas son
ni nunca fueron
ni serán,
mientras no nos crezca la cabeza
hacia dentro
y desandemos el camino
de regreso al Edén.





Herencia del fuego. 


Aprendo, desaprendo, me prendo
como la chispa sobre la paja.
Alumbro
y me extingo en la posibilidad de la vela.
Devoro y calcino
cuando el fuego es mi hambre,
también ilumino el íntimo rincón
de la alcoba. Soy llama
que a sí misma se nombra.
Llamada
y llamarada en un bosque bajo el trueno.
soy rayo que ilumina y serpentea
con eléctrica convulsión en la noche
de la sangre. Y humo que se alzará
de mi sombra como un volcán durmiente
donde bailan las pavesas.





Hay que vivir la vida como un sueño...


Hay que vivir la vida como un sueño.
Respirar el fondo profundo de la pesadilla
sabiendo que hay un despertar.
Hay que vivir la vida como si tuyo
fuera el guión y otro el protagonista:
la calle en un día de lluvia
contemplada desde la ventana.
Vivir es el humo del cigarro
que se consume entre los dedos.
Sólo la ceniza perdura, Ave Fénix
en metamorfosis.


Vivir es una maravilla con Alicia
en el país del cuerpo, y un naipe
en la mano que se deshoja
igual que las margaritas.


Dieciséis de septiembre. Andrés Quintana Roo (1787-1851)

Ite, ait; egregias animas, quae sanguine nobis
hanc patriam peperere suo, decorate supremis
muneribus...
VIRGILIO, Eneida, libro XI


Renueva ¡oh Musa! el victorioso aliento
con que, fiel de la patria al amor santo,
el fin glorioso de su acerbo llanto
audaz predije en inspirado acento,
cuando más orgulloso
y con mentidos triunfos más ufano,
el ibero sañoso
tanto ¡ay! en la opresión cargó la mano,
que el Anáhuac vencido
contó por siempre a su coyunda uncido.

"Al miserable esclavo (cruel decía)
que independencia ciega apellidando,
de rebelión el pabellón nefando,
alzó una vez en algazara impía,
de nuevo en las cadenas,
con más rigor a su cerviz atadas,
aumentemos las penas,
que a su última progenie prolongadas,
en digno cautiverio
por siglos aseguren nuestro imperio.

"¿Qué sirvió en los Dolores, vil cortijo,
que el aleve pastor el grito diera
de libertad, que dócil repitiera
la insana chusma con afán prolijo?
Su valor inexperto,
de sacrílega audacia estimulado,
a nuestra vista yerto
en el campo quedó, y escarmentado,
su criminal caudillo,
rindió ya el cuello al vengador cuchillo.

"Cual al romper las Pléyadas lluviosas,
el seno de las nubes encendidas,
del mar las olas antes adormidas
súbito el austro altera tempestosas;
de la caterva osada
así los restos nuestra voz espanta,
que resuena indignada...
y recuerda, si altiva se levanta,
el respeto profundo
que inspiró de Vespucio al rico mundo.

"¡Ay del que hoy más los sediciosos labios
de libertad al nombre lisonjero
abriese, pretextando novelero
mentidos males, fútiles agravios!
Del cadalso oprobioso
veloz descenderá la tumba fría,
y ejemplar provechoso
al rebelde será, que en su porfía
desconociere el yugo
que al invicto español echarle plugo."

Así los hijos de Vandalia ruda
fieros clamaron cuando el héroe augusto
cedió de la fortuna al golpe injusto;
y el brazo fuerte que la empresa escuda,
faltando a sus campeones,
del terror y la muerte precedidos,
feroces escuadrones
talan impunes campos florecidos,
y al desierto sombrío
consagran de la paz el nombre pío.

No será empero que el benigno cielo,
cómplice fácil de opresión sangrienta,
niegue a la patria en tan cruel tormenta
una tierna mirada de consuelo.
Ante el trono clemente,
sin cesar sube el encendido ruego,
el quejido doliente
de aquel prelado que inflamado en fuego
de caridad divina,
la América indefensa patrocina.

"Padre amoroso, dice, que a tu hechura,
como el don más sublime concediste,
la noble libertad con que quisiste
de tu gloria ensalzarla hasta la altura,
¿no ves a un orbe entero
gemir, privado de excelencia tanta,
bajo el dominio fiero
del execrable pueblo que decanta,
asesinando al hombre,
dar honor a tu excelso y dulce nombre?

"¡Cuánto ¡ay! en su maldad ya se gozara
cuando por permisión inescrutable,
de tan justo decreto y adorable,
de sangre en la conquista se bañara
sacrílego arbolando
la enseña de tu cruz en burla impía,
cuando más profanando
su religión con negra hipocresía,
para gloria del cielo
cubrió de excesos el indiano suelo!

"De entonces su poder ¡cómo ha pesado
sobre el inerme pueblo! ¡Qué de horrores,
creciendo siempre en crímenes mayores,
el primero a tu vista han aumentado!
La astucia seductora
en auxilio han unido a su violencia:
Moral corrompedora
predican con su bárbara insolencia,
y por divinas leyes
proclaman los caprichos de sus reyes.

"Allí se ven con asombroso espanto
cual traición castigando el patriotismo,
en delito erigido el heroísmo
que al hombre eleva y engrandece tanto.
¿Qué más? En duda horrenda
se consulta el oráculo sagrado
por saber si la prenda
de la razón al indio se ha otorgado,
y mientras Roma calla,
entre las bestias confundido se halla.

"¿Y qué, cuando llegado se creía
de redención el suspirado instante,
permites, justo Dios, que ufano cante
nuevos triunfos la odiosa tiranía?
El adalid primero,
el generoso Hidalgo ha perecido:
el término postrero
ver no le fue de la obra concedido;
mas otros campeones
suscita que rediman las naciones."

Dijo, y Morelos siente enardecido
el noble pecho en belicoso aliento;
la victoria en su enseña toma asiento
y su ejemplo de mil se ve seguido.
La sangre difundida
de los héroes su número recrece,
como tal vez herida
de la segur la encina reverdece,
y más vigor recibe,
y con más pompa y más verdor revive.

Mas ¿quién de la alabanza el premio digno
con títulos supremos arrebata,
y el laurel más glorioso a su sien ata,
guerrero invicto, vencedor benigno?
El que en Iguala dijo:
"¡Libre la patria sea!", y fuelo luego
que el estrago prolijo
atajó y de la guerra el voraz fuego,
y con dulce clemencia
en el trono asentó la Independencia.

¡Himnos sin fin a su indeleble gloria!
Honor eterno a los varones claros
que el camino supieron prepararos,
¡oh Iturbide inmortal!, a la victoria.
Sus nombres antes fueron
cubiertos de luz pura, esplendorosa,
mas nuestros ojos vieron
brillar el tuyo como en noche hermosa
entre estrellas sin cuento
a la luna en el alto firmamento.

¡Sombras ilustres, que con cruento riego
de libertad la planta fecundasteis,
y sus frutos dulcísimos legasteis
al suelo patrio, ardiente en sacro fuego!
Recibid hoy benignas,
en su fiel gratitud prendas sinceras
en alabanzas dignas,
más que el mármol y el bronce duraderas,
con que vuestra memoria
coloca en el alcázar de la gloria.


Poemas. Ángel Carlos Pámpano (1957-2008)

Siquiera este refugio I. 


Construida la casa, qué queda sino aguardar ante su puerta un efecto de luz, una voz que desde dentro te llame y cubra, como un presentimiento, la honda distancia que separa tu nombre de otros nombres.

La casa sola, geometría del aire, describe la razón de la escritura, la herida intacta del silencio.




Siquiera este refugio II. 


El cuerpo se acomoda a la secreta lascivia de las cosas, a su pobreza más íntima. Su morada es lugar de nacimiento, fulgor del día, voz inicial que se entreabre al sol de la mañana. La casa fue siempre el encuentro de la tierra y el agua, un fruto que germina con la luz y como el árbol se yergue vertical, insobornable.




Siquiera este refugio III.


El secreto del aire se cifra en la cal enlucida del muro. Piedra sobre piedra, en el muro reconoces la luz del día, el agua de la lluvia, la sombra vertical de los veranos. Tu nombre, escrito desde hace años sobre el muro, se agrieta por momentos y tiende a desaparecer. Deletreo no obstante el sosegado aliento de sus sílabas que apenas si pueden ser leídas y pienso -razón de tu memoria- cómo colmar este paisaje que en lo blanco se cumple, con qué crear de nuevo la vida que le falta...

Un pájaro humilde y silencioso anida más arriba, bajo el alero.




Siquiera este refugio IV. 


Hoy, habitada la casa, descubres el asombro que la manden firme, en pie. Y aunque no lo recuerdes, unos ojos dormido ocupan sus salas, unos ojos dormidos en mitad de la noche como la huella imprecisa de la luz de un relámpago, como un gesto fiel que sólo sabe de ti por su silencio y que reclama una nueva lectura o que quizás tan sólo espera ser escrito para ser de otro modo finalmente.




Siquiera este refugio V. 


El espejo prolonga el enigma inicial de la mirada. La figura reconoce la soledad del que llega, de quien busca adentro una coartada para seguir, de quien sabe que el espejo no es sino la imagen de otra imagen, un espacio irreal, confuso, como la propia vida. Su sombra adopta entonces la hechura de otra sombra.




Siquiera este refugio VI. 


Hay un camino fugaz en cada página, una palabra inaugural, un acorde medido, casi inaudible, que subraya el ritmo de los días y se adentra en ti y te sostiene. Y hay otras palabras -escribió Cesariny- que nos suben ilegibles a la boca, palabras imposibles de escribir, palabras maternales, soledad deshecha.




Siquiera este refugio VII. 


Concededme siquiera este refugio, este lugar al sol donde escribir sin culpa, libremente, donde cada palabra sea un acto de amor que se hace piedra, flor del sueño, sed de nubes. Siquiera este refugio, esta orilla secreta, donde todo es más fácil.




Cercano a lo que importa I. 


A Luis Ledo


Como una flor sorprendida en medio del desierto se nos revela la sombra audaz de un cuerpo perdido en la enramada, deslumbrada materia que es casi un sollozo, un advenimiento, puro lenguaje en el verde paraíso de los sueños.

Su pureza es la del desierto, la de la sal dispersa, que el destino del hombre desconoce, el precario equilibrio de la tierra que aspira a lo más simple, al mismo corazón de lo inmediato.

Arde, honda, como una brasa su desnudez definitiva, su desnudez irremediable y sola.




Cercano a lo que importa II. 


El cielo de la tarde aún es un incendio, una piedra quemada que lentamente envejece. El aire es limpio y bajo como un nuevo placer que tú desconocías. Se alboroza el silencio. Melodía de alas entre las hojas vivas. Escondido en la tela, te sobrecoge un pájaro, un pájaro imposible, negado para el vuelo, un deseo ilusorio enredado entre las ramas, enmarañado en el paisaje; un pájaro atrapado al que le niegan el poder de ascender, el de ausentarse...




Cercano a lo que importa III. 


Acerca tu mirada a este paisaje. Que tus ojos recojan todo el verde profuso que lo habita, la luz azafranada que da vida al silencio, la plenitud posible, exuberante, del volcán, la de la luna llena... Que descubran tus ojos la vigencia vegetal que se despliega e inunda su verdor entre los cardos, a ras de tierra. Y en la hora del sol en lo más alto, un aroma en el aire que perfila la misma pulsación de la mañana. Acerca tu mirada, y que tu boca contemple este paraje, abigarrado y profundo, colmado de chumberas y de cactus y de granadas solas. Que tanta floración no es un engaño ni tampoco un misterio, sino tan sólo un modo de sentirse desmedido, cercano a lo que importa, por fin libre.


Poemas. Ángel Ganivet (1865-1898)

Vivir. 


Lleva el placer al dolor
y el dolor lleva al placer;
¡vivir no es más que correr
eternamente alrededor
de la esfinge del amor!

Esfinge de forma rara
que no deja ver la cara...;
mas yo la he visto en secreto,
y es la esfinge un esqueleto
y el amor en muerte para.





Aún, si me fueras fiel... 


Aun, si me fueras fiel,
me quedas tú en el mundo, sombra amada.
Muere el amor, mas queda su perfume.
Voló el amor mentido,
más tú me lo recuerdas sin cesar...
La veo día y noche.
En mi espíritu alumbra
el encanto inefable
de su mirada de secretos llena.
Arde en mis secos labios
el beso de unos labios que me inflaman,
que me toca invisible,
y cerca de mi cuerpo hay otro cuerpo.
mis manos, amoroso,
extiendo para asirla
y matarla de amor entre mis brazos,
y el cuerpo veloz huye,
¡Y sólo te hallo a ti, mujer de aire!


miércoles, 30 de julio de 2025

Los otros dioses. H.P. Lovecraft (1890-1937)

En la cima del pico más alto del mundo habitan los dioses de la tierra, y no soportan que ningún hombre se jacte de haberlos visto. En otro tiempo poblaron los picos inferiores; pero los hombres de las llanuras se empeñaron siempre en escalar las laderas de roca y de nieve, empujando a los dioses hacia montañas cada vez más elevadas, hasta hoy, en que sólo les queda la última. Al abandonar sus cumbres anteriores se llevaron sus propios signos, salvo una vez que, según se dice, dejaron una imagen esculpida en la cara del monte llamado Ngranek.

Pero ahora se han retirado a la desconocida Kadath del desierto frío, en donde los hombres no entran jamás, y se han vuelto severos; y si en otro tiempo soportaron que los hombres los desplazaran, ahora les han prohibido que se acerquen; pero si lo hacen, les impiden marcharse. Conviene que los hombres no sepan dónde esta Kadath; de lo contrario, tratarían de escalarla en su imprudencia.

A veces, en la quietud de la noche, cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visitan los picos donde moraron una vez, y lloran en silencio al tratar de jugar en silencio en las recordadas laderas. Los hombres han sentido las lágrimas de los dioses sobre el nevado Thurai, aunque creyeron que era lluvia; y han oído sus suspiros en los quejumbrosos vientos matinales de Lerion. Los dioses suelen viajar en las naves de nubes, y los sabios campesinos tienen leyendas que les disuaden de acercarse a ciertos picos elevados por la noche cuando el cielo se nubla, porque los dioses no son tan indulgentes como antaño.

En Ulthar, más allá del río Skai, vivía una vez un anciano que deseaba contemplar a los dioses de la tierra; este hombre conocía profundamente los siete libros crípticos de la Tierra y estaba familiarizado con los Manuscritos Pnakóticos de la distante y helada Lomar. Se llamaba Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan cómo escaló una montaña la noche del extraño eclipse.

Barzai sabía tantas cosas sobre los dioses que podía contar sus idas y venidas; y adivinaba tantos secretos que se tenía a si mismo por un semidiós. Fue él quien aconsejó prudentemente a los diputados de Ulthar cuando aprobaron la famosa ley que prohibía matar gatos, y quien dijo al joven sacerdote Atal adónde se habían ido los gatos negros, en la medianoche de la víspera de san Juan. Barzai estaba profundamente versado en la ciencia de los dioses de la tierra, y le habían entrado deseos de ver sus rostros. Creía que su hondo y secreto conocimiento de los dioses lo protegería de la ira de éstos, y decidió escalar la cima del elevado y rocoso Hatheg-Kla una noche en que sabía que los dioses estarían allí.

El Hatheg-Kla está en el desierto pedregoso que se extiende más allá de Hatheg, del cual recibe el nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo silencioso. Las brumas juegan lúgubremente alrededor de su cima porque las brumas son los recuerdos de los dioses, y los dioses amaban el Hatheg-Kla cuando habitaban en él, en otro tiempo. Frecuentemente visitan los dioses de la tierra el Hatheg-Kla, en sus naves de nube, y derraman pálidos vapores sobre las laderas cuando danzan añorantes en la cima, bajo una luna clara. Los aldeanos de Hatheg dicen que no conviene escalar el Hatheg-Kla en ningún momento, y que es fatal hacerlo de noche, cuando los pálidos vapores ocultan la cima y la luna; sin embargo, no les escuchó Barzai cuando llegó de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su discípulo. Atal sólo era hijo de posadero, y a veces tenía miedo; pero el padre de Barzai había sido un noble que vivió en un antiguo castillo, por lo que no había supersticiones vulgares en sus venas, y se reía de los atemorizados aldeanos.

Barzai y Atal salieron de Hatheg hacia el pedregoso desierto, a pesar de los ruegos de los campesinos, y charlaron sobre los dioses de la tierra junto a su fogata, por las noches. Viajaron durante muchos días, hasta que divisaron a lo lejos al altísimo Hatheg-Kla con su halo de lúgubre bruma. El décimo tercer día llegaron al pie de la solitaria montaña, y Atal confesó sus temores. Pero Barzai era viejo, sabio, y no conocía el miedo, así que marchó delante osadamente por la ladera que ningún hombre había escalado desde los tiempos de Sansu, de quien hablan con temor los mohosos Manuscritos Pnakóticos.

El camino era rocoso y peligroso a causa de los precipicios y acantilados y aludes. Después se volvió frío y nevado; y Barzai y Atal resbalaban a menudo, y se caían, mientras se abrían camino con bastones y hachas. Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color, y los escaladores encontraron que era difícil respirar; pero siguieron subiendo más y más, maravillados ante lo extraño del paisaje, y emocionados pensando en lo que sucedería en la cima, cuando saliera la luna y se extendieran los pálidos vapores. Durante tres días estuvieron subiendo más y más, hacia el techo del mundo; luego acamparon, en espera de que se nublara la luna.

Durante cuatro noches esperaron en vano las nubes, mientras la luna derramaba su frío resplandor a través de las tenues y lúgubres brumas que envolvían el mudo pináculo. Y la quinta noche, en que salió la luna llena, Barzai vio unos nubarrones densos a lo lejos, por el norte, y ni él ni Atal se acostaron, observando cómo se acercaban. Espesos y majestuosos, navegaban lenta y deliberadamente; rodearon el pico muy por encima de los observadores, y ocultaron la luna y la cima. Durante una hora larga estuvieron observando los dos, mientras los vapores se arremolinaban y la pantalla de nubes se espesaba y se hacía más inquieta. Barzai era versado en la ciencia de los dioses de la tierra, y escuchaba atento los ruidos; pero Atal, que sentía el frío de los vapores y el miedo de la noche, estaba aterrado. Y aunque Barzai siguió subiendo más y más, y le hacía señas ansiosamente para que fuera también, Atal tardó mucho en decidirse a seguirlo.

