jueves, 6 de junio de 2024

El osito de peluche del profesor. Theodore Sturgeon (1918-1985)

—Duerme. —dijo el monstruo.

Habló con el oído, moviendo unos labios diminutos dentro de los pliegues de carne porque tenía la boca llena de sangre.

—Ahora no quiero dormir. Tengo un sueño —dijo Jeremy—. Cuando duermo se me van todos los sueños. O no son sueños de verdad. Ahora tengo un sueño de verdad.
—¿Qué sueñas ahora? —preguntó el monstruo.

—Sueño que soy un hombre mayor...

—De dos metros diez y muy gordo. —dijo el monstruo.

—Qué tonto eres –dijo Jeremy—. Yo mediré un metro sesenta y seis. Seré calvo y usaré gafas como pequeños ceniceros. Daré conferencias a los jóvenes sobre el destino humano y la metempsícosis de Platón.

—¿Qué es una metempsícosis? —preguntó el monstruo, hambriento.

Jeremy tenía cuatro años y podía permitirse el lujo de ser paciente.

—Una metempsícosis es algo que pasa cuando una persona se muda de una casa a otra.

—¿Como cuando nuestro padre vino a vivir aquí desde la calle Monroe?

—Algo parecido. Pero no me refiero a aquel tipo de casa, con tejas y cloacas y cosas por el estilo. Me refiero a este tipo de casa. —explicó, y se golpeó el pecho.

—Ah —dijo el monstruo, subiendo y agazapándose sobre la garganta de Jeremy, con más aspecto de osito de peluche que nunca—. ¿Ahora? —pidió.

No era muy pesado.

—Ahora no —dijo Jeremy, enfurruñado—. Me dará sueño. Quiero mirar un poco más la escena del sueño. Hay una chica que no escucha mi conferencia. Piensa en su cabello.

—¿Y qué pasa con su cabello? —preguntó el monstruo.

—Es castaño —dijo Jeremy—. Y tiene brillo. Le gustaría tener rizos de oro.

—¿Por qué?

—A alguien llamado Bert le gustan los rizos de oro.

—Entonces qué esperas. Hazle rizos de oro.

—¡No puedo! ¿Qué dirían los demás jóvenes?

—Eso ¿tiene alguna importancia?

—No, tal vez. ¿Podría hacerle rizos de oro?

—¿Quién es ella? —quiso saber el monstruo.

—Es una chica que nacerá aquí dentro de unos veinte años. —dijo Jeremy.

El monstruo se le acomodó mejor en el cuello.

—Si va a nacer aquí, claro que le puedes cambiar el cabello. Hazlo de una vez y duérmete.

Jeremy rio de alegría.

—¿Qué pasó? –preguntó el monstruo.

—Lo cambié —dijo Jeremy—. La chica que estaba detrás de ella chilló como un ratón con una pata atrapada. Después pegó un salto. Es una sala de conferencias grande, con pasillos laterales muy empinados. Resbaló en un escalón.

El niño se echó a reír de felicidad.

—¿Qué pasa ahora?

—Se rompió la crisma. Está muerta.

El monstruo soltó una risita.

—Es un sueño muy divertido. Ahora cámbiale otra vez el cabello a la chica, y pónselo como antes. ¿Aparte de ti alguien vio el cambio?

—Nadie más lo vio —dijo Jeremy—. ¡Mira! Ya cambió. Ni siquiera se enteró de que por un instante tuvo rizos de oro.

—Muy bien. ¿Con eso acaba el sueño?

—Supongo que sí —dijo Jeremy con pesar—. De todos modos, acaba la conferencia. Todos los jóvenes rodean a la chica del cuello roto. Todos los jóvenes tienen sudor debajo de la nariz. Todas las chicas tratan de meterse el puño en la boca. Puedes seguir con lo tuyo.

El monstruo hizo un ruido de felicidad y apretó con fuerza la boca contra el cuello de Jeremy.

