sábado, 17 de agosto de 2024

Libro octavo. Félix María Samaniego (1745-1801)

Fábula primera.

1. El naufragio de Simónides.

                                                                   A Elisa

En tanto que tus vanas compañeras,
Cercadas de galanes seductores,
Escuchan placenteras
En la escuela de Venus los amores,
Elisa, retirada te contemplo
De la diosa Minerva al sacro templo.
Ni eres menos donosa,
Ni menos agraciada
Que Clori, ponderada
De gentil y de hermosa:
Pues, Elisa divina, ¿por qué quieres
Huir en tu retiro los placeres?
¡Oh sabia, qué bien haces
En estimar en poco la hermosura,
Los placeres fugaces,
El bien que sólo dura
Como rosa que el ábrego marchita!
Tu prudencia infinita
Busca el sólido bien y permanente
En la virtud y ciencia solamente.
Cuando el tiempo implacable con presteza
O los males tal vez inopinados,
Se lleven la hermosura y gentileza,
Con lágrimas estériles llorados
Serán aquellos días que se fueron
Y a juegos vanos tus amigas dieron;
Pero a tu bien estable
No hay tiempo ni accidente que consuma:
Siempre serás feliz, siempre estimable.
Eres sabia, y en suma
Este bien de la ciencia no perece.
Oye cómo esta fábula lo explica,
Que mi respeto a tu virtud dedica.
Simónides en Asia se enriquece,
Cantando a justo precio los loores
De algunos generosos vencedores.
Este sabio poeta, con deseo
De volver a su amada patria Ceo,
Se embarca, y en la mar embravecida
Fue la mísera nave sumergida.
De la gente a las ondas arrojada,
Sale quien diestro nada,
Y el que nadar no sabe
Fluctúa en las reliquias de la nave.
Pocos llegan a tierra, afortunados,
Con las náufragas tablas abrazados.
Todos cuantos el oro recogieron,
Con el peso abrumados, perecieron.
A Clecémone van. Allí vivía
Un varón literato, que leía
Las obras de Simónides, de suerte
Que al conversar los náufragos, advierte
Que Simónides habla, y en su estilo
Le conoce; le presta todo asilo
De vestidos, criados y dineros;
Pero a sus compañeros
Les quedó solamente por sufragio
Mendigar con la tabla del naufragio.





Fábula II.

2. El filósofo y la pulga.

Meditando a sus solas cierto día.
Un pensador Filósofo decía:
«El jardín adornado de mil flores,
Y diferentes árboles mayores,
Con su fruta sabrosa enriquecidos,
Tal vez entretejidos
Con la frondosa vid que se derrama
Por una y otra rama,
Mostrando a todos lados
Las peras y racimos desgajados,
Es cosa destinada solamente
Para que la disfruten libremente
La oruga, el caracol, la mariposa:
No se persuaden ellos otra cosa.
Los pájaros sin cuento,
Burlándose del viento,
Por los aires sin dueño van girando.
El milano cazando
Saca la consecuencia:
Para mí los crió la Providencia.
El cangrejo, en la playa envanecido,
Mira los anchos mares, persuadido
A que las olas tienen por empleo
Sólo satisfácele su deseo,
Pues cree que van y vienen tantas veces
Por dejarle en la orilla ciertos peces.
No hay, prosigue el Filósofo profundo,
Animal sin orgullo en este mundo.
El hombre solamente
Puede en esto alabarse justamente.
Cuando yo me contemplo colocado
En la cima de un risco agigantado,
Imagino que sirve a mi persona
Todo el cóncavo cielo de corona.
Veo a mis pies los mares espaciosos,
Y los bosques umbrosos,
Poblados de animales diferentes,
Las escamosas gentes,
Los brutos y las fieras,
Y las aves ligeras,
Y cuanto tiene alimento
En la tierra, en el agua y en el viento,
Y digo finalmente: Todo es mío.
¡Oh grandeza del hombre y poderío!»
Una Pulga que oyó con gran cachaza
Al Filósofo maza,
Dijo: «Cuando me miro en tus narices,
Como tú sobre el risco que nos dices,
Y contemplo a mis pies aquel instante
Nada menos que al hombre dominante,
Que manda en cuanto encierra
El agua, viento y tierra,
Y que el tal poderoso caballero
De alimento me sirve cuando quiero,
Concluyo finalmente: Todo es mío.
¡Oh grandeza de pulga y poderío!»
Así dijo, y saltando se le ausenta.