Tan densos eran los vapores que la marcha resultaba muy penosa; y aunque Atal lo siguió al fin, apenas podía ver la figura gris de Barzai en la borrosa ladera, arriba, a la luz nublada de la luna. Barzai marchaba muy delante; y a pesar de su edad, parecía escalar con más soltura y facilidad que Atal, sin miedo a la pendiente que empezaba a ser demasiado pronunciada y peligrosa, salvo para un hombre fuerte y temerario, y sin detenerse ante los grandes y negros precipicios que Atal apenas podía saltar. Y de este modo escalaron intensamente rocas y precipicios, resbalando y tropezando, sobrecogidos a veces ante el impresionante silencio de los fríos y desolados pináculos y mudas pendientes de granito.

Súbitamente, Barzai desapareció de la vista de Atal, y salvó una tremenda cornisa que parecía sobresalir y cortar el camino a todo escalador que no estuviese inspirado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, pensando qué haría cuando llegara a dicho punto, cuando observó curiosamente que la luna había aumentado, como si el despejado pico y lugar de reunión de los dioses estuviese muy cerca. Y mientras gateaba hacia la cornisa saliente y hacia el cielo iluminado, sintió los más grandes terrores de su vida. Y entonces, a través de las brumas de arriba, oyó la voz de Barzai que gritaba locamente, de gozo:

-¡He oído a los dioses! ¡He oído a los dioses de la tierra cantar dichosos en el Hatheg-Kla! ¡Barzai el profeta conoce las voces de los dioses de la tierra! Las brumas son tenues y la luna brillante; hoy veré a los dioses danzar frenéticos en el Hatheg-Kla que tanto amaron en su juventud. La sabiduría hace a Barzai más grande aún que los dioses de la tierra, y los encantos y barreras de todos ellos no pueden nada contra su voluntad; Barzai contemplará a los dioses de la tierra, aunque ellos detesten ser contemplados por los hombres.

Atal no podía oír las voces que Barzai oía, pero ahora estaban cerca de la cornisa, y buscaba un paso. Y entonces oyó crecer la voz de Barzai de forma más sonora y estridente:

-La niebla es muy tenue, y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los dioses de la tierra son violentas y airadas; temen la llegada de Barzai el Sabio, porque es más grande que ellos... La luz de la luna fluctúa, y los dioses de la tierra danzan frente a ella; veré danzar sus formas, saltando y aullando a la luz de la luna... La luz se debilita; los dioses tienen miedo...

Mientras Barzai gritaba estas cosas, Atal notó un cambio espectral en todo el aire, como si las leyes de la tierra cedieran ante otras leyes superiores; porque aunque el sendero era más pronunciado que nunca, el ascenso se había vuelto espantosamente fácil, y la cornisa apenas fue un obstáculo cuando llegó a ella y trepó peligrosamente por su cara convexa. El resplandor de la luna se había apagado extrañamente; y mientras Atal se adelantaba en las brumas, monte arriba, oyó a Barzai el Sabio gritar entre las sombras:

-La luna es oscura y los dioses danzan en la noche; hay terror en la noche; hay terror en el cielo, pues la luna ha sufrido un eclipse que ni los libros humanos ni los dioses de la tierra han sido capaces de predecir... Hay una magia desconocida en el Hatheg-Kla, pues los gritos de los dioses asustados se han convertido en risas, y las laderas de hielo ascienden interminablemente hacia los cielos tenebrosos, en los que ahora me sumerjo... ¡Eh! ¡Eh! ¡Al fin! ¡En la débil luz, he percibido a los dioses de la tierra!

Y entonces Atal, deslizándose monte arriba con vertiginosa rapidez por inconcebibles pendientes, oyó en la oscuridad una risa repugnante, mezclada con gritos que ningún hombre puede haber oído salvo en el Fleguetonte de inenarrables pesadillas; un grito en el que vibró el horror y la angustia de una vida tormentosa comprimida en un instante atroz:

-¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! ¡Los dioses de los infiernos exteriores que custodian a los débiles dioses de la tierra!... ¡Aparta la mirada!... ¡Retrocede!... ¡No mires! ¡No mires! La venganza de los abismos infinitos... Ese maldito, ese condenado precipicio... ¡Misericordiosos dioses de la tierra, estoy cayendo al cielo!

Y mientras Atal cerraba los ojos, se taponaba los oídos, y trataba de descender luchando contra la espantosa fuerza que lo atraía hacia desconocidas alturas, siguió resonando en el Hatheg-Kla el estallido terrible de los truenos que despertaron a los pacíficos aldeanos de las llanuras y a los honrados ciudadanos de Hatheg, de Nir y de Ulthar, haciéndoles detenerse a observar, a través de las nubes, aquel extraño eclipse que ningún libro había predicho jamás. Y cuando al fin salió la luna, Atal estaba a salvo en las nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra y de los otros dioses.

Ahora se dice en los mohosos Manuscritos Pnakóticos que Sansu no descubrió otra cosa que rocas mudas y hielo, la vez que escaló el Hatheg-Kla en la juventud del mundo. Sin embargo, cuando los hombres de Ulthar y de Nir y de Hatheg reprimieron sus temores y escalaron ese día esa cumbre encantada en busca de Barzai el Sabio, encontraron grabado en la roca desnuda de la cima un símbolo extraño y ciclópeo de cincuenta codos de ancho, como si la roca hubiese sido hendida por un titánico cincel. Y el símbolo era semejante al que los sabios descubrieron en esas partes espantosas de los Manuscritos Pnakóticos tan antiguas que no se pueden leer. Eso encontraron.

Jamás llegaron a encontrar a Barzai el Sabio, ni lograron convencer al santo sacerdote Atal para que rezase por el descanso de su alma. Y todavía hoy las gentes de Ulthar y de Nir y de Hatheg tienen miedo de los eclipses, y rezan por la noche cuando los pálidos vapores ocultan la cumbre de la montaña y la luna. Y por encima de las brumas de Hatheg-Kla los dioses de la tierra danzan a veces con nostalgia, porque saben que no corren peligro y les encanta venir a la desconocida Kadath en sus naves de nube a jugar como antaño, como hacían cuando la tierra era nueva y los hombres no escalaban las regiones inaccesibles.


Los parientes de los elfos. Lord Dunsany (1878-1957)

Soplaba el viento del Norte y de él fluía rojos y dorados los últimos días del otoño. Solemne y fría caía la tarde sobre los marjales. Todo estaba sumido en la quietud. Entonces la última paloma volvió a su casa de los árboles en tierra seca a la distancia, y su forma ya se había vuelto misteriosa en la niebla. Todo volvió a estar sumido en la quietud.

Cuando la luz iba desvaneciéndose y la niebla volviéndose más espesa, el misterio vino arrastrándose de todas partes. Entonces las verdes avefrías vinieron plañideras y se posaron todas. Y otra vez hubo silencio, salvo cuando una de las avefrías revoloteaba un trecho emitiendo el grito del descampado. Y acallada y silenciosa estuvo la tierra a la espera de la primera estrella. Entonces llegaron los patos y las maracas, bandada tras bandada: y toda la luz del día se desvaneció, salvo una franja roja sobre el horizonte. Sobre la franja aparecieron, negras y terribles, las alas de una bandada de gansos batiendo el aire de los marjales. También éstos descendieron entre los juncos. Entonces aparecieron las estrellas y brillaron en la quietud y hubo silencio en los vastos espacios de la noche.

De pronto irrumpieron las campanas de la catedral de los marjales que llamaban a oraciones vespertinas. Ocho siglos atrás los hombres habían construido la enorme catedral a orillas de los marjales, o quizá fue hace siete siglos, o puede que nueve... lo mismo les daba a las Criaturas Silvestres. De modo que se celebraron las oraciones vespertinas, se encendieron las velas y las luces a través de las ventanas brillaban rojas y verdes en el agua, y el sonido del órgano vibró estruendoso sobre los marjales. Pero desde los lugares profundos y peligrosos, bordeados de musgo luminoso, las Criaturas Silvestres vinieron brincando para bailar sobre el reflejo de las estrellas, y por sobre sus cabezas los fuegos fatuos flotaban y fluían.

Las Criaturas Silvestres tienen algo de humano en la apariencia, sólo que su piel es parda y apenas alcanzan los dos pies de altura. Sus orejas son puntiagudas como las de las ardillas, sólo que mucho más grandes, y saltan a alturas prodigiosas. Viven todo el día sumergidas en los estanques profundos en medio de los marjales más solitarios, pero de noche salen a la superficie y bailan. Cada Criatura Silvestre tiene sobre la cabeza un fuego fatuo que se mueve junto con ella; no tienen alma y no pueden morir, y son de la familia de los elfos.

Toda la noche bailan sobre los pantanos andando sobre el reflejo de las estrellas (porque la sola superficie del agua no los sostiene por sí misma); pero cuando las estrellas comienzan a palidecer, se hunden una por una en los estanques donde tienen su hogar. O, si se retardan descansando sobre los juncos, sus cuerpos van desvaneciéndose y volviéndose invisibles al igual que los fuegos fatuos empalidecen a la luz, y de día nadie puede ver a las Criaturas Silvestres, de la familia de los elfos. Nadie puede verlas ni siquiera de noche, salvo que haya nacido, como yo, a la hora del anochecer, justo en el momento en que aparece la primera estrella. Ahora bien, en la noche de la cual hablo, una pequeña Criatura Silvestre había ido deslizándose por el descampado hasta llegar a los muros de la catedral y bailó sobre las imágenes coloridas de los santos espejadas en el agua entre los reflejos de las estrellas. Y mientras brincaba en su fantástica danza, vio a través de los vitrales de colores el lugar donde la gente rezaba y oyó el órgano que sonaba estruendoso sobre los marjales. El sonido del órgano sonaba estruendoso sobre los marjales, pero el canto y las oraciones de la gente ascendían desde la más alta de las torres de la catedral como finas cadenas de oro y llegaban hasta el Paraíso y por ellas bajaban los ángeles desde el Paraíso a la gente, y desde ésta subían al Paraíso una vez más.

Entonces, algo no distante del descontento perturbó a la Criatura Silvestre por primera vez desde que fueron hechos los marjales; y la blanda exudación gris y el frío de las aguas profundas no parecieron bastar, ni tampoco la llegada desde el Norte de los tumultuosos gansos, ni el frenético regocijo de las alas de las aves cuando cada una de sus plumas canta, ni la maravilla del hielo sereno que sobreviene cuando las agachadizas parten, y barba los juncos de escarcha y viste el descampado acallado de misteriosa niebla en la que el sol se vuelve rojo y bajo y ni siquiera la danza de las Criaturas Silvestres en la noche magnífica; y la pequeña Criatura Silvestre anheló tener alma e ir a venerar a Dios. Y cuando las oraciones de las vísperas terminaron y se apagaron las luces, volvió llorando entre los suyos.

Pero a la noche siguiente, tan pronto como las imágenes de las estrellas aparecieron en el agua, se fue saltando de estrella a estrella hasta el borde más extremo de los marjales donde crecía un espeso bosque en el que vivía la más anciana de las Criaturas Silvestres. Y encontró a la Más Anciana de las Criaturas Silvestres sentada al pie de un árbol, al abrigo de la luna. Y la pequeña Criatura Silvestre dijo:

—Quiero tener un alma para venerar a Dios y conocer la significación de la música y ver la belleza íntima de los marjales e imaginarme el Paraíso.
Y la Más Anciana de las Criaturas Silvestres le respondió:
—¿Qué tenemos nosotras que ver con Dios? Sólo somos Criaturas Silvestres, de la familia de los elfos.
Pero la pequeña sólo insistió:
—Quiero tener alma.
Entonces la Más Anciana de las Criaturas Silvestres dijo:
—No tengo alma que darte; pero si tuvieras alma, un día tendrías que morir, y si conocieras la significación de la música, tendrías que aprender la significación del dolor, y es mejor ser una Criatura Silvestre y no morir.
De modo que la pequeña se fue llorando.

Pero las parientes de los elfos sintieron pena por la Criatura Silvestre; y aunque las Criaturas Silvestres no pueden apenarse mucho tiempo por no tener alma con qué hacerlo, por un rato sintieron lástima en el lugar donde deberían haber estado sus almas al contemplar la aflicción de su camarada. De modo que la parentela de los elfos salió por la noche a hacerle un alma a la pequeña Criatura Silvestre. Y se trasladaron por sobre los marjales hasta llegar a los campos elevados entre las flores y las hierbas. Y allí recogieron una gran telaraña que la araña había tejido en el crepúsculo; y estaba cubierta de rocío. En ese rocío habían brillado todas las luces de las amplias orillas del cielo y los colores cambiantes en los reposados espacios de la tarde. Y sobre él la noche maravillosa había resplandecido con todas sus estrellas. Luego las Criaturas Silvestres fueron con la telaraña salpicada de rocío hasta el borde de su morada, y allí recogieron un poco de la neblina gris que por la noche pende sobre los marjales. Y en ella pusieron la melodía del descampado que es transportada de un lugar al otro de los marjales al caer la tarde sobre las alas de los frailecillos dorados. Y también pusieron en ella el canto doliente que tienen que cantar por fuerza los juncos ante la presencia del arrogante Viento del Norte. Luego cada una de las Criaturas Silvestres dio alguno de sus atesorados recuerdos de los viejos marjales.

—Pues podemos permitírnoslo—dijeron.

Y a todo esto agregaron unas pocas imágenes de las estrellas que recogieron del agua. Sin embargo, el alma que las parientes de los elfos estaban haciendo, todavía no tenía vida. Entonces le agregaron las voces quedas de los amantes que caminaban solos y errantes tarde en la noche. Y después de eso esperaron hasta el amanecer. Y el majestuoso amanecer se hizo presente, los fuegos fatuos de las Criaturas Silvestres empalidecieron en la luz, sus cuerpos se desvanecieron y aún siguieron esperando al borde de los marjales. Y hasta ellos que se estaban allí esperando, por sobre campos y marjales, desde tierra y cielo, llegó el múltiple canto de los pájaros. También a éste pusieron las Criaturas Silvestres en el trozo de niebla que habían recogido en los marjales, y lo envolvieron todo en la telaraña salpicada de rocío. Entonces el alma cobró vida. Y allí estaba en las manos de las Criaturas Silvestres, no mayor que un erizo; y cosas maravillosas había en ella, verdes y azules que cambiaban incesantes girando una y otra vez y en el gris que tenía en el centro, había un resplandor púrpura. Y a la noche siguiente se allegaron a la pequeña Criatura Silvestre y le mostraron el alma refulgente. Y le dijeron:

—Si por fuerza has de tener alma y venerar a Dios, convertirte en mortal y morir, ponte esto sobre el pecho izquierdo algo por encima del corazón, penetrará en ti y te volverás humana. Pero si la coges, nunca podrás deshacerte de ella para volverte mortal nuevamente, a no ser que te la arranques y se la des a otro; y nosotras no te la recibiremos y la mayor parte de los seres humanos ya tienen alma. Y si no te es posible encontrar un ser humano sin alma, un día tendrás que morir, y tu alma no puede ir al Paraíso porque sólo fue hecha en los marjales.

A lo lejos la pequeña Criatura Silvestre vio las ventanas de la catedral iluminadas para el servicio de las oraciones vespertinas; la canción de la gente ascendía al Paraíso y los ángeles subían y bajaban por ella. De modo que agradecida se despidió con lágrimas de las Criaturas Silvestres, de la familia de los elfos, y se alejó saltando hacia la verde tierra seca llevando el alma en las manos. Y las Criaturas Silvestres sintieron pena de que se hubiera ido, pero no por mucho tiempo, porque no tenían alma. A orillas del marjal la pequeña Criatura Silvestre contempló por unos instantes los fuegos fatuos que saltaban de un lado a otro sobre el agua, y luego presionó el alma contra su pecho izquierdo algo por encima del corazón. Instantáneamente se convirtió en una hermosa joven; sintió frío y estaba atemorizada. Se vistió como pudo de juncos y se acercó a las luces de una casa que se encontraba no lejos de allí. Abrió la puerta de un empujón, entró y encontró a un granjero con su mujer que comían sentados a la mesa. Y la mujer del granjero condujo a la pequeña Criatura Silvestre con el alma y le trenzó el cabello; luego volvió a llevarla abajo y le ofreció la primera comida que hubiera nunca comido. Luego la mujer del granjero le hizo muchas preguntas:

—¿De dónde vienes?—le preguntó.
—De los marjales.
—¿De qué dirección?—le preguntó la mujer del granjero.
—Del Sur—respondió la pequeña Criatura Silvestre de alma flamante.
—Pero nadie puede venir de los marjales desde el Sur—dijo la mujer del granjero.
—No, eso no es posible—dijo el granjero.
—Yo vivía en los marjales.
—¿Quién eres tú?—preguntó la mujer del granjero.
—Soy una Criatura Silvestre y encontré un alma en los marjales; somos de la familia de los elfos

Hablando de ella más tarde, el granjero y su mujer decidieron que ella debía ser una gitana que se había perdido, y que el hambre y la intemperie la habrían desquiciado. De modo que esa noche la pequeña Criatura Silvestre durmió en casa del granjero, pero su alma flamante permaneció despierta toda la noche soñando con la belleza de los marjales. No bien la aurora llegó al descampado y brilló sobre la casa del granjero, ella miró por la ventana hacia las aguas resplandecientes y vio la belleza interior del marjal. Porque las Criaturas Silvestres sólo aman los marjales y conocen su morada, pero ella ahora percibía el misterio de sus distancias y la seducción de sus peligrosos estanques con sus rubios musgos mortales, y sintió la maravilla del Viento del Norte que llega dominante de desconocidas tierras heladas y la maravilla del flujo y reflujo de la vida cuando las aves llegan a los pantanos al atardecer y al llegar la aurora se dirigen al mar. Y sabía que por sobre su cabeza muy por encima de la casa del granjero, se extendía amplio el Paraíso donde quizás ahora Dios se estuviera imaginando un amanecer mientras los ángeles tocaban quedo sus laúdes y el sol se levantaba sobre el mundo por debajo para regocijo de los campos y los marjales. Y todo lo que el cielo pensaba, lo pensaban los marjales también; porque el azul de los marjales era como el azul del cielo y la forma de las grandes nubes del cielo se convertía en la forma de los marjales y a través de ambas corrían momentáneos ríos púrpuras, errantes entre orillas de oro. Y el vigoroso ejército de juncos aparecía de entre las sombras con todos sus penachos mecidos hasta donde la vista alcanzara. Y desde otra ventana vio la vasta catedral que recogía toda su inmensa fuerza para izarla en sus torres desde los marjales.