Jeremy cerró los ojos.

Se abrió la puerta.

—Jeremy, querido —dijo su madre. Tenía cara blanda, cansada, y ojos sonrientes—. Oí que te reías.

Jeremy abrió despacio los ojos. Sus pestañas eran tan largas que cuando le levantaban parecían generar una diminuta ola de viento, como ventiladores diminutos. Sonrió, y tres de sus dientes asomaron y sonrieron también.

—Mamá, le conté una historia a Osito, y le gustó. —dijo medio dormido.

—Muy bien, querido —murmuró su madre, acercándose y acomodándole la manta alrededor de la barbilla.

Jeremy sacó una mano y apretó el monstruo contra el cuello.

—¿Osito duerme? —preguntó su madre con voz suave.

—No —dijo Jeremy—. Está muerto de hambre.

—¿Por qué?

—Cuando yo como se me va el hambre. Osito es diferente.

La madre lo miró con tanto amor que no pudo... no pudo pensar.

—Eres un niño extraño —susurró—, y tienes las mejillas más rosadas del mundo.

—Sí, claro. —dijo el niño.

–¡Qué risa más divertida! –dijo la madre, palideciendo.

—No fui yo. Fue Osito. Le resultas rara.

Mamá se quedó encima de la cuna, mirándolo. Era como si lo mirara el entrecejo y los ojos miraran un poco más allá. Finalmente, la mujer se humedeció los labios y le palmeó la cabeza.

—Buenas noches, bebé.

—Buenas noches, mamá.

El niño cerró los ojos. Mamá salió de la habitación de puntillas. El monstruo no dejó de hacer lo que estaba haciendo.

Era la hora de la siesta del día siguiente, y por centésima vez la madre lo había besado y había dicho:

—¡Eres tan bueno para la siesta, Jeremy!

Claro que lo era. Cuando llegaba la hora de la siesta, como cuando llegaba la hora de dormir, siempre se iba directamente a la cama. Mamá, por supuesto, no sabía por qué. Quizá tampoco lo supiese Jeremy. Osito lo sabía.

Jeremy abrió el arcón de los juguetes y sacó a Osito.

—Apuesto a que tienes hambre. —dijo.

—Sí. Date prisa.

Jeremy trepó a la cuna y abrazó con fuerza el osito de peluche.

—Sigo pensando en aquella chica —dijo.

—¿Qué chica?

—Aquella a la que le cambié el color del cabello.

—Quizá porque fue la primera vez que cambiaste a una persona.

—¡No fue la primera vez! ¿Qué me dices del hombre que cayó en el agujero del metro?

—Moviste aquel sombrero. El que se le cayó. Se lo moviste debajo de los pies para que pisara el borde con un pie y enredara el otro en la copa y se cayera.

—Bueno, ¿y la niña que arrojé al pasar el camión?

—No la tocaste —dijo el monstruo con ecuanimidad—. Andaba en patines sobre ruedas. Rompiste algo en una rueda para que dejase de girar. Así que se cayó delante del camión.

Jeremy se quedó pensando.

—¿Por qué no toqué nunca a nadie?

—No lo sé —dijo Osito—. Supongo que estará relacionado con que hayas nacido en esta casa.

—Supongo que sí. —dijo Jeremy sin convicción.

—Tengo hambre. —dijo el monstruo, instalándose en el estómago de Jeremy mientras el niño se acostaba boca arriba.

—Bueno, está bien —dijo Jeremy—. ¿La siguiente conferencia?

—Sí —dijo Osito, impaciente—. Ahora sueña intensamente. Con las cosas que dices en las conferencias. Eso es lo que quiero. Olvídate de la gente que está allí. La gente que está allí no importa. Tampoco importa tu conferencia. Importa lo que dices.

La extraña sangre empezó a correr mientras Jeremy se relajaba. Miró el techo, encontró la delgada grieta que siempre miraba mientras soñaba de verdad y empezó a hablar.

