martes, 16 de julio de 2024

Carcasona. Lord Dunsany (1878-1957)

En una carta de un amigo a quien nunca he visto, uno de los que leen mis libros, aparecía datada esta línea: "En cuanto a él, nunca vino a Carcasona." Ignoro el origen de la línea, pero he hecho este cuento sobre ella.

Cuando Camorak reinaba en Arn, y el mundo era más hermoso, dio una fiesta a todo el Bosque para conmemorar el esplendor de su juventud. Dicen que su casa en Arn era inmensa y elevada, y su techo estaba pintado de azul; y cuando caía la tarde, los hombres se subían por escaleras y encendían los centenares de velas que colgaban de sutiles cadenas. Y dicen también que a veces venia una nube y se filtraba por lo alto de una de las ventanas circulares, y venia sobre el ángulo del edificio, como la bruma del mar viene sobre el borde agudo de un acantilado, donde un antiguo viento ha soplado siempre y siempre (ha arrastrado miles de hojas y miles de centurias; unas y otras son lo mismo para él; no debe vasallaje al Tiempo). Y la nube tomaba nueva forma en la alta bóveda de la sala, y avanzaba lentamente por ella, y salía de nuevo al cielo por otra ventana. Y según su forma, los caballeros, en la sala de Camorak, profetizaban las batallas y los sitios y la próxima temporada de guerra. Dicen de la sala de Camorak en Arn que no ha habido otra como ella en tierra alguna, y predicen que nunca la habrá.

Allí había venido el pueblo del Bosque desde majadas y selvas, revolviendo tardos pensamientos de comida y albergue y amor, y se sentaban maravillados en aquella famosa sala; en ella estaban también sentados los hombres de Arn, la ciudad que se agrupaba en torno a la alta casa del rey, y tenía todos los techos cubiertos con la tierra roja, maternal. Si puede prestarse fe a los viejos cantos, era una sala maravillosa.

Muchos de los que estaban allí sentados la habrían visto sólo desde lejos, una forma clara en el paisaje, algo menor que una montaña. Ahora contemplaban a lo largo del muro las armas de los hombres de Camorak, sobre las cuales habían ya hecho cantos los tañedores de laúd. En ellos describían el escudo de Camorak, que se había agitado en tantas batallas, y los filos agudos, pero mellados, de su espada; allí estaban las armas de Gadriol el Leal, y Norn, y Athoric, de la Espada de Granizo; Heriel el Salvaje, Yarold y Thanga de Esk; sus armas colgaban igualmente todo a lo largo de la sala, a una altura que un hombre pudiera alcanzarlas; y en el sitio de honor en el medio, entre las armas de Camorak y de Gadriol el Leal, colgaba el arpa de Arleón. Y de todas las armas que colgaban en aquellos muros, ningunas fueron más funestas a los enemigos de Camorak que lo fue el arpa de Arleón. Porque para un hombre que marcha a pie contra una plaza fuerte es agradable ciertamente el chirrido y el traqueteo de alguna temerosa máquina de guerra que sus compañeros de armas están manejando detrás, de la cual pasan suspirando sobre su cabeza pesadas rocas que van a caer entre los enemigos; y agradables son para un guerrero en el agitado combate las rápidas órdenes de su rey, y una alegría para él los vítores distantes de sus compañeros, súbitamente exaltados en una de las alternativas de la guerra. Todo esto y más era el arpa para los hombres de Camorak, porque no sólo excitaba a sus guerreros, sino que muchas veces Arleón del Arpa hubo de producir un espanto salvaje entre las huestes contrarias clamando súbitamente una profecía arrebatada, mientras sus manos recorrían las rugientes cuerdas. Además, nunca fue declarada guerra alguna hasta que Camorak y sus hombres hubiesen escuchado largamente el arpa y estuviesen exaltados con la música y locos contra la paz. Una vez, Arleón, con motivo de una rima, había movido guerra a Estabonn; y un mal rey fue derribado, y se ganó honor y gloria; por tan singulares motivos se acrecienta a veces el bien.

Por encima de los escudos y las arpas, todo alrededor de la sala, estaban las pintadas figuras de fabulosos héroes de cantos célebres. Demasiado triviales, porque demasiado sobrepujadas por los hombres de Camorak, parecían todas las victorias que la tierra había conocido; ni siquiera se había desplegado algún trofeo de las setenta batallas de Camorak, porque estas batallas nada eran para sus guerreros o para él en comparación con aquellas cosas que en su juventud habían soñado y que vigorosamente se proponían aún hacer.