Dijo ella:
—Jamás, jamás abandonaré los marjales.
Una hora más tarde se vistió con gran dificultad y descendió para comer la segunda comida de su vida. El granjero y su mujer eran gente bondadosa y le enseñaron a comer.
—Supongo que los gitanos no tienen cuchillo ni tenedor—se dijeron más tarde.
Después del desayuno el granjero fue a ver al Deán, que vivía cerca de la catedral, y en seguida volvió para llevar consigo a casa de éste a la pequeña Criatura Silvestre con su alma flamante.
—Esta es la joven—dijo el granjero—. Este es el Deán Murnith.
Luego partió.
—Ah—dijo el Deán—. Tengo entendido que te perdiste la pasada noche en los marjales. Era una noche terrible para que algo así sucediera.
—Amo los marjales —dijo la pequeña Criatura Silvestre de alma flamante.
—¡Vaya! ¿Cuántos años tienes?—preguntó el Deán.
—No lo sé—respondió ella.
—Tienes que saber cuántos años tienes—insistió él.
—Oh, unos noventa—respondió ella—o más.
—¡Noventa años! exclamó el Deán.
—No, noventa siglos—dijo ella—. Tengo la edad de los marjales.
Entonces contó su historia: cómo había anhelado ser humano y venerar a Dios, tener un alma y ver la belleza del mundo, y cómo las Criaturas Silvestres le habían hecho un alma de telaraña, niebla, música y recuerdos extraños.
—Pero si eso es cierto—dijo el Deán Murnith—, está muy mal hecho. Dios no pudo haber tenido intención de que contaras con un alma.
-¿Cuál es tu nombre?
—No tengo nombre—respondió ella.
—Debemos encontrar para ti un nombre de pila y un apellido. ¿Cómo te gustaría llamarte?
—Canción de los Juncos—respondió ella.
—Eso no es de ningún modo posible—dijo el Deán.
—Entonces me gustaría llamarme Terrible Viento Norte o Estrella en las Aguas—dijo ella.
—No, no, no—dijo el Deán Murnith—, eso es totalmente imposible. Podríamos darte el nombre de Señorita Junco, si gustas. ¿Qué te parece María Junco? Quizá sería mejor que tuvieras aún otro nombre, digamos María Juana Junco.
De modo que la pequeña Criatura Silvestre con el alma de los marjales tomó los nombres que se le ofrecieron y se convirtió en María Juana Junco.
—Y debemos encontrarte una ocupación—dijo el Deán Murnith—. Mientras tanto podemos ofrecerte una habitación aquí.
—Yo no quiero hacer nada—replicó María Juana—; sólo venerar a Dios en la catedral y vivir junto a los marjales.

Entonces llegó la Señora Murnith y durante el resto del día María Juana permaneció en casa del Deán. Y allí con su nueva alma, percibió la belleza del mundo; porque ésta llegaba gris y grave desde las neblinosas distancias y se ensanchaba en las verdes hierbas y en los labrantíos hasta el viejo pueblo con casas provistas de gablete; y solitario en los campos lejanos se erguía un viejo molino de viento y sus honestas aspas hechas a mano giraban y giraban en los libres Vientos Anglos del Este. Muy cerca, las casas de gablete se inclinaban hacia las calles, sobre firmes maderos nacidos en viejos tiempos, todos juntas gloriándose de su belleza. Y destacándose de ellas, puntal sobre puntal, con inspiración de altura, se levantaban las torres de la catedral. Y vio a la gente que se trasladaba por las calles, ociosa y lenta, y entre ellas invisibles, musitando entre sí, sin ser oídos de los hombres vivos, sólo concentrados en cosas pasadas, se agitaban los fantasmas de antaño. Y dondequiera que las calles se abrieran hacia el Este, dondequiera que hubiera espacios entre las casas, irrumpía siempre la visión de los grandes marjales, como si respondieran a una barra de música fascinante y extraña que vuelve una y otra vez en una melodía, tocada por el violín de un músico tan solo que no toca otra barra alguna, de pelo oscuro y lacio, barbado en torno de los labios, de largos bigotes caídos, cuya tierra de origen nadie conoce.

Todo esto era bueno de ver para un alma nueva. Luego se paso el sol sobre los campos verdes y los labrantíos y vino la noche. Una por una las luces gozosas de las lámparas iluminaron las ventanas de las casas en la noche solemne. Luego sonaron las campanas en una de las torres de la catedral y su música se derramó sobre los techos de las viejas casas y se vertió por sobre sus aleros hasta que las calles estuvieron llenas de ella, y fluyó luego hacia los campos verdes y los labrantíos hasta llegar al vigoroso molino y llamó al molinero que se dirigió con paso afanado al servicio de oraciones vespertinas y hacia el Este y hacia el mar se extendió el sonido hasta los más remotos marjales. Y para los fantasmas que rondaban las calles, nada había cambiado desde el día de ayer. Entonces la mujer del Deán llevó a María Juana al servicio de oraciones vespertinas y vio allí trescientas velas encendidas que llenaban el pasillo de luz. Pero los firmes pilares se elevaban por la penumbra donde tarde y mañana, año tras año, cumplían su cometido en la oscuridad sosteniendo en alto la techumbre de la catedral. Y había más silencio allí que el silencio en que se sume el marjal cuando ha llegado el hielo y el viento que lo trajo se ha aquietado. De pronto en esta quietud irrumpió el sonido del órgano, estruendoso, y en seguida la gente se puso a rezar y cantar.

Ya no le era posible a María Juana ver sus oraciones ascender como delgada cadena de oro, pues esa no era sino la fantasía propia de un elfo, pero imaginó con toda claridad en su alma flamante a los serafines en los senderos del Paraíso, y a los ángeles que se turnaban para vigilar al Mundo de noche. Cuando el Deán hubo terminado con el servicio, subió al púlpito un joven cura, el Señor Millings. Habló de Abana y Pharpar, ríos de Damasco: y María Juana se alegró de que hubiera ríos que tuvieran tales nombres, y escuchó hablar de Nínive, la gran ciudad, con maravilla, y también de muchas otras cosas extrañas y novedosas. Y la luz de las candelas brilló sobre el pelo rubio del cura y su voz bajó resonante por el pasillo, y María Juana se regocijó de que estuviera allí. Pero cuando el sonido de su voz se acalló, sintió una súbita soledad, que jamás había sentido antes desde que fueran hechos los marjales; porque las Criaturas Silvestres nunca padecen soledad ni experimentan nunca la desdicha, sino que bailan toda la noche sobre el reflejo de las estrellas; y, como no tienen alma, no desean nada más. Después de recogidas las limosnas, antes de que nadie se moviera para irse, María Juana recorrió el pasillo hasta llegar al Señor Millings.

—Te amo —le dijo.
Nadie sentía simpatía por María Juana.
—Vaya, pobre Señor Millings—decían todos—. Un joven que prometía tanto.

A María Juana la enviaron a una gran ciudad industrial de la región central del país donde se le había encontrado trabajo en una fábrica de telas. Y no había nada en esa ciudad que un alma pudiera ver de buen grado. Porque ignoraba que la belleza fuera algo deseable; de modo que hacia muchas cosas con máquina, todo en ella se apresuraba, se jactaba de su superioridad en relación con otras ciudades, se enriquecía cada vez más y nadie había que se apiadara de ella. En esta ciudad se le encontró a María Juana alojamiento cerca de la fábrica. A las seis de la mañana, en noviembre, aproximadamente a la hora en que, lejos de la ciudad, las aves salvajes levantan vuelo de los serenos marjales y se dirigen a los perturbados espacios del mar, a las seis, la fábrica lanzaba un prolongado aullido con el que se llamaba a los trabajadores que trabajaban allí durante todas las horas del día, con excepción de dos horas destinadas a la comida, hasta que al oscurecer las campanas volvían a doblar fúnebres las seis.

Allí trabajaba María Juana con otras jóvenes en una alargada y tétrica estancia, donde gigantes con estridentes manos de acero machacaban lana hasta dejarla convertida en una larga franja de fibras. Durante todo el día se estaban allí rugiendo frente al desalmado trabajo. Pero María Juana no debía trabajar con ellos, aunque su rugido le perforaba sin cesar los oídos mientras sus estrepitosos miembros de acero iban y venían. Su tarea consistía en atender a una criatura más pequeña, pero infinitamente más astuta. Tomaba la franja de Lana que los gigantes habían machacado y la hacía girar y girar hasta que quedaba retorcida y convertida en una resistente fibra delgada. Luego aferraba con dedos de acero la fibra recogida y se alejaba contoneándose unas cinco yardas para volver con más. Había dominado toda la sutileza de los trabajadores especializados y gradualmente había ido desplazándolos; sólo una cosa no era capaz de hacer: recoger los extremos de una fibra si ésta se rompía para volverlos a unir. Para esto se requería un alma humana, y la tarea de María Juana consistía en recoger los extremos de una cuerda rota; y, en el momento que ella los unía, la afanada y desalmada criatura los ataba por si misma.

Todo allí era feo; aun la lana verde que giraba y giraba no tenía el verde de la hierba, ni siquiera el verde de los juncos, sino un penoso verde parduzco que se adecuaba a una triste ciudad bajo un cielo lúgubre. Cuando miraba por sobre los techos de la ciudad, tampoco allí había belleza; y bien lo sabían las casas, porque con horrible estuco mimaba como un mono grotesco los pilares y los temples de la antigua Grecia, fingiendo, la una delante de la otra, ser lo que no eran. Y al salir año tras año de estas casas y volver a entrar en ellas, y ver el fingimiento de pintura y estuco hasta quedar todo descascarado, las almas de sus pobres propietarios trataban de cambiarse por otras hasta fatigarse del intento. Al llegar la noche María Juana volvía a su alojamiento. Sólo entonces, después de entrada la oscuridad, podía el alma de María Juana percibir cierta belleza en esa ciudad, cuando se encendían las lámparas y aquí y allí una estrella brillaba a través del humo. Habría ido entonces afuera para contemplar la noche, pero la vieja a la cual le había sido encomendada no se lo permitía. Y los días se multiplicaron por siete y se convirtieron en semanas, y las semanas pasaron y todos los días eran iguales. Y sin cesar el alma de María Juana lloraba por la presencia de cosas bellas y no las hallaba, salvo los domingos, cuando iba a la iglesia, y la dejaba para encontrar a la ciudad más gris que antes todavía.

Un día decidió que era preferible ser una Criatura Silvestre en los hermosos marjales que tener un alma que lloraba por la presencia de cosas hermosas sin hallar una siquiera. Desde ese día decidió deshacerse de su alma, de modo que le contó su historia a una de sus compañeras de fábrica y le dijo:

—Las otras jóvenes van pobremente vestidas y se desempeñan en un trabajo desalmado; seguramente alguna de ellas no tendrá alma y tomará de buen grado la mía.
Pero su compañera de fábrica le dijo:
—Todos los pobres tienen alma. Es lo único que tienen.

Entonces María Juana observó con cuidado a los ricos dondequiera los hallara y en vano buscó a alguno que no tuviera alma. Un día, a la hora en que las máquinas descansan y los seres humanos que las atienden descansan también, el viento llegó de la dirección de los pantanos, y el alma de María Juana se lamentó amargamente. Entonces, como se encontraba fuera de los portones de la fábrica, el alma, de modo irresistible, la instó a cantar, y una canción desolada le salió de los labios como un himno a los marjales. Y en la canción se expresó plañidera la nostalgia que sentía por su hogar y por el sonido ululante del Viento del Norte, dominante y orgulloso, con su adorable señora de las Nieves; y cantó los cuentos que los juncos se musitan entre sí, cuentos que conoce la cerceta y la garza vigilante. Y por sobre las calles atestadas, su canción partió plañidera, la canción de los sitios descampados y de las salvajes tierras libres, plenas de maravilla y magia, porque ella tenía en su alma hecha por elfos, el canto de los pájaros y el estruendo del órgano en los marjales. Dio la casualidad que en ese momento pasara por allí el Signor Thompsoni, el afamado tenor inglés, en compañía de un amigo. Se detuvieron y se pusieron a escuchar; todos se detenían y escuchaban.

—En mis tiempos no hubo nadie con voz semejante en Europa—dijo el Signor Thompsoni.

De modo que en la vida de María Juana se produjo un cambio. Se dirigieron cartas y finalmente se dispuso que, a las pocas semanas, tendría un papel protagónico en la Opera del Covent Garden. De modo que debió ir a Londres a estudiar. Londres y las lecciones de canto eran algo mejor que la ciudad de la región central y esas terribles máquinas. Con todo, María Juana no era libre de vivir como se le antojara a la orilla de los marjales y estaba decidida a deshacerse de su alma, pero no encontraba a nadie que no tuviera ya una propia. Un día se le dijo que los ingleses no querrían escucharla si se llamaba Señorita Junco, y se le pidió un nombre más adecuado por el que le gustara ser llamada.

—Me gustaría ser llamada Terrible Viento del Norte—dijo María Juana—o Canción de los Juncos.

Cuando se le dijo que eso no era posible y se le sugirió María Junchiano, ella cedió de inmediato como había cedido cuando se la separó de su cura; nada sabia de cómo se conducían los seres humanos. Por fin llegó el día de la presentación en la Opera, un frío día de invierno. Y la Signorina Junchiano apareció en el escenario frente a una casa atestada. Y la Signorina Junchiano cantó. Y a la canción pasó toda la nostalgia de su alma, el alma que no podía llegar al Paraíso, pero que sólo podía venerar a Dios y conocer la significación de la música, y la melancolía impregnó la canción italiana como el infinito misterio de las colinas se trasmite con el sonido de los cencerros lejanos. Entonces en el alma de los que se encontraban en esa casa atestada se despertaron recuerdos desde mucho tiempo atrás enterrados que volvieron a vivir mientras duró aquella maravillosa canción. Y un frío extraño penetró en la sangre de todos los que escuchaban como si se encontraran a la orilla de los lúgubres marjales y soplara el viento del Norte. Y a algunos los movió a tristeza, a otros al dolor y a otros, en fin, a una alegría ultraterrena; de pronto la canción fue desvaneciéndose quejumbrosa como los vientos del invierno se desvanecen de los marjales cuando desde el Sur, aparece la Primavera.

De este modo terminó. Y un gran silencio llenó como la niebla toda la casa poniendo fin a la animada conversación que mantenía Cecilia, Condesa de Birmingham, con un amigo. En esa mortal quietud, la Signorina Junchiano desapareció apresurada del escenario; volvió a aparecer corriendo por entre el público y se precipitó sobre Lady Birmingham.

—Coged mi alma—le dijo—. Es una hermosa alma. Es capaz de venerar a Dios, conoce la significación de la música y puede imaginar el Paraíso. Y si vais a los marjales con ella, veréis cosas hermosas; hay una vieja ciudad allí construida de bellos maderos y fantasmas en sus calles.
Lady Birmingham se quedó mirándola. Todo el mundo se había puesto en pie.
—Mirad —dijo la Signorina Junchiano—, es un alma hermosa.
Y se cogió el pecho izquierdo algo por sobre el corazón, y allí estaba el alma brillando en su mano con luces verdes y azules que giraban y giraban y un resplandor púrpura en el medio.
—Tomadla—dijo—y amaréis todo lo que es hermoso y conoceréis a los cuatro vientos, a cada cual por su nombre, y las canciones de los pájaros al amanecer. Yo no la quiero porque no soy libre. Ponéosla en vuestro pecho izquierdo, algo por encima del corazón
Todo el mundo seguía en pie y Lady Birmingham se sentía incómoda.
—Por favor, ofrecedla a algún otro—dijo.
—Pero todos tienen ya alma—dijo la Signorina Junchiano.
Y todo el mundo estaba en pie todavía. Y Lady Birmingham cogió el alma en su mano.
—Quizá traiga buena suerte—dijo.
Sentía deseos de rezar.
Cerró a medias los ojos y dijo:
—Unberufen.

Luego se puso el alma sobre el pecho izquierdo algo por sobre el corazón en la esperanza de que la gente se sentara y la cantante se retirara. Instantáneamente un montón de ropa cayó delante de ella. Por un momento, entre las sombras de las butacas, los nacidos a la hora del crepúsculo podrían haber visto a una criaturita parda que abandonaba el montón de roca y se dirigía saltando al vestíbulo brillantemente iluminado donde se volvió invisible para el ojo humano. Corrió aquí y allí por un instante, encontró luego la puerta y salió a la calle iluminada por faroles. Los nacidos a la hora del crepúsculo podrían haberla visto alejarse saltando de prisa por las calles que iban hacia el Norte y hacia el Este, desapareciendo al pasar bajo los faroles y apareciendo luego con un fuego fatuo sobre la cabeza. En una oportunidad un perro la percibió y se puso a perseguirla, pero quedó muy atrás.

Los gatos de Londres, todos nacidos a la hora del crepúsculo, maullaron de modo terrorífico a su paso. En seguida llegó a las calles suburbanas, donde las casas son más pequeñas. Entonces se dirigió sin desvío alguno hacia el noreste saltando de techo en techo. Y de ese modo, en pocos minutos llegó a espacios más abiertos y luego a las tierras desoladas donde se cultivan los huertos destinados al mercado. Hasta que por fin se divisaron los buenos árboles negros con sus demoníacas formas en la noche. Y un gran búho blanco apareció, que subía y bajaba en la oscuridad. Y ante todas estas cosas la pequeña Criatura Silvestre se regocijaba como se regocijan los elfos. Y dejó a Londres, que teñía el cielo de rojo, muy atrás; ya no le era posible percibir sus desagradables clamores y escuchaba en cambio nuevamente los ruidos de la noche.

