sábado, 14 de septiembre de 2024

La bestia. Joseph Conrad (1857-1924)

Entré, esquivando el chaparrón que barría la calle, y crucé una mirada y una sonrisa con miss Blanck, en el bar de Las Tres Cornejas. Se efec tuó aquel cruce con estricto decoro. Asusta pen sar que miss Blanck, si vive todavía, habrá ya traspuesto los sesenta. ¡Cómo vuela el tiempo! Al verme mirar caviloso hacia el tabique de madera barnizada y hacia los cristales, miss Blanck fue tan amable que me dijo, animándome:

–En el salón sólo están míster Jermyn y míster Stonor, y otro señor a quien nunca he visto.
Me dirigí hacia la puerta. Una voz que perora ba del otro lado –el tabique era de tablas ensam bladas se elevó tanto, que las palabras finales se oyeron perfectamente claras, en todo su ho rror:

–Ese sujeto, Wilmot, la estrelló materialmen te los sesos, ¡y bien hecho que estuvo!
Aquella declaración inhumana ni siquiera lo gró –puesto que no había en ella nada que fuera blasfemo ni indecoroso– contener el ligero bos tezo que miss Blanck trataba de ocultar con la mano. Y se quedó abstraída, mirando a las vidrie ras por las que se deslizaba la lluvia. Cuando abrí la puerta del salón la voz prosi guió con la misma entonación cruel:

–Me alegré al oír que, por fin, alguien ha bía acabado con ella. Lo sentí mucho, sin em bargo, por el pobre Wilmot. El infeliz y yo fui mos compinches en un tiempo. Por supuesto que aquello fue su fin. Era un caso claro como hay pocos. No había salida posible. Absolutamente ninguna»

La voz pertenecía al señor a quien miss Blanck no había visto nunca. Estaba espatarrado con las piernas tendidas sobre el ruedo de la chimenea. Jermyn, echado hacia adelante, sostenía un pa ñuelo extendido ante el fuego. Volvió la mirada melancólicamente y, al sentarse detrás de una de las mesitas de madera, le saludé con la cabeza. Al otro lado de la chimenea, imponente en su calma y en su tamaño, estaba sentado míster Stonor, embutido con gran dificultad en una am plia poltrona Windsor. No había nada que fue se pequeño en toda su persona, a no ser unas patillas cortas y blancas. Varas y varas de fino paño azul –a las que se había dado la forma de un gabán– reposaban en una silla a su lado; y sin duda acababa de pilotar hasta el puerto algún buque de línea, porque otra silla crujía bajo la pesadumbre de un impermeable negro, de triple tela encerada y con pespuntes dobles en toda su extensión. Una maleta de mano, de tamaño corriente, parecía un juguete de niño puesto en el suelo junto a sus pies.

A él no le saludé. Era demasiado enorme para ser saludado en aquel salón. Su profesión era la de práctico mayor en el puerto de Trinity, y sólo en los meses de verano condescendía en tomar su turno en la escampavía para desempeñar su oficio. Más de una vez había pilotado los yates reales para entrar o salir de Port Victoria. Por otra parte es inútil reverenciar a un monumento y él en verdad lo parecía. No hablaba, no se mo vía, no gesticulaba; allí estaba sentado, erguida la vetusta y hermosa cabeza, inmóvil y casi de masiado vasta para parecer la de un ser vivien te; era de una increíble belleza. La presencia de míster Stonor reducía al mísero vejestorio de Jermyn a un mero pingajo; y hacía del locuaz desconocido con el traje de mezcla de lana, un adolescente absurdo. Este último debía de ha ber cumplido los treinta y no pertenecía cierta mente a esa clase de individuos que se sienten avergonzados oyendo el timbre de su propia voz, porque me metió en el corro, por decirlo así, con una mirada amistosa, y prosiguió imperté rrito su charla.

–Me alegré cuando lo oí –repitió con énfa sis–. A ustedes les sorprenderá, pero es porque no les han pasado las cosas que a mí me ocurrie ron con ella. Créanme, fue de esas cosas que uno no olvida jamás. Por supuesto que yo salvé mi pellejo, como ustedes ven; aunque ella hizo lo que pudo para acabar conmigo. A punto estuvo de llevar a un manicomio al hombre más cabal que ha andado por el mundo. ¿Qué me dicen de eso?, ¿eh?

Ni el temblor de un párpado se dejó ver en la enorme faz de míster Stonor. ¡Monumental! El que hablaba clavó sus ojos en los míos.

–Solía ponérseme carne de gallina sólo de pensar que andaba suelta por el mundo asesinan do gente.
Jermyn acercó un poco más el pañuelo a la lumbre y gimió. Era una costumbre natural en él.
–La vi una vez –manifestó con fúnebre im pasibilidad–. Tenía una casa...
El desconocido del traje de mezcla de lana se volvió para mirarle, sorprendido.
–Tenía tres casas –rectificó con autoridad.
Pero Jermyn no estaba para contradicciones.
–Tenía una casa, digo –insistió con triste obstinación–. Una casa grande, fea, blanca. Po día uno verla a millas de distancia, destacándose.
–Cierto –asintió el otro sin dificultad–. Era un capricho del viejo Colchester, aunque siem pre estaba amenazando con abandonarla. Ya no podía resistir más, decía; era una carga para él; estaba ya harto; iba a acabar de una vez, si logra ba echar mano a otra... y así por el estilo. Yo creo que la hubiera dejado; pero –y quizá esto les sorprenda– su señora no quería oír hablar de ello. Tiene gracia, ¿eh? Pero con las mujeres nun ca se sabe cómo van a tomarse las cosas, y la señora Colchester, que era bigotuda y cejijunta, se las daba de tener el temple y el tesón que se les atribuye a las que son así. Llevaba un vestido de seda obscuro y una gran cadena de oro al cuello, que le golpeaba el pecho; y había que oírla soltar como una dentellada lo de «¡Habladurías!» o «¡Simplezas y cuentos!» Y era, según creo, que había echado bien la cuenta de lo que le convenía. No tenían hijos, y no habían llegado a poner casa en ninguna parte. Cuando estaban en Inglaterra, se las arreglaban de cualquier modo, en algún fonducho u hospedería barata. Estaba claro que le gustaba volver a las comodidades a que estaba acostumbrada; pero de sobra sabía que no podía salir ganando con cambio alguno. Y además, Col chester, aunque hombre de valía, ya no estaba, como si dijéramos, en su primera juventud; y acaso temía su mujer que no pudiera «echar mano a otra» –como él decía– tan fácilmente. De to dos modos, fuere por lo que fuere, no había para la buena señora más que «¡Habladurías!» y «¡Sim plezas y cuentos!» Una vez oí al joven míster Apse que le decía en confianza:

»–Le aseguro, señora Colchester, que ya em pieza a preocuparme seriamente el mal nombre que se va echando encima.
»– ¡Bah! –contestó ella, con una risa ron ca–, ¡si fuera una a hacer caso de chismorreos! –Y enseñó al joven Apse la fealdad de toda su dentadura postiza–. Haría falta mucho más que eso para hacerme perder mi confianza en ella; puede usted creerme –añadió.
En este punto, sin el más leve cambio en su expresión facial, míster Stonor lanzó una breve risa sardónica. La cosa podía ser impresionante, pero yo no le veía la gracia. Me quedé mirándo les uno a uno. El desconocido, junto a la chime nea, sonreía de una forma ferozmente siniestra.
–Y míster Apse –prosiguió– la estrechó las dos manos: tal alegría le causaba que se alzase una voz en defensa de su favorita. Todos los Apse, grandes y chicos, estaban perdidamente enamorados de aquella abominable, pérfida...
–Perdóneme usted –interrumpí, desespera do, porque parecía dirigirse exclusivamente a mí–, ¿de quién demonios está usted hablando?
–Estoy hablando de La Familia Apse –con testó, cortés.

A punto estuvo de escapárseme una maldición» Pero en aquel instante miss Blanck asomó la ca beza, y dijo que el coche estaba a la puerta, si míster Stonor quería coger el tren ascendente de las once y tres. Inmediatamente el práctico mayor se alzó, en toda su imponente grandeza, y empezó a luchar para ponerse el abrigo, con pavorosas sacudidas sísmicas. El desconocido y yo nos lanzamos, deci didos, en su ayuda; y tan pronto como pusimos nuestras manos en él, se tornó dócil y pasivo. Te níamos que estirar los brazos hacia lo alto y hacer esfuerzos sobrehumanos. Era como poner un caparazón a un elefante manso. Con un «Gra cias, señores», agachando la cabeza y estrechán dose, franqueó la puerta con gran apresura miento. Todos sonreímos amigablemente.

–No me explico cómo puede arreglárselas para trepar por el costado de un barco –dijo el del traje de mezcla de lana.
Y el pobre Jermyn, que no era más que un simple práctico del Mar del Norte, sin recono cimiento oficial, y al que sólo se le daba ese títu lo por condescendencia, gimió:
–Saca ochocientas libras esterlinas al año.
–¿Es usted marino? –pregunté al descono cido, que había vuelto a acomodarse junto al ruedo de la chimenea.
–Lo he sido hasta hace un par de años, cuan do me casé –respondió aquel hombre comuni cativo–. Y, precisamente, fui por primera vez a la mar en ese mismo buque del que estábamos hablando cuando usted entró.
–¿Qué buque? –pregunté aún más confu so–. No le he oído mencionar ningún buque.
–Acabo de decirle a usted su nombre, señor mío: La Familia Apse. Seguramente habrá usted oído hablar de la gran casa armadora Apse e Hi jos. Tenían una flota numerosa. Allí estaba la Lucy Apse, y la Harold, y Anne, John, Malcolm, Clara, Juliet, y... ¡qué sé yo! Apses por todas partes. Cada hermano, hermana, tía, primo, es posa... y hasta abuela de la casa tenía una barca que llevaba su nombre. Eran buenos buques, sólidos, de tipo antiguo, construidos para trabajar de firme y larga duración. No había en ellos nada de estas novelerías de aparatos para ahorrar trabajo que ahora se estilan, sino muchos marineros y mucha carne salada y mucha galleta a bordo, y... ¡a luchar con el mar, abriéndose camino hasta volver a puerto!

El mísero Jermyn dejó oír un gruñido de aprobación que parecía un quejido de pena. Así era como le gustaban a él los barcos. En tono doliente observó que no se podía gritar a esos artefactos: «¡Animo, muchachos, duro con ello!» Ninguna de esas invenciones era capaz de subir por la jarcia, en una noche de temporal, con la costa a sotavento.

–No –asintió el desconocido, haciéndome un guiño–. Al parecer, tampoco los Apse creían en esas cosas. Trataban bien a su gente... como no se la trataba hoy día, y sentían un orgullo loco por sus barcos. Nunca les había ocurrido nada. Ese último, La Familia Apse, iba a ser como los otros, pero todavía más recio, más se guro, aún más espacioso y cómodo. Lo hicieron; construir de hierro, teca y laurel negro; y las escuadrías de las piezas que se emplearon fue ron algo fabuloso. Si algún barco se mandó construir con un espíritu de orgullo, fue aquél. Todo era de lo mejor. El capitán jefe de la casa era el que iba a mandarlo, y los aposentos que planearon para su acomodo eran como los de una casa en tierra, bajo una enorme y alta popa, que llegaba casi hasta el palo mayor. No es extra ño que la señora Colchester no dejase al viejo renunciar a aquel empleo. Como que en toda su vida de casada no había tenido una casa como aquélla. Era una mujer de nervio.

¡El trabajo que dieron los Apse mientras la barca se construía! "Que esta parte sea un poco más fuerte, que aquello sea más recio..." "¿No sería mejor quitar esto y poner otro más grue so?..." Los constructores se contagiaron de la manía; y así iba creciendo la barca, convirtién dose poco a poco en el buque más mazacote y pesado, para su tamaño, que jamás se ha visto; y esto, ante los ojos de todos y sin que nadie, al parecer, se diera cuenta de ello. Debía tener 2.000 toneladas de registro, o un poco más; pero de ningún modo, menos. Pero vean lo que pasó. Cuando fueron a medirla se encontraron con que tenía 1.999 toneladas y pico. ¡Consternación general! Y dicen que el viejo míster Apse cogió tal berrinche, cuando se lo dijeron, que se me tió en la cama y se murió. Hacía veinticinco años que el buen señor se había retirado del negocio y ya había cumplido los noventa y seis; así es que su muerte no era, después de todo, una cosa tan sorprendente. Sin embargo, míster Lucían Apse estaba persuadido de que su padre hubiera vivido hasta completar el siglo. De modo que podemos encabezar la lista con él. Detrás de él viene el pobre carpintero de ribera a quien la bestia cogió y redujo a papilla al abandonar la grada. Dijeron que aquello era la botadura de un barco; pero he oído decir que por los alaridos y gritos de terror, y el correr de las gentes para ponerse a salvo, más parecía que habían soltado un demonio sobre el río. Rompió todos los calabrotes de contención como si fueran bramantes, y se lanzó como un basi lisco sobre los remolcadores que estaban a la espera. Antes de que nadie pudiera darse cuenta de lo que se proponía, ya había enviado al fon do a uno de ellos, y había puesto a otro en tal estado que necesitó tres meses de reparaciones. Una de sus amarras se partió, y entonces, de repente –sin saber por qué– se dejó recobrar con la otra, con la docilidad de un cordero.

Y así es como era. Nunca podía uno estar seguro de lo que iba a tramar un momento después. Hay barcos difíciles de manejar, pero, ge neralmente, se puede tener la seguridad de que se han de conducir de una manera racional. Con aquella barca, se hiciera lo que se hiciese, no sabía uno nunca en qué iba a acabar. Era una mala bestia. O quizás lo único que tenía era que estaba loca.
Lo dijo con tal tono de convicción, que no pude menos que sonreír, y él dejó de morderse el labio inferior para apostrofarme:

–¿Eh? ¿Por qué no? ¿Por qué no podría ha ber algo en su construcción, en su corte, equi valente a...? ¿Qué es la locura? Nada más que una miaja de algo, una partícula mal puesta en la estructura de los sesos. Por qué no podría haber un barco loco...; quiero decir loco a estilo náutico, de modo que en ningún instante pu diera uno estar seguro de que iba a hacer lo que cualquier otro barco cuerdo y sensato haría cuando uno lo maneja. Los hay que navegan irregularmente; otros a los que hay que vigilar con cuidado cuando corren un temporal, y tam bién los hay que convierten en borrasca la más ligera brisa. Pero uno espera que se conduzcan siempre así. Se lo toma como parte de su carác ter, del género barco, lo mismo que tiene uno en cuenta las rarezas de temple de una persona cuando se anda en tratos con ella. Pero con aquella barca esto no era posible. No había modo de entenderla. Si no era vesánica, era entonces la alimaña más perversa, traidora y feroz que ha surcado la mar. La he visto correr un temporal espléndidamente durante dos días, y al tercero, atravesarse en la mar dos veces en la misma tar de. La primera, lanzó al timonel al aire por enci ma de la rueda; pero como no consiguió matarlo, repitió el intento tres horas después. Metió la proa y la popa en el agua, hizo trizas todo el velamen que le habíamos puesto, infundió el pá nico entre todos los marineros, y hasta asustó a la señora Colchester, allá abajo en aquellos her mosos camarotes de los que tan orgullosa estaba. Cuando reunimos a la tripulación, faltaba uno. Barrido de la cubierta, por supuesto, sin que nadie le viera ni oyera, ¡pobrecillo!, y lo raro era que no faltásemos más.

Siempre así. Siempre. Una vez le oí a un antiguo oficial decir al capitán Colchester, que había llegado a tal punto, que tenía miedo de des pegar los labios para dar una orden cualquiera. Era tan temible en puerto como en la mar. Nunca sabía uno de cierto con qué se la podría amarrar. La más ligera provocación bastaba para que em pezase a romper cabos, cadenas y cables de acero como si fueran fideos. Era amazacotada, pesadí sima, torpe..., pero eso no explica aquel poder que tenía para el mal. El caso es que no puedo pensar en ella sin acordarme de lo que se oye a veces de lunáticos incurables que logran fugar se del manicomio.

Me miró con aire de interrogación; pero claro está que yo no puedo admitir una barca lunática. –En los puertos donde se la conocía –prosi guió– se espantaban sólo de verla. Para ella no era nada arrancar veinte pies de piedra de sille ría, o algo así, del frente de un malecón, o llevarse por delante la mitad de un muelle de madera. Debió de haber perdido miles de cadenas y cien tos de toneladas de anclas en su vida. Cuando se lanzaba sobre algún pobre barco inofensivo, era menester un gran esfuerzo para hacerle abando nar su presa. Y ella nunca salía herida; unos pocos rasguños, todo lo más. Quisieron hacerla fuerte, y lo habían conseguido: fuerte para poder embestir a un témpano polar. Según comenzó, así siguió: desde el día en que la botaron al agua, no dejó pasar un solo año sin asesinar a alguien. Creo que los armadores tuvieron por eso graves problemas; pero era una raza orgullosa la de los Apse: no podían admitir que hubiera nada que no fuese perfecto en La Familia Apse. Ni siquiera se avinieron a cambiarla de nombre. «¡Simplezas y cuentos!», como decía la señora Colchester. De bían, al menos, haberla encerrado de por vida en algún dique seco, río arriba, y no dejarla que volviese a oler el agua salada. Le aseguro a usted, señor mío, que, invariablemente, mató un hom bre en cada viaje que hizo. Todo el mundo lo sabía; se hizo célebre por ello en todas partes.