De este modo se afrenta
Aun al más poderoso
Cuando se muestra vano y orgulloso.





Fábula III.

3. El cazador y los conejos.

Poco antes que esparciese
Sus cabellos en hebras
El rubicundo Apolo
Por la faz de la tierra,
De cazador armado,
Al soto Fabio llega.
Por el nudoso tronco
De cierta encina vieja
Sube para ocultarse
En las ramas espesas.
Los incautos conejos
Alegres se le acercan.
Uno del verde prado
Igualaba la hierba;
Otro, cual jardinero,
Las florecillas siega;
El tomillo y romero
Éste y aquél cercenan;
Entre tanto al más gordo
Fabio su tiro asesta;
Dispara, y al estruendo
Se meten en sus cuevas
Tan repentinamente,
Que a muchos pareciera
Que, salvo el muerto, a todos
Se los tragó la tierra.
Después de tanto espanto,
¿Habrá alguno que crea
Que de allí a poco rato
La tímida caterva,
Olvidando el peligro,
Al riesgo se presenta?
Cosa extraña parece
Mas no se admiren de ella.
¿Acaso los humanos
Hacen de otra manera?





Fábula IV.

4. El filósofo y el faisán.

Llevado de la dulce melodía
Del cántico variado y delicioso
Que en un bosque frondoso
Las aves forman, saludando al día,
Entró cierta mañana
Un sabio en los dominios de Diana.
Sus pasos esparcieron el espanto
En la agradable estancia;
Interrúmpese el canto;
Las aves vuelan a mayor distancia;
Todos los animales, asustados,
Huyen delante de él precipitados,
Y el Filósofo queda
Con un triste silencio en la arboleda.
Marcha con cauto paso ocultamente;
Descubre sobre un árbol eminente
A un faisán, rodeado de su cría,
Que con amor materno la decía:
«Hijos míos, pues ya que en mis lecciones
Largamente os hablé de los milanos,
De los buitres y halcones,
Hoy hemos de tratar de los humanos.
La oveja en leche y lana
Da abrigo y alimento
Para la raza humana,
Y en agradecimiento
A tan gran bienhechora,
La mata el hombre mismo y la devora.
A la abeja, que labra sus panales
Artificiosamente,
La roba, come, vende sus caudales,
Y la mata en ejércitos su gente.
¿Qué recompensa, en suma,
Consigue al fin el ganso miserable
Por el precioso bien, incomparable,
De ayudar a las ciencias con su pluma?
Le da muerte temprana el hombre ingrato,
Y hace de su cadáver un gran plato.
Y pues que los humanos son peores
Que milanos y azores
Y que toda perversa criatura,
Huiréis con horror de su figura.»
Así charló, y el hombre se presenta.
«Ese es», grita la madre, y al instante
La familia volante
Se desprende del árbol y se ausenta.
¡Oh cómo habló el Faisán! «Mas ¡qué dijera
El Filósofo exclama, si supiera
Que en sus propios hermanos
La ingratitud ejercen los humanos.»





Fábula V.