Y atravesó un villorrio que resplandecía pálido y amable en la noche; y volvió a salir al campo abierto otra vez, oscuro y húmedo; y se encontró con muchos búhos a su paso, raza que mantiene relaciones amistosas con la raza de los elfos. En ocasiones cruzó anchos ríos saltando de estrella a estrella; y, escogiendo su sendero al avanzar, para evitar los caminos ingratos y duros, antes de medianoche llegó a las tierras Anglas del Este. Y oyó allí el grito del Viento del Norte, dominante colérico, que guiaba hacia el Sur a sus gansos aventurados; mientras tanto, los juncos se inclinaban ante él cantando en voz baja y plañidera como remeros esclavos de algún fabuloso trirreme que se inclinaran y se mecieran al golpe del látigo y cantaran al mismo tiempo una canción dolida.

Y sintió el agradable aire húmedo que viste por la noche a las anchas tierras Anglas del Este y llegó nuevamente a un viejo y peligroso estanque en el que crecen los suaves musgos verdes y se zambulló en él hundiéndose más y más en las queridas aguas oscuras hasta que sintió entre los dedos de los pies el limo hogareño. De allí, del adorable frío que anida en el corazón del limo, salió renovada y regocijada para bailar sobre la imagen de las estrellas. Dio la casualidad que esa noche yo me encontraba a orillas del marjal, tratando de olvidar los negocios humanos; y vi los fuegos fatuos que venían saltando de todos los sitios peligrosos. Y vinieron por bandadas durante toda la noche hasta formar una gran multitud y se alejaron danzando por sobre los marjales.

Y creo que hubo un gran festejo esa noche entre la parentela de los elfos.


Para leer al atardecer. Charles Dickens (1812-1870)

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco. Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.

Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos, que era alemán Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome, mi cigarro, como ellos, y también como ellos con templando la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasa dos iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría región Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue absorbido; la montaña, se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy oscuro; se levantó el viento y el aire se volvió terrible mente frío. Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el mío.

La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes de que el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares que se había conseguido nunca en un país.

-¡Dios mío! -dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece, tal como les suele suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra pícara, y sólo tengo que ponerla en esa lengua para que parezca inocente-. Si habla de fantasmas...
-Pero yo no hablo de fantasmas -contestó el alemán.
-¿De qué habla entonces? -preguntó el suizo. -Si lo supiera-contestó el otro-, probablemente sería mucho más sabio.

Pensé que era una buena respuesta y me produjo curiosidad. Por eso cambié de posición, trasladándome a la esquina de mi banco más cercana a ellos, y así, apoyando la espalda en el muro del convento, les escuché perfectamente sin que pareciera estar haciéndolo.

-¡Rayos y truenos! -exclamó el alemán calentándose-. Cuando un determinado hombre viene a verte inesperadamente, y sin que él lo sepa envía un mensajero invisible para que tengas la idea de él et la cabeza durante todo el día... ¿cómo le llama a eso Cuando uno camina por una calle atestada de gente, en Frankfurt, Milán, Londres o París, y piensa, que un desconocido que pasa al lado se asemeja a amigo Heinrich, y luego otro desconocido se parece a tu amigo Heinrich, y empiezas a tener así la extraña idea de que vas a encontrarte con tu amigo Heinrich... y eso es exactamente lo que sucede, aunque unos creían que su amigo estaba en Trieste... ¿cómo le llama a eso?
-Tampoco eso es nada infrecuente -murmuraron el suizo y los otros tres.
-¡Infrecuente! -exclamó el alemán-. Es algo tan común como las cerezas en la Selva Negra. Es algo tan común como los macarrones en Nápoles. ¡Y lo de Nápoles me recuerda algo! Cuando la vieja marquesa Senzanima lanza un grito con las cartas de la uija -y fui testigo, pues sucedió en una familia mía bávara y aquella noche estaba yo a cargo del servicio-, digo que cuando la vieja marquesa se levanta de la mesa de cartas blanca a pesar del carmín y grita: «¡mi hermana de España ha muerto! ¡He sentido en mi espalda su contacto frío!»... y cuando resulta que la hermana ha muerto en ese momento... ¿cómo le llama a eso?
-O cuando la sangre de San Genaro se licúa porque se lo pide el clero... como todo el mundo sabe que sucede con regularidad una vez por año, en mi ciudad natal -añadió el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica-. ¿Cómo llama a eso?
-¡Eso!-gritó el alemán-. Pues bien, creo que conozco un nombre para eso.
-¿Milagro? -preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.
El alemán se limitó a fumar y lanzar una carcajada; y todos fumaron y rieron.
-¡Bah! -exclamó el alemán un rato después-. Yo hablo de cosas que suceden realmente. Cuando quiero ver a un brujo pago para ver a un profesional, y que mi dinero merezca la pena. Suceden cosas muy extrañas sin fantasmas. ¡Fantasmas! Giovanni Baptista, cuente la historia de la novia inglesa. Ahí no hay ningún fantasma, pero resulta igual de extraño. ¿Hay alguien que sepa decirme qué?

Como se produjo un silencio entre ellos, miré a mi alrededor. Aquél que pensé debía ser Baptista estaba encendiendo un cigarro nuevo. Enseguida empezó a hablar y pensé que debía ser genovés.

-¿La historia de la novia inglesa? -preguntó-. ¡Basta! Uno no debería tomarse tan a la ligera una historia así. Bueno, da lo mismo. Pero es cierta. Ténganlo bien en cuenta, caballeros, es cierta. No todo lo que brilla es oro, pero lo que voy a contarles es verdad. Repitió esa misma frase varias veces.
-Hace diez años, llevé mis credenciales a un caballero inglés que estaba en el Long's Hotel, en Bond Street, Londres, quien pensaba viajar durante uno o quizá dos años. El caballero aprobó mis credenciales, y yo le aprobé a él. Quería hacer unas investigaciones y el testimonio que recibió fue favorable. Me contrató por seis meses y mi acogida fue generosa. Era un hombre joven, de buen aspecto muy feliz. Estaba enamorado de una hermosa y joven dama inglesa, de fortuna suficiente, e iban a casarse. En resumen, lo que íbamos a emprender era viaje de bodas. Para el reposo de tres meses durante el clima caluroso (estábamos entonces a principio de verano) había alquilado un viejo palacio en la Riviera, a escasa distancia de la ciudad, Génova, en carretera que conducía a Niza. ¿Conocía yo el lugar? Cierto, le dije que lo conocía bien. Era un palacio viejo con grandes jardines. Era un poco desértico algo oscuro y sombrío, pues los árboles lo rodeaba desde muy cerca, pero resultaba espacioso, antiguo, imponente y muy cercano al mar. Me dijo que así lo habían descrito exactamente, y le complacía que yo lo conociera. En cuanto a que estuviera algo de provisto de muebles, así sucedía con todos los lugares de alquiler. Y en cuanto a que fuera un poco sombrío, lo había alquilado principalmente por los jardines, y él y su amada pasarían a su sombra tiempo veraniego.

-¿Todo bien entonces, Baptista? –pregunté
-Indudablemente; muy bien.
Para nuestro viaje contábamos con un carruaje que acababan de construir para nosotros y que e todos los aspectos resultaba conveniente. El matrimonio ocupó su lugar. Ellos estaban felices. Yo me sentía feliz viendo que todo era brillante, viéndolo tan bien situado, dirigiéndome a mi propia ciudad enseñándole mi lengua mientras viajábamos a la doncella, la bella Carolina, cuyo corazón era alegre y risueño, y que era joven y sonrosada. El tiempo volaba. Pero observé -¡y les ruego que presten atención a esto (y en ese momento el correo bajó el volumen de su voz)-, a veces observé que mi señora se encontraba meditabunda, de una manera muy extraña, de una manera que daba miedo, de una manera desgraciada, y percibí en ella una vaga sensación de alarma. Creo que empecé a darme cuenta de ello cuando ascendía colina arriba al lado del carruaje y el amo iba por delante. En cualquier caso, recuerdo que quedó grabada en mi mente una noche, en el sur de Francia, cuando me pidió que llamara al amo; y cuando éste vino y caminó un largo trecho hablando con ella afectuosamente, poniendo una mano en la ventanilla abierta para sujetar la de ella. De vez en cuando se reía alegremente, como si se estuviera burlando de ella por algo. Al cabo de un rato, ella reía y entonces todo iba bien de nuevo.

Aquello me resultó curioso y le pregunté a la hermosa Carolina. ¿Se encontraba mal el ama? No. ¿Desanimada? No. ¿Temerosa de los malos caminos, o los bandidos? No. Pero lo que me resultó más misterioso fue que la bella Carolina no me mirara directamente al darme la respuesta, sino que contemplara la vista. Pero un día me contó el secreto.

-Si deseas saberlo -dijo Carolina-, he descubierto, escuchando aquí y allá, que el ama está hechizada y obsesionada.
-¿Y cómo?
-Por un sueño.
-¿Qué sueño?
-El sueño de un rostro. Durante tres noches antes de la boda vio un rostro en sueños... siempre mismo rostro, y sólo ése.
-¿Un rostro terrible?
-No. El rostro de un hombre oscuro de muy agradable aspecto, vestido de negro, con el cabello negro y mostacho gris... un hombre guapo, salvo por un aire reservado y secreto, jamás había visto el rostro, ni otro que se le pareciera. En el sueño no hacía sino mirarla fijamente, desde la oscuridad.
-¿Volvió a tener ese sueño?
-Nunca. Lo único que le preocupa es recordarlo.
-¿Y por qué le preocupa?
Carolina sacudió la cabeza.
-Eso es lo que quiere saber el amo -contestó bella-. Ella no lo sabe. Ella misma se pregunta la razón. Pero la oí decirle a él anoche mismo que si encontrara un cuadro de ese rostro en nuestra casa ¡ti liana (y tiene miedo de que así suceda) piensa que no sería capaz de soportarlo.

Puedo jurar (siguió diciendo el correo genovés que después de esto tuve miedo de llegar al viejo palazzo, no fuera a encontrarse allí aquel malaventurado cuadro. Sabía que había muchos cuadros, y conforme nos fuimos acercando al lugar deseé que toda la galería de pintura hubiera caído en el cráter del Vesubio. Para empeorar las cosas, cuando por fin llegamos a aquella parte de la Riviera hacía una noche lúgubre y tormentosa. Tronaba, y en mi ciudad y sus alrededores los truenos son muy fuertes, pues se repiten entre las altas colinas. Los lagartos salían y entraban por las hendiduras del muro roto de piedra del jardín, como si estuvieran asustados; las ranas burbujeaban y croaban a gran volumen; el viento del mar gemía y los árboles húmedos goteaban; y los relámpagos... ¡por el cuerpo de San Lorenzo, qué relámpagos!

Todos sabemos cómo es un palacio antiguo en Génova o sus cercanías... cómo lo han manchado el tiempo y el aire del mar... cómo las pinturas de las paredes exteriores se han ido cayendo dejando al descubierto grandes trozos de escayola... que las ventanas inferiores están oscurecidas por barras de hierro oxidado... que el patio exterior está cubierto de hierba... que los edificios exteriores están en ruinas... que todo el conjunto parece dedicado al olvido. Nuestro palazzo era uno de los auténticos. Llevaba cerrado varios meses. ¿Meses...? ¡Años! Olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el aroma de los naranjos de la amplia terraza trasera, y de los limones que maduraban en la pared, y de algunos matorrales que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas las habitaciones había un olor a vejez, que había crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios y cajones. En las pequeñas salas de comunicación que había entre las habitaciones grandes, aquello resultaba sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una especie de murciélago.

Las persianas enrejadas estaban cerradas en toda la casa. Sólo vivían allí, para atenderla, dos ancianas de aspecto horrible y cabellos grises; una de ellas con un huso, sentada en el umbral dándole vueltas y murmurando, y que antes habría dejado entrar al diablo que al aire. El amo, el ama, la bella Carolina y yo recorrimos el palazzo. Yo fui el primero en entrar, aunque habría preferido ser el último, abriendo las ventanas y persianas, y quitándome de encima las gotas de lluvia, las manchas de argamasa, y de vez en cuando un mosquito durmiente, o una monstruosa, gruesa y manchada araña genovesa. Cuando había encendido la luz en una habitación, entraban el amo, el ama y la bella Carolina. Mirábamos entonces todos los cuadros, y pasaba yo a la habitación siguiente. Secretamente el ama tenía un gran miedo a encontrarse con un cuadro que se asemejara a aquel rostro... todos lo teníamos; pero no estaba. La Madonna y el Niño, San Francisco, San Sebastián, Venus, Santa Catalina, ángeles, bandidos, frailes, iglesias en el ocaso, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles, dogos, todos mis antiguos conocidos tantas veces repetidos... así es. Pero no había un hombre guapo y oscuro vestido de negro, reservado y secreto, de cabellos negros y mostacho gris que mirara al ama desde la oscuridad; ése, no existía.
Después de haber pasado por todas las habitaciones, contemplando todos los cuadros, salimos a los jardines. Estaban hermosamente cuidados, pues habían contratado un jardinero, y eran grandes y sombríos. En un lugar había un teatro rústico a cielo abierto; el escenario era una pendiente verde; los bastidores, con tres entradas por un lado, eran pantallas de hojas aromáticas. El ama movió sus ojos brillantes, incluso allí, como si esperara ver el rostro saliendo a escena; pero todo estaba bien.

-Bien, Clara -dijo el amo en voz baja-. Ya ves que no hay nada. ¿Eres feliz?
El ama se sentía muy animada. Enseguida se habituó a aquel feo palacio y empezó a cantar, a tocar el arpa, a copiar los viejos cuadros y a pasear con el amo bajo los árboles verdes y los emparrados el día entero. Ella era hermosa. Él se sentía feliz. Solía echarse a reír y me decía, montando a caballo por la mañana antes de que apretara el calor:

-¡Baptista, todo va bien!
-Así es, signore, gracias a Dios, todo va muy bien.
No recibíamos visitas. Llevé a la bella al Duomo y a la Annunciata, al café, a la ópera, al pueblo de Festa, a los jardines públicos, al teatro diurno, a las marionetas. La hermosa estaba encantada con todo lo que veía. Y aprendió italiano milagrosamente. ¿Se había olvidado totalmente el ama de ese sueño?, le preguntaba a veces a Carolina. Casi, contestaba la bella... casi. Estaba olvidándolo. Un día, el amo recibió una carta y me llamó.
-¡Baptista!
-¡Signore!
-Se me ha presentado un caballero que cenará hoy aquí. Dice llamarse Signore Dellombra. Dispón que cene como un príncipe.

Era un nombre extraño que yo desconocía Pero últimamente había muchos nobles y caballero perseguidos por los austriacos por sospechas políticas y algunos habían cambiado de nombre. Quizá, éste fuera uno de ellos. ¡Altro! Dellombra era para mí un nombre tan bueno como cualquier otro. Cuando llegó a cenar el Signore Dellombra (contó el correo genovés en voz baja, tal como había hecho en otra ocasión), le llevé hasta la sala de recibir, el gran salón del viejo palazzo. El amo le recibí¿ con cordialidad y le presentó a su esposa. Al levantarse ésta le cambió el rostro, lanzó un grito y cayó desmayada sobre el suelo de mármol. Entonces volví la cabeza hacia el Signore Dellombra y vi que iba vestido de negro, que tenía un aire reservado y secreto, que era un hombre oscuro de muy buen aspecto, de cabellos negros y mostacho gris.

El amo levantó a su esposa en brazos y la llevé al dormitorio, donde yo envié inmediatamente a la bella Carolina. Ésta me contó después, que el ama estaba aterrada mortalmente, y que se pasó toda la noche pensando en el sueño. El amo se encontraba molesto y ansioso... más colérico, pero muy solícito. El Signore Dellombra era un caballero cortés y habló con gran respeto y simpatía del hecho de que el ama se encontrara tar enferma. El viento africano llevaba soplando algunos días (así se lo habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta), y él sabía que a menudo era dañino. Deseaba que la hermosa dama se recuperara pronto. Pidió permiso para retirarse y renovar su visita cuando pudiera tener la felicidad de saber que su esposa estaba mejor. El amo no se lo permitió y cenaron a solas. Se retiró pronto. Al día siguiente llegó a caballo hasta la puerta para preguntar por el ama. En aquella semana, lo hizo en dos o tres ocasiones. Lo que yo observé por mí mismo, unido a lo que la bella Carolina me contó, me bastó para comprender que el amo había decidido curar a su esposa de su caprichoso terror. Era todo amabilidad, pero se mantuvo sensato y firme. Razonó con ella que estimular esas fantasías era provocar la melancolía, cuando no la locura. Que tenía que ser ella misma. Que si lograba enfrentarse a su extraña debilidad y recibir felizmente al Signore Dellombra tal como una dama inglesa recibiría a cualquier otro invitado, habría vencido su fantasía para siempre. Para abreviar, el Signore regresó, y el ama le recibió sin que se le notara ninguna preocupación (aunque todavía con ciertas limitaciones y aprensiones), por lo que la noche pasó serenamente. El amo estaba tan complacido con este cambio, y tan deseoso de confirmarlo, que el Signore Dellombra se convirtió en un invitado constante. Era muy entendido en cuadros, libros y música, y su compañía habría sido bien recibida en cualquier palazzo triste.