Por encima de las pintadas figuras había la oscuridad, porque la tarde se iba cerrando y las velas que colgaban de las ligeras cadenas aún no estaban encendidas en el techo; era como si un pedazo de la noche hubiese sido incrustado en el edificio cual una enorme roca que asoma en una casa. Y allí estaban sentados todos los guerreros de Arn y el pueblo del Bosque admirándolos; y ninguno tenía más de treinta años, y todos fueron muertos en la guerra. Y Camorak estaba sentado a la cabeza de todos, exultante de juventud.

Tenemos que luchar con el tiempo durante unas siete décadas, y es un antagonista débil y flojo en las tres primeras partidas. Encontrábase presente en esta fiesta un adivino, uno que conocía las figuras del Hado y que se sentaba entre el pueblo del Bosque; y no tenía sitio de honor, porque Camorak y sus hombres no tenían miedo al Hado. Y cuando hubieron comido la carne y los huesos fueron echados a un lado, el rey se levantó de su asiento y, después de beber vino, en la gloria de su juventud y con todos sus caballeros en torno suyo, llamó al adivino, diciendo: «Profetiza».

Y el adivino se levantó, acariciando su barba gris, y habló cautelosamente. « Hay ciertos acontecimientos -dijo- sobre los caminos del Hado, que están velados aun ante los ojos de un adivino, y otros muchos tan claros para nosotros, que estarían mejor velados para todos; muchas cosas conozco yo que mejor es no predecirías, y algunas que no puedo predecir, so pena de centurias de castigo. Pero esto conozco y predigo: que nunca llegaréis a Carcasona.»

En seguida hubo un susurro de conversaciones que hablaban de Carcasona; algunos habían oído de ella en discursos o cantos; algunos habían leído cosas de ella, y algunos habían soñado con ella. Y el rey envió a Arleón del Arpa que descendiese del sitio que ocupaba a su derecha y se mezclase con el pueblo del Bosque y oyese lo que dijeran de Carcasona. Pero los guerreros hablaban de las plazas que habían ganado, mucha fortaleza bien defendida, mucha tierra lejana, y juraban que irían a Carcasona.

Y al cabo de un momento volvió Arleón a la derecha del rey, y levantó su arpa y cantó y habló de Carcasona. Muy lejos estaba, enormemente lejos, una ciudad de murallas brillantes que se elevaban las unas sobre las otras, y azoteas de mármol detrás de las murallas, y fuentes centelleantes sobre las azoteas. A Carcasona se habían retirado primero de los hombres los reyes de los elfos con sus hadas, y la habían construido en una tarde a finales de mayo, soplando en sus cuernos de elfos. ¡Carcasona! ¡ Carcasona!

Viajeros la habían visto algunas veces como un claro sueño, con el sol brillando sobre su ciudadela en la cima de una lejana montaña, y en seguida habían venido las nubes o una súbita niebla; ninguno la había visto largo rato ni se había aproximado a ella, aunque una vez hubo ciertos hombres que llegaron muy cerca, y el humo de las casas sopló sobre sus rostros, una ráfaga repentina no más, y éstos declararon que alguien estaba quemando madera de cedro allí.

Hombres habían soñado que allí hay una hechicera que anda solitaria por los fríos patios y corredores de palacios marmóreos, terriblemente bella a pesar de sus ochenta centurias, cantando el segundo canto más antiguo que le fue enseñado por el mar, vertiendo lágrimas de soledad por ojos que enloquecerían a ejércitos, y que, sin embargo, no llamaría junto a sí a sus dragones; Carcasona está terriblemente guardada. Algunas veces nada en un baño de mármol, por cuyas profundidades rueda un río, o permanece toda la mañana al borde secándose lentamente al sol, y contempla cómo el agitado río turba las profundidades del baño. Este río brota al través de las cavernas de la tierra más lejos de lo que ella conoce, sale a la luz en el baño de la hechicera y vuelve a penetrar por la tierra para encaminarse a su propio mar particular.

En otoño desciende a veces crecido y ceñudo con la nieve que la primavera ha derretido en montañas inimaginadas, o pasan bellamente arbustos con flores marchitas de montaña.

Cuando ella canta, las fuentes se alzan danzando de la oscura tierra; cuando se peina sus cabellos, dicen que hay tempestades en el mar; cuando está enojada, los lobos se ponen bravos y todos descienden a sus cubiles; cuando está triste, el mar está triste, y ambos están tristes eternamente. ¡Carcasona! ¡Carcasona!