Yo mostré mi sorpresa de que un buque, con tal fama de homicida, pudiera encontrar tripu lantes.
–Pues, entonces, es que no sabe usted lo que son los marineros. Déjeme contarle un caso. Un día, aquí en el puerto, mientras me paseaba por el castillo de proa, vi pasar a dos lobos de mar de muy buen aspecto: uno de ellos, de alguna edad y, a todas luces, formal y competente; el otro, un mozo alegre y avispado. Leyeron el nom bre en la popa, y se pararon a mirarla. Dijo el más viejo:
»–La Familia Apse. Esta es la perra sanguina ria –empleó otros términos–, Jack, que mata a un hombre en cada travesía. No me contrataría en ella por todo el oro del mundo. No, señor.
»Y el otro dijo:
»–Si fuera mía, la haría remolcar hasta em barrancaría en el fango y la prendería fuego; le juro que sí.
«Después añadió el primero:
»–¡Poco les importa a los amos! Los hom bres son cosa barata, bien lo sabe Dios.
»El más joven escupió en el agua, junto al costado.
»–A mí no me pescarían... ni aunque me die ran doble jornal.
«Después de detenerse un rato, siguieron su marcha por el muelle. Media hora después vi a los dos sobre cubierta, buscando al primer oficial y, al parecer, con grandes ganas de que se les contratase. Y se les contrató.
–¿Cómo se explica usted eso? –pregunté.
–¡Qué quiere usted que le diga! Inconscien cia... La vanidad de alardear aquella noche entre sus compañeros: «Nos acabamos de ajustar en La Familia Apse. A nosotros no nos asusta.» Pura fanfarronería de la gente de mar. Una especie de curiosidad. Bueno..., un poco de todo eso, sin duda. Durante el viaje se lo pregunté a los dos. La contestación del más viejo fue: «Nadie se muere más que una vez.» El más joven me ase guró, en tono de burla, que lo que él quería era ver «cómo iba a hacerlo esta vez». Pero yo le diré lo que pasaba: había una especie de fascinación en aquella bestia.
Jermyn, que parecía haber visto todos los barcos que hay en el mundo, refunfuñó malhumo rado:
–La vi una vez, desde esta misma ventana, subir a remolque por el río: una cosa enorme, ne gra y fea, deslizándose como una gran carroza fúnebre.
–Algo de fatídico en su aspecto, ¿no es ver dad? –dijo el del traje de mezcla de lana, diri giendo a Jermyn una mirada cordial–. Siempre me produjo una sensación de horror. Cuando no tenía yo más que catorce años me dio un susto terrible en el mismo día, o mejor dicho, en la misma hora en que me embarqué en ella por vez pri mera. Mi padre había ido a despedirme, y pensa ba bajar con nosotros hasta Gravesend. Yo era el segundo de sus hijos que se iba a la mar. Mi her mano mayor era ya oficial por entonces. Fuimos a bordo a eso de las once de la mañana, y encon tramos el barco dispuesto ya para salir de la dár sena, remolcado de popa. No había avanzado tres veces su propio largo, cuando, a un ligero tirón que le dio el remolcador para llevarlo hacia las compuertas, respondió con una de sus súbitas espantadas e hizo tal presión sobre la guindaleza que lo retenía desde el muelle –un calabrote nue vo de seis pulgadas– que, sin dar tiempo a los de popa para que lo aflojasen, se rompió. Vi sal tar por el aire el extremo roto, y un instante después aquella bestia dio un bandazo contra la cabeza, del muelle, y la sacudida fue tal, que hizo dar un traspiés a todos los que estábamos en cubierta. No se causó a sí mismo el menor daño, ¡no había cuidado! Pero uno de los grumetes a quien el primer oficial había mandado subir a lo alto del palo de mesana para hacer no sé qué, cayó sobre la toldilla..., ¡pum!..., delante de mí. Era poco más o menos de mi edad y habíamos estado haciéndonos muecas unos minutos antes. La sacudida debió de cogerle desprevenido. Oí su grito de espanto, un alarido agudísimo y entrecor tado, cuando se sintió caer, y alcé los ojos a tiem po para verle dar la vuelta en el aire... ¡Uf! Mi pobre padre estaba pálido como un muerto cuan do nos estrechamos las manos en Gravesend.
»–¿Te encuentras a gusto? –me preguntó, mirándome fijamente.
»–Sí, padre.
»–¿Estás seguro?
»–Sí, padre.
»–Bueno, pues entonces, adiós, hijo mío.
»Me dijo, tiempo después, que con nada más que media palabra me hubiera vuelto con él a casa en aquel mismo instante. Yo soy el pequeño de la familia, ¿sabe usted? –añadió, atusándose el bigote, con una sonrisa candorosa.

Le agradecí aquella interesante declaración con un murmullo de simpatía. El hizo un ademán de excusa.

–Aquello podía haber desquiciado los nervios de cualquier muchacho que tuviera que subir a lo alto de los palos. Cayó a dos pies de mí, abrién dose la cabeza contra un abitón de amarre. No se movió: muerto en el acto. Parecía un chiquillo simpático, y acababa yo de pensar que íbamos a hacer una gran amistad. Sin embargo, esto no era lo peor que aquella fiera de nave era capaz de hacer. Serví en ella durante tres años y des pués me trasladaron, por un año, a la Lucy Apse. Allí me encontré al maestro de velas que había mos tenido en La Familia Apse, y recuerdo que me dijo una noche, cuando ya llevábamos una semana de viaje: «¿No es esto una monada de barquito?» No es nada extraño que considerá semos a la Lucy Apse como un barquito manso y apacible, después de habernos librado de aque lla descomunal, encabritada y frenética bestia. Aquello era un cielo: sus oficiales me parecían la gente más reposada y feliz de la tierra. Para mí, que no había conocido otra nave sino La Fa milia Apse, la Lucy era como una embarcación mágica, que hacía, por su propio impulso, todo cuanto uno deseaba. Una noche nos sorprendió, de pronto, un fuerte golpe de viento por avante, con todo el aparejo en facha: en menos de diez minutos el barco estaba trabajando con todo el velamen, las escotas a popa, las amarras templa das, la cubierta en orden y el oficial de guardia reclinado plácidamente en el pasamanos a barlo vento. Me parecía aquello cosa de maravilla. La otra se hubiera quedado media hora sin dejarse mover, como sujeta con grilletes, dando banda zos que inundarían la cubierta, haciendo rodar a la gente de un lado para otro... con crujidos de perchas, rotura de brazas y un horrible pánico a popa por causa del condenado timón, pues te nía la costumbre de azotarse con él, a un lado y a otro, hasta ponerle a uno los pelos de punta. Tardé unos días en salir de mi asombro.

«Bueno. Acabé mi último año de aprendizaje en aquella monada de barquito..., que no era pe queño, pero, después de aquel monstruo endria go, parecía que se le manejaba como un juguete. Terminé mi tiempo y obtuve el título de piloto; y precisamente cuando estaba pensando en las delicias de tres semanas de vacaciones en tierra, recibí una carta, mientras desayunaba, pregun tándome qué día estaría listo para embarcarme, lo antes posible, como tercer oficial de La Fami lia Apse. Di tal empujón al plato que lo arrojé al centro de la mesa; mi padre alzó la vista del perió dico; mi madre levantó las manos asombrada, y yo salí, sin nada en la cabeza, a nuestro pequeño jardín y estuve dándole vueltas durante una hora. »Cuando volví a entrar mi madre había salido del comedor, y mi padre se había trasladado a su gran butaca. La carta estaba abierta sobre la chimenea.

»–Es cosa que te honra mucho ese ofreci miento, y han sido muy amables al hacértelo –me dijo–, y veo también que Charles ha sido nom brado primer oficial de ese mismo barco para este viaje.
»Había, en efecto, una postdata con esa noticia, de mano de míster Apse, y que yo no había advertido. Charles era mi hermano mayor.
»–No me gusta nada tener a dos de mis hijos en un mismo barco –prosiguió mi padre en su acostumbrado tono pausado y solemne–. Y te advierto que no me importaría nada escribir una carta a míster Apse diciéndoselo así.

«¡Pobre viejo! ¡Era un padre maravilloso! ¿Qué hubiera hecho usted? La sola idea de vol ver otra vez (y, lo que es peor, de oficial) a ser perseguido y atormentado por aquella fiera, a vivir en continua alarma noche y día, me ponía enfermo. Pero no era un barco al que uno pudiera permitirse hacer ascos. Además, no podía alegar la única disculpa sincera, sin causar una mortal ofensa a Apse e Hijos. La casa armadora, y creo que toda la familia contando hasta las tías solte ronas en Lancashire, se habían vuelto extrema damente puntillosas en cuanto a la fama de aque lla nave. Era éste un caso como para contestar: «Estoy preparado», aunque fuera desde el lecho de muerte, si se quería morir en buenos términos con ellos. Y eso es precisamente lo que contes té... por telégrafo, para acabar pronto y de una vez.

»La idea de ser compañero de barco de mi her mano mayor me causaba gran alegría, aunque también me preocupó un poco. Había sido muy bueno conmigo hasta donde alcanzaba mi memo ria de niño; y él, a mis ojos, no tenía par en el mundo. No se ha paseado un oficial más cumplido por la toldilla de un buque mercante. Era un mozo gallardo, fuerte, erguido, de piel curtida, con el pelo obscuro y algo rizado y los ojos de un halcón. Hacía muchos años que no nos habíamos visto y en aquella ocasión, aunque ya llevaba tres semanas en Inglaterra, aún no había apare cido por casa, y estaba empleando sus ocios en no sé qué lugar de Surrey, cortejando a Maggie Colchester, sobrina del viejo capitán. El padre de la muchacha se dedicaba al negocio del azúcar, y Charles había convertido su residencia en una especie de segunda casa paterna. Me preocupaba lo que mi hermano mayor pensaba de mí. Había en su rostro un aire de severidad que no le aban donaba nunca, ni siquiera cuando estaba de bro ma, a su manera, un tanto estrambótica.

»Me recibió con una gran carcajada. Juzgaba, sin duda, mi embarque como oficial la cosa más graciosa del mundo. Mediaban diez años de dife rencia entre nosotros y, por lo visto, no podía recordarme bien, sino con delantal; era yo un niño de cuatro años cuando él se fue a la mar. No le creía capaz de mostrarse tan expresivo y ruidoso.

«–Ahora veremos de qué madera estás hecho –exclamó. Y me miró, sujetándome por los hom bros; me dio un empellón y me metió en su ca marote–. Siéntate, Ned. Es una suerte tenerte conmigo. Voy a darte los toques finales, mi joven oficial, con tal de que valgas la pena. Y, ante todo, tienes que meterte bien en la cabeza la idea de que no vamos a dejar que la fiera mate a nadie en este viaje. Vamos a atarla corto.

»Me di cuenta de que lo decía con toda su alma. Habló en tono grave del barco y de cómo teníamos que estar siempre alerta y no dejar nunca a la horrible alimaña que nos cogiera des prevenidos en alguna de sus infames maquina ciones. Me dio una conferencia sobre navegación especial para uso de La Familia Apse; y después, cambiando de tono, empezó a charlar sin ton ni son, contándome las más extrañas y graciosas tonterías, hasta dolerme todo el cuerpo de tanto reír. Se veía claramente que algo extraordinario debía de pasarle, para expresar tan desmesurada alegría. No podía ser por mi llegada: no era para tanto. Pero no había cuidado de que pensase yo en preguntarle qué le pasaba: sentía por mi her mano mayor todo el respeto debido. La cosa se puso en claro uno o dos días después, cuando oí que miss Magie Colchester iba a acompañarnos en el viaje. Su tío la había invitado a una excur sión por mar para atender a su salud.

»No sé lo que habría de deficiente en su salud. Tenía el color de una rosa y una estupenda cabe llera rubia. No le importaba el viento, ni la lluvia, ni las salpicaduras de las olas, ni el sol, ni los golpes de mar, ni ninguna otra cosa. Era una mu chacha de ojos azules, jovial y de la mejor con dición; pero la audacia con que trataba a mi her mano mayor me asustaba a veces, y siempre creí que aquello acabaría en una terrible pelea. Sin embargo, nada decisivo ocurrió hasta que llevá bamos ya una semana en Sidney. Un día, a la hora del rancho de los marineros, Charles asomó la cabeza en mi camarote. Yo estaba tumbado en el sofá, fumando pacíficamente.

»–Ven a tierra conmigo, Ned –dijo con su laconismo habitual.
»Me levanté de un salto, por supuesto, y bajé con él la pasarela y subí por George Street. Mar chaba con unas zancadas de gigante, y yo iba a su lado, jadeante. El calor era insoportable.
»–¿Adonde me llevas a este paso? –me atre ví a preguntarle.
»–Aquí –me dijo.
»Aquí era una joyería. No podía imaginarme qué es lo que podía buscar en tal sitio. Parecía una chifladura. Me puso delante de las narices tres sortijas, que parecían diminutas en la palma de su mano, grande y morena, y gruñó: »–¡Para Maggie! ¿Cuál de éstas? »Me dio tal susto que me quedé sin voz; pero señalé una de ellas que despedía fulgores blancos y azules. Se la metió en el bolsillo del chaleco, pagó con un buen puñado de soberanos y salió disparado. Cuando llegamos a bordo, me faltaba el aliento.
»–Venga esa mano, viejo –le dije, felicitándole.
»El me dio un espaldarazo.
»–Da las órdenes que quieras al contramaestre, cuando la gente acabe de comer –dije esta tarde estoy libre de servicio.

«Después desapareció de cubierta, pero al poco rato volvió a salir del camarote con Mag gie, y los dos se fueron por la pasarela, a vistas de toda la tripulación, para dar juntos un paseo, en aquel día de horrible calor abrasador, con nu bes de polvo volanderas. Volvieron después de unas horas, con aire muy grave y comedido, pero no parecían tener la más remota idea de dónde habían estado. Al menos, eso contestaron ambos, cuando se lo preguntó la señora Colchester a la hora del té. Y ella arremetió contra Charles, con su vozarrón de cochero:

»–¡Tonterías! ¡No saben por dónde han an dado! ¡Cuentos y simplezas! Has dejado a la chi ca derrengada. No lo vuelvas a hacer.
»Era pasmosa la paciencia de Charles con aquella vieja. Sólo una vez me dijo al oído:
»–¡Lo que me alegro que no sea tía carnal de Maggie, sino política! Y eso no es casi paren tesco.
»Pero era demasiado condescendiente con Maggie. Andaba saltando por todo el barco con su falda deportiva y una gran boina escocesa de lana roja, como un pájaro llamativo y vistoso sobre el tronco muerto y negro de un árbol. Los marineros veteranos se miraban sonriendo al ver le llegar y se ofrecían a enseñarla a hacer nudos y lazos; parecía que gustaba de esas cosas, acaso porque podían agradar a Charles.

»Como pueden imaginarse, jamás se hablaba a bordo de las diabólicas inclinaciones de aquel condenado buque, o, al menos, nunca se hablaba en la cabina. Sólo en una ocasión en el viaje de regreso, dijo Charles, irreflexivamente, algo de que, por aquella vez, la dotación regresaba com pleta. Inmediatamente el capitán Colchester em pezó a agitarse como si sintiera un hormigueo por todo el cuerpo, y aquella vieja necia y des lenguada, se revolvió contra Charles como si hu biera dicho una indecencia. Yo no sabía adonde mirar, y en cuanto a Maggie, estaba inmóvil, con los grandes ojos azules muy abiertos. Por su puesto, antes de que pasase el día, ya me había sonsacado toda la historia. No era persona a quien se pudiera mentir.

»–¡Qué espantoso! –dijo, solemne–. ¡Tan tos pobres infelices! Me alegro de que se esté aca bando el viaje. Ya no podré tener un momento de tranquilidad con Charles.
»Le aseguré que no le pasaría nada. No era bastante aquel barco para habérselas con un ma rino como Charles. Y ella estuvo de acuerdo.
»Al día siguiente nos recogió un remolcador a la altura de Dungeness; y, una vez amarrado el cable de remolque, Charles se frotó las manos y me dijo en voz baja.
»–Esta vez hemos podido con ella, Ned. »–Así parece –le contesté sonriendo. »Hacía un tiempo hermoso y el mar estaba liso como un estanque. Remontamos el río sin el menor tropiezo; sólo frente a Hole Haven la bestia dio un repentino viraje y casi embistió a una barcaza que estaba anclada a gran distancia. Yo estaba a popa, vigilando al timonel, y, por aquella vez, no logró cogerme desprevenido. Char les se acercó con aire muy preocupado.
»–Poco ha faltado –dijo.
–No importa, Charles –le contesté alegre mente–. Tú la has domado.
»Nos iban a remolcar directamente al dique. El práctico del río nos abordó más abajo de Gravesend, y lo primero que le oí decir fue:
–Lo mejor que pueden hacer es lanzar en seguida el ancla de babor, míster Mate.