Muchas veces observé que el ama no se había recuperado del todo. Delante del Signore Dellombra bajaba la mirada e inclinaba la cabeza, o lo contemplaba con una mirada aterrada y fascinada, como si su presencia tuviera sobre ella una influencia o un poder malignos. Pasando de ella a él, solía verle en los jardines sombreados, o en la gran sala iluminada a medias, podríamos decir que «mirándola fijamente desde la oscuridad». Pero lo cierto es que yo no había olvidado las palabras de la bella Carolina al describir el rostro del sueño. Tras su segunda visita, oí decir al amo:

-¡Ya ves, mi querida Clara, ahora todo ha terminado! Dellombra ha venido y se ha ido, y tu aprensión se ha roto como si fuera de cristal.
-¿Volverá... volverá de nuevo? -preguntó el ama.
-¿De nuevo? ¡Claro, una y otra vez! ¿Tienes frío? -le preguntó al ver que ella se estremeció.
-No, querido; pero ese hombre me aterra: ¿estás seguro de que tiene que volver otra vez?
-¡El hecho mismo de que me lo preguntes hace que todavía esté más seguro, Clara! -contestó el amo alegremente.
Pero ahora el amo estaba muy esperanzado en la recuperación completa de su esposa, y cada día que pasaba lo estaba más. Ella era hermosa y él se sentía feliz.
-¿Va todo bien, Baptista? -me preguntaba de vez en cuando.
-Así es, signore, gracias a Dios; todo va muy bien.

Para el carnaval, nos fuimos todos a Roma (dijo el correo genovés forzándose a hablar un poco más alto). Yo había pasado fuera el día entero con un siciliano amigo mío, también correo, que se encontraba allí con una familia inglesa. Al regresar por la noche al hotel encontré a la pequeña Carolina, que nunca salía de casa sola, corriendo aturdida por el Corso.

-¡Carolina! ¿Qué sucede?
-¡Ay, Baptista! ¡Ay, en el nombre del Señor! ¿Dónde está mi ama?
-¿El ama, Carolina?
-Se fue por la mañana... cuando el amo salió a su paseo diurno, me dijo que no la llamara, pues estaba fatigada por no haber descansado durante la noche (había tenido dolores) y se quedaría en la cama hasta la tarde, para levantarse así recuperada. ¡Pero se ha ido!... ¡Se ha ido! El amo ha regresado, ha echado la puerta abajo y ella ha desaparecido. ¡Mi bella, mi buena, mi inocente ama!

Así lloraba, desvariaba y se debatía para que yo no pudiera sujetarla la hermosa Carolina, hasta que acabó desmayándose en mis brazos como si le hubieran disparado. Llegó el amo; en su actitud, su rostro y su voz no era ya el amo que conocía yo: se parecía a sí mismo tanto como yo a él. Me cogió, y después de dejar a Carolina en su cama del hotel al cuidado de una camarera, me condujo en un carruaje furiosamente a través de la oscuridad, cruzando la desolada Campagna. Cuando se hizo de día y nos detuvimos en una miserable casa de postas, hacía doce horas que todos los caballos habían sido alquilados y enviados en distintas direcciones. ¡Y fíjense bien en esto! Habían sido alquilados por el Signore Dellombra, que había pasado por allí en un carruaje con una asustada dama inglesa acurrucada en una esquina. Tras emitir un prolongado suspiro, el correo genovés dijo que nunca había oído que nadie la hubiera vuelto a ver más allá de ese punto. Lo único que sabía es que se desvaneció en un infame olvido llevando a su lado el temible rostro que había visto en su sueño.

-¿Y cómo llaman a eso? -preguntó con tono triunfal el correo alemán-. ¡Fantasmas! ¡Ahí no hay fantasmas! ¿Cómo llaman a esto que voy a contarles? ¡Fantasmas! ¡Aquí no hay fantasmas!
En una ocasión (siguió diciendo el correo alemán) me contraté con un caballero inglés, anciano y soltero, para recorrer mi país, mi Patria. Era un hombre de negocios que comerciaba con mi país y conocía la lengua, pero que no había estado nunca allí desde su adolescencia... y por lo que yo consideré que debían haber transcurrido unos sesenta años. Se llamaba James y tenía un hermano gemelo llamado John, que era también soltero. Un gran afecto unía a esos hermanos. Tenían un negocio común en Goodman's Fields, pero no vivían juntos. El señor James habitaba en Poland Street, esquina a Oxford Street, en Londres; y el señor John residía cerca de Epping Forest. El señor James y yo íbamos a partir para Alemania en una semana. El día exacto dependería de un negocio. El señor John llegó a Poland Street (cuando yo habitaba ya en la casa) para pasar esa semana con el señor James. Pero al segundo día le dijo a su hermano:

James, no me siento muy bien. No es nada grave, pero creo que estoy un poco gotoso. Me iré a casa para que me cuide mi ama de llaves, que me entiende bien. Si mejoro, regresaré para verte antes de que te vayas. Si no me pongo bien como para proseguir la visita donde la dejé, tú puedes venir a verme antes de partir. El señor James dijo que por supuesto que así lo haría, y se estrecharon las manos, las dos manos, tal como hacían siempre, tras lo cual el señor John pidió que le trajeran su carruaje, ya anticuado, y se fue a casa. Dos noches después de eso, es decir, el día cuarto de la semana, me despertó de un profundo sueño el señor James, entrando en mi dormitorio con un camisón de franela y una vela encendida. Se sentó junto a mi cama y me dijo, mirándome:

-Wilhelm, tengo razones para pensar que he cogido una extraña enfermedad.
Me di cuenta entonces de que había en su rostro una expresión inusual.
-Wilhelm -añadió-. Ni me asusta ni me avergüenza decirte lo que podría tener miedo o vergüenza de decirle a otro hombre. Vienes de un país sensible en el que se investigan las cosas misteriosas y no se rechazan hasta haber sido sopesadas y medidas, o hasta que se descubre que no pueden sopesarse ni medirse, o en cualquier caso hasta que se ha llega do a una solución aunque para ello se necesiten muchos años. Acabo de ver ahora al fantasma de m hermano. He de confesar (dijo el correo alemán) que a oír aquello sentí que la sangre me hormigueaba e cuerpo.

Acabo de ver ahora mismo al fantasma de mi hermano John -repitió el señor James mirándome fijamente, por lo que pude darme cuenta de que sabía lo que estaba diciendo-. Me encontraba sentado en la cama, sin poder dormir, cuando entró en mi habitación vestido de blanco, me miró fijamente pasó a un extremo de la habitación, contempló unos papeles que había en mi escritorio, se dio la vuelta y sin dejar de mirarme mientras pasó junto la cama, salió por la puerta. No estoy loco en absoluto, y en modo alguno estoy dispuesto a conferir, ese fantasma una existencia externa fuera de mí mismo Creo que es una advertencia de que estoy enfermo, y que sería conveniente que me sangraran.

Salí inmediatamente de la cama (contó el correo alemán) y empecé a vestirme rogándole que no se alarmara, y diciéndole que yo mismo iría en busca del doctor. Estaba ya dispuesto a hacerlo cuando oí que en la puerta de la calle llamaban tocando e. timbre y golpeando con fuerza. Mi habitación estaba en un ático de la parte trasera, y la del señor James se encontraba en el segundo piso, por el lado de la fachada, por lo que acudimos a su habitación y levantamos la ventana para ver qué sucedía.

-¿Está el señor James? -dijo el hombre que se encontraba abajo, retrocediendo en la acera para poder vernos.
-Así es -contestó el señor James-. ¿Y no eres tú Robert, el sirviente de mi hermano?
-Así es, señor. Lamento decirle, señor, que el señor John está enfermo. Está muy mal, señor. Incluso se teme que pueda estar al borde de la muerte. Quiere verle, señor. Tengo aquí un calesín. Le ruego que venga a verle sin pérdida de tiempo.

El señor James y yo nos miramos el uno al otro. » -Wilhelm, esto es muy extraño -me dijo-. ¡Me gustaría que vinieras conmigo!

Le ayudé a vestirse, en parte en la habitación y en parte ya en el calesín; y corrimos tanto que las herraduras de hierro de los caballos marcaron la hierba entre Poland Street y el Forest. ¡Y ahora, presten atención! (Añadió el correo alemán). Fui con el señor James hasta la habitación de su hermano, y allí vi y oí lo que voy a contarles. Su hermano estaba acostado en la cama, en el extremo superior de un dormitorio alargado. Allí se encontraba su anciana ama de llaves, y otras personas. Creo que había tres más, si no cuatro, y llevaban con él desde primera hora de la tarde. Estaba vestido de blanco, como el fantasma, pero evidentemente aquello era necesario porque tenía puesto el camisón. Se parecía al fantasma, necesariamente, porque miró ansiosamente a su hermano cuando vio que entraba en la habitación. Pero cuando el hermano llegó al lado de la cama, se incorporó lentamente, y mirándole con atención dijo estas palabras.

-¡James, ya me has visto esta noche... y ya lo sabes!
Y después murió. Cuando el correo alemán dejó de hablar, presté atención para conocer algo más de esta extraña historia. Pero nadie interrumpió el silencio. Miré a mi alrededor y los cinco correos habían desaparecido tan silenciosamente que era como si la montaña fantasmal los hubiera absorbido en sus nieves eternas. Para entonces no me encontraba en absoluto con un estado de ánimo suficiente para permanecer sentado a solas en aquel horrible escenario, mientras caía sobre mí solemnemente el aire helado; o si quieren que les diga la verdad, no tenía ánimos para estar sentado a solas en ninguna parte. Por eso volví a entrar en el salón del convento y encontré al caballero americano, que estaba todavía dispuesto a contarme la biografía del Honorable Ananias Dodger, y yo a escucharla.


Paraíso perdido. Catherine L. Moore (1911-1987)

Yarol el venusiano alargó una rápida mano sobre la mesa, que se detuvo en una de las muñecas de Smith.
-¡Mira! –dijo en voz baja.

Los ojos sin color de Smith se volvieron lentamente en la dirección que el pequeño venusiano le indicaba imperceptiblemente con la cabeza. El panorama que se abría bajo su indiferente mirada le hubiera quitado el aliento, por lo grandiosos, a cualquiera que acabase de llegar; para Smith, sin embargo, aquella vista ya sólo era agua pasada. Su mesa era una de tantas alineadas a lo largo de una balaustrada que circundaba el parapeto bajo el cual desaparecía el vertiginoso golfo de las terrazas de acero de Nueva York, a una altura de mil pies sobre la tierra firme. Entrecruzándose en aquel golfo de vacuidad que se precipitaba hacia abajo, las bandas de acero de los pasos superiores de circulación se arqueaban de edificio en edifico, atestadas de incontables hordas neoyorquinas. Hombres de los tres planetas, vagabundos, aventureros del espacio y cosas singulares y brutales que no eran humanas del todo se mezclaban con los tropeles de terrestres que recorrían interminablemente los grandes puentes de acero que se extendían sobre los abismos de Nueva York. Desde la mesa situada en el alto parapeto donde se sentaban Smith y Yarol, se podía ver pasar todo el sistema solar, mundo tras mundo, por las arcadas que descendían por gradas y azoteas hacia la tiniebla perpetua y las parpadeantes luces lejanas de las profundidades que escondían el suelo firme. Con poderosas escaleras y arcos, formaban una celosía en el cavernoso vacío bajo la balaustrada desde la que Yarol se apoyaba indolentemente sobre un codo, mientras miraba.

Al seguir aquella mirada, los pálidos ojos de Smith sólo vieron la acostumbrada multitud de peatones que pululaban sobre el piso de acero del puente, por debajo de ellos.
-¿Ves? –murmuró Yarol-. ¿Ves a ese individuo bajito con un abrigo de cuero rojo? Ése de cabello blanco, que camina despacio por el borde, ¿lo ves?
-Humm.

Smith emitió un sonido gutural, que no le comprometía a nada, mientras se fijaba en lo que había suscitado el interés de Yarol. Se trataba de un extraño espécimen de humanidad que caminaba indolente por el extremo del puente, apartado de la muchedumbre que lo llenaba. Su abrigo rojo se ceñía a un cuerpo cuya extrema fragilidad era visible incluso a aquella distancia; pero, por lo que Smith podía ver de su silueta en escorzo, no parecía hallarse enfermo. Sobre su cabeza descubierta el cabello crecía sedoso y plateado, y bajo uno de sus brazos apretaba con fuerza un envoltorio de forma cuadrada, que se cuidaba, según observó Smith, de mantener por el lado de la balaustrada, lejos de la muchedumbre que pasaba.

-Te apuesto la próxima ronda –murmuró Yarol, mientras sus sagaces ojos negros parpadeaban bajo sus largas pestañas- a que no adivinas de qué raza procede ese hombrecillo, ni cuáles son sus orígenes.
-De cualquier modo la próxima ronda me tocaba a mí –dijo Smith, con una sonrisa-. No lo adivino. Pero, ¿qué importa?
-¡Oh! Sólo es simple curiosidad. Hasta ahora, en toda mi vida, sólo había visto a uno de ellos, y estoy por apostar a que tú no has visto a ninguno. Y, sin embargo, es una raza de la Tierra, quizá la más antigua. ¿Has oído hablar de los seles?
Smith negó con la cabeza, en silencio, los ojos fijos en la pequeña figura de más abajo, que iba desapareciendo lentamente de su vista, oculta por el reborde de la terraza donde se sentaban.
-Viven en algún lugar de la región más remota de Asia, nadie sabe exactamente dónde. Pero no son mongoloides. Por lo que he oído, son una raza pura, que no tiene equivalente en todo el sistema solar. Creo que incluso ellos mismos han olvidado su origen, aunque sus leyendas se remonten tan lejos que uno se maree al pensar en ello. Tienen un aspecto extraño, todos con los cabellos blancos y tan frágiles como el cristal. Viven muy apartados de los demás, desde luego. Cuando uno de ellos se aventura en el mundo exterior, puedes estar seguro de que es por alguna razón tremendamente importante. Me pregunto por qué ese individuo... Bueno, ya no importa. Sólo que al verle recordé la extraña historia que se cuenta de ellos. Poseen un secreto. No, no te rías; se supone que es algo muy extraño y maravilloso, a lo que toda su raza dedica su vida para que siga oculto. Daría cualquier cosa por saber de qué se trata, simplemente por curiosidad.
-No es algo que te concierna, muchacho –dijo Smith, con voz adormilada-. Creo que es mejor para ti que no lo conozcas. Conocer ese tipo de secretos siempre acaba ocasionándole a uno muchas molestias.
-No tendré esa suerte –dijo Yarol, encogiéndose de hombros-. Tomemos otra ronda, recuerda que te toca a ti, y olvidemos el asunto.

Levantó un dedo para llamar al apresurado camarero, pero no llegó a hacerle ninguna señal. Pues justamente entonces, al otro lado del recodo de la barandilla que separaba el pequeño recinto de las mesas de la calle que subía al otro lado de la terraza, un relámpago de rojo atrajo bruscamente la mirada de Yarol. Era el hombrecillo de cabellos blancos que apretaba con fuerza su paquete de forma cuadrada mientras caminaba con temor, como si no estuviera acostumbrado a calles y terrazas llenas de gente, todas a una altura de mil pies, inmersas en un aire centelleante de acero. Y en el momento en que la mirada de Yarol caía sobre él, sucedió algo. Un hombre con un uniforme marrón muy sucio, cuyas insignias desgastadas eran indescifrables, empujó bruscamente hacia delante al hombrecillo vestido de rojo y le hizo tropezar. El hombrecillo emitió un chillido de alarma y, frenético, intentó agarrar con más fuerza el envoltorio, pero ya era demasiado tarde. El empujón prácticamente se lo había quitado de debajo del brazo y, antes de que pudiera cogerlo, el fornido asaltante se había apoderado de él para abrirse rápidamente camino, a empellones, entre la muchedumbre. El rostro del hombrecillo estaba lívido de un tremendo terror, mientras miraba aturdido a su alrededor. Y en su primera mirada desesperada divisó a los dos hombres sentados en la mesa que le observaban con intensa concentración. A través de la barandilla, su mirada se cruzó con las suyas en una súplica muda. Había algo en la actitud de aquellos hombres, en el cuero gastado de sus trajes de navegantes del espacio y en los rostros que ostentaban el indefinible sello de quienes viven peligrosamente, que debió de haberle dicho en el instante de aquella mirada desesperada que, posiblemente, la ayuda que buscaba estuviera en ellos. Se agarró a la barandilla, con los nudillos blancos por la tensión, y dijo, entrecortándose:

-¡Síganle! Traigan el paquete, recompensaré. ¡Oh, deprisa!
-¿Cómo nos recompensará? –preguntó Yarol, con un tono de súbita decisión.
-Con lo que sea, el precio que ustedes fijen. ¡Pero deprisa!
-¿Lo jura?
El rostro del hombrecillo estaba bañado de escarlata, por la angustia.
-¡Lo juro, claro que lo juro! ¡Pero apresúrense! ¡Deprisa o ustedes...!
-¿Lo jura por...?

Yarol dudó y, mirando por encima del hombre, echó una mirada significativa a Smith. Entonces se levantó, se inclinó fuera de la barandilla y susurró algo al extranjero, al oído. Smith observó una mirada de intenso terror en el rostro enrojecido. Era como si su color fuera desapareciendo lentamente, dejando sólo los rasgos del rostro, de una palidez lunar, teñidos de una emoción que Smith no pudo descifrar. Pero, en su frenesí, el hombre asintió. Con voz atormentada, que era al tiempo sonido gutural y susurro entrecortado, dijo:

-Sí, lo juro. ¡Y ahora váyanse!
Yarol saltó por encima de la barandilla, sin más, y desapareció entre la muchedumbre, tras la pista del ladrón que huía. El hombrecillo le miró fijamente durante un instante, luego rodeó lentamente la barandilla, mientras se dirigía a la puerta de acceso al recinto, y pasó entre las mesas vacías hasta llegar a la de Smith. Se dejó caer en la silla que había dejado Yarol y enterró su sedosa y plateada cabeza entre unas manos estremecidas. Smith le miró, impasible. Estaba ligeramente sorprendido de comprobar que quien se sentaba frente a él no era un anciano. Las señales que veía sobre su rostro colmado de ansiedad eran las de la edad madura, y las manos que se crispaban sobre la cabeza inclinada eran fuertes y firmes, con una delgadez singularmente frágil que, sin embargo, había notado desde el principio. No era, pensó Smith, la delgadez propia de un individuo en particular, sino, como Yarol había dicho, una característica racial que daba la impresión de que aquel hombre fuera a romperse en pedazos si recibía un golpe. Y sin no lo hubiera sabido a ciencia cierta, hubiese jurado que aquella raza se había originado en cualquier planeta más pequeño que la Tierra, en cualquier mundo con gravedad inferior que hubiera justificado aquella delicada estructura ósea. Tras un instante, el extranjero comenzó a levantar lentamente la cabeza, hasta quedarse mirando fijamente a Smith con ojos alucinados. Aquellos ojos eran de una apariencia poco corriente: oscuros, cálidos, velados por una especie de película traslúcida, que daban la impresión de no mirar a nada. Conferían a todo el rostro una impresión de recogimiento, de paz introspectiva que contrastaba enormemente con la angustia e inquietud que revelaban los delicados rasgos del hombre. Estaba observando a Smith, y la desesperación de sus ojos eximía a aquella larga mirada de cualquier impertinencia. Smith miró hacia otra parte y le dejó que prosiguiera. En dos ocasiones fue consciente de que los labios del otro se apartaban y de que su aliento se detenía, como si fuese a hablar; pero algo debió de ver en el rostro sombrío e impasible al otro lado de la mesa, lleno de las cicatrices de muchas batallas, en los ojos fríos y desprovistos de emoción, que le obligó a abstenerse de preguntar. Y allí siguió sentado en silencio, retorciéndose las manos sobre la mesa con una desnuda angustia en los ojos, mientras esperaba.