5. El zapatero médico.

Un inhábil y hambriento Zapatero
En la corte por médico corría:
Con un contraveneno que fingía
Ganó fama y dinero.
Estaba el Rey postrado en una cama,
De una grave dolencia;
Para hacer experiencia
Del talento del médico, le llama.
El antídoto pide, y en un vaso
Finge el Rey que le mezcla con veneno:
Se lo manda beber; el tal Galeno
Teme morir, confiesa todo el caso,
Y dice que sin ciencia
Logró hacerse doctor de grande precio
Por la credulidad del vulgo necio.
Convoca el Rey al pueblo. «¡Qué demencia
Es la vuestra, exclamó, que habéis fiado
La salud francamente
De un hombre a quien la gente
Ni aun quería fiarle su calzado!»

Esto para los crédulos se cuenta,
En quienes tiene el charlatán su renta.





Fábula VI.

6. El murciélago y la comadreja.

Cayó, sin saber cómo,
Un Murciélago a tierra;
Al instante le atrapa
La lista Comadreja.
Clamaba el desdichado,
Viendo su muerte cerca.
Ella le dice: «Muere;
Que por naturaleza
Soy mortal enemiga
De todo cuanto vuela.»
El avechucho grita,
Y mil veces protesta
«Que él es ratón, cual todos
Los de su descendencia»
Con esto ¡qué fortuna!
El preso se liberta.
Pasado cierto tiempo,
No sé de qué manera,
Segunda vez le pilla:
Él nuevamente ruega;
Mas ella le responde
«Que Júpiter la ordena
Tenga paz con las aves,
Con los ratones guerra.»
«¿Soy yo ratón acaso?
Yo creo que estás ciega.
¿Quieres ver cómo vuelo?»
En efecto, le deja,
Y a merced de su ingenio
libre el pájaro vuela.

Aquí aprendió de Esopo
La gente marinera,
Murciélagos que fingen
Pasaporte y bandera.
No importa que haya pocos
Ingleses comadrejas;
Tal vez puede de un riesgo
Sacarnos una treta.





Fábula VII.

7. La mariposa y el caracol.

Aunque te haya elevado la fortuna
Desde el polvo a los cuernos de la luna,
Si hablas, Fabio, al humilde con desprecio
Tanto como eres grande serás necio.
¡Qué! ¿Te irritas? ¿Te ofende mi lenguaje?
«No se habla de ese modo a un personaje.»
Pues haz cuenta, señor, que no me oíste,
Y escucha a un Caracol. Vaya de chiste

En un bello jardín, cierta mañana,
Se puso muy ufana
Sobre la blanca rosa
Una recién nacida Mariposa.
El sol resplandeciente
Desde su claro oriente
Los rayos esparcía;
Ella, a su luz, las alas extendía,
Sólo porque envidiasen sus colores
Manchadas aves y pintadas flores.
Esta vana, preciada de belleza,
Al volver la cabeza,
Vio muy cerca de sí, sobre una rama,
A un pardo Caracol. La bella dama,
Irritada, exclamó: «¿Cómo, grosero,
A mi lado te acercas? Jardinero,
¿De qué sirve que tengas con cuidado
El jardín cultivado,
Y guarde tu desvelo
La rica fruta del rigor del hielo,
Y los tiernos botones de las plantas,
Si ensucia y come todo cuanto plantas
Este vil Caracol de baja esfera?
O mátale al instante, o vaya fuera.»
«Quien ahora te oyese,
Si no te conociese,
Respondió el Caracol, en mi conciencia,
Que pudiera temblar en tu presencia.
Mas dime, miserable criatura,
Que acabas de salir de la basura,
¿Puedes negar que aún no hace cuatro días
Que gustosa solías
Como humilde reptil andar conmigo,
Y yo te hacía honor en ser tu amigo?
¿No es también evidente
Que eres por línea recta descendiente
De las orugas, pobres hilanderos,
Que, mirándose en cueros,
De sus tripas hilaban y tejían
Un fardo, en que el invierno se metían,
Como tú te has metido,
Y aún no hace cuatro días que has salido?
Pues si éste fue tu origen y tu casa;
¿Por qué tu ventolera se propasa
A despreciar a un caracol honrado?»

