lunes, 5 de agosto de 2024

Poemas. Ernst Maria Richard Stadler (1883-1914)

Poema IV. 


Ardo entonces durante noches para purificarme,
y siento enarbolados sobre mi cuerpo el látigo y la vara:
deseo liberarme por completo de mi propio ser
hasta haberme vertido en todo el mundo.
Deseo con tanto dolor alimentar mi cuerpo
que los males del mundo mi circunden como las estrellas-
En la sangre y martirio del pesar instigado
se realiza el amor, se libera el espíritu.

Noche de solsticio.


Febriles se agachan los arbustos
en el goteo de velos marrones y en el mecer
de mariposas nocturnas en torno a ardientes trepadoras.
Ahora atizamos en las llamas las hojas secas y amarillas

y hacemos fiesta contoneándonos en bailes perdidos
y canciones que refluyen con el tibio olor,
la huidiza ebriedad de las ascuas de estío
y muchachas de pelo suave trenzado con coronas

y reflejando palidez en el destello flotante
esparcen ardiendo la oscura adormidera y los claveles macilentos.
Y temblando sentimos cómo la noche se marchita.
Y más salvajes brillan los fuegos en la oscuridad.





En estas noches.


En estas noches mi sangre siente frío, amada, por tu cuerpo.
Ah, mi ansia es como un agua oscurecida que retiene las puertas de una esclusa,
descansando con la tranquilidad de mediodía,
inmóvil, acechando, ansiosa de estallar. Tormenta de verano
pesadamente retenida en foscos nubarrones.
¿Cuándo caerás, rayo, a quien golpea y carga con placer, a quien
            desencadena como balsa,
que abres de par en par los muslos prietos de la presa? Quiero
llevarte conmigo sobre las almohadas como gavilla de nacientes tréboles
en la tierra mullida. Yo soy el jardinero
que te tiende con suavidad. Nube que te rocía
y el aire que te envuelve.
En tu tierra deseo plantar mi fervor delirante
yalflorecercon ansia resucitar sobre tu cuerpo.





Crepúsculo.


Pesado cayó el crepúsculo sobre las callejas de la ciudad.
Sobre el gris de las tejas de adobe y las torres esbeltas,
sobre la suciedad y el polvo de la gran ciudad, su placer, su pesar y su mentira
con implacabilidad majestuosa.

Arrancados de piedras gigantes, los bloques de nubes se oscurecían
incubándose, con rigidez... Y había en el aire
como una obcecación enloquecida, un encresparse que no muere-
al oeste, distante, el día agonizaba.

Entre los castaños pardos del otoño chisporroteaba la tormenta nocturna,
como cuando los mundos se despiertan despabilados
para la última y sangrienta batalla decisiva.

Terquedad en el corazón y sueños salvajes de lucha y desamparo y triunfo arrollador,
me apoyaba en la verja de hierro de mi balcón y veía
el lamer de mil fuegos y las rojas barbas temblar,
ví aún una vez más al coloso herido alzar la bandera llameante.

Una vez más aún martillear la vieja canción salvaje de los héroes
en un torbellino de acordes-
y desmoronarse
y retumbar
sordamente a lo lejos...
Un chirriar de carros en la calle. Música. Canturrean soldados.
Sobresaltado, me estremezco-
sobre las torres y tejados ruge la noche.





Apóstrofe.


No soy más que una llama, un grito, y fuego y sed.
Por las angostas hondonadas de mi corazón se lanza el tiempo
como agua oscura, raudo, violento, inadvertido,
y arde en mi cuerpo un signo: la caducidad.

Pero tú eres el redondo espejo por el que resbalan
los crecidos arroyos de la vida
tras cuyo fondo áureo y abundante
las cosas que murieron radiantes resucitan.

En mí arde y se extingue lo mejor. Una estrella alocada
que cae en un abismo de azules noches de verano,
pero la imagen de tus días está en alto y distante,
señal eterna, situada como protección alrededor de tu destino.





Al alba.


La silueta del cuerpo está oscura ante la turbia luz
de corridas persianas. Acostado, siento tu rostro vuelto hacia mí como una
          imagen de la eucaristía.
Cuando te desprendiste de mis brazos, tu susurrar "tengo que irme", sólo
          alcanzó los más lejanos portales de mi sueño.
Ahora veo tu mano como a través de un velo, cómo ligeramente pasa la blusa
          blanca por los pechos. Las medias,
ahora, después la falda, el pelo recogido. Ya eres otra mujer, una extraña
          ataviada para el mundo y el día.
Entreabro la puerta. Te beso. Te devuelves, mientras avanzas, un adiós. Y
          te alejas.
Acostado de nuevo oigo cómo se pierde tu pisada suave por el hueco de las
          escaleras,
vuelvo a estar encerrado en el aroma de tu cuerpo que, brotando de las
          almohadas, cálidamente invade mis sentidos.
Amanece aún más. Las cortinas ondulan. Un viento joven y un sol temprano
          quieren penetrar.
Se levantan los ruidos. Música del amanecer. Me duermo suavemente
          arrullado por sueños matutinos.


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