Los minutos pasaron lentamente. Debió de transcurrir un buen cuarto de hora antes de que Smith oyera pasos a su espalda y supiese por la luz que iluminaba el rostro del hombre sentado frente a él que Yarol había regresado. El pequeño venusiano arrimó una silla y, con una mueca, se dejó caer en ella en silencio, mientras depositaba sobre la mesa un envoltorio de forma cuadrada. El extranjero se precipitó sobre él con un leve grito inarticulado, pasó unas manos ansiosas sobre el papel marrón que lo cubría, y comprobó los sellos de lacre que unían el lado donde se juntaban los extremos del papel de envolver. Satisfecho sólo entonces, se volvió hacia Yarol. La desesperación incontrolada acababa de morir en su rostro, que recobró los rasgos de una inmensa tranquilidad. Smith pensó que jamás había visto un rostro que con tanta rapidez pudiera mostrar serenidad y paz. Sin embargo, aquella paz ocultaba una extraña forma de resignación, como si encerrase algo que él aceptaba sin condiciones; como si, quizá, se preparara a pagar cualquier precio tremendo que le pidiera Yarol, y supiese que sería alto.

-¿Qué desea como recompensa? –preguntó a Yarol con voz gentil.
-Cuénteme el secreto –dijo Yarol con determinación, al tiempo que hacía una mueca.
Recobrar el paquete no había sido difícil para un hombre con sus habilidades y su carácter. Ni siquiera Smith supo cómo lo había conseguido –los caminos de los venusianos son extraños-, pero de ello no había ninguna duda. Sin embargo, no miraba el hermoso rostro de querubín del venusiano, donde bailaban unos sagaces ojos negros. Contemplaba al extranjero, y no veía sorpresa en los delicados rasgos del hombre, sólo un leve destello de luz rápidamente opacado en los velados ojos, un leve espasmo de pena y comprensión que, durante un instante, contorsionó su rostro.

-Debiera haberlo supuesto –dijo tranquilamente, con su dulce y suave voz, que debajo de su inglés cultivado poseía un matiz de acento extranjero-. ¿Tiene alguna idea de lo que me pide?
-Alguna –la voz de Yarol se hizo más sobria por efecto de la gravedad de la entonación del otro-. En cierta ocasión conocí... a uno de su raza, uno de los seles, y aprendí lo suficiente para desear, como un loco, saber del todo el secreto.
-También aprendería... un nombre –dijo dulcemente el hombrecillo-. Por él juré entregarle lo que me pidiera. Y lo haré. Pero debe saber que jamás hubiera pronunciado ese juramento, aunque algo tan preciado como mi propia vida dependiera de él. Si la causa no hubiera sido tan grande como... como la que me obligó a jurar, yo, u otro cualquiera de los seles, hubiese muerto antes de jurar por ese nombre. Por eso mismo –sonrió tímidamente- podrá adivinar cuán preciado es lo que contiene este envoltorio. ¿Está seguro, está verdaderamente seguro de querer saber nuestro secreto?
Smith reconoció la testarudez que comenzaba a oscurecer los rasgos finamente cincelados del rostro de Yarol.
-Lo estoy –dijo con firmeza el venusiano-. Y usted me lo prometió en nombre de... –dejó de hablar para formar con los labios las sílabas que no pronunció. El hombrecillo sonrió, con un extraño asomo de conmiseración en el rostro.
-Está invocando poderes –dijo- que, sin lugar a dudas, desconoce. Se trata de algo peligroso. Pero..., en efecto, lo he prometido y se lo revelaré. Debo contárselo aunque ahora usted no deseara saberlo; pues una promesa hecha por ese nombre debe cumplirse, cueste lo que cueste a quien haya hecho la promesa o a quien vaya dirigida. Lo siento..., pero ahora debe saberlo.
-Díganoslo, entonces –insistió Yarol, y se inclinó hacia delante sobre la mesa.
El hombrecillo se volvió hacia Smith, mostrando en su rostro en calma una paz que suscitó un vago malestar en el terrestre.
-¿Usted también desea saberlo? –preguntó.

Smith dudó durante un instante, sopesando contra su propia curiosidad aquel malestar sin nombre. A su pesar, se sentía extrañamente impelido a conocer la respuesta de la pregunta de Yarol, aunque, a medida que lo pensaba, sentía cada vez con mayor certidumbre una extraña y silenciosa amenaza bajo la calma del pequeño extranjero. Se limitó a asentir con la cabeza y miró de soslayo a Yarol. Sin más prolegómenos, el hombre cruzó los brazos sobre la mesa, cubriendo su preciado envoltorio, se inclinó hacia delante y comenzó a hablar con su suave y lenta voz. Y mientras hablaba, le pareció a Smith que una serenidad si cabe aún mayor que la de antes afluía a sus ojos, algo tan vasto y tranquilo como la propia muerte. Le pareció que dejaba de vivir mientras hablaba, y que se hundía a cada una de sus palabras en una paz que nada en la vida podría turbar. Y Smith supo que aquel preciado secreto tan bien guardado no estaría a punto de ser revelado por alguien que guardaba una calma tan mortal, a menos que un peligro tan grande como la mismísima muerte acompañase a la revelación. Contuvo la respiración para hablar e interrumpir aquellas revelaciones, pero fue como si una compulsión le dijera que no debía interrumpirlas. Indiferente, decidió escuchar.

-Imaginen –decía tranquilamente el hombrecillo-, por ejemplo, una raza de individuos empujada por la necesidad hasta unas cavernas negras como la pez, donde sus hijos y nietos se criarán sin ver jamás la luz ni usar jamás sus ojos. A medida que vayan pasando las generaciones, irá naciendo una leyenda que hable de la inefable belleza y misterio del ver. Quizá se convierta en una religión, la narración de una gloria mayor de lo que puedan describir las palabras (pues, ¿cómo se podría describir la vista a un ciego?), que sus antepasados habían conocido, y que ellos todavía podrían percibir si las condiciones se lo permitieran, ya que aún poseen los órganos pertinentes.

“Pues nuestra raza tiene una leyenda parecida. Hay una facultad, un sentido, que hemos perdido a lo largo de incontables eones, y que poseíamos en nuestro “apogeo” y “origen”; pues a diferencia de cualquier otra raza de las actualmente existentes, nuestras leyendas más antiguas comienzan en una edad dorada del pasado infinitamente lejano. Más allá no hay nada. No tenemos historias de groseros comienzos, como las demás razas. Hemos perdido nuestros orígenes, aunque las leyendas de nuestro pueblo lleguen mucho más atrás de lo que yo pudiera hacerles creer a ustedes. Pero por lejos que se remonte nuestra historia, siempre aparecemos como un pueblo hecho y derecho que procede de algún origen remoto no narrado en las leyendas, y que posee una civilización avanzada, con una cultura perfectamente estable. Pues bien, en ese estadio de perfección poseíamos el sentido perdido que sólo hoy existe como una tradición velada. En las soledades del Tíbet habitan los remanentes de nuestra, antaño, poderoso raza. Desde los comienzos de la Tierra hemos vivido allí, mientras en el mundo exterior la humanidad luchaba para salir lentamente de su estado salvaje. Fuimos declinando en una gradación infinita hasta que para la mayoría de nosotros el secreto se perdió. Pero nuestro pasado es demasiado magnífico para que lo olvidemos, y por eso no nos rebajamos a mezclarnos con las jóvenes civilizaciones que surgieron. Pues nuestro glorioso secreto no se ha perdido del todo. Nuestros sacerdotes lo conocen y lo guardan con magias espantosas, y aunque no conviene que ni siquiera la mayoría de nuestra raza comparta este misterio, el más miserable de nosotros desdeñaría incluso la corona del mayor de vuestros imperios, porque quienes heredamos el secreto somos mucho más grandes que los reyes.

Hizo una pausa, y la mirada ensimismada de sus extraños y traslúcidos ojos se hizo más profunda. Y como si quisiera traerle de vuelta al presente, Yarol preguntó, apresuradamente:
-Sí, pero ¿de qué se trata? ¿Cuál es el secreto?
La suave mirada se volvió hacia él con compasión.
-Sí..., debe saberlo. Ahora usted no puede huir de él. No puedo adivinar cómo pudo conocer el nombre con el que me invocó, pero sí sé que no sabe mucho más, o de lo contrario jamás se hubiera servido de su poder para hacerme esa pregunta. Es... una lástima... para todos nosotros que yo pueda contestarle, pues soy uno de los pocos que conocen su respuesta. Nadie, excepto los sacerdotes, se aventura jamás a salir de nuestro retiro en las montañas. Así que usted hizo la pregunta a uno de los pocos que podían contestarla..., lo que es una desgracia tanto para ustedes como para mí.

Hizo una nueva pausa y Smith observó que la vasta placidez de sus rasgos se iba haciendo más profunda. Como haría un hombre que, impertérrito, contempla el rostro de la muerte.
-Prosiga –le instó con impaciencia Yarol-. Díganos, díganos el secreto.
-No puedo –la blanca cabeza del hombrecillo se agitó, denegando. Sonrió levemente-. No hay palabras para ello. Pero se lo mostraré. Miren.
Alargó una frágil mano y derramó el vaso que estaba cerca del codo de Smith, de modo que las rojas heces del whisky de segir formaron un pequeño charco sobre la mesa.
-Miren.

Los ojos de Smith observaron el brillo rojizo del líquido derramado. En él percibieron una oscuridad a través de la cual unas sombras pálidas se movían extrañamente, tanto que Smith se vio obligado a mirar más de cerca, pues nada de lo que conocía podía formar unos reflejos tan extraños. Era consciente de que Yarol también se había inclinado para mirar y de que, poco después, ya no veía nada que no fuese la roja oscuridad del abismo, estriado de pálidos estremecimientos. Sus ojos se habían hundido tanto en el secreto que no podía mover un músculo, y la mesa, la terraza y toda la gran ciudad de acero que hormigueaba a su alrededor eran una bruma que se desvanecía en el olvido. Como de muy lejos, oyó aquella voz, baja y suave, llena de infinita resignación, de calma infinita, y de una conmiseración enorme e inalcanzable.

-No se resistan –dijo gentilmente-. Abandónense a mi mente y les mostraré, pobres niños necios, lo que me han pedido. Puedo hacerlo por la virtud del nombre. Es posible que el conocimiento que obtengan no les compense del precio que va a costarnos a todos nosotros, pues los tres moriremos cuando el secreto haya sido revelado. ¿Quizá lo sabían? La vida de toda nuestra raza, desde eras inmemoriales, está dedicada a guardar el secreto, y cualquiera que lo conozca y que no pertenezca al círculo de nuestros sacerdotes, que lo enseñan, debe morir, para que no sea revelado. Yo, que en mi locura juré por el nombre, debo contárselo, ya que me lo han pedido, y decirles que morirán antes de que haya pagado el precio de mi propia debilidad... con mi propia muerte. No importa, estaba escrito. No se resistan... Forma parte de la urdimbre de nuestras vidas, pues desde nuestro nacimiento los tres hemos ido recorriendo el camino que nos ha conducido a este instante, en que estamos juntos sentados a una mesa. Ahora atiendan, escuchen... y aprendan. En la cuarta dimensión, que es el tiempo, el hombre sólo puede viajar a favor de la corriente. En las otras tres puede moverse libremente según su voluntad, pero en el tiempo debe someterse a su flujo, que es todo lo que conocemos. Incidentalmente, sólo esta dimensión de las cuatro le afecta físicamente. A medida que se mueve en la cuarta dimensión, envejece. Pero, antaño, nosotros conocíamos el secreto de movernos tan libremente a través del tiempo como del espacio, y eso de una manera que no afectaba a nuestros cuerpos más que el movernos hacia delante o hacia detrás. Aquel secreto implicaba el uso de un sentido especial que creo que todos los hombres poseen, aunque después de eras sin usarlo se haya atrofiado tanto que casi ha dejado de existir. Sólo entre los seles queda el recuerdo de su existencia, y sólo entre nuestros sacerdotes quedan aquellos que poseen el antiguo sentido en toda su plenitud. Cuando nos movemos según nuestra voluntad a través del tiempo no lo hacemos físicamente. Ni nos relacionamos con lo que ocurrió antes de que nosotros llegáramos, salvo en el conocimiento del pasado y del futuro que ganamos con nuestros viajes. Pues nuestro movimiento en el tiempo se halla confinado estrictamente a lo que ustedes llaman memoria. Gracias a este sentido prácticamente perdido, podemos ir hacia atrás, en las vidas de quienes nos precedieron, o hacia delante, a través de las “memorias” aún incorpóreas pero positivamente existentes, de quienes vendrán después de nosotros. Pues, como ya he dicho, toda la vida está tejida según un dibujo ya acabado, donde pasado y futuro aparecen dibujados irrevocablemente.

“Pero, incluso en esa manera de viajar, hay peligro. Aunque nadie sepa precisamente cuál, pues nadie que lo haya encontrado ha vuelto jamás. Quizá el viajero cae por casualidad en los recuerdos de un moribundo y no puede escapar. O quizá... No sé, pero hay ocasiones en que la imaginación no regresa, se quiebra... Aunque no hay límites para ninguna de estas cuatro dimensiones en lo que concierne a la humanidad, la distancia a que podemos aventurarnos en cualquiera de ellas está limitada a la capacidad mental de quien viaja. Ninguna imaginación, por muy poderosa que sea, podría retroceder hasta los orígenes. Por esta razón no sabemos nada de nuestros propios comienzos antes de esa era dorada de que hablaba. Pero sabemos que hemos sido exiliados de un lugar demasiado maravilloso para perdurar, de una tierra más exquisita que cualquiera de las que la Tierra puede mostrar. Procedemos de un mundo que es como una joya, y nuestras ciudades eran tan hermosas que incluso nuestros hijos cantan las canciones de Baloise la Bella, de Ingala, la de murallas de marfil, y de Nial, la de blancos tejados. Una catástrofe nos expulsó de aquella tierra, una catástrofe de la que nada sabemos. La leyenda dice que nuestros dioses se enfadaron y nos abandonaron. Lo que después sucedió es algo que nadie sabe exactamente. Pero aún seguimos suspirando por el adorable mundo de Seles donde nacimos. Era... Pero miren, y lo verán.

La voz sólo había sido un subir y bajar de resonancias en un mar de oscuridad; pero Smith, con toda su conciencia concentrada aún en el reflectante abismo de rojo hipnótico, fue consciente de un estremecimiento y de un súbito movimiento en el profundo seno de su oscuridad. Unas cosas se movían y subían, tan vertiginosamente que la cabeza comenzó a darle vueltas y el vacío tembló a su alrededor. Fuera de aquella estremecida tiniebla, una luz comenzó a relucir. La realidad estaba cobrando forma a su alrededor, una nueva substancia y una nueva escena; y a medida que la luz y el paisaje iban surgiendo de la oscuridad, su propia mente se revestía nuevamente de carne y percibía la realidad de manera gradual. En aquellos momentos se encontraba de pie en la ladera de una colina baja, aterciopelada de hierba oscura bajo el crepúsculo. Bajo él, en aquella adorable penumbra semitraslúcida, se extendía Baloise la Bella, de blancura de marfil, destellando a través de la penumbra como una perla sumergida en vino oscuro. De algún modo, supo que era aquella ciudad, supo su nombre y amó cada uno de sus pálidos chapiteles, cúpulas y arcadas que, ente él, surgían en el atardecer. Baloise la Bella, su esplendorosa ciudad. No tuvo tiempo de maravillarse por aquella familiaridad súbita y nostálgica; pues al otro lado de los tejados de marfil una especie de gran resplandor lunar comenzaba a iluminar el apagado cielo, con tan enorme y deslumbrante brillo que le quitó la respiración; pues, con toda certeza ninguna de las lunas que jamás se habían alzado en la Tierra hubiera podido dar una iluminación tan poderosa. Detrás de la extensión de las azoteas de marfil de Baloise se difundía en un gran halo, que quitaba la respiración a la noche toda, como si estuviera pendiente de un milagro. Luego, más allá de la ciudad, vio el borde de un inmenso círculo de plata reluciendo a través de una capa de nubes bajas y, de repente, comprendió.