»Ya se había ejecutado esa orden para cuan do yo dejé la popa. Vi a Maggie en el castillo de proa, entretenida en ver el trajín de las ma niobras, y le rogué que se fuese de allí; pero, por supuesto, no me hizo el menor caso. La vio entonces Charles, que estaba ocupadísimo con los preparativos para fondear, y le gritó con to das sus fuerzas:

»–¡Vete del castillo, Maggie! Estás estor bando.

»Por toda respuesta, le sacó la lengua, y vi al pobre Charles volver la cabeza hacia un lado para ocultar una sonrisa. Estaba excitada por la emo ción del regreso, y parecía que sus ojos azules despedían chispas eléctricas cuando miraba al río. Un bergantín carbonero había virado enfrente de nosotros, y nuestro remolcador tuvo que parar las máquinas apresuradamente para evitar un choque. En un momento, como ocurre casi siempre en casos semejantes, se armó entre to das las embarcaciones que estaban por aquellas cercanías una indescriptible confusión y un gran desorden. Una goleta y un queche tuvieron una pequeña colisión, por su cuenta, en mitad del río. Era un espectáculo emocionante; y, entre tanto, nuestro remolcador seguía parado. A cual quier otra nave que no fuera nuestra bestia hu biera sido posible convencerla de que se mantu viera quieta y en derechura un pan de minutos; pero ¡a ella, no! Echó la proa a un lado inmedia tamente, y empezó a irse a la deriva río abajo, arrastrando tras ella al remolcador. Vi un grupo de barcos costeros a un cuarto de milla de nos otros, y creí prudente advertir al práctico.

»–Si la deja usted meterse entre aquel re baño –le dije tranquilamente– convertirá en astillas a alguno de ellos, antes de que podamos sacarla de allí.
»–¡Como si yo no la conociera! –gritó fu rioso, dando una patada en el suelo.

»Y sacó el silbato para hacer que aquel endia blado remolcador enderezase la proa de nuestra nave lo antes posible. Pitaba como un loco, agi tando el brazo hacia babor, y a poco vimos que las máquinas del remolcador estaban marchan do avante. Las ruedas batían el agua, pero era como si se hubiera propuesto remolcar un peñasco: no conseguía mover a la nave una pulga da. Otra vez volvió el práctico a tocar el silbato y agitar el brazo hacia babor, y vimos las palas del remolcador girar más y más de prisa delante de nosotros. Durante un momento, remolcador y barca permanecieron inmóviles, entre una multitud de embarcaciones en marcha: y entonces la terrible fuerza que aquel monstruo cruel y demoníaco ponía siempre en todo, arrancó de cuajo el pasa cabos de hierro por el que se deslizaba el cable de remolque. Este se corrió hacia babor, rom piendo uno a uno los puntales de hierro del pa samanos de proa como si fueran de cera. Fue entonces cuando me di cuenta de que, para ver mejor por encima de nosotros, Maggie se había puesto de pie sobre el ancla de babor, tendida en la cubierta del castillo. Había sido colocada el ancla en su "cama", pero no había habido tiempo para trincarla, y bastante segura estaba así para entrar en la dár sena; pero entonces vi que, en un segundo, el cable iba a meterse por debajo de una de las uñas. El corazón se me subió a la garganta, pero no antes de que pudiera gritar:

–¡Salta fuera del ancla!
»Pero no tuve tiempo de gritar su nombre; y no creo que me llegase a oír. El primer toque del cable contra la uña arrojó a la muchacha al suelo. Se irguió rápida, en un instante, pero incor porándose por el lado del peligro. Oí un ruido de roce estridente, y entonces el ancla, dando la vuelta, se levantó como una cosa viva; con su enorme y tosco brazo de hierro cogió a Maggie por el talle, pareció estrecharla en un espantoso abrazo, y cayó con ella por el costado con un gran estruendo de metal, seguido de vibrantes golpes que hacían estremecerse a la barca de punta a punta, porque la boza de serviola no había ce dido.

»–¡Qué horrible! –exclamé. «Durante años enteros he soñado a menudo con áncoras que arrebataban muchachas –conti nuó el narrador, desvariando un poco. Se estre meció y siguió–: En el mismo instante, con un grito desgarrador, Charles se tiró de cabeza tras ella. Pero, ¡Señor!, no llegó ni siquiera a alcanzar un atisbo de la boina roja en el agua. ¡Nada! ¡Ab solutamente nada! En un momento se había re unido media docena de botes a nuestro alrededor, y lo sacaron y lo metieron en uno de ellos. El con tramaestre, el carpintero y yo fondeamos apre suradamente la otra ancla y logramos detener la barca. El práctico estaba atontado. Recorría arri ba y abajo la cubierta del castillo, retorciéndose las manos y murmurando entre dientes:
»–¡Ya mata mujeres! ¡Ahora mata mujeres! »Y ninguna otra palabra surgía de su boca. «Atardeció y cayó la noche, negra como brea; y al asomarme sobre el río, oí una llamada, en voz baja y medrosa:»
–¡Ah, de la barca!

»Dos boteros de Gravesend se acercaron al costado. Tenían una linterna en su esquife, y mi raban hacia arriba, agarrados a la escala, sin de cir palabra. En la mancha de luz que arrojaba la linterna, vi allá abajo una masa de pelo rubio desmadejado.

Se estremeció otra vez. –Al volver la marea, el cuerpo de la pobre Maggie había salido a flote, desprendiéndose de una de aquellas grandes boyas de amarre. Llegué hasta la popa medio muerto y, con gran esfuerzo, lancé un cohete al aire para avisar a los hombres que andaban buscando por el río. Después me escurrí, furtivamente, a proa, y pasé toda la no che sentado en el arranque del bauprés, para estar todo lo lejos posible de Charles. –¡Pobre muchacho! –murmuré. –Sí. ¡Pobre muchacho! –repitió, abstraído–. Aquella bestia no permitió..., ¡ni aun a él!..., que le sustrajera su presa. Pero él la dejó amarrada en la dársena a la mañana siguiente. Tuvo el valor de hacerlo. No habíamos intercambiado una sola palabra, ni siquiera una mirada; yo no quería mirarle. Cuando el último cabo quedó en su sitio, se llevó las manos a la cabeza y se quedó miran do al suelo, como si tratase de recordar algo. Los marineros aguardaban sobre cubierta las pala bras de despedida, al fin del viaje. Quizás era aquello lo que trataba de recordar. Yo hablé por él:
–¡Gracias, muchachos!

»Nunca vi a una tripulación dejar un barco más quedamente. Uno tras otro, sé fueron disi muladamente, tratando de no hacer demasiado ruido con sus cofres de mar. Echaban una mirada hacia nosotros, pero ninguno tuvo valor para adelantarse a estrechar la mano del primer ofi cial, como de costumbre. Yo le seguí de un lado para otro por la nave desierta, donde no se veía más alma viviente que nosotros, pues el viejo guardián se había ence rrado en la caseta de la cocina. De pronto el po bre Charles murmuró con voz de loco:

»–Ya he acabado aquí.
«Atravesó la pasarela, conmigo a la zaga, y siguió por el muelle hacia Tower Hill. Acostum braba a alojarse en casa de una hospedera res petable, en America Square, para estar más cer ca de sus quehaceres.
»Se paró repentinamente; dio la vuelta y re trocedió hacia mí.
»–Vamonos a casa, Ned.
«Tuve la suerte de ver en aquel momento un coche y meterlo en él a tiempo; las piernas ya no le sostenían. Al entrar en casa se desplomó sobre una silla, y nunca olvidaré las caras de nuestros padres, pasmadas y suspensas, inclina das sobre él. No podían comprender lo que le pasaba, hasta que yo pude balbucir:
»–Maggie se ahogó ayer en el río.

»Mi madre lanzó un grito. Mi padre se puso a mirarnos, alternativamente, como si comparase nuestras caras, pues la verdad era que la de Char les estaba tan cambiada que no parecía la misma. Nadie se movía; y el pobre muchacho levantó lentamente sus manazas hasta la garganta y de un solo tirón lo hizo todo trizas, cuello, camisa, cha leco, y quedó convertido en una completa ruina. Entre mi padre y yo lo subimos con gran trabajo por las escaleras y nuestra pobre madre estuvo a punto de perder la vida, cuidándole sin des canso durante una larga fiebre cerebral.

El hombre del traje de mezcla de lana movió la cabeza sentenciosamente.
–No se podía hacer nada con la bestia. Es taba poseída de un espíritu infernal.
–¿Dónde está su hermano? –pregunté, cre yendo que me diría que había muerto. Pero es taba mandando un vapor en la costa de China, y ahora no venía nunca por Inglaterra.
Jermyn lanzó un hondo suspiro, y como el pañuelo estaba ya bastante seco, lo acercó suave mente a su roja y lamentable nariz.
–Era una fiera insaciable –comenzó de nue vo el narrador–. El viejo Colchester se plantó al fin, y dimitió. ¿Y lo creerán ustedes? Apse e Hijos le escribieron para que lo pensase me jor. Todo antes que menoscabar el buen nombre de La Familia Apsel Colchester fue a la oficina y les dijo que volvería a mandarla otra vez; pero sólo para ir con ella al Mar del Norte, y echarla a pique. Había perdido los estribos. Tenía el pelo de un gris obscuro, pero en dos semanas se le había puesto blanco como la nieve. Y míster Lucian Apse, aunque se habían conocido desde mu chachos, aparentaba no notarlo. ¿Eh? ¡Hasta dón de puede llegar una debilidad! ¡Eso se llama orgullo!

»Se agarraron al primero de quien pudieron echar mano para mandarla, por temor al escán dalo de que no se pudiese encontrar un capitán para La Familia Apse. Era un hombre divertido, según creo, pero que se pegó al puesto como una lapa. Wilmot, su segundo oficial, era un sujeto con la cabeza llena de pájaros, que presumía de un gran desprecio por las mujeres. En el fondo, no era sino timidez. Pero bastaba con que una de ellas hiciera una seña con el dedo meñique para animarle, y el pobre diablo perdía todo fre no. Durante su aprendizaje desertó una vez, en un puerto extranjero, atraído por unas faldas, y hubiera sido su perdición si el capitán no llega a tomarse la molestia de ir en su busca y sacarle, por las orejas, de cierto lugar de perdición. Se decía que a uno de los de la casa arma dora le habían oído decir que aquella maldita nave se perdería pronto. No puedo creer tal cosa, a menos que no fuera míster Alfred Apse, a quien la familia tenía en muy poco. Lo empleaban en la oficina, pero lo consideraban como un perdido incorregible, que se pasaba la vida en las carreras de caballos y volvía borracho a casa. Todos pen saban que un barco tan lleno de perversos desig nios se estrellaría algún día contra la costa, por pura maldad. Pero no había cuidado con él; iba a durar siempre. Tenía un olfato especial para guardarse de los peligros.

Jermyn dejó oír un gruñido de asentimiento.
–Una nave que parecía hecha a la medida para gustar a un piloto, ¿no es eso? –prosiguió, irónico, el que hablaba–. Pues bien, Wilmot con siguió acabar con ella. Era el hombre indicado, pero puede que ni aun él hubiera llegado a dar el golpe sin aquella institutriz de ojos verdes, aya, o lo que fuera, de los niños del matrimonio Pamphilius.

»Los Pamphilius se embarcaron como pasaje ros desde Port Adelaida hasta El Cabo. La nave se puso en franquía y ancló fuera del puerto, para pasar allí el día. El capitán, espíritu hospi talario, había invitado a mucha gente de la ciu dad para un almuerzo de despedida, según era su costumbre. Era ya las cinco de la tarde cuan do el último bote, lleno de comensales, se separó de nuestro costado; y el tiempo parecía sombrío y amenazador en el golfo. No había ninguna ra zón para que el capitán se hiciera a la mar. Sin embargo, como había dicho a todo el mundo que se marchaba aquel día, se creyó en la obligación de irse, fuera como fuese. Pero no se sentía con ánimos, después de la fiesta, para sortear los estrechos de noche y con viento débil, y dio órdenes de mantener el buque con sólo la gavia y el trinquete, ciñéndose todo lo posible al viento, y seguir despacio a lo largo de la costa, hasta el amanecer. Después se fue en busca de su casto lecho. El primer oficial estaba sobre cubierta dejando que los chubascos le lavasen la cara a conciencia. Wilmot lo relevó a medianoche. La Fa milia Apse, como usted ha dicho, tenía una caseta a popa...

–Una cosa grande, fea, blanca, que se desta caba... –murmuró tristemente Jermyn, mirando al fuego.
–Así era; servía, a la vez, de vestíbulo para la bajada a la cámara y de cuarto de derrota. La lluvia azotaba a ráfagas al adormilado Wil mot. La nave avanzaba entonces, calmosamente, hacia el sur, ceñida al viento, con la costa a unas tres millas a barlovento. No había nada que re quiriese especial vigilancia en aquella parte del golfo, y Wilmot fue a guarecerse de los chubas cos al socaire de la caseta, cuya puerta, por aquel lado estaba abierta. La noche era negra como un barril de alquitrán. Y fue entonces cuando oyó una voz queda de mujer que le hablaba.

«Aquella endiablada muchacha, de los ojos verdes, de los Pamphilius, había acostado a los pequeños hacía ya largo rato, por supuesto; pero, al parecer, ella no podía conciliar el sueño. Oyó repicar las ocho campanadas, y al primer oficial bajar a acostarse. Esperó un rato, se puso la bata, cruzó de puntillas el desierto salón, y subió las escaleras del cuarto de derrota. Allí se sentó en un sofá, junto a la puerta abierta, su pongo que para refrescarse. Me figuro que cuando ella le habló en voz baja fue como si alguien hubiera encendido de pronto un fósforo dentro del cerebro de aquel mozo. No sé cómo habían llegado a amartelarse hasta aquel punto. Creo que ya se habían habla do antes en tierra. No pude ponerlo en claro, porque, al contarme Wilmot la historia, interca laba entre cada dos palabras, una ristra de blas femias. Me encontré con él en el muelle de Sid ney, y llevaba un delantal, hecho de sacos, que le subía hasta la barbilla, y una gran tralla en la mano. Estaba de carretero, y muy contento de tener algo que hacer y no morirse de hambre. Tan bajo había caído. Allí estaba él, pues, con la cabeza dentro de la caseta y, probablemente, reclinado sobre el hombro de la muchacha, ¡el oficial de guardia! El timonel, al prestar declaración después, dijo que había gritado varias veces que la luz de la bitácora se había apagado; a él no le importaba, puesto que las órdenes que había recibido eran de "ceñirse todo lo posible".

»–Me chocó –dijo– que la nave se desviase a sotavento hacia los chubascos, pero yo orzaba cada vez que eso ocurría, y procuraba mantener la ceñida. Era tanta la obscuridad, que no alcan zaba a ver mis propias manos, y el agua me caía a cántaros sobre la cabeza.

»La verdad era que cada ráfaga de viento des viaba un poco la proa hacia tierra, hasta que gradualmente llegó a enderezar la proa a la costa, sin que nadie a bordo reparase en ello. El propio Wilmot confesó que había dejado pasar más de una hora sin acercarse a la brújula. ¡Cómo no iba a confesarlo! Desasió su cuello de los brazos que le suje taban y respondió con otro grito:

»–¿Qué dices?
»–Creo que se oyen rompientes por avante –vociferó el marino.

»Y vino corriendo a popa con los demás de la guardia "en medio del más espantoso diluvio que jamás cayó del cielo", como decía Wilmot. Estaba tan sobrecogido y desconcertado, que du rante unos momentos no podía acordarse en qué parte del golfo estaba la nave. No era un buen oficial, pero era, con todo, un marino. En un se gundo se había adueñado de sí mismo, y las órdenes que había que dar llegaron a sus labios inopinadamente. Fueron las de orzar y enfilar la gavia y la sobremesana con el viento para que, cogiéndolas al través, no hicieran fuerza sobre ellas. Así se hizo, y parece que esas velas dejaron de trabajar. No podía verlas; pero las sentía flamear y dar aletazos sobre su cabeza. ¡Todo inútil! Era demasiado lenta para obedecer –de cía Wilmot, con la cara sucia, contraída, y la tralla de carrero temblando en su mano–. Pa recía que estaba clavada. Y entonces el aleteo de la lona, allá en lo alto, cesó; en aquel instante crítico, una ráfaga de viento desvió aún más la nave, llenó las velas y la lanzó con ímpetu sobre las rocas a sotavento. En aquella su última ju garreta la fiera había ido demasiado lejos. Había llegado su hora: el momento, el hombre, la ne grura de la noche, la ráfaga traicionera..., la mujer predestinada para acabar con ella. No me recía otra cosa. Son extraños designios de la Providencia. Hay una especie de justicia poética.