Esta ciudad es la más bella de las maravillas de la mañana; el sol rompe en alaridos cuando la contempla; por Carcasona, la tarde llora cuando la tarde muere.

Y Arleón dijo cuántos peligros divinos había en derredor de la ciudad, y cómo el camino era desconocido, y que era una aventura caballeresca. Entonces, todos los caballeros se levantaron y cantaron el esplendor de la aventura. Y Camorak juró por los dioses que habían construido a Arn y por el honor de sus guerreros que, vivo o muerto, habría de llegar a Carcasona.

Pero el adivino se levantó y salió de la sala, quitándose las migajas con sus manos y alisándose el traje según marchaba.

Entonces, Camorak dijo: «Hay muchas cosas que planear, y consejos que tomar, y provisiones que reunir. ¿Qué día partiremos?» Y todos los guerreros respondieron gritando: «Ahora.» Y Camorak sonrió, porque sólo había querido probarlos. De los muros tomaron entonces sus armas Sikorix, Kelleron, Aslof, Wole, el del Hacha; Huhenoth, el Quebrantador de la Paz; Wolwuf, Padre de la Guerra; Tarión, Lurth, el del Grito de Guerra, y otros muchos. Poco se imaginaban las arañas que estaban sentadas en aquella sala ruidosa el solaz ininterrumpido que iban pronto a disfrutar.

Cuando se hubieron armado, se formaron todos y salieron de la sala, y Arleón iba delante de ellos a caballo cantando a Carcasona. Pero el pueblo del Bosque levantóse y volvió bien alimentado a sus establos. Ellos no tenían necesidad de guerras o de raros peligros. Ellos estaban siempre en guerra con el hambre. Una larga sequía o un invierno duro eran para ellos batallas campales; si los lobos entraban en un redil, era como la pérdida de una fortaleza; una tormenta en la época de la siega era como una emboscada. Bien alimentados, volvieron lentamente a sus establos, en tregua con el hambre; y la noche se llenó de estrellas.

Y negros sobre el cielo estrellado aparecían los redondos yelmos de los guerreros según pasaban las cimas de los montes, pero en los valles centelleaban aquí y allí, según la luz estelar caía sobre el acero. Seguían detrás de Arleón, que marchaba hacia el Sur, de donde siempre habían venido rumores de Carcasona; así marchaban a la luz de las estrellas, y él delante de todos cantando. Cuando hubieron marchado tan lejos que no oían ningún ruido de Arn, y que hasta el sonido de sus volteantes campanas se había apagado; cuando las velas que ardían allá arriba en las torres no les enviaban ya su desconsolada despedida; en medio de la noche aplaciente que arrulla los rurales espacios, el cansancio vino sobre Arleón y su inspiración decayó. Decayó lentamente. Poco a poco fue estando menos seguro del camino a Carcasona. Unos momentos se detenía a pensar, y recordaba el camino de nuevo; pero su clara certeza había desaparecido, y en su lugar ocupaban su mente esfuerzos por recordar viejas profecías y cantos de pastores que hablaban de la maravillosa ciudad. Entonces, cuando se decía a sí mismo cuidadosamente un canto que un vagabundo había aprendido del muchacho de un cabrero, allá lejos, sobre los bajos declives de extremas montañas meridionales, la fatiga cayó sobre su mente trabajada como nieve sobre los caminos sinuosos de una ciudad ruidosa, enmudeciéndolo todo.

Estaba en pie y los guerreros se agolpaban junto a él. Durante largo tiempo habían pasado a lo largo de grandes encinas que se alzaban solitarias aquí y allí, como gigantes que respiran en enormes alientos el aire de la noche antes de realizar algún hecho terrible; ahora habían llegado a los linderos de un bosque negro; los troncos se erguían como grandes columnas en una sala egipcia, de la cual Dios recibía, según manera antigua, las plegarias de los hombres; la cima de este bosque cortaba el camino de un antiguo viento.