Fue subiendo lentamente, muy lentamente. Las marfileñas azoteas de Baloise la Bella captaban la luz de aquel suave e inmenso resplandor y la convertían en un destello nacarado, de suerte que la noche toda era un milagro, con la maravilla de la Tierra naciente. Sobre la ladera de la colina, Smith seguía inmóvil mientras el enorme y resplandeciente orbe derramaba su claridad sobre los tejados y, finalmente, flotaba en libertad bajo la pálida luz de la Luna. Ya había visto antes aquel espectáculo desde un estéril satélite muerto, pero jamás la exquisita iluminación de la Tierra a través de los vapores del aire de la Luna había velado el vasto globo en un rielar de encantamientos, mientras se balanceaba misteriosamente a través del crepúsculo, todos sus continentes plateados tenuemente teñidos de verde, la traslúcida maravilla de sus mares resplandeciendo con la claridad de joyas, pálidos, rojizos como ópalos en la lúcida tranquilidad de la oscuridad del claro de la Tierra. Era una visión demasiado arrebatadora para que un hombre pudiera contemplarla sin estar preparado. Mientras bajaba lentamente la colina le dolía la cabeza por aquella belleza demasiado vívida para que los ojos pudieran contemplarla por largo tiempo. Hasta entonces no fue consciente de que estaba mirando a través de un cuerpo que no era el suyo. No tenía control sobre él; simplemente, lo había cogido para caminar por la penumbra lunar hasta bajar la colina, para poder percibir por sus sentidos el inconmensurable pasado que se hallaba contemplando. Ése era el “sentido” de que había hablado el pequeño extranjero. En la memoria de un habitante de la Luna muerto desde hacía eones, la vista de la Tierra naciente, maravillosa sobre los chapiteles de la ciudad olvidada, había quedado grabada tan profundamente que la erosión de incontables eras no había podido borrarla. En aquellos momentos veía, y sentía, lo que su hombre desconocido había visto y sentido sobre la ladera de una colina de la Luna, hacía un millón de años.

A través de la magia de aquel “sentido” perdido caminaba por la verdeante superficie de la Luna, hacia aquella exquisita ciudad, perdida para todo lo que no fueran los sueños de hacía muchísimos eones. Bien hubiera podido adivinar por la extrema fragilidad del pequeño sacerdote que su raza no era originaria de la Tierra. La menor gravedad de la Luna había originado una raza con la delicadeza de las aves. Era curioso que tuvieran el cabello plateado como la Luna y unos ojos traslúcidos y remotos como el satélite muerto. Un lazo singular y lógico con su patria perdida. Pero poco tiempo quedaba para la maravilla y la especulación. Smith contemplaba el esplendor de Baloise, que flotaba cada vez más cerca en el atardecer, bañada con una luminosidad tan suavemente real que era como si pisara agua de una sombría claridad. Intentaba descubrir cuál era la libertad que le permitía aquella nueva experiencia. Podía ver lo que vía su huésped, y comenzó a ser consciente de que también compartía los demás sentidos del hombre. Incluso podía compartir sus emociones, pues había sentido un momento de apasionada nostalgia por toda la blanca ciudad de Baloise cuando la contempló desde la colina, de nostalgia y de amor como el que un exiliado podría sentir por su ciudad natal. También fue paulatinamente consciente de que el hombre estaba asustado. Un terror extraño, sombrío y lleno de miasmas acechaba bajo la superficie de sus pensamientos conscientes, algo cuyo origen no podía sondear. Confería a la belleza que contemplaba una acuidad tan punzante, al menos, como el dolor, que grababa intensa y profundamente en su memoria cada blanco chapitel y resplandeciente cúpula de Baloise.

Lentamente, moviéndose en la sombra de su propio terror sombrío, el hombre fue bajando de la colina. La muralla de marfil que ceñía Baloise surgió ante él, una muralla baja con una cresta que exhibía una banda de calado y encaje, sobre cuyas circunvoluciones el claro de la Tierra lucía como plata. Caminó bajo un arco apuntado, sin dejar de moverse con aquel paso resuelto, como si se aproximara a algo espantoso de lo que no podría escapar. Y cada vez con más fuerza, Smith fue consciente del miedo que anegaba los pensamientos sin formular del hombre, bañados en una marea sombría bajo la consciencia de todo lo que hacía. Y aún con más fuerza, seguía resistiéndose de su acuciante amor por Baloise, y sus ojos se posaban en lentas caricias sobre los pálidos tejados y los muros bañados por la luz de la Tierra, y las nacaradas penumbras que brotaban de sus sombras, donde la luz de la Tierra naciente sólo era un reflejo. Estaba grabando en su memoria el esplendor de Baloise, como pudiera hacer un exiliado. Se demoraba en su contemplación con un anhelo tan profundo que parecía que, hasta el día de su muerte, quisiera llevar delante de sus ojos la belleza iluminada por la Tierra que contemplaba. Pálidas paredes, cúpulas traslúcidas y arcadas surgieron ante él mientras caminaba lentamente a lo largo de una calle cubierta de arena blanca, de suerte que sus pies caían insonoros sobre su superficie, como si caminase en un sueño traslúcido. La Tierra ya estaba más alta sobre los reflectantes tejados, y su gran globo resplandeciente flotaba libre encima de su cabeza, velado y opalescente con los iridiscentes mares de su atmósfera. Al mirar a través de los ojos de su desconocido extranjero, Smith pudo reconocer a duras penas la configuración de los grandes continentes verdes que se extendían bajo los velos de titilante aire, y las formas de los relucientes mares le parecieron extrañas. Contemplaba un pasado tan lejano que bien poco de su planeta nativo le era familiar. Su extraño huésped estaba doblando la ancha calle arenosa. Tomó una pequeña calleja pavimentada, incierta en la difusa luz de la Tierra, y empujó la puerta de una verja que después volvió a cerrar. Bajo su arco, penetró en un jardín, precioso bajo el claro de Tierra, más allá del cual se veía una casita blanca, pálida como el marfil, que se recortaba contra unos sombríos árboles.

Había un estanque en el jardín central, y la Tierra nadaba en su negrura como un ópalo enorme y reluciente, haciendo que el agua reluciera con mayor esplendor que en cualquiera de los estanques de la Tierra. Y sobre aquel estanque inundado de claro de Tierra, estaba inclinada una mujer. La plateada cascada de sus cabellos enmarcaba un rostro más pálido que la palidez de la Tierra naciente y de una belleza más delicada y exquisita que la que jamás se hubiera dado en cualquier mujer de la Tierra. Su esbeltez lunar, mientras se inclinaba sobre el estanque, poseía un aire inmortal; pues jamás mujer alguna de la Tierra paseó delicadeza que llegara, siquiera, a la mitad de aquélla, tan dulce y frágil. Alzó la cabeza cuando se abrió la puerta de la verja, y se irguió con un movimiento tan ligero, porque no era terrestre, que apenas pareció tocar la hierba cuando caminó hacia delante, criatura de pálido encantamiento en un jardín lunar encantado. Pisando la hierba, el hombre fue hacia ella, contrito, y Smith sintió en él un pánico y un dolor profundamente arraigados en su alma que apenas le permitían hablar. La mujer alzó el rostro, perfectamente visible en aquel momento bajo el claro de Tierra y tan delicadamente modelado que más parecía cualquier joya exquisitamente tallada que un rostro de carne lunar y hueso. Sus grandes ojos estaban opacados por un espanto innombrable. Susurró con el débil eco de una voz:

-¿Ya es el momento?
Y el lenguaje en que hablaba estaba lleno de ondulaciones como el agua al correr, con extrañas, ligeras y entrecortadas cadencias que Smith sólo comprendía por mediación de la mente del hombre cuyos recuerdos compartía. Con voz demasiado alta para ocultar su temblor, su huésped dijo:
-Sí..., ya lo es.

Al oír aquello, los ojos de la mujer se cerraron involuntariamente y toda la exquisitez de su rostro se crispó en una aflicción súbita y dolorosa, tan pesada que pareció que aquella frágil criatura quedaría aplastada bajo su peso, y todo su delicado cuerpo se derrumbaría sobre la hierba, abrumado por una carga que no podría soportar. Pero eso no ocurrió. Vaciló durante un instante y luego los brazos del hombre la rodearon, sujetándola fuertemente en un abrazo desesperado. Y a través de los recuerdos del hombre muerto desde hacía tanto tiempo que la sujetaba, Smith pudo sentir la delicadeza de la mujer muerta desde hacía eones, la cálida suavidad de su carne, sus menudos huesos, como los de un pájaro. Y de nuevo sintió fútilmente que era una criatura demasiado frágil para soportar una pena como la que la torturaba, y un furor impotente creció en él contra cualquiera que fuese la cosa innominada que causaba tan gran terror y pena a aquellas dos personas. Durante un largo momento, el hombre la mantuvo abrazada, sintiendo contra sí la suave fragilidad de su cálido cuerpo, el tormento de los silenciosos sollozos que la estremecían y que parecían capaces de romper todos sus huesos, por lo delicados que eran, y lo desesperada que era su muda agonía. Su propia garganta se estrechaba de pena, y sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas. Los oscuros miasmas de terror fueron haciéndose más fuertes hasta que el jardín iluminado por el claro de Tierra quedó oscurecido por su sombra, y sólo quedó el negro peso de su miedo, el dolor de su desesperado pesar. Finalmente, aflojó la presión de su abrazo y, una vez más, murmuró, con la boca sobre sus plateados cabellos:

-Vamos, vamos, querida. Tranquilízate... Sabíamos que esto tenía que suceder algún día. Le ocurre a todo lo que vive... También a nosotros. No llores así...
Ella sollozó una vez más, con un profundo espasmo de puro dolor, se apoyó en los brazos del hombre para enderezarse y asintió, echando hacia atrás su cabellera de plata.
-Lo sé –dijo-. Lo sé –alzó la cabeza y miró hacia el gran halo de misterio que bañaba la Tierra a través de los velos de iridiscente encantamiento que brillaban sobre la pareja. La luz chispeó en las lágrimas de su rostro-. Me hubiera gustado que los dos nos hubiéramos encontrado... Allí abajo.
Él la zarandeó suavemente entre sus brazos.
-No... La vida en las colonias, con sólo el pequeño resplandor de luz verde reluciendo sobre nosotros para torturar a nuestros corazones con el recuerdo de la patria... No, querida. Hubiera sido toda una vida de nostalgia y de deseos de volver. Aquí hemos vivido felices, conociendo sólo este momento final de pena. Es mejor.
Ella inclinó la cabeza y apoyó la frente contra su hombro, para no ver la Tierra en los cielos.
-¿Lo es? –preguntó, con voz ronca a causa de las lágrimas-. ¿No es mejor toda una vida de nostalgia y de pesares contigo que el paraíso sin ti? Pues bien, la elección ya está hecha. Sólo soy feliz por una cosa: que tú hayas sido llamado antes y no puedas conocer este... este espanto de tener que enfrentarse solo a la vida. Ahora tienes que irte... en seguida, o jamás te dejaré. Sí... Sabíamos que tenía que terminar algún día, que la hora tenía que llegar. Adiós, mi bienamado.

Alzó su húmedo rostro y cerró los ojos. Smith hubiera mirado a otro sito si hubiese podido. Pero no podía despegarse, siquiera emocionalmente, del huésped cuyos recuerdos compartía, y aquel instante insoportable se clavó tan profundamente en su propio corazón como en el del hombre que le albergaba. La tomó gentilmente de nuevo entre sus brazos y besó la boca estremecida, salada con el sabor de las lágrimas. Y después, sin mirar hacia atrás, se volvió hacia la puerta abierta y caminó lentamente bajo su arco, como si fuera un hombre que se dirigiese hacia su condena. Pasó nuevamente por la calleja hasta llegar a la calle ancha de antes, bajo el esplendor del claro de Tierra. La belleza de la Baloise muerta desde hacía eones por la que caminaba, suscitaba un dolor sordo en su corazón bajo la angustia más aguda de la despedida. La sal de las lágrimas de la joven seguía sobre sus labios, y le parecía a él que ni la muerte podría consolarle de la pena de los momentos que acababa de pasar. No obstante, apretó el paso con resolución. Smith comprendió que su huésped, después de doblar una esquina, se dirigía hacia el centro de Baloise la Bella. Grandes plazas abiertas rompían aquí y allá las filas de marfil de los edificios; a veces veía pasar a hombres y mujeres por las calles, frágiles como pájaros con su delicadeza de seres lunares, plata pálida bajo el inmenso disco pálido de la omnipresente Tierra, que dominaba la escena hasta que nada parecía real, excepto aquella vasta maravilla suspendida sobre su cabeza. Los edificios eran allí más grandes, y aunque no hubieran perdido nada de su encantadora belleza, se hacía evidente que eran lugares dedicados más a la industria que las moradas rodeadas de verjas de las afueras de la ciudad.

En una ocasión contorneó una gran plaza en cuyo centro se levantaba una gran esfera de superficie plateada que reflejaba el brillo del claro de Tierra. Era una nave, una nave espacial. Smith lo habría comprendido sólo con verla, aunque no se lo hubiesen dicho los pensamientos del hombre de la Luna que llegaban hasta su mente. Era una nave espacial llena de hombres, maquinaria y repuestos para las colonias, donde se luchaba contra las voraces junglas de una Tierra prehistórica cubierta de vapores. Vio a los últimos pasajeros pasar por las rampas que les conducían a unas aberturas en la parte inferior, gente de blanco lunar que se movía silenciosamente como en un sueño bajo el enorme y pálido resplandor de la Tierra, ya alta en el cielo. Resultaba extraño ver lo silenciosos que eran. Toda la enorme plaza, la inmensa esfera que la llenaba, y la muchedumbre que se movía de uno a otro lado sobre las rampas bien pudieran haber sido las imágenes de un sueño. Era difícil imaginar que no lo eran, que habían existido, de carne y hueso, de piedra y acero, bajo la luz de un vasto globo que, antaño, hacía milenios, circundado por el irisado velo de su atmósfera, ocupaba el cielo. A medida que se acercaban al extremo más alejado de la plaza, Smith vio a través de los ojos poco observadores de su huésped cómo se bajaban las rampas y se cerraban las aberturas de aquella enorme nave globular. El hombre de la Luna estaba demasiado absorto en su dolor y en su pena para dedicar mucha atención a lo que estaba ocurriendo en la plaza, por lo que Smith sólo captó unas vagas visiones de la gran nave esférica elevándose del suelo, silenciosamente, sin esfuerzo, sin estallidos de ruido atronador ni grandes chorros de llamas como sucede con el lanzamiento de los modernos navíos espaciales. La curiosidad le corroía, pero no podía hacer nada. Los únicos y breves atisbos que podía obtener de aquella escena de eras pasadas debían proceder de los ojos de su huésped, quien acababa de abandonar la plaza para proseguir su camino.

Un gran edificio oscuro surgió por encima de las casas de pálidos tejados. Era lo único oscuro que Smith había visto en Baloise, y su simple contemplación despertó súbitamente el terror que había estado morando informe y oculto en la mente de su huésped. Pero éste siguió andando sin arredrarse. La amplia calle conducía justo hasta la arcada que se abría en la oscura fachada del edificio, un portal tan cavernoso y con una negrura tan amenazante como los portales de la mismísima muerte. El hombre se detuvo bajo su sombra. Miró hacia atrás pausadamente, observando la nacarada palidez de Baloise. Por encima de las cúpulas y pináculos surgía la vasta y pálida luz de la Tierra. La propia Tierra, bañada en mares de atmósfera opalescente, con todos sus continentes de verde plata, con todos sus mares coloreados como joyas veladas, reluciendo ante él por última vez. Toda la pujanza de su amor por Baloise, de su amor por la joven que había quedado en el jardín, de su amor por el encantador satélite completamente verde donde había vivido, se convirtieron en un nudo en su garganta, y su corazón estuvo a punto de explotar por la dulce plenitud de la vida que había llevado. Después se volvió resuelto y pasó bajo la oscura arcada. A través de su mirada fija, Smith no pudo ver nada que no fuera una penumbra parecida a la que forma el claro de luna a través de la niebla, de modo que el interior estaba lleno de una grisura levemente traslúcida, levemente luminosa. Y el terror que lastraba la mente del hombre comenzaba a insinuarse en la suya mientras, tremendamente escalofriado, se adentraba rápidamente en la penumbra.

La oscuridad fue aclarándose a medida que avanzaban. Cada vez le parecía más inexplicable a Smith que, a pesar del espanto que comenzaba a helar de miedo la mente del habitante de la Luna, éste prosiguiera hacia adelante sin dudar, sin que le moviese ninguna compulsión, sino su propia voluntad. Iba hacia la muerte –de eso ya no había duda, a juzgar por lo que había podido vislumbrar en la mente de su huésped-, una muerte ante la que se revolvían todas las fibras de su ser. Pero seguía adelante. Las paredes ya eran visibles a través de la oscura bruma que llenaba la tiniebla. Eran paredes suaves al tacto, de color negro, lisas. El interior de aquel gran edificio oscuro era espantoso, por su tremenda simplicidad. Nada había en él, excepto un amplio corredor negro cuyos muros se perdían, invisibles, sobre su cabeza. En contraste con la ornamentación de cualquiera de las paredes de las demás construcciones de Baloise, la rotunda severidad de aquel edificio añadía una nota de terror al aturdido cerebro del hombre que caminaba por él. La oscuridad palideció y se llenó de luz. El corredor se ensanchaba. En aquellos momentos sus paredes parecían alejarse ante el avance de la luz; a través de la brumosa claridad, el hombre de la Luna avanzó sobre un suelo negro y mate hacia su muerte. La habitación donde había desembocado el corredor era inmensa. Smith pensó que debía abarcar prácticamente el interior del gran edificio oscuro, pues transcurrieron varios minutos mientras su huésped caminaba a buen paso, aunque sin prisa, entre las tinieblas del suelo.

Gradualmente, a través de aquella extraña opacidad iluminada comenzó a crecer una llama. Bailoteó en la bruma como la luz de un fuego agitado por el viento, reluciendo, apagándose, encendiéndose nuevamente, de suerte que la bruma latía con su brillo. Había una regularidad de vida en aquel latido. Era un muro de llama pálida que se extendía a través de la brumosa penumbra por todo lo que el ojo podía abarcar a derecha e izquierda. El hombre se detuvo ante él, inclinó la cabeza e intentó hablar. Tanto estrangulaba su voz el terror que sólo al tercer intento consiguió pronunciar las palabras, en voz muy baja, casi ahogándose:

-Escúchame, oh, Poderoso. Heme aquí.
En el silencio que siguió a sus palabras, el muro de llama pulsante parpadeó una vez más, como si fuese el latido de un corazón y después se abrió hacia ambos lados, como una cortina. Más allá de la llama que acababa de correrse, una cavidad que llegaba hasta el techo se abrió entre la bruma. No era más tangible que la propia bruma, y parecía el opacado interior de una esfera. En aquella oquedad de paredes brumosas se sentaban tres dioses. ¿Realmente se sentaban? Estaban agachados de un modo espantoso y parecían hambrientos; pero era tal la bestial ferocidad de sus posturas, que sólo unos dioses hubieran sido capaces de mantener aquella espantosa dignidad velada por el terror, a pesar de la horrible ansia que revelaban sus posturas. Aquélla fue la única visión que Smith tuvo de ellos, antes de que el hombre de la Luna se prosternase sobre el negro suelo, mientras contenía la respiración y luchaba contra un terror insoportable, como si fuera un hombre a punto de ahogarse, luchando contra el mar. Pero en el momento en que dejó de ver a través de los ojos con que miraba a las tres voraces figuras, Smith vislumbró durante un instante la sombra que se erguía ante él, monstruosa sobre la brumosa pared curva que la contenía, ondeando bajo la llama. Y sólo era una sombra. Aquellos tres eran Uno.