»El primer arrecife sobre el que pasó, le des gajó toda la falsa quilla... ¡rrrip...! El capitán, al precipitarse fuera de su camarote, encontró a una mujer enloquecida, con una bata de franela encarnada, que daba vueltas y vueltas al salón, chillando como una cacatúa. El golpe siguiente la arrojó debajo de la mesa. Arrancó el codaste y se llevó el timón, y entonces la bestia se fue contra la costa rocosa, destrozándose el fondo, hasta que se paró en seco, y el trinquete se des plomó sobre la proa como una pasarela.

–¿Hubo víctimas? –pregunté.
–Ninguna, a no ser aquel diablo de Wilmot –contestó el señor, a quien miss Blanck no había visto nunca, buscando su gorra con la mirada–. Y su desgracia fue mayor que si se hubiese aho gado. Todo el mundo llegó a tierra sano y salvo. El temporal no vino hasta el día siguiente, soplando del Oeste, y deshizo a aquella bestia con una rapidez sorprendente. Fue como si tuviese podridas las entrañas... –cambió de tono–. Ya no llueve. Tengo que recoger la bicicleta y correr a casa para cenar. Vivo en Herne Bay, salí esta mañana a dar un paseo.
Me saludó con un ademán amistoso y se fue jactanciosamente.
–¿Le conoce usted, Jermyn? –pregunté.

El práctico del Mar del Norte sacudió la ca beza negativamente.
–¡Perder un barco de una manera tan tonta! ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! –murmuró con lúgubre tono, extendiendo otra vez su pañuelo húmedo, como una cortina, ante los carbones encendidos.
Al marcharse intercambié una mirada y una sonrisa –estrictamente correcta– con la respetable miss Blanck, camarera de Las Tres Cornejas.


La caída de Babbulkund. Lord Dunsany (1878-1957)

Dije:

-Me pondré de pie y veré Babbulkund, Ciudad de Maravillas. Su edad es la edad de la tierra; las estrellas son sus hermanas. Los Faraones antiguos, al llegar a la conquista de Arabia, la observaron: una montaña solitaria en el desierto, y la tallaron dando nacimiento a torres y terrazas. Destruyeron una de las colinas de Dios, pero crearon a Babbulkund. Fue tallada, no edificada; sus palacios se aprietan en sus terrazas, no tiene articulación ni juntura. La suya es la belleza de la juventud de la tierra. Se la cree el centro de la tierra y tiene cuatro portales que dan a las naciones. Frente al portal oriental se levanta un dios colosal de roca. Su rostro se ruboriza a la luz de la aurora. Cuando el sol de la mañana calienta sus labios, éstos se abren un tanto y emiten las palabras:

Oon, Oom.

La lengua en que habla ha muerto hace mucho y todos los que lo veneraron están sepultados. Nadie sabe lo que significan las palabras que emite al alba. Algunos dicen que saluda al sol como un dios saluda a otro en su lengua, otros dicen que proclama al día y otros, en fin, que emite una advertencia. Y ante cada portal hay una maravilla increíble en tanto no haya sido contemplada.

Y reuní a tres amigos y les dije:

-Somos los que hemos visto y aprendido. Viajemos ahora y veamos Babbulkund para que nuestras mantas florezcan en su contemplación y nuestro espíritu gane en santidad.

De modo que nos embarcamos y viajamos sobre el mar curvo, y nada recordamos de las cosas hechas en las ciudades conocidas. Apartamos nuestros pensamientos de ellas y soñamos con Babbulkund.

Pero cuando llegamos a la tierra, de la que Babbulkund es constante gloria, contratamos a una caravana de camellos y guías árabes y nos dirigimos hacia el Sur, en la tarde, emprendiendo un viaje de tres jornadas a través del desierto que debía llevarnos a los blancos muros de Babbulkund. Y el color del sol descendía sobre nosotros desde el brillante cielo gris, y el color del desierto nos golpeaba desde abajo.

Al ponerse el sol hicimos descansamos, mientras los árabes descargaron las provisiones y prepararon una fogata con malezas secas, porque al ponerse el sol, el color del desierto huye súbitamente, como un pájaro. Entonces vimos a un viajero venido del Sur que se nos acercaba montado en un camello. Cuando le tuvimos cerca, le dijimos:

-Ven y descansa entre nosotros, porque en el desierto todos los hombres son hermanos y te daremos carne para que comas y vino o, si tu fe te obliga a ello, te daremos alguna otra bebida que tu profeta no haya maldecido.

El viajero se sentó junto a nosotros en la arena, se cruzó de piernas y respondió:

-Escuchad y os hablaré de Babbulkund, Ciudad de Maravilla. Babbulkund se levanta justo por debajo del encuentro de los ríos, donde Oonrana, Río del Mito, fluye hacia las Aguas de la Fábula, la vieja corriente de Plegáthanees. Juntos, penetran por el portal septentrional llenos de gracia. Desde antaño fluyen en la oscuridad a través de la Colina que Nehemoth, el primero de los Faraones, talló convirtiéndola en la Ciudad de Maravilla. Yermos y desolados fluyen desde lejos a través del desierto, cada cual en su propio lecho, sin vida en ninguna de sus orillas, pero dan nacimiento en Babbulkund al sagrado jardín púrpura del que todas las naciones cantan. Allí se dirigen todas las abejas en peregrinación al caer la tarde por un camino secreto del aire. En una ocasión, desde su reino de luz crepuscular que rige junto con el sol, la luna vio a Babbulkund y la amó, vestida con su jardín de púrpura, y la luna la cortejó, pero fue desdeñada y se alejó llorando, porque más hermosa es Babbulkund que sus hermanas las estrellas. Sus hermanas la visitan por la noche en su cámara de doncella. Aun los dioses hablan a voces de Babbulkund, vestida con su jardín púrpura. Escuchad, porque percibo por vuestros ojos que no habéis visto a Babbulkund; hay inquietud en ellos y un interrogante insatisfecho. Escuchad. En el jardín del que os hablo hay un lago que no tiene par ni prójimo entre todos los lagos. Sus orillas son de cristal y de cristal su fondo. En él hay grandes peces cuyas escamas son de oro y escarlata, que lo recorren. Es costumbre del octogésimo segundo Nehemoth (que es el que hay gobierna la ciudad) ir allí después de caída la tarde, y sentarse solo junto al lago; y a esa hora, ochocientos esclavos descienden los peldaños subterráneos de las cavernas que desembocan en las bóvedas levantadas bajo el lago. Cuatrocientos de ellos, con luces púrpuras, marchan uno detrás del otro, desde el Este al Oeste, y cuatrocientos, con luces verdes, marchan uno detrás del otro desde el Oeste al Este. Las dos filas se cruzan y vuelven a cruzarse entre sí mientras los esclavos andan en ronda y los peces atemorizados nadan de un lugar a otro.

Pero sobre el viajero que hablaba descendió la noche, solemne y fría, y nos envolvimos en nuestras mantas y yacimos sobre la arena. Toda esa noche el desierto pronunció muchas cosas, quedamente y en un susurro, pero yo no supe entender lo que decía. Sólo la arena lo supo y se levantó y fue perturbada y volvió a descender, y el viento lo supo. Luego, así que iban transcurriendo las horas de la noche, estos dos descubrieron las huellas de los pies con que habíamos hollado el sagrado recinto y se afanaron sobre ellas y las cubrieron; y luego el viento amainó y la arena descansó. Después volvió a levantarse el viento y la arena bailó. Esto lo hicieron muchas veces. Y mientras tanto el desierto no dejó de musitar cosas que yo no entendía.

Me dormí por un tiempo y desperté antes de amanecer. De pronto, el sol saltó y llameó sobre nuestras cabezas; todos arrojamos las mantas a un lado y nos pusimos en pie. Comimos y nos pusimos en marcha hacia el Sur, y al culminar el calor del día, descansamos y luego volvimos a andar. Y durante todo el tiempo el desierto permaneció el mismo, como un sueño que no cesa de perturbar a un durmiente fatigado.

Y a menudo se nos cruzaban viajeros en el desierto, que venían de la Ciudad de Maravilla, y había luz de gloria en sus ojos por haber visto a Babbulkund. Esa tarde, al ponerse el sol, se nos acercó otro viajero y lo saludamos diciendo:

¿Comerás y beberás con nosotros ya que todos los hombres somos hermanos en el desierto?

Y él descendió de su camello, se sentó a nuestro lado y dijo:

-Cuando la mañana brilla sobre el coloso Neb y Neb habla, en seguida los músicos del Rey Nehemoth despiertan en Babbulkund.

En un principio sus dedos vagan sobre las arpas de oro o acarician sus violines. Más y más clara la nota de cada instrumento va ascendiendo como las alondras del rocío, hasta que pronto todas se unen y nace una nueva melodía. Así, todas las mañanas, los músicos del Rey Nehemoth crean una nueva maravilla en la Ciudad de Maravilla; porque no son éstos músicos corrientes, sino maestros de la melodía, capturados en conquistas desde mucho tiempo atrás y llevados en barcos de las Islas de la Canción. Y con el sonido de la música Nehemoth despierta en la cámara oriental de su palacio, que está tallado en la forma de una enorme media luna de cuatro millas de largo, en el extremo septentrional de la ciudad. Pleno se levanta el sol ante las ventanas de la cámara oriental, y pleno ante las ventanas de su cámara occidental el sol se pone.

Cuando Nehemoth se despierta, convoca a sus esclavos que traen una litera con campanillas en la que entra el Rey después de haberse vestido ligeramente. Entonces los esclavos se echan a correr llevándolo a la Cámara del Baño, hecha de ónix, y las campanillas suenan a su paso. Y cuando Nehemoth sale de allí, bañado y ungido, los esclavos vuelven a correr con la litera sonora y lo llevan a la Cámara Oriental de Banquetes, donde el Rey toma la primera comida del día. De allí, por el gran pasillo blanco cuyas ventanas dan todas al sol, Nehemoth va en su litera a la Cámara de Audiencias de las Embajadas del Norte, del todo llena de artículos septentrionales.

Por todas partes hay ornamentos de ámbar y cálices tallados de oscuro cristal y sobre los suelos se extienden pieles de las costas del Báltico.

En las cámaras laterales se almacenan los víveres que acostumbran tomar los duros hombres norteños y el fuerte vino del Norte, pálido pero terrible. Allí recibe el Rey a los príncipes bárbaros de las tierras frías. De allí los esclavos lo llevan velozmente a la Cámara de Audiencias de las Embajadas del Oriente, donde las paredes son de turquesa y hay en ellas incrustados rubíes de Ceilán, donde los dioses son los dioses del Oriente, donde todas las colgaduras fueron pergeñadas en el espléndido corazón de la India. Allí, si se da el caso que una caravana haya venido de la India o de Catay, es costumbre del Rey conversar un rato con los mongoles o los mandarines, porque del Oriente llegan las artes y el comercio del mundo, y la conversación de su gente es culta. De ese modo Nehemoth recorre las otras Cámaras de Audiencia y recibe, quizás, a algunos jeques del pueblo árabe que hayan cruzado el gran desierto desde el Occidente, o recibe una embajada que le haya enviado en su homenaje el tímido pueblo de las junglas del Sur. Y todo el tiempo los esclavos con la litera sonora corren hacia el Occidente, en pos del sol, y siempre el sol da directamente sobre la cámara en que se encuentra Nehemoth, y todo el tiempo a los oídos del Rey llegan tintineantes las notas de una u otra de sus bandas de músicos. Pero cuando la mitad del día se acerca, los esclavos corren hacia los frescos bosquecillos que se extienden junto a las galerías de la parte septentrional del palacio abandonando el sol, y cuando el calor se sobrepone al genio de los músicos, éstos, uno por uno, dejan que sus manos caigan de sus instrumentos hasta cesar la última nota de la melodía. En este momento Nehemoth se duerme y los esclavos dejan la litera en tierra y se tienden a su lado. A esta hora la ciudad se vuelve perfectamente silenciosa, y el palacio de Nehemoth y las tumbas de los Faraones de antaño dan cara al sol iguales en silencio. Aun los joyeros del mercado, que venden gemas a los príncipes, cesan el regateo y el canto; porque en Babbulkund el vendedor de rubíes canta el canto del rubí, y el vendedor de zafiros entona el canto del zafiro, y cada piedra tiene su canción, de modo que d comerciante, con su canto, da a conocer lo que vende.

Pero todos estos sonidos cesan al mediodía, los joyeros del mercado yacen en la sombra y los príncipes vuelven al fresco de sus palacios y un gran silencio cuelga en el aire resplandeciente sobre Babbulkund. Pero en el fresco de la tarde, uno de los músicos del Rey despierta abandonando el sueño en que veía a su tierra natal y pasó los dedos por su arpa y puede que con la música evoque algún recuerdo del viento de los valles de las montañas que se elevan en las Islas de la Canción. Entonces el músico arranca grandes gritos del alma del arpa por causa del viejo recuerdo y sus compañeros despiertan y hacen todos un canto consagrado a la tierra natal, tejido con lo que se decía en el puerto cuando los barcos llegaban y con los cuentos que se contaban en las cabañas sobre las gentes de antaño. Una por una las otras bandas de músicos se unen a la canción de Babbulkund, Ciudad de Maravilla. En este momento Nehemoth se despierta, los esclavos se ponen en pie de un salto y llevan la litera fuera del gran palacio en forma de medialuna, entre el Sur y el Oeste, para que vuelva a contemplarse el sol. La litera, con sus campanillas sonoras, gira una vez más; las voces de los joyeros vuelven a entonar en el mercado la canción de la esmeralda y la del zafiro; los hombres conversan en los techos, los mendigos gimen en las calles, los músicos se afanan en su tarea, todos los sonidos se mezclan para formar un murmullo, la voz de Babbulkund que había en la tarde. Cada vez más desciende el sol, hasta que Nehemoth, a su zaga, llega con esclavos jadeantes al gran jardín púrpura el que seguramente vuestro propio país le ha consagrado canciones, no importa de dónde vengáis.

Allí baja de la litera y asciende al trono de marfil situado en medio del jardín de cara al Occidente, y se queda sentado solo, contemplando largo tiempo la luz del sol hasta que ésta desaparece por completo. A esta hora la pesadumbre invade el rostro de Nehemoth. Hay quien lo ha oído musitar al ponerse el sol:

-Aun yo, aun yo también.

De ese modo el Rey Nehemoth y el sol contemplan su glorioso circuito en torno a Babbulkund. Más tarde, cuando las estrellas salen a envidiar la belleza de la Ciudad de Maravilla, el Rey se dirige a otra parte del jardín y se sienta en una alcoba de ópalo, solo, a la margen del lago sagrado. Este es el lago de orillas y fondo de cristal, iluminado desde abajo por esclavos que portan luces púrpuras y verdes entremezcladas, y es una de las siete maravillas de Babbulkund. Tres de las maravillas se encuentran en medio de la ciudad y cuatro en sus portales. Hay el lago, del cual os hablo, y hay el jardín púrpura del cual os hablé, y que es una maravilla aun para las estrellas, y hay Ong Zwarba de la cual os hablaré también. Y las maravillas de los portales son éstas. En el portal oriental, Neb. Y en el portal septentrional, la maravilla del río y los arcos, porque el Río del Mito que se aúna con las Aguas de la Fábula en el desierto fuera de la ciudad, fluye bajo un puente de oro puro, regocijado, y bajo múltiples arcos fantásticamente tallados que forman una unidad con cada una de las orillas. La maravilla del portal occidental es la maravilla de Annolith y el perro Voth. Annolith se levanta fuera del portal occidental de cara a la ciudad. Es más alto que cualquiera de las torres o los palacios, porque su cabeza se talló de la cumbre de la vieja colina; tiene dos ojos de zafiro con los que contempla Babbulkund, y lo asombroso de los ojos es que se encuentran hoy en las mismas órbitas donde brillaban cuando comenzó el mundo, sólo el mármol que los cubría se eliminó con la talla para dar paso a la luz del día y a la envidia de las estrellas. Más grande que un león es el perro Voth que está junto a él; cada uno de sus pelos se talló sobre el lomo de Voth; los pelos de su cuello están erectos en actitud guerrera y sus dientes están desnudados. Todos los Nehemoth han venerado al dios Annolith, pero todos sus pueblos le rezaron al perro Voth, porque según la ley de la tierra, sólo un Nehemoth puede venerar al dios Annolith. La maravilla del portal austral es la maravilla de la jungla porque ésta llega con todo su salvaje mar intransitado de oscuridad y árboles y tigres y orquídeas que aspiran al sol, y penetran por un portal de mármol a la ciudad y allí en medio de ella, se ensancha y abarca un espacio de muchas millas de extensión. Además, es más vieja que la Ciudad de Maravilla, pues desde hacía mucho moraba en uno de los valles de la montaña que Nehemoth, primero de los Faraones, convirtió con su talla en Babbulkund.