—Allí estoy. Allí está la sala, sí, y la... sí, todo está allí, otra vez. Está la chica. La que tiene cabello castaño y brillante. El asiento que hay detrás está vacío. Esto debe de ser después que la otra chica se rompió el pescuezo.

—No importa —dijo el monstruo, impaciente—. ¿Qué dices tú?

—Yo...

Jeremy se quedó en silencio. Finalmente, Osito lo presionó.

—Oh. Es sobre el desafortunado acontecimiento de ayer, pero como ocurre con el espectáculo, los estudios deben seguir.

—Pues sigue. —jadeó el monstruo.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Jeremy con impaciencia—. Empezamos. Llegamos ahora a los gimnosofistas, cuya escuela ascética no ha tenido parangón en cuanto a extremismo. Esos extraños aristócratas creían que la ropa e incluso la comida perjudicaban la pureza de pensamiento. Los griegos también los llamaban Hylobioi, término que nuestros estudiantes más eruditos reconocerán como análogo del sánscrito Vana–Prasthas. Es evidente que tuvieron una profunda influencia sobre Diógenes Laercio, el fundador elíseo del escepticismo puro...

Y siguió con su discurso. Tenía a Osito agazapado contra el cuerpo, haciendo pequeños movimientos masticatorios con las suaves orejas; y a veces, estimuladas por algún valioso dato esotérico, las orejas se babeaban.

Después de casi una hora, la suave voz de Jeremy se fue apagando y finalmente calló. Osito, irritado, se movió un poco.

—¿Qué pasa?

—Esa chica —dijo Jeremy—. Sigo mirando esa chica mientras hablo.

—Bueno, deja de hacerlo. No he terminado.

—No queda nada que decir, Osito. Miro y miro a esa chica hasta que ya no puedo seguir con la charla. Ahora estoy diciendo lo de las páginas del libro y dando la tarea. La clase ha terminado.

La boca de Osito casi estaba llena de sangre. Suspiró por las orejas.

—No fue mucho. Pero si es todo, qué le vamos a hacer. Si quieres, ahora puedes dormir.

—Quiero mirar un rato.

El monstruo infló las mejillas. Dentro no tenía mucha presión.

—Adelante.

Se apartó del cuerpo de Jeremy y se acurrucó formando un enfurruñado ovillo. La extraña sangre se movía sin parar por el cerebro de Jeremy. Con ojos abiertos y fijos miró cómo sería, un delgado y calvo profesor de filosofía. Estaba sentado en la sala, mirando cómo los estudiantes subían tropezando por los empinados pasillos, pensando en la extraña compulsión que lo llevaba a mirar a aquella chica, la señorita... la señorita... ¿la señorita qué?

—Ah.

—¡Señorita Patchell!

Miró, asombrado de lo que acababa de hacer. Por cierto, que no había querido llamarla. Se apretó las manos con fuerza, recuperando la seca rigidez que en él era lo que más se acercaba a la dignidad.

La chica bajó despacio por los escalones, mirando asombrada con aquellos ojos separados. Llevaba unos libros bajo el brazo y le brillaba el pelo.

—¿Sí, profesor?

—Sé... —se interrumpió y se aclaró la voz—. Sé que hoy es la última clase, y que sin duda se irá a encontrar con alguien. No la retendré mucho tiempo... y si lo hago —agregó, asombrándose de nuevo—, podrá ver a Bert mañana.

—¿Bert? ¡Oh! —en la cara de la chica apareció un agradable rubor—. No sabía que usted supiese... ¿Cómo pudo enterarse?

Él se encogió de hombros.

—Señorita Patchell —dijo—, espero que disculpe usted las divagaciones de un viejo, quiero decir de un hombre maduro. Hay algo que le concierne y que...

—¿Sí?

En los ojos de la chica había cautela, y una pizca de miedo. Echó una ojeada hacia atrás, a la sala ahora vacía.