Y el Uno habló. Con una voz como la lengüetada de una llama, tenue por la bruma que la reflejaba, terrible como la voz de la mismísima muerte, el Uno dijo:

-¿Qué mortal se atreve a llegar ante nuestra inmortal presencia?
-Uno cuyo tiempo previsto por los dioses se ha cumplido –musitó el hombre postrado con voz entrecortada, como si acabase de correr-. Uno que acude a pagar la deuda que su raza tiene con los Tres Que Son Uno.

La voz del Uno había sido plena, uniforme, como la de una única persona. En aquel momento, de la incierta oquedad donde los Tres se agazapaban, brotó una voz delgada, vacilante, como una cálida llama, que no era plena, que no era uniforme, y que llegó temblorosa hasta sus oídos.

-Que nadie olvide –dijo aquella vocecita cálida- que el mundo de Seles nos debe su existencia, ya que gracias a nuestro poder mantenemos fuego, aire, y agua alrededor de su globo. Que nadie olvide que sólo gracias a nosotros la carne de la vida cubre los desnudos huesos de este mezquino mundo ¡Que nadie lo olvide!

El hombre prosternado en el suelo se agitó con un largo estremecimiento de aquiescencia. Y Smith, cuya mente era igual de consciente del hecho que la de él, supo que decía la verdad. La gravedad de la Luna era demasiado débil, incluso en aquella antigua era desaparecida, para mantener la capa de aire que sustenta la vida sin la ayuda de cualquier otra fuerza. No sabía el motivo por el que los Tres se encargaban de proporcionarla, pero estaba comenzando a adivinarlo. Una segunda vocecita prosiguió con aquella entonación ritual donde la primera la había dejado:

-Que nadie olvide que sólo con una condición vestimos con las ropas de la vida los huesos de Seles. Que nadie olvide el pacto que los progenitores de la raza de Seles hicieron con los Tres Que Son Uno, hace tantísimo tiempo que entonces los dioses aún eran jóvenes. Que nadie olvide el precio que todo hombre ha de pagar al fin de su tiempo prescrito. Que nadie olvide que sólo por nuestro divino apetito la humanidad puede unirse a nosotros y pagar su deuda. Todos los que viven nos deben sus vidas, y por el antiquísimo pacto de sus antepasados deben devolvérnoslas cuando se las reclamemos en la sombra que da vida a su amado mundo.

El hombre postrado tuvo un nuevo estremecimiento, profundo y helado, al reconocer la verdad de las palabras rituales. Y una tercera voz brotó estremeciéndose de aquella oquedad brumosa, con el sonido de la voracidad vibrante de una llama.

-Que nadie olvide que todos los que vienen a pagar la deuda de la raza y así comprar de nuevo nuestro favor para que su mundo pueda vivir, deben llegar hasta nosotros voluntariamente, sin resistirse a nuestro divino apetito... y rendirse sin luchar. Y que nadie olvide que, si un solo hombre se resistiera a nuestra voluntad, entonces, en ese instante nuestro poder desaparecería, y toda nuestra cólera caería sobre le mundo de Seles. Que un único hombre luche contra nuestra voluntad, y el mundo de Seles avanzará desnudo por el vacío, pues en un suspiro la vida habrá cesado en él. ¡Que nadie lo olvide!

Echado en el suelo, el cuerpo del hombre de la Luna se estremeció nuevamente. Por su mente pasó el último espasmo de amor y de nostalgia por el maravilloso mundo cuyo verdor iluminado por la maravilla de la Tierra se conservaría gracias a su muerte. Poco importaba la muerte si, gracias a ella, Seles sobrevivía. Con un espantoso sonido de trueno, el Uno preguntó:

-¿Acudes voluntariamente a nuestra presencia?
Una voz estrangulada se elevó del oculto rostro del hombre que seguía postrado.
-Sí, voluntariamente... para que Seles pueda vivir.
Y la voz del Uno sonó vibrante en la penumbra agitada por la llama, con tanta energía que saturó sus oídos. Sólo el latido del corazón del hombre de la Luna, la pulsación de su sangre, captaron el trueno prolongado de la orden del dios.
-Entonces... ¡ven!

Se estremeció. Se levantó muy lentamente. Se enfrentó a los Tres. Y, por primera vez, Smith sintió un súbito miedo por su propia seguridad. Hasta entonces, el miedo y terror que había compartido con su huésped lunar sólo habían concernido al hombre. Pero en aquellos momentos, ¿no le amenazaba la muerte a él, lo mismo que a su huésped? Pues no conocía forma alguna de disociar su propia mente de espectador de aquella a la que se había unido para asistir a aquel fragmento de pasado inconmensurable. Y cuando el hombre lunar desapareciera en el olvido, ¿éste no engulliría también su mente? Eso era, entonces, a lo que se había referido el pequeño sacerdote cuando había dicho que algunos de quienes se aventuraban en el tiempo, dentro de las mentes de sus antepasados, jamás regresaban. La muerte, bajo una u otra forma, debía haberlos engullido junto con las mentes por las que miraban. En aquel momento la muerte le acechaba, a menos que pudiera escapar. Y, por primera vez, luchó para comprobar hasta dónde llegaba su independencia. Pero fue en vano. No podía separarse de su huésped. Con la cabeza caída, el hombre lunar avanzó a través de la cortina de llamas, que siseó y desprendió calor, abriéndose hacia ambos lados. Cuando la dejó atrás, se encontró cerca de aquel mortecino infierno donde estaban sentados los tres dioses, entre la terrible agitación de sus sombras a través de la bruma. Y bajo aquella incierta luz, parecía que los Tres se inclinasen ávidamente hacia delante, con un hambre voraz en cada uno de sus espantosos rasgos. Y la sombra que arrojaban parecía una boca anhelante.

Después, con un rugido sibilante, la cortina de llamas se cerró tras él, y una oscuridad como la de la misma muerte cayó cegadora sobre la oquedad donde estaban los Tres. Smith conoció la desnudez del terror cuando sintió la mente tras la cual se escondía brincar como un caballo bajo su jinete y caer como una montura, y comprendió que caía más y más en los golfos de un vertiginoso terror, más vacío que el espacio entre los mundos, un apetito ciego y vacío más devorador que la misma nada. No luchó contra él. No podía. Era demasiado tremendo. Pero no se entregó a él. Pequeña entidad consciente en un infinito de pura ansia, mientras la succionadora vacuidad derramaba voracidad a su alrededor, seguía firme e inquebrantable. El hambre de los Tres sólo había conocido hasta entonces la aquiescencia de la deuda que el hombre tenía con ellos, y por eso, en aquellos momentos, a través del vacío de su ansia gruñía una furia mucho más terrible que la de cualquier mente mortal a la que pudiera combatir. En medio de ella, Smith se aferró tercamente a la chispa de consciencia que le quedaba, incapaz de hacer cualquier cosa que no fuese resistirse débilmente al voraz deseo que absorbía su vida.

Poco a poco fue consciente de lo que hacía. Si resistirse al apetito de los Tres significaba que cumplirían sus amenazas, el resultado sería la muerte de un mundo. Significaba la muerte de todo ser viviente en el satélite: de la joven en el jardín iluminado por la Tierra, de toda la gente de Baloise que había visto caminando por sus calles, de la propia Baloise ante la erosión de los eones, desprotegida ante el bombardeo de los meteoritos que transformarían su dulce mundo verde en una lastimosa calavera. Pero la compulsión de vivir le cegaba. No hubiera podido renunciar a ella aunque lo hubiese deseado, pues el deseo de la vida se halla demasiado arraigado en todos nosotros, la salvaje y animal desesperación ante la extinción. No quería morir, no quería rendirse a ningún precio. No podía luchar contra aquella voracidad cegadora que le envolvía como un tifón, pero no quería ceder. Era simplemente una testarudez pasiva contra el hambre de los Tres, mientras los eones giraban a su alrededor y el tiempo cesaba y nada tenía existencia, sino él mismo, su vivo y desesperado yo rebelándose contra la muerte.

Otros, al aventurarse en el pasado, habían debido de encontrarse con el mismo peligro y sucumbido ante él en la debilidad de su amor innato por el verde mundo lunar. Pero él no tenía esa debilidad. Nada era tan importante como la vida, la suya, entonces y siempre. No se daría por vencido. Muy por debajo del barniz de su yo civilizado se encontraba la roca viva de pura energía salvaje que nada, en ningún mundo de los que conocía, había podido poner a prueba. Eso era lo que le sostenía en aquellos momentos contra la ira de la divinidad, cimiento inconmovible a su determinación de no ceder. Y lentamente, muy lentamente, el ansia devoradora abatió su furia sobre él. No podía comprender que se negase a rendirse, y ni siquiera toda su furia pudo asustarle para que capitulase. Ahí estaba el motivo de que los Tres exigieran y reiteraran la necesidad de que se entregasen a su apetito. No tenían poder para vencer el inquebrantable instinto de vida, a menos que éste fuera abandonado voluntariamente, y no se atrevían a dar a conocer al mundo que aterrorizaban aquel punto flaco de su fuerza. Durante un instante fulgurante, Smith se imaginó a los vampíricos Tres alimentándose de una raza que no se atrevía a desafiarlos por su amor a las magníficas ciudades, a los plácidos días dorados y a los miríficos claros de Tierra de las noches, que contaban más para aquellos seres que su propia existencia. Pero aquello se había acabado.

Una última oleada llameante de un ansia ardiente rodeó vorazmente la obstinación de Smith. Pero cualquiera que fuera la naturaleza de aquellos seres vampíricos y el desconocido lugar olvidado hacía eones donde hubieran podido nacer, los Tres Que Eran Uno no tenían poder para romper el fondo de puro salvajismo en donde había arraigado profundamente todo lo que era Smith. Y, finalmente, en un estallido final de furia ciclónica, que rugió a su alrededor en una borrascosa explosión de hambre y de derrota, el vacío comenzó a desaparecer. Durante un instante cegador, las imágenes relampaguearon en su cerebro. Vio a la dormida Seles, el verde mundo lunar que incluso el tiempo llegaría a olvidar, de palidez nacarada bajo el esplendor de la Tierra naciente que la bañaba con la luz de una noche más brillante que cualquiera de las conocidas por el hombre, y el poderoso orbe bañado de mares velados por su rutilante atmósfera, radiante por un último y breve instante en la maravilla de sus brumosos continentes y sus mares perlados. Y a Baloise la Bella, dormida bajo la luminosidad de la Tierra, alta en el cielo. Pues durante un último momento de esplendor, el exquisito mundo lunar flotó a través de su noche pálida como un sueño que ninguno de los mundos del espacio igualaría jamás, y que ningún descendiente de la raza que lo había conocido olvidaría del todo.

Entonces sucedió... el desastre. De un modo extraño e impreciso, Smith escuchó un agudo lamento, capaz de destrozarle los tímpanos, que fue en aumento hasta hacerse intolerablemente alto, de modo que su cerebro no pudo resistir durante más tiempo la agonía que le producía aquel sonido. Y sobre Baloise, sobre Seles y sobre todo lo que allí vivía, comenzó a caer la oscuridad. La Tierra que brillaba en lo alto relució en las tinieblas crecientes, y la atmósfera se apartó de las verdes colinas ondulantes y prados verdeantes, y de los plateados mares de Seles. En largas tiras opalescentes, brillantes bajo la luz de la Tierra, el aire de Seles comenzó a abandonar el mundo que revestía. Pero no de forma gradual, sino abrupta y enfurecida, como si las invisibles manos de los Tres desgarrasen en largos y brillantes jirones el globo de Seles... Así desapareció la atmósfera. Eso fue lo último que vio Smith antes de que las tinieblas le rodearan... Seles, espléndida hasta el momento de su destrucción, una pequeña joya verde de reluciente y destellante colorido, que se iba despojando del manto de la vida mientras los largos jirones de traslúcidas irisaciones caían de él y se perdían en el vacío, donde palidecían lentamente en la negrura del espacio. Luego la tiniebla se cerró sobre él, y el olvido le rodeó. Después nada, nada.

Abrió los ojos. Para su sorpresa, las torres de acero de Nueva York le rodeaban por todas partes, mientras el zumbido del tráfico resonaba en sus oídos. Sin que pudiera contenerse, sus ojos escrutaron el cielo donde momentos antes, así le parecía a él, el gran globo brillante de la nacarada Tierra había colgado luminoso. Y entonces, la comprensión fue abriéndose paso lentamente por su mente, bajó los ojos y, al otro lado de la mesa, se encontró con la inmensa mirada alucinada del pequeño sacerdote de la gente de la Luna. El rostro que vio le extrañó. Había envejecido diez años en el intervalo incalculable de su viaje hacia el pasado. Una angustia más profunda que la que pudiera afectar a cualquier individuo había grabado profundas marcas en su rostro de palidez ultraterrena, y sus grandes ojos extraños estaban poblados de pesadillas.

-Entonces fue por mi culpa –dijo, entre susurros, como para sí-. Entre todos los de mi raza, yo fui el único responsable de la muerte de Seles. ¡Oh, dioses...!
-¡Fui yo! –exclamó Smith sin poder contenerse, mientras abandonaba su silencio habitual en un esfuerzo instintivo para aliviar la insoportable angustia del hombrecillo-. ¡Yo lo hice!
-No... Usted fue el instrumento, pero yo quien lo manejó. Yo le envié al pasado. Yo soy responsable de la destrucción de Baloise, de Nial y de Ingala, blanca como el marfil, y de toda la verde belleza de nuestro mundo perdido. ¿Cómo podré mirar de nuevo por la noche la desnuda calavera blanca del mundo que destruí? ¡Fui... yo!
-¿De qué diablos están hablando los dos? –preguntó Yarol, al otro lado de la mesa-. No he visto nada, excepto un montón de oscuridad y de luces, y una especie de luna...
-Y sin embargo –proseguía aquel susurro obsesivo, olvidándose de todo-, sin embargo... vi a los Tres en su templo. Nadie de mi raza los había visto antes, pues ninguna memoria viviente había regresado a aquel templo, salvo las memorias que morían en él. De toda mi raza sólo yo conozco el secreto del desastre. Nuestras leyendas cuentan de él lo que vieron los exiliados, al mirar hacia arriba aquella noche de terror a través del espeso aire de la Tierra. ¡Pero yo sé lo que pasó! Y ningún hombre de carne y hueso puede llevar consigo ese conocimiento durante mucho tiempo: el de haber acabado con un mundo por su locura. ¡Oh, dioses de Seles..., ayudadme!

Sus blancas manos lunares se movieron a tientas sobre la mesa, hasta encontrar el envoltorio cuadrado que tan caro le había costado. Se puso en pie, tambaleándose. Smith también se levantó, acuciado por una emoción indefinida que no habría podido describir. Pero el sacerdote de la Luna negó con la cabeza.

-No –dijo, como si respondiera a alguna pregunta que acabara de hacerse a sí mismo-, usted no debe reprocharse por lo sucedido hace tantos eones... aunque parezca que sucedió hace pocos minutos. Esta maraña de tiempo y espacio, y el desastre que un hombre vivo puede provocar sobre un mundo muerto hace milenios... es algo que se halla más allá de nuestro escaso entendimiento. Fui elegido para ser el vaso de aquel desastre... y nadie sino yo es responsable, pues estaba ordenado desde el comienzo de los tiempos. No hubiera podido impedirlo incluso si hubiese conocido desde el principio que supondría el fin. Pero no porque lo haya hecho, sino por lo que ahora conoce... ¡tendrá que morir!

Apenas habían abandonado sus labios aquellas palabras, cuando ya blandía su pequeño envoltorio cuadrado como si fuera un arma mortal. Lo mantuvo muy cerca del rostro de Smith, mientras la sombra de la muerte seguía en sus pálidos ojos lunares y oscurecía su angustiada y blanca faz. Durante un brevísimo instante, a Smith le pareció que un intolerable resplandor de luz estallaba alrededor del envoltorio cuadrado, aunque entre las blancas manos del sacerdote no pudiera ver nada más que su aspecto acostumbrado. Durante aquel instante demasiado breve para que su cerebro lo registrara, la muerte le rozó con avidez. Pero en el mismo momento, mientras las amenazantes manos se levantaban hacia él, hubo un estallido de llamas blancoazuladas detrás del sacerdote, acompañado del familiar crepitar de una pistola. El rostro del hombrecillo se volvió lívido de dolor durante un instante y después le sumergió una inmensa oleada de paz que extinguió la angustia de sus oscuros ojos. Cayó de costado y arrastró consigo el envoltorio cuadrado. Al otro lado de su desmadejado cuerpo, que yacía en el suelo, apareció la silueta agachada de Yarol, que volvía a guardar la pistola térmica en su funda mientras echaba una rápida mirada por encima del hombro.

-¡Vámonos... vámonos! –musitó con urgencia-. ¡Salgamos de aquí!

Smith oyó un grito a su espalda y un ruido de pies que corrían. Echó una mirada de codicia al misterio que encerraba al forma cuadrada del envoltorio, pero sólo fue un vistazo fugitivo mientras saltaba por encima del cadáver y se pegaba a los ágiles talones de Yarol, para ir a perderse por la rampa inferior entre la muchedumbre que había estado bajo ellos. Jamás lo sabría.