Ahora bien, la alcoba de ópalo en la que el Rey se reclina al atardecer junto al lago, se encuentra en el borde de la jungla y las orquídeas trepadoras hace ya tiempo que se han deslizado dentro de ella por sus grietas, seducidas por las luces del lago, y ahora florecen allí exultantes. Cerca de esta alcoba se encuentran los serrallos de Nehemoth.

El Rey tiene cuatro serrallos: uno para las vigorosas mujeres de las montañas del Norte, otro para las oscuras y furtivas mujeres de la jungla, un tercero para las mujeres del desierto, que tienen almas errantes y languidecen en Babbulkund, y un cuarto para las princesas de su propia casta, cuyas mejillas pardas se ruborizan con la sangre de los antiguos Faraones y que se regocijan con Babbulkund en su sobrecogedora belleza y que nada saben del desierto ni de la jungla ni de las lúgubres colinas del Norte. Sin adornos y vestidas del modo más sencillo van las de la raza de Nehemoth, porque saben que a él lo fatiga la pompa. Sin adornos, salvo una, la Princesa Linderith, que lleva la Ong Zwarba y las tres gemas menores del mar. Una piedra tal es Ong Zwarba que no hay la que se le asemeje en el turbante de Nehemoth ni en todos los santuarios del mar. El mismo dios que hizo a Linderith, hizo mucho tiempo atrás a Ong Zwarba; ella y Ong Zwarba resplandecen con una única luz y junto a esta maravillosa piedra brillan las otras tres menores del mar.

Ahora bien, cuando el Rey se aposenta en su alcoba de ópalo junto al lago sagrado con las orquídeas que florecen alrededor de él, todos los sonidos se acallan. El sonido de los pesos de los fatigados esclavos que giran una y otra vez jamás llega a la superficie. Los músicos hace ya mucho que duermen y sus manos han caído mudas sobre sus instrumentos y las voces de la ciudad se han sumido en el silencio. Quizás el suspiro de una de las mujeres del desierto se ha convertido a medias en una canción, o en una cálida noche de verano alguna de las mujeres de las colinas musita un canto con mención de la nieve; toda la noche en medio del jardín púrpura canta un ruiseñor; todo el resto está acallado; las estrellas que contemplan Babbulkund se elevan y se ponen, la fría luna desdichada se traslada solitaria entre ellas, la noche se desgasta; por fin la oscura figura de Nehemoth, el octogésimo segundo de su linaje, se pone en pie y se retira furtivo.

El viajero dejó de hablar. Durante largo tiempo las claras estrellas, hermanas de Babbulkund, brillaron sobre él mientras hablaba, el viento del desierto había soplado y le había susurrado algo a la arena y la arena venía trasladándose en secreto de un lado a otro desde hacía ya rato; ninguno de nosotros se había movido, ninguno se había quedado dormido, no tanto por el asombro que nos produjera su relato, sino por pensar que en el término de dos días nosotros mismos veríamos esa asombrosa ciudad. Luego nos envolvimos en nuestras mantas y yacimos con los pies tendidos hacia nuestra fogata e instantáneamente nos quedamos dormidos, y en nuestro sueño multiplicamos la fama de la Ciudad de Maravilla.

El sol se elevó y llameó sobre nuestra cara y todo el desierto refulgió. Entonces nos pusimos de pie y preparamos el alimento de la mañana y, cuando hubimos comido, el viajero partió. Y encomendamos su alma al dios de la tierra a la que se dirigía, de la tierra de su hogar en él Norte, y él encomendó nuestras almas al dios del pueblo de donde nosotros habíamos venido. Luego se nos unió un viajero que se trasladaba a pie; vestía una capa parda que estaba hecha de jirones y parecía haber venido andando toda la noche; caminaba de prisa pero parecía cansado, de modo que le ofrecimos alimento y bebida, de la que participó agradecido. Cuando le preguntamos a dónde se dirigía, respondió:

-A Babbulkund.

Le ofrecimos entonces un camello sobre el que pudiera cabalgar, pues, le dijimos:

-También nosotros vamos a Babbulkund.

Pero él dio una extraña respuesta:

-No, adelantaos a mí, pues es algo lamentable no haber visto nunca a Babbulkund habiendo vivido mientras todavía se mantenía erguida. Adelantaos a mí y contempladla y luego huid de inmediato y volved hacia el Norte.

Entonces, aunque no le comprendimos, lo dejamos, pues se mostró muy insistente, y seguimos nuestro viaje hacia el Sur por el desierto. Llegamos a un oasis que se encontraba junto a un pozo donde podíamos dar agua a los altivos camellos, volver a llenar nuestras cantimploras y apaciguar nuestros ojos con la visión del verdor y demorarnos muchas horas a la sombra. Algunos de los hombres durmieron, pero de entre los que permanecieron despiertos, cada uno entonó quedo la canción de su propio país en la que se hablaba de Babbulkund. Cuando la tarde estaba ya avanzada, viajamos un corto trecho hacia el Sur y seguimos adelante por el fresco crepúsculo, hasta que el sol se paso; entonces acampamos, y cuando nos sentamos, el hombre vestido de jirones nos alcanzó, pues había viajado durante todo el día, y volvimos a darle alimento y bebida y en el crepúsculo habló diciendo:

-Yo soy siervo del Señor, el Dios de mi pueblo y voy a ejecutar su obra en Babbulkund. Es la ciudad más bella del mundo; no hubo otra como ella, aun las estrellas tienen envidia de su belleza. Es toda blanca; sin embargo, estrías rosadas atraviesan sus calles y sus casas, como las llamas en la mente blanca de un escultor, como el deseo en el Paraíso. Hace mucho que fue tallada en una colina sagrada; no fueron esclavos los que la esculpieron, sino artistas afanados en un trabajo amado. No siguieron el modelo de las casas de los hombres, sino que cada cual forjó lo que sus ojos interiores habían visto y talló en mármol la visión de sus sueños. Sobre el techo de una cámara del palacio, leones alados vuelan como murciélagos; el tamaño de cada león es el tamaño de los leones de Dios y las alas son más grandes que la de cualquier criatura alada nunca nacida; se apilan uno sobre otro más abundantes que lo que un hombre puede enumerar; están todos tallados con el mismo bloque de mármol, la cámara misma se vació en él, y se mantienen en lo alto sobre las ramas talladas de un bosquecillo de helechos gigantes trabajados por la mano de algún albañil de la jungla que los amaba. Sobre el Río del Mito, que se aúna con las Aguas de la Fábula, se tienden puentes trabajados como el árbol de la glicina y como el lánguido laburno y mil otras maravillosas invenciones, deseo del alma de albañiles ya muertos desde hace mucho. ¡Oh! muy hermosa es la blanca Babbulkund, muy hermosa es, pero orgullosa; y el Señor, Dios de mi pueblo, la ha contemplado en su orgullo y, al contemplarla, vio que las oraciones de Nehemoth ascendían a la abominación Annolith; y que todo el pueblo seguía a Voth. Es muy bella Babbulkund; ¡ay! que no pueda yo bendecirla. Podría vivir por siempre en una de sus terrazas interiores contemplando la misteriosa jungla que se extiende en medio de ella y las orquídeas vueltas al cielo que suben de la oscuridad para mirar al sol. Podría amar a Babbulkund con un amor muy grande, pero soy siervo del Señor, Dios de mi pueblo, y el Rey ha pecado en la veneración de la abominación Annolith, y el pueblo se regocija extremadamente en Voth. Ay de ti, Babbulkund, ay que no pueda volverme de espaldas, porque mañana debo profetizar contra ti y clamar contra ti, Babbulkund. Pero vosotros, viajeros, que me habéis tratado con hospitalidad, poneos en pie y seguid con vuestros camellos, pues yo no puedo demorarme más y debo ir a ejecutar sobre Babbulkund la obra del Señor, Dios de mi pueblo. Id y contemplad la belleza de Babbulkund antes de que yo clame contra ella, y luego huid velozmente hacia el Norte.

El fragmento de un rescoldo encendido cayó en la fogata de nuestro campamento y arrojó a los ojos del hombre vestido de jirones una extraña luz. Se puso en pie de inmediato y su capa de harapos giró con él como un ala inmensa; no dijo ya nada más; sino que se volvió y se alejó a grandes zancadas hacia el Sur perdiéndose en la oscuridad, en dirección a Babbulkund. Entonces el silencio cayó sobre nuestro campamento, y se elevó el olor del tabaco de esas tierras. Cuando la última llama se hubo extinguido en nuestra fogata, me quedé dormido, pero agitados sueños de condenación perturbaron mi descanso.

Llegó la mañana y nuestros guías nos dijeron que llegaríamos a la ciudad antes de la caída de la noche. Una vez más avanzamos hacia el Sur a través del imperturbable desierto; nos encontramos con algún ocasional viajero que venía de Babbulkund, con la belleza de sus maravillas que por recién contemplada daba luz todavía a sus ojos. Cuando cerca de la mitad del día acampamos, vimos a mucho gente a pie que venía hacia nosotros corriendo desde el Sur. Cuando estuvieron cerca, los saludamos diciendo:

-¿Qué es de Babbulkund?

Respondieron:

—No somos de la raza del pueblo de Babbulkund, sino que fuimos capturados en nuestra juventud y llevados de las colinas del Norte. Ahora todos hemos visto en visiones de silencio al Señor, el Dios de nuestro pueblo, que nos llama desde sus colinas y, por tanto, todos huimos hacia el Norte. Pero en Babbulkund las noches del Rey Nehemoth fueron perturbadas por terribles sueños de condenación, y nadie es capaz de interpretar lo que conllevan. Ahora bien, este es el primer sueño que soñó el Rey Nehemoth la primera noche. Vio trasladarse por el aire inmóvil un pájaro enteramente negro y por debajo del batir de sus alas, Babbulkund se enlobreguecía y se oscurecía; y después de él vino un pájaro enteramente blanco y por debajo del batir de sus alas Babbulkund resplandecía y otros cuatro pájaros más se aproximaron volando alternativamente negros y blancos. Y cuando los pájaros negros pasaban, Babbulkund se oscurecía, y cuando aparecían los blancos, las calles y las casas resplandecían. Pero después del sexto pájaro ninguno más vino, y Babbulkund se desvaneció del lugar donde había estado, y los ríos Oonrana y Plegáthanees se dolían solitarios. A la mañana siguiente todos los profetas del Rey se reunieron delante de sus abominaciones y las interrogaron acerca del sueño, pero las abominaciones nada dijeron. Pero cuando la segunda noche descendió de los salones de Dios, adornada de múltiples estrellas, el Rey Nehemoth volvió a soñar; y en el sueño el Rey Nehemoth vio tan sólo cuatro pájaros blancos y negros alternativamente, como antes. Y Babbulkund se oscureció otra vez cuando los negros pasaron y resplandeció al aparecer los blancos; después del cuarto ya no vine ninguno otro y Babbulkund se desvaneció quedando sólo el desierto sin memoria y los ríos de la montaña.

Las abominaciones siguieron silenciosas y nadie supo interpretar el sueño. Y cuando la tercera noche vino de los salones divinos de su morada adornada como sus hermanas, volvió a soñar el Rey Nehemoth. Y vio un pájaro negro pasar nuevamente bajo el cual Babbulkund se oscureció, y luego uno blanco y Babbulkund desapareció. Y apareció el día dorado dispersando los sueños y las abominaciones siguieron guardando silencio, y los profetas del Rey no dieron respuesta al presagio velado del sueño. Sólo un profeta hablo ante el Rey diciendo:

-Los pájaros oscuros, oh, Rey, son las noches, y los pájaros blancos son los días...

Esto el Rey ya se lo temía, y se levantó e hirió con la espada al profeta, cuya alma salió clamando y no tuvo ya nada que ver con noches ni con días.

Fue anoche cuando el Rey soñó su tercer sueño, y esto mañana huimos de Babbulkund. Un calor inmenso se abate sobre ella y las orquídeas de la jungla dejaron caer sus cabezas. Toda la noche las mujeres del Norte han llorado en sus colinas. El temor ha ganado la ciudad y un presagio ominoso. Dos veces ha ido Nehemoth a venerar a Annolith y todo el pueblo se ha postrado ante Voth. Tres veces los adivinos consultaron al gran globo de cristal donde se prevé todo acontecimiento por venir y tres veces el globo se vio opaco. Sí, aunque una cuarta vez lo consultaron, no se reveló visión alguna; y la voz del pueblo se acalló en Babbulkund.

Los viajeros no demoraron en volver a ponerse en camino hacia el norte dejándonos perplejos. Mientras dominó el calor del día reposamos lo mejor que pudimos, pero el aire estaba inmóvil y bochornoso y los camellos intranquilos. Los árabes dijeron que eso era un presagio de tormenta en el desierto y que un gran viento se levantaría preñado de arena. De modo que a la tarde nos pusimos en pie y viajamos de prisa en la esperanza de encontrar un refugio antes de que estallara la tormenta. Y el aire ardía en la quietud reinante entre el desierto inflamado y el cielo enceguecedor.

De pronto se levantó un viento del Sur, que soplaba desde Babbulkund y la arena ascendió y asumió formas susurrantes. Y el viento sopló violentamente y gimió y centenares de figuras de arena se levantaban como torres y se oyeron gritos y el sonido de una retirada. Pronto el viento se calmó y los gritos se silenciaron y el pánico cesó en las arenas arrastradas. Y cuando amainó la tormenta y el aire refrescó, el terrible bochorno y el presagio llegaron a su fin y los camellos se apaciguaron. Y los árabes dijeron que la tormenta anunciada se había desencadenado y pasado como de antiguo Dios lo había querido.

El sol se puso y llegó el crepúsculo vespertino y nos acercamos al lugar de la afluencia del Oonrana y el Plegáthanees, pero en la oscuridad no nos fue posible discernir a Babbulkund. Nos apresuramos para llegar a la ciudad antes de la caída de la noche y llegamos a la afluencia del Río del Mito y las Aguas de la Fábula, pero tampoco entonces vimos Babbulkund alguna. Alrededor de nosotros se extendía la arena y las rocas del desierto inmutable, salvo hacia el Sur donde se levantaba la jungla con sus orquídeas vueltas de cara al cielo Nos dimos cuenta entonces de que habíamos llegado demasiado tarde y que la condenación le había llegado a Babbulkund; y junto al río en el desierto vacío estaba el hombre vestido de jirones sentado en la arena; se ocultaba la cara con las manos llorando amargamente.


Así pereció en la hora de su iniquidad, ante Annolith, a los dos mil treinta y dos años de su existencia, a los seis mil cincuenta años de la construcción del Mundo, Babbulkund, ciudad de Maravilla, llamada por los que la odiaban, Ciudad del Perro, pero de continuo llorada en Arabia y la India y en lo profundo de la jungla y el desierto; no dejó monumento en piedra en muestra de haber sido, pero es recordada con duradero amor, a pesar de la cólera de Dios, por todos los que conocieron su belleza, de la cual todavía cantan.


La cabeza del distrito. Rudyard Kipling (1865-1936)

Hay un condenado más dentro, en la cárcel central, detrás del muro de adobe; y en la zona de frontera el ladrón es uno menos: y así la paz de la Reina, mis muy queridos amigos, sobre las cosas impera, y así la paz de la Reina sobre las cosas impera. Sobrellevamos la culpa y la vergüenza del jefe, pues quitamos nuestra mano de la tierra sometida y así la paz de la Reina mis muy queridos amigos, sobre las cosas impera.
El mandato de Shindand I 

El Indo había crecido sin previo aviso. La noche anterior era un bajo que se podía vadear; a la siguiente, cinco millas de agua turbia y airada separaban una orilla firme de otra que se deshacía, y el río seguía creciendo bajo la luna. Una litera llevada por seis hombres barbudos, todos poco habituados a esa faena, se detuvo sobre la arena blanca que dibujaba una planicie más blanca aún.
–Es la voluntad de Dios –dijeron–. No nos atreveríamos a cruzar esta noche ni siquiera en una barca. Encendamos el fuego y preparemos la comida. Somos hombres cansados.
Miraron hacia la litera, inquisitivos. Dentro, yacía el delegado del gobierno del distrito de Kot –Kumhar–sen, moribundo de fiebre. Le habían llevado a campo traviesa seis guerreros de un clan fronterizo, que él se había ganado por el camino de una rectitud moderada, cuando se desmoronó al pie de aquellas montañas poco hospitalarias. Y Tallantire, su asistente, cabalgaba con ellos, con el corazón tan pesado como pesados estaban sus ojos por la pena y la falta de sueño. Había servido al enfermo durante tres años y había aprendido a amarle como aprenden a amar –o a odiar– los hombres unidos en la maraña de las tareas duras. Desmontó para separar las cortinas de la litera y echar una mirada dentro.