Golpeó bruscamente la mesa.

—No permitiré que esto siga un minuto más sin enterarme. Señorita Patchell, usted empieza a temerme, y se equivoca.

—Creo que debo... —dijo ella con timidez, y empezó a retroceder.

—¡Siéntese! —rugió él.

Era la primera vez en toda su vida que rugía a alguien, y la impresión de la chica no fue mayor que la suya. Ella se hundió en el asiento de la fila delantera, y pareció mucho más pequeña de lo que era, menos los ojos, que eran mucho más grandes.

El profesor movió la cabeza con irritación. Se levantó, bajó del estrado, caminó hacia ella y se sentó en el asiento de al lado.

—Ahora calle y preste atención —en los labios del profesor se movió la sombra de una sonrisa—. La verdad es que no sé lo que voy a decir. Escuche y sea paciente. No hay nada más importante.

El profesor se quedó un rato pensando, siguiendo mentalmente unas vagas imágenes. Oía o era consciente del acelerado ritmo, ahora un poco más tranquilo, de aquel corazón asustado.

—Señorita Patchell –dijo con voz suave, volviéndose hacia ella—. En ningún momento consulté sus antecedentes. Hasta... digamos... ayer, usted era un rostro cualquiera dentro de la clase, otra fuente de pruebas para corregir. No he consultado el archivo de la secretaria en busca de información. Y, por lo que sé casi con certeza, ésta es la primera vez que hablo con usted.

—Es cierto, señor. —dijo la chica con suavidad.

—Muy bien —el profesor se humedeció los labios—. Usted tiene veintitrés años. La casa donde nació tenía dos pisos y era bastante vieja, con una ventana emplomada en saliente en la curva de las escaleras. El pequeño dormitorio, o habitación de los niños, estaba exactamente sobre la cocina. Cuando la casa estaba en silencio se oía allí debajo el ruido de los platos. La dirección era calle Bucyrus número 191.

—¡Pero... sí! ¿Cómo lo sabía?

El profesor se llevó las manos a la cabeza.

—No lo sé. No lo sé. Yo también viví en esa casa de niño. No sé por qué sé que también usted vivió allí. Hay cosas que... —se dio un golpe con los nudillos en la cabeza—. Pensé que usted podría ayudarme.

La chica lo miró. Era un hombre pequeño, brillante, cansado, que envejecía rápidamente. Le apoyó una mano en el brazo.

—Ojalá pueda —dijo en tono afectuoso—. Ojalá pueda.

—Gracias, niña.

—Quizá si me contara algo más...

—Quizá. Algunas cosas son... feas. Todo está lejos, envuelto en una nebulosa, y apenas lo recuerdo. Sin embargo...

—Continúe, por favor.

—Recuerdo –dijo el profesor, y su voz era casi un susurro— cosas que ocurrieron hace mucho tiempo, y cosas recientes que recuerdo... dos veces. Un recuerdo es claro y nítido, y el otro es viejo y borroso. Y de la misma manera borrosa recuerdo lo que sucede ahora mismo... ¡y lo que sucederá!

—No entiendo.

—Aquella chica. La señorita Symes. Murió aquí ayer.

—Estaba sentada detrás. —dijo la señorita Patchell.

—¡Lo sé! Sabía lo que le iba a pasar. Lo sabía vagamente, como si fuera un recuerdo antiguo. A eso me refiero. No sé qué podría haber hecho para evitarlo. Supongo que nada. Pero en el fondo tengo la sensación de que fue culpa mía, que resbaló y cayó por culpa de algo que hice yo.

—¡Oh, no!

El profesor tocó el brazo de la chica con muda gratitud por la comprensión que notaba en el tono de su voz, e hizo una mueca triste.