El que tiene de vidrio su tejado,
Esto logra de bueno
Con tirar las pedradas al ajeno.





Fábula VIII.

8. Los dos titiriteros.

Todo el pueblo, admirado,
Estaba en una plaza amontonado,
Y en medio se empinaba un Titiritero,
Enseñando una bolsa sin dinero.
«Pase de mano en mano, les decía;
Señores, no hay engaño, está vacía.»
Se la vuelven; la sopla, y al momento
Derrama pesos duros, ¡qué portento!
Levántase un murmullo de repente,
Cuando ven por encima de la gente
Otro Titiritero a competencia.
Queda en expectación la concurrencia
Con silencio profundo.
Cesó el primero, y empezó el segundo.
Presenta de licor unas botellas;
Algunos se arrojaron hacia ellas,
Y al punto las hallaron transformadas
En sangrientas espadas.
Muestra un par de bolsillos de doblones;
Dos personas, sin duda dos ladrones,
Les echaron la garra muy ufanos,
Y se ven dos cordeles en sus manos.
A un relator cargado de procesos
Una letra le enseña de mil pesos.
«Sople usted»; sopla el hombre apresurado,
Y le cierra los labios un candado.
A un abate arrimado a su cortejo
Le presenta un espejo,
Y al mirar su retrato peregrino,
Se vio con las orejas de pollino.
A un santero le manda
Que se acerque; le pilla la demanda,
Y allá con sus hechizos
La convirtió en merienda de chorizos.
A un joven desenvuelto y rozagante:
Le regala un diamante:
Éste le dio a su dama, y en el punto
Pálido se quedó como un difunto,
Item más, sin narices y sin dientes.
Allí fue la rechifla de las gentes,
La burla y la chacota.
El primer Titiritero se alborota;
Dice por el segundo con denuedo:
«Ese hombre tiene un diablo en cada dedo,
Pues no encierran virtud tan peregrina
Los polvos de la madre Celestina.
Que declare su nombre.»
El concurso lo pide, y el buen hombre
Entonces, más modesto que un novicio,
Dijo: «No soy el diablo, sino el vicio.»





Fábula IX.

9. El raposo y el perro.

De un modo muy afable y amistoso
El Mastín de un pastor con un Raposo
Se solía juntar algunos ratos,
Como tal vez los perros y los gatos
Con amistad se tratan. Cierto día
El Zorro a su compadre le decía:
«Estoy muy irritado;
Los hombres por el mundo han divulgado
Que mi raza inocente (¡qué injusticia!)
Les anda circumcirca en la malicia.
¡Ah maldita canalla!
Si yo pudiera...» En esto el Zorro calla,
Y erizado se agacha. «Soy perdido,
Dice, los cazadores he oído.
¿Qué me sucede?» «Nada.
No temas, le responde el camarada;
Son las gentes que pasan al mercado.
Mira, mira, cuitado,
Marchar haldas en cinta a mis vecinas,
 Coronadas con cestas de gallinas.»
«No estoy, dijo el Raposo, para fiestas:
Vete con tus gallinas y tus cestas,
Y satiriza a otro. Porque sabes
Que robaron anoche algunas aves,
¿He de ser yo el ladrón?» «En mi conciencia,
 Que hablé, dijo el Mastín, con inocencia.
¿Yo pensar que has robado gallinero,
Cuando siempre te vi como un cordero?»
«¡Cordero! exclama el Zorro; no hay aguante.
 Que cordero me vuelva en el instante,
Si he hurtado el que falta en tu majada.»
 «¡Hola! concluye el Perro, Camarada,
El ladrón es usted, según se explica»
El estuche molar al punto aplica
Al mísero Raposo,
Para que así escarmiente el cosquilloso,
Que de las fabuliilas se resiente.
Si no estás inocente,
Dime, ¿por qué no bajas las orejas?
Y si acaso lo estás, ¿de qué te quejas?


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