Aquí se pararon todos y encendieron un fuego de ramas sacando chispas del pedernal sobre un montón de helecho. Despojáronse de sus armaduras y sentáronse en torno del fuego, y Camorak se levantó allí y se dirigió a ellos, y Camorak dijo: «Vamos a guerrear contra el Hado, cuya sentencia es que yo no he de llegar a Carcasona. Y si descaminamos una sola de las sentencias del Hado, entonces todo el futuro del mundo es nuestro, y el futuro que el Hado ha dispuesto es como el cauce seco de un río desviado. Pero si hombres como nosotros, si tan resueltos conquistadores no pueden prevenir una sentencia que el Hado ha decidido, entonces la raza de los hombres estará por siempre sujeta a hacer como esclava la mezquina tarea que se le ha señalado. »

Entonces, todos ellos desenvainaron sus espadas y las blandieron en alto en el resplandor de la hoguera, y declararon guerra al Hado.
Nada en el bosque sombrío se movía y ningún ruido se escuchaba.
Hombres cansados no sueñan de guerra. Cuando la mañana vino sobre los campos centelleantes, un grupo de gentes que habían salido de Arn descubrieron el campamento de los guerreros y trajeron tiendas y provisiones. Y los guerreros tuvieron un festín, y los pájaros cantaban en el bosque, y se despertó la inspiración de Arleón.

Entonces se levantaron y, siguiendo a Arleón, entraron en el bosque y marcharon hacia el Sur. Y más de una mujer de Arn les envió sus pensamientos cuando tocaban algún viejo aire monótono; pero sus propios pensamientos iban muy lejos delante de ellos, deslizándose sobre el baño al través de cuyas profundidades corre el río en Carcasona, ciudad de mármol.

Cuando las mariposas danzaban en el aire y el sol se aproximaba al cenit, fueron levantadas las tiendas, y todos los guerreros descansaron; y de nuevo tuvieron festín, y ya avanzada la tarde, continuaron marchando una vez más, cantando a Carcasona.
Y la noche bajó con su misterio sobre el bosque, y dio de nuevo su aspecto demoníaco a los árboles, y sacó de profundidades nebulosas una luna enorme y amarilla. Y los hombres de Arn encendieron hogueras, y súbitas sombras surgieron y se alejaron saltando fantásticamente. Y sopló el viento de la noche, levantándose como un aparecido; y pasaba entre los troncos, y se deslizaba por los claros de luz cambiante, y despertaba a las fieras que aún soñaban con el día, y arrastraba pájaros nocturnos al campo para amenazar a las gentes timoratas, y golpeaba las rosas contra las ventanas de los aldeanos, y murmuraba noticias de la noche amiga, y transportaba a los oídos de los hombres errantes el eco del cantar de una doncella, y daba un encanto misterioso al sonido del laúd tocado en la soledad de unas distantes colinas; y los ojos profundos de las polillas lucían como las lámparas de un galeón, y extendían sus alas y bogaban por su mar familiar. Sobre este viento de la noche también los sueños de los hombres de Camorak iban flotando hacia Carcasona.

Toda la mañana siguiente marcharon y toda la tarde, y conocieron que se iban acercando ahora a las profundidades del bosque. Y los ciudadanos de Arn se apretaron entre si y detrás de los guerreros. Porque las profundidades del bosque eran todas desconocidas de los viajeros, pero no desconocidas para los cuentos de espanto que los hombres dicen por la tarde a sus amigos en el bienestar seguro de sus hogares. Entonces apareció la noche y una luna desmesurada. Y los hombres de Camorak durmieron.

Algunas veces se despertaban y se volvían a dormir; y aquellos que permanecían despiertos largo tiempo y se ponían a escuchar, oían los pasos de pesadas criaturas bípedas marchando lentamente al través de la noche sobre sus patas.
Tan pronto como hubo luz, los hombres sin armas de Arn principiaron a escurrirse y se volvieron en bandas al través del bosque. Cuando vino la oscuridad, no se detuvieron para dormir, sino que continuaron huyendo todo derecho hasta que llegaron a Arn, y con los cuentos que allí dijeron aumentaron aún el terror de la selva.

Pero los guerreros tuvieron un festín, y después Arleón se levantó y tocó su arpa, y los condujo otra vez; y unos pocos fieles servidores permanecieron con ellos aún. Y marcharon todo el día al través de una oscuridad que era tan vieja como la noche. Pero la inspiración de Arleón ardía en su mente como una estrella. Y los condujo hasta que los pájaros comenzaron a posarse en las cimas y anochecía, y todos ellos acamparon. Tenían ahora sólo una tienda que les habían dejado, y junto a ella encendieron una hoguera, y Camorak puso un centinela con la espada desnuda, justamente detrás del resplandor del fuego. Algunos de los guerreros dormían en el pabellón, y otros alrededor de él. Cuando vino la aurora, algo terrible había matado al centinela y se lo había comido. Pero el esplendor de los rumores de Carcasona, y el decreto del Hado, que nunca llegarían a ella, y la inspiración de Arleón y su arpa, todo incitaba a los guerreros; y marcharon todo el día más y más adentro en la selva.