—No fue la primera vez —dijo—. Ocurrió muchas, muchas veces. De niño, de joven, estuve plagado de accidentes. Llevaba una vida tranquila. No era muy fuerte, y siempre me interesaron más los libros que el béisbol. Pero fui testigo de más de una docena de muertes violentas e inútiles: accidentes de tránsito, ahogados, caídas y uno o dos... —le tembló la voz—. ...que no mencionaré. Y hubo innumerables accidentes menores: huesos rotos, mutilaciones, puñaladas... y cada vez, de alguna manera, yo tenía la culpa, como en el caso de ayer... y yo... yo...

—No –susurró la muchacha—. No, por favor. Usted no estaba ni siquiera cerca cuando cayó Elaine Symes.

—¡No estaba cerca de ninguna de las víctimas! Eso no importaba. Jamás me liberé del peso de la culpa. Señorita Patchell...

—Catherine.

—Catherine. ¡Muchas gracias! Hay personas a las que los actuarios de seguros llaman «propensas a los accidentes». La mayoría sufren accidentes por propia negligencia, o por alguna anomalía psíquica que los lleva a desafiar el mundo, o a exigir atención haciéndose daño. Pero algunos lo único que hacen es estar presentes cuando ocurre un accidente, sin verse involucrados: son catalizadores de la muerte, si me permite una frase tan ampulosa. Aparentemente yo pertenezco a ese grupo.

—Entonces... ¿por qué siente culpa?

—Fue... —de repente se interrumpió y la miró. La muchacha tenía una cara dulce, y ojos llenos de compasión. El profesor se encogió de hombros—. Ya he dicho muchas cosas —admitió—. Que agregue otra ya no parecerá más fantástico, y no me perjudicará más.

—Nada que me cuente a mí lo perjudicará. —dijo la muchacha con un destello de firmeza.

El profesor le dio esta vez las gracias con una sonrisa, se serenó y dijo:

—Esos horrores, las mutilaciones, las muertes, hace mucho tiempo resultaban divertidas. En esa época habré sido niño, bebé. Entonces algo me enseñó que había que fomentar y disfrutar la agonía y la muerte de los demás. Recuerdo... casi recuerdo cuando se acabó todo eso. Había un... un juguete... un...

Jeremy parpadeó. Había estado mirando tanto tiempo la grieta en el techo que le dolían los ojos.

—¿Qué haces? —preguntó el monstruo.

—Tengo un sueño verdadero —dijo Jeremy—. Soy mayor y estoy sentado en la enorme sala de conferencias, hablando con la chica del cabello castaño que brilla. Se llama Catherine.

—¿De qué estás hablando?

—Ah, de todos los sueños divertidos. Sólo...

—¿Y bien?

—No son tan divertidos.

El monstruo se le abalanzó sobre el pecho.

—Es hora de dormir. Y quiero que...

—No —dijo Jeremy. Se llevó una mano a la garganta—. Basta por ahora. Espera a que vea un poco más este sueño.

—¿Qué quieres ver?

—Ah, no lo sé. Hay algo...

—Divirtámonos un poco —dijo el monstruo—. Ésa es la chica que puedes cambiar, ¿verdad?

—Sí.

—Pues adelante. Dale una trompa de elefante. Haz que le crezca la barba. Tápale las ventanas de la nariz. Adelante. Puedes hacer cualquier cosa.

Jeremy esbozó una sonrisa.

—No quiero.

—Vamos, hazlo. Verás qué divertido...

—Un juguete —dijo el profesor— más que un juguete. Creo que hablaba. ¡Ojalá pudiera recordar con mayor claridad!

—No se esfuerce tanto. Ya le vendrá a la memoria —dijo la muchacha. Siguiendo un impulso, lo agarró de la mano—. Cuénteme.

—Era una cosa —dijo el profesor, con voz entrecortada—, una cosa... blanda y no muy grande. No recuerdo...

—¿Era lisa?

—No. Peluda... velluda. ¡Velluda! Empiezo a recordar. Espere... Una cosa parecida a un osito de peluche. Hablaba. Y ¡sí, claro! ¡Claro que estaba viva!

