En una mañana gris de noviembre, caminaba rápido por los muelles. Una fría lluvia humedecía el aire. Oscuros caminantes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas. El ambarino Sena acarreaba desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista.
Mis ideas eran pálidas y nebulosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada en la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejado. desde donde podría llamar a algún coche.
En el mismo instante vi, precisamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués. Había surgido de la niebla como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vapor sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un aire de hospitalidad que apaciguó mi espíritu.
-¡Seguro -me dije-, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta?
Entré con una sonrisa, la más educada posible. El sombrero en la mano -incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa-, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techos de cristal, por la que entraba la lívida claridad del día.
En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.
Había mesas de mármol por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza alzada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.
Eran miradas sin ideas, vacías, rostros color del tiempo.
Había carteras abiertas, papeles extendidos junto a ellos. Y entonces, noté que la dueña del local, con cuya amable cortesía yo había contado, era la Muerte.
Observé a mis huéspedes.
Seguramente para escapar a las preocupaciones de la agobiante existencia, la mayoría de los que ocupaban la sala habían asesinado sus cuerpos, esperando, de este modo, alcanzar un poco de alivio.
Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre adosados a la pared y destinados al riego cotidiano de esos cadáveres, escuché un carro. Se detenía frente al establecimiento. Supuse que los hombres de negocios me esperarían. Di la vuelta para aprovechar esa suerte.
En efecto, el carruaje acababa de dejar a unos alegres colegiales que necesitaban contemplar la muerte para creer en ella. Hice una seña al coche vacío y dije al cochero:
-¡Al Pasaje de la Ópera!
Unos momentos después, en los bulevares, el tiempo me pareció más nublado, sin horizonte. Los arbustos, esqueléticas vegetaciones, daban la impresión de señalar vagamente, con las puntas de sus negras ramas, a los peatones y a los todavía somnolientos agentes de policía.
El coche rodaba deprisa. Los transeúntes, a través del cristal, me parecían como agua que corre.
Una vez llegado a mi destino, me lancé por la calle repleta de gente preocupada.
Al fondo percibí, justamente enfrente, la puerta de un café -hoy en día consumido en un famoso incendio (porque la vida es sueño)-, que estaba situado al final de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de lóbrego aspecto. Las gotas que caían sobre la cristalera superior oscurecían la pálida luz del sol.
-¡Ahí me esperan -pensé-, con una copa en la mano, los ojos brillantes y burlándose del Destino, mis hombres de negocios!
Toqué el timbre y me encontré en una sala. Desde el techo se filtraba la lívida claridad del día, a través de unos cristales.
En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.
Mesas de mármol por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.
Eran rostros color del tiempo, miradas sin ideas.
Había carteras abiertas y papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Observé a estos hombres.
Ciertamente, para escapar a las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de quienes ocupaban la sala habían asesinado sus almas, esperando, así, alcanzar un poco de alivio.
Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre, adosados a la pared, y destinados al riego cotidiano de esos cadáveres, el recuerdo del rodar del coche me vino a la mente.
-¡Seguramente -me dije-, es probable que el cochero se haya visto afectado, con el tiempo, por algún tipo de entorpecimiento, para haberme traído, después de tantas vueltas, a nuestro punto de partida! De todas formas, lo confieso (para que no haya confusión), ¡LA SEGUNDA VISIÓN ES MÁS SINIESTRA QUE LA PRIMERA!...
Cerré, pues, en silencio, la puerta acristalada y volví a mi casa, decidido, sin tener en cuenta lo sucedido -y aunque me ocurriera lo que me ocurriese-, a no hacer negocios nunca más.
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