Una vez vieron un dragón que había cogido un oso y estaba jugando con él, dejándole correr un corto trecho y alcanzándolo con una zarpa.
Por fin vinieron a un claro en la selva a punto de anochecer. Un perfume de flores ascendía de él como una niebla, y cada gota de rocío interpretaba el cielo en sí misma. Era la hora en que el crepúsculo besa a la Tierra.

Era la hora en que viene una significación a las cosas sin sentido, y los árboles superan en majestad la pompa de los monarcas, y las tímidas criaturas salen a hurtadillas en busca del alimento, y los animales de rapiña sueñan aún inocentemente, y la Tierra exhala un suspiro, y es de noche.
En medio del vasto claro, los guerreros de Camorak acamparon, y se alegraron viendo aparecer de nuevo las estrellas, una tras otra.

Esta noche comieron las últimas provisiones y durmieron sin que los molestasen las alimañas rapaces que pueblan la oscuridad de la selva. Al día siguiente, algunos de los guerreros cazaron ciervos, y otros permanecieron en los juncos de un lago vecino y dispararon flechas contra las aves acuáticas. Mataron un ciervo, y algunos gansos, y varias cercetas.
Aquí continuaron los aventureros respirando el aire salvaje que las ciudades no conocen; durante el día cazaban, y encendían hogueras por la noche, y cantaban y tenían festines, y se olvidaban de Carcasona. Los terribles habitantes de las tinieblas nunca los molestaban; la carne de venado era abundante, y toda clase de aves acuáticas; gustaban de la caza por el día, y por la noche de sus cantos favoritos. Así fueron pasando un día y otro, y así una y otra semana. El tiempo arrojó sobre este campamento un puñado de mediodías, las lunas de oro y plata que van consumiendo el año; el Otoño y el Invierno pasaron, y la Primavera apareció; los guerreros continuaban allí en sus cacerías y sus banquetes.

Una noche de primavera se hallaban en un banquete alrededor del fuego, y contaban cuentos de caza; y las blandas polillas salían de la oscuridad y paseaban sus colores por la luz del fuego, y volvían grises a la oscuridad otra vez; y el viento de la noche era frío sobre los cuellos de los guerreros, y la hoguera del campamento era cálida en sus rostros, y un silencio se había establecido entre ellos después de algún canto; y Arleón se alzó repentinamente, acordándose de Carcasona. Y su mano se deslizó sobre las cuerdas del arpa, despertando las más profundas, como el ruido de gentes ágiles que están danzando sobre el bronce; y la música se iba a perder entre el propio silencio de la noche, y la voz de Arleón se levantó:

«Cuando hay sangre en el baño, ella conoce que hay guerra en las montañas y anhela oír el grito de combate que lanzan hombres de sangre real.»
Y súbitamente todos gritaron: «¡Carcasona!» Y con esta palabra su pereza desapareció como desaparece un sueño de un soñador despertado por un grito. Y pronto principió la gran marcha que ya no tuvo vacilaciones ni titubeos.

Llegaron a convertirse en un proverbio de la marcha errante, y nació una leyenda de hombres extraños, desconsolados. Las gentes hablaban de ellos a la caída de la noche, cuando el fuego ardía vivamente y la lluvia caía de los aleros. Y cuando el viento era fuerte, los niños pequeños creían llenos de miedo que los Hombres que Nunca Descansarían pasaban haciendo ruido. Se referían cuentos extraños de hombres en vieja armadura gris que avanzaban por las cimas de los collados y que jamás pedían albergue; y las madres decían a sus hijos, impacientes de permanecer en casa, que los grises errabundos habían sentido en otro tiempo la misma impaciencia, y ahora no tenían esperanza de descanso y eran arrastrados con la lluvia cuando el viento se enfurecía. Pero los errabundos se sentían excitados en sus marchas continuas por la esperanza de llegar a Carcasona, y más tarde por la cólera contra el Hado, y últimamente continuaban marchando porque parecía mejor continuar marchando que pensar.

Y un día llegaron a una región montuosa, con una leyenda en ella que sólo tres valles más allá se podía ver, en días claros, Carcasona. Aunque estaban cansados y eran pocos, y se hallaban gastados por los años, que todos les habían traído guerras, lanzáronse al instante, conducidos siempre por la inspiración de Arleón, ya decaído por la edad, aunque seguía tocando música con su vieja arpa.