–Orde... Orde, amigo, ¿me oyes? Tenemos que esperar hasta que baje el río, mala suerte.
–Te oigo –respondió un murmullo seco–. Esperar hasta que baje el río. Pensaba que podríamos llegar al campamento antes del amanecer. Polly lo sabe, vendrá a buscarme.
Uno de los portadores miraba hacia el otro lado del río y advirtió el débil titilar de una luz muy lejana. Susurró a Tallantire:
–Allí están las luces de su campamento, y su mujer. Cruzarán por la mañana, tienen buenas barcas. ¿Vivirá hasta entonces? Tallantire negó con la cabeza. Yardley –Orde estaba a las puertas de la muerte. ¿Para qué atormentar su alma con esperanzas de un encuentro que no se podría producir? El río se tragaba las orillas, demolía las crestas de arena y gruñía, hambriento aún. Los porteadores buscaron algún combustible en las tierras baldías: espinos secos y restos de los campamentos que se habían establecido junto al cauce. Sus espadas sonaban mientras ellos se movían con suavidad en medio de la bruma de la luz lunar y el caballo de Tallantire tosió para explicar que le hubiese apetecido tener una manta.
-También yo tengo frío –dijo la voz desde la litera–. Creo que esto es el fin. ¡Pobre Polly!
Tallantire le acomodó las mantas; Khoda Dad Khan, al ver eso, se quitó su pesado abrigo de piel de borrego y lo echó sobre la pila.
–Me calentaré junto al fuego –dijo. Entonces Tallantire tomó entre sus brazos el cuerpo enflaquecido de su jefe y lo estrechó contra su pecho. Tal vez, si pudiera mantenerlo bien abrigado, Orde viviría para volver a ver a su mujer. ¡Si la ciega Providencia hiciera que el río bajase tres pies!
–Así me encuentro mejor –dijo Orde con voz débil–. Siento ser una molestia, pero hay... ¿hay algo para beber?
Le dieron leche con whisky y Tallantire sintió cierta tibieza contra su pecho. Orde comenzó a susurrar algo.
–No me importa morir –dijo–. Me apena dejar a Polly y el distrito. Gracias a Dios no tenemos niños. Dick, tú sabes que estoy hundido, terriblemente hundido, por las deudas de mis primeros cinco años de servicio. La pensión no es alta, pero bastará para ella. Tiene a su madre en Inglaterra. Lo difícil será llegar hasta allá. Y.., y..., ya sabes, al no ser la mujer de un soldado...
–Le conseguiremos el pasaje, por supuesto dijo Tallantire con calma.
–No es bonito pensar en pasar el sombrero pero, ¡Dios mío!, cuántos hombres yacen aquí y, me acuerdo, tuvieron que hacer lo mismo. Morten está muerto y era de mi edad. Shaughnessy ha muerto y tenía hijos. Recuerdo que solía leernos las cartas que le enviaban desde el colegio: ¡qué pesado nos parecía! Evans ha muerto: ¡Kot Kumharsen lo mató! Ricketts de Myndonie ha muerto yyo también voy a morir. «El hombre nacido de mujer es pequeñas y pocas patatas en las montañas.» Eso me recuerda, Dick, que los cuatro pueblos Khusru Kheyl de nuestra frontera quieren un tercio de la remesa esta primavera. Es justo, las cosechas son malas. Asegúrate de que lo reciban y habla con Ferris acerca del canal. Me gustaría haber vivido para verlo terminado, significa mucho para los pueblos del norte del Indo; pero Ferris es un hombre apático, despiértale. Tú te encargarás del distrito hasta que llegue mi sucesor. Quisiera que te hiciesen un nombramiento permanente. Tú conoces el paño. Sin embargo, me figuro que será Bullows. Es un buen hombre, pero demasiado débil para la labor de la frontera, y no entiende a los sacerdotes. El sacerdote ciego de Jagai tendrá que ser vigilado. Lo verás todo en mis papeles, en la caja del uniforme, creo. Llama a los hombres de Khusru Kheyl, será mi última audiencia pública. ¡Khoda Dad Khan! El jefe de los hombres de un salto se puso junto a la litera, seguido de sus compañeros.

–Hombres, estoy muriendo –dijo Orde con rapidez, en lengua indígena– y pronto dejará de haber un sahib Orde que tire de vuestras colas para que no robéis ganado.
–¡Dios no permita semejante cosa! –exclamó el coro de bajos–. El sahib no morirá.
–Sí que lo hará, y así ha de saber si quien decía la verdad era Mahoma o Moisés. Pero vosotros debéis ser hombres buenos cuando yo ya no esté aquí. Aquellos que viváis en nuestras fronteras tendréis que seguir pagando los impuestos con toda calma, como hasta ahora. Ya he dicho qué pueblos deben ser bien tratados este año. Aquellos que viváis en las montañas no debéis robar ganado, ni quemar pajares, ni prestar oído a la voz de los sacerdotes que, al no conocer la fuerza del Gobierno, podrían llevaros a guerras insensatas, por las que vosotros seguramente moriríais y vuestras cosechas serían comidas por extraños. Tampoco debéis asaltar ninguna caravana y tenéis que dejar vuestras armas en el puesto de policía cuando vengáis, tal como ha sido vuestra costumbre y mi orden. El sahib Tallantire estará con vosotros, pero no sé quién ocupará mi lugar. Os hablo ahora con la verdad, pues ya casi estoy muerto, hijos míos..., porque aunque seáis hombres fuertes sois unos niños.
–Y tú eres nuestro padre y nuestra madre –interrumpió Khoda Dad Khan, tras soltar un juramento–, ¿Qué haremos ahora que ya no habrá nadie que hable por nosotros o que nos enseñe a obrar con sabiduría?
–Está el sahib Tallantire; acudid a él, que conoce vuestra lengua y vuestro corazón. Mantened tranquilos a los jóvenes, escuchad a los ancianos y obedeced. Khoda Dad Khan, toma mi anillo. El reloj y la cadena son para tu hermano. Guarda estas cosas como recuerdo mío y yo hablaré con el Dios que haya de encontrar y le diré que los Khusru Kheyl son buena gente. Tenéis mi venia para marcharos. Khoda Dad Dhan, con el anillo en el dedo, se ahogó en un sollozo audible al escuchar la muy conocida fórmula que ponía fin a una entrevista. Su hermano volvió para mirar hacia la otra margen del río. Rompía el alba y una mancha blanquecina se mostraba en la plata opaca de la corriente.
–Allí viene ella –dijo el hombre en un susurro–. ¿Podrá vivir dos horas más? –y sacó de su cinturón el recién adquirido reloj y miró el cuadrante sin entender, tal como había visto que hacían los ingleses. A lo largo de dos horas la vela hinchada viró, subió y bajó por el río, mientras Tallantire seguí estrechando en sus brazos a Orde y Khoda Dad Khan le frotaba los pies. Volvió a hablar, de cuando en cuando, del distrito y de su mujer pero, a medida que se aproximaba el fin, con mayor frecuencia de ella. Todos esperaban que no supiese que, en esos precisos instantes, ella estaba arriesgando su vida en una barca nativa absurda para llegar a su lado. Pero la terrible presciencia de los moribundos les engañó. Orde echándose hacia adelante con esfuerzo, miró a través de las cortinas y vio cuán cerca se hallaba la vela.
–Es Polly –dijo simplemente, aunque su boca se retorcía de dolor. – Polly y..., la broma pesada más siniestra que jamás e le haya gastado a un hombre. Dick..., tú tendrás... que... explicarle. Una hora más tarde, Tallantire recibió sobre la orilla a una mujer vestida con un traje de montar de zaraza y una pamela que le preguntó a gritos por su marido –su niño y su amado–, mientras Khoda Dad Khan se arrojaba boca abajo en la arena y se cubría los ojos.

La simplicidad misma de la idea constituía su encanto. ¿Qué podría ser más fácil que ganar una reputación de estadista de gran previsión, de originalidad y, sobre todo, de deferencia ante los deseos de la gente, nombrando a un hijo del país para gobernar ese país? Doscientos millones de amantes y agradecidos súbditos bajo el dominio de Su Majestad alabarían el acontecimiento y su alabanza perduraría por siempre. Sin embargo, él se sentía indiferente a la alabanza o a la crítica, como correspondía al Más Grande de Todos los Virreyes. Su administración se basaba en los principios y los principios han de ser respetados en tiempo y a destiempo. Su pluma y su lengua habían creado la Nueva India, rebosante de posibilidades –estentórea, insistente, una nación entre las naciones– todo por su propia obra. Por tanto, el Más Grande de Todos los Virreyes avanzó un paso más y con él pidió consejo a quienes le ayudarían a nombrar el sucesor de Yardley Orde. Había un caballero y miembro de la administración bengalí que había obtenido su plaza y un título universitario, por añadidura, en competición abierta con los hijos de los ingleses. Era hombre culto y de mundo y, si el informe decía verdad, había dirigido con sensatez y, sobre todo, con buena disposición un distrito densamente poblado de Bengala suroiental. Había sido a Inglaterra y encantado a muchas tertulias. Su nombre, si el Virrey recordaba bien, era Mr. Grish Chunder Dé, M.A. En resumen, ¿tenía alguien alguna objeción al nombramiento, siempre por principio, de un hombre del país para gobernar ese país? El distrito de Bengala suroriental podía pasar, con ventaja según había averiguado, a un funcionario civil más joven de la misma nacionalidad que Mr. G. C. Dé (quien había escrito un artículo de notable grado de inteligencia sobre el valor político de la simpatía en la administración); y Mr. G.C. Dé podía ser transferido al norte, a KotKumharsen. El Virrey, por principio, era contrario a interferir en los nombramientos que dependían de los gobiernos provinciales. Deseaba que se comprendiese que él tan sólo recomendaba y aconsejaba en esta instancia. En lo concerniente al mero tema de la raza, Mr. Gris Chunder Dé era más inglés que un inglés y, no obstante, poseía esa simpatía peculiar y esa perspicacia que los mejores de la mejor administración del mundo sólo pueden obtener al final de su carrera. Los reyes adustos y de negras barbas sentados en el Consejo de India se dividieron en la ocasión, con el resultado inevitable de llevar al Más Grande de Todos los Virreyes al borde un ataque de histeria y a una obstinación confusa, tan patética como la de un niño.

–El principio es bastante acertado –dijo, con una mirada de sus ojos cansados, el cabeza de las Provincias Rojas, donde se hallaba Kot– Kumharsen, porque también él tenía sus teorías–. La única dificultad es...
–Ajústele los tornillos a los oficiales del distrito. Sume a Dé un par de delegados del Gobierno vigorosos a cada lado; otórguele el mejor ayudante de la provincia; llene a la gente de temor de Dios con anticipación y si algo funciona mal, diga que los colegas no han colaborado con Dé. Las consecuencias de estos maravillosos experimentos, por último, acaban recayendo sobre el delegado del distrito –dijo el Caballero de la Espada Desenvainada, con una brutalidad tan manifiesta que hizo que el Cabeza de las Provincias Rojas se estremeciese. Y sobre un acuerdo tácito de esta naturaleza se cumplió el traslado, tan discretamente como fue posible, por diversas razones.

Es triste pensar que lo que en India pasa por ser la opinión pública no advirtió, en general, la sabiduría del nombramiento hecho por el Virrey. Tampoco hubo ausencia de órganos mercenarios, con toda evidencia al servicio de una burocracia tiránica, que hicieron más que sugerir que Su Excelencia era un tonto, un soñador de imposible, un doctrinario y, lo peor de todo, un hombre que jugaba con las vidas de los hombres. The Viceroy’s Excellence Gazette, publicado en Calcuta, se vio en figurillas para agradecer a «Nuestro amado Virrey, una vez más, su gloriosa vindicación de las potencialidades de las naciones bengalíes para cumplir con amplias tareas ejecutivas y administrativas en regiones que estén fuera de nuestro ámbito. No abrigamos duda alguna acerca de que nuestro excelente conciudadano, Mr. Grish Chunder Dé, Esq., M.A., mantendrá muy alto el prestigio de los bengalíes, por encima de las intrigas sombrías y de las estrategias que se puedan organizar para dañar su fama y destruir sus perspectivas entre los orgullosos civiles, algunos de los cuales ahora tendrán que servir a un nativo despreciado y estar, además, a sus órdenes. ¿Qué tal les resultará, señores? Rogamos a nuestro amado Virrey que continúe manteniéndose por encima de los prejuicios raciales y los del color, y que permita que la flor de esta que ahora es nuestra administración reciba todas las pagas y ayudas otorgadas a sus hermanos de mayor fortuna».

–¿Cuándo se va a incorporar a su cargo este hombre? Ahora mismo estoy solo y me figuro que bajo sus órdenes seguiré igual.
–¿Te hubiese gustado que te trasladaran? –dijo Bullows con vivacidad; después, poniendo una mano sobre el hombro de Tallantire–: estamos en el mismo barco, no nos abandones. Aunque, ¿por qué demonios has de quedarte si puedes obtener otro cargo?
–Era el de Orde –dijo Tallantire con sencillez.
–Pues ahora es de Dé. Es el más bengalí de los bengalíes, atiborrado de códigos y jurisprudencia, un hombre magnífico en materia de rutina y trabajo burocrático, además de tener una conversación agradable. Como es natural, siempre lo han mantenido en su distrito natal, donde vivían todas sus hermanas, primas y tías, por no sé dónde al sur de Dacca. No hizo más que convertir el lugar en una pequeña y agradable reserva familiar, permitió a sus subordinados que hiciesen lo que querían y dejó que todos tuviesen alguna oportunidad con las rupias. Por consiguiente, allá abajo es inmensamente popular.
–No tengo nada que ver con eso. ¿Cómo diablos explicaré en el distrito que van a ser gobernados por un bengalí? ¿Supones –supone el Gobierno, quiero decir– que los Khusru Kheyl se quedarán tranquilos y sentados cuando lo sepan? ¿Qué dirán los jefes musulmanes de las aldeas? ¿Cómo trabajará a sus órdenes la policía, compuesta por sijs muzbíes y patanes? Nosotros no podríamos decir nada aunque el Gobierno nombrase a un barrendero, pero mi gente tendrá mucho que decir, ya lo sabes. ¡Es una muestra de locura cruel!
–Mi querido muchacho, sé todo eso y más. Lo he explicado y me han dicho que estaba mostrando «un prejuicio culpable y pueril» . ¡Por Júpiter, si los Khusru Kheyl no muestran algo más que eso, yo no conozco la frontera! Hay grandes probabilidades de que se te incendie el distrito entre las manos, y yo tendré que dejar mi trabajo para ayudarte a sortear el peligro. No tengo que pedirte que apoyes al benglí de todas las formas posibles. Lo harás por tu propio bien.
–Por el de Orde. No puedo decir que a mí me interese un comino, personalmente.
–No seas tonto. Sabe Dios que es bastante lastimoso, y el Gobierno lo sabrá más adelante, pero eso no es motivo para que te enfurruñes. Tú debes tratar de gobernar el distrito; tú debes pacificar a los Khusru Kheyl y convendrá que adviertas a Curbar, el policía, que tal vez surjan problemas. Yo estoy al otro extremo del telégrafo y siempre preparado para jugarme mi reputación con tal de mantener el distrito en calma. Tú, desde luego, perderás la tuya. Si tú mantienes todo en orden y a él no le pegan de verdad con un palo cuando salga a hacer sus inspecciones, los méritos serán para él. Si algo funciona mal, te dirán que tú no le has brindado un apoyo leal.
–Sé lo que tengo que hacer –dijo Tallantire, preocupado– y lo haré. Pero es duro.
–El trabajo está en nuestras manos; los hechos, en las de Alá, como solía decir Orde cuando se veía más presionado que de costumbre –y Bullows se marchó en su caballo. Que dos caballeros de la Administración bengalí de Su Majestad tuviesen que discutir a un tercero, también integrante de esa administración, que por otra parte era hombre culto y afable, parece extraño y afligente. No obstante, escuchen ustedes la charla inculta del mullah ciego de Jagai, el sacerdote de los Khusru Kheyl, sentado en una roca que domina la frontera. Cinco años antes, un proyectil disparado al azar por una batería había arrojado tierra a la cara del mullah, lo que originó un ataque de los ghazis contra media docena de bayonetas británicas. Así fue como quedó ciego, y no odió menos a los ingleses por el pequeño accidente. Yardley––Orde conocía su punto débil y muchas veces se había reído de él por eso.
–Perros sois vosotros –decía el mullah ciego a los hombres de la tribu que le escuchaban en torno a la hoguera–. ¡Perros apaleados ! Porque escuchasteis al sahib Orde, le llamasteis padre y os comportasteis como sus hijos, el Gobierno británico ha dado muestras de cuánto os considera. El sahib Orde ha muerto, ya lo sabéis.
–¡Ay, ay, ay! –dijo media docena de voces. – El era un hombre. Ahora, en lugar de él, ¿quién creéis que viene? Un bengalí de Bengala, un sureño que como pescado.
–¡Eso es mentira! –dijo Khoda Dad Khan–. Si no fuese por la pequeñez de que seas sacerdote, te haría tragar la culata de mi fusil.
–¡Ajá! ¿Eres tú, adulón de los ingleses? Ve mañana al otro lado de la frontera para saludar al sucesor del sahib Orde y te descalzarás ante la tienda de un bengalí y tu amo entregará tu presente a la mano negra de un bengalí. Lo sé, y en mis tiempos juveniles, si un hombre joven hablaba de mal modo a un mullah que conoce las puertas del cielo y del infierno, no se le hacía tragarla culata de un fusil. ¡No! El mullah ciego odiaba a Khoda Dad Khan con un odio afgano: ambos se disputaban el mando de la tribu, pero el segundo era temido por sus atributos físicos, así como el otro lo era por los espirituales. Khoda Dad Khan miró el anillo de Orde y gruñó:
–Iré mañana porque no soy un viejo tonto que predica la guerra contra los ingleses. Si el Gobierno, tocado de locura, ha hecho eso, entonces...
–Entonces –graznó el mullah–, ¿reunirás a los jóvenes y atacarás en los cuatro pueblos de la frontera?
–O te retuerzo el pescuezo, cuervo negro de Jehannum, por ser portador de malas nuevas. Khoda Dad Khan aceitó sus largos rizos con mucho cuidado, se ciñó su mejor cinturón de Bokhara, un turbante nuevo y unas bonitas babuchas verdes y, acompañado por unos pocos amigos, bajó de las montañas para visitar al nuevo delegado del Gobierno en KotKumharsen. También llevó un tributo: cuatro o cinco mohures de oro, inestimables, de los tiempos de Akbar, dentro de un pañuelo blanco. El delegado del Gobierno los tocaría y devolvería. La breve ceremonia solía ser un símbolo de que, en el campo de la influencia personal de Khoda Dad Khan, los Khusru Kheyl serían buenos chicos... hasta la próxima vez: en especial si ocurría que a Khoda Dad Khan le cayese bien el nuevo delegado del Gobierno. Durante el consulado de Yardley––Orde, la visita concluía con una cena fastuosa, quizá con licores prohibidos, y sin duda con magníficos relatos y mucha camaradería. Entonces Khoda Dad Khan volvía a su tierra entre aires de jactancia, afirmando solemne que el sahib Orde era un príncipe y el sahib Tallantire otro, y que todo el que hiciese una incursión por el territorio británico sería desollado vivo. En esta ocasión se encontró con que las tiendas del delegado del Gobierno tenían el mismo aspecto de siempre. Como se consideraba un privilegiado, franqueó la puerta abierta para encontrarse con un bengalí afable, corpulento, vestido a la inglesa, ocupado ante una escribanía. Poco versado en la influencia enaltecedora de la educación, y sin que le importasen nada los títulos universitarios, Khoda Dad Khan no tardó en clasificar al hombre como un badu –el amanuense nativo del delegado del Gobierno–, un animal detestado y despreciado.