—Entonces era un animal doméstico. No un juguete.

—Ah, no —dijo el profesor, estremeciéndose—. No hay duda de que era un juguete. Al menos eso era lo que pensaba mi madre. Me hacía... tener sueños verdaderos.

—¿Como Peter Ibbetson, dice usted?

—No, no. No ese tipo de sueños —el profesor se echó hacia atrás y puso los ojos en blanco—. Solía verme como sería más adelante, cuando fuese una persona mayor. Y antes. Ah. Ah, creo que fue entonces... ¡Sí! Debe de haber sido entonces cuando empecé a ver todos esos terribles accidentes. ¡Sí! ¡Sí, fue entonces!

—Tranquilícese —dijo Catherine—. Cuéntemelo con calma.

El profesor se relajó.

—Osito. El demonio, el monstruo. Sé lo que hacía ese demonio. No sé cómo, me hacía ver cómo sería yo de grande. Me hacía repetir lo que había aprendido. Y se alimentaba... ¡de los conocimientos! De veras; se alimentaba de los conocimientos. Tenía una extraña afinidad conmigo, con algo mío. Absorbía los conocimientos que yo transmitía. Y... transformaba los conocimientos en sangre de la misma manera que una planta transforma la luz del sol y el agua en celulosa.

—No entiendo. —dijo la muchacha.

—¿No? ¿Por qué habría de entenderlo? ¿Por qué habría de entenderlo yo? Pero sé qué hacía eso. Me hacía... ¡la bestia me hacía soltar todas aquellas charlas cuando yo tenía cuatro años! Las palabras, el sentido, llegaban de la persona que soy ahora a la persona que era entonces. Y yo daba todo eso al monstruo, que devoraba ese conocimiento y lo sazonaba con cosas que me hacía hacer en los sueños verdaderos. Hacía, entre otras cosas absurdas, que yo obligara a un hombre a tropezar en un sombrero y caer en una excavación subterránea. Y cuando era adolescente estaba al borde de la excavación para ser testigo del accidente. ¡Y así sucedió con todos los demás! Antes de que sucediesen, recordaba a medias todas las cosas horribles que presencié. No hubo manera de impedirlas. ¿Qué voy a hacer?

Había lágrimas en los ojos de la muchacha.

—¿Y yo? —susurró, más quizá para distraerlo de aquella desesperación que por cualquier otro motivo.

—Usted. Hay algo que tiene que ver con usted, si puedo recordarlo. Algo relacionado con lo que le sucedió a... a aquel juguete, aquella bestia. Usted estaba en el mismo ambiente que yo y aquel demonio. De alguna manera, ante él usted es vulnerable y... Catherine, creo que se le hizo algo a usted que...

Se interrumpió en la mitad de la frase. Abrió los ojos, aterrado. La chica seguía sentada a su lado, ayudándolo, compadeciéndolo, y su expresión no había cambiado. Pero sí todo lo demás.

La cara se le encogió y se le arrugó. Los ojos se le alargaron. Le crecieron las orejas hasta que fueron orejas de burro, orejas de conejo, largas y peludas patas de araña. Los dientes se le agrandaron transformándose en colmillos. Los brazos se le secaron, volviéndose pajitas articuladas, y el cuerpo le engordó.

Olía a carne podrida.

De los lustrados zapatos abiertos brotaban unas zarpas mugrientas. Había unas llagas muy vivas. Había... otras cosas. Y todo el tiempo, aquello le sostenía la mano y lo miraba con pena y simpatía.

El profesor...

Jeremy se levantó y arrojó el monstruo lo más lejos que pudo.

—¡No me parece divertido! —gritó—. ¡No es, no es, no es divertido!

El monstruo se levantó y lo miró con aquella expresión blanda, insulsa, de osito de peluche.

—No grites —dijo—. Ahora aplastémosla toda, dejémosla como un jabón húmedo. Y con avispas en el estómago. Y podemos ponerla...


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