Todo el día fueron descendiendo al primer valle, y durante dos días subieron, y llegaron a la Ciudad Que No Puede Ser Tomada En Guerra, debajo de la cima de la montaña, y sus puertas fueron cerradas contra ellos, y no había camino alrededor. A derecha e izquierda había precipicios escarpados en todo lo que alcanzaba la vista o decía la leyenda, y el paso se hallaba al través de la ciudad. Por esto Camorak formó a los guerreros que le quedaban en línea de batalla para sostener su última guerra, y avanzaron sobre los huesos calcinados de antiguos ejércitos sin enterrar.

Ningún centinela los desafió en la puerta; ninguna flecha voló de torre alguna de guerra. Un ciudadano trepó solo a la cumbre de la montaña, y los demás se escondieron en lugares abrigados. Porque en la cumbre de la montaña, abierta en la roca, había una profunda caverna en forma de taza, y en esa caverna ardían suavemente hogueras. Pero si alguien arrojaba un guijarro a las hogueras, como uno de estos ciudadanos tenía costumbre de hacer cuando los enemigos se acercaban, la montaña lanzaba rocas intermitentes durante tres días, y las rocas caían llameantes sobre toda la ciudad y todos sus alrededores. Y precisamente cuando los hombres de Camorak principiaron a golpear la puerta para derribarla, oyeron un estallido en la montaña, y una gran roca cayó detrás de ellos y se precipitó rodando al valle. Las dos siguientes cayeron frente a ellos sobre los techos de hierro de la ciudad. Justamente cuando entraban en la ciudad, una roca los encontró apiñados en una calle estrecha y aplastó a dos de ellos. La montaña humeaba y parecía palpitar; a cada palpitación, una roca se hundía en las calles o botaba sobre los pesados techos de hierro, y el humo subía lentamente, lentamente.

Cuando al través de las largas calles desiertas de la ciudad llegaron a la puerta cerrada del fin, sólo cincuenta quedaban. Cuando hubieron conseguido derribar la puerta, no había más que diez vivos. Otros tres fueron muertos cuando iban subiendo la cuesta, y dos cuando pasaban cerca de la terrible caverna. El Hado permitió que el resto avanzase algún trecho bajando la montaña por el otro lado, y entonces les tomó tres de ellos. Sólo Camorak y Arleón habían quedado vivos. Y la noche descendió sobre el valle al cual habían venido, y estaba iluminada por los resplandores de la fatal montaña; y los dos hicieron duelo de sus camaradas durante toda la noche.

Pero cuando vino la mañana se acordaron de su guerra contra el Hado y su vieja resolución de llegar a Carcasona, y la voz de Arleón se alzó en un canto vibrante, y arrancó música de su vieja arpa, y se puso en pie, y marchó rostro al Sur como había hecho años y años, y detrás de él iba Camorak. Y cuando al fin subieron desde el último valle y se pararon sobre la cima del collado en la luz dorada de la tarde, sus ojos envejecidos vieron sólo millas de selva y los pájaros que se retiraban a sus nidos.

Sus barbas estaban blancas, y habían viajado muy lejos y con muchos trabajos; les había llegado el tiempo en que un hombre descansa de sus trabajos y sueña, durmiendo ligeramente, con los años que fueron y no con los que serán.
Largo tiempo miraron hacia el Sur; y el sol se puso sobre los remotos bosques, y las luciérnagas encendieron sus lámparas, y la inspiración de Arleón se alzó y huyó para siempre, para alegrar, acaso, los sueños de hombres más jóvenes.
Y Arleón dijo: «Mi rey, no conozco ya el camino de Carcasona. »
Y Camorak sonrió como sonríen los ancianos, con poco motivo de alegría, y dijo:
«Los años van pasando por nosotros como grandes pájaros ahuyentados de alguna antigua ciénaga gris por la fatalidad, el Destino y los designios de Dios. Y puede muy bien ser que contra éstos no haya guerrero que sirva, y que el Hado nos haya vencido, y que nuestro afán haya fracasado.»
Y después de esto se quedaron silenciosos.
Entonces desenvainaron sus espadas, y uno junto al otro, bajaron a la selva, buscando aún a Carcasona.

Yo imagino que no fueron muy lejos, porque había mortales pantanos en aquel bosque, y tinieblas más tenaces que las noches, y bestias terribles acostumbradas a sus caminos. Ni hay allí leyenda alguna, ni en verso ni entre los cantos del pueblo de las campiñas, de que alguno hubiese llegado a Carcasona.


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