–¡Eh! –dijo con jovialidad–. ¿Dónde está tu amo, babujee?
–Soy el delegado del Gobierno –dijo el caballero en inglés. Como él sobrevaloraba los efectos de los títulos universitarios, miró fijamente a Khoda Dad Khan a la cara. Pero si desde la más tierna infancia te han habituado a mirar de frente batallas, asesinatos y muertes repentinas, si la sangre derramada te afecta tanto como si fuese pintura roja y, por encima de todo, si has creído con firmeza que el bengalí es el siervo de todos los indostanos y que todos los indostanos son muy inferiores a tu propio yo, vasto y vigoroso, puedes tolerar, por muy poco educado que estés, una buena cantidad de miradas. Incluso puedes llegar a mirar desde arriba a un graduado de alguna facultad de Oxford, si sabes que ha nacido en un burdel, de una estirpe criada en un burdel, y que es tan temeroso del dolor físico como algunos lo son del pecado; en especial si la madre de tu oponente le ha aterrado de niño, a la hora de dormir, con cuentos horribles de demonios que viven en Afganistán y leyendas lúgubres del Norte negro. Detrás de las gafas de oro, los ojos buscaron el suelo. Khoda Dad Khan se rió entre dientes y salió para encontrarse a poca distancia con Tallantire.
–Aquí están –dijo con grosería, arrojando ante él las monedas–, tócalas y devuélvelas. Esto responde por mi buen comportamiento. Pero dime, sahib, ¿se ha vuelto loco el Gobierno para enviarnos a este perro negro bengalí? ¿Qué quiere decir esto?
–Es una orden –dijo Tallantire: él se había esperado algo así–. Es un sahib muy inteligente.
–¡Ese un sahib! Ése es un Kala admi, un hombre negro, indigno de correr junto a la grupa del burro de un alfarero. Todos los pueblos del mundo han saqueado Bengala. Así está escrito. ¿Sabes dónde vamos nosotros, los del Norte, cuando queremos mujeres o rapiña? A Bengala: ¿a qué otro lugar? ¿Qué chiquillada es ésa de llamarle sahib? ¡Y además, después del sahib Orde! De verdad que el mullah ciego llevaba razón.
–¿Qué pasa con él? –preguntó Tallantire, inquieto. Desconfiaba de ese viejo de ojos muertos y lengua mortífera.
–Vaya, por el juramento que hice al sahib Orde cuando le vi morir junto al río, ahora te lo diré. En primer lugar ¿es verdad que los ingleses han puesto el talón de un bengalí encima de su propio cuello y que ya no hay más poderío inglés en la tierra?
–Yo estoy aquí –dijo Tallantire–, y sirvo a la Maharaní de Inglaterra.
–El mullah dijo lo contrario y agregó que porque nosotros amábamos al sahib Orde el Gobierno nos mandaba un cerdo para demostrarnos que somos perros, que hasta ahora hemos estado bajo una mano fuerte. También ha dicho que se estaban llevando los soldados blancos, que vendrían más indostanos y que todo estaba cambiando. Esto es lo peor de un manejo irreflexivo de un país muy grande. Lo que parece tan aceptable en Calcuta, tan justo en Bombay, tan inexpugnable en Madrás, es mal entendido por el Norte y cambia por completo sus características en las riberas del Indo. Khoda Dad Khan explicó tan claramente como le fue posible que, aunque él mismo se proponía ser bueno, en realidad no podía responder por los miembros más temerarios de su tribu bajo el mando del mullah ciego. Podrían crear problemas o no, pero sin duda no tenían intención alguna de obedecer al nuevo delegado del Gobierno. ¿Estaba bien seguro Tallantire de que, en caso de producirse una serie de ataques fronterizos, las fuerzas del distrito podrían responder con rapidez?
–Dile al mullah que si sigue hablando tonterías –dijo Tallantire con sequedad–, llevará a sus hombres a una muerte segura y a su tribu a sufrir asedio, multas por infracción de la ley y a obtener dinero a costa de sus vidas. ¿Pero por qué hablo con quien ya no tiene peso en los consejos de la tribu? Khoda Dad Khan se tragó ese insulto. Se había enterado de lo que tanto había querido saber, y regresó a sus montañas para recibir la enhorabuena sarcástica del mullah, cuya lengua, encarnizándose alrededor de las hogueras, resultaba ser la llama más mortal que alimentara estiércol alguno.

Tengan ustedes la gentileza de examinar ahora, por un momento, el desconocido distrito de KotKumharsen. Cortado longitudinalmente por el Indo, se extiende al pie de la cadena montañosa de Khusru, una muralla de tierra inútil y de rocas desmoronadas. Tenía setenta millas de largo por cincuenta de ancho, sustentaba una población de algo menos de doscientas mil personas y pagaba impuestos por cuarenta mil libras al año sobre una superficie que era, en algo más de la mitad, un yermo total. Los labriegos no eran gente cortés, los mineros que explotaban la sal eran menos corteses aún y los criadores de ganado menos corteses que todos los demás. Un puesto de policía en el extremo derecho y un pequeño fuerte de adobe en el izquierdo evitaban todo el contrabando de sal y el abigeato que la influencia de los civiles no podía reprimir; en el extremo inferior derecho se alzaba Jumala, el centro de operaciones del distrito, un nudo lamentable de cobertizos que, por mero chiste, eran alquilados como casas, a pesar de su hedor a fiebre de frontera, de sus goteras cuando llovía y de ser unos hornos en el verano. Hacia ese lugar viajaba Grish Chunder Dé, para hacerse cargo allí, formalmente, del distrito. Pero las nuevas acerca de su arribo habían llegado antes. Los bengalíes eran tan escasos como los perros de lanas entre los sencillos fronterizos que se partían la cabeza, uno a otro, con sus largas espadas y rezaban, imparciales, tanto en los santuarios hindúes como en los musulmanes. Se apiñaron para verle, señalándole y comparándole o bien con una búfalo lechera preñada o bien con un caballo decrépito, según lo que les sugiriese su capacidad metafórica limitada. Rieron ante su guardia de policía y quisieron saber durante cuánto tiempo los corpulentos sijs iban a mandar a los monos bengalíes. Preguntaron si él había traído consigo a sus mujeres y le hicieron una advertencia explícita de que no tocara a las de ellos. Sucedió además que una vieja llena de arrugas, junto a la carretera, a su paso, se golpeó los pechos descarnados mientras gritaba:

–He amamantado a seis que podrían haberse comido a seis mil como él. ¡El Gobierno les mandó matar y convirtió a Esto en rey! A lo que un viejo robusto, que arreglaba arados, tocado con un turbante azul, gritó:
–¡Ten esperanzas, madre! Puede que él todavía siga el camino de tus vagabundos. Y los niños, esos pequeños hongos marrones, le miraron con curiosidad. A menudo atraía a los niños a vagar por la tienda del sahib Orde, donde se podían ganar monedas de cobre con un simple deseo, y relatos tan auténticos de los que ni siquiera sus madres conocían más de la primera parte. ¡No! Ese hombre gordo y negro no podía decirles cómo había hecho Pir Prith para arrancarles los colmillos a diez diablos; ni cómo había sido posible que las grandes rocas se alinearan todas en la cima de las montañas de Khusru, y qué ocurría si al atardecer, por la puerta del pueblo, gritabas al lobo gris «Badl Khas ha muerto». Entre tanto, Grish Chunder Dé hablaba atolondradamente y mucho con Tallantire, tal como lo hacen aquellos que son «más ingleses que los ingleses», acerca de Oxford y de «la tierra», con abundante y curioso conocimiento literario de las cenas en que se celebraban los incidentes de las regatas, de los partidos de criquet, de las cacerías y de otros deportes impíos de los extraños.
–Debemos mantener sujetos a estos hombres –dijo una o dos veces, intranquilo–, mantenerles bien sujetos y llevarles con la rienda corta. De nada vale, sabe usted, ser flojo en el distrito. Y un momento después, Tallantire oyó que Debendra Nath Dé, quien llevado por su sentimiento fraterno había seguido la suerte de su pariente y esperaba la sombra de su protección como mediador, susurraba en bengalí:
–Mejor es el pescado seco en Dacca que las espadas desnudas en Delhi. Hermano mío, estos hombres son demonios, como dijo nuestra madre. ¡Y tú siempre tendrás que viajar a caballo! Aquella noche se celebró una audiencia pública en un pueblo decadente y pequeño a treinta millas de Jumala, en la que el nuevo delegado del Gobierno, en respuesta a los saludos de sus subordinados nativos, pronunció un discurso. Era un discurso cuidadosamente pensado, que hubiese resultado de gran valor a no ser porque su tercera frase comenzó con tres inocentes palabras: «Hamara hookum hai», «por orden mía». Entonces resonó una risa, límpida y sonora, en el fondo de la tienda, donde estaban sentados unos pocos propietarios de tierras de la frontera, y la risa creció, mezclándose con el desprecio, y la cara cenceña y punzante de Debendra Nath Dé se puso pálida y Grish Chunder, volviéndose hacia Tallantire, habló:

–Usted... usted ha preparado esto. En aquel momento se oyó el ruido de un galope y de inmediato entró Curbar, el superintendente de policía del distrito, sudoroso y cubierto de polvo. El Estado le había arrojado a un rincón de la provincia durante diecisiete años tediosos, para que evitara el contrabando de sal y esperase un ascenso que nunca había llegado. Había olvidado cómo tenía que mantener limpio su uniforme blanco, calzaba unas espuelas herrumbradas sobre unos zapatos de charol y cubría su cabeza con un casco o con un turbante. Agriado, viejo, corroído por los calores y los fríos, esperaba a tener el derecho de una pensión suficiente como para no morir de hambre.
–Tallantire –dijo, sin tomar en cuenta a Grish Chunder Dé, vamos fuera. Quiero hablar contigo –y salieron–. Se trata de lo siguiente –prosiguió Curbar–: los Khusru Kheyl han atacado y herido a media docena de culis en el terraplén del nuevo canal de Ferris, mataron a un par de hombres y se llevaron a una mujer. Yo no te molestaría por esto, porque Ferris y Hugonin, mi asistente, van tras ellos con diez policías montados. Pero me figuro que esto sólo es el principio. Se ven sus hogueras en el alto de Hassan Ardeb y a menos que nos demos mucha prisa, muy pronto arderá toda nuestra frontera. Sin duda atacarán las cuatro aldeas Khusru de nuestro lado del confín: hace años que hay animosidad entre ellos y tú sabes que el mullah ciego ha estado predicando una guerra santa desde que Orde nos dejó. ¿Qué piensas?
–¡Maldición! –dijo Tallantire, pensativo–. Han empezado pronto. Bien, creo que será mejor que yo vaya a Fort Ziar y traiga todos los hombres que pueda para distribuirlos por las aldeas de la zona baja, si no es demasiado tarde. Tommy Dodd está al mando en Fort Ziar, creo. Ferris y Hugonin tendrán que dar una lección a los ladrones del canal y... No, no podemos poner al jefe de policía a vigilar ostentosamente la Tesorería. Tú vuelve al canal. Telegrafiaré a Bullows para que vaya a Jumala con una fuerte guardia de policía y se quede dentro de la Tesorería. No tocarán el lugar, pero hay que guardar las apariencias.
–Yo... yo... yo insisto en que me expliquen qué significa todo esto –dijo la voz del delegado del Gobierno, que había seguido a ambos interlocutores.
–¡Oh! –dijo Curbar que, por ser policía, era incapaz de comprender que quince años de estudios pudiesen, por dogma, convertir al bengalí en británico–. Ha habido luchas en la frontera y muchos hombres han muerto. Habrá otra lucha y montones de hombres que moraran.
–¿Por qué? –Porque los muchos millones de habitantes de este distrito no le aprueban, exactamente, y piensan que bajo su benigno mandato lo pasarán en grande. Se me ocurre que lo mejor sería que usted tomase decisiones. Como usted sabe, yo debo cumplir sus órdenes. ¿Qué recomienda?
–Yo... yo pongo a todos ustedes por testigos de que todavía no me he hecho cargo del distrito tartamudeó el delegado del Gobierno y no en un tono de lo «más inglés».
–Ah, ya me parecía. Bien, como iba diciendo, Tallantire, tu plan es sensato. Llévalo adelante. ¿Quieres una escolta?
–No, sólo un buen caballo. ¿Qué tal si telegrafiamos al cuartel general?
–Me figuro, por el color de sus mejillas, que tu superior enviará algunos telegramas estupendos antes que termine la noche. Deja que lo haga y tendremos la mitad de las tropas de la provincia subiendo a ver qué pasa por aquí. Bien, echa a correr y cuídate: los Khusru Kheyl te acuchillan desde abajo hacia arriba, recuérdalo. ¡Eh!, Mir Khan, dale al sahib Tallantire el mejor de los caballos y ordena que cinco hombres vayan a Jumala con el sahib Bahadur, delegado del Gobierno. Corre mucha prisa. Mucha era la que corría, y no mejoró las cosas en nada el que Debendra Nhat Dé se colgara de la brida de un policía y le exigiera que le dijese cuál era el camino más corto, el más corto de todos, a Jumala. Pues bien, la originalidad es fatal para el bengalí. Debendra Nath tendría que haberse quedado junto a su hermano, que con decisión viajó hacia Jumala por ferrocarril, dando gracias, a dioses por completo desconocidos para la más católica de las universidades, de no haberse hecho cargo del distrito y de tener todavía la posibilidad –¡feliz recurso de una raza fértil!– de enfermar. Y lamento decir que cuando llegó a destino, dos policías, no faltos de un ingenio rudo, que se habían consultado mientras subían y bajaban sobre sus sillas, prepararon un entretenimiento para su provecho. Consistía en que, primero uno y después el otro, entraban en la habitación del delegado con detalles prodigiosos de la guerra, de la reunión de tribus sedientas de sangre y endemoniadas y de los incendios de pueblos. Era casi tan bueno, dijeron esos pícaros, como cabalgar con Curbar detrás de afganos evasivos. Cada mentira mantenía al oyente atareado durante media hora con unos telegramas que ni el saqueo de Delhi hubiese podido justificar. A cualquier autoridad que pudiese mover una bayoneta o transferir a un hombre aterrado, apelaba Grish Chunder Dé por telégrafo. Se hallaba solo, sus asistentes había huido y, en verdad, él no se había hecho cargo del distri­ to. De haber sido despachados los telegramas muchas cosas hubieran ocurrido, pero dado que el único telegrafista de Jumala se había ido a dormir y el jefe de estación, después de echar una mirada a la terrible pila de papel, descubrió que las ordenanzas del ferrocarril prohibían despachar mensajes imperiales, los policías Ram Singh y Nihal Singh se vieron obligados a convertir la pila en una almohada y con ella durmieron muy confortablemente. Tallantire clavó sus espuelas en un brioso semental picazo con ojos de porcelana azul, y se aprestó para el viaje de cuarenta millas hasta Fort Ziar. Conocía el distrito a ciegas, de modo que no perdió tiempo buscando atajos, sino que a través de los más ricos pasturajes se dirigió hacia el vado en que Orde había muerto y había sido enterrado. El terreno polvoriento apagaba el ruido de los cascos de su caballo, la luna arrojaba su sombra, un duende incansable, ante él y el rocío denso le calaba hasta la piel. Altozanos, matas que rozaban la panza del caballo, caminos de tierra donde las hojas ásperas de los tarayes le azotaban la frente, ilimitadas planicies llenas de espinos y salpicadas de ganado soñoliento, un yermo y otro altozano quedaban atrás a su carrera, y el caballo picazo avanzaba con esfuerzo a través de las arenas profundas del vado del Indo. Tallantire no tuvo conciencia de ningún pensamiento definido hasta que la proa del ferry tocó tierra en la orilla opuesta y su caballo se encabritó. Entonces descubrió y gritó como para que el muerto pudiese oírle:

–¡Ya han atacado, amigo! Deséame buena suerte. En medio del frío del alba estaba martillando con el estribo a las puertas de Fort Ziar, donde se suponía que cincuenta sables de ese regimiento desmoronado, los Belooch Beshaklis, guardaban los intereses de Su Majestad a lo largo de unos cientos de millas de frontera. Ese fuerte específico estaba al mando de un subalterno que, nacido en la rancia familia de los Deroulett, respondía, como es natural, al nombre de Tommy Dod. Tallantire le encontró cubierto con un abrigo de piel de borrego, temblando de fiebre como un álamo, y tratando de leer la lista de inválidos del boticario nativo.
–De modo que has venido tú también –dijo el hombre–. Mira, aquí todos estamos enfermos y no creo que haya caballos para treinta hombres, pero estamos muy, muy ansiosos e interesados por hacerlo. Espera, ¿te parece que esto es una trampa o una mentira? –arrojó un trozo de papel hacia Tallantire, sobre el que con esfuerzo se vía escrito, en un gurmukhi casi incomprensible: «No podemos sujetar a los potros. Se alimentarán después que se ponga la luna en las cuatro aldeas de la frontera y han de salir del paso de Jagai mañana por la noche». Y en inglés: «Tu amigo sincero».

–¡Qué buen hombre! –dijo Tallantire–. Esto es obra de Khoda Dad Khan, lo sé. Es la única frase en inglés que ha podido aprender de memoria y está muy orgulloso por eso. ¡Juega contra el mullah ciego en su propio beneficio, es un rufián y un traidor!
–No sé nada de la política de los Khusru Kheyl, pero si te satisface a ti, también a mí. Esto lo echaron dentro por encima de la puerta principal, y pensé que teníamos que recobrar las fuerzas e ir a ver qué está pasando. ¡Oh, pero tenemos fiebre, de verdad! ¿Crees que va a ser algo grave? –dijo Tommy Dodd. Tallantire hizo en pocas palabras un resumen del caso y Tommy Dodd alternó silbidos y temblores de fiebre. Ese día se dedicó a la estrategia, el arte de la guerra, y a vivificar a los inválidos, hasta que al atardecer estuvieron aprestados cuarenta y dos hombres flacos, agotados, desaliñados a los que Tommy Dodd inspeccionó con orgullo y arengó así:
–¡Hombres! Si morís, iréis al infierno. Por lo tanto, esforzaos por manteneros con vida. Pero si vais al infierno, aquello no será más caluroso que esto, y no está dicho que allí vayamos a sufrir fiebres. Por consiguiente, no temáis a la muerte. ¡De uno en fondo! –los hombres sonrieron y se pusieron en marcha. Mucho tiempo ha de pasar antes que los Khusru Kheyl olviden su ataque nocturno contra las aldeas de las tierras bajas. El mullah les había prometido una victoria fácil y pillaje ilimitado; pero, atención, que de la misma tierra surgieron soldados de la Reina, armados y capaces de apuñalar, acuchillar y cabalgar bajo las estrellas, de modo que nadie sabía hacia dónde volverse, y todos temían tener que vérselas con un ejército entero y huyeron hacia las montañas. Entre el pánico de esa huida, se vio caer a muchos hombres bajo un cuchillo afgano que se hundía de abajo hacia arriba, y a muchos más bajo el fuego de las carabinas de largo alcance. Después se elevó un lamento de traición y cuando llegaron arriba, a sus tierras bien protegidas, junto con unos cuarenta muertos y sesenta heridos, habían dejado en las llanuras bajas toda su confianza en el mullah ciego. Clamaron, juraron y argumentaron en torno a las hogueras; las mujeres gimieron por las pérdidas y el mullah chilló maldiciones contra los que habían vuelto. Entonces, Khoda Dad Khan, elocuente y sin mostrar fatiga, porque él no había tomado parte en la lucha, se puso en pie para sacar partido de la ocasión. Señaló que la tribu debía cada minucia de su actual desdicha al mullah ciego, quien había mentido en cada uno de los detalles posibles y les había instado a caer en una trampa. Sin duda era un insulto que un bengalí, hijo de un bengalí, tuviese la pretensión de administrar la frontera, pero ese hecho –como había dado a entender el mullah– no auguraba un tiempo total de desenfreno y robo, y la inexplicable locura de los ingleses no les había quitado ni un ápice de su autoridad para defender sus linderos. Por el contrario, la tribu, confundida, superada en sus tácticas, en el momento justo en que sus reservas de comida eran menores, tendría que verse impedida de cualquier trato con los indostanos hasta que hubiesen enviado rehenes como garantía de buen comportamiento, además de pagar la multa por los disturbios y la expiación de la sangre, treintay seis libras inglesas por la cabeza de cada aldeano que hubiesen acuchillado.

–Y vosotros sabéis que esos perros de las tierras bajas jurarán que hemos matado docenas. ¿Será el mullah quien pague las multas o tendremos que vender nuestras armas? –un gruñido sordo recorrió las hogueras–. Pues bien, ya que todo esto es obra del mullah, y en vista de que no hemos ganado nada más que promesas de un paraíso, mi corazón me dice que nosotros, los de Khusru Kheyl, no tenemos un santuario donde orar. Estamos débiles, así qué, ¿cómo podremos atrevernos a pasar la frontera de Madar Kheyl, según la costumbre, para arrodillarnos ante la tumba de Pir Sajji? Los hombres de Madar caerán sobre nosotros, y con derecho. Pero nuestro mullah es un hombre santo. Ha ayudado a dos docenas de los nuestros a entrar esta noche en el paraíso. Dejad que acompañe a su rebaño, y sobre su cuerpo edificaremos una bóveda de losas azules de Mooltan y encenderemos lámparas a sus pies todos los viernes por la noche. Será un santo, tendremos un santuario y allí nuestras mujeres alzarán su plegaria para tener semilla fresca que rellene las grietas de nuestras cuentas de guerra. ¿Qué pensáis? Risas ahogadas y siniestras siguieron a la sugerencia, y a las risas siguió el siseo suave de los cuchillos al ser desenvainados. Era una excelente idea y satisfacía un anhelo antiguo de la tribu. El mullah se puso en pie de un salto, fulminante la mirada de sus ojos marchitos, impetrando las maldiciones de Dios y Mahoma para la tribu. Entonces comenzó la cacería del hombre ciego en torno a las hogueras y entre ellas, cacería que el poeta tribal, Khuruk Shah, ha cantado en versos que no morirán. Los hombres le hacían cosquillas en las axilas con la punta de sus cuchillos. Él saltaba hacia un lado, para sentir que una hoja fría le rozaba la nuca o que el cañón de un fusil le acariciaba las barbas. Llamó a gritos a sus partidarios para que le ayudasen, pero la mayoría había muerto en los llanos, porque Khoda Dad Khan se había tomado algunas molestias para que sus muertes se concretasen. Los hombres le describieron las glorias del santuario que construirían y los niños, entre palmas, gritaban: « ¡Corre, mullah, corre! ¿No hay nadie a tus espaldas! ».

Por fin, cuando el juego los tuvo aburridos, el hermano de Khoda Dad Khan le hundió un cuchillo entre las costillas.

–Por lo tanto –dijo Khoda Dad Khan con una simplicidad encantadora–, ¡ahora yo soy el jefe de los Khusru Kheyl! Ningún hombre objetó y todos se fueron a dormir, fatigados y doloridos. En la llanura, Tommy Dodd disertaba sobre las bellezas de una carga nocturna de caballería y Tallantire, inclinado sobre su silla, jadeaba, histérico, porque de su muñeca pendía una espada de la que chorreaba la sangre de los Khusru Khyel, la tribu que Orde había dominado tan bien. Cuando un soldado de la casta rajput le hizo ver que la oreja derecha del picazo había sido cortada al ras por algún golpe ciego de su inhábil jinete, Tallantire se desmoronó, entre risas y sollozos, hasta que Tommy Dodd hizo que desmontara para descansar. Hemos de esperar hasta el amanecer –dijo él–. He telegrafiado al coronel justo antes de partir, pidiéndole que enviara una brigada de los Beshakli a nuestro encuentro. Pero se pondrá furioso conmigo por monopolizar la diversión. Esa gente de las montañas no nos volverá a traer problemas.
–Entonces diles a los Beshakli que vayan a ver qué ha pasado con Curbar en el canal. Debemos patrullar toda la línea de la frontera. Tommy, ¿estás completamente seguro de que... de que eso... de que eso sólo era la oreja del picazo?
–Oh, completamente –dijo Tommy–. Estuviste a punto de cortarle la cabeza. Yo te vi cuando entramos en la pelea. Duerme, amigo.
–El mediodía trajo dos escuadrones de Beshakli y un corro de furiosos oficiales camaradas, que exigían consejo de guerra para Tommy Dodd por haberles «estropeado la fiesta», y un galope a campo traviesa hacia las obras del canal, donde Ferris, Curbar y Hugonin arengaban a los aterrorizados culis acerca de la atrocidad que representaba el abandonar un buen trabajo y una paga alta, sólo porque media docena de sus compañeros hubiesen sido acuchillados. El hecho de ver una tropa de Beshakli restauró la confianza tambaleante y la parte de los Khusru Kheyl capturados por la policía tuvo el gusto de ver que el terraplén del canal hervía de vida como siempre, mientras que tantos de sus hombres como habían buscado refugio en cursos de agua y barrancos eran obligados a salir por las tropas. Hacia el atardecer comenzó la patrulla despiadada de la frontera, a cargo de policía y ejército, muy semejante al continuo cabalgar de los vaqueros alrededor del ganado inquieto.
–Bien –dijo Khoda Dad Khan a sus pares, señalando la línea de hogueras que centelleaban abajo, ya podéis ver hasta dónde cambia el viejo orden. Tras su caballería vendrán los pequeños cañones desmontables, esos que pueden llevar hasta la cima de las montañas y, por lo que sé, hasta las nubes cuando nosotros lleguemos a la cima. Si el consejo de la tribu lo ve bien, iré en busca del sahib Tallantire, que me aprecia, y veré si puedo impedir al menos el bloqueo. ¿Hablo en nombre de la tribu?
–Sí, habla por la tribu, en nombre de Dios. ¡Cómo brillan esos fuegos malditos! ¿El inglés ha llamado a la caballería por telégrafo..., o es obra del bengalí? Cuando Khoda Dad Khan bajaba la montaña sufrió una demora a causa de una entrevista con un apurado hombre de su tribu, lo que le hizo volver deprisa en busca de algo que olvidara tras de sí. Después de entregó a los dos soldados que habían perseguido a su amigo y pidió que le sirvieran de escolta hasta la presencia del sahib Tallantire, por entonces en Jumala junto a Bullows. La frontera estaba en calma y el tiempo de las razones por escrito había llegado.
–¡Gracias al Cielo! –dijo Bullows–. al menos los problemas llegaron todas a una. Por supuesto que no es posible poner por escrito las razones, pero toda India comprenderá. Y es mejor tener una insurrección abrupta y breve que cinco años de administración impotente entronizada en la frontera. Es menos caro. Grish Chunder Dé ha dicho que estaba enfermo y ha sido transferido a su propia provincia sin ninguna clase de reprimenda. Se ha mantenido firme en que no se había hecho cargo del distrito.
–Desde luego –dijo Tallantire con amargura–. Bien, ¿qué se supone que he hecho mal?
–Oh, te dirán que te has excedido en todas tus atribuciones y que tendrías que haber enviado informes, escritos y notificaciones durante tres semanas, hasta que los Khusru Kheyl hubiesen podido bajar en un alud. Pero no creo que las autoridades se atrevan a quejarse demasiado. Han recibido su lección. ¿Conoces la versión de Curbar sobre este asunto? No puede escribir un informe, pero puede decir la verdad.
–¿De qué vale la verdad? Lo mejor sería que rompiese el informe. Estoy harto y acongojado por todo esto. Era tan absolutamente innecesario, excepto por lo de habernos librado de ese babu. Con toda desenvoltura se presentó Khoda Dad Khan, con un saco de forraje, lleno, en la mano y los soldados a sus espaldas.
–¡Que nunca os abrume la fatiga! –dijo con ufanía–. Bien, sahibs, ha sido una buena pelea y la madre de Naim Shah está en deuda conmigo, sahib Tallantire. Un golpe limpio, me han dicho, que le atravesó la mandíbula y el abrigo hasta la clavícula. ¡Buen golpe! Pero hablaré en nombre de la tribu. Ha habido una falta..., una falta grande. Tú sabes que yo y los míos, sahib Tallantire, mantuvimos el juramento que hicimos al sahib Orde sobre la ribera del Indo.
–Como un afgano guarda su cuchillo: con buen filo por un lado y romo por el otro –dijo Tallantire. – Lo mejor para dar una cuchillada, pues. Pero estoy diciendo la verdad de Dios. Sólo el mullah ciego empujó a los jóvenes con la punta de su lengua, y dijo que ya no había más ley en la frontera porque habían enviado un bengalí y que no era necesario que tuviésemos ya temor de los ingleses. Así fue como bajaron para vengar ese insulto y entregarse al pillaje. Tú ya sabes lo que sucedió y cuánto he ayudado yo. Ahora cinco docenas de los nuestros están muertos o heridos, todos nos sentimos avergonzados y dolidos y no queremos que haya más guerra. Por otra parte, para que nos atendáis mejor, le hemos cortado la cabeza al mullah ciego, cuyos consejos perversos nos llevaron a la locura. He traído esto como prueba –y dejó caer la cabeza al suelo–. Ya no creará más problemas, porque yo soy el jefe ahora, y por lo tanto me siento en el lugar más elevado en todas las reuniones. No obstante, esta cabeza tiene una contrapartida. Eso fue otra falta. Uno de los hombres se topó con esa bestia negra bengalí, que fue quien originó el problema, vagando a caballo y sollozando. Al pensar en que ese hombre había ocasionado la pérdida de mucha vida valiosa, Alla Dad Khan, al que si vosotros lo pedís mañana fusilaré, le cortó la cabeza, y yo la traigo para disculpar vuestra vergüenza, de modo que la podáis enterrar. Mirad, nadie se ha quedado con las gafas, aunque son de oro. Lentamente rodó hasta los pies de Tallantire la cabeza de un caballero bengalí, de pelo corto, ojos y boca abiertos: la cabeza del Terror encarnado. Bullows se inclinó. Otro rescate de sangre y muy caro, Khoda Dad Khan, porque ésta es la cabeza de Debendra Nath, el hermano de ese hombre. El babu está a salvo hace tiempo. Todos los tontos, excepto los Khusru Kheyl, lo saben.

–Vaya, no me gusta la carroña. Para mí, carne fresca. Esa cosa iba al pie de nuestras montañas preguntando por el camino a Jumala, y Alla Dad Khan le indicó la carretera hacia Jehannum porque, como has dicho, no es más que un tonto. Ahora hay que ver lo que nos hará el Gobierno. Con respecto al bloqueo...
–¿Quién eres tú, vendedor de carne de perro –tronó Tallantire–, para hablar de términos y tratados? ¡Vuelve allá, a las montañas, ve y espera allí, aunque te mueras de hambre, hasta que el Gobierno se complazca en convocar a tu pueblo para el castigo..., que sois unos niños y unos tontos! Contad vuestros muertos y manteneos tranquilos. ¡Tened la certeza de que el Gobierno os enviará un hombre!
–Sí –respondió Khoda Dad Khan–, porque también nosotros somos hombres –mirando a Tallantire a los ojos, agregó–: ¡y por Dios, sahib, que tú seas ese hombre !